La resurrección de Jesús

Su Exc. Dr. Gerhard Ludwig Müller, Ratisbona

 

La resurrección de Jesús de entre los muertos y la revelación de la filiación del Verbo del Padre en la naturaleza humana salvada de Jesús de Nazaret es un acontecimiento que no tiene analogías ni casos paralelos.

La experiencia y el conocimiento natural no conocen acontecimientos semejantes. De ahí que se plantee el problema de cómo trasponer ese acontecimiento en el plano del conocimiento y en el lenguaje humano sin cosificar o disolver en el espiritualismo la resurrección de Jesús.

El hombre forma los conceptos a partir de su experiencia del mundo, mediada por los sentidos. Pero, la experiencia del objeto presupone un horizonte no objetivo de la razón humana. La trascendencia de la razón humana es el supuesto metafísico de la formación de los conceptos en general. En el concepto de un ente experimentable como objeto es, por lo mismo, implícitamente afirmada la experiencia trascendental y no objetiva del ser como horizonte del conocimiento y origen de todos los entes. El carácter conocible de Dios se basa en su voluntad de enunciarse a sí mismo en el Verbo divino, que se vuelve experimentable por un medio sensiblemente tangible. La experiencia pascual consiste en el hecho de que Dios se comunica en el horizonte trascendental del conocimiento de los discípulos, por medio del testimonio de sí mismo de Jesús, que se deja ver por los discípulos de manera que pueden reconocerlo como el viviente junto a Dios. El uso de la fórmula teofánica del Antiguo Testamento (cfr. Ex 3,2) deja entender con claridad que las apariciones pascuales son episodios de revelación.

Una telecámara no hubiera podido fijar con imágenes ni sonidos el acontecimiento de la resurrección (cuyo núcleo es la realización por parte del Espíritu Santo de la relación personal del Padre con el Hijo encarnado), ni las apariciones pascuales de Jesús ante los discípulos. Los instrumentos técnicos y los animales no disponen, al contrario de la razón humana, de la posibilidad de vivir experiencias trascendentales y ser interpelados así por la palabra de Dios mediante fenómenos y signos perceptibles por medio de los sentidos. Sólo la razón humana puede ser capacitada por el Espíritu de Dios, en su unidad íntima hecha de categorialidad y trascendentalidad, para percibir, en la imagen cognoscitiva sensible manifestada por el acontecimiento revelador, la realidad personal de Jesús como causa de esa imagen cognoscitiva sensible-espiritual.

Los testigos de las apariciones pascuales no se refieren ni a éxtasis religiosos ni a productos de su fantasía creadora, visiones subjetivas o alucinaciones. Tampoco son víctimas de una imagen precientífica o mitológica del mundo. Ni para ellos el discurso sobre la resurrección fue la manera de expresar una convicción general, según la cual de la muerte nace continuamente la vida.

El testimonio espontáneo de los discípulos tiene que ser valorado seriamente. Las dudas sobre la realidad de la resurrección (S. Reimarus, D. F. Strauss, etc.) y su disminución a una condición subjetiva especial de los discípulos son fruto de un prejuicio ideológico. En el horizonte di una visión deística de Dios y de una imagen mecanicista del mundo, el discurso sobre la resurrección de Cristo de entre los muertos tenía que aparecer necesariamente como la afirmación de un acontecimiento natural milagroso que contradice las leyes de la materia conocidas por las ciencias naturales.

El rechazo de la resurrección de Jesús por parte del mundo helenístico (cfr. Hch 17,31) fue provocado, en cambio, por la idea de que Dios no es el creador de la materia. La realización del hombre precisamente en su corporeidad creada por Dios aparece teológica y antropológicamente absurda fuera del marco de la experiencia bíblica de Dios.

Para los discípulos, en cambio, el contexto hermenéutico en que se puede hablar de la resurrección de Jesús es la experiencia que ha hecho Israel de Dios: Dios es el creador del espíritu y la materia, que se compromete históricamente por el hombre. Es el Dios "que a todos da la vida, el aliento y todas las cosas" (Hch 17,25). Como creador del que toda vida proviene y para el que el hombre ha sido creado, "ha fijado el día en que va a juzgar al mundo según justicia, por el hombre que ha destinado, dando a todos una garantía al resucitarlo de entre los muertos" (Hch 17,31). Esta experiencia fundamental de la realidad trascendente de Dios y de su acción poderosa en la historia constituyen el horizonte que permite comprender la identificación efectiva de Dios con Jesús de Nazaret y su autorevelación en Él como en su propio Hijo (Ga 1,16).

El acontecimiento de la resurrección de Jesús es, pues, trascendente respecto de las posibilidades entitativas y cognitivas del mundo creado. Se vuelve accesible al hombre por medio de la autorevelación de Jesús crucificado, que se da a conocer como el mediador del reino, salvado y vivo junto al Padre. Las apariciones pascuales, que han dado origen a la fe pascual, son el hecho históricamente demostrable del que ha nacido la fe pascual de los discípulos. La resurrección de Jesús no es el retorno de un difunto a las condiciones de la existencia y la vida terrenal del hombre; ni por tanto puede ser visto y conocido de manera natural. Una comprobación de tipo médico-empírico del acontecimiento no es posible ni sería un criterio adecuado para el acontecimiento afirmado.

El conocimiento de la realidad del acontecimiento trascendente es producido por las apariciones pascuales. La fe de los discípulos es el signo históricamente verificable, que remite al acontecimiento pascual, es el signo por medio del cual el acontecimiento pascual se vuelve accesible.

Como el Padre resucita de entre los muertos al mediador mesiánico de su gloria por virtud del Espíritu, revelando así a su Verbo divino (es decir, a su Hijo intradivino) en la humanidad de Jesús (Rm 1,3; 8,11), de la misma manera la unidad de Jesús con el Padre y su entronización en la gloria de Dios son conocibles en el acto de fe humano sólo por medio del Espíritu Santo: "Nadie puede decir: "¡Jesús es Señor!" sino movido por el Espíritu Santo" (1 Cor 12,3).

 

El sepulcro vacío en la tradición pascual

La tradición más antigua de las apariciones pascuales no menciona explícitamente el sepulcro vacío. A lo sumo, puede ser considerado como supuesto implícitamente en las fórmulas prepaolinas de confesión de la fe (1 Cor 15,3-5). Éstas hablan del sujeto Cristo, que murió, fue enterrado y fue resucitado el tercer día. La metáfora de la "resurrección" alude aquí claramente al cadáver que se yergue y a la salvación del sepulcro. El "sepulcro" es el sello puesto sobre la muerte de Jesús y el cadáver es la prueba de que él ha muerto. La resurrección no ha ocurrido, pues, más allá del mundo sino en relación a la historia y el ser de Jesús.

En su predicación pascual, el apóstol Pedro establece una relación entre la acción resucitadora de Dios para con Cristo y la existencia corporal-espiritual de Jesús, que incluye también una acción de Dios para con su cadáver: refiriéndose a la resurrección futura de Cristo, el profeta dice: "Ni fue abandonado en el Hades ni su carne experimentó la corrupción" (Hch 2,31; cfr. Sal 16,10).

En los evangelios sinópticos de la pascua, a diferencia de lo que sucede en el de Juan, las apariciones pascuales son antecedidas por el hallazgo del sepulcro vacío. Los sinópticos conectan literariamente la tradición galilea, que privilegia los relatos de las apariciones, con las narraciones jerosolimitanas del sepulcro vacío, recurriendo al mandato dado a las discípulas de que comuniquen a los apóstoles el anuncio de que Jesús ha de revelarse a ellos en Galilea. Pero tampoco para los sinópticos el sepulcro vacío es la prueba de la resurrección. El sepulcro vacío es un signo que alerta a los discípulos y los guía al encuentro del Señor resucitado.

El hecho de un sepulcro vacío no tiene que ser de por sí interpretado como una resurrección realizada por Dios. Puede ser interpretado también de otras maneras: por ejemplo, como hipótesis de engaño (cfr. Mt 28,11-15) o como ipótesis de muerte aparente, según la cual Jesús, que no habría muerto realmente, se habría reanimado en el sepulcro, habría sido atendido por los discípulos y luego se habría dirigido "a otro país" (la fantasía halló aquí un terreno fértil para fabular numerosas novelas sobre Jesús, cuyo horizonte se extiende de India hasta España).

Que la ida de las mujeres al sepulcro en la mañana de pascuas y el descubrimiento de que el cuerpo de Jesús ya no se encontraba más allí sea un acontecimiento histórico, ocurrido tal como ha sido contado, es algo que podemos soslayar. Esta descripción podría reflejar también la veneración del sepulcro por parte de la comunidad jerosolimitana.

De todas maneras, la poderosa acción de Dios para con Jesús debe de haber incluido también su cuerpo muerto. La constatación de que el cadáver de Jesús se hallaba aún en la tumba habría tremendamente contradecido la predicación pascual. En la Biblia la "resurrección de entre los muertos" no tiene relación alguna con la esperanza universal de una salvación de los justos, de los profetas y de los mártires junto a Dios y su preservación hasta el fin de la historia. La "resurrección" se inserta en el contexto de la esperanza escatológica de la instauración del reino de Dios, que implica la salvación del hombre entero y, por ello, la realización de su corporeidad (cfr. 2 Mac 7,9; Dn 12,2). El hallazgo del cadáver hubiera sido para los adversarios de Jesús la prueba convincente de la no identificación de Dios con el mediador escatológico de la salvación.