+

SEGUIR A JESÚS FIEL HASTA LA CRUZ


«Llegó Jesús con ellos a una propiedad llamada Getsemaní. Dijo a 
sus discípulos: Siéntense aquí mientras yo voy más allá a orar... Y 
comenzó a sentir tristeza y angustia. Y les dijo: Siento una tristeza de 
muerte... Y tirándose en el suelo hasta tocar la tierra con su cara, hizo 
esta oración: Padre, si es posible, aleja de mí esta copa. Sin embargo, 
que se cumpla no lo que yo quiero, sino lo que quieres Tú...» (Mt 
26,36-39).

La espiritualidad cristiana encuentra en Jesús no sólo un modelo de 
seguimiento, sino también un camino de fidelidad a la misión que el 
Padre le había entregado; libremente fiel (Jn 10,18); era «todo amor y 
fidelidad» (Jn 1,14). Seguir a Jesús en su fidelidad al Padre es la 
cúspide del cristianismo.
La fidelidad de Jesús se desenvolvió en medio de una historia, de 
circunstancias concretas, en una sociedad y ante hombres como los de 
hoy, marcados por la mentira y el pecado. Por eso la fidelidad de Jesús 
es conflictiva y dolorosa: tuvo que llevar el peso del pecado y la fuerza 
del mal que se le oponían. Esta oposición fue tan tremenda, que lo 
llevó al fracaso aparente en su vida pública y lo precipitó en el martirio 
de la cruz. La cruz es la prueba de la fuerza, siempre imperante, del 
mal, del pecado, de la injusticia en el mundo. Es también la prueba 
suprema de la fidelidad de Jesús. Su cruz -y la nuestra- no tienen 
sentido sino al interior de la fidelidad a una misión. Por eso hemos 
dicho que no existe propiamente una «espiritualidad de la cruz», sino 
una espiritualidad de la fidelidad y del seguimiento.
Esto nos lleva a entender la cruz cristiana a partir del seguimiento 
de Jesús y de su Causa. Crucificado, Jesús enseñó a sus discípulos y 
a todas las generaciones una nueva manera de sufrir y de morir, al 
interior de una fidelidad a una Causa.

El sentido liberador de la cruz
Pero la cruz tiene una significación particular para los sufrientes, los 
oprimidos y fatalmente resignados. Para ellos, el mensaje de la 
crucifixión consiste en que Jesús nos enseña a sufrir y a morir de una 
manera diferente, no a la manera del abatimiento, sino en la fidelidad a 
una causa llena de esperanza. «El que no carga con su cruz y me 
sigue, no puede ser mi discípulo» (/Lc/14/27), ha dicho Jesús. No basta 
cargar la cruz; la novedad cristiana es cargarla como Cristo (seguirlo). 
«Cargar la cruz» no es entonces una aceptación estoica, sino la actitud 
del que lleva hasta el extremo el compromiso. «Nadie tiene mayor amor 
que el que da la vida por los amigos»... «Jesús, habiendo amado a los 
suyos, los amó hasta el extremo» (san Juan).
Esa es la nueva manera de cargar la cruz que Cristo nos enseña 
con su muerte: transformarla en un signo y fuente de amor y entrega, 
en vista de una liberación siempre incompleta, pero asegurada por la 
promesa.
La absoluta novedad del trágico destino histórico de Jesús es la 
promesa que encierra, promesa que encontrará toda su densidad en 
su resurrección y exaltación junto al Padre. Porque si la cruz es la 
frustración aparente de una promesa, la suprema abyección de Jesús y 
el fracaso de su misión es paradójicamente, al mismo tiempo, el 
momento de arranque de su triunfo.
Los oprimidos y los sufrientes, de todas las categorías humanas y 
sociales, tenderán a proyectar en el crucificado su propia frustración. 
La cruz sería el fracaso de la causa de los justos, de los oprimidos y de 
los que luchan por la justicia; el fracaso de las bienaventuranzas; la 
cruz de Jesús es la de los abandonados; parece que los «pequeños» y 
débiles no pueden triunfar.
Pero si el martirio de Cristo es precisamente el momento en que el 
Padre asume su causa, dándole para siempre la plena libertad de su 
exaltación, y poniendo entre sus manos la libertad de todos los 
hombres, entonces el fracaso de los abandonados de este mundo es 
sólo aparente.
En la cruz de Cristo, el Padre asume y reconcilia a los que sufren el 
abandono y la desesperación como forma suprema de la impotencia y 
de la opresión. Les concede el don de sufrir no como vencidos, sino 
como actores comprometidos con una causa, que es la misma causa 
de Cristo. La identificación de los oprimidos con la cruz no es su 
identificación con el abatimiento de Cristo, sino con su energía 
resucitante que les llama a una tarea. No se trata de «superar la cruz», 
sino de hacer de la misma cruz energía para llevar a cabo las tareas 
que imponen la propia liberación y la de los demás.
Si el mensaje de la cruz es que podemos sufrir y aun morir de una 
manera nueva, es a causa de esta esperanza que nos comunica, pues 
hemos sido llevados a la crucifixión; tenemos, en el Dios crucificado, la 
promesa cierta de que la energía de la Resurrección no dejará 
definitivamente frustrada la tarea de los que sufren y mueren a causa 
de la justicia.
La cruz es el signo de que la causa de los justos y oprimidos, 
aparentemente fracasada, es ya aceptada por el Padre y que, por 
tanto, ellos ya no están abandonados, sino que deben entregarse con 
más fuerza a hacer reinar la justicia, tras las huellas de un Cristo 
crucificado, pero nunca decisivamente abatido.
En Jesús la cruz es su misma misión de liberación de los hombres 
hecha tragedia a causa del pecado de estos mismos hombres, pero 
habitada con la energía de recrear una vez más esta misión de una 
manera transfigurada. La cruz de los oprimidos, de los sufrientes y 
abandonados se da al interior mismo de su propia situación injusta, y 
en el proceso consiguiente de su liberación, hecho fracaso aparente 
por el egoísmo y el pecado, pero con la fuerza de prolongarse hacia 
adelante de una manera siempre nueva.

La experiencia de la fidelidad de Jesús
La fidelidad de Jesús es el camino de nuestra propia fidelidad. La 
fidelidad de Jesús se dio en el tejido histórico de la experiencia humana 
de su entrega a la causa del Padre. Seguir a Jesús no es repetir las 
formas históricas de su fidelidad (absolutamente irrepetibles), sino 
redimir la experiencia de nuestra propia fidelidad, incorporándonos a 
las experiencias de la fidelidad de Cristo por la fe y el amor. La misión 
profética de Jesús pasó por las contingencias y las pruebas de nuestra 
propia misión, y en la experiencia profética del Hijo de Dios 
encontramos la inspiración para nuestro profetismo: ser fieles a la 
causa del Padre en el tejido de nuestra historia. Para eso nos puede 
ayudar la contemplación del itinerario profético del Señor.
En los comienzos de su misión, Jesús conoció momentos de 
prestigio popular, de influencia social, aun de poder. Al comenzar su 
actividad «anunciando la Buena Nueva a los pobres, a los cautivos la 
libertad, a los ciegos la luz, a los oprimidos la liberación y a todos la 
reconciliación» (Lc 4,18), Jesús responde a las expectativas 
mesiánicas del pueblo. Quiere manifestar con signos su poder 
liberador, y se entrega a sanar a los enfermos, los leprosos, los 
atormentados. Multiplica los panes, suministra vino en las fiestas. El 
pueblo lo busca, lo acosa; les basta con tocar su vestido para 
recuperar la salud (Mc 3,10). No le queda tiempo para comer (Mc 
6,30), y para poder orar tiene que huir en las noches a lugares 
solitarios (Lc 4,42; Jn 6,15; etc.).
Es la época de sus grandes discursos a las multitudes. Para 
hacerse oír tiene que subir a los cerros (Mt 5,1) o a las barcas (Lc 
5,3).
Lo siguen por decenas de miles (Mt 14,21). Su visibilidad y prestigio 
alcanzan su más alto grado: Jesús parece responder, como el mayor 
de los profetas, a las aspiraciones populares..., aunque «El no se fiaba 
de la gente, porque sabía lo que hay en el hombre» (Jn 2,25).
En este punto quieren hacerlo rey (Jn 6,15). Para El este momento 
es el retorno de la tentación del desierto, ya que el demonio se había 
alejado «para volver en el momento oportuno» (Lc 4,13). La tentación 
que vuelve una y otra vez durante la actividad de Jesús consiste 
básicamente en institucionalizar su prestigio terrenal a costa del 
modelo de fidelidad encomendado por el Padre. Jesús la rechaza (Jn 
6,15), y al advertir la ambigüedad de la imagen que proyectaba su 
ministerio en el pueblo, decide deshacer el equívoco radicalizando las 
exigencias de su seguimiento, consciente de la crisis que esto 
significaría para el pueblo y para su misión. «Ustedes no me buscan 
por los signos que han visto, sino por el pan que comieron hasta 
saciarse. Afánense no por la comida de un día, sino por otra comida 
que permanece y da vida eterna: es la que les dará el Hijo del Hombre» 
(Jn 6,26ss). Y les habla de la fe. Fe en su Palabra, y en su Cuerpo 
como alimento como condiciones para poder seguirlo y para llegar a la 
verdadera vida y a la verdadera liberación.
El pueblo no está preparado para esto. Sus expectativas eran 
otras: hay una masiva decepción. Jesús es criticado abiertamente (Jn 
6,41), y se hace controversial y conflictivo (Jn 6,52). Aun entre sus más 
cercanos, algunos se alejan (Jn 6,66-70). Y para Jesús, rodeado ahora 
de unos pocos, ha comenzado una nueva etapa. La etapa del 
«empobrecimiento». Es discutido, incomprendido y ha perdido algo que 
a primera vista parecía necesario para su acción: la popularidad. Con 
esto comienza la experiencia más decisiva de su vida, la verdadera 
pobreza del «Siervo de Yahvé». Ya casi no hace milagros, y por mucho 
tiempo se margina de las multitudes. Su discurso cambia notoriamente 
con su nueva experiencia. Habla menos de las expectativas mesiánicas 
y del poder del Reino y más de su seguimiento y de la cruz que éste 
comporta. Anuncia su pasión, las persecuciones y su muerte, que 
presiente cercana.
Para el Hijo de Dios esto no es sólo una «estrategia pastoral». Es el 
fruto de las experiencias del «empobrecimiento», del rechazo, de la 
persecución, que ha acumulado en el camino de su vida no sólo por la 
crisis provocada en el pueblo por las exigencias de su seguimiento, 
sino por su conflicto, ya manifiesto, con los poderes. «No quería volver 
a Judea porque los judíos estaban decididos a acabar con él» (Jn 
7,1).
Jesús «se autoexilia», pues aún no había llegado su hora. Pero su 
suerte estaba echada. Desde el primer momento de su ministerio, en 
que fiel a la voluntad del Padre había anunciado al verdadero Dios y 
había puesto en cuestión el poder imperial y la teocracia religiosa 
judía, Jesús es subversivo para un poder que se quiere endiosado y 
blasfemo para una clase religiosa que propone un dios de la ley y la 
observancia.
El conflicto que ha creado Jesús es religioso fundamentalmente, 
aunque hay siempre latente una tensión con el poder civil. (La masacre 
de Herodes, en su infancia, que lo obliga al exilio en Egipto; la situación 
creada por la ejecución de Juan Bautista, etc. Esta tensión estallará en 
el curso de su última estancia en Jerusalén). Sus perseguidores son 
principalmente los jefes de los sacerdotes y los maestros de la Ley. 
Esta teocracia religiosa primero procura desprestigiarlo, más tarde 
deciden entregarlo a los «extranjeros», al poder romano, como única 
forma de eliminarlo (Mc 10,33). Desde entonces Jesús es un prófugo 
en su propia patria.
Incomprendido por muchos, rechazado y perseguido por la clase 
dirigente, esta experiencia es la que prepara a Jesús para la cruz. Son 
las señales con que el Padre le indica que su hora ha llegado. Jesús 
vuelve entonces decididamente a Jerusalén, a la confrontación final. 
También los apóstoles presienten el desenlace (Jn 11,16) y tienen 
miedo (Mc 10,32).
En este momento, sin embargo, el pueblo se muestra solidario con 
él. Aunque no siempre capaces de ir en su seguimiento, reconocían en 
él al Santo de Dios, que había predicado un reino de fraternidad y de 
justicia, donde «los últimos serían los primeros» y los más 
abandonados eran los privilegiados. Sabían que ésa era la causa de 
su rechazo y persecución por parte de la ocasional alianza de las 
clases dirigentes religiosas y políticas. De ahí que a su llegada a 
Jerusalén una gran multitud lo aclama y lo sigue, y la ciudad se 
alborota (Mt 21,8ss). Y los dirigentes temen al pueblo (Mc 12,12). Para 
poder desprestigiarlo y condenarlo definitivamente ante las gentes, 
deciden acusarlo ante Pilato por motivos políticos.
La solidaridad del pueblo en torno a él revive en Jesús la tentación 
del desierto: la posibilidad de un mesianismo apoyado en el poder y no 
en la profecía. La tentación se presenta más fuerte y dramática que 
nunca. Agobiado por ella, Jesús, en su última noche, se aparta al 
huerto de los Olivos a orar al Padre y renovar su fidelidad a su 
voluntad. Al mismo tiempo, la experiencia angustiante de la persistencia 
del mal y de la fuerza del pecado, que en ese momento parecían haber 
triunfado, alcanzan toda su intensidad. La crisis es tan grave, que el 
Hijo de Dios entra en agonía y transpira sangre (Lc 22,39-46).
Después de esto, la experiencia crucial de la muerte en el abandono 
de la cruz. La fidelidad de Jesús ha llegado al extremo, y su 
resurrección es la prueba de que no fue vana: desde entonces los que 
lo siguen hasta el sacrificio de la cruz pueden transformar esa 
experiencia en fuente de liberación y santidad.

SEGUNDO GALILEA
RELIGIOSIDAD POPULAR Y PASTORAL
Edic. CRISTIANDAD. Madrid-1980. Págs. 298-305