FUNCIÓN CRÍTICA DE LA IGLESIA SOBRE LA MUERTE ORDENADA POR LA SOCIEDAD

Todas las semanas los medios de comunicación de masas ponen ante nuestros ojos una serie de violencias de carácter mortal que la sociedad no ha podido evitar o que incluso ella misma ha provocado; junto a esas noticias aparecen declaraciones de personalidades eclesiásticas condenando esa clase de violencias y haciendo llamamientos en favor de la paz. La yuxtaposición de estos dos aspectos de la actualidad, -¿puede ser suficiente para tranquilizar nuestra conciencia humana y cristiana? ¿La exacerbación de la violencia en el mundo constituye una fatalidad, es el precio del crecimiento de algunos en el amor o el producto de un fallo de la técnica que el progreso llegará a eliminar?

Los periódicos parecen rivalizar en sus primeras páginas dándonos noticias sobre seísmos y guerras, inundaciones y homicidios, erupciones volcánicas, epidemias, accidentes de aviación, declaraciones de paz y comienzos de hostilidades. Ya se trate de la vida o de la muerte, la operación cultural fecunda la matriz natural. Sin embargo, lo peculiar de la cultura es transformar el destino en historia. Cristo es el único que vence a la muerte, pero todos nosotros tenemos el deber de humanizar la existencia y su término. Unicamente la cruz de Cristo confiere un sentido positivo a la muerte, pero el deber de humanización tiene la finalidad de convertirla en algo menos absurdo o de hacer que la violencia inútil sea menos frecuente. La función actual de la Iglesia se sitúa en este contexto global de humanización de la muerte. ¿De qué modo la Iglesia, sin asumir papeles divinos, sin fariseísmos ni irrealismos, puede desempeñar actualmente sus deberes sobre este particular?

Es cierto que la vida está vinculada al riesgo y el riesgo a la muerte. Esta, incluso aunque sea violenta, no constituye, por consiguiente, el criterio infalible que juzgue sobre la validez de una operación concertada o tolerada. Es necesario en cada caso examinar más de cerca las articulaciones de esa operación: ¿cuáles son los riesgos legítimos, para qué clase de actividades vitales o para qué clase de progresos? ¿Cuáles son los riesgos que suelen presentarse con excesiva frecuencia como fatales y deben ser dominados mediante un progreso técnico urgente y humano? No puede admitirse que tal construcción cueste la vida de un obrero por mes o por semana. Se impone, sin duda, frenar la velocidad con que deseamos entrar en el futuro, construir la ciudad en piedras de sillería, aumentar la producción, recuperar los retrasos tecnológicos o vencer a las potencias rivales. No cabe duda que la Iglesia debe anunciar todo esto.

 

I. LOS DATOS Y LA MORAL TRADICIONAL

A) Hechos y situaciones:
la sociedad que protege, también mata

A la ciudad secular le gusta entonar himnos en honor de la libertad que permite, del consumo que promueve, de los esparcimientos que ofrece; oculta, sin embargo, sus muertos, sus suicidios, sus entierros y sus cementerios. Como si ignorase que la violencia conduce a la muerte, no experimenta, en cambio, rubor alguno cuando alimenta los espectáculos de escenas de violencia. A las masas les gusta contemplar todo esto: el gusto por la violencia está profundamente enraizado en el ser humano. ¿Cuáles son sus frutos? La guerra, las revueltas sangrientas, las penas de muerte, los homicidios, los suicidios, los accidentes de la construcción y del trabajo en general, los accidentes de circulación 1, el precio de vidas humanas aceptadas o toleradas por los gobernantes, todo esto entra en los fines de nuestro artículo.

La violencia crece por momentos en nuestro mundo actual. Sus rasgos la diferencian con toda claridad, brota siempre de un fondo irracional y las conquistas científico-técnicas no han conseguido domesticarla, sino más bien al contrario, se ha visto exacerbada por la construcción de la ciudad secular, cuya aparente racionalidad a duras penas oculta sus contradicciones y tensiones. La ciudad secular, por una parte, promete los beneficios de una sociedad de consumo abundante, mientras que por otra asesina ciegamente a muchos seres cogidos en los engranajes de su producción. Nuestra sociedad, fábrica de «bienes», es también una fábrica de desperdicios: ninguna sociedad hasta ahora había proclamado tan alto el beneficio de lo que producía, pero ninguna tampoco había destruido hasta tal punto la armonía biológica del globo (la fauna y la flora), ni saqueado sus riquezas minerales (próximo agotamiento del petróleo), ni colmado sus tierras y sus mares de tantas basuras, de subproductos nocivos e indestructibles, de antivalores de los que la sociedad no sabe cómo desembarazarse. La materia prima no crece al ritmo de nuestra fabricación y muy frecuentemente disminuye con ella. Un ejemplo: la contaminación del aire, irrespirable a causa del consumo de energía, crece de un 4 a un 5 por 100 cada año.

Vamos a enumerar una tipología de las fuentes de violencia mortal en nuestra civilización. 1) Algunas situaciones se caracterizan por la falta de armonía en las articulaciones sociales, debidas a defectos de previsión y de coordinación (por ejemplo, los accidentes de carretera, desde el punto de vista del poder público). Se trata de una falta de racionalidad que debería corregirse o atenuarse con la experiencia de la civilización. La Iglesia en este caso apenas puede hacer otra cosa que recordar las normas clásicas, frecuentemente ignoradas u olvidadas, de la virtud de la prudencia, sabiduría práctica, juicio sobre la oportunidad y adaptación a la situación concreta. En términos generales, a la Iglesia no le corresponde realizar la labor de la sociedad civil, sino proclamar el deber del poder público, preocupándose de realizar lo que a ella misma le incumbe o está a su alcance en ese sector mismo de actividad (cf. Mt 7,1-5). 2) Los casos de violencia inherente al hombre (accidentes de carretera, desde el punto de vista de los automovilistas y peatones; homicidios, etc.) exigen una educación en la que la sociedad civil, así como las Iglesias, tienen cada una su propio papel. En estos casos de agresividad no suficientemente controlada se acentúa la función moralizadora de la Iglesia. 3) Una tercera fuente de violencia social reside en las fuerzas telúricas que la civilización ha desencadenado y que el aprendiz de brujo no llega a dominar. La naturaleza es salvaje, cruel por sus fuerzas ciegas, despiadada: nos sentimos impulsados a olvidarlo por romanticismo en el tiempo que media entre dos cataclismos. Desafiamos a la naturaleza con razón, pero no sin riesgos. El progreso se compra con el trabajo físico e intelectual, pero también se paga con la sangre humana que la máquina derrama y la tierra absorbe. La materia no es menos cruel que el hombre. 4) Finalmente, se dan también violencias de decisión que propiamente pertenecen al poder público: guerras, condenas a muerte, represiones violentas de disturbios, torturas de la policía, negligencias de orden ecológico, etc. Las responsabilidades individuales y colectivas se entremezclan: estas últimas no hay por qué separarlas de las primeras 2. El crecimiento del gangsterismo, de accidentes, de crímenes depende simultáneamente de las libertades individuales de los autores directos y de las organizaciones colectivas que tienen la misión de velar por la seguridad de todos. Por otra parte, entre lo querido, lo aceptado y lo tolerado existen diferencias de grado; mientras lo «querido» (las guerras, las ejecuciones) tiene en general una serie de contrapartidas positivas -verdaderas o supuestas- en favor del bien común, lo «tolerado» la tiene en menor medida, si exceptuamos la necesaria libertad general del ciudadano. Finalmente, debe tenerse en cuenta que todas las muertes violentas, inútiles o evitables no son sangrientas: la máquina social tritura también en frío, silenciosamente, sin escándalo aparente.

Todas las épocas de la historia fueron sangrientas y violentas. Sin embargo, actualmente nos choca más porque nos creemos con derecho a esperar una liberación mayor debido al saber científicotécnico y a los «progresos» de la conciencia moral de la humanidad. El proceso de secularización ha radicalizado la violencia, tanto por su radicalización racionalista, que por su sequedad se vuelve contra lo humano, como por su exacerbación dialéctica de lo irracional, que ya comienza a sofocarnos.

B) Necesidad e insuficiencia
del recurso a los principios tradicionales

Ante los males que aquejan a la humanidad, la Iglesia debe participar en este gemido universal si quiere manifestar su solidaridad; ante la culpa, la Iglesia debe denunciar el pecado al mismo tiempo que anunciar la redención que Cristo nos alcanzó. La palabra de la Iglesia es normativa en su afirmación de las leyes morales y profética por su relación con la realización escatológica. Cuando la Iglesia tiene a su alcance los medios como potencia de este mundo, entonces puede también buscar la manera de ejercer una presión sobre las fuerzas que actúan en la historia (poder político, actividad diplomática, informaciones, etc.); no obstante, conviene no olvidar que el. ejercicio del poder temporal no escapa nunca a la contaminación del pecado.

El discurso moralizador de la Iglesia plantea actualmente algunos problemas:

1) La Iglesia, que en el pasado usó tantas veces de la violen. cia para combatir o eliminar a sus enemigos, ¿puede predicar sin hipocresía la mansedumbre perfecta cuando el destino le ha arrancado de sus manos la mayor parte de las armas terrenas? La conciencia histórica de la Iglesia debería hacerla humilde, sin llegar a renunciar a la palabra que actualmente tiene el deber de pronunciar. No encubramos, sin embargo, el mal con intenciones tranquilizadoras. El amor, única respuesta verdadera al mal, no es la negación inmediata del mismo.

2) ¿No se hubiera resuelto todo si la Iglesia practicara y predicara una no violencia radical y absoluta? No ofrece duda alguna que la no violencia está íntimamente unida al espíritu evangélico 3. Debemos subrayar, sin embargo, que la no violencia absoluta es una utopía y que en la práctica, si es cierto que ayuda a resolver ciertos problemas, no se adapta a todos ni a la mayoría de los mismos. Por lo demás, la violencia no es sinónimo del mal absoluto ni siquiera del pecado. El reino de Dios se inscribe en la esfera de un cierto tipo de violentos.

3) ¿Acaso no resulta utópico el discurso moralizador de la Iglesia? Es cierto que en la dialéctica ética-derecho la fe cristiana se sitúa en la esfera de la inspiración ética, no a nivel de la decisión jurídica que estructura la sociedad. En un mundo que no tiene fe y que resulta muchas veces escéptico ante un eventual «derecho natural», no es de extrañar que la moral evangélica o el discurso ,eclesial resulte utópico en gran medida. La Iglesia como fermento de la historia debe hablar si su conciencia le impulsa a ello, aun en ,el caso de que sean escasos los individuos que vayan a beneficiarse de su palabra. Sin embargo, resulta imposible medir la eficacia espiritual o temporal de una palabra auténtica; nuestro problema está ante todo en que la palabra de la Iglesia sea auténtica.

4) ¿Acaso no están lo suficientemente enunciados los «principios eternos»? Al igual que el dogma, y quizá más, la ética debe expresarse en palabras adaptadas a la cultura de los pueblos y de la época. Este hecho ofrece ya un campo de trabajo, especialmente si se está atento a la acción corrosiva de la cultura moderna frente a los verdaderos o pretendidos principios eternos de la moral. Por lo que se refiere a las declaraciones episcopales o papales sería de desear una distinción más clara entre los «textos parenéticos» y los textos normativos; más aún: a) una mayor homogeneidad entre el decir y el hacer, entre el discurso edificante, esotérico y moralizador y la actividad diplomática (realizada las más de las veces en secreto) o política (jamás reconocida como tal: «la Iglesia no hace política»); b) una mayor discreción y un reconocimiento del valor positivo del silencio en muchas situaciones: el demasiado hablar diluye el peso de las palabras en un flujo que atrae cada vez menos la atención de un público bombardeado por mensajes contradictorios, con frecuencia más atractivos que los textos eclesiásticos, que suelen ser muy desvaídos.

5) ¿Estaría justificado dar un salto desde un desprecio del mundo a una absolutización de la vida terrena? Después de haber predicado con cierto exclusivismo «el otro mundo», ¿vamos a atribuir a esta vida biológica, en nombre del evangelio, tal importancia que vendría a desembocar casi en lo absoluto? Es cierto que la vida, la salud, constituye nuestro capital natural más preciado; tenemos lo que somos, cuerpo y espíritu. Sin embargo, la reasunción de los valores naturales lleva consigo el riesgo, en el proceso de secularización en que nos encontramos sumergidos, de una hipertrofia que se apartaría de la tradición cristiana. Por otra parte, el instrumento de la violencia es siempre un instrumento forjado para servir a una liberación. Del proyecto de liberación pasa algunas veces al acto de violencia sin cambiar de manos. «No conviertas tu coche en un arma cuya primera víctima puedes ser tú mismo», reza una frase propagandística exacta. ¿Cómo podría dominar el hombre que controla tan mal los mecanismos de su propia corporeidad las fuerzas naturales que manipula en nombre del «progreso»? Colamos el hierro arrancado a las entrañas de la tierra y, sin embargo, el acero se nos escapa de las manos; ni la naturaleza ni incluso la herramienta que hemos fabricado están sometidas de manera perfecta a la libertad humana: su fuerza de inercia, sus virtualidades no conocidas del todo, un demonio oculto en él hacen al instrumento, al mundo artificial, a la ciudad en que habitamos revolverse contra quienes los han fabricado y contra sus amos. Existen otras consideraciones que subrayan todavía más el valor real pero relativo de la vida humana biológica. Muchos héroes, sabios o fundadores de religiones, como Sócrates y Jesús, «han dado su vida» (Jn 10,18) voluntariamente por una causa grande; incluso la imagen misma del «buen pastor» lo pone de manifiesto (Jn 10,11). De igual manera, los mártires dieron su vida por un bien superior; por otros motivos, ha habido soldados y sabios que aceptaron peligros mortales sin que por ello se les haya censurado.

 

II. EN BUSCA DE UNA VITALIDAD PROFÉTICA NUEVA

La misión profética de la Iglesia se realiza a diferentes niveles: a nivel episcopal de la Iglesia particular, a nivel regional de conferencias episcopales, a nivel universal del magisterio romano; la misión de los cristianos en el mundo lleva consigo igualmente una gran diversificación, según su situación existencial individual o colectiva (los grupos cristianos tienen unos deberes propios en la línea de su vocación o finalidad), sin excluir la especificidad y la radicalidad del testimonio de los religiosos.

A) Ejercicio de la función crítica de denuncia

1) No seamos fariseos. Todo poder de este mundo es violencia latente y la Iglesia, como institución de este mundo, oculta también poder bajo formas y en cantidad que varían de un lugar a otro. Incluso en un país donde la Iglesia católica se ve humillada, debe sentirse solidaria de su presencia en las demás partes del mundo y de su pasado a partir de Constantino (cf. Lc 6,37-42).

2) Seamos evangélicos. Lo que está en juego no son los principios, sino la salvación de seres humanos (Rom 3): el sábado es para el hombre (Mc 2,27). El espíritu evangélico debe animar cualquier aplicación de la ley. Quien tiene responsabilidades en la Iglesia debe conducirse como ministro de la reconciliación (2 Cor 5,18-20). La moral evangélica no es una moral de puros principios que apenas preste interés a los resultados. La muerte violenta, las más de las veces, es el resultado de una opción que se funda en un valor y no el objeto propio de una decisión perversa. Aún no hemos medido toda la distancia que separa a una moral de principios, bastánte ciega por lo demás en lo que respecta a sus puntos de partida, dé una moral que se propone la meta de elegir el menor mal entre varios males cuando no se llegó a demostrar que todos pueden evitarse. Sin embargo, sería necesario no simplificar en exceso las cosas, caracterizando la opción como si hubiera de realizarse entre una moral optimista y una moral pesimista: la moral de principios puede inspirarse en el jansenismo y la moral más atenta a los resultados puede corresponder a una praxis más jovial y progresiva; las dos pueden dar acogida al dogma del pecado original.

3) Seamos realistas. Debemos contemplar los hechos sin ser esclavos de los mismos: la fe nos manda juzgarlos, no ignorarlos. Ejemplos: a) En materia de aborto, la proporción de abortos clandestinos y los peligros a que exponen no obligan a dar una solución, pero constituyen datos del problema. b) En las áreas en que existe el hambre, ¿sería menos digno de atención el niño de tres años, que va tomando conciencia de su sufrimiento y de la muerte que le acecha como destino prematuro e inexorable, injusto e indignante, que un feto quizá inviable o que ciertamente está mal formado? c) No existe ningún modelo histórico conocido de desarrollo económico-social que no lleve consigo de hecho un precio humano elevado de víctimas de todas clases. Anular completamente ese precio de vidas humanas equivaldría a paralizar todo progreso. Con todo, también el estancamiento tiene su precio en sufrimientos y vidas humanas. d) La paz que conoce la historia es siempre una paz imperfecta, insegura, amenazada, hecha a base de concesiones mutuas, de paciencia, tolerancia, de perdón, de aguante de las pequeñas injusticias, así como de ciertos cálculos maquiavélicos. La política del «todo o nada», de lo perfecto, corre el riesgo en este caso de ser estéril y algo puramente verbal.

4) Es necesario tener el sentido de la historia. Debemos colaborar con todos los hombres de buena voluntad para analizar las causas y los mecanismos de la violencia: nuestros principios cristianos no bastan para ofrecer de manera inmediata un remedio eficaz. Así, por ejemplo, en el caso de las contestaciones llamadas no violentas, debemos discernir, sin sentirnos por ello paralizados, las dimensiones políticas, patentes u ocultas, que siempre se dan en una acción concreta; de lo contrario, el resultado efectivo corre el peligro muchas veces de estar en contradicción con nuestras buenas intenciones. La misión del profeta no es gobernar: si se acerca a dialogar con los responsables no es para sustituirlos. Resulta especialmente absurdo disertar hoy día sobre la pena de muerte sin tener en cuenta la madurez del pueblo para quien se habla. No debemos, pues, extrañarnos que naciones o ambientes evolucionados, que un día votaron generosamente por la abolición de la pena de muerte, actualmente lleguen a considerarla oportuna de nuevo, dentro de un contexto preciso y determinado.

B) Por un profetismo más constructivo

1. Pluralismo de vocaciones y responsabilidad propia de los
cristianos.- Si
la moral cristiana no puede reducirse a principios,
mucho menos todavía cabe reducir la misión profética de la Iglesia
a la enseñanza impartida por su magisterio. El esfuerzo crítico y
constructivo de la Iglesia debe ser el hecho de todos los miembros
de la comunidad eclesial. La Iglesia debe ayudar a cada uno a encontrar su vocación peculiar, es decir, a realizar su contribución
original al devenir colectivo: las situaciones forman parte de las
vocaciones. Por otra parte, el Espíritu Santo inspira carismas que tienen una relación concreta con las necesidades de las comunidades y de los individuos de una época determinada: la teología debe afirmar este hecho con confianza, no para favorecer una pereza plácida, sino para agudizar el sentido de las responsabilidades.

Sabemos cuál debe ser la orientación general de la acción de los cristianos. «El deber fundamental del cristiano en la actualidad consiste en ser el portador pacífico de la reivindicación de los oprimidos, el testigo de la miseria, el que proclame las exigencias de la justicia»4. Aunque no podamos decir con Jacques Ellul que «si la violencia se desencadena en alguna parte, la culpa les corresponde siempre a los cristianos», la Iglesia y los cristianos no deben jamás sentirse en paz y en regla frente a la violencia. El evangelio debe ser una fuerza contra la fatalidad de la violencia; el triunfo de esta fuerza no es tanto de orden histórico como escatológico. En esta línea debemos interrogarnos si la misión mesiánica de los cristianos no les estará invitando a asumir sobre sí mismos, en lugar de transferir esta tarea a los paganos y a los no creyentes, el impacto de una violencia que todavía nadie ha llegado a alejar de la historia. No es esto precisamente lo que nos muestra un mapa del mundo, donde resulta que los países ricos son los que engendran una violencia primaria que viene a recaer sobre otros. Esto no quiere decir que la Iglesia es quien debería imponer la no violencia como solución radical y universal. Sin embargo, nos gustaría que no se opusiera tanto a las vocaciones carismáticas no violentas; por ejemplo, en el área de la objeción de conciencia.

2. Pastoral o política de humanización de la vida.-La pastoral de la Iglesia es una lucha contra el pecado porque la Iglesia va buscando valores de vida: de una vida eterna esencialmente, pero con sus apoyos, sus analogados, sus símbolos y sus frutos seculares e históricos. La Iglesia, entregada a las realidades últimas, pero al mismo tiempo comunidad ya presente, no puede despreciar el orden de las realidades penúltimas. Su combate contra el pecado, contra la ignorancia y el error en favor de un humanismo abierto, es una semilla que suaviza las violencias y produce los frutos de una pacificación progresiva. No debe, sin embargo, forjarse ilusiones acerca de su poder sobre los Estados: su poder se centra en los individuos, los únicos sujetos capaces de conversión. El Estado no tiene corazón; lo único que tiene es una política respaldada por una ideología. No puede proponerse ninguna «receta» como solución mágica. Sin embargo, es necesario que en la Iglesia se desarrolle una reflexión sobre las nuevas situaciones humanas; sería ilusorio limitarse a multiplicar de manera sistemática una serie de normas externas a las conciencias. Lo que se echa más en falta es el espíritu, el sentido de lo humano y, especialmente, ese ejercicio de la razón práctica que santo Tomás llamaba prudencia, reina de las virtudes morales.

3. Profetismo y prospectiva.-Los profetas preceden a los moralistas-casuistas porque los primeros, en la fuerza del Espíritu, tienen el oído más fino, la mirada más agudizada, el horizonte más amplio. Sin embargo, cada uno tiene su tarea: la precipitación con que se producen las matanzas, ¿constituye materia de moral o se trata más bien de un destino -signo de los tiempos- que el profeta debe interpretar en términos escatológicos? Cualquiera que sea la respuesta, conviene no confundir el valor con el radicalismo. El radicalismo en la expresión o en la actitud muchas veces expresa una evasión de la realidad, pereza para elaborar el propio discurso' o para adaptar las reacciones personales a una situación compleja, una abdicación que enmascara la agresividad. Para que sea realista, incluso la opción de no violencia, que reviste la mayoría de las veces un gran valor, no puede quedarse en un simplismo de principio. Existen más cristianos radicales que cristianos valientes, porque el radicalismo se encuentra muy a gusto lejos del peligro, mientras que el valor sólo se afirma en el peligro: ¿no estriba ahí una de las razones que explican la escasa eficacia del cristianismo en su combate contra las violencias evitables y nocivas?

En lugar de adelantarse a la conciencia común de la humanidad, lo que hace la Iglesia frecuentemente es sólo seguir sus huellas y con algún retraso. Cuando los hombres de ciencia más lúcidos escriben haciendo severas advertencias sobre el callejón sin salida en que se encuentra el «progreso» técnico actual, en términos generales, los grupos católicos se contentan con seguir repitiendo simplemente la versión idílica de la reconciliación con el mundo de la Gaudium et spes. Por parte de la Iglesia, no se trata, sin embargo, de que se haga eco simplemente de la voz que predomine en el mundo ni de promover la elaboración de una «doctrina social» hasta llegar al refinamiento de una catedral flamígera de la utopía. En un mundo harto de moralismos, la Iglesia, lo mismo que los cristianos, debe evitar dos peligros extremos que podríamos resumirlos de este modo: la fe no tiene nada que ver con las obras; la fe se reduce a un comportamiento altruista.

Aún podría esperarse de la Iglesia, guardiana de la dimensión escatológica de la historia, un mayor sentido de la prospectiva. La convicción que profesa de la inmutabilidad de la naturaleza humana la ha inmunizado excesivamente contra los cambios violentos de las situaciones: no siempre acierta a desvelar la novedad histórica de las situaciones y a sacar de las mismas las consecuencias para su moral. En la materia que nos ocupa especialmente, esta moral no debe reducirse a un conjunto de principios a priori o a una metodología sobre la atribución de las responsabilidades a posteriori: debería prestar una mayor ayuda a la ciudad humana para que ésta pudiera prever los problemas que se le van a plantear mañana con el fin de reducirlos mediante el trabajo y la formación de hoy.

4. Convertir el destino en historia y la historia en Reino.- Hemos procurado evitar cualquier clase de simplismos y, especialmente, el maniqueísmo que acecha muchas veces al moralista a la hora de abordar el tema de la violencia. La Iglesia tiene en nombre de Cristo y del Espíritu palabras de vida eterna; no obstante, frente a los problemas de las relaciones humanas de la ciudad contemporánea, la caridad no nos dispensa de unos planteamientos técnicos y de unas opciones políticas. A este nivel histórico, la Iglesia debe sentirse solidaria de todos los hombres de buena voluntad en su misión de exorcizar el destino, es decir, de transformarlo lentamente en historia, de humanizarlo. Sumergida en el seno de esta historia, donde siempre habrá demasiadas violencias, debe hacer crecer el Reino invisible, no sin esperar que dicho Reino se manifieste a través de signos sensibles. En una obra que expresa la visión llena de sabiduría del fin de una carrera, Arnold Toynbee afirma que él no comprende cómo podrá la humanidad llegar a una auténtica paz sin una revolución espiritual y religiosa 5; todas las Iglesias no son suficientes para aportar una contribución que ayude a los pueblos a purificar su actividad, frecuentemente febril, del «morir desordenado» antes que el Hijo de hombre libere a la humanidad de toda muerte.

H. LEPARGNEUR
Concilium  94, Abril 1974
Traducción: JUAN JOSÉ DEL MORAL

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1. Los accidentes de transporte arrojan una cifra de más de 200.000 muertos por año. Teniendo en cuenta el número de vehículos, los países de mayor mortandad de circulación en carretera son: 1) Brasil (que tiene el primer lugar con mucha diferencia); 2) Alemania; 3) Francia. Por lo que se refiere a la violencia en el mundo, véase Fr. Hacker, Aggression. Die Brutalisierung del modernen Welt (Viena-Munich-Zurich 1971), y R. D. Laing y D. G. Cooper, Reason and Violence (Londres 1964).

2. Cf. H. Lepargneur, Responsabilidade coletiva e pecado: «Revista Eclesiástica Brasileira» XXX, fase. 119 (septiembre 1970) 538-567.

3. Cf. H. Lepargneur, Introdugáo a uma teología da nao-violéncia evangélica: «Revista Eclesiástica Brasileira» XXV, fasc. 4 (diciembre 1965) 220-256, y La haine est un amour décu: «Revue de I'Université d'Ottawa» XXXII-1 (enero 1962) 45-60.

4. J. Ellul, Contre les violents (París 1972) 191.

5 A. Toynbee, Surviving the Future (Oxford 1971).