SEGUNDA PARTE

La nueva justicia


El Reino de Dios estaba ya presente en la tierra, en la Palabra de 
Jesús, en su persona, en la pequeña comunidad que él había 
fundado y en el corazón de los hombres. Sus principios eran tan 
opuestos al legalismo judío que los justos según la Justicia de la Ley 
ya no estaban disponibles para una «justicia» nueva. Si se seguía 
todavía hablando el viejo lenguaje, no se le entendía de la misma 
manera. 
Era inevitable que los Fariseos tomaran partido contra Jesús. 
Entre ellos y él hubo numerosos conflictos. Sus discípulos, a 
ejemplo de Jesús, dejaron de observar las reglas estériles de la 
secta. No guardaban ni los ayunos, ni el descanso del sábado. Y a 
las observaciones agridulces de los Fariseos, daba esta respuesta 
Jesús: «Los amigos del esposo ¿van a estar de luto mientras está 
con ellos el esposo?» (Mt 9, 15). «Nadie echa un remiendo de paño 
recio en un vestido viejo. Nadie pone el vino nuevo en odres viejos» 
(Mt 9, 15s.). Los exceptuaba de su misión: «No son los sanos los 
que necesitan del médico, sino los enfermos» (Mt 9,12). Se ponía a 
la ofensiva: «¿Quién de vosotros, que tenga una oveja, si cae en un 
hoyo en día de sábado, no va a cogerla y sacarla?» (Mt 12,11). 


Capítulo IV 
LA MISERICORDIA DE DIOS 


La revelación de la misericordia sella el destino del legalismo. 
Este se había desarrollado como un glotón, que había chupado 
toda la savia del Antiguo Testamento. En varias ocasiones, Jesús 
recuerda a los Fariseos que su actitud está en contradicción con la 
esencia misma de la religión: «Id a aprender lo que significa esta 
palabra: quiero la misericordia y no el sacrificio» (Mt 9,13; 12, 7). 
Jesús rezuma solamente la paternidad, la bondad, la 
misericordia, que constituyen el fondo de la naturaleza de Dios. Ya 
se encuentra esto esbozado en unas parábolas, dentro del sermón 
de la montaña: «Mirad las aves del cielo: no siembran ni siegan ni 
recogen en graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta» (Mt 6, 
26). «Observad los lirios del campo cómo crecen: no trabajan ni 
hilan. Ahora bien, yo os digo que ni el mismo Salomón, en toda su 
gloria, se vistió como uno de ellos. Pues si Dios viste de esa manera 
la hierba del campo, que hoy es y mañana es arrojada al horno... 
(Mt 6, 28-30). 
San Lucas dedica un capítulo de su evangelio a una trilogía de 
parábolas sobre la misericordia de Dios. Y lo introduce así: «Los 
publicanos y los pecadores se acercaban a Jesús para escucharle. 
Y los Fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: ¡Este hombre 
acoge bien a los pecadores y come con ellos !» (/Lc/15/01-02). 
Acoger a los publicanos y a los pecadores, aprovechar todas las 
ocasiones para ir a su encuentro, no es el comportamiento de un 
hombre piadoso, ni menos aún el de alguien que pretende haber 
recibido de Dios una misión religiosa. Pero precisamente la misión 
de Jesús explica su conducta. Jesús revela un principio religioso 
nuevo: Dios es bueno, misericordioso; los hombres, todos los 
hombres, son hijos suyos. Jesús es bueno porque ocupa el lugar de 
Dios; a titulo de tal, descubre en los pecadores unas almas 
perdidas, las que Dios mismo ha perdido, y esa pérdida Dios la 
siente: un padre no deja nunca de ser padre, cualquiera que sea la 
ingratitud de sus hijos. 


El buen pastor 
(/Lc/15/03-07) 

En el momento en que san Lucas sitúa las tres parábolas de la 
misericordia, Jesús no ha condenado todavía a los justos a la 
manera antigua, o mejor, porque nunca los condenará, sigue 
creyendo que todavía pueden entender la buena nueva. El 
guardián de las ovejas no abandona el grueso del rebaño cuando 
va a buscar a la oveja extraviada. El rebaño es su rebaño, como 
Israel es siempre el pueblo de Dios. Pero ha llegado el momento de 
hacer sitio a las ovejas sarnosas, a los apestados. Precisamente 
estos apestados son los privilegiados de Dios, porque son los que 
tienen necesidad de misericordia. Y sobre la misericordia va a 
fundarse una nueva «justicia», digamos la justicia a secas, la que 
desconocen todos los celadores de la Ley, Fariseos, monjes de 
Qumrán, sacerdotes y levitas del templo. 
Las primeras palabras de esta parábola son un llamamiento al 
corazón de aquellos que se niegan a comprender a Jesús, un 
llamamiento también al instinto religioso que está latente bajo los 
prejuicios fariseos: 

«¿Quién de vosotros, si tiene cien ovejas y pierde una, no deja 
las noventa y nueve en el desierto para ir detrás de la que se ha 
perdido?» 

Es muy cómodo responder que sería una imprudencia abandonar 
el grueso del rebaño en el desierto. No se trata de eso, pues Jesús 
está pensando ya en la aplicación de la parábola: las costumbres 
del pastor son las del cielo. 

«Y cuando la ha encontrado, la pone, lleno de alegría, sobre sus 
hombros». 

Indudablemente, éste es el gesto clásico de los pastores, pero 
aquí está estilizado para dejar entrever el amor misericordioso. 
¿Cómo no iba a pensar Jesús en el pastor de Isaías: «Apacienta a 
su rebaño como un pastor, recoge a los corderos con su brazo, los 
lleva en su seno, y cuida de las ovejas paridas»? (Is 40, 11). 
Todo ello para preparar la conclusión de la parábola, dándole 
todo su valor: 

«Así os digo, que hay más alegría en el cielo por un solo pecador 
que se arrepiente que por noventa y nueve justos, que no tienen 
necesidad de penitencia». 

La alegría en el cielo es la alegría de Dios. O mejor dicho, es la 
alegría en el misterio de Dios, porque es preferible no hablar de su 
alegría. Es la reserva de un alma profundamente religiosa. En la 
parábola siguiente dirá: «La alegría entre los ángeles de Dios». 
PARA/OVEJA-PERDIDA: Los gnósticos valentinianos, por medio 
de un cálculo aritmético, demostraban que la oveja perdida era la 
centésima, aquella por la que empieza la centena; por esta razón, 
esa oveja era de mayor precio que las otras noventa y nueve, y 
representaba al gnóstico. La tradición musulmana atribuye a 
Mahoma este pensamiento: Dios ha creado cien partes de 
misericordia, de las que se ha reservado noventa y nueve, y la otra 
se la ha dejado al mundo. 
Dentro de la conciencia moderna de una alienación del hombre, 
el problema está solamente en volver a encontrar la fe en Cristo. 
Esta es la única solución, pero depende de la gracia. Los escarceos 
de la filosofía existencial nos llevan a la exégesis de san 
·Hilario-Poitiers-s: «Por la única oveja, hay que entender al 
hombre; y en ese hombre único hay que ver la totalidad de los 
hombres. El género humano anda errante desde que en Adán se ha 
equivocado de camino... Cristo es el que busca al hombre; y en él 
volverá a encontrar el hombre perdido la alegría del cielo». 


La mujer y la dracma perdida
(/Lc/15/08-10)

PARA/MONEDA-PERDIDA: Imaginémonos la casa de un 
campesino, con una habitación sola, sin ventana. Esas diez 
dracmas de la mujer ¿serían quizá, como lo propone Jeremías, sus 
joyas? 
El celo de la mujer es exagerado, imprevisto; es que 
«representa» otra cosa. Se trata en realidad de la preocupación 
que Dios tiene por un solo pecador. Un solo pecador que se 
arrepiente: diríase que toda la Providencia está en vilo en ese punto 
del espacio y del tiempo, en que un pecador está debatiéndose 
para escapar a esa capacidad de arrepentimiento que Dios ha 
puesto en su corazón. 


El padre misericordioso
(/Lc/15/11-32)

PARA/HIJO-PRODIGO: La tercera parábola tiene un aire de 
anécdota, de redacción mucho más libre, donde quizá san Lucas 
pondrá algo propio, aunque sin faltar a la ley de fidelidad a la 
tradición. Porque para quien relata una anécdota, la fidelidad 
consiste en seguir su línea con flexibilidad. Bajo el velo de esta 
parábola-alegoría, nos revela Jesús la profundidad de la 
misericordia divina. 
El hijo mayor, el que jamás ha quebrantado una sola de las 
órdenes del Padre, y tiene la idea de que no ha recibido todo el 
reconocimiento que él espera «en justicia» de sus prestaciones, 
representa muy claramente a los «justos» a la antigua usanza. Si 
alguno vacila en hacer esta identificación, que piense en 
/Mt/21/28-32, que es como el primer boceto, el proyecto de la 
parábola del hijo pródigo: «Un padre tenía dos hijos...» Jesús 
compara la conducta de los dos hijos: el que se niega a trabajar, y 
después siente remordimiento, y el otro, que hace profesión de 
obediencia, pero no realiza el trabajo esperado. Después de lo cual, 
concluye Jesús: «En verdad os digo, que los publicanos y las 
rameras irán delante de vosotros en el Reino de Dios». Y el 
evangelista observa: «Los príncipes de los sacerdotes y los 
Fariseos, al oír sus parábolas, entendieron que se refería a ellos» 
(Mt 21,45). 
El sentido primero y fundamental de estas tres parábolas es la 
revelación de la misericordia de Dios. Su estilo difiere 
sensiblemente: esto indica que fueron pronunciadas en 
circunstancias diversas. 
La parábola de la dracma es, literariamente, de la misma vena 
popular y galilea que la de la mujer que prepara su pan, o esconde 
la lámpara bajo un celemín. Una mujer de su casa ha perdido una 
dracma. La casa no tiene ventanas. Sobre el piso, de tierra pisada y 
cubierto de polvo, se han colocado unos muebles rudimentarios. La 
mujer enciende una candela, barre la casa, busca 
preocupadamente la dracma. La conclusión es su alegría infantil, 
desbordada, fuera de lugar en una aventura tan pequeña: reúne a 
sus amigas y vecinas, y se improvisa una fiesta. El evangelista tiene 
razón para sacar la lección: esta alegría de la mujer representa la 
alegría de los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente. 
El pastor de la parábola es el mismo de Ezequiel o del 
Deuteronomio. De manera particularísima es el de Isaías. Pone 
sobre sus hombros la oveja cansada. Y lo mismo que la mujer de la 
dracma, reúne a sus amigos y vecinos, para festejarlo. 
El Padre misericordioso se estremece de compasión, y da rienda 
suelta a su alegría: 

«Pronto, traed el traje más precioso y vestidlo. Traed el novillo 
cebado, matadlo; comamos y hagamos fiesta. Porque mi hijo estaba 
muerto y ha resucitado, estaba perdido y ha sido hallado».

Tenemos aquí la misma «conclusión» que en las dos anteriores 
parábolas, pero con un drama que ha puesto en carne viva a unos 
hombres.