CREER SÓLO SE PUEDE EN DIOS

 

Segunda parte

IMAGENES INCREYENTES

6. REDUCIR A DIOS (o el Dios sin novedad)

La manipulación de Dios implica siempre una reducción de Dios. Esta imagen podría, pues, incluirse en la anterior; pero la desgloso porque constituye la gran acusación que hoy se lanza contra muchos cristianos: la acusación de reduccionismo. Es obligado, por tanto, que digamos algo sobre el tema de las imágenes reductoras de Dios.

D/TRASCENDENCIA: Y lo primero que debemos decir es lo que ya hemos evocado antes: reducir a Dios es inevitable: «Si comprehendis, non est Deus», decía San Agustín; que es lo mismo que decir: «Si hablas de El, si piensas en El, ya no es Dios». Pero de El debemos hablar, debemos anunciarlo, debemos dar testimonio. Y entonces, fatalmente, lo reduciremos. Por la naturaleza misma del tema, no sólo efectúan reducciones de Dios los cristianos «de izquierda», sino igualmente los «de derecha». Por la naturaleza misma del tema, subrayo. Esta es una primera consideración. Pero sigue otra.

El tema de las imágenes reductoras de Dios viene impuesto además por la necesidad de las mediaciones. Precisamente porque Dios es absolutamente Trascendente e Innombrable, la relación con El y el lenguaje sobre El son imposibles. Requieren mediaciones. Y entonces surge el problema: la mediación, en su aspecto humano, puede ser absolutizada, convirtiéndola en Dios. Entonces no «media», sino que se finaliza a sí misma y se hace ídolo. Pero, por otro lado, el afán de llegar a Dios sin mediaciones no puede, por hipótesis, llegar a Dios, que es trascendente; sólo llegará a una pregunta abierta o a una proyección de uno mismo, que otra vez será ídolo. Repito esto mismo cristológicamente: un cierto cristocentrismo podrá hacer un ídolo con la humanidad de Jesús; pero eliminar lo humano de Jesús para llegar más directamente a Dios es volver a caer en el gnosticismo, que desde sus mismos inicios amenazó a la fe cristiana. En conclusión: el problema del reduccionismo no se resuelve, por tanto, eliminando las mediaciones de Dios, sino aceptando aquella mediación que Dios ha escogido para dársenos, y respetando su carácter de mediación y su forma de serlo. Ahora bien, la teología de la encarnación de Dios, núcleo central de la fe cristiana, puede reformularse así: la mediación elegida por Dios para dársenos es el hombre. El hombre particular-Jesús y la humanidad total incorporada al Cristo Jesús como Su Cuerpo. El hombre como imagen rota y Jesús como Imagen plena. Y, por tanto, el hombre por hacer, el hombre según Dios, el hombre llamado a realizar la filiación divina en el Hijo, la nueva humanidad... He aquí la verdadera imagen de Dios. Esta imagen tiene un carácter dinámico, con un dinamismo infinito que es el que debería impedir su reducción.

Y de aquí se deduce lo siguiente: se puede cometer un reduccionismo de Dios a «lo humano» cuando se niega ese carácter dinámico y agraciado de lo humano y se llama «imagen de Dios» a lo que en realidad es la pecaminosidad humana, que está casi identificada con nuestro ser hombres (de esto hablaremos en la imagen siguiente). Pero se comete otra reducción de Dios cuando se niega el carácter humano de lo Divino, cuando se afirma un Dios fuera o al margen de todo lo humano y de la promesa humana del hombre total. Y desde aquí espero yo que se comprenda por qué me entristezco cuando desde el Primer Mundo se acusa de reduccionismo a los teólogos latinoamericanos, preocupados por el hambre del mundo y por las aspiraciones de los pobres. Me entristezco porque eso, pretendiendo salvar la trascendencia de Dios, niega la humanidad de Dios. Y la niega porque ésa acusación no podemos hacerla los que ya no tenemos hambre. En todo caso, es una acusación que sólo podrían hacerla los propios hambrientos. Para nosotros, los que ya no tenemos hambre, ha de valer más bien la frase de Gandhi antes citada: «para el que tiene hambre, Dios sólo puede tener figura de pan». Cuando ya no tenga hambre, seguiremos hablando. Y con esto creo que encarnamos mejor los sentimientos del mismo Dios, que no se ha revelado como un Dios celoso de Su Trascendencia, sino de Su Misericordia. Así lo escribió Juan Pablo ii, con mayor sensibilidad que Ratzinger en este punto:

«Mediante tales hechos y palabras [la cita de Isaías 6 1 que hace Lc 4,19], Cristo hace presente al Padre a los hombres. Es altamente significativo que estos hombres sean en primer lugar los pobres, carentes de medios de subsistencia, los privados de libertad, los ciegos que no ven la belleza de la creación, los que viven en aflicción de corazón o sufren a causa de la injusticia social y, finalmente, los pecadores»8.

Como se ve, lo que para unos es una «reducción» para otros es «altamente significativo». Y es significativo porque si, en la situación concreta del pobre y del que carece de medios de subsistencia, nosotros, los bien alimentados, los que rebosamos de medios, pretendemos evitar el reduccionismo de la Trascendencia de Dios, efectuaremos otro reduccionismo del Dios cristiano: el reduccionismo de su Misericordia, de su Humanidad 9. A mí me resulta muy claro, además, que Jesús pensaba así. Para Jesús, eso tan invisible de «perdonados te son tus pecados» sólo se puede decir cuando se es capaz de decir también otra cosa más palpable, como «levántate, toma tu camilla y ve a tu casa», o «esta mujer, a la que tú desprecias por prostituta, me ha querido mejor que tú, que eres mi anfitrión». Y todos los intentos de la Iglesia por explicar que a ella sólo «le toca» lo primero, sin lo segundo, son intentos de aquello que Jesús llamaba refugiarse en lo más fácil (cfr. Mc 2, 9). Y ese refugiarse en lo más fácil (las palabras inverificables), sin pasar por lo más dificil, es lo que se convierte en blasfemo. Y esta blasfemia es la que luego provoca reacciones reductoras como la que aquí comentábamos.

Por eso sería más lógico que nosotros, los hombres del Primer Mundo, habláramos de otra imagen reductora de Dios que es, quizás, a la que apuntaban las críticas antes aludidas de altas instancias eclesiásticas, y que se da entre nosotros, y que por eso es obligatorio mencionarla en este trabajo. Pero no hay que buscarla ni criticarla entre los todavía hambrientos, sino entre los bien alimentados. Y yo la formularé así: entre nosotros, en el Primer Mundo, existe una pseudoimagen de Dios que reduce a éste a ser el término de un vago espiritualilmo que ya no tiene el nombre de «Padre». De Dios -se dice- no tenemos otra noticia que la de una vaga sensación de apertura o de profundidad. Más allá de ella no podemos buscarle, porque Dios calla.

Y creo que no hace falta explicitar hasta qué punto esa idea de la «profundidad» evoca el famoso Honest to God, de John A. T. Robinson, que tan gran impacto produjo hace unos años. Prescindiendo de lo que quisiera decir Robinson, hay que reconocer que los teólogos no hemos sabido responder a ese impacto. Y yo quisiera al menos interpretar algo de ese impacto: con una razón del pasado y otra del presente.

a) San Agustín dijo de Dios que es, a la vez, «intimior intimo meo» y «summior summo meo»: más hondo que lo más hondo de mí y más alto que lo más alto de mí. La Trascendencia de Dios no está sólo en ser «summior summo meo», sino en serlo precisamente como «intimior intimo meo». Pero aquí no supo seguirle la tradición teológica: la Escolástica, con su pérdida del antropocentrismo en favor de la ontología, sólo pensó a Dios como «summior summo meo». Y con Hegel, esto se acabó. Dios empezó a ser pensado entonces sólo como «intimior intimo meo». Por eso, desde Hegel está dada la condición de posibilidad para la reducción brotada a partir de aquella preocupación de Robinson.

b) Pero a esta razón filosófica creo que se junta otra de orden sociológico: la «baratización» de nuestra cultura, al haberse convertido en una industria que hace que, en cuanto efectúa una suma de tres suman-dos, ya cree el hombre haber llegado a la mayor profundidad posible de lo real... Para mí, esa «baratización» de la cultura está muy en relación con todo el pecado de injusticia del Primer Mundo (consumismo loco y despojo del Tercer Mundo para ello). La cultura del Primer Mundo necesita justificar su propia riqueza estéril y la explotación que ejerce. Más aún: ha de justificar nuestra inhibición y nuestro pecado de indiferencia ante esos hechos. Y esta atmósfera la respiramos todos. Por eso queda una pregunta en forma de ineludible dilema: ese silencio de Dios en el Primer Mundo, ¿se deberá a que las palabras del hombre le han ido despojando de todas Sus Palabras? ¿O será como el silencio del Esposo engañado en el profeta Oseas? Un silencio que revelaría el adulterio de nuestro mundo desarrollado con las riquezas y la explotación, y la justificación de ese adulterio con mil razones vanas. Esa es para mí la importancia sociológica de esta imagen de Dios.

Y quiero subrayar que, cuando hago acusaciones de reducción en este punto, no acuso de ellas propiamente a las personas concretas que han formulado tales reducciones. Quiero acusar a un mundo, a una mentalidad y a una cultura, de las que esas personas concretas quizá sólo han sido unas víctimas más inteligentes, con más penetración que otros para leer todo cuanto podía leerse en ese mundo en el que nosotros vivíamos en suficiente paz. El hecho es que en esta Europa, en la que ya no podemos creer en Dios, acaba de cantar J. M. Serrat: «encara puc creure en deus», todavía puedo creer en dioses. Y la pregunta, naturalmente, es ésta: ¿es nuestra verdad la que ha borrado a Dios, o son nuestros dioses?

El proceso de este «borrar a Dios» se puede ilustrar con otro ejemplo bíblico: el de la prostituta. Para una prostituta será casi imposible que precisamente el sexo pueda hablar de amor. Una vez que lo ha trivializado, comercializado y abusado de él hasta el mismo cansancio, el sexo se le habrá vuelto absolutamente opaco (aunque siempre quede la vaga esperanza de que dentro de ella siga latiendo la mujer). Pues bien, yo creo que el hombre del mundo desarrollado ha ido prostituyendo no sólo el sexo, sino toda la relación con la realidad. La primera evidencia de nuestra cultura es que hay que matar para sobrevivir (ese famoso eufemismo de la competitividad que pregonan los pontífices del progreso). Si alguien no acepta esa evidencia para sobrevivir él, al menos acaba aceptándola para que sobrevivan los suyos. Una vez aceptado ese valor, no sólo es lógico que Dios no tenga cabida en tal contexto; también lo es el que todos los demás valores queden igualmente sin hogar: subvertidos, deshinchados, trivializados... En el mundo desarrollado vivimos, efectivamente, una cultura oficial de la trivialización y de la banalización, de la «umbralización», de la pérdida de seriedad de todo (donde la seriedad no se opone a la risa y al buen humor, sino al valor y a la consistencia de lo real). Y además nos ocurre lo mismo que a la prostituta, cuando, esclava de su situación, incapaz de valerse en otra, ya no quiere salir de ella. Y todo esto me parece ser cierto aunque luego yo esté convencido de que -como decía Adorno- los hombres, tomados en particular, suelen ser mejores que su cultura, porque el Espíritu de Dios no deja de seguir trabajándolos. Si este diagnóstico está bien orientado, se comprenderá que el único camino para que pueda entenderse algo de Dios consista en poner en contacto esa bondad (que todavía queda en muchas personas del mundo desarrollado) con la magnitud desnuda del sufrimiento de esta tierra. Como de mil maneras lo ha sugerido Moltmann, «el abandono del justo» no permite difuminaciones de Dios: o lo niega y lo desmiente rotundamente, o lo recupera con más intensidad que nunca 10. Algo de esto es lo que sugiere la fórmula esa de «hablar de Dios después de Auschwitz», que es infinitamente más seria y más interpelante que el problema de hablar de Dios después de la revolución tecnológica o de la revolución lingüística.

7. NEGAR A DIOS (o el Dios rival)

Porque de Dios sólo podemos hablar en imágenes, lo cual, para no ser blasfemos, significa sobre todo «en conductas»; y porque la imagen implica una distancia insalvable tanto respecto de Dios como respecto de la práctica que la encarna, por estas razones la teología cristiana ha admitido siempre no sólo que el ateo también tiene una imagen de Dios, sino incluso que es posible una afirmación implícita de Dios aun en el seno de una negación explícita, la cual siempre es negación de una imagen. Aquí inciden muchos temas, como el de la culpa de los cristianos en el ateísmo moderno, debido a las imágenes que hemos dado de Dios, o el de lo que la teología clásica llamaba «la fe implícita». Temas apasionantes en los que no podemos entrar ahora. Si he hecho esta pequefía introducción, ha sido para justificar lo que sigue: que también entre los no-creyentes hay imágenes de Dios y conductas respecto de Dios a las que aluden tales imágenes. Y dejando aquellas que son más positivas y que podrían explicar eso que hemos llamado «la fe implícita» o «anónima», en lo que resta de este trabajo voy a describir dos de esas prácticas que me parecen más negativas: la de los que por principio niegan a Dios y la de los que «pasan» de El.

En su libro Por qué soy marxista y otras confesiones (p. 140), Alfonso Comín cuenta su encuentro en Venecia, en una reunión de disidentes de los países del Este, con el matemático ruso Leonid Pliouchtech. Al saludarse, el ruso le dijo a Alfonso: «Yo también amo a Dios, aunque no creo en él». Esta frase me parece de una importancia enorme. Y pediría que la comparásemos con esta otra del joven Marx en su tesis doctoral: «Odio a todos los dioses, que no reconocen la conciencia que tiene el hombre de ser la divinidad suprema. No puede haber ningún dios al mismo nivel que ella» 11.

Fijémonos en la estructura de ambas frases: independientemente del juicio sobre la existencia o no-existencia de Dios, anteriormente a él, quizá incluso como causa de ese juicio, en lugar de como efecto de él, existe una actitud de amor o de odio, de aceptación o de rechazo. Se puede ser ateo y amar, al menos, la posibilidad de Dios. Se puede también ser ateo como consecuencia de un rechazo previo de la posibilidad de Dios. Ambos ateísmos son radicalmente diversos, aunque nosotros los denominemos unívocamente. Y lo que el creyente pide al ateo no es que afirme la existencia de Dios (pues ya hemos dicho que esta afirmación puede estar condicionada e imposibilitada por factores exteriores a ella misma y a la persona que la hace). Lo que le pide es que «ame», que no rechace como el joven Marx; que, en lugar de cerrarse a cal y canto a la hipótesis-Dios, respete y se abra a esa posibilidad. Yo recuerdo el impacto que me produjo una persona no-creyente, que todavía vive, cuando un buen día, luego de haber hablado varias veces sobre el tema, me dijo: «Lo que sí te concedo es que, si Dios existiera, sería una buena noticia». Cuando esto se afirma en serio, quizá ya no hay más que pedir. Como, a su vez, el creyente deberá tener siempre ante los ojos aquella frase de un antiguo rabino judío acerca de otro rabino que había perdido la fe y a quien todo el mundo denostaba: «dichoso el rabino X, porque ahora podrá hacer el bien sin necesidad de esperar ningún premio por ello» 12.

Volviendo a nuestro tema, yo pienso que una parte del ateísmo moderno, de ese ateísmo de la Ilustración que está en la base tanto del joven Marx como del capitalismo occidental (los cuales, en esto, son hijos de la misma madre), no es ateo por esas razones tan comprensibles como pueden ser el dolor o el mal, el escándalo de la Iglesia o el espesor de la realidad y la ocultación de Dios por ella. Existe también el ateo por cerrazón previa, por rechazo afectivo de la hipótesis-Dios, por negativa ante ella, tal como la formulaba Marx; porque el orgullo ególatra del hombre siente que Dios hace sombra a su afán de supremacía, y no tolera a nadie a ese nivel. Este ateísmo, o esta imagen de Dios, es importante considerarla aquí, porque hay que decir de ella que es la que impide al hombre organizar un mundo humano y digno de los hombres. Dios no es enemigo de la divinidad del hombre, sino del egoísmo del hombre. Al confundir ambas cosas, el joven Marx abría un camino peligrosísimo: el de identificar el egoísmo del hombre con su divinidad. Si el egoísmo del hombre es divino, entonces la sociedad montada sobre el egoísmo humano -egoísmo de personas, de pueblos, de clases...- será intocable; la afirmación de uno mismo será santa, aun cuando se haga a costa de otras personas, otros pueblos u otras clases sociales. Y esto, a ministros que se llaman «socialistas», los llevará directamente hasta Marbella...

Esto es para mí lo que hace que nuestro mundo no tenga arreglo: que el egoísmo de los poderosos se ha convertido en fundamento último de la realidad; intocable, por inasequible a cualesquiera análisis científicos y a cualesquiera reformas legislativas; siempre trascendente a ellas e inalcanzable por ellas, porque, si se le tocara, tiene poder suficiente para «castigar», para aniquilar al blasfemo que se ha puesto a su altura. Eso es lo que pasa, por ejemplo, con esos egoísmos divinizados de los «intereses nacionales» o de la «seguridad nacional». Es lo que pasa también con esa divinización del «máximo beneficio», que resulta aliciente para que inviertan aquellos que poseen unas riquezas que sólo están justificadas para ser invertidas. (Antes se decía de Dios: «quo maius cogitar¡ nequit» , ahora, el «quo maius cogitari nequit» 13 ha de ser para el beneficio). Esa «conciencia de ser la divinidad suprema» que tiene el rico, y que hace que un partido que quiso ser «partido socialista obrero español», de un modo natural, insensible, imperceptible y sin traumas internos, haya encontrado cambiado el significado de sus siglas por este otro: «Partido Secreto de las Organizaciones Empresariales»... Y al decir esto no quiero atacar al PSOE. Simplemente le pediría que, en lugar de sentirse sumo sacerdote de la modernidad y la racionalidad, se sintiera un poco más simple gestor de una situación irremediable pero criminal, porque, aunque se llame laica, tiene un dios «escondido» y terrible, que es el egoísmo de los que están mejor, de los que (según ellos) van delante, de los que tienen más y pueden más. Pues, ante ese dios, nosotros nos negaremos siempre a doblar la rodilla, incluso aunque no sepamos (que hoy no lo sabemos) cómo vamos a poder escapar de su dominio.

Repito que no estoy haciendo acusaciones personales. Estoy dirigiendo mi crítica a una corriente (tampoco a todo el movimiento, sino a una corriente) poderosa de eso que se llama «la Modernidad» y que, como tal corriente, se caracteriza por ese «odio a todos los dioses» que proclamaba ingenuamente el muchacho Marx con las palabras del Prometeo de Esquilo. El hombre cerrado, el hombre que rechaza de entrada, el que «no ama» la hipótesis de la Alteridad Suprema, será el hombre cerrado ante los otros, que rechazará a los otros, que será incapaz de amar a los otros y cuyo «amor al hombre» no sabrá ser más que amor a sí mismo como hombre supremo. Aunque luego, en la práctica, nadie o casi nadie, nunca o casi nunca, puede pronunciar un juicio exacto sobre dónde y cómo y en quién se da esa cerrazón previa: pues el Espíritu de Dios trabaja a todos los hombres y se vale de mil interpelaciones de la vida para conseguir eso que es lo único que busca en nosotros: no que acertemos en nuestro juicio sobre la existencia de Dios, sino que nuestro corazón de piedra se vaya transformando en un corazón de carne.

8. NO PREGUNTAR POR DIOS (o el Dios inútil)

Muy brevemente quiero evocar aquí una especie de manifiesto-de-la-no-pregunta, que procede de uno de los hombres a quienes yo más admiro, por quien voté en las elecciones del 77 y que hoy es el alcalde de Madrid. Me estoy refiriendo al librito Qué es ser agnóstico, de don Enrique Tierno Galván, y a su proyecto de hombre «perfectamente» instalado en la con- tingencia: tan perfectamente instalado que, si acaso sufre en ella, es sólo porque la finitud tiene que ser arreglada, no porque tenga que ser trascendida. Que cree, por tanto, en una «utopía» de lo contingente, pero que se encuentra tan perfectamente instalado y realizado en esa casa de la finitud, una vez arreglada, que ya no necesita preguntar por nada más.

En otro lugar comento, un poco más detenidamente de lo que aquí es posible, la obra del «viejo profesor». Ahora sólo quisiera evocar, porque esto es lo más curioso de nuestra actual situación, que, una década después de aquel «Manifiesto», hemos asistido a la aparición de un nuevo e inesperado agnóstico, al que hay que llamar «agnóstico de la utopía». Así como el agnóstico era, para Tierno Galván, no el que niega ni el que no sabe si afirmar o negar, sino el que ni siquiera pregunta por Dios, así ahora conocemos a ese nuevo agnóstico, que no es el que niega ni el que no sabe si afirmarla o negarla, sino el que ni siquiera pregunta por la utopía. Esta es otra característica de nuestro momento cultural; y lo sabéis muy bien, porque los que nos reunimos aquí cada año constituimos una infima minoría de chiflados que todavía seguimos creyendo en la utopía: y hoy nos hacen sentirnos aún más extraños por el hecho de que nos reunamos aquí a afirmar la utopía, que por el hecho de ser cristianos. Así estamos: la utopía ha muerto, y su acta de defunción se levantó hasta con fecha exacta. Se nos dijo que había muerto con Franco. Pero eso no es todo, porque hoy ha muerto también «la pregunta por la utopía». Esos son los nuevos agnósticos, y yo no puedo menos de manifestar mi temor ante esta situación, porque, en mi opinión, la historia permite afirmar que entre los seres humanos se da un proceso circular, y muy peligroso, que discurre por las siguientes etapas: la muerte dela utopía (y más aún de la pregunta por ella) lleva infalibremente a la muerte de todo sentido. La ausencia de todo sentido lleva a una desesperación inconsciente , y ésta acaba por volver al hombre irracionalmente violento.

Y a la vez que creo encontrar ese mismo proceso en otros momentos históricos, creo notar que nuestra sociedad se va volviendo cada vez más cargada de violencia; que nuestra atmósfera social está cada vez más electrizada, menos dispuesta a la tolerancia, más polarizada y más dispuesta a acabar con el de enfrente. Y además sin darse cuenta de que se ha entrado por esos derroteros (¡yo creo que hasta la misma Iglesia ha entrado por ellos!), que no sabemos a dónde pueden llevarnos. Tal vez sea que yo ya estoy viejo. Pero al menos los que nos reunimos aquí, en este Congreso, propongámonos desesperadamente seguir manteniendo aquellas dos cosas que antaiio se nos hacían tan evidentes y que hoy ya no lo son en absoluto: afirmar la utopía -pacientemente, fielmente, tercamente y desinteresadamente- y afirmar a la vez -voluntariamente, cansadamente, desesperadamente- el respeto y la tolerancia, porque sin ellos toda utopía se vuelve demasiado «tópica». Si logramos mantener ambas cosas, yo creo que conseguiremos aportar algo a nuestros enemigos, a todo ese sector social, o eclesiástico -y aun jerárquico-, que sólo sabe ver en nosotros una síntesis de todas las desobediencias y de todas las herejías, y que se sentirían felices si un día consiguieran acabar con nosotros.

Pero además, y sobre todo, conseguiremos lo único que nos queda por comentar: aprender a creer en Dios.

Conclusión

CREER EN DIOS

Resumo para terminar: He querido hacer mi comunicación desde aquella óptica de Jesús que consistía en practicar a Dios e invocar a Dios. Desde ahí hemos encontrado a un Dios que es Dios del riesgo y no de la seguridad (1). Un Dios que, en su Trascendencia absoluta, no resulta ser una sustancia exterior a nosotros mismos, sino la Verdad más profunda de nosotros mismos (2). Un Dios que quiere trabajarnos en la libertad (3). Un Dios «en la carne» y no fuera de ella (4). Padre desconocido, Hijo encarnado y Espíritu Santo, pero Espíritu que procede del Padre y del Hijo; por todo ello, un Dios destructor de nuestros ídolos (5). Un Dios cuyo ser siempre más grande no implica ser más inconcreto, sino más real (6). Un Dios cuya ex¡gencia es la exigencia del Amor y no la del rival (7). Y un Dios que es la única realidad capaz de fundamentar la instancia utópica del hombre (8).

Al entrar en este último capítulo, he de reconocer que comprendo a aquellos santos o predicadores clásicos que concluían sus sermones dirigiéndose a Dio en lugar de dirigirse al público. No se trataba de un «fervorín» estúpido. Es que resultaría aquí mucho más cómodo dejar la exposición y pasar a la oración. Y aunque no voy a hacerlo, porque me parece fuera de lugar, sí que siento que la impotencia de mis palabras y su ridiculez estarían mejor encajadas dirigiéndoselas al mismo Dios que dirigiéndolas a vosotros. Lo primero que quiero decir es que «creer en Dios» no es creer en un QUE, en el sentido de los conocimientos humanos. Poco importa ahora hasta dónde puede llegar la razón humana cuando aborda el tema de Dios. Llegue hasta donde llegue, siempre le faltará el elemento primario y fundamental de la fe, que San Pablo formuló de manera definitiva: «scio cui credidi»: sé de quién me he fiado. Lo primero de la fe teologal es que es un «saber de quién», un estar seguro de Alguien. Según esa frase paulina, en la afirmación del qué (que hay un Dios, etcétera) está implícita una apuesta por el quién (de quién me he fiado). Y lo extraño es que esta apuesta por el Quién no brota ni se deduce de la afirmación del qué: más bien la sustenta. Y los creyentes nos atrevemos a decir que ésa es obra del Espíritu de Dios derramado en nuestro propio espíritu.

Por eso, siendo Dios en verdad el gran Ausente de esta dimensión, el «Escondido» de la tradición bíblica (Is 45, 15), el de la noche oscura de los místicos, es a la vez lo más íntimo nuestro en su Espíritu que se nos ha dado y que nos permite ver como cristificada esta dimensión, que parece abandonada de Dios, y nos lleva a decir: «Abba!, sé de quién me he fiado».

Por eso mismo he de añadir, aunque parezca muy elemental, que la estructura de la fe es creer en Dios y sólo en Dios, con un sentido dinámico que la preposición «en» no tiene en castellano, y que tal vez esté algo más expresado en la fórmula «confiar en Dios»: creer tendiendo y moviéndose hacia. Creer en Dios In Deum) de una forma que sólo puede decirse de Dios. La fe no es, por tanto, creer en la Iglesia. No hay aquí tiempo para exponer la diferencia, pero yo recomendaría leer, en la Meditación sobre la Iglesia, del cardenal De Lubac, todos los textos de teólogos medievales que enseñan cómo no se puede decir «creo en la Iglesia» con el mismo sentido que se dice «creo en Dios», porque eso sería idolátrico.

La estructura de la fe dice «Credo in Deum» (in Patrem, in Filium et in Spiritum) con el sentido dinámico a que antes aludía. Pero no dice «credo in ecciesiam». SóIo puede decir: «credo ecclesiam»: creo que existe la Iglesia, o que el Espíritu trabaja en ella; pero no creo en la Iglesia. Creemos en Dios, en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu, y «nos tragamos», aceptamos la Iglesia. La aceptación de la Iglesia brota de la fe en Dios; pero nunca al revés, ni aunque demos todo su relieve al carácter de signos o de testigos que los hombres podemos ser unos para otros en el camino a la fe. Esto es necesario subrayarlo hoy en día, porque a veces parece como si la Iglesia, en su obsesión por reganar poder, se presentara a los hombres como el término primario de toda su fe. Y esto tendría el peligro de sustituir la fe-en-Dios por la identificación con un sistema humano. La Iglesia tiene toda mi aceptación y mi confesión de que hay en ella algo Trascendente. Pero mi fe sólo se dirige a Dios.

Ese «saber de Quién», en lugar del mero saber «qué», implica, sobre todo, un término de referencia susceptible de pathos, que es la gran audacia y la gran novedad del Dios bíblico (ya en el Antiguo Testamento, y aun a riesgo de antropomorfismo), frente al Dios sin pathos, motor inmóvil de Aristóteles, que, por evitar ese riesgo, cae sin saberlo en el riesgo del ontomorfismo.

Sabiendo de Quién me he fiado, la fe en Dios tiene siempre una estructura de no-saber, aunque a veces los teólogos desarrollemos demasiado (por necesidad de comunicación) sus aspectos cognoscitivos. Y este no-saber no implica sólo el desconocimiento de real¡dades superiores a nosotros -cosa que es más fácil de aceptar. Es un no- saber también existencial, referido a la realidad de cada día y a las partículas de vida de cada persona. La fe en el Padre sobrenada muchas veces en la duda, en el vértigo, en la protesta de Job o en la tentación de desesperación de Jesús. Pero sobrenada. Los creyentes no deberíamos esconder esto: sólo necesitamos añadir que, efectivamente, de ahí emerge muchas veces la fe. Y en ese emerger se convierte en algo que uno acaba sintiendo como más fuerte que uno mismo; algo de lo que, a pesar del vértigo y de la duda, ya no podría uno desprenderse, aunque quisiera.

Y en este emerger así, el Dios infinitamente discreto, el o Dios silencioso del Abandono y de la Cruz se convierte en una Presencia perenne, acompañante e intocable. Intocable también, pero acompañante, como una sensación de no estar cósmicamente solo, como una sensación de piezas encajadas, como algo extraño que resiste siempre a la fugacidad de nuestro florecer y a la falta de sentido de nuestro envejecer. Desproporcionado siempre en relación a la una y a la otra. Como una seguridad más extendida y más duradera que la intensidad de los momentos oscuros, y que de pronto cuaja y se atreve a expresarse con la palabra de Jesús: Abba, Padre.

Creer en Dios es una seguridad sin exigencia. Extraña combinación que no encaja en la idea de nuestras seguridades. Es, por eso mismo, una esperanza paciente. Y desde ambas, desde la seguridad y la esperanza, se vuelve en seguida a los hombres, como una apuesta incondicional por el respeto y como una pasión por la justicia. Como amor al pobre, porque Dios es su garante, y como amor al pecador (al rico), porque Dios también esperó de él alguna vez.

Yo pienso que si los cristianos, además de afirmar nocionalmente la existencia de Dios, creyéramos efectivamente en Dios (y al escribir esto no puedo dejar de pensar en Jon Sobrino, cuando escribió que Mons. Romero «creyó efectivamente en Dios»), si los cristianos creyéramos realmente en Dios, en lugar de usarlo, de defendernos de él o de defenderlo, etcétera, etcétera, entonces seríamos realmente sacramento de salvación: anuncio de Dios con nuestro propio ser. La Iglesia sería entonces precursora del hombre nuevo (que es el hombre del Reino de Dios), y diría como el Precursor: conviene que él (el hombre nuevo) crezca y yo disminuya; en lugar de decir (como tantas veces parece decir la institución eclesiástica): conviene que yo crezca, aunque sea a costa de que disminuyan los hombres.

Y si en este querer ser sacramento pareciera a veces que los cristianos menguábamos, o que incluso nos salía al encuentro la persecución, el desprecio o el destino de Jesús, entonces se nos estaría dando la última oportunidad para creer verdaderamente en Dios: la seguridad de que, aunque los hombres tengamos todas las palabras penúltimas de esta dimensión, Dios y sólo Dios y nadie más que Dios tiene la última y definitiva Palabra. Y esa Palabra ya nos ha sido dada.

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8. Dives in Misericordia, n. 3.

9. Véase, sobre este mismo punto, lo que escribí hace ya algunos afios en Este es el Hombre (Ed. Sal Terrae, Santander 1980, p. 67): «El peligro reduccionista puede ser verdad. Pero a la vez es simplemente inicuo que quien tenga vista se permita decirle a una persona ciega y que anhelaría ver que, como el sentido de la vida no consiste en el sentido de la vista, su problema no tiene importancia».

10. «En realidad, toda teología cristiana responde, consciente o inconscientemente, a la pregunta aquella: '¿Por qué me has abandonado?', en cuanto que sus soteriologias dicen: 'por esto' y 'por lo otro'. A la vista del grito de Jesús hacia Dios ante la muerte, la teología o se hace imposible o únicamente es posible como especificamente cristiana. La teología cristiana no puede asociarse al griterío de su propio tiempo, aullando con los lobos dominantes. Pero sí que tiene que incorporarse al grito de los miserables, hambrientos de Dios y libertad, desde la profundidad de los sufrimientos de este tiempo. Como compañera de los sufrimientos de esta época, la teología cristiana es verdaderamente teología contemporánea. El que pueda serlo o no, depende menos de la apertura de los teólogos y sus teorías cara al mundo que de que sepa escuchar verdaderamente y sin componendas el grito de muerte de Jesús. Comparados con el grito del Jesús moribundo hacia Dios, los esquemas teológicos caen pronto hechos pedazos, por inadecuados. ¿Cómo puede una teología cristiana como tal hablar de Dios a la vista del abandono de Jesús por parte de Aquél? ¿Cómo puede no hacerlo una teología cristiana a la vista de Jesús gritando hacia Dios en la cruz?»: J. MOLTMANN, El Dios crucificado, Ed. Sígueme, Salamanca 1977, pp. 218-219.

11. Sobre la religión, Ed. Sigueme, Salamanca 1975, vol. 1, p. 47.

12. Véase la cita en la obra de varios autores, editada por H. J. SCHULTZ, Jesús y su tiempo, Ed. Sígueme, Salamanca 1968, p. 107.

13. «Tal que no puede pensarse nada más grande».

JOSÉ I. GONZÁLEZ FAUS. CREER SÓLO SE PUEDE EN DIOS
Ensayos sobre las imágenes de Dios en el mundo actual
SAL-TERRAE BREVE. Santander-1985, págs. 13-69