LUCIEN CERFAUX

MENSAJE DE LAS PARÁBOLAS


El primer hombre que tuvo la idea de escribir, comenzó por 
dibujar o pintar casas, árboles, pájaros. Escribía como 
pensaba, con imágenes. El Oriente nos ha conservado sus 
antiguas escrituras ideográficas, y aun hoy día nos sigue 
familiarizando con esas imágenes que hechizan la 
«imaginación»', de una humanidad menos cerebral. 
La «parábola» está en la línea de la imagen. Los Griegos la 
definían en su retórica como la yuxtaposición, a un 
pensamiento menos inmediatamente accesible, de una 
analogía bastante concreta para clarificar la idea abstracta. 
Todavía de esa manera enseña el maestro a sus discípulos. Y 
nosotros mismos, dentro de un discurso, intentamos avivar 
por medio de una parábola una atención que está 
languideciendo. 
Entre los Semitas, la parábola se sitúa dentro de la 
«imagen» y posee una enorme riqueza de sugestión. Los 
Semitas se sirven de un mismo vocablo para designar todo 
eso que nosotros llamamos parábola, proverbio, fábula, 
comparación, alegoría, metáfora. En todo esto, los Semitas 
encuentran «la imagen» del lenguaje primitivo. Donde 
nosotros pensamos con «ideas», ellos piensan con 
«imágenes». 
La imagen es como el punto de apoyo y la pista de 
lanzamiento de su inteligencia. Es también un símbolo que 
hay que «descifrar». En la imagen puede verse ya, en un 
grado variable, la «cifra» que nos lleva a una comprensión 
vislumbrada desde el principio. El arte supremo consiste en 
ocultar suficientemente el objetivo final, en velarlo y revelarlo 
al mismo tiempo. Cuando la cifra o la clave resulta inaccesible 
para el no iniciado, la imagen se convierte en un enigma. Tal 
es el que Sansón proponía a los Filisteos: «Del que come 
salió lo que se come, y del fuerte salió la dulzura» (Jue 14, 
14). Y al contrario, comprendemos sin dificultad adónde 
quiere ir a parar Natán, cuando inventa una historieta y se la 
cuenta a David: «Había en una misma ciudad dos hombres, 
uno rico y el otro pobre... El pobre no tenía nada fuera de una 
oveja... Llega un forastero a la casa del hombre rico; y éste le 
roba la oveja al pobre... David, cogido en el lazo, condena al 
rico. Y el profeta le dice: «Ese hombre eres tú». El profeta, sin 
embargo, había subrayado vigorosamente la ternura del 
pobre para con su única oveja. Ahí estaba la cifra (2 Sm 
12,1-15). 
En algunas ocasiones se trasluce la cifra hasta el punto de 
que será imposible no advertirlo con la simple lectura de la 
imagen. Tal es la alegoría: la imagen y su significación se 
combinan en un mismo relato, en una misma descripción. Esta 
unión de la imagen y de lo que la imagen significa alcanza la 
quintaesencia del arte en el profeta Isaías, en su «cántico de 
la viña». Los que le escuchaban sabían que Israel era la viña 
de Dios. Pero Isaías la pinta con tal realismo que sus oyentes 
están viendo solamente los majuelos de sus colinas: «Mi 
amado tenía una viña en un fértil recuesto...».
El viñador trata con dureza a su viña tan ingrata, y termina 
con estas palabras: 

«Prohibiré a las nubes que dejen caer su lluvia sobre ella». 


Se ha roto el velo de la alegoría. Todo el mundo la ha 
comprendido: 

«La viña de Yavé Sebaot es la casa de Israel». (Is 5, 1-7).

Sin embargo, no se puede distinguir tan rigurosamente la 
parábola griega y la «imagen»~ semítica hasta abrir entre 
ambas un foso infranqueable. ¿Pueden compararse dos 
cosas sin que se establezca entre ellas un conjunto de 
referencias mutuas? Por lo demás, las viejas civilizaciones de 
Grecia y de Oriente, principalmente en los tiempos 
evangélicos, se compenetraban de mil maneras en el arte, en 
la literatura, en la política, en la religión. 
Jesús, pues, se ha servido también de la parábola griega. 
Obligarle, como lo hacen A. Jülicher y sus nuevos discípulos, 
a servirse únicamente de ella, con exclusión de la «imagen», 
semítica en su forma alegórica, es una causa perdida; como 
lo demuestran a un mismo tiempo la exégesis concienzuda de 
las parábolas y su verosimilitud histórica. Las parábolas del 
Evangelio están todas ellas inmersas en el ambiente semítico. 
No todas las parábolas del evangelio son claras como un 
cristal; y por eso, las explicaciones no son de ninguna manera 
superfluas. T. W. Manson hace notar que no todas las 
parábolas sinópticas pueden plegarse a la hipótesis de 
Jülicher. Por ejemplo, la parábola: «Al hombre no le contamina 
lo que en él entra, sino lo que de él sale» (Mc 7,15), es 
enigmática. Esa teoría, sigue diciendo Manson, nos llevaría a 
rechazar la autenticidad de palabras como Mc 4, 11s. Y si 
renunciamos a tratar tan radicalmente el material evangélico, 
tenemos que revisar la definición de parábola. Y esto nos 
lleva a comenzar nuestra investigación por la retórica del 
Antiguo Testamento más que por los «retóricos» de 
Occidente. Eso es precisamente lo que nosotros vamos a 
hacer. 

¿Podría Dios hablarnos de otra manera que no fuera en 
«imágenes»? Antiguamente, Dios se revelaba a los 
«videntes» y a los «adivinos» por medio de «signos». Las 
visiones proféticas son «imágenes». Dios anuncia al profeta 
Amós el destino de Israel de esta manera: 

«He aquí lo que me hizo ver el Señor: una canasta de frutas 
maduras. 
Y me dijo: ¿Qué ves tú, Amós? Yo respondí: una canasta 
de frutas maduras. 
Y el Señor me dijo: Mi pueblo Israel está maduro, ha llegado 
a su fin». 
(Amós 8, 1-2)

Amós había visto cientos de veces las canastas con las 
frutas maduras. Pero ese día, el profeta contemplaba esa 
canasta como si no la hubiera visto nunca. Sabía por instinto 
que Dios quería que la mirara, y que la canasta iba a 
significar algo, uno de esos secretos que Dios comunica a sus 
siervos los profetas. Dios guiaba la inteligencia del profeta 
para que descubriera, bajo el velo de una «imagen», una 
realidad más profunda.
A lo largo de todo el Antiguo Testamento, Dios se irá 
sirviendo de este procedimiento de revelación. En el primer 
instante, una imagen que se presenta súbitamente en una luz 
religiosa, un sueño, un relato, el encontrarse con un 
espectáculo inesperado, suscitan una iluminación intelectual 
vaga y borrosa todavía. De esta intuición arranca Dios para ir 
precisando su pensamiento.
Recordemos algunas etapas de esta larga historia. Son 
conocidas las aventuras matrimoniales de Oseas. El profeta 
atribuye a su matrimonio con Comer, hija de Diblayim 
—matrimonio real o ficticio—, una significación simbólica, que 
se le va revelando, paso a paso, en la explicación de los 
nombres que Dios impone a los hijos de esa union 
desgraciada, con la finalidad de anunciar el futuro de Israel 
(Os 1,2-2,3). 
La visión de la plaga de las langostas, al comienzo del libro 
de Joel, sirve de apoyo a una descripción del terror del día de 
Yavé (descripción que tiene como marco una liturgia de 
lamentaciones y de súplicas). 
El cántico de la viña de Isaías —es otra etapa— nos lleva 
hasta Ezequiel y su célebre alegoría del águila, del cedro y de 
la viña. El tema de la revelación no puede estar ahí más claro: 


«Me fue dirigida la palabra de Dios: Hijo de hombre, propón 
un enigma y presenta una parábola a la casa de Israel. Di: Así 
habla el Señor Yavé: 
La gran águila de grandes alas y de largas plumas, 
cubierta de plumaje de varios colores, 
vino al Líbano y tomó el cogollo del cedro; 
arrancó el principal de sus renuevos 
y lo llevó al país de los mercaderes». 

En seguida se ha reconocido a Nabucodonosor y a sus 
expediciones. El renuevo se convierte en una viña cada vez 
más exuberante. No debemos asombrarnos al ver un retoño 
de cedro que produce una viña, porque es la viña de Isaías y 
de toda la tradición profética. La alegoría continúa, cada vez 
más complicada, de modo que se impone una explicación: 

«Me fue dirigida la palabra de Yavé: ¿No sabes lo que 
significa esto ? He aquí que el rey de Babilonia ha venido a 
Jerusalén...».

En el mismo tono, y como conclusión de la alegoría, Dios 
renueva sus promesas mesiánicas, que no necesitan 
explicación: 

También yo tomaré del cogollo
del cedro elevado,
arrancaré un vástago del principal
de sus renuevos;
y lo plantaré yo mismo
sobre una montaña muy alta.
Yo lo plantaré en la montaña alta
de Israel.
Echará ramas y dará fruto
y se convertirá
en un cedro magnifico.
Bajo él habitarán los pájaros de toda clase,
toda clase de aves morará
a la sombra de sus ramas.
Y conocerán
todos los árboles de la selva
que yo soy Yavé,
que humillo al árbol sublime
y levanto al árbol humillado...
(Ez 17, 1-24)

Nabucodonosor nos lleva al Libro de Daniel, y éste nos 
proporciona una última etapa, en los umbrales de lo 
apocalíptico. Los sueños de Nabucodonosor—los sueños 
pertenecen a la familia de los símbolos—revelan 
misteriosamente el porvenir. Para comprender su 
significación, el rey apela inútilmente a sus sabios. En cambio, 
Daniel, el joven hebreo, recibe por revelación la explicación 
de las visiones y declara al rey: «En el cielo hay un Dios que 
revela los misterios y que ha hecho conocer al rey 
Nabocodonosor lo que ha de suceder al final de los días» (Dn 
2, 28). Oímos aquí por primera vez la palabra «misterio», 
preludio de la revelación de los secretos del Reino en el 
Nuevo Testamento. 
Las venas que encontramos en el Antiguo Testamento 
tienen su continuación en la enseñanza de Jesús, y de 
manera particular el empleo de la parábola como método de 
revelación. El Maestro galileo es el heredero de los profetas. 
Por otra parte, el entronque de sus parábolas con las de 
Amós o Isaías no resta nada a su originalidad y a su arte. La 
originalidad de los antiguos no consistía en renegar de la 
tradición de los maestros anteriores, sino que se inscribía 
dentro de su misma línea, pisando sus huellas. Amós e Isaías 
eran grandes poetas. Por repetir su arte, e incluso por 
imitarlo, no pierde nada de su espontaneidad y de su frescura 
la poesía de Jesús. Sus parábolas, ha escrito C. H. Dodd, 
tienen una alta calidad imaginativa y poética: son verdaderas 
obras de arte. Ahora bien, en aquella pequeña sociedad 
humana que es la Palestina de los comienzos de nuestra era, 
los poetas no se contaban por miles. Ni los monjes de 
Qumrán, ni la secta de los Fariseos poseían, dentro de lo que 
nosotros conocemos, ese sentido de la naturaleza que hace a 
los poetas. Tampoco lo poseían los evangelistas: ni san 
Marcos, excelente narrador, ni san Lucas, que sabe escribir, 
son poetas. Ni debían estar más familiarizados con este arte 
aristocrático los pescadores del lago de Genesaret, o los 
hombres del fisco, o las sencillas mujeres de Galilea. La 
grandiosidad del sentido religioso que revelan las parábolas, 
ese pensamiento religioso, profundo y transparente, como es 
el de Jesús, con el frescor de su poesía, ¿no son suficientes 
para destacarle como un genio único entre sus 
contemporáneos? 
Se habla mucho de una vida de la «tradición»,, en la 
comunidad cristiana, cuando lo «escrito» no había sido 
todavía enteramente fijado. Pero ¿tenemos lo suficientemente 
presente que la «tradición» no tiene como misión «crear» los 
recuerdos, sino conservarlos? ¿Es posible que la comunidad 
cristiana atribuyera a Jesús unas parábolas recogidas de su 
ambiente, más bien que reproducir indefinidamente las 
creaciones artísticas con las que Jesús había enriquecido su 
tesoro? J. Jeremías, uno de los mejores conocedores de los 
orígenes cristianos y del judaísmo, ha escrito con razón: «Las 
parábolas son un trozo de roca sobre la cual se ha edificado 
la tradición. En efecto: generalmente se admite que las 
imágenes se graban más profundamente en la memoria que 
cualquier idea abstracta. Y cuando se trata de las parábolas 
de Jesús, hay que añadir que reflejan fielmente, con una 
notable nitidez, la «Buena Nueva» que Jesús anuncia, el 
carácter escatológico de su predicación, la gravedad de sus 
llamamientos al arrepentimiento y de sus conflictos con el 
fariseísmo. Por otra parte, detrás del texto griego se deja 
siempre entrever la lengua materna de Jesús; y el mismo 
contenido de sus imágenes está arrancado de la vida diaria 
de Palestina». 

Nuestra primera preocupación será escuchar la voz 
auténtica de Jesús. Es un trabajo de exegeta. Unicamente 
esta voz es la realmente eficaz. 
Dodd y Claudel, desde dos polos diametralmente opuestos, 
expresan casi de la misma manera la eficacia de las 
parábolas. Ninguna pedantería exegética, viene a decir Dodd, 
puede impedir que los que tienen «oídos para escuchar», 
según la expresión de Jesús, lleguen a experimentar cómo las 
parábolas «hablan a su propia condicion». 
Paul Claudel hace decir a Cristo: «Los milagros son signos. 
Pero también las figuras y las parábolas son signos, 
acontecimientos esquemáticos ante el espíritu. No son un 
medio de retenerme, sino de seguirme, de seguir a algo que, 
pasando por en medio de vosotros, va más allá de vosotros». 
Para Claudel, en la Biblia, todo es una parábola o una imagen 
que simboliza algo. «Nosotros sabemos—sigue diciendo 
Claudel—lo que es un león, un águila, un cedro. Y cuando se 
los nombra ante nosotros, hay dentro de nosotros algo que se 
amolda, que se modela a su semejanza, que toma su forma y 
su color. Cuando se nos cuenta la parábola del hijo pródigo y 
la historia de Absalón, nos convertimos alternativamente en el 
padre y en el vagabundo, en el viejo rey cuando la huida y en 
su hijo traspasado. Nos hacemos Elías y el Samaritano, y ese 
mezquino Heliodoro fustigado por los ángeles, y ese 
Nabucodonosor con cuatro patas y hasta con cinco como se 
le puede admirar en el Louvre. Todo nuestro ser se 
transforma en alguien que escucha y que ve; todas nuestras 
facultades quedan como en suspenso en beneficio de la 
atención y de la imaginación. En un instante, el artista 
consumado nos ha convertido en lo que él quiere». 
Salgámonos de la literatura. Cualquier obra de arte, si es 
una obra magna y auténtica, nos habla directamente al alma y 
nos eleva hasta el ideal del artista. Pero cuando el artista es 
al mismo tiempo el que revela los misterios de Dios, la 
literatura misma se convierte en revelación. 
Las parábolas evangélicas representan las realidades 
divinas. Elegidas a ciencia y conciencia por Nuestro Señor, 
llevan en sí mismas, aun hoy día. el pensamiento y la vida del 
artista divino. Es cierto que encantan y fascinan como todo 
lenguaje y toda literatura; pero el que las ha pronunciado es 
el Verbo de Dios. Y este Verbo garantiza a las parábolas su 
semejanza con el original divino hacia el cual nos están 
arrastrando. Nuestro Señor no ha olvidado las parábolas. 
Cuando las estamos meditando, su gracia, presente en 
nuestro interior, imprime las imágenes en nosotros y nos va 
identificando con ellas. 
Esta es la razón de que el exegeta se esfuerce por llegar a 
alcanzar la palabra de Cristo, tal como esa palabra nos ha 
sido dada en un momento histórico, en una provincia de 
Palestina, en el pueblo judío, con sus circunstancias 
temporales, geográficas, políticas y con toda la herencia de 
un pasado religioso que ha reverdecido. A través de todo este 
ropaje, apenas un velo, la voz profunda de la revelación del 
Hijo de Dios, que ha querido ser hombre antes que judío, 
adquirirá una mayor resonancia. Y herirá nuestro corazón, 
despertando en él una connaturalidad con la obra divina que 
duerme en nosotros y que tendremos que precisar, si 
queremos interpretar de verdad las intenciones del Maestro. 
Con la voz de Jesús, escucharemos también la voz de la 
tradición católica: tenemos el deber y el derecho de hacerlo. 

Nos ceñiremos a tres grupos de parábolas, que son, por 
otra parte, las que el pueblo cristiano lee una y otra vez con 
más gusto. Queda trazado de esta manera el plan de nuestra 
obra. En ella iremos recorriendo sucesivamente las parábolas 
del Reino, las de la nueva Justicia y las que nos ayudan a 
franquear el umbral de la eternidad.