La Apocalíptica Interpretada Por Los Evangelios:

Su Actualidad

 

Pedro TRIGO

 

En el imaginario ambiental apocalipsis se asocia a imágenes terroríficas de destrucción total. Apocalipsis significa revelación. La revelación a la que se refiere la apocalíptica bíblica es la del desenlace de la historia. En la Biblia la revelación definitiva es la del triunfo del bien, la de la salvación. Pero en la apocalíptica al triunfo se llega por una lucha sin cuartel que es representada con imágenes realmente horripilantes. Ellas son las que ha retenido la imaginación ambiental.

 En los evangelios aparecen discursos apocalípticos en boca de Jesús y además él se autodenomina Hijo de hombre, que es una figura apocalíptica. ¿Qué luz y camino puede arrojar para nosotros hoy la versión de la apocalíptica bíblica que los evangelios ponen en boca de Jesús?

 

La apocalíptica judía

La apocalíptica surge en el judaísmo, el sistema que se instaura en la estrechez del postexilio, centrado en la ley y el templo. Este sistema interpreta que en el contencioso entre la monarquía y los profetas éstos tenían razón: el destierro es la evidencia de que, como ellos habían denunciado, se había abandonado la alianza, a la vez que el pago de esta apostasía. Ahora se instauraba un régimen que garantizara la fidelidad. La falta de independencia política, si por un lado mortificaba, por otra permitía concentrarse en torno a la ley. El sistema integra a los profetas, pero los confina en el tiempo pasado. Ahora, una vez montado todo y en marcha, no son necesarios: basta con los maestros y sacerdotes.

Sin embargo para una parte de los creyentes no bastó. La situación se exasperó tanto, a causa de la helenización forzada y de la persecución, que volvieron los profetas para dar aliento a ese pueblo resistente. Pero como nadie los iba a escuchar si hablaban en nombre propio, se cobijaron bajo el nombre prestigioso de algún antiguo, ordinariamente un sabio, un hombre de Dios, como Daniel, Salomón o Henoc o un profeta como Esdras. La forma serán visiones e interpretación de esos enigmas. El presupuesto en cuanto a cosmovisión es la existencia de un mundo celeste que es la prefiguración del terrestre. El contenido de la apocalíptica, como el de la profecía, es la acción próxima del Dios de la alianza en favor de sus fieles para liberarlos. Pero, a diferencia de la profecía, la liberación no se dará en esta historia sino que consistirá en el paso a otro tiempo tras una guerra sin cuartel entre los detentores del poder tiránico, los imperios, y las fuerzas celestes de Dios.

El apocalipsis más prototípico será el que aparece en la Biblia como profecía de Daniel. Para lo que nos interesa en este artículo, retenemos de él la visión de la historia como sucesión de imperios. Están representados por fieras a causa de su poder incontrastable e inhumano. Parecería que no hay esperanza para los pueblos vencidos. Como dice Habacuc: “su fuerza es su Dios” (1,11). Sin embargo, así como los profetas habían descubierto que Dios era el Dios de todos los pueblos y el que regía la historia universal, así los visionarios apocalípticos ven a Dios sentado en su trono, como lo hacían los reyes cuando iban a ejercer oficialmente su soberanía. Aunque parezca que se ha ausentado de la historia, en definitiva suyo es el poder y la gloria. Los apocalípticos llevan a los creyentes el mensaje esperanzador de que Dios tiene la última palabra, la que decidirá todo. Pues, bien, el momento culminante de esta visión es cuando del mundo divino llevan hasta el Anciano que está sentado en el trono a un “como Hijo de hombre”, es decir a una figura humana. Y el Anciano le entrega el mando para siempre. Todavía las fieras llevarán hasta el clímax su fuerza deshumanizadora. Pero al fin serán vencidas y aniquiladas por él, que reinará para siempre: será el reino de los santos de Dios (Dan 7).

 

El “hijo de hombre” en los evangelios

La asunción superadora de la apocalíptica se lleva a cabo en los evangelios a través de la figura del Hijo de hombre, que en ocasiones bien decisivas aparece como título en boca del propio Jesús[1], incluso citando textualmente el pasaje clave de Daniel 7,13-14[2] .

Resulta sorprendente que así como la gente llama a Jesús maestro o señor, como fórmulas de cortesía e incluso como título que expresa cierta fe, y lo tiene como profeta y se pregunta si no será el Mesías, y así como los seres demoníacos lo llaman Hijo de Dios, él se llama a sí mismo con este título de Hijo de hombre y ningún personaje de los evangelios ni los evangelistas se refieren a Jesús con ese término. Parece extraño que aparezca tanto en la tradición de Marcos como en la fuente común a Mateo y Lucas como en la de Juan, y siempre exclusivamente en boca de Jesús.

 

Dios tiene la última palabra

¿Qué es lo que habría que retener de la apocalíptica como heredera de la profecía, tal como es asumida y reinterpretada por Jesús? Ante todo la confianza fundamental en la soberanía de Dios: él está sentado en su trono, él en el fondo tiene las riendas de todo, y él conoce todo desde dentro, él tiene toda la experiencia, él es sabiduría saludable. Esto es lo que significa que el soberano de todo tenga la figura de Anciano: el Anciano de todos los días. Anciano obviamente nada tiene que ver con viejo. Es el nombre que se da a los dirigentes, que lo son por la sabiduría que da la experiencia de vida aquilatada. Si es de todos los días significa que posee una sabiduría eterna. Así pues, el reino de Dios es el reino de la humanidad, tal como Dios la creó, a su imagen, y no como la conciben los dominadores, basada en el poder incontrastable y en el conocimiento como vía de supremacía y dominio.

No es fácil alcanzar esta confianza básica en la soberanía de Dios cuando experimentamos la fuerza avasallante y al parecer incontrastable de la tecnología puesta al servicio del capital privado para engrandecerse y dominar. La pregunta de los fieles “¿dónde esta mi Dios?” y la del Hijo “Dios mío ¿por qué me has abandonado?” aparecen hoy en muchos labios. Aunque también es cierto que no pocos experimentan esa fuerza discreta de Dios en la experiencia de la libertad en medio de tantas presiones, en la capacidad de vivir con dignidad y aun de dar vida cuando se les niegan las posibilidades. Vivir de fe libra de la angustia y da paz.

Ser ateo respecto de los ídolos, que para tantos son, como lo veía Pablo para su época (1Cor 8,5), dioses y señores reales a los que acatan y dan culto, y adorar a Dios, que equivale a ponerse confiadamente en sus manos paternales y en sus brazos maternales, resulta una actitud muy a contracorriente, aparece como un suicidio, y, paradójicamente, como una actitud pretenciosa. Pero ser ateo, no como desafío prometeico sino porque se adora sólo a Dios, no significa blasfemar de los ídolos, ya que esa actitud implica reconocerlos como tales, sino tratar con ellos como lo que son: fuerzas históricas que en el designio de Dios están a nuestro servicio. Así pues, lo alternativo no es la rebeldía y la blasfemia sino el desencanto y la utilización razonable, humanizadora, es decir no para la prevalencia excluyente sino para la relación simbiótica. Eso implica dominar estas fuerzas. El trabajo denodado de hacerlo forma parte de la libertad cristiana, que es constructiva.

 

Dios nos salva humanamente

En segundo lugar, Dios lleva a cabo su acción salvadora a través de la figura del Hijo de hombre. Para nosotros los cristianos Jesús es ciertamente el hombre que venía de Dios. Frente a los detentores del poder, representados como fieras, el enviado de Dios es el paradigma de humanidad: tan humano como sólo el Hijo de Dios podía serlo. Dios no ejerce su soberanía desde fuera y desde arriba sino humanamente, desde el hombre Jesús. Quien nada espera de la humanidad no espere nada del Dios cristiano porque Dios se nos revela, se nos entrega y nos salva humanamente.

Es tremendo que Jesús haya muerto asesinado por los representantes oficiales de la religión revelada y de un imperio que ha pasado a la historia como inspirador de derecho. Su muerte no fue una equivocación. Eso significa que hay un contencioso en la historia respecto de la humanidad, que no es tan claro que los seres humanos elijamos como algo obvio vivir humanamente. O que los criterios de humanidad de individuos y colectividades no siempre coinciden con los de Dios, que para nosotros los cristianos es en definitiva el paradigma absoluto de humanidad y nos hizo a su imagen. Jesús es su imagen perfecta y fue rechazado. Sin embargo, en medio del rechazo, tanto él como Jesús mantuvieron su sí a los seres humanos. Eso significa la resurrección: no salvarlo de nosotros sino ser constituido para siempre un hombre para nosotros, nuestro hermano primogénito, nuestro modelo.

Jesús resucitado no está aquí. Su paradigma nos queda en los evangelios. Y el Espíritu, don de Jesús resucitado, está derramado en cada ser humano, de manera que todos estamos capacitados por él para contribuir a la humanización trascendente del género humano.

Que la salvación que Dios quiere para nosotros y que expresa por tanto su soberanía real sobre la humanidad consista en la humanización según el paradigma de Jesús dista mucho de estar aceptado entre los cristianos. Mucha gente tradicional está aún en el esquema de un comercio sagrado en el que uno cumple exigencias de Dios y espera a cambio sus dones que son la solución de nuestros problemas y el cumplimiento de nuestros deseos y la entrada en el mundo celeste. La institución eclesiástica establecida mantiene básicamente este esquema, en el entendido de que las exigencias de Dios son cumplir con la Iglesia. Por su parte el cristianismo ilustrado (sea de la primera o de la segunda Ilustración) acepta la equiparación de salvación y humanización, pero no según el paradigma de Jesús sino de acuerdo al de su cultura sacralizado, del que Jesús sería cifra y representante eximio. Desde esta perspectiva el espíritu es el dinamismo social.

La propuesta conciliar combina la asunción del paradigma de Jesús tal como aparece en los evangelios como fuente, y la autenticidad como obediencia al Espíritu derramado en la Pascua sobre cada persona. Pero esta propuesta es todavía minoritaria. Es netamente profético investir desde la autenticidad el paradigma de Jesús y proponerlo como evangelio. Es ciertamente un camino alternativo, que hoy como ayer puede sonar a debilidad y necedad, pero que debe ser vivido y expuesto de tal modo que pueda apreciarse como fuerza y sabiduría de Dios.

 

El poder de imponerse frente a la fuerza creadora del amor

Lo que en el paradigma de Jesús suena como tendón de Aquiles es su renuncia al poder, en el sentido de imponerse a la fuerza sobre otros. Ahí se inscriben los textos que unen la figura gloriosa del Hijo de hombre con una existencia a la intemperie, con el servicio en vez del predominio y con la pasión[3]. En este punto la reinterpretación evangélica de la apocalíptica significa la negación del imaginario apocalíptico. En él aparece muy aparatosamente la lucha entre poderes como guerra a muerte no sólo para imponerse sobre el enemigo sino para aniquilarlo. En el evangelio se mantiene la oposición y la lucha; pero cada contendiente con sus armas y con sus objetivos: El Hijo de hombre y los suyos, como pertenecen a la vida que nace del amor misericordioso, no quieren la muerte del pecador sino que se convierta y viva, y vienen a salvar lo que se había perdido. Por eso cargan con las dolencias y los pecados, cargan con los pobres y los pecadores, vencen al mal a fuerza de bien. Así pues, frente al poder que se impone por la fuerza, el dinamismo de la vida, las energías creadoras, la fuerza del amor. La oposición no se establece sólo en los contenidos sino fundamentalmente en los métodos.

Si en cada uno alienta el Espíritu de Jesús, el reto consiste en presentarlo con tal arte que pueda conectar con ese impulso interior trascendente que habita en cada uno de nuestros contemporáneos. No pretendo que todos lo vayan a aceptar y secundar, aunque lo debemos desear y procurar con todas nuestras fuerzas; pero sí que cada uno se siente internamente afectado por la propuesta, de manera que si la resiste perciba que resiste a algo interno, a lo mejor que hay en él, y no sólo a una propuesta de otra persona y menos aún al proyecto doctrinario de un grupo organizado que busca prosélitos como medio de alcanzar poder.

Es cierto que, como subraya la apocalíptica, hay una lucha entre la propuesta de Dios y proyectos que quitan vida a la mayor parte de la humanidad y deshumanizan a sus fautores; Esto no lo podemos desconocer ni minimizar. No podemos hacernos ilusiones de que vaya a cambiar por arte de magia. Pero tampoco podemos olvidar que esos proyectos no totalizan a ninguna persona ya que sobre todas está derramado el Espíritu de Jesús. Así pues, la lucha se da ante todo en cada ser humano: todos pueden convertirse al reino de Dios, que es el reino de la humanidad. Nosotros no podemos excluir a los que excluyen, no podemos abandonar a su suerte a los que se deshumanizan, no podemos apagar al Espíritu. Y además nosotros no somos sin más los humanizados según Jesús; en nosotros como individuos y grupos también se incuban gérmenes deshumanizadores y propuestas meramente culturales sacralizadas. Nuestra lucha no es, pues, contra ningún ser humano sino contra las fuerzas deshumanizantes que anidan en esta figura histórica y también en nuestros corazones. Esta diferencia tiene que poder ser apreciada. Eso significa superar el esquema de exclusión vigente y no menos el horizonte de lucha de clases. Si nuestro esquema es inclusivo y por eso partimos de los excluidos, no podemos vivir esta opción de modo excluyente. Eso no es fácil.

 Pedro Trigo
Teólogo
Director del Centro Gumilla


[1] Mc 2,10.28;9,9; Mt 20,28;25,31; Jn 1,51;3,14;6,27.62;   8,27;9,35-37; 12,23;13,31.

[2] Mt 24,30; Mc 14,62; Jn 5,27; Hch 7,56; Ap 1,13-14;14,14

[3] Mt 8,20; 11,19; Mc 8,31;9,31;10,33.44