D/LIBERADOR: D/SALVADOR

-Cuando Dios pacta con los hombres

El Señor que no quiere la esclavitud 

El epíteto con el que más frecuentemente se ha calificado a Dios en la tradición judeo-cristiana es, seguramente, el de «Señor». Y, con todo, hay que afirmar que la experiencia de Dios que configuró la vida religiosa y política de Israel -como también la experiencia de Dios en Jesús que configurará la vida cristiana- es una experiencia de un Dios liberador. Dios ciertamente es Señor: Señor de la historia y Señor de los hombres y de los pueblos, pero quiere ser Señor de hombres libres y de pueblos libres, de modo que su señorío se manifieste, sobre todo, protegiendo y estimulando a los hombres para que consigan con su esfuerzo y por sí mismos la libertad (no imponiendo desde arriba una «libertad» que, por eso mismo, dejaría de serlo). La experiencia que funda y determina para siempre la vida religiosa de Israel es la experiencia de la liberación, bajo la protección de Dios, de un núcleo de aquellas primitivas tribus nómadas que habían caído en una pesada y penosa esclavitud bajo el poder de los faraones egipcios. Fue la experiencia de la increíble fuerza liberadora del «Dios de los Padres» y de su protección indefectible, la que después será asumida por otras tribus que no estuvieron en Egipto, pero que querían ponerse también bajo la protección del Dios liberador de sus consanguíneos y que se unieron a ellos en la conquista de la tierra de la libertad.

La experiencia original, mantenida viva en el recuerdo oral y en las celebraciones cultuales de los diferentes grupos, fue meditada, elaborada, enriquecida y magnificada con rasgos épicos, según las circunstancias concretas y el talante de estos grupos. Las elaboraciones, interpretaciones y aplicaciones pueden diversificarse, pero siempre dentro de una unidad de referencia fundamental a unos mismos hechos pasados y a un mismo Dios que había manifestado su fuerza en ellos. Más adelante, a partir de la época de los reyes, cuando las tribus, que hasta entonces vivían de una fe común, tomaron conciencia de formar una verdadera unidad política, se experimentó la necesidad de poner en común las diversas tradiciones y de unificarlas. Comenzó el largo proceso de redacción del conjunto del Pentateuco, y en particular del «Éxodo», el «Libro de la Salida» y de la liberación de Egipto; un proceso que no acabaría hasta que la conciencia religiosa y nacional fuera recuperada plenamente tras la prueba del exilio babilónico. No es de extrañar, pues, que estos libros sean como un mosaico de diversas tradiciones, dentro de una cierta voluntad de designio unitario. Hay narraciones repetidas de unos mismos sucesos, vistos desde perspectivas diferentes. Hay adaptaciones, acumulaciones y añadidos de relatos o de preceptos morales y sociales, o de disposiciones cúlticas. Hay elaboraciones literarias de textos influidos por usos cultuales, y una cierta preocupación por remontar a tiempos antiguos prácticas de tiempos posteriores. Del conjunto sobresale una imagen de Dios que, si no es estrictamente unitaria, tampoco se desmenuza en un amasijo de rasgos inconexos. Sin caer en la tentación de un concordismo demasiado fácil, quisiera subrayar los rasgos del Dios liberador y protector de Israel que parecen más básicos, tal como van apareciendo en las diversas tradiciones.

El Dios que quiere la libertad de los suyos

Los investigadores consideran como una de las expresiones más antiguas y originales de la fe de Israel el texto que, según /Dt/26/05-09, los israelitas debían recitar cuando ofrecían las primicias de sus frutos:

«Mi padre era un arameo errante que bajó a Egipto y fue a refugiarse allí siendo pocos aún, pero se hizo una nación grande, poderosa y numerosa. Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron dura servidumbre. Clamamos entonces a Yahvé Dios de nuestros padres, y Yahvé escuchó nuestra voz; vio nuestra miseria, nuestras penalidades y nuestra opresión, y Yahvé nos sacó de Egipto con mano fuerte y tenso brazo en medio de gran temor, señales y prodigios».

Este texto es como un «credo histórico», es decir, una expresión de fe-confianza en un Dios identificado no por referencia a sus atributos intrínsecos o cualidades abstractas, sino por lo que ha hecho en la historia. Algunos creen que este «credo», que en su forma más primitiva se remontaría hasta una época anterior a la experiencia de Egipto, contenía esencialmente las expresiones que he subrayado. El Dios de Israel es el Dios a quien el hombre invoca cuando se ve perdido y abatido, y este Dios oye su lamento y viene a ayudarlo. Es el Dios de personas y no de cosas, de quien hablábamos en el capítulo precedente .

Israel encuentra la gran manifestación de este Dios personal en las tradiciones sobre su intervención en la liberación de la esclavitud de Egipto. Según los relatos recogidos al comienzo del Éxodo -después de una referencia a una hermosa leyenda sobre el nacimiento y la salvación milagrosa de Moisés-, éste, cuando hacía de pastor entre los Madianitas, experimentó la presencia de Dios en el fenómeno de un fuego que no consumía el matorral (Ex 3). Dios le llamó por su nombre: «Moisés, Moisés»; le dio una primera identificación: «Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob»; y le manifestó su designio:

«Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo en Egipto, y he escuchado el clamor que le arrancan sus capataces; pues ya conozco sus sufrimientos. He bajado para librarle de la mano de los egipcios y para subirle de esta tierra a una tierra buena y espaciosa; a una tierra que mana leche y miel... El clamor de los hijos de Israel ha llegado hasta mí, y he visto además la opresión con que los egipcios los oprimen. Ahora, pues, ve; yo te envío al Faraón, para que saques a mi pueblo, los hijos de Israel, de Egipto...» (Ex 3,7-10).

Este texto compendia toda la religión de Israel y manifiesta de manera admirable las características de su Dios. Dios tiene la iniciativa, de una manera absolutamente gratuita. Los israelitas no se lo han ganado con sacrificios o actos de culto. Dios actúa por amor compasivo hacia los que llama «su pueblo»: conoce bien los sufrimientos de los suyos, oye sus clamores y no permanece indiferente, porque el sufrimiento y el clamor de los desvalidos conmueve el corazón de Dios. El texto repite esta nota con formulaciones ligeramente variadas. La repetición puede provenir de la acumulación de dos fuentes originarias del mismo relato, que el redactor final ha sabido utilizar con gran destreza para subrayar aún más la compasión amorosa de su Dios (2).

Es un Dios que «baja» de su trascendencia a libertar a su pueblo. Se inaugura así un tema central de la tradición judeo-cristiana: la «condescendencia» de Dios, la autoimplicación de Dios en los asuntos de los hombres. Humanamente, esto se contempla como un «abajamiento» de Dios, algo completamente diferente de las ideas de los dioses autosuficientes, imperturbables e impasibles, despreocupados de lo que puedan hacer los hombres, a no ser para aprovecharse de ellos. Se entreabre ya la perspectiva del abajamiento de la encarnación de Dios y del descenso del Espíritu. Dios desciende a liberar. Dios quiere la libertad de los suyos, que puedan vivir una vida buena y digna en una tierra buena y espaciosa, descrita -con la inigualable capacidad sugeridora de la imaginación oriental- como la tierra «que mana leche y miel». Y precisamente por ser un Dios liberador, es también un Dios que no impone la libertad ni la regala sin más, como si surgiera por arte de magia o por pura intervención milagrosa. El hombre únicamente es libre cuando, por don de Dios, él conquista su propia libertad.

Empieza la tarea para Moisés y para todo el pueblo: «Ve, yo te envío al Faraón para que hagas salir de Egipto a mi pueblo». La libertad es toda don de Dios y toda tarea del hombre. Dios la posibilita haciendo al hombre -a imagen suya- como un ser que ha de autorrealizarse, capaz de decidirse y elegir. Es Dios quien le impulsa, le estimula, le acompaña con su presencia siempre actuante; pero es el hombre quien, con la fuerza que le viene de Dios, pero que es muy suya, se ha de realizar en libertad. Empieza la dialéctica de «la gracia» y «la libertad»: la acción de Dios en el corazón del hombre no anula su responsabilidad, sino que la posibilita y la estimula.

No es extraño que Moisés, como el primero que experimenta el peso de la responsabilidad de la libertad, se sienta abrumado: «¿Quién soy yo para ir al Faraón y sacar de Egipto a los hijos de Israel?» (Ex 3,11). La Biblia está llena de figuras que vacilan cuando oyen la voz de Dios apelando a su responsabilidad (cfr. Is 6,5; Jer 1,5). El mismo Moisés, más adelante, expresa a Dios sus excusas: «No van a creerme, ni escucharán mi voz» (Ex 4,1); «No he sido nunca hombre de palabra fácil... sino que soy torpe de boca y de lengua». Pero Yahvé le responde: «¿Quién ha dado al hombre la boca?... Vete, que yo estaré en tu boca». Y él aún replicó: «¡Oyeme, Señor! te ruego que encomiendes a otro esta misión» (Ex 4,10-13; cfr. también Ex 6,12 y 30). Magníficos diálogos que ponen de manifiesto cómo Dios interpela al hombre con toda su debilidad y actúa y le ayuda, no anulándolo, sino estimulándolo y haciendo brotar en él una fuerza que le hace superarse a sí mismo. Dios no es un rival celoso de la libertad del hombre; es el animador de su responsabilidad y la fuerza con que el hombre puede contar para ejercitarla (3).

La autoidentificación de Dios:

«Yo estaré con vosotros» D/NOMBRE/YAHVE

El nombre con que la Biblia se refiere a Dios con mayor frecuencia es «Yahvé». Es un nombre particularmente relacionado con la experiencia religiosa de Moisés y de sus seguidores. La tradición sacerdotal, siempre quisquillosa en cuestiones de teología histórica, observará en un inciso que Dios se aparecía a Abraham y a Jacob bajo el nombre de El-Sadday, porque -dice el mismo Dios- «aún no me dí a conocer a ellos con mi nombre de Yahvé» (Ex 6,3).

Los investigadores tienen diversas opiniones sobre la etimología y el origen del nombre de Yahvé. Lo cierto es que la Biblia quiere relacionar este nombre con la experiencia de Moisés, clave del Éxodo. Después que Moisés manifestó sus temores ante el encargo de emprender la liberación del pueblo, se atreve todavía a decir a Dios: «Si voy a los hijos de Israel y les digo: "El Dios de vuestros padres me ha enviado a vosotros", cuando me pregunten: "¿Cuál es su nombre?", ¿qué les responderé?». Y Dios le da aquella respuesta conocida: «Yo soy el que soy» (/Ex/03/13-14).

Esta respuesta parece más bien enigmática. Algunos creen que mediante estas palabras Dios rehúsa dar una respuesta. No da su nombre, porque Dios, en su infinitud y trascendencia, es el Indecible, el Inefable, el que no puede ser expresado adecuadamente con ninguna palabra ni con ningún nombre de los que nosotros podemos pronunciar y comprender. Es lo que la teología actual afirma cuando dice que Dios es «totalmente Otro», absolutamente diferente -y superior- a todo lo que conocemos y, por eso mismo, imposible de ser nombrado y expresado a partir de lo que nosotros conocemos y decimos. Esto, en principio, es verdad, pero es sólo una parte o un aspecto de la verdad. Porque, si Dios fuera tan «totalmente Otro» que nosotros de ninguna manera pudiéramos nombrarlo ni referirnos a El -ni El pudiese manifestarse ni referirse a nosotros-, se habría acabado todo intento y posibilidad de religión. Dios sería el Absoluto Desconocido, incomunicable e inasequible, que no podría comunicarse con nosotros y con quien vanamente pretenderíamos comunicarnos. Pero precisamente la visión inaugural de Moisés parece tener una intención totalmente contraria: Dios no sólo se quiere comunicar a los hombres, sino que manifiesta un interés especial por todo lo que les afecta, y quiere que los hombres sean conscientes de ello y que obren en consecuencia. Dios no se oculta tras una incógnita impenetrable, sino que se comunica como una presencia real, acogedora y estimuladora. Dios no oculta su ser y su nombre, sino que lo revela como lo que verdaderamente es: revela un nombre que manifiesta su ser en su actuar.

La tradición cristiana ya había intuido que tenía que ser así. Pero en una época en que la teología utilizaba como categorías de interpretación las de la filosofía griega, era tentador pensar que Dios se había revelado en aquellas categorías. «Yo soy el que soy» era interpretado como equivalente a «Yo soy el Ser Absoluto», el Ser necesario, el que existe por sí mismo, por autonecesidad propia, sin depender de nadie ni de nada, en contraposición a los seres finitos y creados, llamados contingentes, que tienen su existencia dependiente de otro y condicionada a otros. Esta contraposición, en sí, es válida, pero es muy discutible que sea lo que el texto bíblico nos quiere decir y lo que un pastor como Moisés podía entender; y no digamos nada del pueblo inculto a quien lo había de comunicar...

Recientes estudios bíblicos nos muestran que nos encontramos ante una verdadera revelación del nombre de Dios y de lo que Dios es, pero hecha no con categorías ontológicas del ser absoluto, sino en términos relacionales y de alguna manera experimentales para el hombre. Dios manifiesta lo que es manifestando cómo se relaciona y cómo se quiere relacionar con los hombres, cómo quiere actuar con ellos. El verbo original que se acostumbra a traducir como «Yo soy» es un verbo activo, que significa «ser actuando»: expresa la existencia de algo, pero no estáticamente ni como replegado sobre sí mismo, sino en su despliegue dinámico, en su actividad. Además, dadas las peculiaridades del sistema verbal hebreo, lo que traducimos en presente, «Yo soy el que soy», se puede muy bien traducir también en futuro: «Yo seré el que seré», es decir, el que estaré presente y actuando, el que os protegeré, el que me iré manifestando en mi relación activa con vosotros, en la historia. Por tanto, no se habla de una existencia metafísica o absoluta, en un sentido general y atemporal, sino que Dios se define en relación a los hombres, explicando sus intenciones y el designio que tiene sobre ellos y el tipo de relación que le vincula a ellos. En la mentalidad hebrea, la existencia es un concepto de relación, de actividad. Existir en su plenitud es siempre existir-con-alguien y actuar-con-alguien; es vivir actuando, vivir en relación activa: algo que nos abre ya la perspectiva del vivir relacional y actuante, eterno y necesario, de Dios en su interna relación intratrinitaria, que es como el presupuesto de su relación y actuación libre y temporal en la historia de los hombres. Esto es lo que explícitamente se quiere comunicar a Moisés en el pasaje que comentamos.

Así pues, «Yahvé» es un nombre que, relacionado con una forma hebraica del verbo «existir-actuando», significa «el que está y estará obrando»: la Presencia activa, protectora y estimuladora en la historia de los hombres. No se le puede atribuir ningún contenido nocional, no se puede señalar cuál es su esencia fuera de su actuación indefectible. En este sentido sí que se puede decir que nos oculta su esencia, pero no nos oculta su realidad, lo que El es verdaderamente para nosotros. Un teólogo catalán lo ha expresado así con palabras precisas:

«Podríamos decir que el nombre de Yahvé tiene algo de programático dentro del marco de la teología negativa. No como quien elude dar una respuesta, sino como aquel que, para declararnos algo muy íntimamente relacionado con su ser personal -con su nombre-, nos dice: "Yo seré aquel que yo seré'', sin dar un contenido conceptual al "yo soy' ', pero prometiendo y comprometiéndose a ir manifestando en la vida y en la historia del pueblo lo que El es.

Lo que El es no nos lo dice meramente con palabras humanas: lo iremos viendo a medida que se realicen sus intervenciones a favor de Israel. Entonces se "manifestará su gloria", se manifestará su nombre... Por eso hemos de dar todo el relieve que les corresponde a las expresiones de Ezequiel del tipo de "entonces manifestaré entre ellos que yo soy (Yahvé)"» (4).

Supuesto esto, Yahvé no es sólo el Ser Absoluto, Eterno, impasible e inmutable que forzosamente habría de mirar de lejos y de fuera el mundo y a los hombres, tan temporales, tan mudables, tan tendentes a la degeneración. Es el que, sin dejar de ser el Eterno, se autoimplica en el devenir del mundo y de los hombres. Alguien ha observado que la revelación de este aspecto del nombre de Yahvé está como visualizada, a la manera típica de las formas del pensamiento bíblico y oriental, en la escenificación concreta y sensible de la revelación de aquel nombre: la zarza que arde sin consumirse haría visible cómo Dios se introduce en el fuego de las vicisitudes de la historia humana sin consumirse en ellas.

Permanece inmutable en los cambios que todo lo consumen: El es la fidelidad indefectible, el principio absoluto de valor y de sentido, interpelación constante, acogedora presencia permanente en el correr de los acontecimientos y de las situaciones mundanas. Por eso Yahvé es, a la vez, el Dios eterno e inmutable y el Dios del futuro. Y esto puede tener importantes consecuencias. El filósofo de origen judío, Ernst ·Bloch-E, observó que son los hombres y las sociedades «bien situadas» -en una buena situación casi siempre conseguida y mantenida a costa de la explotación y la opresión de los otros- los que más defienden que

Dios «es el que es», en presente; es el principio de inmutabilidad eterna, como garante del status quo temporal que se esfuerzan en eternizar y sacralizar, ya que es el status que a ellos les conviene que se mantenga. En cambio, para los desvalidos, oprimidos o marginados de la vida -como lo eran los hebreos en Egipto- Dios sólo puede ser «el que será», en futuro; es decir, principio de esperanza, interpelación y estímulo para la liberación, garantía de una «tierra nueva» donde reine la justicia y encuentren la alegría que se les había negado. Para los primeros, Dios es la última explicación de un mundo que ya les está bien tal como está: es el dios de los paganismos. Para los otros, Dios es el que «escucha el clamor de los oprimidos» y declara que este mundo no es el que ha de ser. Cualquiera puede intuir inmediatamente que estamos tocando aquí una cuestión fundamental y de repercusiones muy actuales. ATEISMO/CAUSAS: El teólogo Vincent Cosmao nos recordaba no hace mucho que, «cuando Dios se transforma en guardián del orden establecido (que casi siempre es un desorden organizado en favor de los más poderosos), el ateísmo se convierte en condición para el cambio social». Esto nos puede iluminar bastante sobre los orígenes de determinadas formas de ateísmo o sobre la «apostasía de las masas»; y también sobre el ensañamiento con que muchos luchan por mantener como inmutables determinadas formas de Dios y de la religión contra las «teologías de la liberación». Sin embargo, el hecho es que el Dios de la Biblia es un Dios de futuro para los hombres, el Dios de la tierra nueva, el Dios de la liberación (6).

El rostro y el rastro de Dios

Esta singular automanifestación de Dios, por la que Dios se nos revela no diciéndonos quién es, sino prometiéndonos cómo actuará, encuentra una hermosa expresión plástica, incluso poética, en una tradición posterior, recogida al final del libro del Éxodo. Allí, una vez más, Moisés busca conocer a Dios, desea ver su gloria. Pero Dios le contesta: «Yo haré pasar ante tu vista toda mi bondad y pronunciaré delante de ti el nombre de Yahvé (= reafirmaré que Yo estoy con vosotros); pues hago gracia a quien hago gracia y tengo misericordia con quien tengo misericordia. Pero mi rostro no podrás verlo, porque no puede verme el hombre y seguir viviendo. Luego dijo Yahvé: Mira, hay un lugar junto a mí; tú te colocarás sobre la peña. Y al pasar mi gloria, te pondré en una hendidura de la peña y te cubriré con mi mano hasta que yo haya pasado. Luego apartaré mi mano, para que veas mis espaldas, pero mi rostro no se puede ver» (/Ex/33/18-23).

¡Magnífica manera de explicar la forma singular como Dios se revela a los hombres! No nos manifiesta su gloria ni su esencia (su rostro): no lo podríamos aguantar en esta vida mortal. Pero nos manifiesta su gracia y su misericordia, absolutamente gratuitas. La gloria de Dios pasa, efectivamente, por el mundo; pero nosotros, desde la hendidura de la peña de nuestra finitud y temporalidad, no la podemos ver cara a cara. Sólo podemos ver su espalda, su rastro, sus efectos. El texto sigue explicando cómo Dios dio a Moisés sus mandamientos: el rastro de Dios es que los hombres vivamos en este mundo una vida humana, digna y libre, según la voluntad de Dios, que es, a la vez, el bien de los hombres. Existe aún otra tradición posterior, recogida en el Deuteronomio, que viene a ratificar la misma concepción de la revelación de Dios. Moisés habla al pueblo y le recuerda el día que Dios le entregó los mandamientos en el Sinaí:

«Yahvé os habló entonces de en medio del fuego; vosotros oíais el rumor de las palabras, pero no percibíais figura alguna, sino sólo una voz» (Deut 4,12).

El hombre no capta figura alguna de Dios, ni imagen, ni concepto, ni esencia. Para él, Dios sólo es una voz: una voz que es, a un mismo tiempo, promesa e interpelación sobre el sentido de la vida humana y de todas las cosas. San Juan de la Cruz dirá, desde su hondura mística, que «Dios es voz infinita» (Cántico Espiritual, 14,10-117) y que el Espíritu del hombre, «para llegar a Dios, antes ha de ir más no entendiendo que queriendo entender» (Subida al Monte, II, 8, 5-6). No se trata de intentar comprender quién es Dios o qué es, sino de escuchar su propuesta y su promesa, y seguirlo hacia donde El indica, fiándose únicamente de El. No es preciso buscar su rostro, sino seguir su rastro. Pero esto, como experimentaron pronto los Israelitas y como expresó maravillosamente el místico castellano, implica la total negación del deseo de quedarse en las conocidas moradas o de seguir los caminos de los egoísmos irresponsables:

«La idea cristiana de Dios es propiamente una idea práctica. Dios no puede ser pensado sin que este pensamiento afecte y lesione los intereses inmediatos del sujeto que trata de pensarlo. Pensar a Dios pide una revisión a fondo de las aspiraciones y de los intereses inmediatos, centrados en nosotros mismos. Metanoia, conversión y éxodo no son puras categorías morales o pedagógicas, sino también categorías noéticas» .

ALIANZA/DON CUANDO DIOS PACTA CON LOS HOMBRES

«El nombre divino no es una invención ni un descubrimiento de los hombres. Es una gracia, un don que se les hace, una revelación... A quienes se hace esta revelación entran en un ámbito de fe y de vida desconocido por el resto de los hombres. Al dar su nombre, Dios se da a sí mismo, según el valor que los semitas y la Biblia atribuyen al nombre: es la misma persona que lo lleva. Así, Dios hace saber a Moisés que El queda comprometido con Israel. . . "Yo estaré contigo" . Es un nombre abierto a la historia, vinculado con la historia, que es la historia del pueblo de Dios. Es la historia la que ha de verificar el sentido de este nombre: Dios será, cada vez más, Yahvé» (8).

Hemos descubierto que la relación que Dios establece con su pueblo es, por parte de Dios, como un ofrecimiento estimulante, libre y gratuito; y, por parte del hombre, como una respuesta activa, libre y responsable. Esta peculiar forma de relación queda compendiada en aquella forma de religiosidad que, sintéticamente, se describe como «Alianza». Los que hemos crecido en la tradición judeo-cristiana estamos tan acostumbrados a hablar de esta forma que quizá no nos damos cuenta de su singularidad en la historia de las religiones. La mayor parte de las religiones dan culto a unos dioses lejanos y misteriosos que han de ser reverenciados, temidos y aplacados con costosos sacrificios -hasta de sangre humana- y con rituales complejos y exactos. El Dios de Israel será un Dios misterioso e inefable -si no, no sería Dios-, pero en absoluto lejano, y menos aún hostil. El fundamento de la religión de Israel es la percepción de que Dios en persona, a pesar de ser trascendente, sale de su transcendencia al encuentro de la criatura humana, ofreciéndole entrar en un pacto singular de protección, amistad e intimidad con El, que a la vez es la posibilidad máxima de autorrealización del hombre.

No es éste el lugar para discutir con los entendidos si esta categoría de alianza, explícitamente como tal, era ya una categoría fundamental del núcleo originario de la religión de Israel, o si fue tematizada así en una época posterior por obra de los escritores deuteronomistas y de los profetas. Sea como sea, las tradiciones más antiguas sobre los Patriarcas y sobre Moisés, que aquéllos recogieron y sistematizaron, ya incluirían aquella relación de benevolencia, de promesa y de respuesta que es la sustancia de la alianza. Esta categoría proviene de costumbres sociales de los antiguos pueblos del Oriente y se refiere a los pactos o compromisos de ayuda y protección que se establecían entre familias y pueblos, y que eran sancionados y avalados por medio de unos ritos religiosos determinados. Eran pactos que podían darse entre partes iguales, con los mismos derechos y obligaciones para ambas partes, pero también entre partes desiguales, cuando el más poderoso ofrecía protección al más débil a cambio de unos determinados servicios o tributos de éste, a manera de vasallaje.

La alianza de Yahvé con Israel se parecería más bien a las de este último tipo. Procedía de la gratuita iniciativa de Dios, sin que el hombre tome la iniciativa en ningún momento. Por eso los textos dicen casi siempre que Yahvé hace una alianza con los hombres (Gen 9,9; 15,18; Ex 24,5-8; 34,10, etc.). Nunca se dice que los hombres hagan alianza con Yahvé. Aunque la alianza comporta el cumplimiento de determinadas prescripciones morales o cultuales, nunca se insinúa siquiera que este cumplimiento dé un derecho ante Dios, a nivel de verdadera igualdad. El pensamiento deuteronómico reaccionará fuertemente contra la perversión que tendía a introducirse con la sobrevaloración de las prácticas legalistas, como si con éstas se adquiriesen derechos ante Dios. La alianza es absolutamente pura gracia de Yahvé, no consecuencia de los méritos o de la grandeza de Israel. (De esta forma, el Antiguo Testamento anticipa ya la reacción de Jesús contra semejante perversión del legalismo farisaico y preanuncia ya la tesis paulina de la salvación por la fe-confianza en Dios, y no por los méritos de los hombres). Las relaciones de los hombres con Dios se mueven en una dialéctica entre la absoluta gratuidad de su amor y la acogida responsable de este don con el cumplimiento de los mandamientos divinos.

«No porque seáis el más numeroso de todos los pueblos se ha ligado Yahvé a vosotros y os ha elegido, pues sois el menos numeroso de todos los pueblos; sino por el amor que Yahvé os tiene y por guardar el juramento hecho a vuestros padres... Yahvé tu Dios es el Dios verdadero, el Dios fiel que guarda la alianza y el amor por mil generaciones a los que le aman y guardan sus mandamientos... Por haber escuchado estas normas, por haberlas guardado y practicado, Yahvé tu Dios te mantendrá la alianza y el amor que bajo juramento prometió a tus padres...» (/Dt/07/07-12).

Desde esta perspectiva de gratuidad, es patente que la alianza no puede quedar reducida al marco de una «religión nacional» del pueblo hebreo. Aparte del hecho de que antes de la monarquía resulta impropio hablar de Israel como de una nación, y después son más bien dos los estados nacionales que comparten un mismo sentimiento religioso, podemos constatar que, al principio, la alianza no comportaba pertenencia a una etnia o agrupación política, ni implicaba separación o exclusión de extraños. Después de la salida de Egipto entraron en la alianza nuevos elementos, como nos lo recuerda el libro de Josué (cap. 24), y sin duda más adelante entraron bajo la protección de Yahvé otros grupos o personas de orígenes diversos. Y aunque se mantenía la ficción de que el pueblo de la alianza era el pueblo de los hijos de Abraham, la pertenencia no dependía de la descendencia natural o de vínculos étnicos, sino de la disposición a acoger la oferta del Señor de la alianza. Esto ya no será así en un futuro, cuando el judaísmo se cierre sobre sí y se enorgullezca de ser la descendencia de Abraham. Pero el pueblo que nace de la alianza no nace «de la carne y la sangre» por ley natural, sino que es una creación gratuita de Dios, como «comunidad de espíritu», que preanuncia ya la nueva comunidad del «Reino de Dios» abierto a la universalidad. Es la gratuita elección divina la que hace al pueblo, no el pueblo el que escoge a su Dios:

«Si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra» (Ex 19,5; cfr. Deut 7,6; 26,19).

...............

1. Cf. G. VON RAD, Teología del Antiguo Testamento 1, Salamanca 1972, pp. 168ss.

2. El judaísmo tradicional insistía en el pathos o compasión de Dios como categoría religiosa singular y fundamental de la fe hebrea: A. NEHER, La esencia del profetismo, Salamanca 1975, p. 87; A.J. HESCHEL, Los Profetas II, Buenos Aires 1973. Los que, con resabios deístas, se aferran a la idea de un Dios impersonal y abstracto, pensando que hablar de un Dios «personal» implica una atribución abusiva a Dios de categorías humanas, podrían recoger las siguientes observaciones de E. BRUNNER (Dogmatique Il. Ginebra 1975, pp. 155ss.): la dificultad no está tanto en afinmar la «personalidad» de Dios cuanto la del hombre. Porque Dios es «sujeto puro», incondicionado, que dispone plenamente de sí mismo; en este sentido, es plenamente «persona», y nunca es meramente «objeto». El hombre, en cambio, sólo dispone de sí mismo con muchas limitaciones, y por eso sólo en un sentido limitado es «persona», siendo a menudo más «objeto» que propiamente «sujeto».

3. He desarrollado más estas ideas en mi trabajo «El ídolo y la voz», publicado en la obra colectiva La justicia que brota de la fe, Santander 1982, pp. 63-127.

4. J.M. ROVIRA I BELLOSO, Estudis per a un tractat de Déu, Barcelona 1974, pp. 54-55. Sobre el sentido del nombre de Yahvé revelado a Moisés en la visión de la zarza ardiendo, puede verse: J.C. MURRAY, El problema de Dios, Barcelona 1967, pp. 15ss.

5. V. COSMAO, Transformar el mundo, Santander 1981, p. 152.

6. J. MOLTMANN, Teología de la esperanza, Salamanca 1969, p. 103, hace notar lo siguiente: «El Dios de la Biblia se revela en el acto de prometer un futuro nuevo -diferente- al hombre, creando así la esperanza de algo nuevo. De esta forma, el hombre se siente liberado de sus límites, que le imponen las estructuras existentes en el mundo... El futuro no está circunscrito sólo al desarrollo de las posibilidades del presente, sino que surge como lo que es posible para el Dios de la promesa». Y un autor tan poco religioso como André GIDE parecía tener una intuición de algo semejante. En su Journal, 30.1.1916, (ed. La Pléiade, p. 103), anota: «Si tuviera que formular un Credo, yo diría: Dios no está detrás de nosotros; va por delante. No está en el comienzo, sino que hemos de buscarlo en el final de la evolución de los seres. Es el fin, no el principio. Es el punto supremo y último al que tienden la naturaleza y el tiempo. Y, puesto que el tiempo no existe en sí mismo, es indiferente que la evolución que él corona venga antes o después, o que él la determine por atracción o por propulsión». No sé si Gide llegaba a tener una idea adecuada de la trascendencia divina; por lo menos acertaba a ver que Dios no puede ser tan sólo principio y causa primera: ha de ser también término y consumación última de sentido, garante de todo futuro.

7. J B. METZ. La fe, en la historia y en la sociedad, Madrid 1981, p. 66.

8. G. AUZOU, De la servidumbre al servicio, Madrid 1966, p. 120.

JOSEP VIVES
SI OYERAIS SU VOZ
EXPLORACION CRISTIANA DEL MISTERIO DE DIOS
Sal Terra. Col. Presencia Teológica, 48 SANTANDER 1988, págs. 49-61