Carta del Arzobispo

A formarse tocan!

Habría que extender a toda la sociedad la voz de mando en el Ejército que ordena alinearse a los soldados, al grito taxativo de: "A formar!" Pero, añadiendo a ese infinitivo el reflexivo se, que comprometa consigo mismo a cada miembro del cuerpo social: A formarse todos! Esa ha de ser, en efecto, la palabra de orden, en un mundo de cambios imparables que nos trae a todos en jaque y sin resuello, incapaces de asimilar lo nuevo y, menos, de incorporarlo al patrimonio anterior.

No es cuestión, digámoslo pronto, de emprender una carrera jadeante para ponernos al día, para estar a la última, intentando mantener como sea una juventud artificial. Dentro de la ola de cambios destaca, en los países desarrollados, el consumismo, casi frenético, de toda clase de productos, también los intelectuales y culturales. Es la obsesión de muchos por no perderse un cursillo, practicar un deporte de moda, hojear y ojear libros sin digerirlos, viajar sin ton ni son para culturizarse y actualizarse. Y no digamos si se traslada esto a los niños, atiborrándoles el fin de semana con aprendizaje de kárate, de danza, de inglés, de alpinismo y una retahila de ofertas. En fin, una selva en la que ha de abrirse paso a veces la misma catequesis de los pequeños, apareciéndoles como una carga más. La formación permanente, que así se llama y de ella se trata, no consiste tanto en saber más cosas como en saberlas mejor; y más que nada, en cultivar nuestra persona en todas sus dimensiones, aunque sólo vayamos a responder de ello ante nosotros mismos. Se trata de estar en forma, para lo que la vida nos demande. Lo cual exige, además de mantener la figura exterior, que también tiene su importancia, enriquecer el espíritu con ideas fecundas, con nuevas capacidades profesionales y con experiencias interiores valiosas; ensanchar las relaciones humanas y crecer, por múltiples caminos, en bondad y en sabiduría.

No se escapa nadie

Aplicado todo ello a la vida cristiana, en todos los estamentos del Pueblo de Dios, hemos de entender la formación permanente en los términos que la describe el Papa en sus tres Exhortaciones famosas, dirigidas sucesivamente al Clero (Pastores dabo vobis, 1992), a los laicos (Christi fideles laici, 1988) y a los religiosos o asimilados (Vita consecrata, 1996). No pretendo comentarlas; baste con recordar que en la primera exhortación diseña Juan Pablo II, con riqueza de conceptos y buena puntería de análisis, el currículo formativo de los ministros de la Iglesia, desde los años primaverales del Seminario hasta el crepúsculo luminoso de su ancianidad.

Al referirse a los sacerdotes, es obligado trazarles las cuatro dimensiones ineludibles de su formación permanente: humana, teológica, espiritual y pastoral. Unos elementos parecidos, salvadas la identidad y las situaciones propias de cada sector de la Iglesia, les son aplicables a los laicos del Pueblo de Dios. Su formación integral ha de prolongarse durante todos los tramos biográficos del varón o la mujer, desde la niñez a la tercera edad, desde el preescolar al título universitario, desde la catequesis infantil hasta el catecumenado de adultos. Pero advirtiendo previamente que, aunque los estudios académicos constituyen un soporte magnífico para la formación integral, ni son siempre necesarios para ella ni tampoco basta con tenerlos.

Saberes y sabores

Para que ésta alcance su madurez, supuesta una base de preparación y de capacidades humanas, lo mismo a nivel de primeras letras que al de graduado universitario, tiene que haberse producido, aunque sea a ritmo lento, un entrenamiento en la vida cristiana, en todos los estratos de la persona: ideas, criterios, valores, sentimientos, experiencia religiosa.

Debo completar o matizar lo dicho sobre la preparación intelectual y teológica. No retracto lo afirmado sobre que ésta no lo es todo y que, si se tiene, tampoco es suficiente. Pero, no me entiendan mal, sobre todo las y los laicos lectores de estas líneas. Los conocimientos son importantísimos, ya que conserva todo su valor el viejo adagio filosófico en latín: Nihil volitum quin praecognitum; (nada puede quererse sin conocerse). Las actitudes y las aptitudes que requiere una buena formación, en el orden personal y en el profesional, se asientan siempre en un buen pedestal de saberes. Saberes científicos y técnicos, que no sobran, sino todo lo contrario; pero, ante todo, saberes humanistas, éticos, estéticos, culturales, sociales, espirituales y religiosos. Saberes convertidos en sabores, que forman, conforman, transforman a la persona. Pónganles nombres y apellidos a los hombres y mujeres que ustedes conocen con este equipamiento formativo, y compárenlos con gentes de su misma edad, profesión y promoción, que se dejan llevar por el continuismo y la inercia. Qué diferencia tan enorme! Verdad?

Afinar el instrumento

De ahí que, aunque pueda darse el caso de un consumismo obsesivo de libros, revistas, y cursillos, para "estar al día", que antes rechacé, me inclino, sin titubeos por la inquietud de quienes, como los virtuosos del violín, viven pendientes de afinar siempre el instrumento para que su música, su vida, les suene a ellos mismos cada vez más bella y, por lo mismo, más significante y atractiva para los demás. Dicho lo cual, vuelvo a lo mío: la formación permanente de los laicos cristianos en nuestro tiempo y en nuestro mundo. Y prueba de que no se trata de un 'hobby' personal del que suscribe, la tienen ustedes en la serie innumerable de cursos de verano que nos anuncian ahora las revistas de la Iglesia: Biblia, teología, catequesis, misiones, espiritualidad, doctrina social, medios de comunicación, pedagogía religiosa, vocaciones, y los mismos campamentos infantiles y juveniles, que ya empieza a haberlos también para adultos.

A formarse tocan!, parece ser el santo y seña de las religiosas y religiosos (por orden de intensidad), del clero joven, de los laicos más despiertos de nuestras Iglesias locales, todos ellos, de uno u otro modo, con las manos en la masa de la pastoral diocesana. Bien es verdad que los cursos de verano son siempre un complemento a la formación de base, una ventana abierta a los horizontes de la Iglesia y a los hombres de nuestro tiempo. Porque la columna vertebral de cualquier formación sólida, a los niveles que fueren, ha de ser, como algunos trenes, de largo recorrido: años y años de catequesis de niños, adolescentes, jóvenes, novios y adultos. Escuelas, donde las haya, de agentes de pastoral, cursos de Teología para laicos y, ya en algunos sitios, centros superiores de cultura religiosa, con diplomatura y licenciatura.

Todo esto adobado con retiros y ejercicios espirituales, con escuelas y grupos de oración, con asambleas pastorales a toda pastilla. Esa es la Iglesia de hoy. Si prefiriera haber nacido en la Edad Media, no está en mi mano concedérselo.

ANTONIO MONTERO
Semanario "Iglesia en camino"
Archidiócesis de Mérida-Badajoz