Fundamentalismos e integrismos:
una rigidez cadavérica


PALOMA FERNÁNDEZ DE LA HOZ
Historiadora. Viena


1. Humanizar el miedo
Hace unas semanas, hojeaba una revista cuya portada ofrecía la 
foto de una mujer manifestándose con un cartel en el que estaba 
escrito: "Tenemos miedo".
Me parece muy meritorio que alguien se exprese sin ambages, y 
admiro en sí aquella frase valiente, sobre todo porque escribir en 
letras grandes algo semejante implica habérselo dicho previamente 
alguien a si mismo. El problema comienza cuando ese cartel se 
confecciona —como era el caso— para tomar parte en una 
manifestación contra inmigrantes y trabajadores extranjeros. Es 
decir: la clave radica no en el sentimiento, sino en su 
administración.
Tener miedo es una cuestión de imaginación, realismo y afectividad. 
Basta querer de verdad a un niño, sufrir una disminución física o 
verle las orejas al lobo de una de las mil maneras que brinda la 
lucha por la existencia —sobre todo a las personas y grupos 
marginados— para aprender qué significa sentir sobre sí la losa de 
esa sombra indefinida y la ronda de la angustia.
Cuando la persona llega a concienciar ese sabor, a poder identificar 
esas formas borrosas que la atenazan, está en condiciones de 
hablar con sus propios miedos, hacerles las concesiones 
procedentes, sentarles los cotos necesarios, dejarles serenarse y 
madurar. De lo contrarío, nos van minando, se nos comen el campo 
vital, hasta que nuestro horizonte se vuelve estrecho y paralizador. 
Todo nos asusta. Y quizás, un día, algo percibido como una 
amenaza mayor provoca en nosotros o en nuestro grupo esa 
estampida del alma que es el pánico, donde ya no hay razón ni 
juicio ni diálogo posible con los otros. ¿Cómo habría de haberlo, si 
lo hemos roto con nosotros mismos? Estos me parecen los rasgos 
definidores de un comportamiento de pánico, sea personal o social, 
y no tanto el hecho de que se perciban más o menos aspavientos. 
Es la inversión de los sentimientos, que ya no son canales de 
comunicación, sino que se crispan y erizan por toda la superficie de 
la piel de un pobre ser encogido sobre sí mismo contra el mundo.
Cuando las seguridades fallan, lo lógico es sentir miedo hasta 
verificar si realmente han fallado (puede que en realidad no lo 
hayan hecho, puede que nunca fueran tales seguridades) o hasta 
crear otras nuevas. Esos procesos de verificación y de búsqueda es 
forzoso hacerlos con miedo en el cuerpo, pero ha de ser un miedo 
humanizado, colonizado, aunque sea trabajosamente y día a día, 
por lo mejor de nosotros mismos. De no ser así, cunde el pánico. Y 
porque éste es ciego, puede hacer mucho daño. Si, encima, se cree 
estar respaldado por alguna autoridad indiscutible, entonces resulta 
devastador, porque ni percibe el daño que causa a las personas ni 
tendría que lamentarlo si lo percibiera. Y esta rigidez es la que 
realmente resulta cadavérica.

2. Bosquejo de un comportamiento simple de raíces 
complejas
Como toda realidad, también la social se resiste a ser simplificada. 
Las dimensiones de la vida son siempre más ricas, más 
apretadamente entramadas, más misteriosas y más numinosas de 
lo que solemos llegar a percibir... Más aún, la tarea de emprender 
una descripción fugaz de un comportamiento colectivo, como es el 
fundamentalismo, entraña los riesgos evidentes de toda síntesis. 
Sin embargo, vale la pena correrlos para intentar iluminar la 
realidad que vivimos y que nos vive.

2.1. Una actitud vieja, una reacción nueva a escala mundial
Empecemos, pues, en este bosquejo del comportamiento 
fundamentalista, por el principio. Desde hace algunos años puede 
observarse en la "aldea-mundo" una corriente cultural que tiene 
algo de muy vieja y algo de muy nueva: el fundamentalismo.

- Se trata de una actitud muy vieja, porque la reacción fanática como 
afirmación en tiempos de crisis y de incertidumbre es una constante 
en la historia de la humanidad.

- Es, al mismo tiempo, una corriente muy nueva, porque reivindica 
una manera de situarse en la vida y unos valores que no son los 
habituales y que se enfrentan abiertamente a la cultura tejida por 
Occidente —la modernidad— a lo largo de los últimos siglos.

- El fundamentalismo es, además, un fenómeno mundial. Sus 
símbolos y valores referenciales varían según la cultura en que 
despierta, pero el esquema de comportamiento y de reacción es el 
mismo, tanto en el resurgimiento islámico iraní como en el 
fundamentalismo cristiano norteamericano, en el lefebvrismo 
desgajado de la Iglesia Católica o en ciertos grupos del movimiento 
ecologista, por citar los ejemplos más conocidos.

- El término fundamentalismo lo encontramos por primera vez en una 
serie de publicaciones aparecidas en EE. UU. entre los años 1910 y 
1915 con el titulo "The Fundamentals" y el elocuente subtitulo "A 
Testimony to the Truth". Con el tiempo, esta palabra, que en su 
origen designaba a estos círculos cristianos, se ha impuesto como 
término especializado que designa la corriente cultural que 
pasamos a describir.

2.2. Reacción a la modernidad
UTOPIA/POSTMODERNIDA POSTMODERNIDA/UTOPIA: Si 
partimos de la postmodernidad como respuesta a la crisis del 
mundo moderno, podemos ver cómo ésta lo que en el fondo hace 
es llevar las contradicciones modernas hasta sus últimas 
consecuencias, al final de las cuales sólo se puede tropezar con la 
impotencia y el desconcierto: ese mundo feliz en el que el progreso 
técnico iba a significar la liberación de tantas correas 
deshumanizadoras, en el que las personas llegarían un día a 
alcanzar la convivencia en tolerancia y en fraternidad, en el que 
cada quien habría de realizarse y poder desplegar su libertad..., 
ese mundo parece revelarse como engañoso, prisionero entre las 
paredes de sus estrechas opciones concretas, incapaces de 
albergar ya utopia real alguna.
El fundamentalismo, como la postmodernidad, es, ante todo, una 
respuesta a la crisis de la cultura moderna. Una respuesta agresiva, 
vehemente y alternativa que nace siempre como reacción a una 
percepción de peligro existencial.
La persona fundamentalista tiene siempre un sentimiento de 
pertenencia anclado en el pasado, el cual puede ser real o puede 
ser, en gran medida, imaginario. Es decir, puede tratarse de grupos 
que valoran altamente sus raíces, las cuales sienten amenazadas 
por un presente innovador, como es el caso de los fundamentalistas 
cristianos norteamericanos, herederos de los viejos ideales 
puritanos, que soñaban con hacer del nuevo continente una nueva 
tierra prometida y que percibieron su proyecto de sociedad 
convulsionado a medida que el modelo industrial, moderno, se abría 
paso en su país.
También puede suceder que un fundamentalista se remita a un 
pasado ficticio, a una situación que en realidad nunca existió. Este 
comportamiento lo encarnan, por ejemplo, grupos políticos 
extremistas que sueñan con una revolución que tiene como modelo 
algún acontecimiento histórico o el pasado de algún pueblo, el cual, 
de hecho, se desconoce y se idealiza con la distancia de la 
ignorancia o del deseo de construir un refugio alternativo a la 
inhospitalidad de la realidad actual.
En todo caso, es importante subrayar que los grupos o pueblos que 
han sufrido procesos brutales de aculturación pueden ser 
especialmente proclives a abrazar un modelo fundamentalista, pues 
su vacío de identidad provoca en ellos un agujero psíquico que la 
modernidad ni colma ni apacigua.
Este sentimiento de pertenencia anclado en el pasado, unido a la 
vivencia de la propia identidad amenazada, o bien al vacío de 
identidad, desencadena la reacción básica del fundamentalismo: el 
mito del retorno hacia el pasado dorado. Dicho retorno presenta 
dos caras: una negativa, que sería la reacción a la modernidad, y 
otra positiva, que entraña la oferta fundamentalista, consistente, 
como veremos, en una revolución hacia atrás.

2.3. La verdad fundamentalista
La reacción a la modernidad se presenta, ante todo, como irracional. 
El fundamentalista no es irracional por capricho o por 
superficialidad; muy al contrario, tiene un profundo motivo para 
serlo: desconfía de la razón humana, pues ella ha sido 
precisamente el motor de la modernidad y se ha revelado así como 
enemiga de la verdad.
Pero ¿qué es la verdad para un fundamentalista? Este defiende la 
existencia de un orden natural preestablecido antes de la existencia 
humana y, por tanto, de mayor autoridad que la razón. Dicho orden 
natural puede remitirse a Dios, pero no tiene por qué hacerlo 
necesariamente: puede ser la naturaleza o cualquier otra autoridad 
invocada como definitiva. Sea como fuere, nadie tiene derecho a 
replicar el orden preestablecido, ni mucho menos a ponerlo en 
peligro.
Consecuentemente con esta visión global de la realidad, el 
fundamentalismo ofrece una concepción social colectivista que 
reacciona contra el individualismo moderno, el cual, más tarde o 
más temprano, aboca, según aquél, al caos moral. Así, para un 
fundamentalista, la propia conciencia no es en ningún caso la última 
instancia de decisión, como tampoco la sociedad puede derivar de 
un pacto libre entre individuos, porque su constitución precede a la 
persona. De ahí que en la existencia humana terminen por borrarse 
las lineas de delimitación de sus diferentes ámbitos. Una 
concepción unitarista diluye las fronteras entre lo religioso y lo 
secular, entre lo privado y lo público. En esto consiste el 
integrismo.
El fundamentalismo discute la democracia como teoría y la rechaza 
como práctica. No cree en la libertad, puesto que la suprema 
autoridad no reside en la conciencia de la persona, sino en la ley 
natural. Tampoco cree en la igualdad, pues no le merecen el mismo 
respeto ni valor quienes se oponen a la verdad que quienes la 
obedecen fielmente. Y no cree en la fraternidad como armonía de 
individuos, pues sólo puede haber fraternidad en la medida en que 
todos se sometan al orden legitimo. La unión y la armonía no 
nacen, por lo tanto, del conflicto interhumano superado en 
tolerancia y en libertad, sino de la unidad de unos criterios 
impuestos.
La cultura fundamentalista es, por lo tanto, una cultura manipulada, 
puesto que, al negarse la libertad de pensamiento, el saber queda 
siempre subordinado a la pretendida verdad, a cuya consonancia 
se remitirá todo proyecto científico o artístico admitido.
Ello explica el pragmatismo fundamentalista: el fin es tan santo que 
justifica los medios.
En relación al carácter autoritario del fundamentalismo, surge un 
problema de graves consecuencias. Dado que la autoridad no se 
entiende de ninguna manera como una delegación de poder, los 
mecanismos de selección no pueden ser claros: no hay elecciones, 
ni directas ni indirectas, sino una autoridad recibida de arriba, 
siempre carismática. ¿Quién se constituye entonces, de hecho, en 
autoridad en un grupo fundamentalista? Los canales pueden ser 
variados, pero esta constitución se hará siempre de manera 
irracional, apelando a sentimientos o emociones, nunca mediante 
un mecanismo previsto y prescrito, ni muchos menos logrado por 
consenso. Este problema se agrava por el hecho de que toda 
autoridad suprema fundamentalista es absoluta: no tiene 
competencias delimitadas.

2.4. Oferta de una revolución hacia atrás
Consecuentemente con su experiencia del pasado y con su lectura 
del presente moderno, la oferta fundamentalista consiste en una 
"revolución hacia atrás", un proyecto histórico en el que el futuro no 
existe, pues está cerrado como tal: el horizonte al que aspira el 
fundamentalismo es la repetición ininterrumpida del pasado dorado 
y feliz. Es decir: en el futuro histórico fundamentalista, lo mejor que 
puede pasar es que no pase nada.
Esa revolución hacia atrás se apoya en un valor nuclear, una piedra 
angular sobre la que descansa la suprema autoridad del sistema. 
En nombre de la Iglesia (lefebvrismo), la Biblia (fundamentalistas 
norteamericanos), el Corán (integrismo islámico), la Naturaleza 
(ciertos grupos ecologistas) o el Pueblo, se justifican las acciones 
concretas y se santifica el sistema como tal. Ello equivale a afirmar 
que lo característico del fundamentalismo no es el valor invocado, 
sino su referencia a dicho valor, que es tabú, intocable.

2.5. Impotencia para el diálogo 
Y sin embargo, curiosamente, ese valor no actúa como criterio para 
articular una escala de valores, sino que junto a él encontramos a 
todos los otros como apilados, agregados sin orden ni concierto. En 
el sistema fundamentalista se da, por así decirlo, un "arco de 
valores": éstos se relacionan entre sí como las dovelas: todas 
trabajan apoyándose entre sí, y de esta manera dibujan el vano. 
Pero, si quitamos una sola piedra, una sola dovela del arco, éste se 
nos viene abajo.
De la misma manera se hunde un sistema fundamentalista si se pone 
en cuestión uno solo de sus valores. El fundamentalismo no admite 
que la verdad sea analizada por la razón, puesto que, si una parte 
de esta verdad se revelara incorrecta o parcialmente errónea, se 
hundiría la pretensión de intocabilidad de la verdad como tal. Ello 
demostraría que el sistema como tal puede ser sometido a 
chequeo, y entonces, ¿qué sucedería con el orden natural? El 
recurso a la razón lo pondría, sin duda, en peligro.
Ello nos lleva a entender uno de los dos motivos de la falta de 
disposición para el diálogo propia de todo fundamentalismo: se 
trata, en primer lugar, de un mecanismo de defensa. Pero hay más: 
el fundamentalismo no puede entrar en diálogo con otras 
experiencias de la realidad por su convicción —como ya hemos 
visto— de que la verdad y el orden no admiten discusión, sino sólo 
obediencia.
Es importante matizar que un individuo fundamentalista puede muy 
bien prestarse a hablar con alguien que tenga otra visión de la vida, 
y hacerlo con paciencia, bondad e interés. Sin embargo, lo que 
definirá ese encuentro interpersonal, por su parte, será la falta real 
de diálogo, porque, si éste se da de verdad, la persona está 
dispuesta a dejarse tocar, modificar, aprender algo de la 
experiencia del otro. Si no, no es diálogo.
Por el contrario, si un intercambio tiene lugar, y una o las dos partes 
persiguen convencer al otro, ganarlo para su verdad, esto ya no es 
un diálogo; se llama proselitismo o adoctrinamiento. Si ni siquiera se 
pretende convencer al otro, sino lisa y llanamente vencerlo, 
obligarlo a acatar la propia verdad, entonces ya hemos superado el 
limite del proselitismo y entramos en un sistema inquisitorial, al que 
en la práctica recurre el fundamentalismo cuando falta el 
adoctrinamiento.

2.6. La vida en el refugio
En todo sistema fundamentalista aparece configurado un refugio, un 
ámbito propio donde los "fieles" se congregan y se fortifican. Se 
trata de un refugio cálido, acogedor, que permite a quien en él 
penetra una vivencia fuerte de identidad y de compañía. Esta es la 
seguridad afectiva que brinda el fundamentalismo a tanta gente 
perdida en el marasmo de la modernidad, a tanta gente que no 
puede soportar la carga de incertidumbre que encierran las 
preguntas por el sentido de la vida cuando son remitidas a la 
respuesta personal, cuando tienen que ser portadas y soportadas 
como tales preguntas. En el frío del anonimato que provoca un 
sistema basado en el individualismo, que deja solas a las personas 
con pocos recursos propios, a la intemperie en un clima en el cual 
soplan vientos muy fuertes de desconcierto y de experiencia 
fragmentada de la existencia, el fundamentalismo ofrece un refugio 
acogedor, donde uno puede reponerse, al calor del grupo, del frío 
externo.
Ese refugio garantiza, además, no sólo compañía, sino también 
certidumbre, respuesta, pureza: 

"El mundo está revuelto, pero aquí sabemos claramente qué nos 
traemos entre manos. Lo sabemos porque somos los auténticos, los 
que no nos hemos dejado engañar por las sirenas de los falsos 
valores".

Esta es la seguridad ideológica que ofrece el fundamentalismo. Por 
ello le es propio un sistema de escuela cerrado que salvaguarda a 
sus miembros de la contaminación exterior. El adoctrinamiento es, 
por lo tanto, no sólo el cauce de relación con el exterior, sino 
también el modo de formación en el interior del sistema.

2.7. Proyección en la sociedad
Según la percepción de la propia fuerza del grupo, éste convertirá su 
refugio en un cuartel de invierno (entonces se cerrará sobre si 
mismo y se limitará a construir una alternativa paralela), o bien en 
un cuartel general, en un trampolín para la cruzada contra el mundo 
externo, pervertido y pervertidor. En este caso seguirá diferentes 
estrategias, según sus diversas posibilidades de éxito. Si tiene muy 
difícil el control del gobierno del país, iglesia o sociedad que 
pretende ganar, entonces ejercerá una estrategia de guerrilla, con 
acciones puntuales muy preparadas y agresivas.
Un ejemplo de este comportamiento guerrillero lo ofrecen círculos 
dentro —y fuera— de la Iglesia que, movidos por celo y no por 
ambición arrivista alguna, preparan minuciosamente el acceso de 
sus fieles a puestos de responsabilidad como medio de incidir en la 
evolución de ésta. Precisemos que es absolutamente legitimo, en 
principio, el hecho de que un grupo forme a sus militantes para 
puestos de responsabilidad. Esto es, por ejemplo, lo que hace un 
partido político en una democracia. El comportamiento 
fundamentalista por parte de estos grupos no reside en el fin, sino 
en la manera, ya que este intento se realiza por vías escondidas, 
por canales de presión. De todos modos, el fin, aun siendo legítimo 
en principio, tiene un cierto sabor fundamentalista si se convierte en 
un fin prioritario, en la medida en que implica una falta de confianza 
en la capacidad de gente ajena a ellos para llevar adelante el bien 
común; en este caso, para vivificar la Iglesia.
Si el grupo fundamentalista puede aspirar a obtener el poder, 
entonces —no nos engañemos— su propia coherencia le impelirá a 
instaurar una dictadura, un sistema que en ningún caso aceptará la 
institucionalización de la oposición a su alternativa.

2.8. El fundamentalismo y nuestra fe
FE/FUNDAMENTALISMO FMO/FE: En el seno de un sistema 
fundamentalista, cabe preguntarse qué pasa con la fe y, en 
concreto, qué pasa con la fe cristiana. La memoria de Jesucristo 
que nos ha transmitido la Iglesia corre el peligro de ser 
esencialmente desfigurada por un sistema fundamentalista. Hay 
algo que amenaza más la experiencia cristiana que la duda o la 
pregunta sobre Dios (propia de la modernidad) o que incluso la 
pregunta por el ser humano (que arroja la postmodernidad), porque 
éstas se presentan de frente y reclaman ser respondidas.
En cambio, cuando la fe cristiana es puesta en entredicho, no por 
una pregunta, sino por un sistema que, parece defenderla y 
reforzarla, entonces está realmente en peligro, porque puede 
perder su esencia sin que siquiera nos demos cuenta de ello: el 
fundamentalismo arrebata al cristianismo su núcleo más esencial: la 
fe en la encarnación, la fe en un Dios que se hace historia y que, 
desde su Palabra Viva, su Hijo, se entrega a nuestra libertad.
Este es el misterio profundo de nuestro grito de fe en lo que sucede 
en el acontecimiento de la cruz y en la resurrección: un Dios 
entregado a nuestra libertad, que así, y sólo así, abre una 
esperanza de futuro para nuestra historia personal y colectiva. Si el 
fundamentalismo niega la libertad de la persona, si sustituye al 
Absoluto e Innombrable (Yahvé), de pensamientos insospechados y 
corazón insensato (¡lo más gordo que dice la Escritura de Dios es 
que es Dios y que tiene corazón!), por valores absolutos y 
cuantificables... ¿qué pasa entonces con el misterio de un Dios que 
entrega su obra en manos del hombre, de un hombre que se abre 
libremente al misterio de Dios?

3. Apuntes pastorales
Hasta aquí el bosquejo del comportamiento fundamentalista. Y desde 
este análisis, ¿qué?
- Una mirada serena a nosotros mismos (Mt 7,3) puede ayudarnos a 
aprender de la experiencia de otros. Quizá lo que se encuentra en 
el "síndrome del fundamentalismo" en estado más o menos puro, se 
nos puede colar a nosotros en cierta medida sin percibirlo... Y 
entonces cabe que nos preguntemos:
* Si nuestras relaciones interpersonales son encuentros en libertad, 
en los que le dejamos al otro ser él mismo, siempre diferente e 
inaprehensible... o si pretendemos modelar al otro a nuestra imagen 
y semejanza y reducimos la comunicación a un monólogo, un eco 
de nuestra voz.
* Si concebimos la educación como un proceso de crecimiento mutuo, 
en el que los educadores tanto tenemos que aprender y tan atentos 
debemos estar a la verdad que despunta en las vidas que 
acompañamos... o si, con enorme buena voluntad quizás, aún no 
hemos traspasado el umbral del amaestramiento y de la 
adoctrinación. (¡Estas reflexiones tienen repercusiones directas no 
sólo en la relación interpersonal con los niños y jóvenes, sino en el 
modelo de escuela que diseñamos!).
* Si nuestra mentalidad y nuestro hacer político respecto a grupos 
matinales y a inmigrantes extranjeros, que cada vez invaden más en 
tromba nuestras confortables casas del Norte, admite con 
naturalidad el hecho de que el otro, "los otros", tienen tanto 
derecho a existir como, por lo menos, nosotros y "los nuestros"... o 
si se nos están colando planteamientos, quizá no descaradamente 
racistas, pero que sí están favoreciendo praxis discriminatorias.

-·Otra pregunta que procede es si el transfondo desde el que 
analizamos y criticamos el fundamentalismo no contiene, a su vez, 
distorsiones del Evangelio, aunque éstas sean diferentes.
Es claro que, ante la complejidad de las situaciones reales, las 
respuestas fanáticas bloqueen una espiritualidad del 
discernimiento. Pero con igual eficacia la bloquean actitudes de 
conformismo o de escepticismo. ¿Qué hay, por ejemplo, detrás de 
una cuidadosa separación del ámbito religioso-espiritual y el ámbito 
secular y político? ¿O qué se esconde tras la desconexión de vida 
pública y privada?
La alternativa a un integrismo no pueden representarla dualismos o 
vivencias fragmentarias de la fe, sino una vida unificada. El Dios 
misericordioso "Amigo de la Vida" (Sab 11,26) difícilmente se deja 
distorsionar como martillo de pecadores y trueno de nuestras 
—discutibles— concepciones de justicia y de virtud. Pero tampoco, 
según la Escritura, se deja amaestrar ni domesticar: no resulta un 
"partner" con quien podemos llegar a acuerdos razonables, ni 
parece hallarse muy a sus anchas en el estrecho recinto que quizá 
le asignamos para celebrarlo de 10 a 11 o para que nos consuele 
de 7 a 9. Más bien parece empecinarse en irrumpir con fuerza en 
nuestra vida modernamente sensata y cargarse sin 
contemplaciones nuestros comportamientos estancos con 
preguntas incómodas ("¿Qué has hecho de tu hermano?'': Gn 4,9), 
invitaciones totales ("Ven y lo verás Jn 1,39) o sugerencias 
radicales ("No sea así entre vosotros": Mt 20,26).
- Por último el fundamentalismo es una reacción colectiva no 
mayoritaria, pero sí lo suficientemente seria como para plantearnos 
la pregunta de qué realidad social estamos colaborando a construir, 
como ciudadanos y como iglesia.
Es sumamente importante que tomemos conciencia del desfase 
entre el progreso material de que es capaz nuestro mundo actual y, 
por otra parte, la lentitud con la que el ser humano, como individuo 
y como grupo, digiere los cambios históricos. Esta desproporción 
parece indicar, en las actuales circunstancias, que caminamos 
hacia un mundo no necesariamente más razonable. Puesto que el 
ser humano tiende a adaptarse, si no puede hacerlo 
experiencialmente a los cambios, porque éstos son excesivamente 
rápidos, lo hará mediante otros recursos, pero lo hará.
En nuestras sociedades, tan sobreinformadas y tan desorientadas, 
el fundamentalismo es como una luz de alarma roja que nos 
recuerda que la persona no puede renunciar a la armenia, a la 
identidad; que no puede instalarse en el fragmento. Y a la vez 
entraña el riesgo de poder capitalizar una buena parte de la 
inseguridad y la irracionalidad despertada por la crisis de nuestra 
cultura.
Una piensa en tanta gente joven carente de puntos de referencia por 
falta de acompañamiento adulto. En tanta gente sola y aterida de 
frío existencial, aunque coma caliente todos los días. En 
colectividades a las que, dentro y fuera de nuestras fronteras, 
nuestra sociedad les está negando el pan y la sal de una 
estabilidad económica y de la propia identidad cultural....
¿Es tan extraño que en todos estos grupos la oferta fundamentalista 
pueda cuajar con garra?
¿No podemos preguntarnos por qué hay tanta gente que anda 
perdiendo los papeles de su propia existencia y recurriendo a la 
primera gestoría administrativa de identidad que les sale al paso?
Y todo ello está reclamando de nosotros una respuesta y debe ser 
tenido muy en cuenta en nuestras orientaciones y acciones 
pastorales Si el Espíritu del Señor nos ha ungido para sanar los 
corazones rotos; para decir al cansado una palabra de aliento, para 
saltar los cerrojos de los cepos... habrá que buscar juntos la 
manera de traducir estas prioridades.
¿Suena todo ello muy maternal? Yo creo que "partir el pan con el 
hambriento" (Is 58,7) es, simplemente, fraterno. Lo maternal o, 
mejor dicho, lo paternalista, se daría si buscáramos a la gente 
convencidos de nuestra propia importancia y de poseer la patente 
exclusiva de la luz. Ocurre que no. Una cree que talos prioridades 
se nos hacen urgencias cuando nos sentamos a la mesa de la Vida 
(o sea, a celebrar la Eucaristía) y descubrimos que falta mucha, 
demasiada gente, y entonces nos precipitamos a la calle a 
buscarlos, porque sin ellos, sin los otros, ni hay fiesta ni hay vino, ni 
podemos entendernos a nosotros mismos. No se me apuren. No 
estoy diseñando una iglesia de cristiandad, sino más bien su 
contraria. La convicción de la importancia de los otros y de la 
necesidad que tenemos de ellos es lo único que puede hacernos 
realmente creativos para hallar nuevos caminos de servir y, sobre 
todo, de estar: sólo partiendo de los otros daremos con esas 
nuevas vías que consisten en invertir eclesialmente un movimiento: 
no esperar a que los otros nos vengan, sino salirles al encuentro 
allí donde ellos están.
No se trata de nada exótico, sino de retomar día a día el propio ser, 
concreto, modesto y limitado. Retomarlo con el deseo tozudo de ser 
fieles a quienes conocemos, de acercarnos e intentar comprender a 
quienes no comprendemos y de hacer algo (quizá muy poco, pero 
algo) por construir una casa en la que todos quepamos y cada 
quien sea llamado por su nombre.

Paloma Fernandez de la Hoz, rscj
SAL-TERRAE/91/01. Págs. 15-26)
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