CAPITULO I
LA SIEMBRA DEL REINO
De los dos símbolos del establecimiento del Reino en la
tierra, la siembra y la siega, el Antiguo Testamento da la
preponderancia a este último. Dios es el segador en la
eternidad, el que interviene al final de los tiempos. El es el
vendimiador. Su «dia» es día de alegría para los elegidos,
pero es también día de cólera, cuando se manifiesta al
mundo, como su «juez», en el fuego.
Jesús ha repetido en primer lugar el símbolo de la siega.
Sus apóstoles han sido enviados para segar: «La mies es
mucha, y los obreros son pocos. Rogad al señor de la mies
que envíe obreros a su mies» (Mt 9, 37-38; Lc 10, 2). Pero
únicamente se siega después de haber sembrado, y la alegría
de la siega enjuga las lágrimas de la siembra. Para que el
Reino de Dios sea cosechado, tiene que ser primero una
semilla.
El sembrador
(/Mt/13/01-09; /Mc/04/03-09 y /Lc/08/05-08)
El escenario que presentan los Sinópticos evoca un cuadro
familiar: el lago de Cafarnaum, inmóvil dentro de la curva
elíptica y alargada de sus colinas, una barca de pesca en la
que Cristo está sentado, rodeado de sus discípulos, la
muchedumbre en la orilla. ¿Nos atreveríamos a añadir a ese
cuadro un personaje más, un sembrador allá en lontananza,
en un declive de terreno cultivado? El labriego tiene
conciencia de su tarea: está preparando el pan de sus hijos,
ese pan que fortalece el cuerpo.
«Salió el sembrador a sembrar. Y al sembrar, unos granos
cayeron en la orilla del camino, y vinieron los pájaros y los
comieron. Otros cayeron en terreno pedregoso, donde no
tenían mucha tierra, y brotaron en seguida, porque la tierra
era poco profunda. Pero al salir el sol, los abrasó, y como no
tenían raíces, se secaron. Otros cayeron entre espinas, y las
espinas crecieron y los ahogaron. Otros cayeron en buena
tierra, y dieron fruto, uno ciento, otro sesenta, otro treinta. El
que tenga oídos, que oiga» (Mt 13, 3-9).
La mirada de Jesús, tensa en dirección al cielo, prolonga el
espectáculo terrestre. Hay otras semillas distintas de las
semillas temporales, infinitamente más preciosas, de más
trascendencia. El mundo de Dios tiene también sus mieses
que crecen para la cosecha. Jesús las está contemplando. El
es el que hace la tarea esencial. El es «el Sembrador».
Las semillas del Reino han sido las primeras en ser
queridas, las primeras en ser creadas. Las semillas del
labriego de Galilea son la imagen de aquellas. Este
campesino galileo no trabaja nuestros campos, estas llanuras
fértiles en que el viento mece las mieses y el sol y la lluvia las
doran suavemente, sino que trabaja unos campos quemados
por el sol, unas tierras ingratas. Allí los senderos atraviesan
los campos sin fronteras muy precisas; en ellos cae la
simiente y los gorriones son voraces. La tierra que se cultiva
tiene escasa profundidad; la roca calcárea está a flor de
suelo.
Una parábola, según algunos exegetas, no puede saltar la
barrera que la separa de la alegoría. Pero si Jesús detalla el
aspecto del campo, y si lo hace pensando en el fracaso
parcial de su misión de Galilea, ¿cómo no iban a ser las
resistencias del terreno las causas de su fracaso? En el
pensamiento de Dios, las tierras se volvían hacia el sol de
mediodía; hoy se inclinan hacia el norte. «La tierra te
producirá espinas y abrojos» (Gn 3,18). La desilusión de los
sembradores es proverbial. «Se ha sembrado trigo, se
cosechan espinas» (Jer 12,13). La siembra se hace con
lágrimas. Se diría que el mismo otoño, la estación de la
siembra, empuja a la melancolía. «Era un día de otoño, triste
y frío. El sembrador salió a sembrar... (Joergensen, Les
Paraboles). El labriego, en aquellos tiempos antiguos en que
no era rara el hambre, ha descontado previamente su saco
de simiente para proveer al alimento necesario a su familia; él
no está seguro ni de la buena voluntad del cielo—con sus
inviernos crudos y sus sequías—ni de que vayan a respetarle
los pillajes de los nómadas o el paso de las tropas armadas.
El labrador comienza de nuevo cada año la siembra de sus
tierras. Jesús, el divino Sembrador, no ha interrumpido su
trabajo de Galilea de generación en generación. Las
primaveras de la Iglesia nos prometen unas sementeras de
juventud y fertilidad; pero es preciso que primero
escuchemos: «El que tenga oídos, que oiga». Volvamos a leer
nuestra parábola pensando en nuestras siembras de hoy.
COR/CAMINO-DURO: Una parte de la simiente cae a lo
largo del camino, y los pájaros son voraces. Y aunque la
simiente llegue a tocar el suelo, la tierra está endurecida, es
incapaz de recibir la semilla. Todas las generaciones son
idénticas. La nuestra no es ni mejor ni peor que las otras.
Pero hoy se proscribe a Dios de manera abierta. Somos el
camino, queremos serlo, lo hacemos todo para endurecerlo
como el asfalto. Afortunadamente, la fe nos asegura que esta
dureza es postiza, pura fachada que se tambalea en el
momento en que una circunstancia cualquiera obliga al
hombre a bajar al fondo de sí mismo y darse cuenta de que él
no es Dios.
Una parte de la semilla cae en terreno pedregoso. La capa
de tierra es muy delgada. Brota muy pronto gracias a la
humedad de la lluvia o del rocío de la noche. Pero cuando
sale el sol y la hiere con sus rayos, se seca.
Todo marcha de primera. Somos pasión y fuego para los
movimientos idealistas que se multiplican en nuestro tiempo.
La vida nos desengaña, porque Dios no se complace más que
en las cosas sólidas. «Sobreviene la tribulación, o la
persecución por causa de la palabra, y se sucumbe». Pero los
valientes continúan.
Una parte de la simiente cae entre espinas. Nos
encontramos en el camino con hombres excelantes, con los
que uno soñaría convertirlos en obreros del Reino. Pero...
tienen espinas. El amor de los negocios, del placer, las
preocupaciones del siglo y las ilusiones de la riqueza, como
nos explica la parábola. La semilla queda ahogada. Y lo que
todavía es peor: algunos hombres se sirven del humus de la
religión para conseguir una mejor frondosidad de espinas.
Finalmente, queda la tierra buena del todo, la que produce
el treinta, el sesenta, el ciento por uno. Suele decirse que el
cincuenta por uno es ya el máximo, en las mejores tierras;
pero la parábola se sitúa por encima de las estadísticas.
«Isaac sembró en aquel país (la tierra de Guerar) y recogió
aquel año el ciento por uno» (Gn 26,12). Tal cosecha fue
excepcional, hasta para el patriarca. Los santos son la
cosecha del ciento por uno.
El poder de Dios tiene como su desquite en los resultados
de la buena tierra. Y ésta es la conclusión de la parábola. A
pesar de los obstáculos (san Pablo diría: por causa de los
obstáculos), el poder de Dios actúa y obtiene el éxito donde el
hombre fracasa.
Los fracasos aparentes de Jesús no habían hecho mella
alguna en su inquebrantable confianza en Dios: se explicaban
por la revelación del misterio del Reino, que es el poder de
Dios actuando en la debilidad.
Los discípulos de Jesús, los Doce sobre todo, no olvidarían
la lección. A través de sus fracasos y de las persecuciones,
cumplirán su quehacer, sembrarán, plantarán la Iglesia.
Después de ellos, la misma ley se verifica con los cristianos,
encargados de ministerios o simples fieles, esa ley misteriosa
que regula, desde la siembra, el progreso de la cosecha. Dios
quiere depender de los terrenos que él ha creado. Su
segunda creación no renueva de arriba abajo la primera, su
gracia actúa sobre un primer fondo deteriorado por el pecado.
Dentro de esta perspectiva, Dios pide y acepta nuestra
colaboración, y nos invita a ser tierra buena, húmeda y cálida,
que descascarilla la semilla y la hinche de su propia
substancia de manera que tierra y semilla forman una sola
cosa.
Oigamos a ·Agustin-SAN, al obispo, al gran teólogo y
escriturista, explicar y aplicar la parábola a sus sacerdotes y a
sus fieles: «Cambiad de conducta mientras se puede, dad
vuelta a las partes duras con la reja del arado, echad fuera
del campo las piedras, arrancad las espinas. No tengáis el
corazón duro, que aniquila inmediatamente la palabra de
Dios. No tengáis una capa ligera de tierra, donde la caridad
no puede arraigar profundamente. No permitáis que las
preocupaciones y deseos del siglo ahoguen la buena semilla,
haciendo inútiles nuestros trabajos con vosotros. Todo lo
contrario, sed la tierra buena... Y el uno produce el ciento, el
otro el sesenta y un tercero el treinta por uno, con frutos más
o menos grandes en cada cual. Y todos harán el granero».
Aquí radica nuestro consuelo y nuestro gozo. El granero de
Dios es espacioso, y su gracia es, indudablemente, más
generosa que todo lo que nosotros podemos imaginarnos.
Tiene recursos y sabe usar estratagemas que inventa su
misericordia en cada minuto, hasta el final de cualquier vida
humana. Esta parábola nos hace reflexionar sobre la
debilidad humana, para que crezcan sin medida la
misericordia de Dios y nuestra confianza.
La cizaña en el campo de trigo
(/Mt/13/24-30)
Otra parábola para presentar las vicisitudes de la siembra.
«El Reino de Dios es semejante a un hombre que ha
sembrado buena simiente en su campo. Pero durante el
sueño vino su enemigo, sembró cizaña en medio del trigo y se
marchó. Cuando creció el trigo y se formaron las espigas,
apareció también la cizaña.
Los criados vinieron a decir al propietario: Señor, tú has
sembrado buena semilla en tu campo. ¿Cómo es que tiene
cizaña? El les dijo: Esto lo ha hecho un enemigo. Los criados
le dicen: ¿Quieres que vayamos a arrancarla? No, dijo él,
habría peligro, al recoger la cizaña, de arrancar al mismo
tiempo el trigo. Dejad que crezcan los dos a la vez, y cuando
llegue la siega, yo diré a los segadores: Recoged primero la
cizaña y atadla en gavillas para quemarla. Y llevad el trigo a
mi granero».
Los exegetas, a quienes resulta familiar la Tierra Santa, nos
proporcionan unas informaciones preciosas.
«El trigo alcanza ordinariamente una altura más
considerable que la cizaña. Entonces, los campesinos cortan
con su hoz el trigo por encima de la cizaña, de manera que las
espigas de la cizaña quedan intactas. En ocasiones como
ésta es frecuente oír al dueño del campo que dice a sus
segadores: Levantad más altas las manos» (Biever, sacerdote
del patriarcado latino de Jerusalén).
«En las aldeas de Palestina no es raro que un hombre
tenga su enemigo particular, y las venganzas de los
labradores—árboles cortados, mieses abrasadas—son muy
frecuentes» (Lagrange).
«Para alejar a los fieles de estas temibles venganzas, el
crimen de cortar un árbol frutal es un pecado reservado en la
diócesis de Jerusalén» (Buzy).
«Es posible que la parábola de la cizaña evoque un
incidente real, pues en la Palestina moderna se nos ha
referido una historia parecida... Había costumbre... de extirpar
la cizaña, incluso varias veces...» (J. Jeremías).
La explicación de la parábola, conservada por san Mateo,
está vigorosamente teñida de alegoría: «El campo es el
mundo. Los criados son los hombres. Los segadores son los
ángeles». San Jerónimo exagera cuando dice: «Los hombres
que duermen (cuando deberían haber estado en vela) son los
doctores de las iglesias». Algunos exegetas se permiten
excesos de esta clase para convertir la parábola en un hecho
simplemente diferente, del cual sacaría Jesús una lección de
paciencia en espera del juicio de Dios.
Es verdad que el Maestro galileo ha debido defender su
acción y su manera de realizar el Reino contra los prejuicios
de su tiempo. El mismo precursor, los Zelotas, los Fariseos,
los anacoretas de Qumrán, coincidían en exigir a Dios un
comportamiento duro, una intervención espectacular en el
establecimiento del Reino. En torno a Jesús iba y venía un
grupo de discípulos y de algunos simpatizantes; pero los
hombres y mujeres de Galilea continuaban viviendo la vida de
todos los dias. Jesús dejaba hacer. Ni siquiera detenía el mal
en el dintel de su pequeña comunidad. Pero ¿quería
realmente dar una lección de vulgar paciencia?
San Mateo, y antes que él una fuente aramea, ha situado
nuestra parábola dentro del gran contexto de la revelación del
misterio del Reino. Esto es una señal de que en ella se trata
de la «política» de Dios y del plan de la fundación del Reino.
Lo cual lleva consigo un cierto alegorismo. El labrador
representa a Dios y el campo es su Reino; detrás del enemigo
se oculta también algo o alguien, ese Poder del Mal que yace
en el fondo del hombre, en ocasiones anónimo y a veces con
un rostro muy personal, y que se opone a la obra de Dios; y el
fuego que quema las gavillas de cizaña tiene un cierto olor
escatológico, como el horno ardiente del Libro de Daniel. La
región de Galilea era esa porción del campo inmenso, en la
que Dios comenzaba la siembra de su Reino. Y el que Dios
dejara subsistir la cizaña, siembra de otro, al lado de su
Reino, era el misterio, dentro de las miras de la comparación.
Es una situación paradójica. Dios ha sembrado trigo. Y
permite que urdan la intriga: han entrado en juego unas
fuerzas que hacen peligrar la cosecha. Y esto origina un
conflicto —que está en el centro de la parábola—,
representado por la actitud del Dueño y la actitud de los
criados.
Los criados se asombran. Dan la impresión de que
sospechan alguna negligencia en el colono. «¿Has limpiado
bien la simiente?» Luego, cuando caen en la cuenta de que
su amo es víctima de su enemigo, les abrasa el celo, pero de
manera intempestiva. Frente a eso, la parábola subraya la
clarividencia del Dueño: «Eso lo ha hecho el enemigo», y su
paciencia: «Dejadla crecer. Cuando la mies esté madura, yo
mandaré a los segadores...».
Desde el comienzo de los tiempos, el mal se halla instalado
dentro de la obra de Dios; y esa misma situación debe durar
hasta la consumación. Tal es el designio del Dueño de la
mies.
A través de esta parábola es necesario que nos
amoldemos a la ideología de Dios, que veamos con sus ojos,
que sometamos nuestra inteligencia a la suya.
Será preciso que armonicemos dos actitudes que a primera
vista parecen contradictorias: una intransigencia radical frente
a una obra que no es la de Dios; y una paciencia
inquebrantable para conservar nuestro optimismo.
Intransigencia. Saber muy bien cuál es nuestro puesto.
Elegir nuestra postura. Ser trigo, de una manera resuelta,
decidida. Porque un día caerá el telón con el desenlace de la
obra: «Como acaeció en los dias de Noé, así sucederá en los
dias del Hijo del hombre. Comían, bebían, tomaban marido o
mujer, hasta el día en que Noé entró en el arca: y llegó el
diluvio y todos perecieron. Como también en los días de Lot,
comían, bebían, compraban, vendían, plantaban o edificaban:
y el día en que Lot salió de Sodoma, hizo Dios caer lluvia de
fuego y de azufre y todos perecieron. Así sucederá el día en
que se revele el Hijo del hombre. En aquel día, el que esté en
la terraza y tenga sus cosas en la casa, que no baje a
cogerlas; y el que esté en el campo, que no vuelva atrás» (Lc
17, 26-31).
No tengamos, pues, ninguna debilidad, ninguna
complicidad con el mal: «Si queremos servir a Dios y al
mundo, será con perjuicio nuestro. ¿De qué le sirve al hombre
ganar todo el mundo si pierde su alma? El mundo presente y
el mundo futuro, el nuestro, son enemigos entre sí. El mundo
presente recomienda el adulterio, la corrupción, la avaricia, el
fraude, mientras que el mundo futuro renuncia a estos
crímenes. No podemos, por tanto, ser amigos de los dos. Es
preciso renunciar al primero y vivir del segundo. Creemos que
es preferible odiar las cosas de este mundo, porque tienen
muy poca importancia, son efímeras y caducas; y amar las
otras cosas, las que no fenecen»
·Clemente-Romano-san).
Asi hablaban los antiguos, los del tiempo en que el Imperio
Romano era la encarnación de la Bestia (al estilo del
Apocalipsis). Semejante tiempo es una excusa para identificar
el «Mundo» y el Mal. Este es un aspecto de la realidad,
unilateral desde luego; pero sería otro prejuicio parecido
exorcizar totalmente el mundo moderno.
El pertenecer a un cristianismo mejor establecido que el del
tercer Papa de Roma no nos dispensa de una visión clara. En
su tiempo, no era ni concebible el que un César pudiera
hacerse cristiano. Hoy día nos asombramos de la hostilidad
de muchos gobiernos. A través de toda la historia de la
Iglesia, nunca ha sido desarmado el totalitarismo político. Para
que la masa conservara su sabor cristiano, ha habido en
todas las edades cristianos que han vivido en los desiertos, o
en las celdas monacales, o en los conventos, o que se han
fabricado una celda para su soledad de inteligencia y de
corazón. Precisamente porque el Reino no es el mundo, y
porque hay hombres entregados al mundo, son necesarios
algunos hombres que pertenezcan al Reino, y nada más que
al Reino.
Y paciencia. La separación de que hablamos se realiza
ante todo en el terreno de los principios. Ya san Pablo se ha
encontrado ante la necesidad del compromiso. Para huir de la
idolatria, para escapar al contacto de los licenciosos, habría
que salir de este mundo, escribe a los fieles de Corinto. El
cristiano no puede hacerlo. Y lo que es más, estamos en una
época en la que resulta muy difícil distinguir el trigo de la
cizaña. Acaece que se huele el trigo o nos da en la nariz lo
demoniaco; por regla general, unos incontables «peros» y
«síes» nos ocultan la realidad profunda, la de Dios. El trigo
presenta sus taras y sus enfermedades; se deslizan en él los
principios del mundo. Y la cizaña tiene cualidades humanas
innegables, y pueden ser buenas las intenciones mientras
que algunas realizaciones son desastrosas.
La presente situación, tal como es, entra dentro del plan de
Dios. Dios la quiere en beneficio de todo el mundo. En
beneficio nuestro, porque está seguro de que si
permanecemos firmes en la fe, la presencia de los «malos» a
nuestro lado engendrará la paciencia, y la paciencia es ya
esperanza. Esperaremos al tiempo de la siega. Por otra parte,
¿no ayuda la cercanía de la cizaña a que el trigo se alce más
robusto y más espeso? A los árboles se los deja en viveros
tupidos; y una encina se desarrolla bien solamente en el
bosque.
Sobre todo, no nos metamos a hacer la obra de
discriminación de los últimos dias. El juicio, en última instancia,
pertenece solamente a Dios. Dios es celoso de su juicio.
Nuestras manos de hombres son demasiado torpes, y
nuestros ojos ven mal, se paran en la superficie de las cosas.
Hay que dejar, por tanto, un lugar para la paciencia. San
Jerónimo, el gran batallador, que devolvía con usura los
golpes que se le daban, se siente obligado a admitir la
paciencia. Y hemos de estar sobre aviso, nos explica el santo,
para no precipitar la caída de un hermano: porque puede
suceder que el que hoy está corrompido por una doctrina
peligrosa, mañana se arrepienta y se ponga a defender la
verdad. Bonito cañamazo sobre el que borda
·Crisólogo-Pedro-San cuando escribe: «La cizaña de hoy
puede cambiarse mañana en trigo; de esa manera el hereje
de hoy será mañana uno de los fieles; el que hasta ahora se
ha mostrado pecador, en adelante irá unido a los justos. Si no
viniera la paciencia de Dios en ayuda de la cizaña, la Iglesia
no tendría ni al evangelista Mateo—a quien hubo necesidad
de coger entre los publicanos—, ni al apóstol Pablo—al que
fue preciso coger entre los perseguidores—. ¿No es verdad
que el Ananías del libro de los Hechos trataba de arrancar el
trigo, cuando, enviado por Dios a Saulo, acusaba a san Pablo
con estos términos: Señor, ha hecho mucho daño a tus
santos? Lo cual quería decir: arranca la cizaña; ¿por qué
enviarme a mí, la oveja al lobo, el hombre piadoso al maldito?,
¿por qué enviar un misionero de mi talla al perseguidor? Pero
mientras Ananías veía a Saulo, el Señor veía ya a Pablo.
Cuando Ananías hablaba del perseguidor, el Señor sabía que
era un misionero. Y mientras el hombre le juzgaba como
cizaña para el infierno, Saulo era para Cristo un vaso de
elección, ya con un puesto en los graneros del cielo» (Sermón
97).
El tiempo actual es el de la paciencia de Dios y el de
nuestro arrepentimiento.
Yo me pregunto si no estamos siendo infieles al
pensamiento de Nuestro Señor al detenernos tan largo tiempo
en la cizaña. Dios prohibe arrancar la cizaña en beneficio del
trigo: Cuidado, no sea que, al recoger la cizaña, arranquéis
con ella el trigo. El tiempo concedido a la vez al trigo y a la
cizaña, es el tiempo en que crecen; el que Dios lo alargue o lo
abrevie, siempre es por razón de sus elegidos (Mc 13, 20). No
es ninguna barbaridad, ni egoísmo, el hablar así. Si nos
concentramos en las intenciones de Dios, que quiere
apasionadamente a sus santos, y nos sometemos a él a
fondo, estamos teniendo compasión de la cizaña y
colaboramos en su transformación. Si todos los católicos
hubieran sido siempre unos santos de categoría, ¿habría
tantos infieles?
Lo que Dios mira y lo que él ama es el trigo, es decir, su
palabra que ha germinado en unos corazones humanos y se
ha hecho en ellos contemplación, amor, santidad, sacrificio;
su palabra, que debe todavía crecer, encarnada en la
santidad de las familias cristianas, como en el martirio de
tantos hermanos nuestros, hoy dia; su palabra que hará
madurar el entusiasmo de la juventud contemporánea.
He aquí lo que Dios ama y mira con amor por encima de
eso que llena las páginas de los periódicos o propagan las
ondas de una punta a otra del mundo. Dios no teme la
competencia de los satélites artificiales. Sus estrellas no
tienen miedo a la luz eléctrica. Tampoco la desprecia, pues es
creatura suya.
Conservemos la cabeza lúcida en medio de los torbellinos
pasajeros que debilitan la tierra. Cada vez que la Iglesia ha
sentido la tentación del vértigo de un progreso meramente
humano, se ha recogido -—y se recogerá siempre- para
repetir la respuesta de Nuestro Señor al tentador: no sólo de
pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca
de Dios.
Cuando contempla su campo de trigo, Dios siente amor y
se siente orgulloso, como el colono que, en otro tiempo, el
domingo después de visperas, iba a darse una vuelta para
admirar sus mieses. Dios Creador, ante la belleza del mundo
material que acababa de salir de sus manos, «vio que la luz
era buena»; y cuando hizo nacer la hierba verde y los árboles
frutales, «vio que estaba bien». ¿No os parece que ahora
repite esa misma palabra después de cada una de sus
creaciones espirituales, en cada nuevo brote de vida y de luz
dentro de su campo, que es la Iglesia? Dios está ufano de sus
santos. Un día se presenta Satanás en el consejo que Dios
celebra con sus ángeles. «¿De dónde vienes? —He recorrido
la tierra... —¿Te has fijado en mi siervo Job ? No hay ninguno
semejante a él en la tierra; es un hombre íntegro y recto, que
teme a Dios y se guarda del mal.
La mies en vías de crecimiento
(/Mc/04/26-29)
«El Reino de Dios es como cuando un hombre arroja la
semilla en su tierra.
Mientras duerme y vela, de noche y de día, la semilla
germina y crece sin que él sepa cómo.
Por sí misma la tierra produce su fruto, primero la caña,
luego la espiga, por fin el trigo que llena la espiga.
Y cuando está maduro el fruto, mete la hoz porque la mies
esta ya en sazón».
En la mirada de Nuestro Señor se funden dos espectáculos.
En un primer plano, la campiña se cubre, cada año, de
mieses; en un segundo plano, está la mies de las almas:
«Levantad vuestros ojos, y ved los campos ya blancos para la
siega» (Jn 4, 35). La mies espiritual crece con la mies
temporal. Una misma fuente de luz y de calor —porque Dios
es el sol de las almas y el sol visible le representa— hace
madurar las dos cosechas.
También algunos místicos han recibido el don de esta
doble visión. Un san Francisco de Asís, una santa Hildegarda
de Bingen contemplaban directamente, en la naturaleza, la
actividad de Dios. El mundo es su ropaje. Las huellas de sus
pasos están visibles en todas partes y el amante místico sigue
así a Dios, en sus rastros. «Las huellas de Dios impresas en
las cosas permitían a san Francisco seguir por todas partes a
su Amado; de todas las criaturas hacía una escala para
remontarse hasta el trono de Dios» (Tomás de Celano).
En nuestros días nos sobrecoge el entusiasmo ante los
avances de nuestros conocimientos del cosmos, de los
secretos de la materia, de la vida, de la existencia humana, de
nuestras técnicas y métodos de investigación científica, a los
que se une una expansión inaudita de la inteligencia. Tal
entusiasmo, como lo reconocían ya los antiguos, lleva en sí
un carácter esencialmente religioso; depende de nuestra
libertad y del don de Dios el que se desarrolle como
verdadera mística cristiana, preparación de nuestro final
escatológico.
En todo caso, desde ahora todos los cristianos tienen a su
alcance la santificación escatológica de sus esfuerzos.
Trátese de la ciencia o de un orden más material, todo trabajo
es una colaboración con la creación; ningún trabajo aparta de
la dirección del Reino de Dios.
El secreto de la fe está en encontrar a Dios, o en
introducirlo, en cada momento, en los elementos y
acontecimientos del mundo que, aparentemente, nada tienen
que ver con su designio sobrenatural.
El labrador ha arrojado su semilla en la tierra. Hecho esto,
ha concluido su tarea. Y ya no piensa más en su tierra, vuelve
a ocuparse en sus quehaceres de cada día. El trigo se
levanta sin que él tenga que intervenir, sin que piense en ello,
sin que se dé cuenta de ello. La tierra da fruto por sí misma.
La lección se encierra en esa despreocupación del labriego.
El Reino crece, semejante a la mies del campo. Nunca se ha
frustrado la esperanza del campesino. Así, la esperanza del
Reino conducirá a la humanidad hasta la siega. Jesús nos
revela la certeza que llena su alma y le asegura el éxito de su
mensaje. No hay que precipitar la hora decisiva. Con toda
seguridad llegará, libremente, inevitablemente; en el secreto
de su actividad, Dios la está preparando. Jesús habría podido
repetir esta parábola a sus discípulos Santiago y Juan,
cuando le propusieron hacer bajar fuego del cielo sobre los
Samaritanos que le negaron hospedaje (Lc 9, 52-55). Los
golpes de fuerza no son convenientes para el establecimiento
del Reino de Dios.
Frente a unas leyes de inercia que parecen entorpecer la
obra de Dios se yergue en toda su majestad la ley de un
poder irresistible, que levanta la creación hacia su Creador.
Una vez que estemos aferrados a una buena postura,
ciertos del progreso necesario del Reino, en el mundo, en
nosotros y por nosotros —todo esto es parecido—, volvemos
a encontrar a la vez el optimismo y la despreocupación.
El optimismo se confunde con la alegría y la paz, frutos del
Espíritu Santo: «Tengamos paz con Dios por Nuestro Señor
Jesucristo» (Rm 5,1). Este es el optimismo de Jesús. La
victoria de su palabra estaba asegurada, a pesar de la
obscuridad aparente que la envolvía: no se enciende la
lámpara para ponerla debajo del celemín.
«Nada hay oculto que no deba ser manifestado. No hay
nada escondido sino para que venga a la luz» (Mc 4, 21-22).
«Lo que os digo en las tinieblas, decidlo a la luz; lo que
escucháis al oído, gritadlo desde los tejados» (Mt 10, 27).
FE/VICTORIOSA: La victoria de la oración es también
totalmente segura: «Pedid y recibiréis». Están aseguradas la
firmeza de su Iglesia y su victoria sobre las fuerzas que se le
oponen. La fe será siempre victoriosa. El optimismo de Jesús
se desarrollaba con alegría: «Hay en la vida de Cristo una
cosa que él oculta. A veces he pensado que era su alegría»
(Chesterton).
San Pablo y todos los grandes santos, los grandes
creyentes, participan de este optimismo. San Pablo es el gran
doctor de la confianza. El derrotismo no encaja con su
teología de la salvación; el que nos ha elegido es el poder y la
fidelidad por esencia. Si nos ha elegido, llevará hasta el final
su gracia, nos glorificará. Cristianos y santos son títulos
equivalentes. Para san Pablo, pues, la santidad no es un
fenómeno extraordinario. Lo que resulta anormal es que haya
otras cosas y no haya santos. Lo que es anormal es un
cristianismo miedoso, exangüe, esperando no sé qué
transfusión de sangre de una nueva civilización. Cuando
nosotros somos la sal de la tierra, la luz del mundo. La
santidad es un viaje que comienza por el bautismo y que debe
terminar un día en el cielo. En el bautismo hemos adquirido
unos compromisos, y los renovamos al menos una vez;
¿pensamos que también Dios, en ese dia, se ha
comprometido solemnemente a salvarnos? ¿Y a salvar a
muchos otros con nosotros? He ahí por qué rezuman gritos de
optimismo las cartas del Apóstol.
Indudablemente, él nos ha explicado en la carta a los
Romanos lo trágico de la existencia humana; nosotros no
seremos nunca los santos que hemos soñado; y, sin
embargo, san Pablo concluye con un alarde de triunfo: «Si
Dios está en favor nuestro, ¿quién estará contra nosotros? Si
ha entregado a su Hijo único por nosotros, ¿qué nos podrá
rehusar? ¿Quién va a hacer de acusador de los elegidos de
Dios que somos nosotros? ¿Quién nos separará del amor de
Cristo, que nos envuelve como los amores juntos de un padre
y una madre? Estoy convencido de que ni la muerte, ni la
vida, ni el tiempo, ni los Principados, ni el presente, ni el
futuro, absolutamente ninguna criatura podrá arrancarnos del
amor de Dios que se ha hecho cargo de nosotros en Cristo
Jesús Señor Nuestro» (/Rm/08/31-39).
El optimismo y la confianzaa se extienden a la vida
temporal. Dios hace que florezcan las flores y brote la hierba
del campo, y alimenta a los pájaros; ¿cómo iba a
desentenderse de nuestra vida carnal? «Aprended de los
lirios del campo, ved cómo crecen; no trabajan ni hilan. Y yo
os digo que ni Salomón, en toda su gloria, se vistió como uno
de ellos» (Mt 6, 2~29).
FE/PREOCUPACION PREOCUPACION/FE: La
despreocupación acompaña normalmente a la confianza en
Dios. Después de todo, el asegurar el éxito de la Iglesia,
nuestra santidad, nuestros trabajos, sean los que sean, no es
asunto nuestro; es cosa de Dios. A nosotros nos basta con
cumplir nuestro quehacer de cristianos, con toda sencillez. El
hombre de la parábola deja que la mies crezca ella sola: es un
hombre sin preocupación, comenta Maldonado. Así es la
despreocupación del Prefecto que ha preparado todo para la
batalla del día siguiente y sin embargo duerme; la de San
Pedro Canisio, que seguiría jugando al billar si se le dijera
que su muerte está próxima. Se trata de una despreocupación
que coloca la actividad humana en su verdadero sitio. El
trabajo cristiano se armoniza perfectamente con esta
despreocupación: el trabajo de los buenos labradores que
«labran todos los años con el mismo cuidado las mismas
tierras, a la vista de Dios, y las siembran». O hasta el juego
de las niñas: «La inocencia de los niños es la gloria más
grande de Dios. Todo lo que se hace durante la jornada es
agradable a Dios, contando, naturalmente, con que se haga
lo que hay que hacer» (Péguy).
Según la parábola, estamos asistiendo a un crecimiento de
maduración. El mundo entero, todas las generaciones, el
espacio y el tiempo tienen su lugar en este campo de trigo, en
esta cosecha que crece y madura en algunos meses, de una
vez para siempre. Nosotros buscamos el fenómeno de una
extensión lineal en el tiempo, las generaciones que se
suceden, las mieses que se renuevan de año en año.
Buscamos el avance y el progreso del Reino bajo la presión
del tiempo. Con toda seguridad, es Dios el que tiene razón. El
verdadero progreso se encuentra en lo intemporal,
particularmente en la multiplicación de los santos y en la
madurez de la vida espiritual en el conjunto de los cristianos
de todos los tiempos.
«La Iglesia alarga con serenidad la lista de sus santos
-escribía el P. Rousselot-. Todos diferentes y todos
admirables, magnánimos y humildes de corazón, austeros y
dulces, pasan por en medio de los hombres que con
frecuencia, los persiguen y casi siempre los desprecian. Pero
espiritualmente resplandecen, y, como mártires y místicos,
siguen siendo sobre la tierra los testigos de Dios, los
continuadores de Cristo, los héroes del Espíritu».
En el fondo, los santos son siempre iguales. Es como si los
produjera una sola generación: todos desiguales como las
hojas de un gran árbol, como las espigas de un campo de
trigo, y en el fondo tan parecidos, porque todos ellos
reproducen a Cristo. Dios los ha visto con esta semejanza.
«Porque a los que de antes conoció, a esos los predestinó a
ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea el
primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8, 29).
Siempre será la caridad igual a sí misma, como un latido
del gran amor de Dios. Todas las maneras de ser santo son
dignas. Un único ritmo dirige los esfuerzos de los cristianos
mejores para llegar a alcanzar a Dios por amor. Después de
los fundadores de la santidad esos modelos inimitables, que
se imponen, como son Jesús, en categoría única, y luego
Pablo, Juan, los Apóstoles, después de ellos he aquí a sus
epígonos: los santos mártires como san Ignacio de Antioquía
(«yo, aunque sea el prisionero de Cristo y pueda contemplar
las cosas del cielo y las jerarquías de los ángeles, las
falanges de los principados, las cosas visibles e invisibles, con
todo eso yo no soy todavía un verdadero discípulo de Cristo:
y es que todavía no había sido triturado por los dientes de las
bestias del anfiteatro). Vienen luego los santos de la mística
intelectual y teológica de la escuela de Alejandría (los que
purifican su inteligencia por la ascesis y, rechazando el
«último vestido», ven resplandecer como en un espejo el
esplendor divino; solamente entonces se es verdaderamente
hombre y al mismo tiempo imagen perfecta de Dios, templo de
la Santisirna Trinidad, Verbo de Dios). Luego están los
monjes con la abnegación de su propia voluntad, que se
resume en la obediencia a los superiores. Y después los
santos de la «vida apostólica», los de la «vida evangélica»
que inician el retorno a las fuentes primitivas, los santos de la
tradición mística más reciente, los santos peregrinos, los
santos ermitaños; finalmente, la muchedumbre que no
pertenece a ninguna escuela...
Nuestro crecimiento es necesario para los planes de Dios.
De manera ordinaria, el germen de santidad depositado en
nuestras almas irá creciendo hasta la santidad consumada,
pero se sobrentiende siempre nuestra colaboración a la
gracia. Sin duda alguna, por esta razón, la parábola que
estamos comentando ha inspirado los primeros intentos de
sistematizar las etapas de una vida espiritual. Escuchemos a
·Gregorio-Magno-san: «El hombre arroja su semilla en la
tierra, cuando pone en su corazón una buena intención (un
buen deseo). Y hecho esto, debe apoyarse en Dios,
descansando en la esperanza. Se acuesta al atardecer y se
levanta por la mañana, porque va progresando en medio de
los éxitos y de los fracasos. La simiente germina y crece sin
que él lo sepa, porque, sin que él pueda recoger todavía el
fruto de sus progresos, la virtud, una vez puesta en marcha,
camina hacia su realización. La tierra da fruto por si misma,
porque el alma del hombre, ayudada por la gracia, asciende
por sí misma hacia el fruto de las buenas obras. Y esta misma
tierra produce en primer lugar la caña, después la espiga, y
por último los granos de trigo que llenan la espiga. Producir la
caña significa que todavía se siente cómo la buena voluntad
es débil. Llegar a la espiga quiere decir que la virtud se está
desarrollando y nos empuja a multiplicar las buenas obras. Y
la plenitud de los granos en la espiga significa que la virtud ha
hecho ya tales progresos, que hemos llegado a la plenitud de
la acción y de la constancia en el cumplimiento del deber.
Cuando el fruto está maduro, se mete la hoz, porque todo es
cosecha de Dios, una mies que le pertenece».