¿Qué significa el encuentro de cristianos y judíos en el choque de las civilizaciones?

Jean-Marie Lustiger

 

Estuve tentado de empezar preguntándoles a qué creyeron que me refería cuando le puse este título a mi charla. Apuesto a que algunos de los aquí presentes habrán supuesto una alusión a la política norteamericana hacia el Estado de Israel y las naciones árabes. Y, según lo que esperan de mí, sospecharían (o temerían) que la apoyara o no.

Gané la apuesta, ¿no es cierto? Si es así, pasaré inmediatamente a recoger mi premio.


La expresión “choque de las civilizaciones” de Samuel Huntington ha sido mayoritariamente rechazada en Europa, como si se exorcisara algún espíritu maligno. Parecía políticamente peligroso que la opinión pública se representara la situación mundial como una especie de antagonismo binario. La Europa que durante siglos ha atravesado permanentemente guerras civiles, sigue desconfiando de las confrontaciones binarias y reductoras.

Para las necesidades del razonamiento, propongo aquí que pensemos, no en un choque de civilizaciones, sino en una reconstrucción total de la civilización planetaria, que muestra una gran cantidad de conflictos y desacuerdos, convergencias e intercambios, y también repliegues defensivos. En una palabra: un escenario magnífico donde todo está en ebullición.

En una situación como esta, percibimos inmediatamente la enorme importancia de lograr buenas relaciones de vecindad entre cristianos y judíos, entre las organizaciones judías o los representantes del judaísmo y los de la Iglesia Católica, entre la Santa Sede y el Estado de Israel.

¿Establecer relaciones nuevas, positivas, confiadas, significa acaso buscar una coalición de intereses, un entendimiento económico y la cooperation necesaria entre dos socios para defender sus respectivas identidades enfrentando juntos las oposiciones? Podrán imaginarse que no es así como entiendo estas relaciones, ni en sus principios, ni en sus motivos, ni mucho menos en el significado que tienen para el futuro y el servicio a las civilizaciones, o mejor dicho, a todo lo que implica la civilización.

Propongo, pues, que reflexionemos sobre esta problemática a través de cinco preguntas.

1. ¿Qué tienen en común los judíos y los cristianos, que justifique el hecho de acercarse más entre sí y volverse aliados?

2. Una vez que los judíos y los cristianos reconocen lo que tienen en común, ¿amenaza esa camaradería de algún modo su originalidad o sus respectivas identidades?

3. ¿Ese principio común significa algo para el conjunto de la humanidad?

4. Al estar juntos ¿pueden los judíos y los cristianos cumplir mejor su misión específica hacia el resto de la humanidad?

5. Por último, puesto que esa preocupación por el mundo no se inscribe en una perspectiva de ambición de dominio o conquista, ¿por medio de qué acciones concretas podría expresarse ese universalismo?


Veo en sus rostros que el cartesianismo francés de mi enfoque les sorprende. No se preocupen: les ofrezco un trato. Si me permiten, comenzaremos por la última pregunta e iremos en orden inverso. ¡Así es como los mejores negociadores logran resultados satisfactorios!


Empecemos con la quinta y última pregunta:

Si el universalismo que judíos y cristianos tienen en común no sirve a propósitos de conquista, ¿cómo podría manifestarse ese universalismo en la práctica por el bien de la humanidad?

La respuesta sería: mediante una manera original de encarar y practicar la acción política.

En la historia bíblica, el único éxito político indiscutible fue el reinado de David y Salomón, aun cuando lo que siguió no estuvo a la altura de las expectativas. Si observamos las diversas naciones en las que vivieron los judíos, veremos que en muy contadas ocasiones los judíos ejercieron el poder político supremo. A lo sumo, tenemos los cargos de primer ministro de Disraeli en Gran Bretaña y Léon Blum en Francia.

En realidad, el modelo bíblico al que se refieren los judíos cuando se trata de asuntos políticos es el de Mardoqueo, el consejero. Su sabiduría y su inteligencia se inspiran en su fidelidad y obediencia a Dios, y esto le permite hacer sugerencias prudentes y razonables a un soberano que no pertenece al pueblo judío ni comparte su creencia.

Me dirán que también hay que tomar en cuenta a la reina Esther. ¡Pero dejemos eso para la festividad de Purim!

¿Y qué ocurre del lado católico? No hay duda de que los innumerables soberanos que se decían católicos quisieron gobernar no solamente sus propias naciones, sino también a la Iglesia. Y sin embargo, fiel a la tradición bíblica y a la enseñanza del Nuevo Testamento, el catolicismo no pretende tener el control político de las naciones y los pueblos. Recordemos la respuesta de Jesús referida a los impuestos romanos: “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22,21).

Pero ¿es adecuado hablar de influencias o inspiraciones bíblicas y católicas? Algunos podrían suponer que existen dos lobbies, uno judío y otro cristiano, que aúnan esfuerzos para defender sus mutuos intereses. ¡Nada más alejado de mi pensamiento!

Pienso más bien en una vocación común para aconsejar y criticar al príncipe, para oponerse a la tentación del poder absolutista. No me refiero solamente a la tentación de la tiranía, sino también a aquella, inherente a todo poder, de erigirse en juez del bien y del mal, ya que es el poder quien dicta la ley.

Ahora bien: es aquí donde judíos y cristianos comparten un principio muy claro: la ley que se impone a la conciencia humana proviene de una fuente superior a cualquier hombre. El bien no se define según deseos u opiniones, sino que se impone como un absoluto en este mundo donde todo es relativo. Y es esta incuestionable norma del manejo de los asuntos temporales lo que hace de la política una realidad digna del destino humano.

Esta perspectiva ética de lo político impugna por sí misma toda arbitrariedad. Tiende a iluminar el ejercicio del poder, no a destruirlo. Da testimonio de la verdadera sabiduría que, como nos dice la Biblia, proviene de Dios.

Es este realmente un ideal muy alto de la humanidad. La posición del pueblo judío y de los cristianos como vigías y testigos del reino de Dios, desafía y devalúa todo imperio de los hombres. ¿No somos acaso, los judíos y los cristianos juntos, responsables de este principio político ante el conjunto de la humanidad?

¿Y no reside precisamente allí la sabiduría que les falta a las instituciones mundiales establecidas para regular la paz entre las naciones? Los conflictos de fuerzas e intereses no les permiten funcionar practicando la justicia y el derecho (Gn 18, 19), y limitan, por lo tanto, su eficacia.

Esta propuesta puede sonar utópica. Sin embargo, tenemos un ejemplo: es lo que Juan Pablo II intentó permanentemente y a veces logró hacer desde hace más de veinte años. Recordarán también el importante papel que tuvo “dear Henry” en la política mundial algunas décadas atrás. Pero no voy a entrometerme en la escena política norteamericana, y dejaré eso a su criterio.


Tomemos la pregunta siguiente: ¿el encuentro entre judíos y cristianos les permite llevar adelante su misión específica al servicio del conjunto de la humanidad?

Para responder esto, deberemos meditar sobre el don de la Ley, o los Mandamientos.

Un judío, aunque sea un jurista o incluso un especialista en historia del derecho romano o anglosajón, asociará la palabra Ley con la Torah. Dejamos de lado la cuestión de la práctica de los preceptos tal como la estipula la tradición rabínica y nos concentramos en la sabiduría de la Ley y la fuerza que ejerce sobre la conciencia humana. Esta no reside solamente en la sanción que la acompaña, sino en la justicia que introduce en las relaciones humanas. Esta ley, toda ley, tiene su base, aunque muchas veces invisible, en la revelación del Sinaí, en la santa voluntad de Dios. De una u otra manera, la Ley recibe de Dios un carácter sagrado que también le concierne al hombre al que está destinada.

¿Y el cristiano? Tal vez sorprenda a algunos de ustedes que conozcan poco de doctrina católica, sean cristianos o judíos, si digo que, en esencia, los mandamientos son recibidos por los cristianos como revelación divina, a través del Antiguo Testamento.

Miremos el texto del último documento que da fe de esto: el Catecismo de la Iglesia Católica publicado bajo la autoridad del papa Juan Pablo II. Allí la moral es presentada en el marco de los Diez Mandamientos, que estructuran el desarrollo de la reflexión ética sobre la conducta humana personal y social.

Por supuesto, como discípulos de Jesús, diferimos seguramente en la manera de entender y aplicar esos mandamientos. El comentario autorizado sobre los mandamientos es para un cristiano la manera en que Jesús los vivió y nos pide que los vivamos.

Es una determinada interpretación del “Shema, Israel: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” que aparece tanto en el Deuteronomio (6, 4) como en el Evangelio de Mateo (22, 37). La primera regla de acción resume la Ley y los Profetas en el mandamiento del amor a Dios y el amor al prójimo, tal como se encuentra en el Levítico (19, 18) y en Mateo (22, 37-39), para imitar y participar en el amor recibido del Mesías: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”, dice el evangelio de Juan (15, 12).

Sólo con una visión miope podría decirse que la brecha entre estas dos interpretaciones es infranqueable. Una mirada más profunda permite discernir que ambas tienen una fuente común en Dios. Las consecuencias en el actuar humano son las mismas, aun si la justicia y la paz se expresan bajo modalidades diversas y se viven a través de recursos espirituales diferentes. Por cierto, esas diferencias no son desdeñables. Son incluso esenciales para nuestras respectivas experiencias. Pero la convergencia moral entre judíos y cristianos les permite llevar adelante con más fuerza y respeto su propia misión hacia la humanidad, como vigías y testigos.

¿Pueden repartirse las tareas? Sería un poco presuntuoso y sin duda equivocado, ya que en este terreno todo se conjuga y nada se divide.

La experiencia cristiana puede haber llevado a veces a algunos creyentes a relativizar los mandamientos en nombre de la caridad. Demás está decir que el amor a Dios y al prójimo es la plenitud de la Ley: la expresión no puede ser más exacta, fuerte y bella. Pero las exigencias del amor deben ser rigurosamente entendidas y estructuradas por el respeto a la voluntad divina. Un encuentro fecundo podría recordarles a los cristianos que no pueden omitir lo que Dios ordena, y a los judíos, que el mandamiento del amor que encabeza el Shema debe inspirar todas las actitudes que de él derivan, tanto en las relaciones humanas como con respecto a Dios.

El universalismo cristiano ha ofrecido a todas las naciones del mundo, a veces bajo formas secularizadas, lo que le fue dado a Israel en el Sinaí. Israel sigue siendo el garante de ese don, y con él, sin duda, los cristianos, por el bien común de toda la humanidad.


Esto me lleva a la siguiente pregunta: ¿qué significado puede tener para el conjunto de la humanidad el acercamiento entre judíos y cristianos?

Obviamente, no voy a responder a esta pregunta calculando el efecto que pueda tener en la opinión pública. Algunos temerán que el resultado represente una amenaza a la independencia y la libertad de las identidades particulares, nacionales o religiosas. Otros (o quizá los mismos) se preguntarán cómo es posible que dos religiones que han estado tan drásticamente separadas a través de la historia puedan establecer una relación particular capaz de contribuir al encuentro de las culturas y las religiones.

De hecho, esta relación con el conjunto de la humanidad está inscripta en el origen mismo del judaísmo. Recordemos la bendición a Abraham: “En tí se bendecirán todas las naciones de la tierra” (Gn 2, 3). Recordemos también la profecía de Isaías (2, 2-3) según la cual todas las naciones confluirán en el monte de la Casa del Señor, para que les enseñe sus caminos y ellas sigan sus senderos.

Para los cristianos, los judíos apóstoles de Jesús pusieron en práctica, no sin grandes dificultades, ese oráculo profético, al descubrir, casi a su pesar, que el don del Espíritu prometido a Israel también le era acordado a los paganos. Cuando Jesús ordenó a sus seguidores, según Mateo (28, 19), que hicieran discípulos entre todas las naciones, los bautizaran y les enseñaran a observar todo lo que él les había mandado, en realidad unió los cristianos a los judíos en su esperanza por el mundo, aun cuando sus respectivas actitudes espirituales y experiencias pudieran seguir siendo diferentes.

Porque el pueblo judío vive una situación paradójica. Es siempre un pueblo y sigue reivindicando ese nombre. La cuestión de si es un pueblo parecido a los demás o diferente a ellos, ha sido planteada desde sus orígenes. Nosotros somos un pueblo diferente a todas las otras naciones, porque hemos sido elegidos por Dios para servirlo. Y somos una nación similar a las otras cuando se trata de pedir un rey o reclamar poder como ocurre en los otros países del mundo. Esta antigua tensión volvió a surgir en la Diáspora a partir de la creación del Estado de Israel. Además, en la actual globalización, las comunidades judías y los judíos dispersos por todo el mundo realmente forman parte de la diversidad de culturas y naciones, sin que por eso desaparezca su pertenecencia al “pueblo judío”.

También puede decirse que el hecho de ser cristiano incorpora a cada persona y cada comunidad a la existencia común de la Iglesia del Mesías, presente a través de los tiempos de la historia, en todas las naciones y todas las culturas.

El problema que trato de describir aquí es el que plantea la globalización. ¿Existe hoy una solidaridad que realmente una a toda la humanidad? ¿Debe pagarse para ello el precio de la negación o el olvido de las particularidades, que hasta ahora se consideraban riquezas, y podrían verse actualmente como obstáculos o vestigios del pasado? Por supuesto que no.

Pero la misión confiada por la Palabra de Dios a los judíos, y luego también a los cristianos, es la de llevar a la humanidad la conciencia de su unidad y de su vocación única, que proviene de su origen. Como dice la primera página del Génesis, la humanidad fue creada por Dios “a su imagen y semejanza” (Gn 1, 26). Dentro de la diversidad humana existen vigías y testigos de la luz del origen. Su tarea no consiste en imponerla, sino en ayudar a la humanidad a descifrar su destino.

Los judíos son conscientes de su singularidad histórica, pues fueron los primeros en recibir esa Revelación, una vez y para siempre. En la experiencia de un pueblo formado en esa Elección, la historia sagrada se hizo carne en la historia humana. La tentación que deben enfrentar los judíos es encerrarse en esa particularidad y vaciarla entonces de su sentido de salvación.

Los cristianos son beneficiarios de esa primera bendición, puesto que en el momento en que la Iglesia nace de los judíos, los paganos obtienen también una parte de esa bendición y de la Promesa. En el transcurso de la historia, la tentación de los cristianos consistió en recrear nuevas particularidades de tipo nacional o confesional. De ese modo perdieron el sentido de sus raíces, de su origen, que es garantía de su esperanza.

Cuando los judíos y los cristianos se encuentran y miden sus diferencias, pueden entender mejor lo que les ha sido dado como evidencia fundadora y tarea primordial: revelarle a una humanidad fraccionada el llamado a una unidad más fuerte y más grande que su inmensa diversidad.


Explorar estas posibilidades no representa amenaza alguna ni para la originalidad judía ni para la identidad cristiana.

Tratemos de explicar esto. “La salvación viene de los judíos”, le enseña Jesús a una mujer samaritana en el evangelio de Juan (4, 22).

Si no hubiera judíos, la universalidad cristiana podría disolverse en un humanismo abstracto. La misión encomendada a los cristianos muestra que la diversidad de las culturas, aun al precio de dificultades y ambigüidades a veces considerables, puede ser respetada, y cada una de ellas enaltecida por el reconocimiento de la unidad de la humanidad, hija del único Dios.

Si no hubiera cristianos, ¿podría el judaísmo, portador de la bendición prometida a todas las naciones, llevar adelante su misión específica sin ser absorbido por el racionalismo universal de la Ilustración, sin vaciar a la historia que lo engendró de su substancia?

Al reflexionar sobre estas aporías llegamos a la conclusión de que el encuentro entre los judíos y los cristianos es necesario para ambos para entender lo que seguramente Dios les está exigiendo. Tanto su experiencia común como sus percepciones divergentes de la bendición divina, revelan el rostro de la unidad y de la comunión universal basada en la Promesa hecha a Abraham, anunciada por los Profetas, atestiguada -según ella, con humilde audacia- por la Iglesia Católica.

Todo esto puede sonar algo exagerado, pero señala una dificultad que cada uno de nosotros debe enfrentar en estos tiempos de globalización.

Por un lado, ¿en qué consiste la identidad judía? ¿Es la identidad nacional israelí, o la identidad diaspórica? ¿En qué se basa?

Por el otro lado, ¿es el mensaje universalista cristiano sólo la máscara de un imperialismo que antes fue romano y hoy es occidental? ¿Cómo puede difundirse este mensaje por las culturas del mundo sin perder su fuerza y su contenido? El problema se agudiza cuando los cristianos llevan el mensaje bíblico, incluyendo la Torah, a naciones como las de Asia, y estas declaran, como lo hizo Gandhi, que están dispuestas a recibir los valores de Jesucristo como mensaje de liberación, pero que pueden prescindir de la Biblia pues tienen sus propias escrituras y su propia historia sagrada. El cristianismo se pierde si acepta desarraigarse de Israel, es decir, de la Alianza, de la elección primordial de Dios. El encuentro, el vínculo, entre judíos y cristianos, con la tensión que siempre deberá respetarse entre ellos, le ofrece a la humanidad entera su rostro original, y alienta su esperanza de una unidad en paz.


¿Cuál es, pues, la base del acercamiento entre judíos y cristianos? ¿Qué tienen en común para fundamentar una alianza entre ellos?

La respuesta está escrita en la primera página del Nuevo Testamento. Si abrimos cualquier edición de los Evangelios, veremos que comienza con una genealogía: “Abraham engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob, Jacob engendró a Judá y a sus hermanos...”. Estas palabras introducen lo que Mateo, el primer evangelista, llama “la genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham” (Mt 1, 1).

El cristiano recibe del pueblo judío la totalidad de la Escritura: la Ley, los Profetas y los demás escritos. Lo recibimos por lo que es: Palabra de Dios. Y esto es verdad para todos los cristianos -protestantes, católicos u ortodoxos-, sean cuales fueren sus crímenes y los juicios de la historia. Y esta Escritura Sagrada es inseparable de aquellos a quienes les fue entregada, y de las lenguas en las que fue originalmente formulada. La Iglesia recibe todas y cada una de esas palabras como inspiradas por el Espíritu de Dios. Quiere serles fiel. Más aún: no puede prescindir de ellas, aunque algunos, como Marción, hubieran deseado una ruptura radical que eliminara de la fe de los discípulos de Jesús la Escritura bíblica, la historia, la alianza y la elección.

Pero ¿no hubo también del lado judío un intento simétrico de reducción, por motivos bastante evidentes, que no vale la pena recordar aquí? En este caso prevaleció la ley del silencio. Muchos judios dijeron en el pasado que, en el nivel religioso, no tenían ninguna necesidad del cristianismo.

En realidad, en estas actitudes opuestas reconocemos la ruptura interna que tuvo lugar en la primera generación cristiana, por el rechazo o la aceptación del mensaje de Jesús de Nazareth por parte de los judíos.

Los judíos y los cristianos o católicos comparten al mismo tiempo una raíz común y un conflicto. Pero desde el punto de vista cristiano, ese conflicto se inscribe en un horizonte familiar al pensamiento judío, en la espera del cumplimiento de la historia humana según la voluntad de Dios.

Tanto los judíos como los cristianos cuentan con una misma esperanza. Poseen en común la Revelación que recibieron y transmiten, que les hace volver la mirada hacia esa consumación cuyos rasgos están marcados para una y otra parte por la experiencia de los siglos, las culturas y los pueblos, y también por lo que cada uno acepta o rechaza del otro.

¿Quién no siente aquí que las tensiones pueden ser tan fuertes y dolorosas como sólidos son los puntos de acuerdo y de comunión? Puesto que compartimos la misma raíz, toda tensión es vivida como el nacimiento de una herida, de un rechazo; pero también puede ser vivida en la esperanza de una luz cada vez más grande.

En la actualidad, y mirando hacia atrás en la historia, aun cuando el acercamiento no puede borrar las divergencias, la urgencia del llamado original obliga a los hermanos separados, el mayor y el menor, a cumplir con su parte de la misión encomendada. Ninguno puede llevarla a cabo sin el otro, ni puede hacerle violencia, ni ignorarlo.

La imagen presente de la humanidad anticipa en cierto modo, de manera aún oscura y a veces contradictoria, la esperanza ofrecida por los Profetas y proclamada por el Nuevo Testamento. Sería ilusorio y engañoso desconocer nuestras diferencias y nuestra fe personal, para hacer realidad esa esperanza. Eso sería un terrible error, y en el fondo, una abdicación. Pero ambas partes son llamadas a progresar en el trabajo por la justicia y la paz que le ha sido asignado por la divina Providencia.

El vínculo común entre judíos y cristianos es la fuente de su alianza, y garantiza la misión que deben llevar adelante, si no quieren correr el riesgo de traicionar a la humanidad. Están en juego el equilibrio y la paz del mundo.


Para finalizar, quisiera insistir en que la Revelación bíblica, tal como la recibió la tradición judía, y tal como la acepta la Iglesia a través de su fe en Cristo, representa para el futuro de la humanidad un tesoro todavía inexplorado.

Si el intercambio se desarrolla en la confianza mutua y la familiaridad entre los hombres de fe y de reflexión, ¡qué enriquecedor puede ser para el pensamiento cristiano acoger la Elección de Israel como un dato fundador de la historia humana y de la vocación de la Iglesia! Por otra parte, a medida que se vaya estableciendo una comprensión recíproca entre los judíos y los cristianos, su visión común de la historia bíblica puede llevarlos a entender mejor las diversas formas y culturas religiosas. Hace unos meses, en Asís, el papa señaló el camino. (Algunos de los aquí presentes tomaron parte de ese evento, en particular el gran rabino René-Samuel Sirat, a quien saludo).

Junto con la Elección, creo que la Redención es otro tema clave. Durante dos milenios, la reflexión judía ha sido un poco reservada con respecto a los capítulos 42 a 53 de Isaías, como si esos textos hubieran sido monopolizados por los cristianos. ¿Cómo es posible, sin embargo, no discutir juntos, sin descartar nada de antemano, sobre el pecado, el sufrimiento, la esperanza de una redención, el arrepentimiento que Dios espera del hombre, el perdón divino, el contenido de nuestra esperanza?

El miedo a herirnos mutuamente, a pretender superar al otro, como sucedía con las disputationes de los siglos pasados, no debe sepultar la palabra profética de Isaías, en una época en que las naciones aspiran cada vez más explícitamente a la felicidad, aunque cada vez son más conscientes de las calamidades que pueden sobrevenir; en una época en que los riesgos y los temores nunca parecen haber sido mayores por causa de los nuevos poderes adquiridos por el hombre.

En estos dos puntos más sensibles, Elección y Redención, sólo un diálogo renovado entre cristianos y judíos permitirá vislumbrar mejor la luz de Dios entregada a su pueblo y prometida a todas las naciones.

El futuro común de judíos y católicos no puede ser reducido a eliminar la mayor cantidad posible de motivos de discordia. No puede limitarse a una pacífica comprensión mutua, ni a una mutua solidaridad al servicio de la humanidad. Ese futuro requiere un trabajo sobre lo que hay en común y también sobre lo que separa. Que las diferencias y las tensiones se transformen en un estímulo para profundizar, cada vez más atenta y dócilmente, el misterio del que la historia nos hace herederos conjuntos.

El encuentro entre judíos y cristianos, al servicio de la humanidad, es fuente de inspiración para la paz y la bendición de todos.


El Cardenal Jean-Marie Lustiger, arzobispo de París, ofreció esta conferencia el 8 de mayo de 2002, en la reunión del Congreso Judío Mundial realizada en Washington DC.

(Traducción: Silvia Kot)