PRIMERA PARTE

Los misterios del Reino de Dios


Empezarnos abordando, sin más preámbulos, la sección 
más original de las parábolas evangélicas, el tercer gran 
«discurso» del evangelio de san Mateo, que también está 
representado en san Marcos y de manera singular en san 
Lucas. Comienza por la parábola del sembrador y su 
explicación correspondiente, separada por unos «logia» que 
parecen ser, como gusta decir hoy, unas «ipsissima verba» 
de Cristo. Luego siguen unas parábolas con la fórmula: «El 
Reino de los cielos (o de Dios) es semejante a...». 
En efecto, estas parábolas definen bajo diversos aspectos 
la fundación actual del Reino de los cielos. El conjunto se 
presenta como la lección que saca Jesús de la experiencia de 
su actividad en Galilea, y constituye una de las piezas más 
auténticas de su enseñanza. La sustancia estaba ya 
contenida en un documento evangélico primitivo. 
Ante todo, es preciso que nos representemos las 
circunstancias que han llevado a Jesús a pasar del anuncio 
de la buena nueva del Reino de los cielos y de la 
proclamación de las disposiciones que éste requiere, a la 
explicación del «misterio» del plan divino en el establecimiento 
del Reino anunciado por los profetas. 

Jesús ha realizado en Galilea el programa trazado por el 
profeta Isaías. Durante unos meses, ha estado anunciando 
«la buena noticia del Reino de Diosa. Jesús sabe que él es el 
mensajero de quien ha escrito Isaías:

«¡Qué hermosos son sobre los montes
los pies del mensajero de la buena noticia,
que anuncia la paz, que trae la felicidad,
que anuncia la salvación, 
que dice a Sión: Reina tu Dios!
¡Escucha! Tus centinelas levantan la voz,
!gritan a una jubilosos,
porque ven cara a cara
cómo retorna el Señor a Sión».
(Is 52, 7-8)

Sin embargo, el cumplimiento que el mensaje de Jesús 
anunciaba y realizaba al mismo tiempo, superaba en valor 
religioso las descripciones del profeta del Antiguo 
Testamento. Isaías no había podido desprenderse totalmente 
de un sueño nacionalista, ni había podido borrar los colores 
demasiado humanos que velaban la obra auténtica de Dios. Y 
este sueño y estos colores era lo que principalmente 
hechizaba a los contemporáneos de Cristo. Para Jesús, la 
«paz» anunciada era totalmente interior; y la «felicidad» 
milagrosa, que llegaba parcialmente, era sólo la envoltura de 
una realidad espiritual. En este sentido respondía Jesús a las 
dudas del Bautista y de sus enviados: 

«Los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan 
limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres 
reciben el evangelio. Bienaventurado aquel que no se 
escandalice de mí». (Mt 11, 5; cf. Lc 7, 22)

Tal mensaje estaba muy por encima de las esperanzas 
vulgares. El mensajero del Reino revivía el chasco de los 
antiguos profetas, que había descrito Isaías dentro de un 
pasaje célebre en la tradición judía: 

«Oiréis y no entenderéis; miraréis y no veréis. Porque se ha 
endurecido el corazón de este pueblo, y sus oídos oyen 
torpemente, y han cerrado sus ojos, para no ver con los ojos, 
ni oír con los oídos, ni entender en su corazón, ni convertirse, 
y yo les curaría».(Mt 13, 14-15, citando a Is 6, 9-10)

Isaías añadía unas amenazas, dentro de las cuales se 
incluye implícitamente la promesa de un futuro mejor: 

«[El país] será despojado como un terebinto, del que una 
vez abatido sólo queda un tronco. El tronco es una semilla 
santa». (Is 6, 13) 

Isaías hablaba claramente de un «resto»: 

«Y los restos de Sión, los supervivientes de Jerusalén, 
serán llamados santos, y todos inscritos para sobrevivir en 
Jerusalén». (Is 4, 3)

Este «resto santo» lo veía nacer Jesús ante sus ojos en el 
reducido grupo de sus discípulos fieles, pequeño rebaño al 
que se había otorgado el Reino (Lc 12,32). 
Isaías y los antiguos profetas, cuando hablaban de la 
intervención de Dios dispuesto a gobernar directamente, en 
persona, a su pueblo elegido, decían simplemente «Dios 
reina», con el verbo. La fórmula que Jesús emplea, «Reino de 
Dios», o la equivalente «Reino de los cielos» (Mt), insinúa que 
el Reino es al mismo tiempo celestial y terrestre, y que su Rey 
es el Dios del cielo. Esta es la atmósfera del Libro de Daniel: 

«Y el Reino y el imperio, y la majestad del Reino de debajo 
del cielo se darán al pueblo de los Santos del Altísimo. Su 
Reino es un Reino eterno y le servirán y le obedecerán todos 
los imperios». (Dn 7, 27)

Pero Jesús va más allá del pensamiento de Daniel. Para 
Jesús, el Reino de Dios es esencialmente «espiritual». Daniel 
proporcionará solamente los esquemas de que se sirve Jesús 
para «revelar» el fondo de su doctrina es decir el plan 
misterioso de Dios; y especialmente esta palabra «misterio» a 
la que corresponden estas otras dos: «revelación» e 
«iniciados». A la fórmula de Daniel: «Hay un Dios en el cielo 
que revela los misterios» (Dn 2 28) responde el «logion» 
evangélico: «A vosotros os es concedido conocer los 
misterios del Reino de los cielos» (Mt 13 11). 
Daniel distinguía entre los que reciben la revelación (los 
«niños», los «pequeños» del Libro) y los sabios de Babilonia: 
«Lo que pretende el rey (conocer el sentido de la visión de 
Nabucodonosor) no pueden descubrírselo al rey ni sabios ni 
astrólogos ni magos ni adivinos. Pero hay un Dios en el cielo 
que revela los misterios y que ha dado a conocer al rey 
Nabucodonosor lo que sucederá al fin de los tiempos» (Dn 2 
2728). En una solemne bendición dirá Jesús: «Yo te bendigo 
Padre Señor del cielo y de la tierra porque has ocultado estas 
cosas a los sabios y a los prudentes (cf. Dn 1 20) y se las has 
revelado a los pequeñuelos» (Mt 1 1 25). Y dirigiéndose a sus 
discípulos privilegiados les dirá también en esa forma de 
«bienaventuranza» que le era familiar lo siguiente: 

«¡Dichosos vuestros ojos porque ven y vuestros oídos 
porque oyen! En verdad os digo que muchos profetas y justos 
han deseado ver lo que vosotros veis y no lo vieron y oír lo 
que vosotros oís y no lo oyeron». (Mt 13 11; 13 16-17)

El misterio del Reino se compone de una paradoja. Se 
esperaba de Dios una obra de poder y se encuentra uno 
frente a una intervención secreta suscitada en el fondo de las 
almas por la «buena noticia» de Jesús y casi reservada a los 
«pobres». Pero a este humilde comienzo se ha prometido el 
porvenir. Ahora bien este contraste entre la «pequeñez» del 
comienzo y la «grandeza» del resultado final del Reino de 
Dios lo expresan Ezequiel y Daniel en el contexto de unas 
«parábolas». El ramo de cedro se convierte en una viña 
exuberante (Ez 17 1-8) o bien en un cedro magnífico (Ez 17 
22-23). Y la piedra que se desprende del monte se convierte 
en una montaña grande que llena toda la tierra (sueño de 
Nabucodonosor Dn 2 35). La parábola del grano de mostaza 
que se convierte en un árbol grande, depende de estos 
pasajes del Antiguo Testamento. Esto se deduce claramente, 
examinando las semejanzas que existen entre ambos textos. 
Así pues, los profetas proporcionaban a Jesús las fórmulas 
y las imágenes con las que él revestía su pensamiento. Y 
hasta el género literario parabólico que le ayudaba a 
continuar, a pesar de la crisis de Galilea, el anuncio de la 
buena nueva con la esperanza de llegar a los que aún 
quedaban capaces de entenderle. Y al mismo tiempo las 
parábolas le ayudaban a revelar a sus discípulos el misterio 
del Reino de Dios. Jesús «hablaría en parábolas». El pueblo 
seguida escuchándole, asombrándose, tal vez volviendo a él. 
Y Jesús explicaría a sus discípulos el sentido secreto de esas 
imágenes, vehículo de la revelación de Dios. Jesús les 
revelaría el misterioso plan que presidía la fundación del 
Reino: «A vosotros os es concedido conocer los secretos del 
Reino». 
Solamente un Maestro como Jesús tenía la necesaria 
autoridad para introducir en el judaísmo esta doctrina de una 
palpitante novedad. 
El Reino, según hablaba de él Daniel, es esa piedra 
pequeña arrancada del monte, que cae del cielo sólo por 
voluntad de Dios y está destinada a convertirse en esta tierra 
en una montaña que la cubra y se levante de nuevo hasta el 
cielo. El comienzo de la obra escatológica, la plenitud de los 
tiempos acaecida entre nosotros, se encuentra en el mensaje 
de Cristo y en el de sus apóstoles. Su palabra, la que sale de 
la boca de Dios y no vuelve a él sin resultado (Is 55, 10-11), 
es la semilla que prepara la cosecha divina.