A la infinitización camina el hombre
por la con-fianza del sí a Dios,
frente a la des-confianza del absurdo del no

Como ha escrito Hans Kung, «el hombre, oponiéndose al nihilismo, pronuncia y mantiene un sí fundamental ante la realidad, un sí ante la identidad, el sentido, y el valor de esa misma realidad, un sí que abarca la racionalidad fundamental de la razón humana. Esta confianza de fondo en la identidad, en el sentido y valor de la realidad, en la racionalidad fundamental de la razón humana, sólo puede estar fundada si todo eso, por su parte, no carece de fundamento, soporte y meta, sino que está basado en un origen, un sentido, y un valor radicales: en esa realidad realísima que llamamos Dios. La confianza carece de fundamento sin confianza en Dios, sin fe en Dios...

Si Dios existiera, yo podría afirmar fundadamente la unidad e identidad de mi existencia humana frente a la amenaza del destino y de la muerte: Dios sería el fundamento primero de mi vida. Si Dios existiera, yo podría afirmar fundadamente la verdad y el sentido de mi existencia frente a la amenaza del vacío y del absurdo: Dios sería el sentido último de mi vida. Si Dios existiera, yo podría afirmar fundadamente la bondad y validez de mi existencia frente a la amenaza de la culpa y de la condenación: Dios sería la esperanza integral de mi vida. Si Dios existiera, yo podría afirmar fundada y confiadamente el ser de mi existencia humana frente a toda amenaza de la nada: Dios sería el ser mismo de mi vida de hombre.

También esta hipótesis es susceptible de una precisión en sentido negativo: Si Dios existiera, se entendería por qué la unidad e identidad, la verdad y el significado, la bondad y el valor de la existencia humana están continuamente amenazados por el destino y la muerte, el vacío y el absurdo, la culpa y la condenación: Por qué el sentido de mi vida, en fin, nunca deja de estar amenazado por la nada. Y como siempre, la respuesta fundamental sería la misma: Porque el hombre no es Dios, porque mi yo humano no puede identificarse con su fundamento».

Dios aparece, pues, como el «de dónde» de mi «yo debo» y de mi «yo puedo», como la religación fundante de mi existir, pues una fundamentación meramente antropológica sin religación con el fundamento, o bien sitúa el fundamento en los otros hombres, y entonces transfiere el problema a otros seres relativos dejando pendiente de resolver la cuestión del absoluto; o bien lo sitúa en sí mismo, lo que resulta en última instancia insuficiente para fundamentar la existencia y la incondicionalidad de su actuar. Nuevamente cedemos, así las cosas, la palabra a Hans Kung, que escribe lo siguiente en su libro ¿Existe Dios?: «Hay algo que el ateo no puede hacer, aun cuando acepte normas morales absolutas: fundamentar la incondicionalidad del deber. Existen sin duda numerosas urgencias y exigencias humanas que pueden servir de base a derechos, obligaciones y preceptos, a normas en suma. Pero, ¿por qué tengo yo que observar incondicionalmente esas normas?

Verdad es que todo hombre tiene que realizar su propia naturaleza, pero esto puede servir también de justificación al propio egoísmo y al de los otros y, por tanto, no puede justificar una norma objetiva universal Además, una naturaleza humana normativa universal, situada por encima de mí y de los otros, es una abstracción semejante a la idea de humanidad, incluso declarada como fin en sí misma. ¿Cómo puede obligarme incondicionalmente a algo una naturaleza tan absolutizada y abstracta? ¿Por qué un tirano, un criminal, un grupo, una nación o un bloque de potencias no han de poder actuar contra la humanidad, si es o favoreciera sus intereses? La incondicionalidad de la exigencia ética, la incondicionalidad del deber, sólo puede ser, fundamentada por un incondicionado, por un absoluto capaz de comunicar un sentido trascendente e incapaz de identificarse con el hombre como individuo, como naturaleza, o como sociedad humana; sólo puede ser fundamentada por Dios mismo».

Esta afirmación la secundan agnósticos cualificados, aunque no den el paso hacia la afirmación teísta, y así por ejemplo Max Horkheimer escribe que «los conceptos de bueno y malo, por ejemplo el concepto de honradez y toda una serie de ideas que de momento aún tienen valor, no se pueden separar por completo de la teología». Y por eso mismo Sigmund Freud en carta a su amigo James Putnam escribe estas palabras: «Cuando me pregunto por qué me he esforzado siempre honradamente por ser indulgente y, en lo posible, bondadoso con los demás, y por qué no cesé de hacerlo cuando advertí que tal actitud causa perjuicios a uno y le convierte en blanco de los golpes, dado que los otros son brutales y poco de fiar, no encuentro una respuesta».

Como es obvio, nadie puede negar que existan increyentes buenas personas, ni tampoco en modo alguno que todos los creyentes sean ejemplos de bondad; de lo que se trata aquí es de afirmar la mayor coherencia argumental desde la perspectiva de la gratuidad de aquel que se comporta adecuadamente porque descansa y confía en la presencia del Dios Amor.

Si quien admite a Dios rechaza el absurdo, quien opta infundadamente por actitudes azaristas se arriesga a obrar un tanto irracionalmente, de ahí que nos recuerda aquel dilema famoso del «O Dios o el absurdo». Y entonces el no a Dios significa una confianza radical últimamente infundada en la realidad: el ateísmo no puede argüir en favor de una condición de posibilidad de una realidad tan problemática. Es en ese contexto en el que Albert Camus escribe algo desgarrado: «Lo único que le pido a mi generación es que os pongáis a la altura de vuestra desesperación».

Pero no. En ese universo, como ha señalado L. Peña, «no habría razón para escoger el amor al prójimo (la solidaridad, el rebasamiento de los sistemas individualistas que sacrifican a la colectividad en favor de una minoría privilegiada) en un mundo sin providencia, sin un ser absoluto que sea fondo y plasmación máxima de los valores y gobierne con un propósito sabio y bueno la marcha del universo. En un mundo sin providencia, todo sería indiferente y, al menos en última instancia, porque sí. Sería el mundo sartriano de un Roquentin o el mundo gideano de un Lafcadio. En el mejor de los casos, sería el mundo camusiano de un Rieux que escoge, quijotescamente, un rumbo solidario y abnegado, pero sin nada que sustente y garantice tal acción, dándole una perspectiva de esperanza y de éxito, puesto que se inscribe en el trasfondo de una realidad absurda, y en la que reinan y seguirán reinando el fracaso y el dolor».

Y ese fracaso adquiriría forma de tragedia final con la muerte, por exitosa que hubiera transcurrido la vida vivida, si -como ha señalado Juan Luis Ruiz de la Peña- terminásemos al fin en el pudridero si Dios no existiera: «O el hombre es un valor absoluto y, como tal, irreductible a la nada, o la muerte significa la victoria de la nada misma, y entonces se impone inexorablemente la lógica de la arbitrariedad, el voluntarismo subjetivista»; «si el hombre es un ente anónimo, puro numeral de su especie, cuando un hombre muere nadie podrá decir que ha muerto alguien; la muerte de ese ser sería algo tan anónimo e innombrable como él mismo; ahí no ha pasado nada. La muerte de lo desprovisto de nombre y significación es, a la par, insignificante. La cosa cambia si muere una singularidad determinada (y en cuanto tal preciosa en sí misma)». «Y una muerte incomprensible que planea amenazadora sobre el entero itinerario de la vida convierte a éste en un itinerario sin sentido».

Evidentemente yo puedo decir, así las cosas, lo siguiente: «Yo quiero razonablemente que exista el Dios Amor». Dios tiene que existir para que la vida cobre su plenitud de sentido próximo y de significación remota, ya que además sería terrible que los hombres buenos no recibiesen por su bondad otro pago que el de la desgracia, la injusticia, o el olvido, mientras los perversos gozaran de toda felicidad, de todo honor, y de todo poder.

Yo quiero, pues, que exista ese buen Dios, y que exista en consecuencia un hombre digno de ese Dios. Dentro de este razonamiento, como ha escrito Adela Cortina, «este argumento, que a la vez nos descubre la esencia moral de Dios, su interés por la virtud, no demuestra contundentemente para todos los hombres que Dios exista. Por el contrario, el asentimiento a la proposición Dios existe se apoya en bases racionales, porque es razonable esperar un orden del mundo y no un caos ético; pero solamente tiene fuerza probatoria para quienes se interesen porque exista ese orden moral. El malvado ni siquiera se pregunta por la existencia de Dios, porque no necesita una respuesta positiva. Sin embargo, para quien se interese por la virtud, para quien se comprometa a realizarla en el mundo buscando la felicidad de los demás hombres, es moralmente absurdo que Dios no exista. Es racional afirmar que Dios existe como conector de virtud y felicidad, pero para percibirlo la misma razón nos muestra que no basta con ser racionales. Es preciso estar interesado en la virtud, y comprometido con ella. Pero, en tal caso, la conclusión de la prueba no reza Dios existe, sino yo quiero que exista un Dios. Yo quiero que exista un Dios que dé razón de una esperanza».

Y por lo mismo, yo quiero que exista un Dios que me vea como imagen suya y de donde brote toda mi dignidad existencial; entonces podré decir que el hombre es valor en sí mismo y fin en sí mismo porque es imagen y semejanza de Dios.

CARLOS DIAZ
10 PALABRAS CLAVE EN RELIGIÓN
EVD.NAVARRA-1992.Págs. 37-41


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