CREADOR DEL CIELO Y DE LA TIERRA

«Por la fe sabemos que el universo fue formado por la Palabra de Dios, de manera que lo que se ve resultase de lo que no aparece» (Hebr 11,3).

«La creación es como la empresa de Dios de crear creadores» (H. Bergson, Les deux sources, 273).

CREACION/RELATO: Seguramente, a más de un lector le habrá sorprendido que no haya hablado de Dios como creador hasta este momento. En realidad, la idea de Dios creador que encontramos en la primera página de la Biblia, tal como ahora la leemos, no era la idea más primigenia de Dios en la conciencia del pueblo de Israel ni tuvo nunca entre los israelitas la centralidad o preponderancia que quizá nosotros estaríamos dispuestos a concederle. Nosotros, herederos de toda una línea de pensamiento que se remonta hasta las especulaciones cosmológicas de los primeros pensadores griegos -y que constituyen el último fundamento de la ciencia moderna-, tenemos un interés particular en explicar los orígenes del mundo en que vivimos. Pero los israelitas, que vivieron durante siglos como nómadas, obligados a luchar para asegurar su pervivencia como pueblo, se preguntaban principalmente por el sentido y el valor de la vida humana.

Según la orientación de la filosofía griega, que por azar de los acontecimientos históricos se entremezcló de una manera inextricable con el pensamiento judeo-cristiano, Dios venía a ser la respuesta a una pregunta curiosa, extrovertida y no comprometida, sobre el comienzo del mundo. Pero, originariamente, el Dios de la Biblia no era ninguna respuesta a una pregunta hecha desde una ociosidad sin problemas, que se entretenía en considerar cómo debió comenzar todo lo que vemos y tocamos. Más bien, Dios es la respuesta a una angustiosa pregunta existencial que atormentaba a todo un pueblo sometido a una continua amenaza de aniquilamiento o de esclavitud. No es difícil comprender que en un caso Dios llegue a ser concebido ante todo como «Causa primera», «Ser Necesario» o «Primer motor» (un Dios de funciones ontológicas y cosmológicas), y en el otro sea Dios concebido como Presencia protectora y liberadora, garante de la justicia y de la dignidad de los hombres y pueblos (un Dios de funciones preferentemente antropológicas y sociológicas). No se trata de que las dos perspectivas se excluyan mutuamente; más bien se complementan y, de hecho, se han de encontrar coincidentes en su planteamiento radical. Por ello es fácil imaginar que Israel, una vez hubo logrado una cierta estabilidad, descubriera a su Dios también como origen y dador de todo lo que, finalmente, podía disfrutar (1).

En Israel, el tema de Dios creador sólo alcanza su pleno desarrollo a partir de la época del exilio (año 587 a.C.), con textos de los profetas de aquel tiempo (Jer 5,22-24; 27,5; Is 40,12-31; 43,1; 45,9-18; etc.), de algunos salmos que proclaman la gloria del Dios creador (Ps 8; 104; etc.) y de algunos pasajes de los libros sapienciales (Job 34,1315; 38-41; Ecli 42,15-26, etc.). Con esto no queremos decir que Israel no tuviera ya antes alguna conciencia de Dios creador. Del hecho de que Israel considerara desde siempre a Yahvé como Señor absoluto de los hombres y sus destinos, se deducía que Yahvé era igualmente Señor del mundo donde se desarrollaban aquellos destinos. Incluso en algunas tradiciones patriarcales de origen antiquísimo ya encontramos a Dios invocado como creador: así, en el extraño pasaje del encuentro de Abraham con Melquisedec, éste bendice al Patriarca con la invocación «Bendito sea Abraham del Dios Altísimo, creador de cielos y tierra», y sigue un juramento de Abraham con la fórmula «Alzo mi mano ante Yahvé, Dios Altísimo, creador de cielos y tierra» (Gen 14,19-22).

Estos textos ofrecen una pista sugerente para descubrir cómo llegó Israel a interesarse por el origen y el sentido del cosmos. Melquisedec era rey-sacerdote precananeo de un «Dios Altísimo», que podía ser como el Dios Supremo de las divinidades cananeas de la naturaleza. Abraham identifica a este Dios con su Dios protector. Mucho después, los israelitas harían una asimilación semejante: el Yahvé que les había liberado de Egipto pasa a asumir las funciones que los mitos cananeos atribuían a los dioses de la naturaleza, sin perder, con todo, las características esenciales de Dios personal. Yahvé, que ante todo había sido Dios de hombres, pasa a ser también Dios del universo, creador y controlador del cosmos. Y todavía más adelante, cuando, con ocasión del exilio, los israelitas entren en contacto con las ideas cosmogónicas y teogónicas de asirios y babilonios, reelaborarán su concepción de las relaciones de Dios con el mundo y, purificando aquellas ideas de los elementos que resultaban incompatibles con el auténtico yahvismo, llegarán a una grandiosa formulación de Yahvé como origen y señor de todo lo que hay en el mundo. Yahvé será el único Señor, Protector y Padre de los hombres, para quienes lo ha creado todo libre y benévolamente.

Ya en el s.V a.C., el genial redactor que dio al Pentateuco la forma que había de ser sustancialmente definitiva, consideró conveniente anteponer, como introducción a los relatos de los patriarcas y de la alianza, dos unidades literarias referentes al origen del mundo y del hombre que representan diversos momentos de la reflexión israelita sobre el tema. La primera unidad se originó en círculos sacerdotales en la época del exilio: es la conocidísima «semana creadora» de Dios, que constituye el primer capítulo del Génesis. La segunda es el conjunto de relatos sobre el paraíso terrenal y el pecado del hombre, que provienen de una tradición «yahvista» más antigua, de la época real. De esta manera, la presentación de Dios como creador, que casi no aparece en el resto del Pentateuco (ocupado sobre todo por la liberación del pueblo y la alianza), pasó a ser la primera idea de Dios que el lector encuentra en la Biblia, y esto había de marcar decisivamente toda la concepción de Dios en la tradición judeo-cristiana.

Creador y Señor de todo: «con su Palabra lo creó todo»

Aunque hay ciertas semejanzas, que saltan a la vista, entre el primer relato de la creación del Génesis y las mitologías teogónicas y cosmogónicas del antiguo Oriente, los especialistas están de acuerdo en subrayar la esencial singularidad y originalidad de Israel en este tema. La Biblia no presenta ningún tipo de teogonía o relato del nacimiento de los dioses, como ocurre en las mitologías orientales, donde los dioses surgen del caos y son como personificaciones de las fuerzas naturales que luchan entre sí (teomaquias), hasta que consiguen un cierto equilibrio de sus respectivos dominios, lo que se traduce en un relativo equilibrio y orden del mundo.

En las mitologías, el mundo se percibe como un conjunto de fuerzas en conflicto, y esto se traduce teológicamente en la concepción politeísta de los dioses de la naturaleza igualmente en conflicto. En la Biblia puede decirse que domina ya el principio monoteísta, incluso antes de que este principio se formulase conscientemente como tal. Hay desde el principio una clara distinción y hasta contraposición entre Dios y la naturaleza. Dios es anterior a la naturaleza y no se confunde con ella. Está por encima de la naturaleza y es causa única de ella. La naturaleza existe gracias a su Palabra creadora: «En el principio creó Dios el cielo y la tierra». Anteriormente a la Palabra creadora de Dios, fuera de Dios, sólo había tohu-bohu, «el desierto y el vacío», designación popular de lo que filosóficamente llamaríamos la «nada». Ni siquiera se sugiere la posibilidad de la existencia de una «materia» previa que ofrezca resistencia o limitaciones a la acción creadora de Dios, como se encuentra en el mito platónico del demiurgo o en los elementos con los que han de luchar los dioses de las cosmogonías orientales. «Con tu Palabra hiciste todas las cosas», dirá el libro de la Sabiduría (9,1). De esa manera, queda muy subrayada desde el principio la absoluta trascendencia de Dios respecto del mundo y de la naturaleza, y a la vez la libertad, la gratuidad, la omnipotencia y la omnideterminación de la acción creadora de Dios. Con su sola Palabra, Dios crea cuando quiere, como quiere, lo que quiere. El mundo no es, por consiguiente, un momento o un aspecto de la evolución de la divinidad. Creado por su palabra libre, no es una emanación o prolongación necesaria de su ser. Israel supera así la mezcla de «teogonía» y «cosmogonía» con que los mitólogos orientales hacen que el nacimiento del mundo sea a la vez el nacimiento de los dioses que personifican las fuerzas naturales. Israel excluye claramente toda forma de dualismo o antagonismo entre Dios y el mundo, entre Dios y la materia o las fuerzas del mal. Dios no ha de luchar con nada ni con nadie para crear, ni existe nada absolutamente en el mundo que no venga de su acción creadora o que quede fuera de su dominio. Dios es Creador y Señor absolutamente de todo. Precisamente por esto, el segundo relato del Génesis tendrá que buscar otra explicación de la presencia del mal en el mundo: la desobediencia del primer hombre.

Si Dios es Creador y Señor de todo, absolutamente todo es bueno, como repite deliciosamente aquella especie de «estribillo», después de cada una de las acciones creadoras: «Y Dios vio que era bueno». Aquí está la base no sólo de un optimismo fundamental -nada puede ser radicalmente malo, ni nada escapa al sentido querido por Dios-, sino también de una verdadera autonomia del mundo. Dios ha dado a las cosas del mundo verdadera consistencia propia. Dentro de una radical dependencia de Dios, el mundo, como realidad finita libremente querida por Dios, es «otra cosa» que Dios; con su estructura y sus leyes otorgadas por Dios, pero distintas del mismo Dios. No es algo propiamente divino o mera manifestación de fuerzas divinas. El mundo no es algo propiamente «sagrado», objeto de veneración o de temor religioso, sino algo que, aunque referido siempre a la acción creadora de Dios, tiene consistencia y autonomía propias. Unicamente de esta forma podrá el mundo ser entregado a las manos del hombre para que éste se haga responsable de él. Y será el buen o mal uso que el hombre haga de él lo que determinará el bien y el mal por lo que se refiere al mundo.

Además, creando por medio de su palabra libre, Dios no queda reducido a un mero principio ontológico o cosmológico del mundo, que en definitiva haría de El una pieza, aunque fuera la primera y fundamental, de la realidad mundana. Dios actúa como ser libre y personal por su voluntad creadora. Sólo si Dios crea así, libremente, se podrá hablar de una historia mundana distinta de la eterna realidad divina. Si Dios crease necesariamente, todo formaría parte de la eterna necesidad divina. Esto y mucho más es lo que está implicado en la primera afirmación, aparentemente ingenua, de que Dios «lo creó todo con su Palabra».

La semana de la creación: «y Dios creó al hombre a su imagen»

El relato de la creación distribuida en seis días tiene una clara intención didáctica o, si se quiere, catequética. No responde a las preocupaciones «científicas» que plantea el hombre moderno, deseoso de saber el «qué» y el «cómo» del origen del mundo. Estas preocupaciones eran ajenas a los antiguos israelitas. El relato responde a la preocupación por el sentido y el valor de las cosas en sí mismas y en relación con el hombre. Por eso, todo el relato está orientado hacia la creación del hombre, que es la finalidad última y el coronamiento de toda la obra creadora. El sentido de toda la narración nos viene dado en las palabras con que acaba el primer capítulo: «Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra y sometedla; dominad en los peces del mar, en las aves del cielo y en todo animal que serpea sobre la tierra... Vio Dios todo cuanto habia hecho, y he aquí que estaba muy bien».

Desde este punto de vista, tendríamos que decir que la primera página del Génesis, más que una lección de cosmogonía, es una espléndida lección de antropologia teológica.

Por tanto, andaría desencaminado quien leyera el primer relato del Génesis como una especie de anticipación de la «prueba cosmológica» de la existencia de Dios. Esta preocupación por «demostrar» la existencia de Dios es, más bien, algo propio de la racionalidad moderna. Para los pueblos antiguos, la existencia de Dios no se «demuestra» propiamente; viene dada como implícita y necesariamente en el mismo hecho de la experiencia primaria de que el mundo y el hombre no son en sí mismos autosuficientes o autoexplicativos, ni tienen en sí plenitud de sentido o de valor.

En cambio, el relato de la creación constituye como el fundamento o la condición de posibilidad de toda la concepción central del Antiguo Testamento sobre la alianza de Dios con los hombres. Explica cómo el hombre recibe de Dios una autonomía y una responsabilidad sobre el uso de todas las cosas creadas, que le convierten en un interlocutor responsable, en un «tú» delante de Dios creador. Dios crea el mundo con el designio de hacer una alianza con el hombre, con referencia al uso de las cosas del mundo. Esto es lo que diferencia la fe de Israel de las cosmogonías de los pueblos contemporáneos. Israel recoge muchos rasgos particulares de aquellas cosmogonías, pero los selecciona y los reelabora de manera que sirvan para expresar su concepción religiosa central: que Yahvé no es un Dios de cosas, sino un Dios de personas.

La distribución de la obra creadora en seis días responde -como decíamos- a una intención pedagógica. Por una parte, ofrece el marco para una clasificación de las diversas categorías de realidades mundanas, notando cómo todas ellas proceden de Dios y están al servicio del hombre. Esto era importante en el contexto de la polémica que los israelitas habían de mantener con las religiones astrales y naturales de su entorno. Los astros y las fuerzas de la naturaleza no son dioses, sino la obra del único Dios puesta al servicio del hombre. Por otra parte, proporcionaba una base religiosa a la institución antiquísima de la semana como medida básica del tiempo, con el séptimo día como día de reposo, reforzada con las connotaciones que tenía el número siete como número perfecto.

D/RIVAL/H: La originalidad de la religión israelítica como religión de un Dios de personas se manifiesta por el lugar absolutamente central que el hombre ocupa en la creación. Dios no aparece nunca como rival del hombre, hostil o celoso de sus privilegios. Al contrario: Dios es el principio generoso y benévolo que crea al hombre a su imagen y le hace su representante y administrador en el uso de la creación. (No está de más recordar cómo Jesús valorará la figura del administrador en sus conocidas parábolas evangélicas). La gloria y el gozo de Dios es que el hombre viva como imagen suya: «gloria Dei vivens homo» (S. Ireneo). «La creación es como la empresa de Dios de crear creadores» (·Bergson-H). Por parte de Dios, la creación está acabada: «Así fueron concluidos los cielos y la tierra... y el séptimo día cesó Dios de toda la tarea creadora... y descansó» (Gn/02/01-02). Dios no crea de nuevo, ni se han de esperar nuevas intervenciones de Dios en el orden creacional, a pesar de que sigue siendo su voluntad y su fuerza creadora la que permanentemente mantiene la creación en su ser. En adelante será el hombre el creador de sentido -o también, desdichadamente, el destructor o negador de sentido- con lo que Dios, en su descanso, ha dejado en sus manos. Las intervenciones de Dios a partir de aquel momento sólo serán de orden relacional y dialogal con el hombre. Dios se manifestará únicamente hablando con el hombre responsable de la creación, interpelándolo, estimulándolo, exigiendo o corrigiendo y castigando para que la creación tenga sentido y no se eche a perder.

Así el hombre queda constituido como ser relacional-dialogal con Dios sobre la creación. El bien del hombre estará en el ejercicio adecuado de esta responsabilidad desde aquella relación; y no -como veremos en seguida en el relato de la caída- en una pretendida independencia soberana que no corresponde a su realidad. Vale la pena considerar aquí un texto de ·Marx-KARL que manifiesta una comprensión muy inadecuada de la realidad del hombre en el mundo: «Un ser solamente se puede considerar independiente cuando es amo de sí mismo; y sólo es amo de sí mismo cuando no debe su existencia más que a sí mismo. Un hombre que vive por gracia de otro ha de considerarse a sí como dependiente. Vivo por gracia de otro cuando le debo no sólo el mantenimiento de mi vida, sino que, además, él ha creado mi vida y es fuente de mi vida. Cuando mi vida no es mi propia creación, su fundamento ha de estar necesariamente fuera de ella» (2).

H/DEPENDENCIA: Estas palabras pueden ser válidas si se entienden respecto de la dependencia «amo-esclavo» entre hombres. Precisamente una de las primeras consecuencias que se han de sacar de la doctrina de la creación es que, si todos los hombres son igualmente creados por Dios y son igualmente objeto de su amor, ningún hombre puede ser verdaderamente señor de otro (y así lo entendió, al menos en principio, la ley israelita, contraria a toda forma de servidumbre o esclavitud, en instituciones como la ya mencionada del jubileo: «De Yahvé es la tierra y cuanto hay en ella, el mundo y los que en él habitan»: Ps 24,1). Pero, si Marx tiene razón cuando quiere excluir toda dependencia de servidumbre, ya no la tendría si esto se extendiera hasta poner la esencia del hombre en la absoluta y total independencia. El hombre es de hecho -y la experiencia lo confirma en cada momento- un ser relacional y dependiente de sus relaciones con los otros y, en última instancia, del fundamento de todas aquellas relaciones, que es Dios creador. No es la independencia lo que hace al hombre ser hombre, sino la adecuada realización del sistema relacional del que necesariamente vive y se sustenta. El hombre más feliz no es el que tiene menos dependencia o necesidad de los otros, sino el que vive en la interdependencia de una comunión libre y amorosa, donde cada uno ejerce su propia autonomía en el mutuo dar y recibir, que es la trama esencial de nuestro vivir humano. Quien ama sabe que no es en la independencia donde mejor se realiza, sino en la libre dependencia de la comunión, en la que considera el bien del otro como bien propio y sabe que no puede conseguir el bien propio más que como don gratuito del otro que corresponde a su amor.

AUTONOMIA/DEPENDENCIA: Desde esta perspectiva de una comunión libre y amorosa es como se ha de entender la relación creacional de Dios con el hombre. Autonomía humana y dependencia de Dios no son dos magnitudes contrarias, de modo que el incremento de una implique la disminución de la otra. Al contrario, cuanto mayor sea la autonomía del hombre, mayor es su dependencia de Dios, que es quien se la concede. No se puede decir de una piedra que tenga verdadera autonomía, y por esto mismo se ha de decir que es menos «dependiente» de Dios que el hombre, a quien Dios le ha concedido el don de la libertad y de la responsabilidad. Y aquí llegamos al aspecto seguramente más profundo y misterioso de la doctrina de la creación. Podríamos decir que por la creación amorosa y gratu¿ta Dios se man¿fiesta no sólo como omnipotente, sino como débil, con la debilidad de amar a su creatura. No sé dónde leí un proverbio que dice que «el que ama más aparece siempre como el más débil»; aunque, a la larga, es el único que triunfa. El teólogo ·Moltmann-J habla del acto creador como de un acto de «autolimitación de Dios» (3). Ya la mística judía medieval habría dicho que la existencia del mundo sólo era posible gracias a una especie de «repliegue de Dios» y de su absoluta omnipresencia. En efecto, si «Dios lo es todo», ¿cómo puede llegar a existir algo que no sea Dios? ¿Cómo puede crear Dios «de la nada» o «en la nada», si la nada no puede existir, ya que el ser divino, de por sí, lo es todo, lo llena todo, lo penetra todo? La mística judía respondía que, como primer momento o aspecto del acto creador, Dios ha de abrir como un espacio del que él mismo se retira, un «lugar místico primigenio» de alguna manera vacío de Dios, donde pueda existir el «no-Dios», la creatura, y donde Dios se pueda comunicar y revelar al «no-Dios», entrando así en relación con la creatura. El primer momento de la creación no es una acción ad extra, hacia fuera, sino ad intra, hacia el interior de Dios, por la que él se autolimita libremente para poder hacer existir lo «no-Dios». Es un acto de ocultamiento, de retirarse, de debilidad y humildad amorosa de Dios para con la creatura. Hablando a nuestra manera, previamente a la creación, Dios era absolutamente omnipotente, porque no había nada fuera de él que lo limitara; pero después de la creación ya no es omnipotente de la misma manera: ha de contar con el hombre, no puede prescindir de él, porque lo ama.

OMNIPOTENCIA/DBD DEBILIDAD/OMNIPOTENCIA La omnipotencia no se manifestará como un dominio despótico y arbitrario, sino como una relación amorosa con la debilidad creada, que comportará lo que la Biblia sólo puede describir como momentos de exultación, de ira, de arrepentimiento de haber creado y de reafirmación de la fidelidad de Dios para con la creatura. Una fidelidad que le llevará a enviar a su eterno Hijo en persona al mundo creatural y a dejarle morir en manos de la creatura. Ciertamente, Dios no tenía ninguna necesidad de crear; pero, una vez que decidió crear libre y gratuitamente, resulta verdadera la afirmación del místico Angel Silesius cuando decía: «Dios tiene tanta necesidad de mí como yo tengo de él». No con una necesidad física u ontológica, pero sí con la libre necesidad del amor.

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1. Lo que decimos se ha manifestado a veces en la contraposición -hecha clásica por Pascal- entre el «Dios de los filósofos» y el «Dios de los Patriarcas», y más modernamente entre el acceso «teo-ontológico» y el acceso «existencial» a Dios. Contraposiciones que parecen válidas en la medida en que no se extremen hasta una irreductibilidad absoluta. Sin embargos parece que se ha de afimmar que, desde la perspectiva judeo-cnstiana, es el acceso existencial el que nos lleva más al fondo de la realidad de Dios, mientras que el acceso meramente ontológico o cosmológico pemmanecería truncado, y a la larga puede resultar aberrante, como en el caso del deísmo. Sobre este tema puede verse mi trabajo ya citado: «El ídolo y la voz», en la obra colectiva La justicia que brota de la fe, Santander 1982, pp. 63ss.

2. K. MARX, Manuscritos de Economía y Filosofía, Madrid 1969, p. 164. Sobre este texto de Marx y sobre lo que vamos diciendo sobre la creación, recomiendo la lectura del primer capítulo de la reciente obra de J.l. GONZALEZ FAUS, Proyecto de hermano, Santander 1987, especialmente p. 66.OJO

3. J. MOLTMANN, Trinidad y Reino de Dios, Salamanca 1983, pp. 124ss.

JOSEP VIVES
SI OYERAIS SU VOZ
EXPLORACION CRISTIANA DEL MISTERIO DE DIOS
Sal Terra.Col. Presencia Teológica, 48
SANTANDER 1988, págs.77-85