LA AGONÍA COMO ACONTECIMIENTO HUMANO-PSICOLÓGICO

Se ha escrito mucho sobre la necesidad que sienten nuestros moribundos de una mayor comunicación durante su crisis final. Como la ciencia y la medicina han progresado y han añadido más años a la media de duración de la vida del hombre, nos hemos visto enfrentados con nuevos y más difíciles problemas humanos. Las consecuencias de la prolongación de la vida, el morir con dignidad, así como los derechos del paciente respecto de estas decisiones, plantean nuevos problemas.

Marya Mannes, en el excelente ensayo Last Rights, afirma: «Encontrar la respuesta o ser devorados». Esencialmente, nosotros tratamos de buscar la respuesta cuando comenzamos nuestros seminarios sobre la muerte y la agonía, hace ahora ocho años aproximadamente. En su origen fue iniciada dicha búsqueda por varios estudiantes de teología a los que se pidió escribieran un artículo sobre la crisis de la vida humana. Eligieron la agonía como la mayor de las crisis humanas con la que el hombre había de enfrentarse. Cuando vinieron a mí en busca de ayuda, decidimos que debíamos preguntar a los más íntimamente afectados, es decir, a los mismos pacientes en trance de muerte. Esto nos llevó a una serie de entrevistas con enfermos en situación crítica y, por último, a desarrollar durante un año un curso sobre «Muerte y agonía» dirigido a médicos, estudiantes de teología, enfermeras, asistentes sociales, así como a otros miembros de diversas profesiones.

Solicitamos de enfermos moribundos que fueran nuestros maestros. Estos apreciaron el hecho de que alguien se interesara por ellos, y movidos por la necesidad de comunicarse y de estar en contacto con otros seres humanos, se prestaron de muy buen grado a ayudarnos. Entrevistamos a cientos de enfermos desahuciados con un tipo de entrevistas dirigidas a un solo objetivo. Inmediatamente después, un equipo interprofesional discutía la entrevista en orden a que nos familiarizáramos con nuestras propias reacciones y aceptáramos nuestros propios temores y conflictos al enfrentarnos con estos pacientes.

El siguiente artículo resume con brevedad algunos de los puntos más claros de las lecciones aprendidas de estos pacientes en trance de muerte.

A pesar de que médicos y personal sanitario se oponían a nuestro proyecto y frecuentemente afirmaban que no había bajo su cuidado ningún enfermo en trance de muerte, el mismo paciente encontraba alivio cuando nos dirigíamos a él exponiéndole nuestro propósito. Muchos se sentían amargados por la «conspiración de silencio» que se cernía a su alrededor, la falta de una discusión abierta y honrada y su consiguiente incapacidad de «poner sus cosas en orden».

Quedamos muy impresionados al darnos cuenta que ellos «sabían» que se estaban muriendo y que podían informarnos de la proximidad de su muerte. Quiero recalcar que los pacientes se daban cuenta de su muerte inminente aun cuando no hubieran sido informados de su enfermedad mortal. Y lo que es más, he podido comprobar que niños «protegidos» por padres y personas de servicio que eran incapaces de enfrentarse con la inminente muerte del pequeño eran también conscientes de la muerte que les amenazaba.

Los pacientes pasan por ciertas reacciones de acoplamiento que yo llamo las etapas de la agonía. Se sobrentiende que no todos los enfermos pasan por estas etapas ni todos las padecen por el mismo orden. En general, sin embargo, la mayor parte de los pacientes, y los adultos más que los niños, responden inicialmente con un shock y una negativa. Cada uno está convencido de que esto «nos puede suceder a ti, o a mí, pero no a él». Los mismos enfermos que permanecieron en la etapa de la negativa hasta su misma muerte (menos del uno por ciento) fueron capaces de decirnos que estaban enterados de la inminencia de su muerte. Estos pacientes, no obstante, emplearon un lenguaje simbólico para indicarnos este hecho. Una mujer joven que había sido abandonada por su marido, y que dejaba tres niños pequeños, era incapaz de enfrentarse con esta terrible realidad y estaba convencida de que Dios la había curado. Pocos días antes de su muerte, me senté junto a ella, en silencio, y tomé sus manos. De pronto susurró: «Tengo la esperanza de que cuando mis manos se vayan quedando frías tendré unas manos calientes, como las suyas, que me las tomen». En nuestra interpretación, esta enferma hablaba de su muerte inminente, pidiendo simplemente la presencia y cuidados de un ser humano durante las últimas horas de su vida. Una asistente social describió con gran belleza el resultado de nuestra propia incapacidad para enfrentarnos con la muerte de un joven. Ella recordó su primera visita a un hombre agonizante que era más o menos de su misma edad: «Yo sabía que él quería hablarme, pero yo siempre desviaba la conversación hacia algo intrascendente...: una pequeña gracia, una palabra de esperanza, que, naturalmente tenía que fracasar. El paciente lo sabía y yo también lo sabía, pero al notar el enfermo mi ansiedad se guardó para sí mismo lo que quería compartir con otro ser humano..., y así murió sin molestarme».

Los pacientes notan en seguida quiénes son capaces de hablar con ellos. Ellos solamente «hacen el juego» y se mantienen en silencio con aquellos que no son capaces de enfrentarse con la realidad. Todos nuestros pacientes fueron capaces de transmitirnos tres comunicaciones básicas: cuándo necesitaban ayuda, quién querían que les asistiera y qué es lo que necesitaban. Cuando un enfermo de extrema gravedad dice: «Siéntese un momento, por favor», es imperativo que le concedamos algún tiempo en ese momento... y no al día siguiente, porque mañana podría ser demasiado tarde. Los pacientes eligen también la persona con quien desean compartir sus últimas necesidades. Nosotros no podemos ni debemos imponerles nuestros servicios. Me acordé de esto vivamente en una de mis últimas visitas a una mujer agonizante de mediana edad poco antes de abandonar yo el hospital de la Universidad. Por mis propias necesidades, aquel día repetí mi gira a las salas por dos veces en una tentativa de cuidar debidamente a todos mis enfermos moribundos antes de mi partida. Esta enferma me impresionó por su honda amargura e incapacidad de expresar ninguna necesidad específica. La dejé con el sentimiento' de que mi visita no le había servido de gran cosa. Cuando unas horas más tarde regresé, después del almuerzo, me encontré, con gran sorpresa mía, a la paciente con una amplia sonrisa en la cara. Le pregunté a qué se debía este cambio, y me hizo la siguiente confidencia: «Sabe, hoy, a la hora de almorzar, mi enfermera favorita entró en la habitación. Siempre se había comportado de una forma tremendamente profesional. Pero hoy, a las doce, entró aquí y se plantó ahí, a los pies de la cama, sin decir ni hacer nada. De pronto, me di cuenta que las lágrimas le corrían por las mejillas. Se turbó y se fue rápidamente». Un poco escépticamente le dije: «¿Y eso es todo cuanto usted quería ver?». Y me respondió: «Sí; sabe usted, ella había sido siempre mi enfermera favorita. Tenía que estar segura de que sentía preocupación por mí». Espero que ejemplos como éste nos hagan ver claro que ninguna otra persona del personal sanitario podría haber ayudado más a esta paciente que esta «enfermera favorita», que, sin expresión verbal alguna, pudo mostrarle a la paciente sus verdaderos sentimientos de pena y pesar por ella y de esta manera transmitirle su afecto y preocupación.

Si un paciente en trance de muerte tiene a su lado un ser humano que le hable en forma realista, entonces el paciente puede abandonar su negativa y pasar a la fase de ira y de cólera. Esto sucede cuando el paciente critica a los médicos, a las enfermeras, a sus visitas, las comidas, procedimientos y pruebas. Es con frecuencia un verdadero artista para hacernos sentir culpables y enfadados, provocando de este modo una mayor soledad precisamente en el momento en que más necesita nuestra ayuda. Hemos de darnos cuenta de que esta ira es a menudo un simple grito de «¿por qué yo?». Si aprendemos a no sentirnos heridos por esta ira y la consideramos más bien como expresión de su angustia, podemos entonces ayudar al paciente a que exprese su cólera, antes que culparle y «castigarle» con mayor soledad y aislamiento. Quizá los pacientes más difíciles sean los adultos jóvenes, que están comenzando a vivir cuando «se les quita todo futuro». Con demasiada frecuencia les aseguramos que se aliviarán cuando sabemos demasiado bien que no mejorarán. A menudo, padres y amigos les hablan de proyectos futuros que nunca realizarán. El enfermo lo sabe... y nosotros también; por propia exigencia nos empeñamos en mantener esta pretensión, pero el enfermo se halla demasiado cansado y molesto para seguir el juego. El enfermo, entonces, se viene abajo, se hace monosilábico y expresa su ira contra todo el que entre en su habitación con sonrisa amable o con paso decidido. Todas estas personas, naturalmente, le recuerdan las cosas que está en proceso de perder.

Los miembros de la familia atraviesan la misma amargura; pueden preguntar a Dios: «¿Por qué permites que suceda esto a mi hijo?». Ni que decir tiene que debemos aceptar la indignación de los pacientes lo mismo que la de las familias. Debemos ayudarles a expresarla, aun en el caso en que se dirigiera hacia el equipo sanitario o hacia Dios. Si podemos entender a estas personas, más bien que juzgarlas o clasificarlas, quizá consigamos ayudarlas en la siguiente fase...: la fase del intento de arreglo. Durante esta fase, el paciente se muestra en calma y sereno, como si estuviera en paz. Conviene saber que esto no es más que una tregua temporal. El paciente puede reconocer ahora que esto le está sucediendo a él, pero trata de conseguir (generalmente de Dios) un poco más de tiempo «para terminar los asuntos no terminados».

Esta es nuestra última oportunidad, para los miembros del equipo sanitario y para los miembros de la familia, de poder ayudarles a poner en orden sus cosas, a manifestar su última voluntad o a interesarse por el cuidado de los niños que pudieran quedar detrás. Este es también el momento en que el paciente puede desear hacer el viaje o la visita largo tiempo soñados y siempre pospuestos. Cuando el tiempo de regateo ha desaparecido, el enferma entra en la fase de depresión. El paciente primero se lamenta de las pérdidas pasadas, habla de la pérdida de un ser querido, de una ocupación o simplemente se queja de que no puede permanecer en casa con su familia. Entonces deja de hablar y entra en el período de silencio, de previa congoja, en que comienza a lamentarse de las pérdidas futuras. Es precisamente durante este período de dolor silencioso cuando el personal sanitario que se encuentra a su alrededor empieza a tener problemas. Toleramos mal el dolor callado y solemos responder al hombre que gime lastimeramente con un superficial «hay que tener ánimo».

Es extraño: permitimos que una viuda se lamente durante un año por la pérdida de un ser querido y, sin embargo, manifestamos poca comprensión con un hombre que gime, que, al fin y al cabo, demuestra valor al enfrentarse con la pérdida inminente de todo y de todos los que siempre amó. Animamos a nuestros pacientes a llorar y no les ayudamos a sentirse «medrosos o cobardes» durante este tiempo de separación y decatoxis. Respetamos sus deseos de recibir menos visitas, de reducir las pruebas de laboratorio ar mínimo imprescindible y, si es posible, les permitimos morir en casa mejor que en una institución.

Si podemos aceptar las necesidades de nuestros pacientes y no proyectamos las nuestras (necesidad de prolongar la vida a toda costa, necesidad de estar pendiente de un marido moribundo a quien implícitamente se le dice: «No te mueras sobre mí»), el moribundo llegará entonces a la fase final de verdadera aceptación. El enfermo está ahora sin miedo ni angustia, frecuentemente con un dolor mínimo y expresando con sencillez su agrado con un apretón de manos y una afirmación como ésta: «Mi hora ha llegado y todo está bien». Quizá Tolstoi conoció esta aceptación final cuando describe a Ilyich en los momentos finales de su vida diciendo: «En lugar de muerte, había luz»; entonces Ilyich exclamó: «¡Esto es todo! ¡Qué alegría!»; después murmuró: «Se acabó, la muerte ha terminado...».

Cualquiera que haya pasado por este valle de sombras con sus pacientes habrá experimentado esta gran sensación de paz y quizá incluso de plenitud. Cuando nuestros pacientes pasan de esta vida, se debería recordar siempre que nosotros, los miembros del equipo de atención, experimentamos también una sensación de paz y de plenitud al haber podido estar con estos enfermos desde la fase inicial negativa, a lo largo de los períodos de prueba e ira, en los momentos de lágrimas y llanto, hasta el sentimiento final de victoria y aceptación.

Nadie mejor que el moribundo mismo puede, en definitiva, ayudarnos a superar nuestro miedo y llegar a la aceptación de nuestra propia finitud, llenos de esperanza, años antes de que tengamos que morir. Este es el regalo que nos hacen si no los abandonamos en el momento de esta crisis.

E. Kübler-Ross
Concilium, 94. Abril 1974

[Traducción : P. R. SANTIDRIÁN]