CAPÍTULO 7


1. PRUEBA JURÍDICA EN PRO DE LA LIBERACIÓN DE LA LEY (Rm/07/01-06)

1 ¿Ignoráis acaso, hermanos -hablo a quienes entienden de leyes-, que la ley tiene dominio sobre el hombre sólo mientras éste vive? 2 Por ejemplo, la mujer casada está ligada por una ley u su marido mientras éste vive; pero, si éste muere, queda desligada de la ley del marido. 3 Por consiguiente, será tenida por adúltera si, mientras vive el marido, se une a otro hombre; pero, si muere el marido, queda libre de esa ley, de suerte que ya no será adúltera, aunque se una a otro hombre. 4 Así pues, hermanos míos, también vosotros quedasteis muertos para la ley por medio del cuerpo de Cristo, para pertenecer de hecho a otro: al resucitado de entre los muertos, de manera que demos frutos para Dios.

Si el cristiano tiene que verse como un liberto de Cristo, que ya no ha de pagar tributo alguno a los poderes del tiempo pasado, esta libertad no deja, sin embargo, de convertírsele en problema, pues que con ella queda roto todo lazo vinculante con su pasado personal. El problema debió de preocupar principalmente a los judeocristianos, para quienes la ley mosaica no podía resultar indiferente desde su tradición judía. De ahí que Pablo hubiera de exponer justamente al judeo-cristiano el alcance de su mensaje de libertad de cara a la ley. Cierto que con el argumento de que la disolución de la ley es legítima incluso según el sentido de la propia ley, no sólo se dirige a los judíos, o más en concreto a los judeo-cristianos, sino a los cristianos todos, porque en todos ellos se dejaba sentir con mayor o menor fuerza la herencia legal judía para poner en duda y limitar la libertad obtenida y la confianza lograda en Cristo. La libertad debe tomarse también en serio como libertad frente a la ley. Tal es el propósito que Pablo persigue con su prueba analógica tomada del derecho matrimonial, y que formalmente no deja de ser discutible. Pablo parte de un principio general reconocido por todos: la obligatoriedad de la ley sobre un hombre cesa con la muerte de éste; un ejemplo que podría ilustrarse con lo que se dice en 6,3ss acerca de la muerte con Cristo. En los v. 2 y 3 intenta Pablo ilustrar lo relativo a la libertad cristiana con un ejemplo sacado del derecho matrimonial. Una mujer casada queda libre a la muerte de su marido y puede pertenecer a otro. En el v. 3 se agrega inmediatamente que si el marido muere, la mujer queda libre de la ley. Este es el genuino propósito del Apóstol: probar la libertad frente a la ley. Por eso no tiene para él transcendencia alguna el que, según el v. 1, la libertad venga dada por la defunción del hombre, mientras que en el v. 3 es la ley que aparece a través de la muerte del primer marido, mezclándose así la realidad objetiva con la imagen.

El v. 4 expone la conclusión de una forma un tanto sorprendente. Los cristianos han muerto por medio del cuerpo de Cristo; lo cual responde al principio fundamental del v. 1, con el que ahora se une la conclusión del v. 3: los cristianos pertenecen ahora a otro. Que en el v. 3 no sea la mujer que pasa a pertenecer a otro la que muera o sea matada, sino el primer marido que representa a la ley, se pasa aquí por alto y no tiene para Pablo importancia alguna de cara al resultado objetivo. De este modo el argumento de Pablo en el pasaje presente se muestra como una argumentación interesada de tipo kerygmático y teológico, y no como una verdadera prueba en el sentido moderno.

5 De hecho, cuando vivíamos en la carne, las pasiones pecaminosas, sirviéndose de la ley, operaban en nuestros miembros, haciéndonos producir frutos para la muerte; 6 pero ahora, al morir a aquello que nos aprisionaba, hemos quedado desligados de esa ley, de modo que sirvamos en novedad de espíritu, y no en decrepitud de letra.

La pertenencia a Cristo se muestra fecunda en la vida. El v. 5 contrasta esta nueva fecundidad con la vieja, como ya lo había hecho el Apóstol al final del capítulo 6. Ese tiempo de fecundidad para la muerte es algo fundamentalmente pasado, como ha pasado de hecho la existencia «en la carne». Aquí la «carne» no es sin más la naturaleza humana, sino la existencia del hombre condicionada por el pecado y abandonada a sí misma antes de Cristo y sin Cristo. Si el hombre no es más que «carne», las cosas le irán mal. Pero si la vida de la fe se realiza en su «carne» (cf. Gál 2,20), entonces se elimina de forma decisiva la situación desesperada de la existencia terrena del hombre.

«Pero ahora (cf. 3,21; 6,22) ...hemos quedado desligados de esa ley, de modo que sirvamos en novedad de espíritu (= con un espíritu nuevo), y no en decrepitud de letra» (v. 6). «Novedad» y «decrepitud» señalan el contraste entre el presente esperanzador y el pasado funesto. El pasado estaba bajo la ley mosaica redactada en términos que podían leerse e interpretarse27. El presente se encuentra bajo el dominio del Espíritu, que siempre crea «novedad». Tanto más el cristiano debe estar y tener en cuenta que la «novedad» puede derivar en «decrepitud», cuando, sirviendo a lo nuevo no logra realizar la cualidad escatológica que el Espíritu crea en su ser.
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27. Cf. 2Co 3,3.6.
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2. LA LEY ES EL PASADO, NO EL PRESENTE (7,7-25)

a) Pese a todo, la ley es buena (Rm/07/07-12)

7 ¿Qué diremos, pues? ¿Es pecado la ley? ¡Ni pensarlo! Sin embargo, yo no he conocido el pecado sino por medio de la ley. Porque yo no habría sabido lo que era la codicia si la ley no me hubiera dicho: «No codiciarás» (Ex 20,17; Dt 5,21). 8 Pero el pecado, con el estímulo del mandamiento, despertó en mí toda suerte de codicia; mientras que, sin ley, el pecado era cosa muerta. 9 Hubo un tiempo en que, sin ley, yo vivía; pero, en llegando el mandamiento, el pecado surgió a la vida, 10 mientras que yo quedé muerto, y me encontré con que el mandamiento, que de suyo es para vida, resultó ser para muerte. 11 Pues el pecado, con el estímulo del precepto, me sedujo y, por medio de él, me mató. 12 De modo que la ley es ciertamente santa, y santo, justo y bueno es el mandamiento.

La pregunta de la que Pablo arranca se nos antoja un tanto teórica. Pese a lo cual tiene un fundamento práctico. «¿Es pecado la ley?» Esta consecuencia podía sacarse de la demostración de la libertad cristiana frente a la ley y de todo el contexto del mensaje de la justificación. Porque Pablo no deja la menor duda de que la ley no proporciona la salvación, sino que sólo se ha mostrado como una colaboradora del pecado; por lo cual forma parte del mundo de la ruina. Pero un judío no podía estar precisamente de acuerdo con semejante afirmación. Y es que, pese a todo, la ley ha sido y sigue siendo la ley de Dios promulgada por medio de Moisés. En este sentido rechaza Pablo la consecuencia formulada en la pregunta. Pero intenta una mayor precisión. «Sin embargo, yo no he conocido el pecado sino por medio de la ley». Aquí hay que recordar al respecto 3,20: «La ley sólo lleva el conocimiento del pecado.» Como Pablo habla en primera persona de singular, se nos plantea la cuestión de si habla de su propia experiencia personal o piensa simplemente en el hombre. Quizá no se excluyan entre sí ambas hipótesis. De todos modos en los v. siguientes se podrá conocer mejor el contenido de este «yo».

Pablo trae un ejemplo concreto de la experiencia del pecado con el precepto de «no codiciarás». Esta cita literal introduce el noveno mandamiento del decálogo (cf. Ex 20,17; Dt 5,21). Pero en este pasaje Pablo piensa más bien en el pecado del primer hombre; así lo demuestra lo que se dice inmediatamente en el v. 8. La caída de Adán se pone como ejemplo ilustrativo de cómo «el pecado con el estímulo del mandamiento, despertó toda suerte en codicia». Corresponde esto a la tesis del Apóstol de que sin la ley el pecado es «cosa muerta», es decir, que no actúa. Si la ley ejerce, de este modo, una función nefasta, es porque pertenece al pasado.

Los v. 9-11 ahondan en la experiencia del yo con la ley. En una exposición autobiográfica, el yo viviendo su propio pasado. De todos modos, la historia del paraíso está al fondo, hasta el punto de que de acuerdo con ella puede distinguirse un tiempo anterior a la ley, es decir, al precepto, y un tiempo de la ley. Sin embargo, el tenor de toda la exposición no proporciona ninguna explicación psicológica de la experiencia del pecado bajo la influencia de la ley, sino que pone de relieve una vez más el contraste de la ley, buena en sí, y su función maléfica. La ley es, pues, simultáneamente santa, justa y buena (v. 12) y una ley «para muerte» (v. 10).

En este punto siempre cabe preguntarse: ¿Toma Pablo en serio esta apología de la ley? ¿Se trata de una simple concesión a los judíos, y más en concreto a los judeo-cristianos, o piensa realmente que la ley tiene todavía un significado positivo? Estos interrogantes sólo pueden obtener una respuesta en el contexto general de la predicación del Apóstol. Y es preciso reconocer ante todo que, vista desde Cristo, no corresponde a la ley ninguna función salvífica positiva. Cualquier aferrarse a la ley como a un factor de salvación sería oponerse a la gracia otorgada por Cristo. El acto, pues, de Jesús anula fundamentalmente la ley como exigencia de Dios. Y es precisamente a los judeo-cristianos, que estando bajo la gracia siempre pretenden esperar algo de la ley, a quienes Pablo debe mostrar que esa ley no es la salvación sino que, por el contrario, ha desatado la desgracia.

El yo que Pablo introduce en estos versículos con un sentido generalizador, puede ahora entenderse de un modo más preciso como el yo del presente, el yo del cristiano. La exposición del estado de cosas bajo los poderes del pecado y de la muerte permite al cristiano echar una mirada a su propio pasado, privado de redención. En el mismo sentido apunta la forma verbal de pretérito que acompaña al yo. Entonces, antes del cambio decisivo operado por el acontecimiento cristiano, el creyente se encontraba bajo la ley, y esa ley se mostraba impotente de cara a la historia evolutiva de la desgracia. Con este pasado funesto se enfrenta el yo para comprobar que el pecado es pecado y que como realidad pasada no debe ya condicionar el presente.

b) Impotencia de la ley frente al pecado (Rm/07/13-25)

13 Entonces, ¿lo bueno se convirtió en muerte para mí? ¡Ni pensarlo! Sino que el pecado, para manifestarse como pecado, se valió de lo bueno para producirme la muerte, a fin de que, por el mandamiento, el pecado resultara pecador sobre toda medida.

Existe una conexión entre pecado, muerte y ley, que en los viejos tiempos se manifiestan como fuerzas y factores que cooperan entre sí. Por ello en este contexto nefasto, y aunque no sin dificultad, puede Pablo reservar un lugar especial a la ley. La fuerza mortífera no es la ley como tal, así argumenta el Apóstol, sino el pecado que sólo llega a serlo por medio de la ley. Esta se revela impotente en cuanto que no produce la vida, la cual sólo llega a través de Cristo. Si, pese a todo, hay que hablar de una función positiva de la ley, habrá que ponerla en el desenmascaramiento del pecado con toda su malicia y con ello, en el descubrimiento de la situación desesperada del hombre sin Cristo.

14 Sabemos, desde luego, que la ley es espiritual; pero yo soy carnal, vendido como esclavo al pecado.

Con esta frase, la argumentación de Pablo lejos de resultar más fácil se complica aún más. Sigue todavía en el primer plano la apología de la ley, y aquí puede Pablo atribuirle incluso el calificativo de espiritual, mientras que, por ejemplo, en 2Cor 3,3.6, se la contrapone como letra al espíritu y al ministerio espiritual de la nueva alianza. Como ley de Dios es de carácter espiritual. Pero, así debemos proseguir la interpretación, no ha podido transmitir su espiritualidad a quienes se encuentran debajo de ella; no se ha demostrado como una ley transmisora de vida. Por el contrario, los hombres que viven bajo las exigencias de la ley, se muestran carnales, pues el pecado ha ganado terreno en ellos, sin que la ley sea la última de las causas de tal hecho.

La ley y el yo se enfrentan en el v. 14. A través de la ley, el yo descubre su condición carnal y con ello su estar abandonado al poder del pecado. El yo no puede ayudarse a sí mismo para conseguir su liberación; ni tampoco de la ley puede esperar ayuda alguna. Esta situación inerme y desesperada bajo el pecado y bajo la ley, que colabora irremediablemente con él, se expone con mayor detalle en los versículos siguientes. Frente a los v. 7-13 ahora el tiempo verbal de la exposición pasa a ser el presente. Así puede expresarse la relación del acontecimiento expuesto con la situación actual del creyente. No obstante lo cual, también aquí el abandono al poder del pecado se presenta como una experiencia fundamentalmente pasada del yo cristiano.

15 Realmente, no me explico lo que hago: porque no llevo a la práctica lo que quiero, sino que hago precisamente lo que detesto. 16 Ahora bien, si hago precisamente lo que no quiero, estoy de acuerdo con que la ley es buena.

Estas frases describen la situación del yo bajo el pecado. El yo ya no se reconoce a sí mismo en su propia conducta. ¿De dónde proviene el pecado, que encuentro en mi actuación, si yo no lo quiero? Si cometo el pecado que no quiero, en esta discrepancia entre acción y voluntad se revela toda mi impotencia y, por lo que hace a la ley, se demuestra que ésta es «buena», al contrario de lo que ocurre en mi. Sin duda que mi voluntad participa de la bondad de la ley en cuanto que asiente a la misma y en cuanto que el querer del hombre está orientado por el Creador hacia el bien. Pero la orientación del yo hacia el bien, según el designio de su Creador, se trueca de hecho constantemente en su contrario. Con lo cual se comprende que el hombre bajo el pecado no sufre una escisión psicológica entre obrar y querer, que quizá también psicológicamente podría superarse, sino que sufre una desintegración más profunda de su existencia creada dentro de sí mismo. Aun obrando el mal y entregándose así con toda su existencia al pecado, el hombre no puede negar su vinculación de criatura con Dios. El hombre entregado al pecado no pasa inadvertido a los ojos de Dios30.
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30. Así, no hay que limitar el querer del yo en Rom 7 a un impulso subjetivo de la voluntad humana, sino que hay que entenderlo más bien como una «tendencia transubjetiva de la existencia humana en general» (R. BULTMANN). Por lo demás, no puede negarse que esta tendencia se puede manifestar en la conducta del hombre.
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17 Pero, en estas condiciones, no soy yo propiamente el que lo hace, sino el pecado que habita en mí. 18 Pues sé bien que en mí, es decir, en mi carne, no habita el bien. Porque querer el bien está a mi alcance, pero hacerlo, no, 19 puesto que no hago lo bueno que quiero, mientras que lo malo que no quiero eso es lo que llevo a la práctica. 20 Si, pues, lo que no quiero eso es lo que hago, no soy yo propiamente el que lo hace, sino el pecado que habita en mí.

El v. 17 da la impresión de que el yo quisiera eximirse de la responsabilidad de su conducta errónea, pues «no soy yo propiamente el que lo hace, sino el pecado que habita en mí». Pero no se trata aquí de la responsabilidad subjetiva del hombre respecto de su pecado, responsabilidad que, por otra parte, Pablo tampoco quiere negar. «Lo que hago» (v. 15s) no viene anulado por la afirmación de que «el pecado que habita en mí». Es característico el «en estas condiciones, no soy yo propiamente», y es que en sus acciones el yo ya no lo es plenamente. En realidad ese yo, que ya no actúa exclusivamente como tal, es sólo una concha en la que habita el pecado. El pecado ha llevado a término una expoliación del yo, con lo que ha surgido un no yo.

El v. 18 sigue desarrollando la afirmación de la no identidad del yo bajo el dominio del pecado; pero ahora de forma negativa. Se establece que «en mí no habita el bien». El bien es lo contrario del pecado; es, pues, aquello que debería ser realmente, lo que aquí se presenta como formando parte de la identidad del yo. Y, una vez más, el yo viene descrito casi como un espacio habitable y a través de una forma mitológica de pensamiento. En un inciso aclaratorio Pablo llama al yo «mi carne». Dicha aclaración refleja la auténtica debilidad del yo, que bajo la presión del pecado tiende constantemente a convertir al yo en un no yo. El v. 19 repite el contenido del v. 15, y el 20 concluye remitiendo al v. 17.

21 Por consiguiente, me encuentro con esta ley cuando quiero hacer el bien: que lo malo es lo que está a mi alcance. 22 Porque, en lo íntimo de mi ser, me complazco en la ley de Dios; 23 pero percibo en mis miembros otra ley que está en guerra contra la ley de mi mente y que me esclaviza bajo la ley del pecado que habita en mis miembros. 24 ¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?

Estos versículos cierran la exposición del yo y de su pasado pecador. El v. 21 empieza con una conclusión de lo anterior: «Por consiguiente me encuentro con esta ley.» Con tal «ley» designa Pablo la situación del yo bajo el pecado. En esta sección no emplea sólo el concepto de ley en el sentido unívoco de ley mosaica, o de «ley de Dios» (v. 22), sino que también lo utiliza de una forma caprichosa31 en sentido figurado para caracterizar lo irremediable que resulta la situación escindida del hombre bajo «la ley del pecado y de la muerte» (8,2).

Es de notar en estos versículos que no sólo se afirma del yo la no identidad, sino que siempre se dice al mismo tiempo algo positivo, de tal modo que no sería adecuada una descripción del yo como del no yo en el sentido de una negación absoluta. Así se dice ya en el v. 18b: «Porque querer el bien está a mi alcance, pero hacerlo, no.» De modo similar, también en el v. 15s se supone una voluntad de hacer el bien. El v. 16 afirma del yo un asentimiento en favor de la ley, y el v. 22 viene a decir lo mismo con otras palabras: «Porque, en lo íntimo de mi ser, me complazco en la ley de Dios» 32. Por lo demás, a todas estas afirmaciones corresponde siempre la comprobación de que no se hace el bien.

De todas estas afirmaciones, a la vez positivas y negativas, fácilmente se saca la impresión de una existencia del yo fundamentalmente escindida. Ya hemos llamado la atención a propósito de los v. 15s que tal escisión no puede explicarse recurriendo, por ejemplo, a una interpretación psicológica de la terminología empleada. En la tensión de la conducta humana, descrita por Pablo, -el querer y el obrar no se corresponden- se expresa más bien el «enajenamiento» del yo bajo el poder del pecado. Ciertamente que el yo está de por medio, ya que se trata de querer el bien; pero al mismo tiempo está como desdoblado, toda vez que el pecado ha tomado posesión de él. Se trata realmente de un yo «poseso». Lo que persiguen realmente las fórmulas paulinas no es la descripción del hombre como de un ser siempre escindido en sí mismo, sino el descubrimiento de la potencia maléfica del pecado en el hombre. A reforzar esa potencia contribuye, de forma bastante curiosa, no sólo la ley sino también el yo que da su asentimiento a esa misma ley. Al igual que al comienzo, en los v. 7-11, Pablo ha podido decir que el pecado no ha llegado sin la ley, también puede afirmar que el pecado no se da sin el yo. Por consiguiente, el yo coopera con las fuerzas del viejo eón, y con el concurso contradictorio de esas fuerzas se convierte en una encarnación histórica del pecado, que es el incitador de las fuerzas. De ahí que el yo, aun cuando tienda al bien, se convierta bajo el poder del pecado en el no yo, lo que equivale a una existencia irremediablemente desesperada, cuya desesperación se abre paso en el lamento del v. 24.
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31. Véase también en 8,2 la contraposición entre las dos «leyes».
32. El «hombre interior» es el yo en cuanto que, aun en medio de su existencia pecaminosa, siempre está referido a Dios por su condición de criatura. En un sentido un poco distinto se enfoca al «hombre interior» en 2Cor 4,16; a saber, en cuanto opuesto a su existencia sensible y terrena («hombre exterior»).
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25 ¡Gracias a Dios, por medio de Jesucristo nuestro Señor! Así pues, yo mismo con la mente sirvo a la ley de Dios; pero con la carne, a la ley del pecado.

Este versículo da la respuesta al grito desesperado del v. 24. Cierto que la frase -que literalmente reza: «Gracias a Dios...»- no es una respuesta directa. Pero ¿es que existe de hecho una respuesta a la existencia del hombre irremediablemente fallida en el pecado? En cualquiera de los casos no es una respuesta que indique el modo con que el hombre podría liberarse a sí mismo. La situación calamitosa del hombre hundido en el pecado es precisamente lo que el cristiano ha de tener ante los ojos. Su «gracias a Dios» no puede significar que ya ahora haya sido salvado hasta el punto de que ya no necesite contar para nada con su pasado pecaminoso. Lo que Pablo presenta en el capítulo 7 a los cristianos es justamente la imagen del hombre hundido en su pecado, y desde luego como exposición de su propio origen del que se libera sólo por la gracia de Dios. Los cristianos han de seguir considerando siempre y de modo serio la vieja esclavitud al pecado como su posibilidad negativa, o mejor, como su imposibilidad.

El v. 25b no encaja bien realmente con la acción de gracias precedente. Echando una mirada a través se intenta una vez más expresar con una fórmula la tensión del hombre bajo el pecado. Probablemente se trata aquí de un añadido posterior, hecho por algún lector o copista, que quiso compendiar la exposición del capítulo, difícilmente inteligible.

Lo que Pablo expone en Rom 7 como situación del yo precristiano, no se ha vivido así o al menos no así simplemente, ni se ha descrito como una experiencia consciente. Pablo, sin embargo, está persuadido de que ésta fue justamente la situación que vivió el hombre de hecho no redimido, aun cuando no siempre con las mismas categorías experienciales. Pero en realidad sólo desde su experiencia cristiana puede el hombre adquirir conciencia clara de esta sustitución precedente; de tal modo que la postura del yo de cara a su situación de no redimido en el tiempo pasado hay que definirla como una postura preventiva. En la media en que el cristiano adquiere conciencia de su situación anterior, en esa medida obtiene una idea clara, como yo, de su nueva existencia en la hora presente, determinada por el Espíritu de Cristo (cf. 7,6). Así pues, el sentimiento del creyente sobre su yo precristiano sirve para adquirir conciencia justamente de ese yo que ha obtenido por la redención de Jesucristo. Esta es la idea que se desprende del contexto de los capítulos 7 y 8.