Hombres y mujeres «de dos tiempos».

Puntos sensibles del acompañamiento espiritual

José A. GARCÍA
Jesuita
Director de Sal Terrae
Valladolid

Introducción

Antes de entrar en materia me gustaría, por respeto al lector y en aras también de una mayor claridad y concreción, centrar bien el objetivo y los límites de este artículo. Lo haré mediante estas tres notas previas:

1ª.) En el ejercicio del acompañamiento, los cómos son fundamentales. Este artículo se centrará, sin embargo, en los qué: «puntos sensibles del acompañamiento espiritual» (algunos, no todos).

2ª.) Esos «puntos sensibles» podrían abordarse en términos esencialistas, es decir, desde planteamientos válidos para cualquier tiempo y para cualquier acompañamiento. Pueden abordarse también de un modo contextualizado, prestando una atención especial a los factores culturales, espirituales y psicológicos que los condicionan. Considerando válidas ambas perspectivas, la de este artículo será claramente la segunda.

3ª.) Al escribir estas líneas pienso fundamentalmente en la gente en formación —religiosos y religiosas, seminaristas, etc.—, pero a la luz, sobre todo, de la experiencia inmediatamente posterior, es decir, de los primeros años de implicación apostólica. Hay un ejercicio de ida y vuelta del que ningún acompañante debería zafarse: pensar el presente de alguien desde su futuro, y al revés. Teniendo, pues, en cuenta estos objetivos y estos límites, he aquí los «puntos sensibles» del acompañamiento a los que me voy a referir:

1. ¿De qué o de quién me recibo? ¿Para qué o para quién existo?

CREATURA/DEPENDENCIA: Todos existimos ante Algo o ante Alguien. Una autonomía radical en la procedencia y en las metas humanas es impensable. El yo humano sólo se hace luminoso para sí mismo desde esa doble lectura: la de recibirse de Otro distinto de sí y la de existir para otra cosa que trasciende su propio yo. Todo comienza ahí. De las diversas lecturas que puedo hacer de mí mismo, de los demás o del mundo entero, hay una que consiste en verme surgiendo del amor de Dios, recibiéndome de él, y en la que todo lo demás lo veo surgiendo también de ese mismo amor.

Ahora bien, un hombre o mujer que se experimenta como «recibido» amorosamente de Otro, es un hombre o mujer que florece en una actitud de confianza, de canto y entrega a ese Otro de quien procede. «Desde el momento en que entendí quién es Dios para mí, supe que ya no podría vivir más que para él», escribió un santo moderno. Una libertad que desciende como don es una libertad que asciende como ofrecimiento. Recibirse totalmente de Dios, consagrarse totalmente a su Reino, parece pues el principio y el fin, el alfa y el omega de las existencias que queremos acompañar: la pasión por Dios en cuanto Dios apasionado por el mundo.

Ahora bien, si lo primero ha de ser Dios, nada hay más importante en nuestra vida y en la vida de aquellos a los que acompañamos que buscarle, amarle y secundar su Sueño sobre nosotros y sobre el mundo en todo lo que somos y hacemos, en la realidad interior a nosotros y también en la realidad exterior. En ese sentido es muy cierta la afirmación de que, más que una fuerza de trabajo en el interior de la Iglesia y del mundo, nuestra vocación es la de ser, en la Iglesia y en el mundo, un «paradigma de búsqueda» de ese Dios. Muy cierta también la llamada de atención de que, cuando lo que hacemos o queremos hacer cobra más importancia que esa búsqueda, hasta llegar a obturarla, ha sonado la más importante señal de alarma. (J. Chittester) No se trata, por tanto, de salirnos del mundo para hacernos esa pregunta por Dios, sino de zambullirnos y mirar más profundamente en él: «¿Quién os ha dicho que me busquéis en el vacío?» Se trata, por el contrario, de que todo se convierta en «medio divino» de esa pregunta por Dios, de esa adoración de Dios, de esa obediencia a Dios. Todo, no algunas franjas de la realidad.

Larga marcha esta de que la pregunta por Dios—«¿Cómo estás, Dios mío, qué quieres de mi?»— se convierta en la cuestión primera y central de nuestra vida. Una realidad cultural y psicológica que presiona en otras direcciones. Mucha incertidumbre sobre cómo ayudar a que esa pregunta se convierta en central y centrante para las personas que acompañamos... Sin embargo, surgen ya algunas preguntas que pueden ayudarnos a orientar el acompañamiento de este primer «punto sensible»:

* Por las reacciones de su vida cotidiana, no sólo por la tematización que hace de su vida humana y de fe, ¿de quién se recibe esta persona a la que acompaño? ¿Se recibe tal vez, y con qué intensidad, de su propia valía, de sus planes para el futuro? ¿Se recibe quizá de sus fracasos o incluso de su pecado? ¿Se recibe de Dios como de su fuente más radical y amorosa—«todas mis fuentes están en Ti»?

* Por su modo de relacionarse espontáneamente con los demás, y no sólo por cómo tematiza su presente apostólico y su futuro, ¿a qué o a quién vive «consagrada» esta persona? ¿Tal vez a su yo, en búsquedas más o menos sutilmente expresadas y perseguidas? ¿Tal vez, y cada vez más, al Sueño de Dios experimentado, orado, obedecido en el interior de su propio corazón?

* Es importante aceptar pacientemente que pertenece al desarrollo psicológico de las personas pivotar durante bastante tiempo sobre los propios poderes, y que los fracasos tienen también durante un tiempo un gran poder dinamizador. El secreto está en ir anunciando otra posibilidad mejor, sin tratar de precipitarla antes de tiempo: que fundamentar el yo en el amor de Dios es mucho más liberador que fundamentarlo en la gloria o la miseria de ese yo; que entregarse a ese Amor es mucho mejor que ahogarse en el amor propio. Hay que esperar, hay que mostrar, hay que alentar sin quemar etapas. Más importante que precipitar la marcha es andar bien el camino...

2. Llamados a... «reproducir la imagen del Hijo» (Rm 8,29)

Desde un punto de vista cristiano está claro: recibirse enteramente de Dios y consagrarse totalmente a su Reino no es una empresa de titanes. Es deseo y decisión de hombres y mujeres transidos de debilidad que, más que en sus propias fuerzas, confían esa posibilidad a los efectos de la gracia en ellos, al poder configurador de un Cristo personalmente amado y seguido. De ese largo proceso me gustaría destacar los siguientes «puntos sensibles», con la mirada puesta siempre en el acompañamiento.

2.1. En el principio era el agradecimiento: «que muestre mucho amor es señal de que se le ha perdonado mucho» (/Lc/07/47)

Nada nos transforma tanto y tan intensamente como la experiencia de agradecimiento: ni la indignación social, ni los principios éticos ni las construcciones ideológicas. Nada moviliza tanto mi libertad —cabeza, corazón y manos—como la experiencia de que alguien me ama y ha hecho cosas grandes por mí. Esta experiencia humana radical hay que aplicarla a las cosas de Dios y a nuestra relación con él. El proceso espiritual cristiano pivota sobre ella, y el acompañamiento espiritual no podrá perderla nunca de vista. Sanación interior y dinamización de la persona tienen en la experiencia del agradecimiento un factor de primerísima calidad.

* Cómo vaya procesando el hombre o mujer que acompañamos su experiencia de pecado, es una cuestión primera y capital, un segundo punto sensible del acompañamiento. Huir de ella -reacción desculpabilizadora- o remitirla al propio yo -reacción culpabilizante- — nos enferma por igual. En el primer caso, porque nos vuelve apáticos y olvidadizos con respecto al sufrimiento que hemos infligido a los demás y a Dios. En el segundo caso, porque esa culpabilización psicológica nos envuelve en un torbellino interior que ni cura nuestro interior ni remedia el mal exterior. ¿Hay alternativa?

* Sí. Mi pecado es histórica y teologalmente real. No quiero ocultarme que incide negativamente sobre la creación de Dios y, por lo tanto, también sobre Dios mismo. Negarlo enferma. Pero en Jesús de Nazaret, en ese icono central de la fe, he aprendido que Dios emerge en mi pecado como misericordia entrañable; no como quien condena sino como quien reconcilia, ama y abre futuros nuevos de libertad... El agradecimiento a un Dios que es así, tan distinto de como lo piensa nuestra instinto «religioso», puede adquirir tal hondura que florezca en una pregunta invasora: ¿qué puedo hacer por ti, que tanto has hecho por mí?

* No me cansaría de recalcar la importancia de acompañar bien este procesamiento teologal de la culpa, tan expuesto a lo peor, pero tan abierto también a lo mejor. Cuando funciona bien, juega papeles de una gran trascendencia en la maduración y dinamización cristiana de las personas. Cuando sucede lo contrario, despliega todo su poder de enfermarnos.

* Se trata, pues, no de jugar al disimulo con la experiencia de pecado de aquellos a quienes acompañamos, disminuyendo su importancia o, por el contrario, exagerándola, sino de ayudarles a vivirla a la sombra de Jesús y confiados en lo que él nos dijo sobre Dios. Zaqueo por un lado, Pedro por otro, o la pecadora de Lucas 7 por otro, son otros tantos ejemplos de cómo afrontar, sanar y convertir en «medio divino» esa inevitable zona oscura de nuestro ser.

2.2. «Y ellos, dejándolo todo, le siguieron» (Lc 5,11)

Si algo especifica la vocación cristiana en su versión sacerdotal y religiosa, es la adhesión incondicional a la persona de Jesús y su seguimiento. Si alguna experiencia está llamada, por tanto, a ser acompañada, es ésa. ¿A qué deberíamos estar especialmente atentos en este tercer «punto sensible» del acompañamiento espiritual?

* A situar esa experiencia en el eje fundamental llamada-respuesta. Nuestra decisión de seguir a Jesús no es acto primero, sino segundo. Es ciertamente una opción nuestra, pero una opción previamente seducida por el Señor. Importa mucho re-colocar bien este esquema, al menos por dos razones:

En primer lugar, porque el «instinto religioso» se empeña una y otra vez, guiado por su propia lógica, en demostrar que, en este asunto de la fe en Dios y del seguimiento del Señor, la aventura la empezamos nosotros y no él. No es así. La aventura de la fe y del seguimiento la empieza él; nosotros no hacemos más que responderle. «Al nuevo Actuar le precede siempre el nuevo Ser», decía Paul Tillich; es decir, Cristo en nosotros. Dejo al lector que imagine la diferencia de vivir sobre un esquema a vivir sobre el otro...

En segundo lugar, porque esta vocación nuestra, en la medida en que quiera ser duradera, honda, consistente, etc., no puede apoyarse en otro eje distinto del mencionado. Estos últimos años nos han ido enseñando muchas cosas al respecto. Nos han enseñado, por ejemplo, que ni el eje de la autorrealización personal, ni el comunitario, ni siquiera el profético, son suficientemente buenos para estructurar radicalmente una vocación. Son inestimables, pero no son «el eje estructurador». El único eje capaz de dar razón de nuestra vocación y de estructurarla últimamente es el eje llamada-respuesta: «Alguien me llama a seguirle en este estilo de vida, y yo le sigo». Paul Ricoeur ha demostrado que el yo de los profetas—y eminentemente el de Jesús— responde a este mismo esquema: es un «soi mandaté», un «soi convoqué». No se trata, es evidente, de destruir otros posibles esquemas vocacionales, sino de articularlos secundariamente en este primero y principal. Sin ellos, éste puede resultar idealista y vacío. Sin él, éstos se vuelven superficiales o inconsistentes. Ahí radica la importancia de acompañar lúcida y pacientemente esta re-colocación.

* A que, otra vez, lo que empuje el seguimiento sea el agradecimiento admirado. Los evangelios narran muchos comienzos, muchas escenas de seguimiento del Señor. Curiosamente en ninguna de ellas es una lógica racional lo que motiva dicho seguimiento. No se sigue a Jesús en primera instancia por razones éticas, ideológicas, de programa..., sino por la admiración o el agradecimiento que provoca el encuentro con él. Es una lógica existencial, no racional, lo que mueve los primeros seguimientos. El propio Jesús aludió como ningún otro a esta dinámica interior del seguimiento en una de las parábolas más cortas y bellas de su repertorio (¿no estaremos tal vez ante una parábola autobiográfica del propio Jesús?): «Un hombre iba por el campo y encontró un tesoro y le produjo tal alegría que lo vendió todo para comprar el campo aquel» (/Mt/13/44).

Enrolarse en el Reino de Dios, siguiendo a Jesús, puede hacerse teóricamente por muchas razones, y no ciertamente malas. Lo que plantea esta parábola, al igual que las narraciones de los primeros seguimientos, es que el Evangelio nos reta a que ese enrolamiento lo produzca una «alegría»: la sorpresa inmensa y el agradecimiento desbordado de que Dios se acerque a nosotros como Padre, como Llamada, como Reino. Lo que más honda y puramente moviliza las energías humanas—ya lo hemos dicho anteriormente—es la alegría. La alegría es otro de los muchos nombres que toma el agradecimiento. Por eso es tan importante acompañar bien el proceso por el que las motivaciones vocacionales, normalmente muy mezcladas y ambiguas, van reconduciéndose hacia ese centro.

* A que el seguimiento de Jesús conjugue bien amor y paciencia, realismo y confianza, implicación y esperanza. ¿Qué amor y qué paciencia? ¿Qué realismo y qué confianza? ¿Qué esperanza? Muchas cosas y poco espacio para expresarlas. Valgan, a modo de rápidas flechas, estas pequeñas observaciones:

No es bueno promover un seguimiento «idealista» de Jesús. Ilusionado, tal vez, y por hondas razones teológicas y humanas. Idealista, nunca. Seguimos a un Jesús pobre, humilde y humillado; a un MesíasSiervo cuya pretensión de nueva Humanidad fue rechazada, con un rechazo tan brutal que le llevó a la Cruz; a un Salvador que crea novedad no a través de su poder, sino de sus heridas; a un Crucificado a quien Dios resucitó. Lo demás es puro engaño: idealismo para hoy, decepción para mañana. ¿Se puede seguir a un Señor así? Por supuesto que sí, pero sólo cuando entra por medio el amor a ese Señor: un amor que es personal, no abstracto; que a través de su persona se dirige también a su Causa; que por ser personal añora también, con esa extraña lógica del amor, la identificación con el destino histórico de aquel a quien amamos... En el seguimiento de Jesús, tan importante como seguir su causa es pelearla con su mismo espíritu. Causa de Jesús y Espíritu de Jesús no son separables. Pues bien, de ese espíritu forman parte muchas cosas, de las que quisiera resaltar solamente las dos siguientes:

Jesús—lo ha hecho notar preciosamente González Faus— conjuga originalmente un fuerte realismo con una profunda mirada esperanzada. Jesús es un realista sin concesiones: de la semilla que siembra el labrador, tres cuartas partes se pierden; llamó «mala» a la gente; no se fiaba de ella, porque sabía lo que hay en el corazón del hombre... Y, sin embargo, nunca se descubre en él una mirada desesperanzada, nada parecido a una desilusión definitiva. ¿No será, tal vez, porque finalmente lo ve todo rodeado y envuelto en la mirada incansablemente prometedora y amorosa de su Padre? Ese «espíritu» que junta realismo y esperanza nos es muy necesario hoy a todos. La desesperanza está a las puertas y va a ser—está siendo—el peor enemigo de aquellos a quienes acompañamos.

La segunda es el modo como Jesús se acerca a la realidad y opera sobre ella. En ese acercamiento y transformación—lo ha hecho notar esta vez W. Brüggemann—, lo primero es la interiorización del dolor del mundo como dolor simultáneo de Dios. A esa interiorización le sigue la conmoción interior, el compadecimiento activo. Y a éste la crítica profética, es decir, la puesta en acto de gestos de liberación, de palabra y hechos que, por inesperados y no fácilmente deducibles, generan un asombro cargado de esperanza. Jesús evangeliza a través de ese triple «momento»—interiorización del dolor y la alegría del mundo; compadecimiento; palabra y acción—que seguramente no es casual, sino constitutivo de toda evangelización. Si esto es así, no cualquier manera de acercase a la realidad y de prepararse para la misión o de estar en ella es, sin más, evangélica. Sea la manera que sea, necesita ser reconducida a ese triple momento de Jesús.

* A que no sea el éxito, sino la fidelidad, la fuente mayor de consuelo. Porque nuestro yo florece exteriorizándose a sí mismo en la relación y en la acción, es casi inevitable que no mida su grado de realidad y realización por los éxitos que acumula en esos dos campos y su grado de frustración por lo contrario.

Es natural, pero es engañoso. Nosotros seguimos a un Señor cuya salvación ha llegado hasta nosotros no por vía del éxito en esos dos terrenos—tenemos que confesar que seguimos a un fracasado—, sino a través de su amor fiel, pobre, resistente, entregado... Ese amor, con sus inevitables heridas, es el que nos ha salvado. Así pues, es el amor lo que salva, no la eficacia o el éxito. Ahora bien, un amor que quiera ser históricamente salvador ha de intentar ser un amor eficaz, y esto tampoco habrá que olvidarlo. Una afirmación no contradice la otra; simplemente invierte su orden. ¿Quién o qué nos ayudará a aceptar esa inversión tan contra-psicológica, tan contra-cultural? Alguien ha notado—mujer tenía que ser—que la pecadora de Lucas 7 no sólo se sitúa «a los pies de Jesús» sino «detrás de él». Esas cosas sólo se aprenden y se aceptan desde esa doble metáfora vital del seguimiento: «a los pies de Jesús y detrás de él». El acompañante no es más que alguien que, al igual que Juan el Bautista, señala a Jesús.

3. Las inevitables «cosas del corazón»

No mencionar la afectividad como uno de los «puntos sensibles» del acompañamiento hoy, sería como vivir en las nubes. Mi alusión a este tema será, por razones de espacio, muy reducida; pero que sea así no implica que sea insignificante. La experiencia me ha enseñado que no lo es. La afectividad no tiene un solo cauce de expresión, es decir, de emisión y recepción de afectos, sino al menos tres. Estar atentos a qué sucede en cada uno de ellos me parece una cuestión capital en el acompañamiento. ¿Por qué tan capital? Simplemente, por el poder expansivo e invasor que despliega lo afectivo y porque esos tres cauces tienen canales de comunicación por los que se transitan mutuamente.

* El primero de esos cauces—emisión y recepción de afectos— es el de la relación con Dios, con el Señor Jesús, con María... ¿Cómo la vive aquel a quien acompañamos? ¿En clave ética, ideológica, estética, religiosa? ¿O también y principalmente en clave afectiva, dejándose visitar por el amor de Dios y amándole a El con todo el corazón, con toda la mente, con todas las fuerzas? (Soy un creciente convencido—permítaseme de paso la confidencia—de que amar a Dios con todo el corazón es la condición indispensable para amar bien a todo lo demás; de que el hombre y la mujer del amor bueno y universal son el hombre y la mujer del Amor único...). La sintomatología de una u otra posibilidad suele ser bastante clara. La reconducción de una a otra no es siempre fácil, pero siempre es posible intentarla.

* El segundo cauce de la afectividad—emisión y recepción de afectos—es el mundo, la gente, la misión... También aquí es fácil detectar si la persona a la que acompañamos se relaciona con el mundo —hombres y mujeres concretos—desde el «trabajo» por ellos o, más radicalmente, desde el «amor» a ellos; desde el miedo a recibir afecto o desde la vulnerabilidad agradecida hacia él; desde la gratuidad o desde la búsqueda compulsiva de respuesta; desde un amor célibemente emitido y recibido o desde un autoenvolvimiento más o menos engañado. Devolver esas señales y alentar nuevas formas de vivir la afectividad en ese terreno, pocas veces es misión imposible.

* El tercer cauce de la afectividad—emisión y recepción de afectos—es la propia comunidad. La experiencia teologal de haber sido no sólo llamados por el Señor (vocati), sino también convocados (convocati), tiene un potencial interior de traducirse en forma de cariño real a la gente con la que vivimos, de apoyo, de afecto dado y recibido. Los síntomas de todo esto son, como sabemos muy bien, mucho más fáciles de percibir que de curar, pero no es imposible intentarlo. Una señal inequívoca de avance en este terreno suele estar en la inversión de esa pregunta crucial: no tanto qué puede hacer la comunidad por mí—y no lo está haciendo—cuanto qué puedo hacer yo por la comunidad—y voy a intentarlo.

4. Somos, como Jesús, seres de dos tiempos, no de uno Entramos ya en la última cuestión, una cuestión que implica todas las anteriores. Permítaseme acercarme a ella a través de una cita del Evangelio, es decir, a través del propio Jesús:

«Los apóstoles se reunieron con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y lo que habían enseñado. Él, entonces, les dice: 'Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco'. Pues los que iban y venían eran muchos, y no les quedaba tiempo ni para comer... Al desembarcar vio mucha gente, sintió compasión de ellos, pues eran como ovejas que no tienen pastor, y se puso a instruirlos extensamente» (Mc 6,30

ORACIÓN

¿Qué aparece de importante para nuestro tema en este pasaje? Aparece, simplemente, que Jesús es un hombre de dos tiempos, no de uno. El primer tiempo es el tiempo de la implicación, del trabajo, del compromiso por los demás. Jesús habló muy claramente de su importancia: «No el que dice 'Señor, Señor', sino el que hace la voluntad de mi Padre». Sin primeros tiempos no hay vida cristiana.

Pero una comprensión total de Jesús no se agota ahí. Él, que «ora a Dios mientras va de camino, se sale con frecuencia del camino para orar a Dios» (M. Legido). Estamos ante los segundos tiempos de los que también está jalonada la vida de Jesús. No precisamente cuando esa vida está vacía de acción, sino cuando está llena. Los segundos tiempos de Jesús aparecen como retirada consciente de la acción. ¿Por qué? ¿Para qué? En primer lugar, porque «hay una clase de demonios que sólo se expulsan con oración y ayuno», como dijo Jesús en una ocasión. Contra toda evidencia, damos fácilmente por supuesto que encontrar a Dios en la vida, adorarle en ella, obedecerle en ella, es una cuestión al alcance de la mano, tanto más fácil cuanto mayores nos vamos haciendo. ¡Mentira! A medida que vamos creciendo, la vida se nos llena de pequeños demonios —toda esa gama de ambiciones, autobusquedas, desengaños, etc.—que actúan de cortina de humo unas veces, y de telón de acero otras, frente a Dios. ¿Tiene este proceso algún reflejo constatable en la vida de aquellos a quienes acompañamos. Creo que sí.

* Es bueno, por ejemplo, que, con el paso de una etapa a otra el joven religioso o religiosa, el seminarista, vaya elaborando planes, proyectos apostólicos, futuros en los que implicarse y para los que va a necesitar una larga formación. Es bueno que vaya creciendo en preparación y autoconfianza de cara a ellos. Pero ¿qué o quién garantizará la «pureza» de esos procesos, necesarios en sí y buenos? ¿qué o quién hará posible que Dios siga siendo en ellos la cuestión primera y principal, sin que el yo ocupe ese centro? Conceder a esa difícil pureza el estatuto de «gracia barata» es hoy una forma de culpable ingenuidad. Así pues, ni encontrar a Dios en la vida es cosa fácil y que se pueda dar, sin más, por supuesta, ni tampoco localizar y expulsar de nuestra existencia esos pequeños diablos de los que se va poblando nuestro yo. La palabra «diablo» viene del griego diaballo, que significa separar. La función del diablo, no lo olvidemos, es separarnos de Dios, de su amor, adoración y obediencia. ¿Cómo? Haciendo que nuestro yo sustituya a Dios en ese centro sagrado del corazón.

* FE/ORACION: La vida de fe tiene un horizonte mucho más abarcante, es cierto, que la vida de oración. Mas aun, no se deja medir por ella. La vida de fe consiste en buscar y hallar a Dios en todas las cosas, no sólo en la oración. Pero, si quisiéramos hacer justicia a Jesús, tendríamos que preguntarnos muchos si lo primero es posible sin lo segundo; es decir, si la hondura, pureza y gratuidad de los primeros tiempos está garantizada sin los segundos. Mi respuesta es inequívoca: ¡no!

En segundo lugar, porque estos segundos tiempos, en lo que tienen de búsqueda y deseo de Dios, de adoración y de escucha, no son contra los primeros, sino a favor de ellos: «al ver a la gente sintió compasión de ellos». Sin los segundos tiempos, los primeros están llamados seguramente a deteriorarse progresivamente. ¿No se nos llena la vida de múltiples constataciones de esta verdad?

* Es muy frecuente que la centralidad de Dios en nuestras vidas se tematice y se viva fuertemente en las primeras etapas de formación —oración regular, examen, acompañamiento formalizado...—y que vaya perdiendo tensión, al menos explícita, en las etapas posteriores. Esta «deriva» suele justificarse frecuentemente como paso del encuentro con Dios en la oración al encuentro con Dios en la vida y, por lo tanto, no en forma de retroceso, sino de avance. ¿Lo es realmente? Mi opinión es que en este punto somos víctimas de muchas trampas.

* Por eso—y con esto termino—una faceta ineludible del acompañamiento espiritual consiste en impulsar pacientemente esta doble integración en las personas a las que intentamos ayudar: la de ser contemplativos en la acción y activos en la contemplación. Hay un tiempo—tiempo primero—en el que estamos llamados a implicarnos en el mundo para amarle a él amando y sirviendo a su Creación: es el tiempo de la contemplación en la acción. Hay otro tiempo—tiempo segundo—en el que uno se va a los «parajes solitarios» para agradecer a Dios la vida y recibirla mejor, para preguntarle por ella, para prepararnos a vivirla con Dios y como Dios: es el tiempo de la actividad en la contemplación. La vida se queda peligrosamente coja y expuesta a todos los «diablos» sin esa doble interacción.

José A. GARCÍA
SAL-TERRAE, 1997, 9. Págs. 629-640