Cómo
nace un movimiento*
*
Se trata de apuntes de una conversación mantenida con don Giussani en
la reunión internacional de los responsables de Comunión y Liberación
en agosto de 1989, ahora recogida en L. Giussani, L'avvenimento
cristiano,
BUR, Milano 1993, pp. 29-50.
¿Cómo
nace la experiencia del movimiento de Comunión y Liberación? ¿Cuáles
son los factores que la han hecho surgir? ¿Cuál es, todavía hoy, el
punto de origen? Nos interesa conocer también cómo ha sido para
usted el inicio.
Me resulta arduo responder una vez más a esta pregunta, puesto que ya
se encuentra publicado un testimonio acerca de todo lo que concurrió
en el origen y posterior desarrollo de nuestra experiencia (cfr. El
movimiento de Comunión y Liberación, entrevista a don Giussani a
cargo de Robi Ronza, publicado en Encuentro, Madrid, 1987). Pero también
es verdad que de aquello que se ama siempre se puede hablar: aún
repitiéndose, se dicen cosas nuevas, porque el corazón verdadero es
siempre nuevo.
¿Cómo nace un movimiento? ¿Cómo nace una experiencia cristiana?
Por medio de un testimonio, por un don del Espíritu Santo. Insistiré
sobre esto más tarde.
Un diario de gran difusión nacional ha vuelto a desenterrar
recientemente la figura de Andrea Emo como la de un gran pensador
ignorado, publicando una antología de pensamientos suyos entre los
que figuraba éste: "La Iglesia ha sido durante muchos siglos la
protagonista de la historia. Después ha asumido la parte no menos
gloriosa de antagonista de la historia. Hoy es solamente la cortesana
de la historia". Nosotros no queremos vivir la Iglesia como
cortesana de la historia. Si Dios ha venido al mundo no es para ser
cortesano, sino redentor, salvador, punto afectivo total, verdad del
hombre. Ésta es la pasión que nos alimenta y determina todas
nuestras acciones. En la contingencia de una decisión, evidentemente,
uno se puede equivocar, pero actuamos con una única finalidad: que la
Iglesia no sea cortesana, sino protagonista de la historia. Esta
inmanencia de la Iglesia a la historia comienza en mí, en ti, allí
donde estoy, allí donde estás.
En un reciente discurso del Papa a los jóvenes en Escandinavia, hay
una frase que resume -para nosotros mismos y, por lo tanto, para los
demás- el contenido íntegro del mensaje que queremos gritar a todo
el mundo. "Como todos los jóvenes del mundo", dice el Papa,
"vosotros vais en busca de lo que es importante y central en la
vida. Aunque algunos de vosotros estéis distantes desde el punto de
vista geográfico, y algunos puedan estar incluso lejos de la fe y de
la confianza en Dios, habéis venido aquí porque buscáis
sinceramente algo importante sobre lo que basar vuestra vida. Queréis
establecer raíces sólidas y percibís que la fe religiosa es parte
importante para la vida plena que deseáis. Permitidme deciros que
comprendo vuestros problemas y vuestras esperanzas. Por esto deseo
hoy, jóvenes amigos, hablaros de la paz y de la alegría que se
pueden encontrar no en el poseer, sino en el ser. Y el ser se afirma
conociendo a una Persona y viviendo según Su enseñanza. Esta Persona
se llama Jesucristo, nuestro Señor y Amigo. Él es el centro, el
punto focal, Aquel que reúne todo en el amor".
Si es lícito, querríamos repetir: "Nosotros no conocemos nada
fuera de esto".
"Y el Verbo se ha hecho carne"
¿Cómo apareció en mi horizonte esta verdad de tal forma que, de
improviso, abrazó mi vida? Yo era un jovencísimo seminarista en Milán,
un chico honrado, obediente, ejemplar. Pero -si mal no recuerdo lo que
dice Concetto Marchesi en un texto suyo sobre literatura latina-
"El arte tiene necesidad de hombres conmovidos, no de hombres
reverentes". El arte, es decir, la vida -si quiere ser creativa,
o, mejor, si tiene que ser "vida"-, tiene necesidad de
hombres conmovidos, no de hombres reverentes. Y yo había sido un
seminarista muy reverente, salvo un paréntesis en el que el poeta
Leopardi, durante un mes, me tuvo más "enganchado" que
nuestro Señor.
Como escribió Camus en sus Cuadernos: "No es a través de los
escrúpulos como el hombre llegará a ser grande. La grandeza viene
por gracia de Dios, como un bello día". Para mí todo sucedió
como la sorpresa de un "bello día", cuando un profesor del
bachillerato -yo tenía 15 años- leyó y explicó la primera página
del evangelio de san Juan. Entonces era obligatorio leer esta página
al final de cada Misa; por lo tanto, la había oído miles de veces.
Pero aconteció el "bello día": todo es gracia.
Como dice Adrienne von Speyr, "La gracia nos inunda. Esto
constituye su esencia [la gracia es el Misterio que se comunica; la
esencia de la comunicación del Misterio es que nos inunda, nos
penetra]. Ésta no aclara punto por punto, sino que irradia su luz
como el sol. El hombre sobre el que Dios se prodiga a sí mismo
debiera verse preso de un vértigo tal que le hiciera ver sólo la luz
de Dios y no ya sus límites, la propia debilidad [por esto es innoble
la actitud de quien se escandaliza del entusiasmo de un joven al que
le ha sucedido el "bello día"]. Debería renunciar a todo
equilibrio (buscado por sí mismo), debería renunciar a un diálogo
entre sí y Dios como dos partner, y ser un sencillo receptor con los
brazos abiertos que no logra aferrar, pues la luz se esparce sobre
todo y permanece inaferrable, y representa mucho más de lo que pueda
acoger nuestro movimiento".
Después de 40 años, leyendo este fragmento de von Speyr, he
percibido lo que me sucedió cuando aquel profesor explicó la primera
página del Evangelio de san Juan: "El Verbo de Dios, o bien
aquello en lo que todo consiste, se ha hecho carne", decía,
"por esto, la belleza se ha hecho carne, la bondad se ha hecho
carne, la justicia se ha hecho carne, el amor, la vida, la verdad se
han hecho carne: el ser no está en un más allá platónico, sino que
se ha hecho carne, es uno entre nosotros". Me acordé en aquel
momento de una poesía de Leopardi, estudiada en aquel mes de
"fuga" cuando empezaba el bachillerato, titulada A su dama.
Era un himno dedicado no a una de sus "amantes", sino al
descubrimiento que había hecho de improviso -en ese vértice de su
vida después del cual decayó- de que lo que buscaba en la mujer
amada era "algo" más allá de sí misma. Este himno bellísimo
a la mujer termina con una apasionante invocación: "Si de las
eternas ideas / tú eres una a la que de sensibles / formas no viste
el saber eterno, / ni entre caducos restos / probar las ansias de fúnebre
vida, / o si otra tierra, en los excelsos giros, / entre mundos innúmeros
te acoge, / y más bella que el sol te ilumina / próxima estrella, y
aire más benigno / respiras, de aquí, donde la vida / es breve y
desdichada, ven, recibe / de este ignoto amante la canción". En
aquel instante pensé que esta poesía de Leopardi era, 1800 años
después, mendigar aquel acontecimiento que había acaecido ya, y que
anunciaba san Juan: "El Verbo se ha hecho carne". El ser
(belleza, verdad) no sólo no ha "desdeñado" revestir de
carne Su perfección ni llevar los afanes de la vida humana, sino que
ha venido a morir por el hombre: "Vino entre los suyos y los
suyos no le acogieron", llamó a la puerta de su casa y no le
reconocieron.
Y esto es todo. Porque mi vida desde muy joven ha estado literalmente
impregnada de este hecho: ya sea como memoria que de forma persistente
golpeaba mi pensamiento, ya sea como estímulo para una valoración
nueva de la banalidad cotidiana. El instante, desde entonces, no fue
ya una banalidad para mí. Todo lo que era -por tanto todo lo que era
bello, verdadero, atrayente, fascinante, aunque fuera como
posibilidad- encontraba en aquel mensaje su razón de ser, como
certeza de presencia y esperanza movilizadora que hacía abrazar todo.
Por aquel entonces tenía sobre la mesa de estudio una figura de
Cristo de Carracci, bajo la cual había escrito la frase de Möhler
(el famoso portaestandarte del ecumenismo, del cual había leído en
el colegio la Simbólica y otros escritos): "Pienso que ya no
podría vivir si no Le oyera hablar de nuevo". Ahora, cuando hago
examen de conciencia, me veo impelido a pedir a la misericordia de
Cristo, a través de la piedad de María, que me haga volver a la
sencillez y al coraje de entonces. Porque cuando un "bello día"
sucede e inesperadamente se ve algo bellísimo, uno no puede dejar de
contarlo al amigo cercano, no puede no gritar: "¡Mirad allí!".
De esta forma sucedió.
Studium Christi
Sucedió ya en el seminario, con los compañeros de pupitre, en una
clase en la que éramos muchísimos. Un grupo de nosotros se unió
-porque en la obra siempre se da la misma ley: algunos se vuelven más
próximos, se sienten afines a tu visión, a tu corazón, a tu vida- y
nació el verdadero primer grupo del movimiento, al que llamamos
Studium Christi. Una vez al mes -después cada quince días- hacíamos
una especie de hojas en ciclostil tituladas Christus, en las que cada
uno daba testimonio de alguna observación particular sobre la relación
entre la presencia de Cristo y cualquier cosa que le interesara: el
estudio, los acontecimientos, etc. Otro grupo de compañeros ironizaba
sobre nuestra tentativa; este grupo cuajó y se autodenominó Studium
Diaboli. Dentro de la libertad todo es posible. Pero después de un año
y medio, el rector del seminario (que más tarde sería cardenal en
Milán) me llamo y me dijo: "Lo que hacéis es algo bellísimo,
pero divide a la clase y no debéis hacerlo más". Cuando era
obispo en Milán contaba, exagerando poéticamente el asunto conforme
a su temperamento, que una tarde de invierno, mientras los
seminaristas íbamos en masa al comedor, estando él detrás de
nosotros sin que nos diésemos cuenta, yo dije a los que estaban junto
a mí: "El rector nos ha matado al "Cristo"" (yo,
a decir verdad, no recuerdo haberlo dicho).
Sin embargo, se trata de acontecimientos que no se pueden detener.
Aquella semilla que he descrito animó nuestra amistad durante la
estancia en el seminario, nos impuso la elección de los autores que
íbamos a leer, se convirtió en el motivo de que prefiriéramos a
ciertos autores (por ejemplo Möhler, Soloviev, Newman, teniendo en
cuenta lo que podíamos comprender), y animó nuestro estudio de la
Teología, que no se quedó ciertamente como una doctrina
cristalizada.
"Vino entre los suyos, y los suyos no le acogieron"
Después de algunos años, siendo profesor en el mismo seminario teológico,
me encontré un día en el tren con un grupo de estudiantes y comencé
a discutir con ellos sobre cristianismo. Era tan grande su extrañeza
respecto a las cosas más elementales del cristianismo que surgió en
mí como un ímpetu irrefrenable el deseo de darles a conocer lo que
yo había conocido, para que también para ellos surgiera el
"bello día". Por esto abandoné, a instancias del rector,
la enseñanza en el seminario (de hecho, me dedicaba más a los jóvenes
que a la preparación de las clases) y opté por dar clase de religión
en los institutos públicos.
Recuerdo perfectamente aquel día tan importante para mi vida.
Mientras subía por primera vez los cuatro escalones que hay desde la
calle a la puerta del liceo "Berchet" de Milán, me decía a
mí mismo: "Vengo aquí para dar a estos jóvenes lo que se me ha
dado a mí". Me lo repito siempre, porque esta es la única razón
por la que hemos hecho todo lo que hemos hecho (y seguiremos haciéndolo
mientras Dios quiera). La única razón de todo nuestro actuar es que
Le conozcan, que los hombres conozcan a Cristo. Dios se hizo hombre, y
vino entre los suyos: que los suyos no Le conozcan es el pecado más
grave, es, sin comparación, la mayor injusticia.
Cristo, centro del cosmos y de la historia
"Cristo, centro del cosmos y de la historia". Cuando escuché
a Juan Pablo II repetir en su primer discurso esta frase (la misma
frase, literalmente, lo pueden atestiguar mis amigos de entonces, había
sido desde el comienzo texto habitual en nuestra meditación), la
emoción que sentí despertó en mí el recuerdo de toda la dialéctica
que se había desarrollado entre los jóvenes y yo y entre los mismos
jóvenes en la escuela, y el recuerdo de la tensión profunda con que
nos reuníamos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Repetía siempre a los chicos: "Venid y veréis", o
"Veréis cosas mayores que ésta", como dice Jesús en el
Evangelio; o también, como dice una oración de la misa: "Que tu
Iglesia se revele al mundo"; o también: "Dios, gloria de Su
pueblo". Y observaba: "¿Qué significa, por ejemplo,
"Dios, gloria de Su pueblo", si no el cambio que produce
Cristo, a través del misterio de su permanencia en la Iglesia, en el
individuo y en la sociedad? Este cambio es el milagro que le da
gloria".
Esto es lo que le pedimos a Dios desde hace muchos años, sólo esto:
que Cristo nos ayude a vivir la Iglesia, para que también a través
de nuestra vida, nuestra acción, nuestra compañía, nuestros
proyectos, Él se manifieste cada vez más en el mundo a los hombres
escogidos por el Misterio del Padre, para que se manifieste cada vez más
la gloria de Dios a través de una adhesión a Cristo que cambie
nuestra vida y la vida del mundo transfigurándolas. Ésta es la única
finalidad por la que nos hemos encontrado y nos encontramos, mientras
Dios quiera.
Durante mis primeros días como profesor de religión, preguntaba a
los chicos, en las escaleras o en el descansillo: "Según tu
opinión, ¿crees que el cristianismo está presente aquí, en la
escuela?". Casi todos me miraban con estupor y se reían. Pero
quien respondía decía: "¡No!". Y yo replicaba: "Pero
entonces, o la fe en Cristo no es verdadera, o hace falta una
modalidad nueva". Fue el comienzo de la dialéctica abierta desde
la afirmación de que Cristo es el centro del cosmos y de la historia,
la clave de arco para conocer al hombre y al mundo, el origen de una
paz posible para el corazón del yo y para la sociedad, la razón de
un ímpetu afectivo desconocido y sin parangón (algo parecido
observaba Sócrates, entre cuyos alumnos se encontraban Platón y
Jenofonte, cuando detenía de improviso su discurso y decía: "¿No
es verdad, amigos míos, que cuando hablamos de la verdad nos
olvidamos incluso de las mujeres?").
El desarrollo dialéctico del contenido del mensaje polarizó
lentamente la curiosidad, la ira y el afecto de los chicos, convirtiéndose
en el punto más discutido de la escuela durante doce años (el tiempo
que fui profesor de religión): Cristo y la Iglesia eran el tema
cotidiano, objeto de encarnizadas discusiones.
"¿Qué alternativa tenemos?", preguntaba entonces y repito
ahora, "¿la alternativa política?". Viene a propósito de
esta cuestión una frase que se encuentra en los Cuadernos de Camus,
escrita en 1953: "Lo que la izquierda aprueba [la izquierda
constituía entonces el símbolo de la honestidad redentora de la
energía política] sucede en silencio o es juzgado como inevitable:
1) la deportación de millares de niños griegos; 2) la destrucción física
de la clase campesina rusa; 3) los millones de personas en campos de
concentración; 4) los secuestros políticos; 5) las ejecuciones políticas
cotidianas; 6) el antisemitismo; 7) la estupidez; 8) la crueldad. La
lista continúa abierta". Pero ya es bastante. No es pesimismo,
pero es difícil no meter en estas categorías a la política en su
actualidad.
"¿Cuál es", preguntaban entonces, "el otro campo de
esperanza alternativa, más serio que la política, más lleno de
acierto? ¿Es acaso la ciencia?". Hace treinta años,
"ciencia" era una palabra cien veces más "divina"
de lo que es ahora. Muchos años después hemos oído afirmar a Juan
Pablo II: "La ciencia de la totalidad (porque no es ciencia si no
tiene la pretensión de aferrar el horizonte total) conduce espontáneamente
a la pregunta por la totalidad misma; pregunta que no encuentra su
respuesta dentro de esta totalidad". La pasión por el horizonte
total lleva inexorablemente a la pregunta por el sentido de este
horizonte, pero dentro de éste no es posible encontrar respuesta.
El desarrollo de nuestro interés por la vida en todos sus aspectos
tuvo y tiene como referencia Su presencia: "Nosotros creemos en
Cristo muerto y resucitado, en Cristo presente aquí y ahora".
Esto ha hecho que nos interesemos por la política según la totalidad
de sus acepciones, con la conciencia perfecta de que no es de la política
de donde puede venir la salvación. Y también ha hecho que nos
volvamos a apasionar por el estudio, por la ciencia, no por idolatría
o por promocionarnos, sino por una seriedad que ahondase un cauce cada
vez más preciso al conocimiento que, en última instancia, tiene su
consistencia en Cristo. De la experiencia de Su presencia han nacido,
por tanto, una pasión por la vida social y política y una pasión
por el conocimiento (el Meeting de Rímini, como intento siempre tenaz
y apasionado, nace de este doble interés, o mejor de la raíz que ha
creado este doble interés).
En su Contra Iulianum, San Agustín observa: "Ésta es la
horrenda raíz de vuestro error: vosotros pretendéis hacer consistir
el don de Cristo en su ejemplo, mientras que el don es Su misma
persona". Todos hablan con reverencia del ejemplo de Cristo, de
los valores morales, incluso los que escriben en "Voce
Repubblicana". Éstos, más aún, enseñan y predican a los
cristianos que deben vivir los valores morales para sostener al
Estado. Pero el don de Cristo es Su presencia: ésta es la novedad en
el mundo y nunca habrá nada más nuevo que esto.
Escribe Milosz en una poesía: "Soy sólo un hombre, tengo
necesidad de signos sensibles; construir escaleras de abstracción me
cansa pronto. Suscita, por tanto, oh Dios, un hombre en un lugar
cualquiera de la tierra y permite que mirándole yo pueda admirarte a
Ti". Cristo es la respuesta a esta suprema invocación humana. La
Encarnación de Cristo corresponde a la exigencia propia de la
naturaleza del hombre, corresponde de forma inconcebible a una
necesidad sensible, a una necesidad vivida y apasionada del hombre.
"Somos una sola cosa"
La afirmación que ha realizado en su discurso inaugural el nuevo
arzobispo de Colonia, cardenal Meisner, plantea el tema que queremos
abordar: "La palabra eterna del Padre se ha hecho carne. Y ahora
permanece en la Iglesia de forma audible y palpable para todos los
hombres". Pero, ¿de qué está hecha la Iglesia? De ti, de mí.
Éste fue, en aquel mes de octubre en que comencé a enseñar religión,
el descubrimiento inmediato y espontáneo que siguió al mensaje que
había lanzado.
Si Dios se ha hecho hombre y está aquí y se comunica a nosotros, tú
y yo somos una sola cosa. Entre tú y yo, extraños, se ha hundido la
extrañeza o, como la llamaba san Pablo, la enemistad: somos amigos.
Por contraste con esta afirmación, solía decirles a los chicos
mayores: "Habéis estado cinco años juntos en la misma clase, en
el mismo banco, sois conniventes, pero no amigos; vais juntos de
vacaciones, estudiáis juntos, os divertís juntos, pero no sois
amigos: sois compañeros provisionales. Entre vosotros no hay nada que
dure, ninguno está en relación "con" ni se siente
interesado por el destino del otro".
Lo decía porque Cristo está presente precisamente a través de,
dentro de nuestra unidad, esa unidad en la que nos introduce el gesto
con el que Él nos aferra, el sacramento del Bautismo. Aferrándonos
en el Bautismo, Cristo nos ha unido como miembros del mismo cuerpo
(cfr. los capítulos 1 al 4 de la Carta a los Efesios). Él está
presente aquí y ahora, en mí, a través de mí, y la primera expresión
del cambio con que se documenta Su presencia es que yo me reconozco
unido a ti y que nosotros somos una sola cosa.
Como escribe san Pablo en el capítulo 3 de la Carta a los Gálatas
(otro fragmento que siempre citaba): "Todos vosotros que habéis
sido bautizados, os habéis ensimismado con Cristo. Ya no hay griegos,
ni esclavos, ni libres, ni hombre ni mujer, sino que todos vosotros
sois uno, una sola persona en Cristo Jesús". Ninguna utopía
creada por el hombre ha llegado jamás a imaginarse esta unidad que el
hecho de Cristo ha realizado en nosotros. Si lo reconocemos, actúa y
nuestra vida se hace más humana.
Cristo hace nuestra vida más humana. Por esto la otra frase del
Evangelio que constituía el reto con el que entraba en la escuela y
que repetía en todas las horas de clase era: ""Quien me
sigue tendrá la vida eterna, y el ciento por uno aquí"".
""Quien me sigue tendrá la vida eterna", y esto puede
que no os interese", observaba, "pero tendrá "el
ciento por uno aquí" -es decir, vivirá cien veces mejor el
afecto al marido o a la mujer, al padre y a la madre, tendrá cien
veces más pasión por el estudio, amor por el trabajo, gusto por la
naturaleza-, esto no puede no interesaros".
La exigencia expresada por Milosz en la poesía que hemos citado es
precisamente la de encontrar a alguien -visible, palpable- siguiendo
al cual se pueda tener experiencia del ciento por uno. "Suscita,
por tanto, un hombre en un lugar cualquiera de la tierra y permite que
mirándole yo pueda admirarte a Ti": esto es Cristo para el
hombre.
Pero Cristo está en ti y en mí, y esto es tremendo (tremendum
mysterium): es la fuente de nuestra responsabilidad y de nuestra
humildad, imposible de evitar, porque somos el signo físico de Su
presencia.
Éramos tan sólo quince cuando decía que nuestra comunidad es el
signo real, aunque contingente, provisional, irrisorio, pero grande,
por el que Cristo se convierte en objeto de una experiencia presente.
De quince que éramos al principio, llegamos a ser alrededor de
trescientos en el último año de enseñanza en el liceo, en la misma
reunión. Pero no importa el número. Después de doce años podríamos
haber sido tres, dos (este es el significado del matrimonio como
sacramento; el matrimonio es, debería ser, el signo para la
comunidad, porque en él se encuentra aquella unidad que no nace de la
carne ni de la sangre, sino de Cristo).
La comunidad, que se dilata sin límite, es el Misterio de esta
identidad por medio de la cual y dentro de la cual puedo
verdaderamente decir con temor, temblor y amor "Tú" a
Cristo. Este descubrimiento fue un paso preciso que se dio en un
cierto encuentro que tuvimos frente al mar, sobre una torre, en
Varigotti.
La comunidad es el lugar de la memoria
La memoria es la conciencia de una presencia que ha comenzado en el
pasado y que permanece: la memoria es conciencia de la presencia de
Cristo.
Como decía Pavese: "La memoria es una pasión repetida".
Nosotros vivimos una pasión por Cristo, una pasión repetida, porque
desgraciadamente no puede darse en nosotros una continuidad impertérrita.
También escribe Pavese: "La riqueza de una obra [es decir, de
una generación, o de nuestra vida como generación] viene siempre
dada por la cantidad de pasado que ésta contiene". Pero debe
tratarse de un pasado que pueda subsistir en el presente con más
potencia que un recuerdo, porque el recuerdo aplasta, es como un
vestido raído. La memoria de Cristo es memoria de un pasado que se
vuelve tan presente que es capaz de determinar el presente más que
cualquier otro presente. "Memoria" se ha convertido en la
palabra capital de nuestra comunidad: la comunidad es el lugar donde
se vive la memoria.
Quisiera ahora detallar algunos aspectos de esta realidad comunional,
expresión esta que indica una compañía que no nace de la carne ni
de la sangre sino de Cristo y cuya vida es la memoria. "La
memoria se ha llenado de sangre", afirmaba santa Catalina de
Siena. La memoria se "llena" de la sangre de la cruz y de la
gloria de la resurrección, porque no se puede concebir la cruz de
Cristo sin la resurrección. Por esto, decía justamente Claudel, la
paz, que es la herencia que Cristo ha dejado como signo de Su
presencia activa y operante, "está hecha a partes iguales de
dolor y de alegría".
La dramaticidad de una lucha
La vida de comunidad nunca ha suprimido la dramaticidad ni ha
pretendido jamás de nadie un paso forzado. Ha sido siempre una
propuesta apasionada, pero bien consciente de la fatiga que se pide a
quienes la recibían. Es cierto que la verdad lleva en la comunicación
de sí la propia evidencia, y el anuncio de Cristo es tan
correspondiente a lo que el hombre desea y espera, que su propuesta
lleva consigo una evidencia clamorosa que no puede no suscitar un
impulso positivo. Pero inmediatamente después surge una resistencia.
Yo hacía observar a los chicos: "Mientras yo hablo vosotros estáis
atentos y vuestra cara dice inequívocamente: "Sí", pero,
inmediatamente después, la maldad, el pecado original, os llena de
"pero, si, quizá, sin embargo", es decir, de escepticismo,
para haceros huir de la evidencia que os ha deslumbrado". Surge
una resistencia y se abre la dramaticidad de una lucha.
La dramaticidad es inherente a cualquier relación (no existe ninguna
relación verdaderamente humana que no sea dramática). En la relación
con Cristo ésta alcanza su mayor profundidad. Y la dramaticidad no
consiste en una exasperación histérica, sino en decir "Tú"
con la conciencia de la diferencia y del camino por recorrer.
"Primero mi voluntad [donde en primer lugar se sitúa la
resistencia] y después mi inteligencia" escribía un disidente
lituano "se han resistido durante largo tiempo, pero al final me
he rendido y he vencido [el vencedor es aquél que se afirma a sí
mismo]. No ha sido una capitulación frente al adversario. Ha sido la
reconciliación con el Padre [con el origen constitutivo de sí]: Su
posesión de mí es mi liberación" (en El sentido religioso, que
contiene los apuntes dictados por mí en aquellos primeros años de
escuela, se desarrolla esta identificación entre ser poseídos y ser
libres).
Un año después del comienzo del movimiento, hicimos con los alumnos
de la opción de letras una antología de textos de Dionisio el
Areopagita, con el texto griego al lado, que contenía una de las
frases más bellas que jamás he leído: "¿Quién podrá hablar
del amor singular de Cristo al hombre, rebosante de paz?". Es el
corazón de la frase que acabo de citar: "Su posesión de mí es
mi liberación".
La petición, gesto supremo del hombre
Asistiendo a la dramaticidad que vivían aquellos primeros jóvenes
que participaban en nuestra experiencia -por aquel entonces, cuando éramos
sólo algunos centenares, estábamos juntos, desde la mañana hasta la
noche, incluso fuera de la escuela, hablando de estas cosas- comprendí
por primera vez, después de todos los años del seminario, qué quería
decir pedir.
La petición es la expresión suprema del hombre, y es la más
elemental: el hombre puede realizarla en cualquier situación, incluso
si es ateo. Es más, cuanto más cansancio siente un hombre, más
correspondiente le resulta ésta. En Los Novios de Manzoni, en un
cierto punto el ateo -el Innominado- exclama: "Dios, si existes,
revélate a mí". No hay nada más racional que esto: "Si
existes" es la categoría de la posibilidad, dimensión
irrenunciable de una razón auténtica; "revélate a mí" es
la petición.
Todos seremos juzgados por la petición porque, incluso en la fosa de
los leones o sepultados por el fango, podemos gritar, pedir. En la
Semana Santa, la liturgia ambrosiana (es impresionante hasta qué
punto de ternura llega la Iglesia) nos sugiere una forma conmovedora
de petición: "Aunque haya llegado tarde no me cierres Tu puerta.
He venido a llamar. A quien te busca con lágrimas ábrele, Señor
piadoso; acógeme en Tu convite, dame el pan del Reino".
Nunca dije a los primeros chicos que se reunían: "Rezad".
Los que venían, aunque no participaran en el contenido, participaban
en el gesto de la oración. Después de algún tiempo todos comulgaban
cotidianamente. Les repetía que el sacramento es la oración más
grande, la esencia de la oración, porque es petición de todo el yo:
un hombre participa aunque no sepa pensar, aunque no sepa decir,
aunque no sepa nada, pero pide con su presencia: "Estoy aquí".
¿Cómo podemos, entonces, jerarquizar valores y contenidos? ¿Qué
debemos obtener para poder desarrollar la vida? La petición, ¿qué
debe pedir? ¡El afecto a Cristo!
Escribe santo Tomás: "La vida del hombre consiste en el afecto
que principalmente le sostiene y en el que encuentra su mayor
satisfacción" (que, en el sentido latino del término significa
cumplimiento, plenitud). Lo más bello en la historia del movimiento
es que centenares y después miles de jóvenes han aprendido y viven
el afecto a Cristo, el único afecto que permite un verdadero afecto
al amigo, a la mujer, a sí mismo.
Pero ¿cómo obtener esta capacidad de afecto a Cristo? En primer
lugar, sobre todo, más allá de todo, pidiéndola. La historia
religiosa de la humanidad, es decir la Biblia, termina con esta frase:
"Ven, Señor Jesús". Es una petición "afectiva",
una expresión vibrante de "adhesión". Hasta hace algunos años
ésta era la fórmula que siempre sugeríamos. Ahora se ha añadido
otra: Veni Sancte Spiritus, Veni per Mariam. Es la misma, más
desarrollada y consciente.
Un afecto totalizante
Un afecto que sostenga la vida, en el que el hombre encuentre su
plenitud, debe tener como contenido, como objeto, algo que pueda
pertinere ad omnia (tener que ver con todo, ser pertinente a cualquier
cosa). A propósito de esto hay una frase de Guardini: "En la
experiencia de un gran amor todo lo que sucede se convierte en
acontecimiento dentro de su ámbito". Si existe un gran amor
entre un hombre y una mujer, bien sea los cruentos sucesos de la plaza
de Tienanmen, o un canto sentido, o el sol frente a los ojos, en suma,
todo lo que sucede, se convierte en acontecimiento dentro de su ámbito.
Es necesario que el objeto del amor sea tal que pueda englobar todo.
Por esto Comunión y Liberación (que anteriormente se llamaba
Juventud Estudiantil) nunca ha organizado gestos que no fuesen inequívocamente
educativos. La elección de la montaña para las vacaciones, por poner
un ejemplo, no es casual (no hemos empezado en el mar, porque el mar
distrae más). Lo sano del ambiente humano, la imponente belleza de la
naturaleza, favorecen siempre la renovación de la pregunta acerca del
ser, del orden, de la bondad de la realidad -la realidad es la primera
provocación a través de la cual se despierta en nosotros el sentido
religioso-. Con la necesaria disciplina, que se ha cuidado siempre
rigurosamente (la disciplina es como el cauce de un río: el agua allí
corre más pura, más limpia, más rápida; la disciplina es necesaria
en cuanto se reconoce un sentido a todo), las vacaciones en la montaña
se han propuesto a la experiencia de las personas como una profecía,
aunque fugaz, de la promesa cristiana de cumplimiento, como un pequeño
anticipo del paraíso, y todo particular debía transmitir esa promesa
y realizar ese anticipo.
Lo que todos normalmente nos reprochan es el signo de nuestra
grandeza: que todo suceda dentro del horizonte de la presencia de
Cristo, esto es, de nuestra compañía. Nos reprochan que la
experiencia del amor a Cristo sea totalizante: ¡pero todo lo que está
dividido y separado de Su presencia será destruido! La división es
el comienzo de la destrucción. Por esto nosotros siempre hemos odiado
la palabra "censura". "No se puede censurar nada",
decía, "no por pasión psicoanalítica, sino para que todo salga
a la luz, se aclare, se explique y pueda ser objeto de ayuda".
Una leticia en el fondo del dolor
El signo de una vida que camina en el afecto a Cristo, que se adhiere
y que, por tanto, participa en Su compañía, es la leticia. "Os
he dicho estas cosas para que mi alegría esté en vosotros y vuestra
alegría sea plena", afirmó Cristo poco antes de morir.
Sólo la alegría es madre del sacrificio: el sacrificio no es
razonable si no es atraído por la belleza de la verdad. La belleza
-"esplendor de la verdad"- llama al sacrificio. Como dice la
Biblia en el Eclesiastés: "Un corazón feliz está también
sereno ante los alimentos, lo que come le gusta".
Esta alegría y esta leticia están también en el fondo del dolor más
agudo, que en un cierto punto no se puede evitar: el dolor del propio
mal. Pertenecer a nuestra compañía significa comenzar a presentir
que el dolor más grande es el del propio mal, el del pecado. Nadie
puede decir: "No pecaré más", porque la coherencia con
respecto a la ley de Dios, es decir, seguir a Cristo, es un milagro de
la gracia, y no una capacidad nuestra. Por esto el punto en el que la
libertad del Misterio y la libertad del hombre se abrazan es la petición.
La grandeza del instante
Existe otro descubrimiento que se ha hecho habitual en nuestra
historia: la grandeza del instante, la importancia del momento, de lo
contingente, que es el punto de encuentro de la infinidad de
solicitaciones con las que el Misterio nos convoca (por esto no hay
nada más amigo que las circunstancias inevitables: ellas son el signo
objetivo del Misterio que nos llama). De nuevo en la liturgia
ambrosiana se encuentra esta bella oración: "Tú, Señor,
concedes a la Iglesia de Cristo celebrar Misterios inefables en los
que nuestra exigüidad de criaturas mortales se vuelve sublime en una
relación eterna y nuestra existencia en el tiempo comienza a florecer
como vida sin fin. Así, siguiendo Tu designio de amor el hombre pasa
de una condición mortal a una prodigiosa salvación".
El estupor del encuentro
En su obra Paradojas y nuevas paradojas, De Lubac observa que "el
conformista [que se adhiere a la mentalidad común, es decir, que no
se adhiere a Su compañía] toma hasta las cosas del espíritu por su
aspecto formal, exterior. El obediente por el contrario toma hasta las
cosas terrenas por su aspecto interior y sublime". Por esto es
necesario cultivar una cualidad humana que es natural en el niño y
que se hace grande cuando es propia del adulto: el estupor. Me escribían
en una ocasión: "Sólo se comunica lo que se ha recibido
gratuitamente (como por un niño). Y se retiene sólo porque nos llena
de estupor". Es necesario incrementar nuestra capacidad de
estupor: "Si no os hacéis como niños no entraréis en el Reino
de los Cielos".
En la segunda parte del primer capítulo del Evangelio de Juan se
cuenta cómo Juan y Andrés se ponen a seguir a Jesús. "Jesús
se vuelve y dice: "¿Qué buscáis?". "Maestro, ¿dónde
vives?". "Venid y veréis". Y fueron y pasaron todo el
día con Él". Imaginemos a aquellos dos que van, intimidados,
detrás de aquel joven que les precede: ¡quién sabe con qué estupor
le miraban y escuchaban!
Hay otra página del Evangelio que me impresiona tanto como ésta.
Describe el momento en que Jesús pasa en medio del gentío en Jericó.
El jefe de la mafia de Jericó, Zaqueo, se sube a un sicomoro para
verle, porque era bajo. Jesús pasa cerca, mira hacia arriba, donde se
había subido, y le dice: "Zaqueo, baja pronto, porque hoy voy a
hospedarme en tu casa" (Lc 19,5). Imaginemos lo que debió sentir
aquel hombre. Es como si Cristo le hubiese dicho: "Yo te estimo,
Zaqueo, date prisa en bajar, voy a tu casa". Pero ese encuentro
no sería verdadero -sería como si no hubiese sucedido hace dos mil años-
si no sucediese ahora. ¡Un hombre no puede adherirse a Cristo si no
percibe que es verdadero hoy! Los encuentros con personas que nos
miran y nos comprenden del mismo modo en que Jesús miró y comprendió
a Zaqueo, y a los que podemos mirar, son los hechos más importantes
de la vida. "Mirad todos los días el rostro de los santos y
sacad consuelo de sus discursos": es la invitación de uno de los
primeros documentos cristianos, la Didaché.
La compañía, lugar de la pertenencia
La comunidad, la compañía, donde el encuentro con Cristo sucede, es
el lugar de la pertenencia de nuestro yo, el lugar del que éste saca
la modalidad última de percibir y de sentir las cosas, de entenderlas
intelectualmente y de juzgarlas, de imaginar, de proyectar, de
decidir, de hacer. Nuestro yo pertenece a este "cuerpo" que
es nuestra compañía, y de éste saca el criterio último para
afrontar todo. Por esto nuestro punto de vista no va por su cuenta,
sino que se obliga a la comparación, y en la comparación obedece a
la comunidad, a la compañía. Como decía Rilke a su mujer, refiriéndose
a la pertenencia breve pero ejemplar que es la relación hombre-mujer:
"Donde algo permanece en la oscuridad, ese algo es de un género
tal que no exige aclaraciones sino sometimiento". Es grande la
sumisión que experimentamos en la vida de nuestra compañía: es
sumisión al Misterio de Cristo que se hace presente en nuestra compañía
y camina con nosotros.
Una afirmación de Péguy refleja bien este punto: "Cuando el
discípulo repite, no la misma resonancia sino un miserable calco del
pensamiento del maestro; cuando el discípulo no es más que un discípulo,
quizá incluso el más grande de los discípulos, jamás generará
nada. Un discípulo empieza a crear cuando introduce él mismo una
resonancia nueva (es decir, en la medida en que no es un discípulo).
No es que no se deba tener un maestro, sino que uno debe descender del
otro por las vías naturales de la filiación, no por las vías escolásticas
del discipulado".
Esta es la necesidad de nuestra compañía, de modo que pueda ser
fuente de misión en todo el mundo: no discipulado, no repetitividad,
sino filiación. La introducción de un eco y de una resonancia nuevas
es propia del hijo que tiene la naturaleza del padre. Tiene la misma
naturaleza, pero es una realidad nueva. Hasta tal punto es esto
verdadero que el hijo puede hacerlo mejor que el padre y el padre
puede mirar feliz a su hijo que se ha hecho más grande que él. Pero
lo que el hijo hace es más grande sólo cuando realiza de forma más
profunda lo que el padre ha sentido. Por esto, para que nuestra compañía
sea un organismo vivo, no hay nada más contradictorio que, por un
lado, la afirmación de la propia opinión, de la propia medida, del
propio modo de sentir, y, por otro, la repetitividad. Sólo la filiación
genera: la sangre de uno -del padre- pasa al corazón del otro -del
hijo- y genera una capacidad de realización distinta. Así se
multiplica y se dilata el gran Misterio de Su presencia, para que
todos Le vean y den gloria a Dios.
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