EXPLORACIÓN CRISTIANA DEL MISTERIO DE DIOS

JOSEP VIVES, S.J.

Hablar de Dios

«Es peligroso hablar de Dios», decían ya los antiguos. No sólo porque todo concepto y toda palabra humana son radicalmente inadecuados e ineptos para expresar la realidad divina, sino porque en todo hablar de Dios hay como una especie de osadía impúdica. «Dios está presente: calle todo en nosotros», dice un viejo himno protestante. Cuando uno habla de Dios, si lo pensara bien, quizá se reconocería en una situación incómoda, semejante a la de aquel que, en un grupo de personas, se pone a hablar de alguien a quien cree ausente, y de repente lo descubre allí, ante sus ojos. Este pensamiento sería capaz de paralizar a todo aficionado a hacer disquisiciones teológicas. Sólo en presencia de Dios podemos hablar de Dios: únicamente por su gracia, reconociendo que todo hablar nuestro sobre El sólo puede ser un don suyo. Alguien dijo que no se puede hablar de Dios, que sólo se puede hablar a Dios. Todo hablar humano referido a Dios habría de empezar y acabar en un reconocimiento de Dios, en un reconocimiento de la propia implicación en Dios y de la propia dependencia de El. Porque Dios, o es el que está presente en el fondo de todo y de todos, como principio que posibilita el ser de todo, o no es Dios. En definitiva, no puede haber habla de Dios que no esté empapada de oración y de adoración. Un gran creyente, Charles de ·Foucauld-C, dejó escrito: «Desde el momento en que comprendí quién era Dios, comprendí que ya sólo podía vivir para El». La única actitud digna del hombre ante Dios es, como decía el mismo Foucauld, la de «exhalarnos en pura pérdida de nosotros mismos».

Por eso es tan peligroso hablar seriamente de Dios. Es afrontar una realidad que no puede permanecer «neutra», que no nos puede dejar impasibles. O le reconocemos como Alguien que determina radicalmente toda nuestra existencia y toda la existencia de todo lo que nos rodea, o no hemos llegado a reconocer a Dios como realmente Dios. Ya sé que hay gente que no habla de Dios así. Existe toda una multitud de los que hablan y escriben sobre la fenomenología de la religión, sobre la historia de la religión, la sociología de la religión, y todos aquellos teólogos que parecen hablar de Dios como de un puro objeto de «ciencia», que apenas les afecta personalmente. De ellos decía el gran Cardenal J.H. ·Newman-CARDENAL: «me maravilla que los teólogos no sean santos y que los santos no sean teólogos». Los mejores teólogos de la gran tradición cristiana no eran así, ni tampoco los grandes pensadores religiosos de otras tradiciones: un San Agustín, un San Anselmo, un San Bernardo y hasta un Santo Tomás, tan aristotélico y tan aparentemente racionalista, empapaban su reflexión en oración y vivencia, y por eso, de una manera connatural, su teología se expresaba en «soliloquios» o «confesiones», inflamados de fe y de esperanza, o se entremezclaba con multitud de peticiones y jaculatorias admirativas. (...).

ENTENDER/A:Para decirlo claramente, pienso que sólo el creyente puede hablar de Dios. El no-creyente sólo puede hablar del no-Dios: puede decir que aquello que los creyentes llaman Dios no lo es realmente, sino que es sólo un «fenómeno» quizá interesantísimo de orden psicológico, social, cultural o quién sabe qué. «Conocemos a Dios en la medida en que le prestamos obediencia», decía -Calvino (Inst. 6,2), endureciendo un viejo principio agustiniano: «Nihil intelligitur nisi diligitur»: sólo se comprende lo que se ama.

No acaricio ningún tipo de fideísmo, ni aunque se le califique de existencial. Quiero decir que no se puede creer en Dios «porque sí», por una opción arbitraria, caprichosa, infundada, tomada con conciencia de que igualmente podría uno tomar la opción contraria. Creer «porque sí» es, en definitiva, creer en la propia fe, y esto ya no es creer en Dios: es creer en sí mismo.

(Págs. 13-15)

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CIENCIA/FE

Dios se presenta como don, como gracia, como hallazgo. Puede ocurrir algo parecido a lo que pasa cuando alguien busca con afán algo que cree haber extraviado: rebusca en rincones inverosímiles, y de golpe descubre que lo tenía delante de sus ojos y no había caído en la cuenta de ello. Encuentran a Dios los que se disponen a buscarlo y a reconocerlo donde está y como es.

Difícilmente encontrarán a Dios los que intentan «probarlo» -que puede ser una especie de aquel pecado de «tentar a Dios»- con una argumentación estrictamente deductiva, como si Dios pudiese «deducirse» de lo que no es Dios; o con una argumentación inductiva, como si Dios fuese un objeto o una causa más -aunque fuese la última- en una sucesión de objetos y causas.

Estará en disposición de encontrar a Dios, de reconocer a Dios, el que llegue a tomar conciencia de que su vida es gracia, don gratuito, en la precariedad, en la no autosuficiencia de su propia existencia y de la de las cosas que le rodean, constatando que nada tiene razón de existir por sí mismo, que todo podría dejar de existir, transformarse o ser de otra manera. Es la constatación vivencial, experimental, de que todo lo que es podría muy bien no ser o ser de otra manera. Esto puede llevar a un sentimiento de interrogación expectante, tal vez de admiración, quizás hasta de angustia: y todo esto, ¿por qué?, ¿para qué?, ¿qué sentido puede tener?, ¿qué valor? Y yo, ¿quién soy, qué hago en medio de todo esto?

Las ciencias positivas sólo dan respuestas parciales: relacionan unos fenómenos con otros y establecen complicadas cadenas de causas y efectos entre los «hechos» experimentables. Pero las ciencias ya no saben decir por qué existe la totalidad de estos hechos ligados con aquella red de relaciones causales, ni qué valor o sentido último pueden tener. El filósofo L. Wittgenstein, un hombre en verdad positivista, que valoraba como pocos la ciencia como conocimiento riguroso y sistemático de los hechos y datos de nuestra experiencia, escribía en sus Diarios: «Creer en Dios significa que no todo puede reducirse a los hechos de este mundo», es decir, del mundo de la experiencia inmediata (Schriften I,167). La ciencia explica hechos, pero deja sin explicar el por qué, el sentido y el valor del conjunto de estos hechos. El P. Karl Rahner presenta así nuestra situación ante la realidad:

«El hombre, en su profundidad más honda, de lo que tiene una conciencia más clara es del hecho de que todo su saber (quiero decir: lo que él llama así en su vida cotidiana) no es más que una pequeña isla perdida en el océano infinito de lo que queda por explorar: una isla flotante, que nos es quizá más familiar que aquel océano, pero que en definitiva sabemos que está sustentada por él y que sólo así nos sustenta. Por tanto, la pregunta existencial que se presenta al que conoce, es si puede preferir la pequeña isla de lo que él llama saber al mar del Misterio infinito» (1).

Lo que llamamos ciencia, con todo su valor y con toda su utilidad para resolver los mil problemas de nuestra vida práctica, puede ser sólo como una cortina de humo que oculta nuestra radical impotencia para existir, nuestra radical ignorancia del último hondón de todo, o como un juego de evasión con el que nos entretenemos para no plantearnos aquellas preguntas, por miedo a que nos desconcierten o nos angustien. Pero sólo el que tiene la osadía de plantearse aquellas preguntas radicales sobre el ser y el sentido de la globalidad de todo lo que es, sólo el que se mantiene en la exigencia y hasta en la obstinación de no contentarse con ninguna explicación que sea solamente parcial o provisional, rinde realmente honor a lo que es el hombre. Dejar de lado aquellas preguntas es hacer como el avestruz, es autorreducirse a la condición animal, vivir únicamente de lo inmediato. «Hoy ya no se puede decir sin más que existe el hombre allí donde hay un ser viviente de nuestra tierra que camina en posición erecta, sabe hacer fuego y trabaja la piedra para hacerse un pico. Podemos decir que sólo hay un hombre allí donde este ser viviente llega a situarse ante sí mismo y reduce a pregunta -pensando con palabra y libertad- la totalidad del mundo y de la existencia, aunque permanezca mudo y azorado ante esta pregunta única y total» (2).

Sí: ante la pregunta por el sentido total, el hombre puede quedar azorado y como descentrado, pero no puede escabullirse del intento de buscar una respuesta. En realidad le quedan únicamente tres posibles caminos: o contestar «no lo sé» e intentar ir viviendo como pueda en su ignorancia confesada (agnosticismo); o afirmar que en el fondo nada tiene sentido ni valor, que todo es puro azar y, en definitiva, un absurdo (nihilismo); o afirmar que todo ha de tener un sentido último, un fundamento y una razón de ser: que ha de haber un principio de explicación última o primera de todo -depende desde dónde se mire-, un principio que lo explica todo sin que él se haya de explicar por nada, que a la vez es la necesidad y la gratuidad primeras, la gracia inicial, el dato fundamental y único del que todo se deriva.

Ante estos caminos sí que uno ha de hacer una opción estrictamente personal, aunque no gratuita y arbitraria. Habrá quien crea que no puede salirse de aquel camino oscuro de la confesada ignorancia. Habrá quien crea que puede ir más adelante y afirmar el absurdo total de todo: se podría preguntar, entonces, desde dónde se afirma el absurdo y si no será igualmente absurda la misma afirmación de aquel absurdo total. Finalmente, habrá quien crea que lo más razonable es admitir un Principio primero de comunicación de ser y de sentido: principio que no es directamente conocido ni experimentado como tal, pero que ha de ser postulado, exigido, afirmado, para que no quede todo absolutamente ininteligible. A este principio los hombres le dan un nombre que, de momento, quizás sólo es una especie de cifra o denotación cómoda -demasiado cómoda- para referirnos a aquello que realmente hemos de decir que no conocemos: lo llaman «Dios». Permitid que reproduzca el razonamiento de esta opción tal como lo hacía un gran creyente de nuestro tiempo y de nuestro país:

La aceptación de una causa y de un origen misterioso resulta para mí más razonable y me satisface más que la admisión de una misteriosa ausencia de causa y de origen, o que la afirmación -igualmente misteriosa- de una necesaria e insuperable ignorancia de cualquier causa y de cualquier origen... Viene a ser lo que afirmaba mi inolvidable amigo E. Mounier: "El Absurdo es absurdo" Para decirlo con palabras de otro gran amigo, J.M. Capdevila, me siento inclinado a preferir los Misterios de Luz a los Misterios de Tinieblas. Es, por tanto, la Razón misma, y no la Fe sola, la que, puesto a decidir sobre el fundamento de la Realidad, me decide a admitir una misteriosa pero positiva Existencia Absoluta, y a huir de la admisión de un vacío caótico que sería, al menos, igualmente misterioso» (3).

Una opción amorosa y razonable

En definitiva, todo parece venir a parar aquí: decidir si se puede preferir a un Misterio de Luz un Misterio de Tinieblas. Porque Dios ciertamente es postulado como desconocido, como inexplicable, como misterio: pero es un Misterio de Luz. La alternativa no elimina el misterio: sólo postula el misterio del Absurdo con mayúscula: un Misterio de tinieblas. Intentando llegar al fondo de lo que puede hacer que el hombre tome una u otra actitud, me parece que podríamos decir que todo depende de la capacidad de amar: de amarse a uno mismo, de amar el mundo, de amar la inteligencia, de amar la realidad, toda realidad. Y con esto vuelvo al principio agustiniano: «Sólo se comprende lo que se ama». Haciendo una especie de paráfrasis de San Juan, diría que, «si no amamos el mundo que vemos, ¿cómo podremos amar a Dios, a quien no vemos?» (cf. Jn 4,20). Creer en Dios significa amar tanto la realidad del mundo que no se la pueda declarar inconsistente o absurda. Significa amar tanto la propia inteligencia y la inteligibilidad parcial de lo que ella va descubriendo en las cosas de este mundo, que no se pueda aceptar que el fin de todo sea solamente como un castillo de fuegos artificiales que se desvanece en la oscuridad. Significa amar tanto la verdad que no se pueda admitir que sea solamente un juego de apariencias montado sobre la nada. Significa amarse tanto a uno mismo que uno no pueda resignarse a ser una partícula fortuita de un no se sabe qué, sin sentido ni valor.

Es incomprensible que se haya dicho que la afirmación de Dios implica la negación del mundo y del hombre. Al contrario, es la única manera de poder afirmarlos y amarlos. Creer es tener el atrevimiento de amarse y de estimar toda realidad hasta el fondo, aunque uno vea su propia realidad tan endeble y tan precaria, y las otras realidades tan esmirriadas y vulnerables. Sólo el que mantiene su inteligencia y su corazón abiertos al infinito que reclaman, llegará a afirmar el Infinito. La referencia a la conocida frase de San Agustín se hace inevitable: «Señor, nos has hecho para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti» (4). El hombre que se entrega al dinamismo que bulle dentro de sí «no se llena con menos que infinito», decía San Juan de la Cruz. Y si quiere matar aquel dinamismo, deja de ser hombre.

D/TRASCENDENCIA: Y no se diga que quizá todo es sólo una «gran ilusión», la proyección ilusoria al infinito de deseos y sueños que nunca se cumplirán. Ciertamente, todos habremos vivido muchas ilusiones religiosas, y todos habremos intentado construirnos imágenes de Dios que respondan a nuestros deseos y a nuestros sueños más o menos conscientes o inconscientes. Pero el creyente, cuando ha hallado a Dios verdaderamente, sabe que ha encontrado al que es anterior a sí y a todos sus sueños, y que le ha de reconocer como tal entregándose a El totalmente, incondicionalmente. Dios entonces se impone como alguien que sobrepasa y anonada todas nuestras posibles expectativas sobre él. Dios se nos impone, entonces, no ya como aquello que nosotros necesitábamos, deseábamos o imaginábamos, sino como alguien que en su soberanía primera y absoluta se revela como una crítica demoledora de todo nuestro ser y hacer inauténticos y de todos nuestros deseos pueriles, interpelándonos y obligándonos a salir de nosotros mismos, para que seamos y deseemos aquello que por nosotros mismos nunca habríamos sido o deseado. El verdadero creyente, cuando llega a reconocer a Dios, reconoce que no le puede constituir o configurar a partir del propio «yo», sino que es al revés: es Dios quien constituye libre y soberanamente el «yo», que desde aquel momento ya sólo puede ser vivido y pensado como una realidad surgida de Dios. M. Clavel lo decía con su característica fuerza y desenvoltura:

«He aquí lo esencial: nadie puede demostrar a Dios, pero todos y cada uno estamos ligados a El. Si El no existe, yo tampoco. Si yo existo, no puedo hacer otra cosa que atribuirle mi ser. Puedo optar lo que quiera: ser o no ser. Ser gracias a El; sin El, no ser... La realidad o la nada. En términos de vida concreta y consecuente, la fe o el suicidio...» (5). ....................

1. K. RAHNER, Curso Fundamental sobre la fe. Barcelona 1979, p. 40.

2. Ibid, p. 70.

3. M. SERRAHIMA, El fet de creure, Barcelona 1967, p. 27.

4. SAN AGUSTÍN, Confesiones, I,1.

5. M. CLAVEL, Ce que je crois, París 1975, p. 148.

(Págs. 16-20)

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Un Dios de personas, no de cosas

Intentamos identificar a Dios según la tradición cristiana. Todos sabemos que esta tradición tiene unas raíces muy hondas, que llegan hasta la experiencia religiosa de unas tribus seminómadas que, en los oscuros tiempos de la prehistoria, pastoreaban sus rebaños por las tierras que hoy conocemos como el Oriente Medio. Tendremos que hacer al menos una breve incursión -demasiado breve- por aquella experiencia religiosa de los antepasados del pueblo judío para buscar los elementos que en cierto modo comienzan a configurar una imagen de Dios que se irá desarrollando hasta la concepción cristiana de Dios.

Notas previas:

cómo se habla de Dios en el Antiguo Testamento  

En el Antiguo Testamento se habla siempre de Dios de una manera concreta: Dios actúa siempre en una situación determinada; nunca se le ve como a distancia, como un objeto de conocimiento; el hombre siempre se siente íntimamente ligado a El, y Dios aparece en la vida real del pueblo y de las personas. Por eso no se intenta explicar quién es Dios en sí mismo, sino lo que se revela de El en los acontecimientos de la historia concreta.

RV-PROGRESIVA:Hoy diríamos que la Biblia utiliza un lenguaje existencial de Dios. Esto quiere decir que las expresiones referidas a Dios tienen un sentido determinado y concreto y han de ser comprendidas e interpretadas teniendo en cuenta la situación que las originó. La búsqueda de formulaciones absolutas, perennes y definitivas viene de la obsesión sistemática de la tradición idealista occidental. Los autores del Antiguo Testamento no temían esta especie de preocupación, e intuían que no se puede propiamente expresar la realidad de Dios de esta forma «dogmática», acabada y conceptualmente cerrada. Cada uno de los pasajes del Antiguo Testamento puede parecer que sólo ilumina alguno o algunos aspectos de la inagotable riqueza de Dios en su relación con los hombres. Poco a poco, en un lento proceso de yuxtaposición, comparación, profundización y corrección de los diversos datos y elementos que se van ofreciendo, va surgiendo como una imagen relativamente completa, que -a partir de un cierto momento- aparece como extraordinariamente rica, coherente y muy proporcionada. El Antiguo Testamento nos hace asistir al desarrollo gradual de la conciencia de Dios en su pueblo escogido: un desarrollo en ocasiones tortuoso, con momentos de luminosa expansión y otros de aparente atrofia. Se encontrarán representaciones que, si se tomasen aisladamente, se habrían de declarar unilaterales, parciales e incompletas, pero que tienen valor cuando se complementan con otras del conjunto. La conciencia de Dios en un momento o situación determinados puede parcializar, anticipar o sobrepasar la conciencia de Dios en el conjunto o en un momento subsiguiente. Vale la pena notar esto, porque es también lo que puede suceder cuando se toma conciencia de Dios por parte de cada uno de los creyentes: Dios se nos va manifestando como parcialmente y en formas más o menos inadecuadas en diferentes momentos o situaciones de la vida personal o comunitaria. Si perseveramos en buscarlo con fidelidad y limpieza de corazón, iremos descubriendo cada vez más su verdadero rostro a través de estas pinceladas parciales. Y no es que El no persista en dársenos a conocer, sino que nuestros ojos, acostumbrados al claroscuro de las realidades mundanas, nos parpadean cuando nos encontramos con la espléndida claridad divina (1).

Las tradiciones más antiguas de Israel

BI/QUÉ-ES:Las tradiciones religiosas de Israel se encuentran recogidas en la Biblia, que es un conjunto de libros escritos por diversos autores de diferentes épocas, los cuales iban recogiendo y elaborando recuerdos antiquísimos para mantener viva la fe de su pueblo, expresándola y adaptándola según las posibilidades y situaciones de sus diversos momentos históricos. El hecho de que la Biblia, tal como hoy la leemos, empiece con unos relatos sobre la creación del mundo y del hombre, no nos ha de llevar a creer que la idea de Dios creador y ordenador del universo fuese la idea primaria y central de Dios entre los primeros israelitas. Estos relatos iniciales fueron compuestos y añadidos en época tardía y son producto de una elaboración posterior de muchas tradiciones de muchos pueblos orientales (2).

La idea más primaria y central de Dios entre las primeras tribus israelitas no es la de un Dios creador, principio cósmico o motor del universo, ni menos aún la de un abstracto ser supremo, sino la de un ser personal que mueve la historia de los hombres, que tiene un designio sobre los acontecimientos de los hombres y de los pueblos. Designio que El les hace sentir y conocer mediante diversos signos y en los mismos acontecimientos, no de manera que anule la responsabilidad humana, pero sí interpelándola, guiándola, corrigiendo, perdonando, prometiendo o castigando.

El Dios de los Patriarcas D/NOMBRES

El pueblo de Israel, ya constituido como tal, identificará a su Dios con el nombre de Yahvé, vinculado a la gesta de la liberación de la esclavitud de Egipto y a la «alianza» entre Dios y el pueblo. Pero las tradiciones más antiguas referidas a la época patriarcal anterior a aquella gesta recordaban que los patriarcas habían adorado a Dios bajo el nombre genérico semita «El» (de la misma raíz que el islámico «Alá») con alguna calificación o atributo determinante. Así encontramos en la Biblia «El-Olam», que parece que significa «Dios eterno» o «permanente» (Gen 21,33); «El-Shadday», que significaría «Dios excelso» o «Dios de las montañas» (Gen 17,1; 28,3; 49,25); «El-Elyon», «Dios altísimo» (Gen 14,18; Num 24,16); «El-Roí», «Dios de la visión» o «de la aparición», o quizá «Dios me ve» (Gen 16,13). En la época en que las tradiciones patriarcales fueron recogidas y fijadas, estas denominaciones sonaban ya arcaicas. La manera más habitual y significativa de hacer referencia al Dios de esta época es la que habla del «Dios de los Padres», en esta forma genérica, o con la mención singular de cada uno de los «Padres» o Patriarcas: Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob. Veámoslo en algunos casos:

En Gen 26,24, Dios se aparece a Isaac y le dice: «Yo soy el Dios de tu padre Abraham. No temas». En Gen 28,13, en el sueño de la escala de Jacob, éste oye que D¿os le dice: «Yo soy Yahvé, el Dios de tu padre Abraham y el Dios de Isaac». Al llegar la separación entre Jacob y Labán, Jacob exclama: «el Dios de mi padre ha estado conmigo» (Gen 31,5). Labán replica más adelante: «El Dios de tu padre me dijo ayer noche: Guárdate de hablar a Jacob absolutamente nada, ni bueno ni malo» (Gen 31,29). Finalmente, Jacob dice a Labán: «Si el Dios de mi padre, el Dios de Abraham y el Padrino de Isaac, no hubiese estado por mí, a fe que ahora me despacharas de vacío» (Gen 31,42). Cuando Esaú se dirige contra Jacob, éste ora a Dios diciendo: «Dios de mi padre Isaac...» Encontraríamos aún otras expresiones análogas. Finalmente, recogiendo este aspecto de la religión patriarcal, el narrador de la gran teofanía de la zarza ardiendo, que inaugura la gesta de la liberación de Egipto, pone en boca de Dios unas palabras que quieren remarcar la identidad del Yahvé liberador con el antiguo Dios de los patriarcas: «Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob» (Ex 3,6).

Dioses de la naturaleza y dios personal

Los estudiosos han visto en esta manera de referirse a Dios un rasgo muy peculiar de la primitiva religión israelita, en contraposición a las concepciones religiosas de los pueblos vecinos. Los dioses de los pueblos del Oriente Próximo, Mesopotamia o Egipto, eran dioses de la naturaleza: estaban relacionados con las fuerzas de la naturaleza, los fenómenos atmosféricos, los cuerpos celestes (religiones astrales), el ciclo anual, la fertilidad de la tierra, de los animales y de los hombres, los ríos y las riadas, etc. Al mismo tiempo eran dioses locales, ligados a un lugar, a un santuario, a una piedra, a un árbol, a un lugar elevado. Los dioses de la naturaleza suponen una religiosidad de tipo cultual y mágico. Mediante un sistema ritual de sacrificios y de prácticas religiosas, los hombres intentan que los fenómenos y las fuerzas de la naturaleza, que aquellos dioses representan, les sean favorables. La localización de los dioses lleva a la concretización y multiplicación de las divinidades. Cada lugar, cada núcleo de población o cada montículo, valle o río tiene su propio dios protector concreto, que requiere una forma de culto adecuada a la tradición del lugar, según la experiencia de los antepasados.

En contraste con estas formas de religiosidad, la religión de los antepasados de Israel aparece como una religión personal. Tal vez porque su condición de seminómadas les impedía el desarrollo de cultos fijos en lugares determinados, lo cierto es que los israelitas adoraban a un Dios personal, a un Dios de personas más que a un Dios de cosas, cuya característica principal era su relación protectora constante con el grupo humano -representado por el patriarca en jefe- y con sus destinos históricos. «Era una religión que daba una importancia especial a las relaciones entre Dios y los hombres, mejor dicho, entre Dios -no ligado rígidamente a un lugar- y una comunidad humana. Por lo que era particularmente capaz de adaptarse con flexibilidad a los cambios de situación de sus adoradores» (3).

En esta forma de religiosidad podemos descubrir, aunque sólo sea germinalmente, algunas de las características futuras del yahvismo: encontramos un Dios plenamente trascendente, que en absoluto se puede identificar con la naturaleza y con sus fuerzas o su dinamismo. Dios no es parte del mundo, sino que está por encima del mundo y de los hombres, y guía sus destinos.

Este Dios, desde su trascendencia, es una presencia cercana y casi familiar a los hombres. Si su grandeza y soberanía inspiran respeto y reverencia, su omnipresencia benévola y protectora inspira confianza y ayuda a los hombres a luchar y a superarse en las diversas vicisitudes de su existencia sobre la tierra. No se trata de una presencia abrumadora -como podía ser la de la Moira, o destino, entre los griegos-, sino de una presencia estimuladora y responsabilizadora.

En este sentido, el «Dios de los Patriarcas» no es un rival del hombre, que se le impone despóticamente, sustituyéndolo o anulándolo. Al contrario, Dios es el protector gratuito y benévolo del hombre, respetuoso de su responsabilidad. Es un Dios que se relaciona con los hombres no en términos de imposición, sino en términos de oferta gratuita, que el hombre debe acoger libremente.

Dios de la promesa y de la fe PROMESA/AT 

Esta relación es la que toma figura en el esquema de la promesa, tan central en las narraciones patriarcales. La promesa es una oferta libre y gratuita de Dios, a la que el hombre debe corresponder con fe-confianza de que se cumplirá, pese a las posibles situaciones adversas, siempre que en medio de ellas el hombre persevere en fidelidad a Dios. La iniciativa del bien y de la felicidad del hombre es absolutamente de Dios. Pero el hombre ha de acoger responsablemente esta iniciativa y realizarla a través de las múltiples situaciones concretas, que se irán presentando como signos de la voluntad benévola de Dios. El hombre no se ha de ganar a Dios por méritos morales, y menos aún con sacrificios y actos de culto. San Pablo lo explicará perfectamente: Abraham es rehabilitado no por sus obras, sino por su fe, por haberse fiado plenamente de Dios y de su promesa.

Así, la religión patriarcal casi no tiene elementos cultuales fijos y establecidos. Tiene simplemente los mínimos para expresar aquella fe-confianza y mantener viva la esperanza en las promesas de Dios. No hay templos, ni lugares de culto, ni altares localizados, ni sacerdocio especializado. El cabeza de familia ofrece un sacrificio de lo mejor de su ganado, en un altar improvisado hecho de tierra o de piedras no trabajadas, simplemente las que ha encontrado allí. La oración parece sobre todo espontánea y poco ritualizada, y nada aparece de los complicados rituales mágicos propios de las religiones de la naturaleza. Si hallamos referencias a ciertos lugares o cosas que tienen un particular significado religioso, éste no es debido a que sean lugares y cosas sagradas en sí, sino a una relación que tienen con alguna experiencia personal de la divinidad por parte de alguno de los patriarcas. Así, la encina de Moré (Gen 12,6); Betel, el lugar donde Abraham había invocado a Dios (Gen 13,4) y el lugar donde en sueños se le confirma la promesa a Jacob, «casa de Dios y puerta del cielo» (Gen 28,17-22); Penuel, «rostro de Dios», donde Jacob luchó con Dios cara a cara (Gen 32,31), etc.

Un Dios gratuitamente benévolo

Así se revela una diferencia fundamental entre el Dios de los Patriarcas y los dioses de las religiones naturales. A los dioses de Mesopotamia o Egipto se les consideraba como dioses posiblemente hostiles o celosos de la felicidad de los hombres, o envidiosos de sus bienes. Los hombres habían de ganarse el favor de los dioses con sacrificios y actos de culto. Era una religión basada en una especie de intercambio o transacción interesada, cuasi comercial: los dioses hacían sus demandas a los hombres y, en cuanto éstos las cumplían, les concedían sus favores. Este esquema de relación es muy frecuente en muchas formas religiosas y, por desgracia, se puede encontrar aún hoy en formas más o menos burdas o pervertidas de pseudocristianismo. Se proyecta a nuestra relación con los dioses el sistema de relaciones interesadas y de intercambios mercantiles que vigen habitualmente entre los hombres. Los poderosos otorgan sus beneficios a cambio de dones y de sumisión y vasallaje. Los hombres, que viven del dominio de unos sobre otros y del interés egoísta, son incapaces de concebir un Dios movido por pura gratuidad, por pura benevolencia y con un amor desinteresado. Y es precisamente un Dios así, ya desde un comienzo, desde la historia de Abraham, el rasgo más característico de la religión de Israel, el que marcará definitivamente toda la evolución religiosa de la tradición judeo-cristiana y que culminará, al final de la revelación, con la afirmación explícita de que «Dios es amor». Según la teogonía babilónica del Enuma Elish, los hombres habían sido creados solamente para ofrecer sus dones a los dioses, de modo que los dioses pudiesen vivir en la abundancia y en comodidad. Las peticiones de los dioses eran arbitrarias y caprichosas, y los hombres vivían siempre en la incertidumbre y en la angustia de no haber complacido quizá a los dioses. De manera parecida, los egipcios tenían unos dioses impositivos, lejanos e inasequibles -cosa que se refleja en la arquitectura e imaginería imponente de sus templos-, que requerían la sumisión y la resignación total de sus adoradores. Ni la angustia ni la resignación forman parte de la religión de Israel, porque su Dios es un Dios soberano y poderoso, pero a la vez cercano y benévolo, que no necesita a los hombres para nada, excepto para concederles gratuitamente su protección. Los hebreos encuentran en el servicio de su Dios su libertad y el sentido de su vida, porque es un Dios que interpela al hombre a realizarse, no por interés o necesidad del propio Dios, sino por el bien del hombre. No es un servicio esclavizante, sino estimulador, basado no en el servilismo, sino en la comunión. El hombre puede fallar en su responsabilidad y fidelidad a Dios, que es a la vez responsabilidad y fidelidad a sí mismo.

Pero eso nunca le alejará definitivamente de Dios. Por eso la concepción israelita de la vida humana y de la historia es, en el fondo, optimista. Por encima de las vicisitudes históricas y más fuerte que todas ellas, está la benevolencia gratuita, y por ello incondicionada, de quien quería ser Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob y de toda su descendencia.

Un Dios que habla

Este Dios personal, capaz de establecer una verdadera relación «yo-tú» con los hombres, tiene casi como única característica y único atributo la palabra. Es un Dios que habla, y casi sólo le encontramos hablando. Este hecho nos permite entender la peculiar naturaleza de los antropomorfismos bíblicos: Dios es presentado como una persona humana que piensa, habla, ama, se enoja y hasta parece arrepentirse de lo que ha hecho, o padece por lo que los hombres hagan o dejen de hacer. Es decir, se atribuyen a Dios todas aquellas cualidades necesarias para poder presentarlo como un verdadero interlocutor personal con los hombres. Pero, en el fondo, este cuadro antropomórfico es sumamente sobrio, en comparación con lo que ocurre en casi todas las mitologías primitivas. Podríamos decir que el Dios de los Patriarcas tiene los atributos espirituales y personales que permiten la relación entre personas; en cambio, no tiene propiedades no estrictamente personales-relacionales, como sería la forma o figura corporal, necesidades puramente biológicas (comida, vestido, vivienda, medios de locomoción, relaciones sexuales), ocupaciones físicas (cazar, pelear, banquetear), al modo de los dioses de las mitologías orientales.

Esto se puede interpretar como una manera muy apta e intuitivamente comprensible, de expresar una verdadera inmanencia divina (Dios se comunica personalmente), pero desde una transcendencia muy marcada (Dios no se comunica con los condicionamientos y limitaciones propios de la corporeidad humana). Este Dios, que es casi solamente Palabra interpelante, sólo es conocido en la relación interpersonal, en la respuesta que exige y en la obediencia a su interpelación, en la fe en su protección y en sus promesas. No es conocido con alguna forma de conocimiento objetual (en imágenes y objetos cúlticos), ni menos aún con un conocimiento de tipo discursivo (en forma de conceptos o ideas teológicas). Como consecuencia, la relación con este Dios personal se estructura básicamente sobre el modelo de relación auditiva, más que sobre un modelo de relación visual o imaginativa. Aunque se hable de teofanías o visiones, en realidad no se «ve» nada de Dios; sólo se oyen sus palabras. Se trata de un Dios que, siendo personal, es automanifestativo de por sí: tiene en sí el principio y el medio de su comunicación -su Palabra- sin necesidad de mediaciones extrínsecas de imágenes o representaciones. Estamos ante otra manera de decir que es a la vez trascendente e inmanente: queda ya esbozada la imagen de un Dios plenamente trascendente, que se autocomunica de por sí y se hace presencia por su Palabra y su Espíritu, que son realidades propiamente suyas.

Dios que libera al hombre y el hombre que lucha con Dios La sorprendente singularidad del Dios de los Patriarcas queda evidenciada en dos narraciones patriarcales particularmente extrañas: la del sacrificio de Isaac y la de la lucha de Jacob.

La narración del sacrificio, no consumado, de Isaac (/Gn/22/01-19) está escrita con clara intención teológica. Se nos viene a decir que Dios es realmente señor de todo, incluso de aquello que un hombre puede considerar como lo más suyo y lo que más puede querer, su hijo primogénito. En la ley de Moisés, en su versión sacerdotal, se dirá que Israel debe consagrar a Yahvé todos sus primogénitos, tanto de hombres como de animales (Ex 13,1-2; 11-16). En el Nuevo Testamento encontramos que José y María presentan en el templo a su primogénito, Jesús (Lc 2,22-37).

Pero también, y de una manera muy particular, la narración del sacrificio de Isaac nos quiere decir que Dios, a pesar de ser señor de todo y de todos, no quiere el sacrificio del hombre, sino el cumplimiento de sus promesas gratuitas y benévolas sobre el hombre. El texto resulta una condena total de los sacrificios de niños, que eran habituales en las religiones del Oriente hasta una época muy avanzada. El Levítico lo dirá en forma de precepto legal: «No entregarás a ningún hijo tuyo para hacerlo pasar (por el fuego) en honor de Molok: no profanarás así el nombre de Dios. Lo digo yo, Yahvé» (Lev 18,21). En la época de los reyes vemos que todavía se practica el infanticidio ritual a la manera de Canaán. El rey Acaz de Judá (736-716) «no hizo lo que es recto a los ojos de Yahvé... e incluso hizo pasar a su hijo por el fuego a la manera cananea, según las costumbres abominables de las naciones que Yahvé había lanzado de delante de los hijos de Israel» (lRe 16,1-3). Igualmente hizo el rey Manasés (687-642: lRe 21,6).

El Dios de personas que los Patriarcas adoraban exigía ciertamente una fe y una obediencia como las de Abraham, pero era una obediencia que ayudaba al hombre a encontrar valor y sentido en su vida y a caminar hacia adelante, como Abraham, hacia una tierra mejor. Es una obediencia liberadora; una religiosidad humanizante que contrasta con las formas fanáticas y crueles de los cultos cananeos. Es la religión de un Dios que está a favor del hombre y que en absoluto vive a costa de los hombres.

La narración de la lucha de Jacob con Dios (/Gn/32/23-33) presenta la otra cara de la misma realidad. Si Dios ama al hombre gratuitamente, le valora y le respeta, surge la posibilidad de que el hombre se sienta autosuficiente ante Dios, se alce ante El e incluso luche con El. El relato es ciertamente misterioso, y seguramente procedía originariamente de estratos de religiosidad muy primitiva, en que los hombres, sobre todo de noche, sentían sobre sí el peso de fuerzas extrañas, representadas como espíritus, e intentaban sobreponerse. Pero lo que es verdaderamente notable es que esta experiencia pueda ser interpretada como una verdadera lucha del hombre con Dios. Pese a su incuestionable soberanía y trascendencia absoluta, Dios puede hacerse tan asequible al hombre, con una presencia tan cercana y a la vez tan respetuosa de su autonomía, que el hombre puede llegar a luchar con Dios sin que éste le aplaste inmediatamente con su poder. Nos encontramos, verdaderamente, con un Dios de poder, pero sobre todo con un Dios de comunión. Con esto se anticipa lo que será una característica constante del Dios de la Biblia. Cierto que Dios no será vencido nunca por el hombre, ni podrá serlo, por mucho que el hombre luche contra El; pero tampoco el hombre será aplastado por Dios. Dios no busca la victoria sobre el hombre, aunque éste sea malvado o estúpido. Dios busca siempre la comunión, y la lucha acaba siempre con la bendición de Dios. Jacob pregunta el nombre del ser innominado contra quien ha luchado, intuido ya como fuerza del mismo Dios. La respuesta es, según el narrador, solamente ésta: «¿Por qué preguntas mi nombre? Y le bendijo allí mismo» (Gen 32,33).

El hombre no puede poseer el nombre de Dios, como no puede poseer ninguna imagen ni concepto de El; pero, a pesar de todo, puede estar seguro de su bendición benévola. En cambio, cuando el Innominado pregunta a Jacob su nombre, éste no tiene más remedio que declararlo. Entonces Dios le cambia el nombre: «En adelante no te llamarás Jacob, sino Israel; porque has sido fuerte contra Dios, y a los hombres los podrás» (Gen 32,29).

Verdaderamente es chocante la religión de un pueblo que tiene como antepasado y fundador a uno que ha luchado contra Dios y se llama «fuerte contra Dios», que esto significa Israel (4). Se trata de una religión que no exalta el poder de Dios, sino el respeto de Dios para con el hombre y, en consecuencia, la dignidad del hombre en sí y con respecto a Dios. Estamos en las antípodas de aquel «hombre-títere-de-los-dioses» (Platón) que viene a ser la síntesis de todas las religiones paganas.

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1. Cf. B. VAN IERSEL, El Dios de los Padres en la Biblia, Estella 1970. pp. 12-13.

2. Hacia el año 900 a.C.. cuando ya el Reino de David se había dividido en dos estados, un grupo de escribas de la corte del reino del Sur, en Jerusalén, recopiló las llamadas tradiciones «yahvistas». Mucho más tarde, en tiempos del exilio de Babilonia, hacia el 550, un grupo de fieles de la órbita sacerdotal añadió las tradiciones llamadas «sacerdotales»: de la combinación y elaboración de ambas tradiciones, junto con otras, como las llamadas «elohistas», surgió la redacción de los cinco primeros libros del Antiguo Testamento tal como han llegado hasta nosotros.

3. A. ALT, Der Gott der Väter, Berlín 1929, 1, 62.

4. Parece que Israel significa propiamente «fuerza de Dios»; pero el narrador bíblico le da el sentido indicado en el texto, que tiene un peculiar y profundo significado teológico. (Págs. 39-48) ........................................................................

JOSEP VIVES
SI OYERAIS SU VOZ
EXPLORACION CRISTIANA DEL MISTERIO DE DIOS
Sal Terra. Col. Presencia Teológica, 48 SANTANDER 1988, págs. 49-61