Jesús y la teología de Israel

John Pawlikowski
2. Cristología contemporánea y judaísmo: una propuesta constructiva a la luz del judaísmo farisaico

 

II. El contexto farisaico de la cristología

Mi preferencia particular por la cristología de la conciencia tal como se encuentra en los últimos escritos de Pablo y Juan puede no haber quedado clara. Para entender esta cristología de “la-palabra-hecha-carne”, como la denominó J. Coert Rylaarsdam, es necesario reconocer plenamente los estrechos vínculos entre Jesús y el movimiento fariseo progresista del judaísmo del Segundo Templo. El hecho de que los fariseos hayan sido tan calumniados en la educación cristiana, como queda demostrado en mi estudio sobre textos católicos “Catequesis y prejuicio” (Cathechetics and Prejudice, New York, Paulist, 1973) y la actualización del Dr. Eugene Fisher “Fe sin prejuicio” (Faith Without Prejudice, New York, 1977), hará difícil introducir esa vinculación en la corriente principal del pensamiento cristiano. Pero es un imperativo, si queremos hacer progresos genuinos en la cuestión cristológica. Las Notas vaticanas de 1985, a las que nos referimos en el primer capítulo, contribuyeron a este proceso en forma sustancial afirmando que Jesús estaba más cerca del fariseísmo que de ningún otro movimiento judío de su tiempo. Purificar la imagen de los fariseos en la enseñanza cristiana es importante no sólo para eliminar una fuente de continuo prejuicio contra el judaísmo, sino para esclarecer de un modo positivo el auténtico significado del acontecimiento de Cristo.

Ya a principios del siglo XX, algunos estudiosos innovadores de los Estados Unidos, como R. Travers Herford, comenzaron a impugnar los estereotipos sobre los fariseos. Pero sólo recientemente estudiosos cristianos y judíos iniciaron investigaciones intensivas sobre ese período. Aunque están lejos de haber logrado conclusiones unánimes, y discrepan sobre la confiabilidad de algunas fuentes antiguas, como las del historiador Josefo, poco a poco va surgiendo una tendencia general que es revolucionaria en cuanto a la interpretación cristiana clásica sobre los fariseos como archienemigos de Jesús, como un movimiento diametralmente opuesto a sus enseñanzas fundamentales. Esta nueva apreciación del movimiento fariseo también tiene profundas implicancias para la interpretación cristológica de la Iglesia. Porque a medida que los teólogos cristianos analizan las concepciones fundamentales del fariseísmo, van encontrando cada vez más paralelismos con las descripciones de Jesús que aparecen en los evangelios. El fariseísmo no era un movimiento rígido con prescripciones inflexibles en sus creencias. Había en él muchos subgrupos que solían discutir acaloradamente entre sí. Jesús parecía acercarse más al punto de vista farisaico relacionado con el gran Rabí Hillel, para quien el amor de Dios era la motivación predominante. Pero cualesquiera fueran sus diferencias sobre temas particulares, todas las escuelas fariseas compartían una orientación general que los separaba claramente de las perspectivas político-religiosas de sus principales rivales de la época, los saduceos.

Para muchos fieles de la Iglesia, equiparar a Jesús con el movimiento fariseo puede sonar blasfemo. Después de todo, los evangelios parecen presentar en la superficie una imagen uniformemente negativa del movimiento. Sin embargo, interpretaciones bíblicas recientes nos permiten suponer que esa descripción “aparente” probablemente no sea la historia completa, especialmente cuando empezamos a conocer mejor las verdaderas creencias de los fariseos. Debemos ser prudentes en esto. Es muy posible, y por cierto bastante probable, que nunca podamos llegar a conocer exactamente la relación que existió entre Jesús y ese movimiento. Las fuentes necesarias no existen y las que tenemos son ambiguas en varios aspectos, y en algunos casos reflejan una predisposición pro-farisea, que trajo como consecuencia alguna descripción exaltada de los ideales y los éxitos del grupo. Por eso las Notas del Vaticano, que no vinculan claramente a Jesús con el movimiento, aunque afirman una definida congruencia de perspectivas en algunos temas claves, representaron lo máximo que los académicos estaban dispuestos a decirnos sobre este tema. Sin embargo, hay indicios recientes de que existían de cinco a siete subgrupos fariseos, que solían usar un lenguaje áspero entre sí (como nos muestra en cierta medida el Talmud), y las condenas más cáusticas contra el fariseísmo que aparecen en el evangelio más tardío de Mateo, en contraste con la más temprana versión de Marcos, seguramente reflejan tensiones concretas entre la Iglesia y la Sinagoga del tiempo posterior a Jesús. Las nuevas investigaciones llevaron al catolicismo contemporáneo a la conclusión de que el término “fariseo” debería usarse en forma más selectiva de lo que pensábamos anteriormente, y que la imagen de los fariseos y su relación con Jesús debe ser redefinida.

Un cuidadoso examen de las fuentes existentes sobre los fariseos nos muestran que su movimiento representó una profunda reorientación teológica dentro del judaísmo, nada menos que en la relación fundamental entre Dios y la humanidad. Para el movimiento fariseo, el Dios de la Revelación asumía ahora el papel de Padre de cada persona individual. Ya no se veía a Dios solamente como el padre de los patriarcas, que sólo tenía intimidad con un selecto grupo de sacerdotes, profetas y reyes de Israel. Ahora el Dios de Abraham, Isaac y Sara estaba emparentado de un modo profundamente íntimo con cada uno de los individuos, sin importar la posición particular que tuvieran en la sociedad. Ya no había grados de intimidad divina en principio. Desde el punto de vista farisaico, cada persona tenía el derecho de dirigirse a Dios directamente como Padre. Aunque los fariseos trabajaron en forma bastante discreta, consiguieron una reformulación fundamental de la sociedad judía, y la destrucción del Templo en la guerra contra Roma contribuyó a su tarea. Un imporante estudioso contemporáneo del fariseísmo, Ellis Rivkin, describe la visión farisea básica de esta manera:

Cuando nos preguntamos cuál es la fuente de este poder transformador, la encontramos en la relación que establecieron los fariseos entre el Dios único y el individuo particular. Dios Padre se interesaba por ti; se preocupaba por ti; velaba por ti, te amaba, y te amaba tanto que quería que tu yo individual viviera para siempre... El Padre Celestial estaba siempre presente. Uno podía hablarle, suplicarle, gritarle, rezarle, de persona a Persona, de individuo a Individuo, de corazón a Corazón, de alma a Alma. El establecimiento de esta relación personal, una experiencia interior, explica la existencia del evidente poder del fariseísmo.

Debemos hacer notar en este punto, a la luz de los intereses teológicos actuales, que la clara asociación entre Dios y la imagen del Padre ciertamente tuvo un lado oscuro: el hecho de caracterizar al Dios de Israel en forma tan explícitamente masculina. Con o sin intención, esto puede haber reforzado el sistema patriarcal que es para algunos la causa principal de muchas de las enfermedades sociales de nuestro mundo actual. Podríamos seguir con este tema. Pero en ese caso, no deberíamos perder de vista las contribuciones auténticamente positivas de la comprensión farisaica de Dios como Padre. Por cierto, en principio la dignidad básica conferida a todas las personas a través de esta imagen divina podría contrarrestar los males que se suelen relacionar con el patriarcado, lo reconocieran o no plenamente los primeros que formularon esa visión farisea. No es el concepto fariseo de “Padre” el que creó el patriarcado. También es completamente legítimo afirmar que en nuestra época deberíamos dejar atrás esa clase de imagen. Pero no deberíamos hacerlo hasta haber entendido cabalmente su perspectiva fundamental de igualdad humana.

El sentido de Dios como Padre que tenían los fariseos, y la intimidad personal que eso implicaba, era de tal intensidad, que se sintieron obligados a crear nuevos nombres divinos. Los términos más antiguos de las Escrituras hebreas para designar a Dios sólo se usaban realmente cuando citaban los textos sagrados. Entre los principales nombres que tenían para Dios, además del nombre fundamental de Padre estaban: Makom, el “omnipresente”, Shekhinah, “la presencia divina”, Ha-Kadosh Baruch Hu, “el Santo Bendito sea”, y Mi She-Amar Ve-Hayah Olam, “Aquel que habló y el mundo fue”. Es evidente que esos nuevos términos reflejaban la importancia que le otorgaban los fariseos a su nueva comprensión de la profundidad de la relación entre Dios y la humanidad. Se estaba desarrollando un cambio profundo en la autoconciencia humana, y los fariseos luchaban por lograr símbolos verbales adecuados para expresar la nueva revelación que habían captado.

Asociar a los fariseos con Jesús de una manera positiva les puede parecer todavía extraño a muchos cristianos, si no poco fiel al testimonio de los Evangelios sinópticos. Porque el retrato superficial que de ellos hacen esos libros parece cualquier cosa menos halagüeño. Debemos reconocer que esto representa un problema para afirmar que existe una conexión estrecha entre Jesús y el fariseísmo. Y no hay una solución simple. Esto se debe en parte a nuestra incapacidad para separar claramente las enseñanzas auténticas de Jesús de las de la Iglesia (cuya hostilidad contra los fariseos fue más intensa), y discernir con precisión las ideas de los fariseos de la época de Jesús, ya que los registros que tenemos de ese período fueron compaginados mucho más tarde, y es muy probable que reflejen las creencias de los fariseos posteriores a la muerte de Jesús. Con todo, existen varias maneras tentativas de resolver esta dificultad, con algunas posibilidades.

La primera sugerencia fue efectuada por James Parkes hace algunos años. Comparó la imagen de los fariseos en el evangelio más temprano de Marcos, con el que se encuentra en el posterior Mateo. En Marcos, la relación entre Jesús y los fariseos aparece reservada y en general respetuosa, mientras que en Mateo se caracteriza por una hostilidad y un conflicto permanentes. La narrativa de Marcos no establece una ruptura definitiva entre Jesús y los fariseos hasta el incidente en el que Jesús permite que sus discípulos arranquen espigas en Sabbath, y luego procede a curar al hombre de la mano seca, poniendo en práctica el principio farisaico “el Sabbath fue hecho para el hombre, y no el hombre para el Sabbath”. En Marcos, esas acciones transforman una relación de “interés con reservas” en una intensa oposición, pero todavía desprovista del lenguaje a menudo cáustico de Mateo. Para Parkes, incluso la oposición que se ve al final en Marcos puede ser interpretada en forma bastante positiva dentro del complejo escenario político y social de la época, cuando la supervivencia misma del pueblo judío corría peligro a causa de la tendencia de los judíos helenistas a asimilarse a la sociedad romana. Proteger la observancia del Sabbath en ese contexto era para los fariseos un recurso vital para preservar la comunidad judía.

Parkes considera, pues, que la oposición entre Jesús y los fariseos se basa en un conflicto entre dos principios legítimos en sí mismos. Jesús pone el acento en la dignidad absoluta de cada individuo, y los fariseos, en el sentido de mantener la identidad del grupo. Parkes sostiene que, en una mirada retrospectiva, tanto Jesús como los fariseos tenían razón. Tomaron posición frente a diferentes aspectos de la situación humana, y las dos realidades -la inviolable dignidad de cada persona humana y la dimensión comunitaria inherente a la vida humana- de las que en forma separada ambos dieron testimonio, son fundamentales para una comprensión total de la humanidad. Nadie nos dice cómo resolver en última instancia esta permanente tensión que siguen enfrentando los seres humanos.

En comparación con la relativamente moderada tensión que aparece en Marcos entre Jesús y los fariseos, la oposición es más severa en Mateo, según Parkes, porque proviene del período posterior a la muerte de Jesús. Refleja mucho más las hostilidades entre la Iglesia naciente y la Sinagoga después de la expulsión formal de los cristianos, cuando todos los grupos luchaban por los conversos y por una nueva identidad, en el primer siglo de la era común.

La otra propuesta que intenta explicar el conflicto entre Jesús y los fariseos parte del Talmud, donde se encuentran referencias a siete diferentes clases de fariseos. Cinco de esos grupos son juzgados en forma negativa en materias que son básicamente de origen rabínico farisaico. Conocer esta condena talmúdica hacia esos grupos fariseos nos permite inferir que lo que vemos en el evangelio de Marcos no es una condena general hacia los fariseos, sino un ataque selectivo de Jesús, a la manera talmúdica, hacia esos grupos fariseos que se oponían a él en el marco del movimiento general. Este punto de vista se ve apoyado por la investigación de Ellis Rivkin, quien descubrió que la denominación “fariseo” era considerada peyorativa por los mismos fariseos. Ellos preferían llamarse escribas o sabios. Los principales antagonistas de los fariseos de esa época, los saduceos, claramente empleaban ese término para atacarlos. Por su parte, los miembros del movimiento podrían haber utilizado un término que originalmente había sido concebido como incriminatorio por los saduceos, contra aquellos de sus hermanos a quienes acusaban de haberse desviado de los auténticos ideales farisaicos, como una manera de escarnecerlos aún más. Es posible que el evangelio de Marcos refleje la participación activa de Jesús en esa corriente. Dicho de otro modo, “los fariseos” denunciados por Jesús pueden haber sido de hecho personas del movimiento a quienes él y otros fariseos seguidores de Hillel -en cuya proclamación el amor divino era el elemento esencial- consideraban destructivos para el futuro del pueblo judío y su relación de alianza con Dios.

Ahora necesitamos seguir adelante con estas posibles explicaciones. Nunca podremos determinar con exactitud la relación entre Jesús y los fariseos con total certeza académica. Pero basándonos en lo que aprendimos en las últimas décadas de investigación sobre las enseñanzas centrales del fariseísmo como un todo, y reconociendo los estrechos paralelos entre muchas de esas enseñanzas y el mensaje fundamental de Jesús, tenemos suficientes razones para introducir en la discusión lo que David Tracy llamó “la hermenéutica de la sospecha”, en referencia a la aparente oposición general entre Jesús y el fariseísmo que surge de una primera lectura de los evangelios sinópticos.



John Pawlikowski, Jesus and the Theology of Israel,
Wilmington, Delaware, USA, Michael Glazier, 1989.

(Traducción del inglés: Silvia Kot)