COMENTARIOS AL SALMO 2
 

1.

YO SOY TU HIJO

Estas son las palabras que más me gusta escuchar de tus labios, Señor: «Tú eres mi hijo». Hace falta fe para pronunciarlas ante mi propia miseria y ante una turba escéptica, pero yo sé que son verdad, y son la raíz de mi vida y la esencia de mi ser. Te llamo Padre todos los días, y te llamo Padre porque tú me has llama-do a mí hijo. Ese es el secreto más entrañable de mi vida, mi alegría más íntima y mi derecho más firme a ser feliz. La iniciativa de tu amor, el milagro de la creación, la intimidad de la familia. El cariñoso acento con que te oigo decir esas palabras, a un tiempo sagradas y delicadas: «Tú eres mi hijo».

Con la misma ilusión te oigo pronunciar la siguiente palabra: «Hoy» «Tú eres mi hijo; yo te he engendrado hoy». Sé que para ti todo momento es hoy, y todo instante es eternidad. Tal es la plenitud de tu ser, la intemporalidad de tu eterno presente. Y mi anhelo es reflejar en mi fragmentada existencia el destello indiviso de tu constante «ahora». Quiero sentirme hijo tuyo hoy, quiero caer en la cuenta de que me estás dando vida en cada instante, de que comienzo a vivir de nuevo cada vez que vuelvo a pensar en ti, por-que en ese momento tú vuelves a ser mi Padre.

Sigue recreando en mí, Padre, la novedad del nacer que me das día a día, para que yo nunca me canse de respirar, no me aburra de vivir, no me quede atascado en la desgana de mi propia existencia. Esta es una tentación que nunca me deja, y me temo que es también tentación permanente en muchos que me rodean. La vida es tan repetida, tan monótona, tan gris que cada día se parece al anterior, todos obedecen al mismo horario, y la rutina del trabajo inevitable, con la oficina, el papeleo, las visitas y el cansancio de hacer todos los días lo mismo, despojan a la jornada de la alegría de vivir en un mundo nuevo de horizontes limpio y caminos sin fin. Hasta mis oraciones se parecen unas a otras, y

perdóname si lo digo, pero hasta mis encuentros contigo, Señor, en la contemplación y en el sacramento, se marchitan ante mí por el recuerdo de encuentros anteriores y el formalismo de liturgias repetidas. Enséñame la lección refrescante y liberadora de tu «hoy», para que cada momento de mi existencia vuelva a cobrar vida en ti.

Como eres mi Padre y eres dueño de todo, me das en herencia «los confines de la tierra». Ahora sé que todo es mío, porque todo es tuyo y tú eres mi Padre. Hazme sentirme a gusto en cualquier sitio y en cualquier situación, ya que tú eres su dueño y yo soy tu hijo. Hazme disfrutar de la tierra, descubrir sus riquezas y afrontar sus peligros. Haz que no me sienta yo como un extraño ante nada ni nadie. Hazme «gobernar)) la tierra, no con poderío y soberbia, sino con la alegría del corazón y la paz del alma que vienen de tu presencia y atraen y unen a todos tus hijos en confianza y amistad sobre la tierra que a todos nos has dado. Hazme gobernar sirviendo y atraer amando. Así es como quiero abrazar esos confines de la tierra que tú me das en herencia.

Oigo también gritos de protesta en la asamblea de los mor-tales. «Se alían los reyes de la tierra, los príncipes conspiran contra el Señor y contra su Mesías». Los hombres no pueden callar cuando alguien se declara hijo de Dios. Sus armas son la ironía, la risa, el desprecio disimulado y las amenazas patentes. El mundo no tolera que alguien, en medio de la confusión y el sufrimiento universales, encuentre la paz y proclame la alegría. Son todos contra uno, el grupo contra la persona, la tempestad contra la flor. Juran destruirme y traman mi ruina. ¿Podré resistir sus ataques?

Y ahora es cuando me llega otra voz: tu propia voz. Voz de trueno y poderío por encima de las tormentas de los hombres. Voz que es para mí seguridad y confianza, porque lleva el tono inconfundible de tu ira contra los insensatos que se atreven a tocar a quien tú proteges bajo tu mano. Oigo resonar tu risa en los cielos, risa que contiene a mis enemigos y me libera a mí. Estoy a salvo bajo tu protección. Que se enfurezca el mundo entero; yo soy tu hijo. Ahora habito en Sión, «tu monte santo», al que no pueden ocultar las nubes ni sacudir las tormentas. Desde allí proclamo tus promesas y me glorío de ser hijo tuyo. Vivo al amparo de tu amor.

«¡Dichosos los que se refugian en él!».

CARLOS G. VALLÉS
Busco tu rostro
Orar los Salmos
Sal Terrae. Santander 1989, pág. 13


2.  El Señor, rey de reyes


I. Los salmos fueron las oraciones de las familias hebreas, y la Virgen y San José verterían en ellos su inmensa piedad. De sus padres los aprendió Jesús, y al hacerlos propios les dio la plenitud de su significado. Desde siempre el Salmo II fue contado entre los salmos mesiánicos, y ha alimentado la piedad de muchos fieles. También nosotros podemos repetir con entera realidad. ¿Por qué se amotinan las gentes y las naciones trazan planes vanos?... ¿Porqué tanto odio y tanto mal? ¿Porqué también –en ocasiones- esa rebeldía en nuestra vida? Los poderosos del mal se alían contra Dios y contra lo que es de Dios. Pero Dios es más fuerte. Él es la Roca (1 Corintios 10, 4). Nosotros podemos encontrar en la meditación de este salmo la fortaleza ante los obstáculos que se pueden presentar en un ambiente alejado de Dios, el sentido de nuestr a filiación divina y la alegría de proclamar por todas partes la realeza de Cristo.

II. Rompamos, dijeron, sus ataduras, y sacudamos lejos de nosotros su yugo (Salmo 2, 3), parece repetir un clamor general. El Papa Juan Pablo II ha señalado, como una característica de este tiempo nuestro, la cerrazón a la misericordia divina. Es una realidad tristísima que nos mueve constantemente a la conversión de nuestro corazón; a implorar y preguntar al Señor el porqué de tanta rebeldía. Quienes queremos seguir a Cristo de cerca tenemos el deber de desagraviar por ese rechazo violento que sufre Dios en tantos hombres, y hemos de pedir abundancia de gracia y de misericordia.

III. A mí me ha dicho el Señor: “Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy” Dios Padre se dirige a Cristo y se dirige a ti y a mí, si nos decidimos a ser alter Christus, ipse Christus. Éste es nuestro refugio: la filiación divina. Aquí encontramos la fortaleza necesaria contra las adversidades. Cristo ha triunfado ya para siempre. Con s u muerte en la Cruz nos ha ganado la vida. Es la señal del cristiano, con la que venceremos todas las batallas, la vara de hierro es la Santa Cruz. La Cruz en nuestra inteligencia, en nuestros labios, en nuestro corazón, en todas nuestras obras: ésta es el arma para vencer. A nuestro Ángel Custodio, fiel servidor de Dios, le pedimos que nos mantenga cada día con más fidelidad y amor en la propia vocación, sirviendo al reinado de su Hijo allí donde nos ha llamado.

 

Fuente: Colección «Hablar con Dios» por Francisco Fernández Carvajal, Ediciones Palabra.
Resumido por Tere Correa de Valdés Chabre
 

3. Reflexión con el Salmo II

Forumlibertas.com / María Dolores Casanellas Sordé

La condición humana, a pesar de lo que diariamente los medios de comunicación se obstinan en querer hacernos ver, no ha cambiado en esencia.  Y no sólo eso, sino que además, desde nuestra óptica de cristianos, constatamos que frecuentemente pasajes del Antiguo Testamento, muy alejados en el tiempo, reflejan casi exactamente nuestras circunstancias.  El Salmo Segundo constituye todo un fresco donde podemos fácilmente sentirnos representados frente a la presión anticristiana y antihumana a la que se nos somete.  Sin embargo, resulta especialmente reconfortante verificar siguiendo las palabras del Salmo que, a pesar de todo, de todas las dificultades, no estamos solos, contamos con Dios, o, mejor dicho, Dios quiere contar con nosotros.

Por qué se amotinan las gentes,
y los pueblos meditan proyectos vanos?
Se han armado los reyes de la tierra
y los príncipes se han coaligado
contra el Señor y contra su Cristo:
“¡Rompamos sus ataduras
y arrojemos lejos de nosotros su yugo!”  (Salmo II, 1-3)

¡En cuántas ocasiones nos encontramos acreditando lo obvio, lo más elemental en el orden natural frente a todo un marasmo de insensatez!  Somos cristianos y nos ha caído en suerte la salvaguardia de lo puramente humano.  Nuestra argumentación no es sobre la liturgia de los sacramentos o el precepto dominical, sino que efectivamente salimos a la calle para defender la vida humana en su fase más incipiente o en su ocaso natural.  Defendemos el amor permanente y fecundo del hombre y la mujer y el cuidado amoroso de los hijos que son su fruto.  Defendemos la bendita gratuidad de la existencia de cada ser humano: cada hombre, cada mujer es un bien en sí mismo, bien precioso y único que no puede ser instrumentalizado mediante ninguna esclavitud.  Defendemos la auténtica libertad que se ejerce sin coacción después de haber accedido a la verdad.  Y comprobamos de manera casi tangible esa rebeldía de las gentes, de los pueblos.  Abunda la maldad.  El odio a Dios se transforma en odio al hombre, que es su imagen, y se cae en una espiral de iniquidad que justifica el exterminio de los más débiles, de los enfermos, de los ancianos.  Se desvirtúa la naturaleza del matrimonio, desgajando el amor, la entrega mutua, del don de la procreación y, una vez perpetrada esa falsificación, se establecen como verdadero matrimonio relaciones obscenas, destructivas e impropias de la dignidad humana.  El grito amargo de rechazo a todo lo que haga referencia a compromiso con Dios se plasma en la elaboración y promulgación de leyes injustas, que no sólo no frenan el mal, sino que lo instauran plenamente y oprimen a los que obran bien. 

El que habita en los cielos se reirá de ellos,
se burlará de ellos el Señor.
Entonces les hablará en su indignación
y les llenará de terror con su ira.  (Salmo II, 4-5) 

Es inútil la búsqueda de la felicidad negando a Dios.  Sólo el que nos ha creado tiene las claves de nuestra íntima naturaleza.  Sólo el que fabricó el instrumento conoce el secreto de su buen funcionamiento.  Por eso, por más que se obstine el hombre en obrar con independencia de toda imposición moral transcendente de origen divino, no logrará obtener la paz interior que en el fondo ansía.  En efecto, los frutos de la maldad son la desolación y la tristeza.  ¡Qué malogrado y ridículo es tanto esfuerzo en instaurar el propio capricho como medida de todo para obtener a cambio un pago tan deprimente!  Paradójicamente, es el hombre el único ser que se llena, que alcanza su plenitud, cuando se vacía de sí mismo.  El egoísmo y los deseos vanos esterilizan, sólo el compromiso y la generosidad generan consecuencias positivas. La mayor desgracia para la criatura humana es la cerrazón a la amistad con Dios, la ceguera que impide verle lleno de ternura y comprensión, que amonesta con el fin de lograr la conversión del hijo extraviado.  Su ira, su indignación es la de un padre lleno de misericordia. Sin embargo, ¿Cuál es la venganza de Dios? ¿Cómo reacciona al comportamiento insensato de la criatura que más ama?

“Mas yo he sido por Él constituido Rey
sobre Sión, su monte santo,
para predicar su Ley.
A mí me ha dicho el Señor: “Mi Hijo eres Tú. Yo te he engendrado hoy.
Pídeme y te daré las naciones en herencia
y extenderé tus dominios hasta los confines de la tierra.
Los regirás con vara de hierro
y los quebrarás como a vasos de alfarero”  (Salmo II, 6-9)

El Señor siempre responde con el bien.  Se enfrenta al mal con la entrega de Sí mismo, Bien infinito.  Sofoca las llamas de la maldad con el enorme diluvio de su amor.  El momento de mayor injusticia, de la iniquidad más profunda, cuando la Suma Inocencia muere clavada en la cruz, es el momento de nuestra justificación, de la  más grande amnistía.  Ésta es la venganza de Dios.  Así ¿podrá extrañarnos que debamos ahogar el mal con la abundancia de bien? Con eso no hacemos más que imitar, teniendo en cuenta nuestras propias limitaciones, a nuestro padre Dios.  Opongámonos, pues, a la cultura de la muerte con la cultura de la vida, al egoísmo caprichoso con la generosidad llena de compromiso, a la mentira con la verdad, a la opresión con la libertad.  Nada podemos temer, los obstáculos exteriores e interiores se romperán con la fragilidad del barro si ante ellos ponemos la santa cruz.  Esta -la señal del cristiano- es nuestra barra de hierro, nuestra fortaleza.

Ahora, pues ¡Oh reyes! Entendedlo bien:
Dejaos instruir los que gobernáis la tierra.
Servid al Señor con temor
y ensalzadle con temblor santo.
Abrazad la buena doctrina, no sea que al fin se enoje
y perezcáis fuera del buen camino.
Cuando, dentro de poco, se inflame su ira,
bienaventurados sean los que hayan puesto en Él su confianza. 
(Salmo II, 10-11)

Termina nuestro salmo plasmando lo que debería ser nuestra norma de conducta: dar doctrina, estimular a hacer el bien, advertir sin descanso de las consecuencias del mal y, al mismo tiempo, invitar a poner en Dios toda nuestra confianza.  Contamos con Él y Él quiere contar con nuestra fidelidad.  Merece la pena, pues, estar a Su lado, para que nuestras pequeñas acciones humanas sean enriquecidas con la eficacia divina y  puedan cambiar el mal en bien, el odio en amor.