CAPÍTULO 6


II. LA NUEVA VIDA (6,1-23)

Que en la acción de Jesucristo surge un nuevo comienzo y que la humanidad obtiene la vida mediante la fe en él, representa nuevas exigencias para los creyentes justificados. La «soberanía» de la gracia de Cristo no es cómoda y no permite ningún abandono en la posesión de la salvación obtenida, sino que compromete al creyente a una obediencia total para vida.

La nueva existencia del cristiano, como de quien ha sido justificado por la fe, se mueve en una polaridad fundamental entre el ser y el deber, entre el enunciado de la salvación y el imperativo «ético». Según Pablo hay una correspondencia intrínseca entre ambas. El don incluye una exigencia. En el capítulo 6 encontramos el enlace entre el enunciado y el imperativo ético con una fórmula: justicia y obediencia. Es significativo que en dicho pasaje (6,1-11) Pablo agregue una declaración sobre el bautismo, que confirma la doctrina de la justificación; de tal modo que la nueva vida, de la cual participa el bautizado, se manifiesta, al propio tiempo, como una exigencia de comportamiento nuevo.

Las exhortaciones de este capítulo ponen singularmente de relieve que la nueva vida del justificado ha de conservarse en un enfrentamiento constante con el pecado, que una y otra vez intenta hacer valer sus viejos derechos de soberanía (véase sobre todo 6,11-14). Si Pablo tiene que exhortar con tal insistencia a guardarse de la vieja esclavitud del pecado, es porque ya antes ha proclamado con los tonos más vibrantes la realidad fundamental e incontestable del hecho de la justificación. Cuanto más impresionante es el mensaje de la gracia, con tanto mayor apremio tiene que exhortar el Apóstol a llevar una vida nueva y a mantenerse alerta contra el pecado.

1. MUERTOS AL PECADO Y VIVIENDO PARA DIOS (Rm/06/01-14)

1 ¿Qué diremos, pues? ¿Que permanezcamos en el pecado, para que la gracia se multiplique? 2 ¡Ni pensarlo! Quienes quedamos ya muertos al pecado, ¿cómo hemos de seguir todavía viviendo en él?

Partiendo de la frase de Pablo en 5,20b resultaba fácil sacar un principio práctico: a mayor pecado, mayor gracia. Ya en 3,8 tuvo que rebatir esta falsa interpretación de su mensaje. Ahora vuelve a combatir para exponer de forma más clara la verdadera consecuencia que reclama el mensaje de la justificación.

La oposición entre pecado y gracia es absoluta. La gracia otorgada en Cristo no permite comparación alguna con el pecado. Y es que la gracia significa precisamente que el pecado ha sido reducido a la impotencia y que ya no puede aspirar a nada. Por lo demás, al que ha sido liberado del poder del pecado la gracia no le deja más alternativa que la de aceptar y realizar la nueva posibilidad de vida que con ella se le ofrece. Se muestra precisamente como gracia por el hecho de que nosotros la asumimos. No permite quietismo alguno, porque éste no conduciría más que a una reviviscencia del pecado antiguo. Para quien la recibe, la gracia es más bien un punto de partida. Así lo pone Pablo de relieve con el imperativo de las exigencias éticas que se repite a lo largo del capítulo.

A dicho imperativo apuntan ya las preguntas que el Apóstol formula al comienzo del capítulo. De acuerdo con el mensaje de la justificación el hombre nuevo es la nueva posibilidad que se nos otorga, por lo demás inmerecida y gratuita. Ahí no caben delimitaciones de ninguna clase. Y la libertad del que ha sido redimido del pecado no debe en modo alguno quedar limitada por nuevos preceptos. Sin embargo, el hombre nuevo no se realiza de un modo automático, sino con una entrada total, constante y libre en la nueva posibilidad que Dios le brinda.

3 ¿O es que ignoráis que cuantos fuimos sumergidos por el bautismo en Jesucristo, fue en su muerte donde fuimos sumergidos? 4 Pues por medio del bautismo fuimos juntamente con él sepultados en su muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva. 5 Porque, si estamos injertados en él, por muerte semejante a la suya, también lo estaremos en su resurrección. 6 Comprendamos bien esto: que nuestro hombre viejo fue crucificado junto con Cristo, a fin de que fuera destruido el cuerpo del pecado, para que no seamos esclavos del pecado nunca más. 7 Pues el que una vez murió, ha quedado definitivamente liberado del pecado.

Pablo recuerda el bautismo. Como bautizados hemos experimentado en nosotros la muerte de Jesús casi de una forma corpórea. Hemos sido bautizados en su muerte, lo que quiere decir que también «fuimos juntamente con él sepultados en su muerte» (v. 4). El texto deja sin resolver cómo hemos de representarnos la vinculación con Cristo en el bautismo. Probablemente piensa Pablo no tanto en un morir místico con Cristo cuanto en una asimilación a él, que continúa realizándose en la vida del cristiano y de la que el bautismo constituye la iniciación simbólica. Como quiera que sea, el «estar injertados en él, con muerte semejante a la suya» (v. 5) no se limita, según el pensamiento de Pablo, al acto puntual del bautismo, sino que se extiende de forma exhaustiva a toda la vida del cristiano. Esto responde también a la tendencia dominante de todo el capítulo 6. La «vida nueva», que el bautizado ha obtenido por la muerte de Cristo, se realiza en el tiempo, en cuanto el cristiano responde, sin limitaciones y con libertad, a las exigencias incesantes de la gracia. De este modo la conducta del cristiano se convierte en signo auténtico de la esperanza de consumación abierta con la muerte y resurrección de Jesús. Que nosotros estemos también «injertados» en Cristo «en su resurrección» no significa desde luego una esperanza infundada y vacía frente a la constante realización de la «nueva vida» en la existencia cristiana, sino una esperanza que se desarrolla en el tiempo, pues ya en ella se produce el injerto futuro con la «resurrección» de Jesús. De este modo no sólo se anticipa por el bautismo nuestra esperada resurrección, sino que el bautismo constituye el fundamento de la nueva vida del hombre justificado, como una comunión de vida esperanzada con Cristo.

Una vez más torna el Apóstol en el v. 6 al acontecimiento de Cristo y a nuestra asimilación con él. Que «nuestro hombre viejo fue crucificado juntamente con Cristo», concretamente en el bautismo como comienzo simbólico que establece la nueva realidad, tiene amplias consecuencias: «el cuerpo del pecado» tenía que ser destruido, es decir, que el pecado ya no ha de encontrar asidero alguno en la existencia del bautizado. La ruptura con el pecado es total y absoluta en el acontecimiento cristiano y, por tanto, en el bautismo. Ahora el hombre está libre del pecado. Esta libertad, que Cristo funda y define, justamente puede conservarse en cuanto en la existencia del hombre justificado se niega al pecado cualquier derecho y cualquier ocasión.

8 Por lo tanto, si hemos muerto con Cristo, tenemos fe de que también viviremos con él, sabiendo que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más: la muerte ya no tiene dominio sobre él. 10 Porque en cuanto a que murió, para el pecado murió de una vez para siempre; pero en cuanto a que vive, vive para Dios. 11 Así también vosotros consideraos, de una parte. que estáis muertos al pecado; y de otra, vivos en Dios en Cristo Jesús.

De nuevo subraya Pablo la esperanza que se nos ha abierto en la muerte de Cristo. La muerte y resurrección de Jesús no hay que entenderlas sólo como el único e irrepetible acontecimiento histórico de la salvación, desde el que se legitima fundamentalmente toda esperanza cristiana, sino que representan también nuestra existencia delante de Dios. Al igual que Cristo ha muerto al pecado y ahora vive para Dios, así también nosotros estamos muertos al pecado, aunque vivos para Dios (v. I1). Esta conexión arranca el acontecimiento cristiano del pasado y del olvido, haciendo que experimentamos a Jesucristo y la entrega de su vida más bien como el fundamento permanente de nuestra existencia. De ahí también la palabra victoriosa del v. 9: «la muerte ya no tiene dominio sobre él», no sólo sobre la existencia privada de Jesús en el pasado y en el futuro, sino sobre cuantos viven «en Cristo Jesús» (v. 11).

Si estos versículos no hablan ya del bautismo, ello no significa que haya quedado olvidado sin más; hay aquí un recuerdo de los versículos 3-5. Pues, lo que Pablo quiso sin duda subrayar con el bautismo fue precisamente el compromiso peculiar de la nueva vida, condicionada siempre existencialmente por Cristo. Pero es preciso advertir también que el recuerdo del bautismo en toda esta sección sólo tiene una importancia complementaria, porque aun en el mismo capitulo 6 el fundamento y núcleo de la argumentación paulina sigue siendo el mensaje de la justificación, antes proclamado. Creemos por lo mismo que, si se quiere ser fiel al pensamiento del Apóstol, no hay que referir directa y exclusivamente al bautismo cada una de las afirmaciones aisladas de la perícopa. Todas las afirmaciones parciales deben servir al propósito de fundamentar la realización cristiana de la vida.

12 Por consiguiente, no reine ya el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que cedáis a sus concupiscencias, 13 ni ofrezcáis más vuestros miembros como armas de injusticia al servicio del pecado, sino consagraos a Dios como quienes han vuelto de la muerte a la vida y ofreced vuestros miembros como armas de justicia al servicio de Dios. 14 Porque el pecado no tendrá ya dominio sobre vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia.

Las consecuencias esbozadas en la sección precedente se exponen ahora con mayor amplitud. No reine ya el pecado. Aquí aparece con gran realce el imperativo de la exigencia moral, y desde luego en forma de exhortación. A los cristianos hay que seguir exhortándoles a precaverse de la soberanía del pecado. El pecado, que Cristo ha reducido radicalmente a la impotencia, continúa siendo, a pesar de ello, como la posibilidad negativa del cristiano. Si éste no se abraza a la auténtica y verdadera posibilidad que la gracia le ofrece, vuelve a caer en la vieja y superada soberanía del pecado, pese a la obra redentora de Jesús. Pero el cristiano no puede permitirse semejante comodidad. El asidero al que se agarra el viejo pecado es nuestro «cuerpo mortal» con «sus concupiscencias». Es el «hombre viejo» y su «cuerpo» (v. 6) sobre el que sigue levantándose el pecado. En la medida en que el cristiano se le opone en una guerra sin cuartel y se revoca a su vinculación con Cristo, se destruye sin cesar el «cuerpo del pecado» (v. 6). Lo que quiere decir que se priva al pecado de su base todavía presente en la existencia del cristiano, de tal modo que se impide la renovada encarnación del pecado. Apenas será necesario advertir que las afirmaciones de Pablo en este texto no reflejan ningún odio al cuerpo. Más bien reclama justamente una vida de obediencia corporal de cara a Dios (v. 13).

Pero antes de dar a la exhortación ética un giro positivo, Pablo insiste una vez más en el v. 13a en que la vida cristiana es una renuncia al pecado. La vida de los cristianos es una consagración a Dios, a quien son deudores como redimidos del pecado y de la muerte y como llamados a la vida. Esta consagración a Dios se realiza en la entrega de los «miembros» como «armas de justicia» 25 y no «de injusticia». Los cristianos están en un constante servicio militar a las órdenes de Dios y en contra del pecado. Sus «armas» son sus «miembros», es decir, toda su existencia corporal de la que disponen; su victoria consiste en alcanzar la «justicia», que no es otra que la «justicia de Dios» (1,17; 3,21s), creadora de salvación.

El v. 14 se remite al texto de 5,21 reforzándolo: entre el pecado y la gracia ha tenido efecto un cambio de soberanía, el nuevo señorío de la gracia compromete al hombre por completo y no tolera compromiso alguno con el pecado.
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25. Cf. 2Co 6.7; pasaje en que resulta evidente se trata de la verdad y de la fuerza de Dios que sirve a las «armas» de justicia para lograr su triunfo. Véase también 10,4; Rm 13.12; Ef 6,10-20.
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2. LIBRES DEL PECADO Y OBEDIENTES A LA JUSTICIA (Rm/06/15-23)

15 Entonces, ¿qué? ¿Podemos pecar, puesto que ya no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia? ¡Ni pensarlo! 16 ¿No sabéis que, si os ofrecéis a alguien como esclavos para estar bajo su obediencia, sois realmente esclavos de aquel a quien os sujetáis: ya sea del pecado para muerte, ya sea de la obediencia para la justicia?

El v. 15 repite la pregunta del v. 1, y con ella se abre una nueva exposición de las exigencias morales que incumben al justificado para darles un mayor relieve. Las expresiones clave son ahora «esclavos del pecado», «esclavos de la justicia», «obediencia» y «libertad».

El creyente se encuentra bajo la gracia; de ello no cabe la menor duda. Sólo que ahora debe abrazar con fe la nueva realidad que se le brinda como su posibilidad. Y eso ocurre con la entrega a «la obediencia». La pregunta del v. 16 no sólo formula una regla conocida, sino que apunta de forma inequívoca a la obediencia total y vital del creyente. La imagen de la esclavitud subraya la vinculación en la que entra el cristiano con su autoentrega. Pablo utiliza comparaciones de su entorno, en este caso también sacándolas del orden general que preside la sociedad de su tiempo. Su aplicación importa aquí en la medida en que el Apóstol la da a conocer en este contexto. Que Pablo aplique la imagen de la esclavitud al estado cristiano, se funda ante todo en la oposición a la esclavitud del pecado. A ella corresponde el estado de cosas de la esclavitud en sentido propio, mientras que los cristianos han sido «liberados para la libertad» 26 Por lo que la fórmula de que el cristiano ha de hacerse esclavo de Dios, o sea de la «justicia» (v. 18s), hay que entenderla metafóricamente. Al mismo tiempo refuerza la vinculación a Cristo que se da con la obediencia del creyente y por la cual éste es arrancado a la esclavitud del pecado.
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26. Cf. Ga 5,1.13.
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17 Pero gracias a Dios que, después de haber sido esclavos del pecado, os habéis sometido de corazón a la forma de doctrina a la que fuisteis entregados; 18 liberados del pecado, os habéis convertido en esclavos de la justicia.

A partir de Cristo las relaciones resultan claras e inequívocas; lo que induce a Pablo espontáneamente a dar gracias a Dios. Porque a partir de Cristo la esclavitud del pecado es ya una forma de vida caducada. El presente se caracteriza por la obediencia de los creyentes, obediencia para la que Cristo les ha liberado. El v. 17b constituye dentro del conjunto un inciso de difícil explicación. Recuerda la fuerza vinculante de la «doctrina» que, en una determinada forma, representa el contenido de la fe cristiana.

Nosotros hemos sido «liberados del pecado», y esto significa que hemos entrado en la esclavitud de la justicia (v. 18). El contraste de la oposición entre libres y esclavos agudiza el problema ético. Ni hay por qué rebajar este contraste, cuando se aclara precisamente que la libertad es justamente una liberación de... y una liberación para. O, dicho con otras palabras, en lugar de la vieja esclavitud ha entrado ahora necesariamente la nueva esclavitud por la acción liberadora de Cristo; de tal modo que, a juicio de Pablo, nunca se puede vivir sin alguna ligadura. Con semejante explicación no se toma la libertad en toda la amplitud de su verdadero sentido. Más bien hay que acentuarla vigorosamente en el sentido que le da Pablo. Y el verdadero problema de la ética paulina consiste precisamente en esto: ¿cómo pueden realizar de hecho los cristianos esta libertad que Cristo les ha merecido? La respuesta de Pablo a lo largo de toda la sección no deja la menor duda: se realiza con la entrega personal del creyente, con la obediencia que abarca toda su vida.

19 Estoy hablando en términos humanos, a causa de la flaqueza de vuestra carne. Pues bien, así como ofrecisteis vuestros miembros al servicio de la impureza y de la inmoralidad, para la inmoralidad, así también consagrad ahora vuestros miembros al servicio de la justicia, para la santificación.

Pablo pide disculpas por su modo de hablar, porque advierte lo inadecuado que resulta presentar la existencia cristiana como una esclavitud. En realidad tampoco a él le interesa semejante descripción, sino la confirmación de los cristianos. «A causa de la flaqueza de nuestra carne», que también el cristiano, y él precisamente, debe tener en cuenta, debe amonestar y advertir apremiantemente del peligro de la vieja esclavitud, que no era otra cosa que «impureza» e «inmoralidad». Si para los que ahora están justificados antes no había más que un ofrecimiento a la impureza y a la inmoralidad, Pablo aclara que una consagración en el sentido auténtico es lo que corresponde a su nueva existencia (cf. v. 13). Esa entrega significa santificación, y en consecuencia, todo lo contrario de la impureza y la inmoralidad.

20 Efectivamente, cuando erais esclavos del pecado, erais libres con respecto a la justicia. 21 ¿Pero qué fruto recogíais entonces? ¡Cosas de las que ahora os avergonzáis! Pues el final de ellas es muerte. 22 Pero ahora, emancipados del pecado y convertidos en esclavos de Dios, tenéis por fruto vuestro la santificación, y, como final, vida eterna. 23 Porque la paga del pecado es muerte; mientras la dádiva de Dios es vida eterna en Jesucristo Señor nuestro.

En los v. 20 y 21 Pablo pone una vez más ante los ojos el pasado pecaminoso con un propósito de exhortación y advertencia. Como «esclavos del pecado» los ahora justificados tuvieron una libertad aparente, por cuanto que no sentían la fuerza de la justicia de Dios, que crea la salvación y compromete al hombre. Pero, echando una mirada atrás, el justificado se avergüenza del «fruto» que le produjo la esclavitud del pecado; ese «fruto» desembocaba en la muerte.

«Pero ahora» (d. 3, 21), en el momento presente, que se caracteriza por el acto liberador de Jesús y por la nueva obediencia de los justificados, hay que hablar de un verdadero y auténtico «fruto». Es el fruto de la consagración de los justificados, que se realiza en la «santificación», no sólo como separación preservativa del mundo pecador, sino como reafirmación de la gracia que opera la santidad, en un enfrentamiento constante con el pecado que siempre supone una amenaza. Su prueba última y definitiva es la «vida eterna» de la consumación esperada. El v. 23 lleva hasta las últimas consecuencias la fecundidad contrastante de la vieja esclavitud al pecado y del nuevo servicio de Dios.

No se puede pasar por alto que a lo largo de todo el capítulo, y pese a que la exhortación a una nueva vida está formulada en tono positivo, prevalece la amonestación a no entregarse ya más al pecado. Tal amonestación encuentra su complemento más positivo en los capítulos 12 y 13. Allí la palabra del Apóstol aclara a sus lectores que la fidelidad cristiana tiene que ser siempre consciente de su inminente enfrentamiento al pecado, pero que también y ante todo se logra con la acción del amor, que transforma al mundo.

lll. ENTRE LA LEY Y LA LIBERTAD (7,1-25)

La nueva obediencia, a la que estamos llamados, es nuestra posibilidad nueva y, justamente como una realidad viva otorgada por Cristo, conduce a la crisis. Pues, la nueva vida significa una renuncia constante del creyente a su propio pasado pecaminoso. Ese pasado, superado ya fundamentalmente en Cristo, vuelve a aparecer justamente en el hombre, que no realiza plenamente el acto liberador de Cristo también como una liberación de la ley. Pues, la ley hace que el pecado reviva, contribuyendo así no a dar la vida sino a provocar la muerte. El cristiano debe tener una idea bastante clara de que no le es posible tomar a la ligera la libertad cristiana y la obediencia de vida que se cumple en esa libertad. Por ello, en 7,1-6 vuelve Pablo a enjuiciar de forma temática la libertad del cristiano como una libertad frente a la ley. Las dos subsecciones que siguen -7,7-12 y 7,13-25- ponen sobre el tapete la cuestión de la ley. Empiezan por esclarecer la ambivalencia de la ley como una exigencia santa de Dios y como un factor de ruina en la sociedad del pecado y de la muerte. Pablo expone aquí, a modo de digresión explicativa, en qué sentido hay que tomar la libertad de la ley que él proclama. Sólo que sus explicaciones van más allá de una digresión corriente, porque con los efectos nefastos de la ley, en unión con el pecado, se descubre al cristiano de qué estado funesto ha sido liberado y con qué cautela debe andar para que la libertad lograda ahora no vuelva a trocarse en el viejo estado de cosas en que imperaban la ley y el pecado.