El quinto mandamiento*

Silvia Kot

A partir del renovador Concilio Vaticano II, la Iglesia Católica ha realizado indiscutiblemente grandes esfuerzos por restablecer relaciones fraternales con el pueblo judío, revirtiendo así muchos siglos de hostilidad. Sin embargo, en la alborada del tercer milenio cristiano, persiste todavía, en trabajos teológicos y documentos eclesiales, en la enseñanza académica y en la formación de sacerdotes, en la catequesis y en las homilías, una terminología referida a los judíos que impide profundizar la reflexión cristiana para acceder a una auténtica, imprescindible conversión. Ya no es posible, es cierto, después de la declaración Nostra Aetate, hablar de “pueblo deicida”, pero permanecen en la teología actual de la Iglesia, palabras como “ceguera”, “obstinación”, “endurecimiento”, y hasta “infidelidad”, aplicadas a los judíos que no aceptaron -ni aceptan- a Jesucristo. Expresiones de este tipo, además de dificultar el diálogo, son piedra de tropiezo para los mismos cristianos en su aproximación al Misterio de Israel, que no es algo ajeno a la Iglesia, sino que constituye su esencia misma e ilumina definitivamente su propia misión en el mundo.

No se trata de moderar el lenguaje, al intercambiar ideas, para no ofender al interlocutor, sino de desmontar todo un mecanismo conceptual que hoy resulta anacrónico y a menudo incongruente. Sabido es que el significado de las palabras sufre mutaciones con el tiempo, al insertarse en diversos ambientes culturales y circunstancias históricas específicas (después de la experiencia del nazismo, por ejemplo, bien podría pensarse en abolir la palabra “raza” al referirse a seres humanos), y esto solo bastaría para revisar, en este tiempo afortunadamente signado por la apertura y el diálogo, un vocabulario que nació en la polémica y el enfrentamiento. Pero lo preocupante es que las mencionadas expresiones, lejos de ser meras palabras, traicionan la supervivencia de una teología cristiana sobre el judaísmo que todavía no ha sido saneada en su base, a pesar de las terribles consecuencias que resultó tener en la práctica. La larga persecución cristiana antijudía y, concretamente, la ausencia de una reacción adecuada frente al exterminio nazi, han sido admitidas por la Iglesia en varias oportunidades en los últimos años, especialmente a través del documento vaticano Nosotros recordamos: una reflexión sobre la Shoah, pero, si bien es valorable y auspiciosa la voluntad de reconocer y deplorar aquellas conductas de “antitestimonio y escándalo”,1 queda por desnudar de una vez por todas la teología que sustentó y alentó tales actitudes.

Algunas importantes voces de la Iglesia se han hecho oír en este sentido, aunque, lamentablemente, con poca repercusión todavía. Hace veinte años, el conocido padre dominico Marcel Dubois se refería a las fuentes de la teología cristiana sobre el Misterio de Israel de esta esclarecedora manera: “En los comienzos de la Iglesia, judíos y cristianos se definieron mutuamente en términos que acusaban su oposición. Más tarde, cuando los Padres de la época clásica elaboraron doctrinalmente esa ruptura, lo hicieron utilizando el instrumento que les ofrecía la filosofía de su tiempo. La estructura dualista de las categorías neoplatónicas no hizo más que acentuar conceptualmente el rigor de la oposición original. Según este enfoque, antes y después, pasado y presente, antiguo y nuevo, y, en este caso, Israel y la Iglesia, no sólo son presentados como figura y realidad, anuncio y cumplimiento, sino a menudo como oscuridad y luz, letra y espíritu, carnal y espiritual, terrenal y celeste. A fuerza de manipular estos pares de contrarios, se llega inevitablemente a una visión maniquea, según la cual la Iglesia resulta ser el “Verus Israel” y la auténtica Jerusalén, mientras que el pueblo de la Biblia y la Jerusalén terrenal quedan alineados del lado de Babilonia.”2 Así, por vía del absurdo, queda al descubierto la falacia central de esta teología sobre el Pueblo cuya misión de origen es precisamente la de ser “luz para iluminar a los gentiles”.

Es que, como un adolescente que pugna por afirmar su propia identidad ubicándose para ello, en un primer momento, en el terreno de la rivalidad y la confrontación con sus progenitores, al principio tal vez la joven Iglesia cree necesario cargar las tintas y exagerar las discrepancias con Israel para facilitar la ruptura. Pero no conforme con declararse “diferente” al judaísmo, muy pronto -especialmente tras la entrada masiva de los paganos- cae en la tentación de pretender usurpar su lugar, con un criterio de exclusivismo que irremediablemente se traduce en intolerancia, desprecio y persecución. En lugar de reconocer que por medio de Jesús tienen la posibilidad de ingresar a la familia de los patriarcas y adquirir así la “israelitica dignitas”,3 en vez de mostrar humildad y agradecimiento por recibir “en forma gratuita, como una gracia inmerecida, una parte de lo que Dios le había dado a Israel”,4 los paganos conversos, como los viñateros de la parábola, se vuelven contra Israel, el Hijo bienamado: “Éste es el heredero. Vamos, matémoslo, y será nuestra la herencia” (Mc 12, 7). ¿Deberemos llamarlo “ceguera”?

En un lúcido análisis sobre los verdaderos motivos del silencio de la conciencia cristiana frente a la Shoah, el padre Jean-Miguel Garrigues enuncia, entre otras, una razón de carácter estrictamente teológico: “(La conciencia cristiana) no disponía de categorías religiosas para pensar la identidad y la permanencia de un pueblo de Israel que continúa caminando en la historia, a su lado, después de Jesús. En efecto, un antijudaísmo secular había obnubilado en los cristianos, por medio de la afirmación de una sustitución del pueblo judío por la Iglesia, el sentido de la Elección de Israel y su permanencia después de Jesús, que sin embargo Pablo afirma en el Nuevo Testamento (Rm 11, 28-29).”5

Efectivamente, de alguna manera nació e hizo camino en la Iglesia la idea de que ella había venido a “sustituir” al Pueblo creado por Dios para santificar su nombre entre las naciones paganas, alegando que después de la llegada de Jesús -el esperado Mesías, cumplimiento de las promesas-, los judíos que no lo habían reconocido ya no tenían razón de ser. “Ahora el Pueblo de Dios somos nosotros”, se puede oír aún hoy, no sólo entre católicos de formación preconciliar, sino incluso entre estudiantes jóvenes de teología y seminaristas a punto de ordenarse. Es así como asimilan una enseñanza incoherente que, mientras por un lado cumple con transmitir las nuevas directivas de la Iglesia sobre las relaciones con el judaísmo, por el otro sigue considerando a éste, en el mejor de los casos, sólo una “preparación” para la venida de Jesucristo, “superado” por el Evangelio, y, además, incomprensiblemente “obstinado” en mantener su propia fe. ¿Cómo es posible entablar un diálogo fructífero con un interlocutor cuyas más profundas convicciones se subestiman? ¿Acaso puede producirse un auténtico encuentro sin un esfuerzo sincero por conocer al otro? ¿Tiene algún sentido realizar gestos exteriores e intercambiar gentilezas de circunstancias, mientras se siguen guardando reservas mentales que ineluctablemente dan lugar a un doble discurso?

En gran parte, es sobre interpretaciones parcializadas y simplificadoras de la predicación paulina como se construye la lamentable teología de la sustitución, cuyo primer desacierto consiste sin duda en su empeño por cerrar cuestiones que seguramente Pablo de Tarso, a la manera judía, pretendió dejar abiertas. No otra cosa parece indicar, en efecto, el hecho de que sus argumentos, concebidos y desarrollados en la coyuntura de la misión y al calor de la polémica del primer siglo, sean muchas veces deliberadamente elípticos, en ocasiones oscuros y hasta contradictorios entre sí. Pues hay que decir que, si bien en Romanos sostiene la permanencia del pueblo judío, otros fragmentos de sus cartas aparentan sugerir lo contrario, y han sido abusivamente usados como justificación teológica del peor antijudaísmo cristiano. Claro que Pablo no podía siquiera sospechar que sus especulaciones, referidas a su situación concreta, y las críticas que, como un judío más, efectuó a algunos aspectos del judaísmo desde adentro -como el mismo Jesús, por otra parte- serían congeladas en una validez permanente y utilizadas en forma espuria desde afuera por los paganocristianos para hostigar a los judíos, bautizarlos por la fuerza, humillarlos, segregarlos, expulsarlos de los países que solían compartir, torturarlos y matarlos; por último, sin duda el apóstol habría retrocedido espantado ante la mera conjetura de que, mil novecientos años después, algunas de sus afirmaciones, sacadas de contexto y llevadas al límite, pudieran esgrimirse como armas ideológicas para aniquilar a su propio pueblo en una cruzada decisiva que se dio en llamar “Solución Final”. Nosotros, en cambio, ya no podemos alegar inocencia: hoy sabemos que, en última instancia, de la hipótesis de una falta de sentido de la existencia de los judíos, a un plan premeditado para borrarlos definitivamente de la faz de la tierra, no había más que un paso, un paso atroz pero lógico, que terminó por dar el nazismo.

El solo hecho de que la teología de la sustitución haya llevado, en un gradual e inexorable encadenamiento, a esa monstruosa figura del mal absoluto sobre la tierra que fue la Shoah, es razón suficiente para derogar esa teología sin más, de raíz, en todas sus variantes, desde las más crudas hasta las más solapadas, en público y en privado, bajo cualquier denominación o apariencia que se presente. Como parte del examen de conciencia del Gran Jubileo, como sacramento de penitencia y reconciliación, tendrá que encontrar la Iglesia una manera de formular un compromiso explícito en este sentido y velar por su cumplimiento efectivo, pues al parecer las exhortaciones y declaraciones de buena voluntad hacia el pueblo judío de los últimos treinta años no han bastado, por sí mismas, para cambiar las mentalidades. Así lo demuestran, no sólo las circunstancias mencionadas en el comienzo de esta nota, sino también las curiosas recidivas que se observan de tanto en tanto en textos oficiales de la Iglesia. Un ejemplo es el documento “El cristianismo y las religiones”, elaborado en 1997 por la Comisión Teológica Internacional, que desde el mismo título distorsiona el enfoque, al pretender incluir genéricamente al judaísmo entre “las otras religiones”,6 y se ve entonces en la obligación de hacer trabajosas salvedades y aclaraciones a lo largo del texto (ya que, obviamente, para el cristianismo, el judaísmo no es “otra” religión, sino nada menos que su matriz), al tiempo que inexplicablemente incurre varias veces en típicas expresiones de la teología de la sustitución, y reflota aquellos viejos pares de contrarios a los que aludía el padre Dubois.

Aparece claramente, entonces, que el escollo para progresar en el camino del conocimiento y el encuentro no reside, como se suele decir, en una “falta de recepción” del pueblo cristiano, sino en las vaguedades de un discurso teológico poco convencido y, por lo tanto, poco convincente, en las incongruencias de un mensaje reticente y confuso, anclado en una teología sobre el judaísmo cuyas categorías remiten a un pasado histórica y espiritualmente muy lejano (en gran medida incomprensible para el hombre de hoy), y que no fue replanteada todavía en profundidad a la luz del “aggiornamento” solicitado por el papa Juan XXIII al convocar el Concilio Vaticano II.


La reconciliación con el judaísmo no es materia optativa para la Iglesia, sino una insoslayable cuestión de fondo, que hoy reclama imperiosamente de ella una franqueza descarnada, una disposición inédita, un lenguaje inaugural, una nueva audacia.

Tal vez haya llegado el momento, entrando al tercer milenio cristiano, de que una Iglesia ya hace tiempo en edad de razón, no sólo se limite a reconocer en el judaísmo su glorioso pasado, como una forma en cierto modo “legalista” de cumplir con el mandamiento de honrar a sus padres, sino que abra su corazón, sin prejuicios ni reservas mentales, al Misterio de Israel, “escrutando su propio misterio”,7 imposible de develar, por otra parte, sin abordar aquél. Antes que un movimiento hacia afuera, se trata de autorreconocerse, de reconciliarse en primer lugar consigo misma, de dejar por fin de estar “en guerra con sus entrañas”, para decirlo con palabras del poeta Antonio Machado. De algún modo habrá que llegar honradamente a redescubrir, como lo sabían en forma natural los primeros cristianos, que sin la luminosa llama del judaísmo ardiendo para siempre en su centro, simplemente no hay Iglesia.

Tal vez la “novedad” del tercer milenio consista para la Iglesia Católica en restaurar, entrañablemente, lo judío en su interior y desde allí, desde su verdad más honda, sabiendo quién es y en una perfecta imitatio Christi, sumarse al testimonio imperecedero del pueblo judío, volviendo a anunciar en su propio kerigma, con acentos frescos y conceptos inequívocos, al Dios que hace dos mil años predicó su iniciador Jesús: el Dios de Israel.


* En el marco de la teofanía del Sinaí, el quinto mandamiento es: “Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que YHWH, tu Dios, te va a dar” (Ex 20, 12). Para los cristianos, el quinto mandamiento es: “No matarás”.

  1. Véase la carta apostólica “Mientras se aproxima el tercer milenio”, nº 33.

  2. Marcel Dubois O.P., Situation présente de la théologie du Mystère d’Israël. Questions à examiner. Bilan et prospective. Maison Saint-Isaïe, 1979. (Los subrayados de las citas son nuestros)

  3. Véase el nuevo CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, nº 528.

  4. Cardenal Jean-Marie Lustiger, Juifs et chrétiens, demain? Alocución en la Sutton Place Synagogue, al recibir (junto con el gran rabino de París, René-Samuel Sirat) el premio “Nostra Aetate”, 20 de octubre de 1998. Este premio fue instituido por iniciativa del Center for Christian-Jewish Understanding de la Sacred Heart University, de Fairfield, Connecticut, USA.

  5. JEAN-MIGUEL GARRIGUES, La conscience religieuse chrétienne face à la Shoah. Ponencia en el Coloquio de Tel-Aviv sobre la Shoah, 24-26 de abril de 1995.

  6. El documento retoma las categorías de la Declaración “Nostra Aetate”, referida a las “relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas”, que incluye entre éstas al judaísmo. Sin embargo, algunos planteos de NA, en su momento novedosos y alentadores, hoy resultan insuficientes y pasibles de revisión.

  7. Cf. “Nostra Aetate”. La expresión es utilizada a menudo por Juan Pablo II.