CAPÍTULO V
LOS JUSTOS SEGÚN EL CORAZÓN DE DIOS


Al principio de la misericordia de Dios que va a regular 
esencialmente el don de la salvación corresponde por parte del 
hombre una nueva actitud que sustituye a la «justicia según la Ley». 
San Pablo designará esta actitud humana como la «justicia de Dios» 
o la «justicia según la fe». Justicia de Dios: por tanto es don. Y 
justicia según la fe: el hombre se rinde al don de Dios aceptándolo 
con confianza. 
Las parábolas de Jesús son la mejor prueba de la fidelidad de 
san Pablo a la doctrina evangélica. San Pablo no ha inventado la 
justicia de la fe; la ha recibido de Jesús y de la comunidad 
apostólica. Su reacción contra el legalismo la ha heredado del 
profeta galileo. Si san Pablo lucha por la libertad cristiana, antes 
que él Jesús ha dado su vida por ese mismo ideal. 
El nuevo principio religioso consistirá en que el hombre acepte 
ser la «creación» de la misericordia de Dios. El hombre no se da ya 
por contento con ritos y «sacrificios» de bueyes o de ovejas, o con 
ayunos, o con observancias, que sean el cumplimiento meticuloso 
de la Ley. El hombre va al fondo de la religión. Sabe que Dios está 
tan por encima de él que, en el fondo de su ser, la única actitud que 
le conviene es la de aceptarlo todo y deberlo todo. 
Tres parábolas de san Lucas están construidas sobre un mismo 
esquema. Cada una de ellas hace representar delante de Dios dos 
papeles antitéticos. El Padre misericordioso debe escoger entre sus 
dos hijos, el pródigo o el que se ufana de su fidelidad; y elige al 
pródigo. Y le agrada el buen samaritano, porque ha preferido, lo 
mismo que Dios, la misericordia a los sacrificios. Y ha oído la 
oración del Fariseo y la del publicano, pero ha justificado al 
publicano por su confianza. 
Jesús presenta unos personajes despreciados por el judaísmo: el 
pecador público, el samaritano, el publicano. Hacen falta unos odres 
nuevos, y los viejos son echados a la basura: los justos, al estilo 
fariseo o sacerdotal, van a desempeñar el papel malo. Lo van a 
desempeñar al natural. Por la misma ingenuidad del juego, el papel 
cristiano se va a confiar a los personajes no comprometidos con la 
Ley, y hasta despreciados; de repente quedan rehabilitados el 
pecador, el samaritano, el publicano. En espera del gran 
rehabilitado: el pagano. Todos los justos deberán aceptar este 
papel, hasta llegar a ser definidos por él. Un cristiano será el hijo 
pródigo apoyado sobre los hombros de su padre, el «buen 
samaritano», el publicano en oración. 


El hijo pródigo
(Lc/15/11-32) 

Volvemos a leer la parábola del «Padre misericordioso» bajo un 
nuevo título. Los dos títulos encajan con la anécdota. A decir 
verdad, habría que reunirlos: el hijo pródigo se convierte en el hijo 
arrepentido, y automáticamente entra, al mismo nivel, en el amor del 
Padre. 
El genio de Rembrandt ha comprendido admirablemente la 
profunda intención del relato. El hijo queda a la sombra, de rodillas, 
dando la espalda al espectador, con el rostro escondido en el seno 
de su padre. De la sombra emergen sus zapatos y sus harapos. El 
manto del padre se luce ampliamente, y su rostro irradia toda la luz. 
Rostro de anciano venerable, con los ojos apagados de haber 
llorado, donde la energía de antaño es sólo una bondad 
enternecida. Las manos temblorosas siguen apoyadas sobre los 
hombros del joven, como para retenerlo. De pie, de perfil, otro 
personaje: el hijo mayor. Todo en su actitud es un reproche a la 
debilidad del padre. El peinado subraya la estrechez de la frente. 
Las cejas enarcadas, los labios con una mueca siniestra y las 
manos.... esas manos que concentran, en su contracción nerviosa, 
la repulsa de todo el cuerpo ante el espectáculo del padre que ha 
perdido sus derechos. En la penumbra surgen dos criados, 
personajes secundarios, maliciosos. 
Tal es el «padre» de la parábola, que refleja una misericordia 
que viene de más lejos, de más arriba, y que ilumina toda la escena. 
¿Puede ser otra luz que la del Padre de las misericordias? La 
misma contrición del hijo será un himno a su bondad: 

«En casa de mi Padre, los criados tienen para comer hasta 
hartarse, y yo aquí me muero de hambre. Volveré a mi Padre». 

Vale la pena mirar más de cerca al hijo, que ha pronunciado esta 
palabra: «Volveré a mi padre». 
A la misericordia del padre corresponde la actitud del hijo, que 
expresa su «penitencia». La desgracia ha herido su corazón 
rebelde. El sabe ya, antes de partir, que encontrará de nuevo a «su 
padre». La misericordia y el arrepentimiento se corresponden. 
Conocemos demasiado bien la historia del hijo menor educado en el 
lujo. Una vez alcanzada la mayoría de edad, pide la parte de la 
herencia que le corresponde. 
(Tiene derecho a ello: el hijo mayor queda como propietario del 
patrimonio en indiviso con el padre, y el hijo segundo recibe el tercio 
del valor de los bienes.) La psicología del pecado es la psicología 
más fácil: se deja deslizar por la pendiente. El milagro reside en 
que, cuando estamos en el fondo del abismo, aparece una mano 
alargada para sacarnos. 
El P. Buzy ha colocado en la portada de una obra sobre las 
parábolas al «hijo pródigo» de Puvis de Chavannes. Famélico, con 
un tipo estirado, con el vestido hecho jirones, el pequeño calavera 
está guardando los puercos. Desde el fondo de su miseria, sueña 
con que eso pase pronto, cuando vuelva a la casa paterna. Incluso 
prepara un pequeño discurso: 

«Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de 
ser hijo tuyo. Trátame como a uno de tus criados». 

Enfrente de su padre, que ha corrido a su encuentro, comienza la 
lección que ha preparado: 

«Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de 
llamarme hijo tuyo...».

Y ante la inmensa alegría, que embriaga el pecho del padre, no 
ha podido seguir adelante. Se hace una fiesta en la casa paterna: 

«Porque mi hijo había muerto y ha resucitado, estaba perdido y 
ha sido hallado» (Lc 15,24). 

El hijo mayor vuelve del campo. Se niega a entrar. Pregunta 
socarronamente a los criados. Se enfada, se pone de morros. Ante 
las súplicas del anciano padre, se enfurruña más. Y trata a la 
misericordia de injusticia: 

«Hace tantos años que te sirvo sin haber quebrantado una sola 
de tus órdenes, y nunca me has dado un becerro para hacer una 
fiesta con mis amigos. Y en cambio vuelve tu hijo, que ha dilapidado 
tus bienes con mujeres, y mandas matar para él el becerro 
cebado». 

Pero el padre replica: 

«Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Pero 
había que hacer fiesta y alegrarse, porque tu hermano había 
muerto y ha resucitado, estaba perdido y ha sido hallado» (Lc 15, 
29-32). 

Es mérito de san Agustín el haber captado la profundidad 
teológica, casi «existencial», de la parábola. «El hijo menor ha 
marchado a una región lejana, y ha disfrutado de los bienes 
naturales de una manera abusiva, empujado por el deseo de gozar 
de la creatura, abandonando al Creador... La región lejana es, 
pues, el olvido de Dios. El hambre de aquella región es la falta de la 
palabra de la verdad». En nuestra civilización estamos viviendo 
intensamente el drama de la humanidad. «Pobre y grande mundo 
moderno: ¡qué orgullosos se sienten estos nietos del pitecántropo 
por estar dominando la energía atómica, prepararse para 
desembarcar en la luna, intentar la síntesis de los ácidos nucleicos, 
secreto de la vida y del pensamiento humano, por asegurarse el 
dominio de la física y de la quImica del cerebro! Todo es posible» 
(P. Chauchard). Para el hijo pródigo moderno es una gran tentación 
el abandonar, por una región lejana, el hogar familiar de la religión 
de antes. Y sin embargo, Dios ama siempre a su hijo, y espera su 
retorno. Dios conoce a todos los hijos pródigos por su propio 
nombre, a la muchedumbre de los seres humanos, a los que se 
desesperan en la región lejana, en ese «mundo incoherente y 
absurdo en que las ideologías parecen impotentes para liberarnos 
del mal». 
Dios los espera, uno por uno. Nuestra misión es alargarle su 
mano, alargársela a cada uno de esos con quienes nos cruzamos 
en el camino de nuestro retorno a la casa del padre.
Tengamos el valor de repetir las palabras de la tradición 
cristiana, segura de la paternidad del Dios de las misericordias: 
«Nadie es Padre como Dios» (Tertuliano). Y Psichari glosa: ``Me 
han encontrado -dice Dios- los que no me buscaban. Me he 
mostrado a los que no pensaban en mí. Y yo soy, oh joven soldado, 
el que doy el primer paso. Esta sumisión humilde, este deseo de 
fidelidad me bastan. Yo no pido más. Yo te haré venir de lejos y te 
amaré con mi amor eterno. Te marcaré con la señal de mi elección. 
En realidad, no me hace falta más; tengo suficiente con ese 
movimiento imperceptible de un corazón honrado. ¿No soy yo el 
Padre? ¿Y quién es capaz de medir la ternura de un Padre? Un 
padre, cuando escucha los balbuceos de su hijo, protesta contra su 
inteligencia, y la menor acción, la interpreta en alabanza de su hijo. 
Yo soy ese Padre, y lo soy particularmente de todas esas almas 
rectas y pobres, solitarias y miserables. Estos son mis hijos 
preferidos» (Viaje del centurión). 
Y si todavía quedan cristianos que se escandalicen de saber que 
«hay más alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente que 
por noventa y nueve justos que no necesitan penitercia», les 
seguiremos diciendo con toda la tradición: los justos que no tienen 
necesidad de penitencia son una especie fósil. Esos eran «los 
justos» del tiempo de Nuestro Señor, los Fariseos. Esos no sienten 
la necesidad de hacer penitencia. Esto sí que es terrible. No sentir 
que se tiene necesidad de penitencia, de apartarse de sí con 
horror, con desprecio, es cerrarse a Dios. Es no querer ser 
creatura, negarse a ser la nada que Dios sostiene de su mano 
poderosa por encima del abismo que nosotros «creamos» a nuestro 
alrededor. Es eximirse de participar en la verdadera justicia, la 
nueva relación con Dios, la única que puede renovar al hombre en 
lo más recóndito de su ser. Es, por mantener un disfraz, rechazar la 
misericordia.


El buen samaritano 
(/Lc/10/29-37)

San Lucas sitúa la escena, que podría evocar un incidente real, 
en el camino que va de Jerusalén a Jericó. Es una pendiente larga 
(27 kilómetros entre Jerusalén y Jericó), todavía hoy famosa por los 
ataques de los bandidos (Jeremías). Cuando haga su última 
peregrinación, Jesús seguirá ese camino en sentido inverso. 
El héroe de la parábola es un hombre corriente y moliente. Un 
viajero, que tiene justamente lo que se necesita para hacer un viaje: 
su mula, y dentro del sillín, una cantimplora de vino, y algunas 
vendas de tela. El hombre anda cómodamente por las posadas. Por 
lo demás, es un samaritano, de una región poco recomendable; y 
baja de Jerusalén, donde es seguro que no ha estado para adorar 
a Dios. El prefiere su monte de Garizim, donde han sacrificado los 
Patriarcas. 
Pero bajo el vestido de ese viajero «corriente» palpita un corazón 
que no tiene nada de vulgar. En un recodo, se espanta la 
caballería. Allí, en el suelo, está tendido un hombre, con el rostro 
ensangrentado, asesinado tal vez... Respira jadeante, como en el 
estertor de la agonía. El viajero se acerca. Se da cuenta entonces 
de la maniobra de los dos viajeros que han pasado delante de él, 
un sacerdote judío y un levita. Exactamente en ese sitio, han tirado 
de sus mulas para no pasar demasiado cerca de un muerto y evitar 
así una impureza que habría podido trastornar su liturgia, su oficio 
del día. 
El Samaritano no tiene esos escrúpulos. Pero tiene compasión. Y 
acercándose, le venda las heridas. Echa en ellas óleo y vino, receta 
del viejo Hipócrates. Le hace montar sobre su propia mula. Y yendo 
él a pie, sosteniendo fraternalmente al herido, le lleva a la 
hospedería y se encarga de cuidarle. Al día siguiente, saca de su 
faja dos denarios, y se los da al posadero: 

«Cuida de este hombre, y lo que gastes de más, yo te lo pagaré a 
mi regreso». 

Esto, lo que este buen hombre ha hecho, parece muy sencillo. 
«La caridad —decía Peguy— es, por desgracia, algo natural. La 
caridad brota por sí sola. Para amar al prójimo, no hay más que 
dejarse llevar, ver un poco de miseria. Para no amar al prójimo, 
habría que violentarse, torturarse, atormentarse, contrariarse. 
Habría que ir en contra de uno mismo, hacerse otro. La caridad 
fluye naturalmente, brota de manera sencilla, sin esfuerzo, como el 
agua de un manantial. Es el primer movimiento del corazón. El 
primer latido, que es el bueno. La caridad es una madre y una 
hermana». 
Sin duda alguna, resulta muy sencillo ser «humano» (en el 
sentido que ha impuesto a esta palabra una civilización cristiana). 
Pero no es ahí donde nos lleva la parábola. Una cosa nos pone los 
pelos de punta: el sacerdote judío, el levita judío no han sacado, de 
su religión, más que razones para dispensarse de la misericordia. 
Un fariseo los alabaría por haber colocado la preocupación por la 
pureza legal, por encima de la caridad. Y aunque es cierto que el 
samaritano ha vencido su repugnancia para recoger de la orilla del 
camino al moribundo lleno de sangre, y ha «perdido su tiempo» 
ocupándose de él, y ha gastado con él su dinero (¿era tan rico?), y 
ha venido en socorro de un judío (por lo demás, la parábola no nos 
dice que el agonizante fuese judío), aunque todo esto es verdad, 
Jesús nos lo presenta como ejemplo por esta otra razón: su caridad 
es un acto religioso que en lo sucesivo estará colocado en la base 
de la santidad. 
El viejo comentario de Bruce dice: «La moral de esta historia es 
que la caridad es la verdadera santidad. Esa es la clave de todo el 
edificio de la parábola. Esto es lo que explica particularmente la 
elección de los personajes, un sacerdote y un levita, personas 
santas por profesión y ocupación, y un desconocido samaritano, de 
raza distinta a la del hombre que necesitaba el socorro del prójimo. 
Los dos primeros subrayan la lección de la parábola por el 
contraste que sugieren entre la verdadera santidad del amor y las 
formas viciadas de la santidad; el último pone de relieve, con su 
buena acción, el valor supremo del amor a los ojos de Dios. Nuestra 
parábola es, de manera enfática, una parábola de la gracia; nos 
revela la naturaleza de Dios y de su Reino». 
La vieja religión era la que hablaba por la boca del escriba, 
cuando planteaba a Jesús la única pregunta: «Maestro, ¿qué haré 
para conseguir la vida eterna? —¿Qué dice la Ley? —Amarás al 
Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus 
fuerzas; y al prójimo como a ti mismo. —Has respondido bien. Haz 
esto y vivirás». 
Había que atenerse a eso. Pero el escriba insiste: «¿Quién es mi 
prójimo?» El escriba no había entendido nunca el principio religioso 
profundo que une, que identifica casi el amor de Dios y el amor del 
prójimo: «El que no ama a todos los hombres, no ama a ninguno de 
ellos como prójimo. Porque el prójimo es una persona hermana, y 
todos nosotros somos hermanos en Dios. Excluir a un hombre de 
esta comunión, es excluir a Dios, y excluir a Dios, es excluir toda 
relación fraterna» (Sertillanges). Si Dios es misericordia, ¿cómo no 
va a ser todo misericordia el que le ame? «Sed misericordiosos, 
como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 36). 
Los Padres, de manera unánime, han explicado la parábola como 
un misterio: «Toda la humanidad yace herida en el borde del 
camino, en la persona de ese hombre, a quien los ladrones (el 
diablo y sus ángeles, dice crudamente san Agustín) han 
despojado». Cuando un hombre se inclina caritativamente sobre 
esta humanidad, tocando su alma, su espíritu o su cuerpo, es 
siempre Jesús, el buen Samaritano, el que se inclina. Un gesto de 
caridad auténtica se hace un gesto de Cristo, con la profundidad de 
Cristo, con la anchura de su humanidad. 
No podemos abstenernos de evocar los inmensos tesoros de 
caridad dispensados por nuestros hermanos, los hombres. ¿Están 
todas esas acciones admirables bajo la dependencia de Cristo que 
salva al mundo ? Este angustioso problema se resuelve aún 
fácilmente en nuestras sociedades profundamente impregnadas de 
cristianismo. La caridad, por múltiples caminos, desciende de la 
Iglesia, y el pueblo tiene razón para hablar, a propósito de ella, de 
los buenos samaritanos. Su altruismo se dirige a Cristo (Mt 25, 40). 
Pero ¿y la caridad de aquellos a quienes no ha llegado la 
revelación cristiana?, ¿no brota también de un alma cristiana, al 
menos por su destino y su creación ? Para Dios, Creador y 
Salvador, resulta muy sencillo recubrir con el ropaje de Cristo a 
cualquiera de sus creaturas, en el momento mismo en que se 
desbordan socorriendo a su prójimo. 
CRS-ANONIMOS PAGANOS/SV SV/PAGANOS: Los antiguos 
habían presentido este orden extraordinario de la salvación en sus 
teorías del Verbo y de la preparación evangélica. Guardadas las 
debidas proporciones, estas teorías son todavía hoy aplicables a la 
humanidad contemporánea. La clarividencia divina de la mirada del 
Juez descubrirá, en el último día, la cualidad religiosa de las 
acciones en que el hombre renuncia a sí mismo por algo que está 
más allí de sí mismo. 
Una esperanza surge del misterio de la caridad, como el vaho que 
sube de una tierra húmeda. «Vete y haz tú lo mismo», oímos que se 
dice al escriba. «Con esta palabra -dice Leenhardt en una exégesis 
que llama existencialista- se ve que se abre la perspectiva de los 
tiempos nuevos, en los que Dios hace nuevas las cosas y nuevos a 
los hombres. La palabra de Jesús significa para este hombre la hora 
de su renovación. Hay una Buena Nueva para los corazones 
arrepentidos, hay un mañana esperanzador para los que han 
soltado las amarras que los uncían al pasado. Cuando el hombre 
deja de construir sobre sí mismo, Dios interviene de manera 
soberana. Jesús crea para este hombre, con la palabra que le 
dirige, un mañana nuevo; le introduce en una vida nueva. Con la 
palabra de Jesús, en la historia de este fariseo entra la eternidad». 

¡Ojalá Dios, en su misericordia y su misterio, haga presente a 
Jesús a todas las almas de buena voluntad que, pensando que no 
le conocen, están coincidiendo con él en la caridad!
Nos invade también un temor, cuando observamos el egoísmo de 
nuestras vidas. «Cuando venga el Hijo del hombre en su gloria, 
escoltado por todos los ángeles, se sentará sobre su trono de 
gloria. Se congregarán delante de él todas las naciones, y separará 
a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los 
cabritos... Entonces dirá el Rey a los de su derecha: Venid, benditos 
de mi Padre, poseed el Reino que está preparado para vosotros 
desde el comienzo del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de 
comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui peregrino, y me 
ofrecisteis albergue; estuve desnudo, y me vestisteis; estaba en la 
cárcel, y fuisteis a verme... (Mt 25, 31-36). 
Toda la civilización cristiana ha nacido de esta parábola. 
¿Tendremos hoy todavía el coraje y la lucidez de volver a comenzar 
este milagro de la gracia ? 


La oración del publicano
(/Lc/18/09-14)

PARA/PUBLICANO: Esta parábola va claramente dirigida contra 
los fariseos. Sus rasgos pintorescos y realistas, tomados al vivo de 
las costumbres palestinenses, el sentido inimitable de la verdadera 
oración, en los antípodas del legalismo, nos garantizan su 
autenticidad. Lo mismo sucede con el estilo. «No hay ninguna otra 
parábola en san Lucas en la que sea tan frecuente el asíndeton 
semítico (versículos 11.12.14); por otra parte, el lenguaje y el 
contenido demuestran que tenemos en ella una vieja tradición 
palestinense» (Jeremías). 
San Lucas empieza con esta introducción: 

«Propuso también esta parábola para algunos que presumían de 
sí mismos, apoyados en su pretendida justicia, y despreciaban a los 
demás» (Lc 18, 9). 

Reconocemos sin vacilar a los fariseos, que multiplican las 
prácticas de devoción, las oraciones, los ayunos, las limosnas, la 
lectura de la Ley (sobre todo la lectura de la Ley, que perdona los 
pecados y forma a los santos; los monjes de Qumrán lo 
exageraban). No son estas devociones las que hacen a un hombre 
mejor. Dios no halla en ellas el Amor, y los hombres no encuentran 
en ellas la bondad. 
Desde la altura de su justicia, los fariseos desprecian a «los 
demás». Estos otros son los publicanos, judíos de baja estofa. 
Sociológicamente, son los conserveros, los recaudadores de 
contribución, al servicio de los Romanos o de Herodes. En lo 
religioso, no se preocupan de esas reglas de piedad de los fariseos, 
ni se lavan las manos cien veces cada día, ni lavan las legumbres 
que han comprado en el mercado. Son siempre impuros. Por lo 
demás, no son necesariamente unos incrédulos. 
Dos hombres subieron al templo a la hora de la oración, es decir, 
o a las nueve de la mañana, o a las tres de la tarde. De pie, con el 
tronco arqueado, empapado de sí mismo, el fariseo rezaba así: 

«Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás 
hombres: ladrones, injustos, adulteros, y en particular como "este" 
publicano. Ayuno dos veces cada semana y doy el diezmo de 
cuanto poseo». 

En cuanto al publicano, no había rebasado el umbral del patio 
exterior; ni siquiera se atrevía a levantar los ojos al cielo, y 
golpeándose el pecho, decía: 

«Dios mío, ten compasión de este pecador». 

«Yo os aseguro que éste bajó a su casa justificado». 

Porque este publicano ha sabido rezar. «Cuando oréis, no seáis 
como los hipócritas. Les gusta orar puestos de pie en las 
sinagogas, o a la vista de la gente en los sitios públicos, para que 
los hombres los miren. En verdad, os digo que ya recibieron su 
recompensa. Vosotros retiraos a vuestro cuarto, con la puerta 
cerrada, y orad a vuestro Padre en secreto» (Mt 6, 5-6). 
El contraste entre las dos oraciones es el contraste de dos 
actitudes fundamentales en religión. Una actitud queda en el plano 
del orgullo, la otra es humildad. El orgullo o la humildad modelan a 
las almas. 
El fariseo toma posiciones frente a Dios. Está «de pie». Es cierto 
que es la postura prescrita. Así dice Maimónides, el gran teólogo 
judío: «Que nadie ore, si no puede tenerse de pie. Algunos rabinos 
precisaban: los pies rectos, porque en Ezequiel (1,7), a propósito de 
los animales que llevan el trono, se dice: «Tienen los pies 
derechos». Entonces se decía «ponerse de pie» (para rezar), como 
nosotros decimos hoy «arrodillarse». 
De pie o de rodillas, lo único que cuenta es el respeto. Los 
antiguos eran más formalistas que nosotros y daban más 
importancia a la etiqueta. El fariseo de nuestra parábola, de pie, 
trata de igual a igual con Dios. Simón Mago se hacía llamar el 
«hestôs», lo cual, en su pensamiento, significa una afirmación de 
divinidad. Dios no es un camarada. Una creatura no es su igual. 
La religión griega tenía un sentido innato de la desigualdad entre 
los dioses y los hombres. Los inmortales son felices. Un hombre feliz 
les resulta sospechoso. La felicidad demasiado grande es un 
exceso, una petulancia para con ellos, mientras que la desgracia 
nos consagra en nuestra condición de hombres. El suplicante es 
ennoblecido. Así es el espectáculo delante del palacio de Edipo, en 
Tebas: el rey, que condena su felicidad petulante, se dirige al coro: 
``Ninos, joven descendencia de la antigua Cadmos, ¿por qué estáis 
así de rodillas, con unos ramos suplicantes coronados de cintillas?» 
Los suplicantes tienen el buen papel. 
Nosotros sabemos mejor qué es Dios, su infinita majestad -a la 
que hay que mirar, con todo, como cercana y paternal-, y sabemos 
que en el orgullo hay una usurpación infinita. No es que Dios quiera 
ensalzarse con nuestro abatimiento. Si él ama al que no es, es para 
poder hacer que sea. Si ama al que sabe que no es nada, es 
porque el saber que no se es nada es el único medio de llegar a ser 
algo con su ayuda. 
DEBILIDAD/FUERZA: El P. Sertillanges traduce con exactitud el 
pensamiento de san Pablo: «La fuerza de Dios en nosotros se hace 
precisamente con nuestra debilidad, y el ser de Dios en nosotros se 
hace con nuestra propia inexistencia». 
La oración conoce únicamente dos polos: la majestad de Dios y la 
nada de la criatura. El fariseo conocía solamente otros dos: la 
estima de sí mismo y el desprecio de los demás. Su oración: «Dios 
mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres», no es 
una plegaria inventada. Se conserva una oración talmúdica del año 
70 aproximadamente, atribuida, si no me equivoco, a R. Reconías, y 
que Jeremías traduce de la siguiente manera: «Te doy gracias, 
Señor Dios mío, por haberme dado parte con los que se sientan en 
la casa de enseñanza y no con los que se sientan en las esquinas 
de las calles; porque yo me pongo en camino como ellos, pero yo 
voy en seguida hacia la Palabra de la Ley, y ellos van pronto hacia 
las cosas baladíes. Yo me tomo la molestia y ellos también se la 
toman: pero yo me molesto y recibo mi recompensa, mientras que 
ellos se molestan y no reciben recompensa alguna. Yo corro y ellos 
corren: yo corro hacia la vida del mundo futuro, y ellos corren hacia 
la sima de perdición». 
Ciertamente, hay que agradecer a Dios sus beneficios. Porque él 
los concede, pero no porque nosotros los «poseamos». Los 
beneficios «poseídos» se vuelven objeto de suficiencia y de orgullo. 

Tal vez el fariseo no es ni ladrón, ni injusto, ni adúltero. Pero 
omite algunas taras de su vida; san Pablo, que había sido del 
gremio, no se hacía muchas ilusiones. En todo caso, si el fariseo ha 
evitado esas faltas, se lo debe a Dios; y si Dios le abandonara, 
sería un criminal. Podemos convencernos de lo que valemos, 
cuando comprobamos nuestras cobardías y nuestras traiciones. 
Es verdad que el fariseo ayuna y paga los diezmos. Pero ¿vale la 
pena hablar de ello? Ayunar, bonita cosa. También la gente que 
hace deporte, ayuna. Se ayuna para adelgazar. No es eso lo que 
hace grandes a los hombres delante de Dios. Entrega el diezmo de 
sus bienes. También los jugadores del casino dan toda su fortuna 
en una noche. 
A la estima, infantil o astuta, de sí mismo, corresponde el 
desprecio de los demás: ladrones, adúlteros, como ese publicano. 
¿Qué sabemos nosotros del prójimo? Los publicanos no son muy 
observantes, eso es verdad, pero hay excepciones. Y después hay 
que contar con la intención, y con los planes de Dios. Dios se 
reserva algunas almas, y sus caídas son preparaciones. Saulo de 
Tarso ha sido pecador. San Agustín ha sido pecador. Y María 
Magdalena. Y tantos otros. Dios los perseguía con su amor. Los 
amaba por lo que iban a ser, por lo que iba a hacer de ellos, por los 
magníficos dones que iba a poner en ellos. El barro limpia los 
metales preciosos. Jesús ha condenado hasta tal punto las críticas, 
que nosotros nos las deberíamos prohibir de una vez para siempre. 
He aquí una buena regla práctica: no hablar de lo malo más que 
cuando ya no queda nada bueno que comentar. En realidad, todo 
esto no tiene nada que ver con la oración. La mezcla de la oración 
con la vanidad y la crítica es contra la naturaleza. La oración es la 
gloria de la unión con Dios; y no una máscara bajo la cual se sigue 
llevando una vida vulgar, insustancial, hueca. La Regla de san 
Benito calca su duodécimo grado de humildad en el retrato del 
publicano de esta parábola: «La cabeza siempre inclinada, los ojos 
fijos en la tierra..., repitiendo incesantemente en lo interior lo que 
dice el publicano del evangelio: Señor, yo soy un pecador, no 
merezco levantar los ojos al cielo». Inclinado, como aparece en el 
mosaico de san Apolinar en Rávena, el publicano recuerda al 
sacerdote al pie del altar, en el «Yo pecador» de la Misa. El peso de 
nuestros pecados y de los del pueblo cristiano es una carga pesada 
de llevar. Es preferible esconder nuestro rostro, enrojecido de 
vergüenza. La actitud interior responde a la exterior: «Dios mío, ten 
compasión de mí, que soy un pecador». San Francisco de Asís 
hace esta glosa: «¿Qué eres tú, Dios mio, y qué soy yo, gusano 
miserable de la tierra?» A la nada de la criatura, se añade la nada 
del pecado, lo cual dice bien con la criatura. Eso decían los santos 
¡y lo pensaban! Lo pensaban y tenían razón para pensarlo, porque 
la luz de Dios los tornaba lúcidos para contemplar su miseria de 
verdad. Ellos no eran más que unos hombres miserables, 
portadores de una santidad que no llegaba a purificar el fondo de sí 
mismos. Para quien así piensa, la acción de gracias ha perdido su 
vertiente peligrosa. 
Una hermosa y auténtica acción de gracias es la de la Carta de 
san Clemente Romano: «Que el cuerpo que formamos en Cristo 
esté todo él en buen estado y que cada uno esté sometido a su 
prójimo siguiendo la gracia que le ha sido dada. Que el fuerte 
proteja al débil, que el débil respete al fuerte; que el rico socorra al 
pobre; que el pobre dé gracias a Dios, que le ha dado con qué 
suplir su insuficiencia; que el sabio muestre su sabiduría, no en 
palabras, sino en buenas obras; que el humilde no se califique a si 
mismo, sino que espere la aprobación de los otros. Que el que es 
casto en su carne no se gloríe, sabedor de que es otro el que le ha 
concedido la gracia de la continencia. Reflexionemos, pues, 
hermanos queridos, sobre la materia de que estamos hechos, lo 
que somos y el estado en que hemos llegado al mundo. Pensemos 
de qué tumba y de qué tinieblas nos ha sacado el que nos ha 
creado para introducirnos en su mundo, después de habernos 
preparado sus beneficios antes de que naciéramos. Todas esas 
cosas las tenemos por él; por eso debemos darle gracias por todo. 
A él la gloria por los siglos de los siglos, amén». 
El publicano no concreta los detalles de su confesión. La 
confesión la ha hecho por él el fariseo. «Sin temor a equivocarse y 
si Dios dirige una vida espiritual por este camino el hombre puede 
estar menos pendiente de los exámenes de conciencia que de la 
postración amorosa de todo el ser ante el Creador, gesto de amor 
que se pierde en el gozoso reconocimiento y alabanza de las 
perfecciones divinas» (Gauthier). Con la condición de que este 
método valga y vaya consumiendo el «Yo». «Al alma se le hace 
crecer con la mirada como crece la planta cuando en ella se fija el 
sol. Pero no es a sí mismo a quien hay que dirigir esa mirada sino a 
Dios en él» (Sertillanges). Con la condición también de que la 
conciencia individual acepte la ley de la obediencia a Dios y a la 
Iglesia y en su actuación y en su pensamiento, el cristiano de 
nuestros días en lugar de rendirse a los atractivos y al imperio del 
«mundo» siga siendo «el discípulo de Cristo decidido y austero» 
como no han dejado de definirle los Papas desde san Clemente de 
Roma. 
«Os digo que éste bajó justificado a su casa y no el otro». La 
palabra es cruel. Lo que constituía su orgullo para los fariseos 
Jesús se lo aplica a los publicanos: «Porque el que se ensalza será 
humillado y el que se humilla será ensalzado». 
Algunos exegetas sostienen que el uso del verbo «justificar» en 
esta parábola no se debe al influjo de san Pablo. Hemos de 
observar que la doctrina paulina de la justificación extrae su savia 
del pensamiento de Jesús. La verdadera «justificación», no es el 
resultado de un rito o de unas «obras», sino un don de Dios que 
responde a la actitud de humildad y total confianza de su creatura.