VENDRÁ A JUZGAR


"Jesús de Nazaret: lo mataron colgándolo de una cruz. Pero Dios lo resucitó al tercer día... Y nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos" (Hch 10,39-42).

El relato de la pasión nos ha presentado durante todo el tiempo a un Jesús juzgado. Se multiplican los procesos contra él: Anás, Caifás, Pilato. Y no se acaba ahí. El procurador romano se retira, la multitud se dispersa, el tribunal se queda desierto, pero el proceso continúa. También hoy Jesús de Nazaret está en el centro de un proceso. Filósofos, historiadores, cineastas, simples estudiantes de teología: todos se sienten autorizados a juzgar su persona, sus enseñanzas, sus reivindicaciones mesiánicas, a su Iglesia...

Pero las palabras de Pedro que acabamos de escuchar y las palabras que Jesús mismo pronuncia ante el Sanedrín levantan de improviso algo así como un velo, dejando entrever una escena totalmente distinta: "Desde ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la derecha de Dios y venir sobre las nubes del cielo" (Mt 26,64). ¡Qué gran contraste! Ahora todos sentados y él de pie, maniatado; entonces todos de pie y él sentado a la derecha de Dios. Ahora los hombres y la historia juzgando a Cristo, entonces Cristo juzgando a los hombres y a la historia.

Desde que el Mesías llevó a cabo la salvación inmolándose como cordero en la cruz, se convirtió en juez universal. Él "pesa" a los hombres y a los pueblos. Ante él se decide quién cae y quién se mantiene en pie. No hay apelación posible. Él es la instancia suprema. Esta es la fe inmutable de la Iglesia, que sigue proclamando en el Credo: "Y de nuevo vendrá con gloría para juzgar a vivos y muertos. Y su reino no tendrá fin".


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Durante milenios y milenios de vida en la tierra, el hombre se ha acostumbrado a todo; se ha adaptado a todos los climas, se ha inmunizado contra todas las enfermedades. Pero hay una cosa a la que no se ha acostumbrado: a la injusticia. Sigue sintiéndola como algo intolerable. "Esta hambre de justicia y de confesión atenaza las entrañas del planeta y se traduce en erupciones y convulsiones, como esos nudos y esos cólicos de la naturaleza que dieron origen a las cadenas montañosas". De la misma manera que tenemos necesidad de misericordia, así también, y quizás aún más, tenemos necesidad de justicia. Y la respuesta a esa sed de justicia será el juicio. Que no sólo lo exigirá Dios, sino, paradójicamente, también los hombres, incluso los malvados. "El día del juicio universal, no sólo bajará del cielo el Juez, sino que toda la tierra se precipitará a su encuentro" (P. Claudel).

El Viernes Santo es una ocasión muy apropiada para revivir la verdad del juicio final, sin el cual el mundo y la historia se vuelven incomprensibles y escandalosos. Al visitante que llega a la plaza de San Pedro, la columnata de Bernini le parece, a primera vista, un espectáculo bastante confuso. Las cuatro series de columnas que circundan la plaza se presentan como totalmente asimétricas, como un bosque de árboles gigantescos plantados allí al azar. Pero es bien sabido que hay un punto, marcado en el suelo con un círculo, en el que hay que sítuarse. Y desde ese punto de observación, la panorámica cambia por completo y aparece una maravillosa armonía: las cuatro series de columnas se alinean como por encanto, como si fuesen una sola columna. Es todo un símbolo de lo que ocurre en esa otra plaza más grande que es el mundo. En él todo nos parece confuso, absurdo, fruto más bien de un capricho del azar que de una providencia divina.

Ya lo observaba así un sabio del Antiguo Testamento: "Una misma suerte —dice— toca a todos: al inocente y al culpable, al puro y al impuro... Otra cosa observé bajo el cielo: en la sede del derecho, el delito; en el tribunal de la justicia, la iniquidad" (Qo 9,2; 3,16). Y en efecto, en todas las épocas se ha visto cómo triunfa la iniquidad, mientras queda humillada la inocencia. Pero para que no pensemos que en el mundo hay algo firme y seguro, hacía notar Bossuet, a veces vemos lo contrario, o sea a la inocencia en el trono y a la iniquidad en el patíbulo. ¿Y qué conclusión sacaba de todo esto aquel sabio del Antiguo Testamento? "Y pensé: al justo y al malvado los juzgará Dios, pues hay una hora para cada asunto" (Qo 3,17). Así, también él descubrió el punto exacto de observación: el juicio final.


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"El destino de los hombres es morir una sola vez. Y después de la muerte, el juicio" (Hb 9,27). ¡Cómo cambian de aspecto, vistas desde este ángulo, las vicisitudes de la vida del hombre, incluso las que ocurren en nuestro mundo de hoy en día! A diario nos llegan noticias de atrocidades, cometidas contra los débiles y los indefensos, que se quedan impunes. Vemos cómo personas acusadas de crímenes horrendos se defienden con la sonrisa en los labios, traen en jaque a jueces y tribunales y salen libres por falta de pruebas. Como si escabulléndose de los jueces humanos, lo hubiesen resuelto todo. ¡No os servirán de nada, pobrecitos, no os servirán de nada! El verdadero juicio aún no ha comenzado. Aun cuando terminéis vuestros días en libertad, temidos, respetados, incluso con un solemne funeral religioso y después de haber dejado abundantes limosnas para obras piadosas, no os servirán de nada. El verdadero Juez os está esperando detrás de la puerta, y de él nadie se ríe. Dios no se deja corromper. Es terrible caer, en ese estado, "en manos del Dios vivo" (Hb 10,31).

Ya sabemos cómo se va a desarrollar el juicio: "Y entonces dirá a los de su izquierda: Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer, tuve sed y no me disteis de beber, fui forastero y no me hospedasteis, estuve desnudo y no me vestisteis, enfermo y en la cárcel y no me visitasteis" (Mt 25,4 1-43). ¿Y qué será entonces de aquellos que no sólo no dieron de comer al que tenía hambre, sino que se lo quitaron; que no sólo no hospedaron al forastero, sino que hicieron que fuese forastero, desterrado y fugitivo; que no sólo no visitaron al preso, sino que lo metieron injustamente en la cárcel, lo secuestraron, torturaron y mataron?


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Pero hay también otros hechos en nuestra sociedad que nos conciernen a todos. No hace mucho hemos visto cómo es posible que llegue a instaurarse un sentimiento general de impunidad, merced al cual se rivaliza en violar la ley, en corromper y dejarse corromper, con la excusa de que todos lo hacen, de que es una práctica común, de que es el sistema. Pero mientras tanto, la ley nunca se ha abrogado. Hasta que un día se abre una investigación, y llega la hecatombe.

No se habla de otra cosa en nuestros días. ¿Pero hay alguien que se pare a pensar que ésta es, en realidad, la situación en que vivimos más o menos todos, acusados y acusadores, respecto a la ley de Dios? Se violan alegremente, uno tras otro, los mandamientos de Dios, incluso el de no matar, con el pretexto de que a fin de cuentas todos lo hacen, de que la cultura, el progreso y hasta la ley humana ahora lo consienten. Pero Dios nunca ha pensado en abrogar ni los mandamientos ni el Evangelio, y ese sentido generalizado de impunidad es totalmente ficticio y un tremendo engaño. Eso que está ocurriendo ante nuestros ojos es una pálida imagen de otra investigación, mucho más dramática, que pende sobre las cabezas de todos. Pero ¿quién se preocupa por eso?

En el ámbito humano, reaccionamos indignados ante la hipótesis del "borrón y cuenta nueva" que cancele todas las responsabilidades penales, pero luego eso es lo que tácitamente pretendemos que haga Dios con nosotros en el ámbito espiritual: borrón y cuenta nueva de todo. No nos basta con un Dios misericordioso, queremos un Dios que sea también inicuo, que avale la injusticia y el pecado. Total —decimos—, Dios es bueno y lo perdona todo. Si no, ¿qué Dios es ése? Y no pensamos que, si Dios accediese a pactar con el pecado, caería por tierra la diferencia entre el bien y el mal, y con ella todo el universo.

 

No podemos dejar caer en el olvido las palabras que nos han legado las generaciones pasadas: "Dies irae, dies irae... — Día de ira será el día aquel...". Habrá motivos para echarnos a temblar cuando aparezca el Juez para cribarlo todo meticulosamente. "Liber scriptus proferetur — Se abrirá un libro en el que se contendrá todo y en base al cual se juzgará al mundo". ¿Qué libro? En primer lugar, ese "libro escrito" que es la Sagrada Escritura, la palabra de Dios. "La palabra que yo he pronunciado, ésa lo juzgará en el último día" (Jn 12,48). Después, especialmente para los que no han conocido a Cristo, el libro de la propia conciencia. Un libro que saldrá con el hombre del sepulcro, como un diario. "Entonces se revelarán todos los secretos y nada quedará impune — nil inultum remanebit". Será el final de toda la rebeldía humana. No quedará piedra sobre piedra, absolutamente nada.

¿Qué le ha pasado al pueblo cristiano? Antes se escuchaban estas palabras con temor saludable. Ahora la gente va a la ópera, escucha la "Misa de Requiem" de Verdi o de Mozart, se emociona con las notas del "Dies irae", y sale tarareándolas y tal vez hasta imitando sus movimientos con la cabeza. Pero lo último en que se les ocurre pensar es en que esas palabras les atañen personalmente a ellos y que se está hablando también de ellos. O bien, la gente entra en la capilla Sixtina, aquí en el Vaticano, se sienta, contempla el "Juicio Final" de Miguel Ángel y se queda sin respiración. ¡Pero por la pintura, no por lo que en ella aparece pintado! Incluso el adúltero, el ambicioso, el sacrílego se sienta e intercambia comentarios con el vecino. Pero ni siquiera se le pasa por la cabeza que alguno de aquellos rostros llenos de terror tenga algo que decirle precisamente a él. Miguel Ángel sí que estaba subyugado por la realidad ("Venid, benditos... Alejaos, malditos..."); nosotros nos quedamos en la representación.

 

Se ha hablado mucho sobre la restauración del "Juicio Final" de Miguel Ángel. Pero hay otro juicio final que debe ser restaurado cuanto antes: el que está pintado, no en paredes de ladrillos, sino en el corazón de los cristianos. Pues también ése está todo él descolorido y amenazado de ruina. "El más allá (y con él el juicio) se ha convertido en una broma, en una exigencia tan incierta que hasta nos divierte pensar que hubo un tiempo en que ese pensamiento transformaba toda la existencia" (5. Kierkegaard). En algunas basílicas antiguas, el juicio final no se representaba en la parte de adelante, sino en la pared del fondo, detrás de la asamblea. De esa manera, ésa era la visión que la gente tenia al salir de la iglesia y la que se llevaba consigo al volver a la vida. El pensamiento del juicio plasmaba realmente toda la existencia.

De niño vi una escena de una película que ya nunca olvidé. Un puente del ferrocarril se había hundido sobre un río desbordado; a uno y otro lado colgaban en el vacío los dos trozos de la vía. El guarda del paso a nivel más cercano, al darse cuenta, echa a correr al encuentro del tren que viene a toda velocidad, al caer de la tarde, y desde el medio de la vía agita una linterna gritando desesperadamente: "¡Frena, frena, atrás, atrás!"

Ese tren nos representa a nosotros al vivo. Es la imagen de una sociedad que avanza despreocupadamente, al ritmo del Rock and roll, embriagada por sus conquistas y sin saber lo que le espera. La Iglesia tiene que hacer lo que aquel guarda: repetir las palabras que un día pronunció Jesús cuando se enteró de un desastre en el que varias personas habían perdido la vida: "Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera" (Le 13,5). O bien las palabras que los profetas iban repitiendo en su época: "Arrepentíos y convertíos de vuestros delitos, y así no moriréis, casa de Israel" (Ez 18,30.3 1). Éste podría ser uno de los puntos de partida para una nueva evangelización.

Alguien podrá intentar consolarse diciendo que, después de todo, el día del juicio está lejos, tal vez a millones de años. Pero de nuevo Jesús le responde desde el Evangelio: "Necio, ¿quién te garantiza que esta misma noche no te van a pedir cuentas de tu vida?" (cf Le 12,20). Verdaderamente, el Juez está ya a la puerta" (St 5,9). Aún no habremos terminado de exhalar el último aliento cuando habrá llegado el juicio. Un relámpago y se hará la verdad sobre todo. "Juicio particular" lo llama la teología; pero que será también definitivo. Sin posibilidad de revisión.


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Llegados aquí, es preciso disipar un posible malentendido. ¿Por quién suenan las campanas? ¿A quién se le da un toque de atención con estas palabras sobre el juicio? ¿Tan sólo a los incrédulos, a los de fuera? ¡ Seguro que no! "Ha llegado el momento -escribe el apóstol san Pedro- de que el juicio empiece por la casa de Dios; y si nosotros somos los primeros, ¿cuál será el final de los que no han obedecido al Evangelio de Dios?" (1 P 4,17). El juicio empieza, pues, por la Iglesia. Más aún, a quien más le han dado, más le exigirán. También en la Iglesia hay quienes no sirven a Dios sino que se sirven de Dios. Entonces llegará el final de todas la diferencias, incluso entre Iglesia docente e Iglesia discente, entre pastores y ovejas. Tan sólo habrá lugar para una diferencia: entre ovejas y cabras", o sea entre justos y réprobos. La campana —o la trompeta— del juicio sonará, pues, para todos. "Dios no tiene favoritismos" (Rm 2,11). "Todos tendremos que comparecer ante el tribunal de Cristo" (2 Co 5,10).

En el evangelio de Mateo leemos que los sumos sacerdotes, recogiendo las treinta monedas de plata que Judas había arrojado en el templo, dijeron: "No es lícito echarlas en el arca de las ofrendas, porque son precio de sangre" (Mt 27,3ss). Mucho me temo que, en algún lugar, nosotros, los ministros de la Iglesia, no hayamos estado suficientemente atentos y que hayan acabado a veces en el arca de las ofrendas, sin saberlo, dineros y ofrendas que eran "precio de sangre". Así que no sólo el juicio final, sino también el actual, debe empezar por la casa de Dios...


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¿Por qué este severo toque de atención, justo durante la liturgia del Viernes Santo? Porque en la muerte de Jesús se ha anticipado el juicio. "Ahora va a ser juzgado el mundo", dijo él mismo poco antes de la pasión (Jn 12,31). El juicio final no será más que la revelación y la aplicación de este juicio irrevocable, de este "¡no!" absoluto que Dios pronunció sobre todo el pecado del mundo. Hasta el punto de que ahora existe un medio seguro para evitar, si queremos, el juicio futuro y asegurarnos por anticipado su resultado favorable: someternos al juicio de la cruz. El Juez futuro está ahora ante nosotros como Salvador y como Rey Entre el juez y el rey existe una diferencia esencial. El rey, si quiere, puede perdonar: está en su derecho; el juez, aunque no quiera, tiene que hacer justicia: éste es su deber.

Jesús "borró el protocolo —el chirographum— que nos condenaba con sus cláusulas y lo quitó de en medio, clavándolo en la cruz" (Col 2,14). Por tanto, echemos entre los brazos del Crucificado todo el mal que hayamos hecho, ese "libro escrito" que llevamos dentro, listo para acusarnos. Que nadie vuelva a casa con la voluntad de seguir pecando, con un corazón impenitente. Juzguémonos a nosotros mismos, para que no nos juzgue Dios. Al que se acusa, Dios lo excusa; al que se excusa, Dios lo acusa. Dejemos aquí, en el Calvario, todas nuestras rebeldías, todos nuestros rencores, todos nuestros hábitos impuros, toda la avaricia, todas las envidias, todos los deseos de hacernos justicia por nuestra cuenta. Perdonémonos unos a otros, pues está escrito que "el juicio será sin misericordia para el que no practicó la misericordia" (St 2,13). Vivamos la Pascua atravesando este nuevo mar "rojo" que es la sangre de Cristo.

Esta invitación se dirige a todos, incluso a los que la sociedad, yo no sé con qué derecho, da el nombre de "fieras". En el Calvario, estaban con Jesús dos bandidos: uno de ellos murió blasfemando, el otro pidiendo perdón. El recuerdo del primero sigue siendo aún objeto de temor; el del segundo, de bendición y de esperanza. Todos tenemos hoy la posibilidad de elegir cuál de los dos queremos ser para nuestros hijos, para la sociedad, para la historia. Dios te está esperando para mostrar en ti la fuerza de su gracia. "Hay gran alegría en el cielo por un solo pecador que se arrepienta". Pero que se arrepienta de verdad por haber ofendido a Dios y dañado a la sociedad, no sólo para conseguir una reducción de la pena. Después de Cristo, nadie debe ya decir lo que dijo Caín después de matar a Abel: "Mi culpa es demasiado grande para que pueda ser perdonada" (Gn 4,13).


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En un cierto momento del "Dies irae", se da un cambio de tonalidad: el temblor se convierte en una conmovedora plegaria que parece escrita para este día del año: "Recordare, Jesu pie, quod sum causa tuae viae —Acuérdate, buen Jesús, que por mí has venido a la tierra. No me condenes en ese día. Tú me redimiste subiendo a la cruz: que no se desperdicie tanto dolor. Rex tremendae majestatis, qui salvandos salvas gratis, salva me, fons pietatis — Rey de tremenda majestad, tu que salvas gratuitamente a los que se salvan, sálvame, fuente de toda piedad". Sálvanos a todos nosotros, cuando vuelvas en tu gloria para juzgar a vivos y muertos.