Jesús y la teología de Israel

John Pawlikowski
 
1. Avances en la comprensión de la relación de Jesús con el judaísmo durante
el siglo XX

II. Perspectivas de la alianza única

Hace algunos años, Monika Hellwig propuso algunas ideas iniciales sobre una nueva teología cristiana del judaísmo desde una perspectiva de alianza única. Pueden encontrarse otros puntos de vista sobre la alianza única en los escritos del filósofo católico israelí Marcel Dubois, OP, el cardenal Martini de Milán y, con un giro un poco distinto, Michel Remaud. Las alocuciones del papa Juan Pablo II -quien de hecho se ha referido al vínculo teológico entre el cristianismo y el judaísmo de una manera más sustancial y creativa que ningún otro papa de la historia-, y las Notas sobre la catequesis católica y el judaísmo publicadas en 1985, también se inclinan marcadamente hacia la alianza única.

Monika Hellwig sostiene que tanto el judaísmo como el cristianismo apuntan a un acontecimiento escatológico idéntico (el final de la historia, cuando tendrá lugar la reconciliación última entre Dios y toda la creación. Para la tradición judía, ese es el tiempo en que finalmente llegará el Mesías y reinarán la justicia y la paz. Para los cristianos, ese período marca la culminación final que comenzó con Jesús, especialmente a través de su muerte y resurrección), acontecimiento que sigue siendo una realidad futura. Ambos comparten una misión común: ayudar a que esa era escatológica final se revele, pero cada uno lleva a cabo esa misión en forma diferente. Hellwig entiende perfectamente las implicancias de esa vocación conjunta que en su perspectiva confía a los cristianos y los judíos. Todas las afirmaciones anteriores de la Iglesia en el sentido de que Jesús dio total cumplimiento a las esperanzas mesiánicas judías deben desecharse inmediamente. La visión teológica de Monika Hellwig depende claramente de que el cristianismo acceda a darle más importancia al aspecto de no-cumplimiento del acontecimiento de Cristo, admitiendo francamente que la tensión escatológica todavía no fue completamente resuelta. Para ella, el acontecimiento mesiánico debe entenderse como inacabado y misterioso, lento y complejo.

Hellwig insiste en que la alianza establecida con Israel en el Sinaí no fue anulada con el advenimiento de Jesús. Sigue siendo completamente válida. Esta confirmación de la perpetua fidelidad divina a la alianza con el pueblo judío obliga a Hellwig a replantear el significado fundamental de Jesús como Cristo. Su respuesta consiste en considerar el acontecimiento de Cristo no como realización de las profecías mesiánicas, sino como la posibilidad para todos los gentiles de encontrar al Dios de Abraham, Sara e Isaac. El judío Jesús abrió las puertas a los gentiles para entrar en la elección de alianza otorgada en principio al pueblo de Israel, y experimentar la intimidad con Dios que esa elección les trajo. Por lo tanto, los cristianos deben reconocer la revelación permanente de Dios en la experiencia contemporánea judía para captar cabalmente la manera en que Dios se da a conocer en la actualidad. Aunque hay cierta ambigüidad en el pensamiento de Hellwig sobre este punto, también parece dar a entender que la revelación otorgada a la humanidad en y a través del acontecimiento de Cristo sirve al mismo tiempo como un barómetro para la expresión de la fe judía. Su teología sobre el vínculo entre judíos y cristianos implica pues, en última instancia, un replanteo de las respectivas autodefiniciones de ambas comunidades de fe.

En escritos posteriores, Hellwig admite que finalmente no importa demasiado si hablamos de una o dos alianzas en función de la relación judeo-cristiana. El asunto crucial es si la Iglesia describe al cristianismo como consumación de todo lo que es valioso en el judaísmo de manera que este ya no tenga ningún papel salvífico, o si, en cambio, los cristianos se consideran participantes simultáneos, junto con los judíos, en una relación permanente de alianza con Dios. Hellwig prefiere conservar el vocabulario y las imágenes de una alianza única, porque tienen bases bíblicas sólidas y contienen lo que ella llama “un germen de ecumenismo que puede desarrollarse”. Además, siente que el concepto de alianza única ayuda a recordarnos que hay un solo Dios y una creación unificada y significativa que hace posible un destino y un cumplimiento universales.

Marcel Dubois, que también sostiene el punto de vista de la alianza única, pone el acento en la Cruz como punto unificador entre cristianos y judíos. El Jesús de Israel resulta finalmente el Jesús crucificado de Israel, y es ese Jesús quien se convierte en vínculo entre judíos y cristianos. Dubois relaciona los sufrimientos de Jesús en la Cruz con los que experimentó el pueblo judío durante el Holocausto, o como los judíos prefieren llamar hoy a ese período, la Shoah (“aniquilamiento”). Para él, Jesús completa a Israel en su papel de Siervo Sufriente. Y a su vez, Israel simboliza, aun inconscientemente, el misterio de la Pasión y la Cruz.

Dubois es uno de los pocos teólogos que optan por reflexionar teológicamente sobre las relaciones entre judíos y cristianos en el contexto de la relación Cruz/Shoah. La mayoría de los teólogos tendieron a evitar usar este marco como base de un nuevo modelo teológico constructivo de las relaciones entre cristianos y judíos, por la significativa complicidad cristiana (directa e indirecta) en el Holocausto, y porque mientras que la pasión y la muerte de Jesús siempre fueron consideradas elementos esenciales dentro de una misión redentora libremente elegida, el exterminio de seis millones de judíos no tuvo absolutamente ningún carácter voluntario. Otro ejemplo de esta clase de enfoque se encuentra en la obra de Jürgen Moltmann El Dios crucificado. Aquí Moltmann intenta construir una cristología en la que el sentido último de la crucifixión se hace evidente en el monumental acontecimiento que fue la Shoah. Pero Moltmann no se ocupa en forma directa de las implicancias que tendría ese nexo para una teología contemporánea de las relaciones judeo-cristianas.

Una interesante nueva versión de la teoría de la alianza única fue propuesta por el cardenal Martini de Milán, ex director del Biblicum de Roma. Martini introduce la idea de “cisma” en el análisis de las relaciones teológicas básicas entre judíos y cristianos. Aplica ese término a la separación original entre la Iglesia y la Sinagoga. Al hacer esto, incorpora a la discusión dos conceptos importantes. Porque el “cisma" es una realidad que idealmente no debió ocurrir (el cristianismo y el judaísmo pudieron haberse mantenido unidos), y que considera una situación temporaria antes que una ruptura permanente. Así, el término “cisma”, que antes se usaba exclusivamente para las divisiones intracristianas, expresa en cierto modo un mandato contemporáneo para superar esa ruptura.

Martini sostiene también que en cada uno de los cismas, el catolicismo sufrió una pérdida de equilibrio en su expresión de fe. Fue privado de riquezas significativas. Pero en ningún cisma, insiste, fue esto tan cierto como en la separación original con el pueblo judío. Esa ruptura muchas veces desvió la articulación de la fe cristiana, especialmente la fe en Jesús como Cristo, hacia formas que se demostraron perjudiciales para la Iglesia. Así lo dice en La relación de la Iglesia con el pueblo judío:

Cada cisma y división de la historia del cristianismo priva al cuerpo de la Iglesia de contribuciones que podrían ser muy importantes para su salud y su vitalidad, y ocasiona una falta de equilibrio en la vida de la comunidad cristiana. Si esto es cierto para cada gran división de la historia de la Iglesia, lo es especialmente para el primer gran cisma perpetrado en los dos primeros siglos del cristianismo.

El teólogo católico francés Michel Remaud (Cf. Chrétiens devant Israel serviteur de Dieu, Paris, Cerf, 1983 y Catholiques et Juifs; un nouveau regard, Paris, Cerf, 1985) recoge algunos de los mismos temas de los otros teólogos católicos, aunque hasta el momento sólo ha presentado un breve esbozo de un modelo teológico. Él desacredita absolutamente toda teología de “desplazamiento” para las relaciones entre cristianos y judíos o toda teología de la “sustitución” en que la Iglesia se apropie completamente de la identidad de alianza del pueblo judío, dejándolo como una cáscara vacía. El aspecto original de los trabajos de Remaud consiste en que reinterpreta la solución por vía del “misterio” del dilema de la coexistencia de la Iglesia y la Sinagoga. Remaud define el “misterio” de un modo bastante novedoso y creativo si lo comparamos con propuestas anteriores de ese punto de vista. Para él, “misterio” significa esencialmente “realidad espiritual”. Tanto Israel como la Iglesia participan de esa misma realidad espiritual, que tiene diversos aspectos. El papel distintivo de Israel consiste en subrayar en la realidad espiritual la esperanza mesiánica; por su parte, la Iglesia da testimonio de esa esperanza ya existente que se manifestó en el acontecimiento de Cristo, tan central a esa única, aunque compleja, realidad espiritual.

Esta contribución de Remaud es atractiva, aunque necesitaría mayor elaboración. Representa una nueva manera posible de construir un modelo teológico de la relación judeo-cristiana a partir de Romanos 9-11. La propuesta, especialmente en su interpretación del sentido paulino de “misterio”, podría no resistir en última instancia un análisis académico. Pero debe ser bienvenida como una contribución importante a la discusión. Tiene la indudable ventaja de otorgarle a Israel una misión permanente y distintiva después del acontecimiento pascual.

En cuanto a los discursos del papa Juan Pablo II, reconocemos inmediatamente que contienen el planteo más amplio y constructivo de la teología de las relaciones judeo-cristianas jamás presentado por un pontífice. A través de sus diversas declaraciones, vemos que acentúa cada vez más un vínculo estrecho, muy especial, entre la Iglesia y el pueblo judío. Suele decir a menudo que ambas comunidades están “vinculadas a nivel de identidad”. Y en su discurso ante la delegación judeo-católica reunida en Roma (28-30 de octubre de 1985) para celebrar el vigésimo aniversario de Nostra Aetate, Juan Pablo destacó aún más la profundidad de ese vínculo, que no existe con ninguna otra religión del mundo:

Este “vínculo”... constituye el verdadero fundamento de nuestra relación con el pueblo judío. Una relación que muy bien podríamos llamar un verdadero “parentesco”, y que solamente tenemos con esta comunidad religiosa, no obstante los numerosos lazos que nos unen con otras religiones del mundo, especialmente con el Islam... Este “vínculo” puede ser calificado de “sagrado”, ya que procede de la misteriosa voluntad de Dios.

El papa volvió a destacar el tema de una vinculación fundamental entre el judaísmo y el cristianismo en su histórica visita a la Sinagoga de Roma, el 13 de abril de 1986. Aquel día, Juan Pablo dijo que la Iglesia descubre ese vínculo “escrutando su propio misterio”. Sostuvo que la religión judía no es “extrínseca” al cristianismo, sino “en cierto modo ‘intrínseca’ a nuestra propia religión”. Reiteró el concepto ya expresado en el acto conmemorativo de Nostra Aetate sobre la relación de la Iglesia con el judaísmo, diciendo que no es igual a la que tiene con otras religiones, por su vínculo “intrínseco” a través de Cristo.

Las Notas del Vaticano, además de retomar el lenguaje de “vínculo” del papa Juan Pablo II, hablan también de una auténtica asociación entre cristianos y judíos en el proceso de la salvación humana, como bien señaló el Dr. Eugene Fisher en su comentario a las Notas presentado en la conmemoración vaticana de octubre de 1985. Esto nos hace avanzar años luz, dejando atrás el clásico modelo de “desplazamiento”. Claramente interpreta el acontecimiento de Cristo más como visión futura de una esperanza mesiánica que todavía debe ser completada, en parte gracias al esfuerzo humano, que como una realidad totalmente cumplida. Y aunque parten de diferentes lugares, los judíos y los cristianos se encuentran en esa esperanza mesiánica común enraizada en la promesa original hecha a Abraham.

En algunos círculos oficiales católicos se observa cierto movimiento para aplicar el modelo de alianza única en las relaciones judeo-cristianas, aunque muchas declaraciones teológicas vaticanas todavía persisten en el modelo de una “absoluta superioridad” cristiana. De hecho, las mismas Notas muestran una clara tensión en ese aspecto a pesar de sus genuinos progresos, como lo hicieron notar varios comentaristas cristianos y judíos.

En el cristianismo protestante, encontramos el modelo de alianza única en Bertold Klappert y Peter von der Osten-Sacken. El objetivo de Klappert es elaborar un credo cristológico desprovisto de antisemitismo. Dicho en forma más positiva, una cristología de este tipo contendría en su núcleo mismo un vínculo continuado con la tradición bíblica judía, así como con el judaísmo contemporáneo.

Peter von der Osten-Sacken sigue la línea de pensamiento de Klappert. También pone el acento en que una cristología renovada debe afirmar la continuidad del acontecimiento de Cristo con las Escrituras hebreas y con el judaísmo contemporáneo. Pero agrega una idea que vale la pena señalar. Para él, la mejor manera de expresar la relación permanente de la Iglesia con el pueblo judío en el aspecto teológico es desarrollar una “cristología que afirme a Israel” para reemplazar a la antigua teología de la sustitución.

El modelo teológico más completo para las relaciones judeo-cristianas dentro de la tradición protestante fue desarrollado por Paul van Buren. El peso de la libertad (The Burden of Freedom) es su primera declaración, introductoria, en la que especifica en primer lugar las deficiencias de los modelos previos. Luego publica Discernir el camino (Discerning the Way), Una teología cristiana del pueblo de Israel (A Christian Theology of the People Israel) y un trabajo sobre cristología titulado Una teología de la realidad judeo-cristiana. Parte III: Cristo en contexto (A Theology of the Jewish Christian Reality. Part III:Christ in Context)

Van Buren sostiene que el cristianismo prácticamente erradicó todos los elementos judíos de su expresión de fe, en favor de una tradición paganocristiana. El Holocausto representa el coronamiento de esa tradición empobrecida. Ahora la Iglesia debe volver a incorporar al judaísmo, tarea nada fácil después del “ocultamiento” que según van Buren tuvo lugar en el primer siglo de la existencia cristiana. Cuando los dirigentes cristianos se dieron cuenta de que los prometidos signos de la era mesiánica no se veían por ningún lado, su respuesta no fue modificar los postulados teológicos iniciales de la Iglesia sobre el acontecimiento de Cristo, sino empujar la consumación real de esos postulados sobre el advenimiento de una era mesiánica hacia una esfera metahistórica, “superior”. Sólo era posible discernir esa esfera metahistórica de cumplimiento mesiánico a través de la fe. No estaba sujeta a verificación histórica de ningún tipo. Una vez completada esa transferencia, quedó allanado el camino para la proclamación del misterio pascual como triunfo ilimitado de Cristo, un triunfo en el que el pueblo judío ya no tenía ningún papel.

En escritos posteriores, van Buren insistió cada vez más en reconocer que Israel consiste en dos ramas conectadas pero distintas. Ambas son esenciales para una definición completa del término “Israel”. La Iglesia cristiana representa a la comunidad de creyentes gentiles atraídos por el Dios del pueblo judío para adorarlo y hacer conocer su amor entre los pueblos del mundo. Para van Buren, no se trata de que la Iglesia abandone súbitamente su histórica proclamación de Jesús como Cristo e Hijo de Dios. Pero Jesús no fue Cristo en un sentido decisivo. No fue el largamente esperado Mesías judío. Y así el judaísmo post-pascual permanece como una religión de legítima esperanza mesiánica y no de ceguera espiritual.

La visión mesiánica compartida del judaísmo y el cristianismo lleva a van Buren al concepto de “co-formación” de las dos comunidades de fe. Con este término quiere decir que ambas ramas de Israel deben crecer y desarrollarse juntas, una al lado de la otra, y no en forma aislada. Cada una seguirá teniendo sus propias características, pero ambas experimentarán una creciente reciprocidad de comprensión y amor. Al crecer juntas en amor, cada una de estas comunidades incrementará su libertad de mantener sus características distintivas, y la conciencia de la necesidad de la cooperación mutua.

Sólo después de sentar algunas bases fundamentales en sus primeros trabajos, van Buren comienza a otorgar una minuciosa atención al significado de Cristo en su teología de Israel. Así, van Buren interpreta la nueva revelación en Jesús básicamente como la manifestación de la voluntad divina en el sentido de que los gentiles también son invitados a recorrer el camino de Dios. A través de Jesús, por primera vez los gentiles son llamados a ser participantes plenos del continuado plan de salvación de la alianza. Sin embargo, al apropiarse los gentiles de ese plan, reconoce van Buren, se alejan de la alianza eterna de Dios con el pueblo judío. Pero de ningún modo queda anulada la alianza original. Ni pueden los cristianos eludir al pueblo original de la alianza si aspiran a unirse al Dios de Abraham, Sara e Isaac que se les reveló a través del ministerio y la persona del judío Jesús.

Jesús no pensaba en un futuro, en la acepción común del término. En ese sentido, su mensaje fue ahistórico, muy parecido al de los rabbíes de su época. Esperaba ansiosamente la venida del reino de Dios, que reemplazaría a nuestra era. Revelaba una profunda intimidad personal con Dios, pero su relación con Dios mantenía una clara línea de demarcación entre él y el Padre. Su sentido de la intimidad con lo divino era muy judío. Van Buren lo expresa de este modo:

Sólo podemos hacer especulaciones sobre lo que pasaba en el alma de Jesús, pero podemos conocerlo por la manera en que lo presentan los primeros testimonios. Lo presentan como se puede esperar que los judíos presenten a un judío totalmente consagrado a Dios. Lo presentan como alguien cuya voluntad era hacer la voluntad de Dios. Su causa no era otra que la causa de Dios. En este sentido, y en ningún otro, no tenía voluntad propia ni causa propia para defender. Dicho de otro modo, era decidido y obstinado en la causa de Dios. En una palabra: era judío.

Para van Buren, toda proclamación teológica actual, especialmente a la luz de la experiencia del Holocausto, debe dejar perfectamente en claro que la autoridad divina de la que gozó Jesús para hablar y actuar en nombre del Padre, no lo eximía de las realidades de la condición humana, y que la muerte y las tinieblas mantuvieron su poder después del acontecimiento pascual. En suma, muchas afirmaciones cristológicas clásicas deberán ser considerablemente modificadas a la luz de una nueva comprensión de la relación de Jesús con la comunidad judía de su tiempo, del retorno del pueblo judío a la existencia histórica en el moderno Estado de Israel y del período de noche que llamamos “Shoah”. Si hay una doctrina cristológica tradicional que debemos tomar con la mayor seriedad, es la de la Encarnación. Los obispos reunidos en el Concilio de Calcedonia declararon que la Palabra se hizo carne, no que la Palabra simplemente “tomó la forma” de carne. La participación de Jesús en la condición humana era total y real en todo el sentido del término.

Por último, van Buren se pronuncia sobre la cuestión cristológica diciendo que Jesús es el don de Israel a la Iglesia gentil. Su misión principal es reconciliar a los gentiles con Dios. Esto todavía es algo difícil de admitir para la mayoría de los cristianos que siguen siendo víctimas de la errónea creencia del primer siglo de la Iglesia, que sostiene que Jesús fue expulsado, y no donado, por Israel. Van Buren supone que los judíos podrían tener alguna dificultad con esta afirmación, porque el judaísmo nunca reconoció a Jesús como su don a la Iglesia. Pero esta situación se debe en gran parte a los sufrimientos que debió soportar durante siglos el pueblo judío en nombre de Jesús. Con todo, si la Iglesia comenzara a cambiar su teología de la “expulsión” de Jesús por parte de Israel, por la teología del “don”, los judíos también deberían replantear su postura tradicional hacia Jesús. Porque si Israel permanece unido a Dios, y es Dios quien concede a la Iglesia el don del judío Jesús, Israel queda claramente involucrado en ese don.

Para los cristianos, seguir a Jesús significa entregarse completamente a la causa de Dios, especialmente a través del amor hacia quienes son muy especiales para Dios: los pobres, los débiles, los desposeídos y los oprimidos. Esta es la demanda a los cristianos inherente al don de Jesús otorgado por Dios a través de Israel. Pero al aceptar a Jesús como don del amor de Dios, la Iglesia gentil se compromete a un amor particular hacia Israel, el amado de Dios. Si los cristianos realmente quieren seguir a Jesús, deben aceptar cuidar del más pequeño de sus hermanos y hermanas, empezando por el pueblo judío. Parafraseando la primera carta de Juan, ¿cómo pueden decir los cristianos que realmente aman a Dios, a quien no han visto, y no amar a Israel, al que han encontrado en la carne y por quien Dios tan frecuentemente ha mostrado su amor más profundo?

Al ofrecer su lealtad especial en la fe a Jesús, sostiene van Buren, los cristianos siguen, como dice Pablo a los romanos (15, 8), a una persona que “se puso al servicio del pueblo judío”. Aquí están las bases de la demanda de Israel al cristianismo, una demanda sellada a través de Jesucristo. La Iglesia nunca puede eludir esta profunda deuda hacia Israel, y se corrompe profundamente cada vez que intenta hacerlo. Dice van Buren:

Reconocer la demanda del amor de Dios con el que se confronta la Iglesia al dar testimonio de Cristo, es siempre reconocer la legítima demanda de Israel. Ningún judío necesita repetir hoy esa demanda, ya que le es incesantemente repetida a la Iglesia cada vez que enseña las cosas concernientes a Jesús de Nazareth, a su realidad como judío. Surge como su llamado a seguirlo en su servicio a su pueblo.

Otra voz protestante fundamental es la de A. Roy Eckardt, un verdadero pionero del diálogo judeo-cristiano del siglo XX, cuya perspectiva sufrió algunos cambios en el transcurso de los años. Eckardt fue uno de los más prolíficos escritores sobre el tema de las relaciones teológicas judeo-cristianas, empezando por su libro Hermanos mayores y menores (Elder and Younger Brothers, New York, Schocken, 1973). Fue también uno de los teólogos más radicales en cuanto a encontrar un modelo actual para esas relaciones. Examinaremos su punto de vista sobre este tema, ya que ciertamente comenzó proponiendo el enfoque de la alianza única.

Según Eckardt, el designio divino preordenó que una mayoría del pueblo de Israel respondiera negativamente al acontecimiento de Cristo. Esto era necesario para preservar la integridad permanente del judaísmo. Eckardt sostuvo durante mucho tiempo esta tesis, según la cual Israel (a diferencia de van Buren, para él “Israel” y “el pueblo judío” son sinónimos) y la Iglesia coexisten en tensión dialéctica en el marco de una alianza única. Cada uno asume una función diferente en la historia de la salvación, y cada uno está sujeto a sus propias tentaciones. La función principal de Israel sigue siendo volverse hacia el interior del pueblo judío, mientras que el cristianismo se dirige hacia el exterior, hacia los gentiles. Las correspondientes tentaciones son que los judíos pueden transformar su elección en autoexaltación, mientras que, por su parte, la confianza de la Iglesia en la gracia puede llevarla erróneamente a sentirse exenta de todos los deberes prescriptos en la Torah. Esta tendencia ha sido particularmente fuerte en muchas versiones protestantes de la cristología, y más recientemente en algunas interpretaciones liberacionistas del acontecimiento de Cristo, en las cuales la misión salvífica fundamental de Jesús consiste en liberar a sus seguidores de la “esclavitud” del sistema de la Torah. Traduciendo estas tentaciones a un lenguaje más contemporáneo, al resistir la exagerada dicotomía entre lo sagrado y lo secular, se corre el riesgo de exagerar involuntariamente la secularización del Reino de Dios. Por su parte, el cristianismo, al entrar al mundo secular, puede exagerar la espiritualización del reino de Dios y negar el vínculo fundamental que existe entre lo sagrado y lo secular. (El témino “secular” se refiere generalmente a la esfera de la actividad humana no relacionada directamente con la actividad divina. Comprende mayormente áreas de la vida humana cuyo carácter trascendente no es visible. Para algunos, la secularidad es sólo un término neutro que no tiene connotaciones antirreligiosas. Pero otros la consideran parte de una mentalidad que se niega a reconocerle un carácter trascendente a todas las actividades humanas que en última instancia surgen de la presencia universal de Dios).

Para Eckardt, Jesús de Nazareth separa y al mismo tiempo une a judíos y cristianos. La elección de Israel encuentra en cierto modo continuidad y cumplimiento en la Encarnación. Eckardt le reconoce un carácter único a la revelación en Jesucristo. Pero sostiene que, en último análisis, esa revelación no tiene un significado mayor que la revelación acordada al pueblo judío en las Escrituras hebreas. Sólo hay un sentido en el que los cristianos pueden hablar de cumplimiento en el acontecimiento de Cristo: el ministerio de Jesús destruyó para siempre el muro que separaba a judíos y gentiles. La alianza permanente con Israel se abrió para la entrada de los gentiles de una forma que el judaísmo nunca imaginó posible.

En los últimos escritos de Eckardt descubrimos algunos cambios que al principio lo alejan de la perspectiva de alianza única, y luego parecen hacerlo volver a ella, pero reformulándola significativamente. Primero admite que su anterior adhesión al punto de vista de la alianza única se debía en gran parte a su deseo de descartar las tradicionales teologías cristianas de superioridad sobre el judaísmo. De esa manera, la Iglesia podría llegar finalmente a librarse totalmente de la tentación de definirse a sí misma como reemplazante de Israel; y entonces sería posible que ambas comunidades siguieran sus caminos separados manteniendo una relación de amor y respeto mutuos. Aquí Eckardt quiere crear un espacio para un modelo de las relaciones judeo-cristianas en que ambas comunidades sean entidades francamente distintivas. Esto parece oponerlo a la idea dominante de “identidad íntima” que se encuentra en la enseñanza oficial católica actual y en muchos importantes documentos protestantes.

Más tarde, a la luz de su reflexión más profunda sobre el Holocausto, Eckardt sugirió que las dos ideas tradicionales sobre la alianza y la doctrina de la Resurrección se habían vuelto obsoletas después de ese acontecimiento decisivo. Después de la Shoah, afirma, sólo un tipo de alianza puede seguir aplicándose al pueblo de Israel. Eckardt la define como “la alianza de la agonía divina”. Es una relación de alianza marcada por una radical secularidad. No está claro en los escritos de Eckardt si cree que la Iglesia también participa en esa alianza de secularidad, aunque parece sugerir que esa secularidad absoluta es ciertamente una condición fundamental en la que también se encuentran los cristianos después del Holocausto.

Sobre la doctrina de la Resurrección de Cristo a la luz del Holocausto, Eckardt muestra alguna incertidumbre. La Shoah muestra claramente el error de cualquier concepto completo de la Resurrección. La Resurrección con respecto a Jesús permanece en una categoría totalmente futura. Esa futura resurrección de Jesús tendrá un significado especial para los cristianos porque es a través de su historia como los gentiles pudieron entrar en la alianza permanente con Israel. Paralelamente, la futura resurrección de Abraham y Moisés tendrá un sentido particular para la comunidad escatológica de los judíos.

Estas últimas reflexiones sobre las relaciones judeo-cristianas parecen hacer volver a Eckardt al terreno de la alianza única, aunque de un modo completamente nuevo. Ahora los judíos y los cristianos están unidos en su experiencia de radical secularidad. Pero esto también podría abrir posibilidades para relacionar el punto de vista de Eckardt con la posición de alianzas múltiples que examinaremos más adelante. Porque el nuevo vínculo secular compartido por cristianos y judíos parece en principio abierto a pueblos provenientes de otras perspectivas clásicas de fe.

Una versión final de la perspectiva de alianza única que es útil analizar es la de J. Coos Schoneveld. Él está de acuerdo con van Buren y Eckardt al decir que el sentido fundamental del acontecimiento de Cristo consiste sobre todo en haber develado a los gentiles el plan de salvación humana revelado al pueblo judío a través de Abraham y Moisés. Pero mientras que van Buren y Eckardt son un poco ambiguos sobre el tema de una revelación completamente nueva en y a través de Cristo, Schoneveld tiene una posición absolutamente clara. Nada esencialmente diferente ha sido agregado por el Nuevo Testamento a lo que ya se encontraba en la Torah. Puede haber algunas variaciones de énfasis y expresión, pero la sustancia de la creencia es la misma. Los cristianos comparten las promesas originalmente hechas a Israel, y muestran su fidelidad a esas promesas en formas diferentes a las desarrolladas por la comunidad judía. En algunos aspectos, la respuesta cristiana permite una mayor flexibilidad. Pero de ningún modo es superior ni se basa en conceptos sustancialmente nuevos sobre el plan divino de salvación.

Para Schoneveld, es ilegítimo que los cristianos se refieran a Jesús como el Mesías. Su venida no trajo las prometidas realidades del reino mesiánico. Por lo tanto, es injusto que los cristianos reformulen aquellas realidades para intentar demostrar que lo hizo. Por medio de Jesús, los gentiles fueron invitados a compartir las promesas divinas y el alcance de la enseñanza de la Torah se expandió considerablemente. Schoneveld llama a Jesús “Torah en la carne”. Él encarnó a la Torah e hizo que su significado último fuera transparente para los gentiles: crear una clase de existencia humana en la que la imagen de Dios se vuelva claramente visible. Schoneveld lo dice con estas palabras:

Cuando el judío dice “Torah”, el cristiano dice “Cristo”, y básicamente dicen lo mismo, aunque lo expresan de manera muy diferente. Tanto los judíos como los cristianos son llamados a recorrer el camino de la Torah, la enseñanza del Dios de Israel que es el Camino, la Verdad y la Vida. Los judíos recorren ese camino incorporados al pueblo de Israel y participando de la Alianza del Sinaí, por medio de la observancia de las Mitzvot... Los cristianos recorren ese camino incorporados al cuerpo de Cristo, el judío fiel que fue en sí mismo encarnación de la Torah, y participando en su vida, su cruz y su resurrección a través de los sacramentos y la vida de fe.

Israel y la Iglesia permanecen juntos a la espera del cumplimiento de la Torah, ese día en que la imagen de Dios será vista en toda la humanidad. El mismo Dios juzga la fidelidad de ambos. Los judíos expresan su fidelidad rechazando a la Iglesia, que intentó despojarlos de su Torah. Por su parte, los cristianos demuestran su fidelidad diciendo “sí” a Jesús, que encarna a la Torah, y por lo tanto, diciendo “sí” al pueblo judío, con el que Jesús está inseparablemente ligado.

Antes de terminar nuestras consideraciones sobre la perspectiva de la alianza única, debemos decir una palabra sobre dos documentos de Iglesias protestantes. El documento de 1982 del Consejo Mundial de Iglesias tuvo una evolución interesante. En sus borradores preliminares, se inclinaba decididamente por la alianza única. En su versión definitiva, en cambio, adoptó una postura más neutral, refiriéndose a la discusión teológica con la presentación de diversos modelos, sin adherirse a ninguno de ellos. En este sentido, difiere sensiblemente de la posición adoptada por las Notas de 1985 del Vaticano, que muestran una definitiva preferencia por el modelo de la alianza única.

No cabe ninguna duda de que la declaración teológica institucional más fuerte sobre el vínculo judeo-cristiano aparece en el documento preparado por el Sínodo de Iglesias Protestantes de Renania (Alemania), en 1980. Ha generado grandes debates, algunos de ellos, sumamente críticos. El documento contiene dos confesiones fundamentales:

Confesamos a Jesucristo el judío, que como Mesías de los judíos es el Salvador del mundo, y une a los pueblos del mundo con el pueblo de Dios.

Creemos en la elección permanente del pueblo judío como Pueblo de Dios, y entendemos que a través de Jesucristo, la iglesia entra a la alianza de Dios con Su pueblo.

En general, el punto de vista del Sínodo de Renania fue bien acogido por la mayoría de los teólogos relacionados con el proceso de replanteo constructivo de las relaciones judeo-cristianas. Pero hubo críticas importantes por parte de uno de esos teólogos: Paul van Buren. Este apoyó vigorosamente la segunda de las afirmaciones citadas. Pero se mostró poco dispuesto a apoyar la primera. Van Buren sostiene firmemente que la función de unir a los gentiles con el pueblo judío nunca fue concebida como una característica del Mesías en el judaísmo.

Van Buren tiene razón en esta crítica. Pero la primera afirmación debe ser rechazada por motivos mucho más importantes. Jesús no es el esperado Mesías judío, y por lo tanto el documento de Renania construye en última instancia su modelo de relaciones judeo-cristianas sobre bases muy inestables. Por esta seria debilidad fundamental, creo que el documento no tiene el mismo status innovador para la cuestión de Jesús y la teología de Israel que algunos otros documentos referentes al diálogo cristiano-judío.

A partir de este análisis, es evidente que la perspectiva de la alianza única muestra muchas diferencias internas. Está muy lejos de ofrecer un enfoque unívoco sobre la relación de Jesús con el judaísmo. Pero todos sus adherentes ciertamente tienen algunas concepciones comunes. Comparten, por ejemplo, la firme creencia de que en última instancia los gentiles sólo pueden salvarse a trevés del vínculo con la alianza judía, algo que es posible por y a través del acontecimiento de Cristo; la idea de que la “singularidad” del cristianismo consiste mucho más en los modos de expresión que en el contenido; y la convicción de que los judíos y los cristianos participan en forma equivalente e integral del continuado proceso de salvación de la humanidad.



John Pawlikowski, Jesus and the Theology of Israel,
Wilmington, Delaware, USA, Michael Glazier, 1989.

(Traducción del inglés: Silvia Kot)