CAPÍTULO 3


3. DEBERES DE LAS ESPOSAS (3/01-06).

a) Sumisión (3,1-2).

1 Asimismo vosotras, mujeres, someteos a vuestros maridos, para que si algunos se muestran rebeldes a la palabra, sin palabra alguna sean conquistados por la conducta de las mujeres,

El objetivo principal de la carta es consolar a cristianos probados por los sufrimientos y exhortarlos infundiéndoles ánimos. Así se comprende por qué en este reglamento de vida se dirige ya en segundo lugar la palabra a las mujeres. Cierto que aquí no se trata, como en el caso de los esclavos, de una de las capas más pobres del pueblo. Lo que sigue muestra que Pedro piensa también en mujeres acomodadas que saben vestirse con gusto y adornarse con joyas de oro (3,3). Sin embargo, no están lejos de los esclavos: conforme al orden social de la antigüedad, también las mujeres están sometidas a la autoridad absoluta del cabeza de familia. Esto les origina no pocas molestias, preocupaciones y sufrimientos. Pero por ello están también particularmente próximas a Cristo. Como los esclavos, también las esposas acudían a los sacerdotes de la comunidad para exponerles sus aflicciones interiores, con preguntas que serían más o menos de este tenor: ¿Por qué soy tan desgraciada en mi matrimonio? ¿Por qué tengo que soportar todo esto? ¿Cómo he de conducirme con mi marido?

A esto responde el apóstol con las siguientes palabras de liberación: Todavía más que un apóstol, que anuncia con la boca la buena nueva, la mujer cristiana puede influir con su ejemplo en su marido. Las mujeres cristianas son absolutamente aptas, incluso en forma destacada, para la labor misionera. Más aún: hasta hombres paganos que no oyen predicar pueden dejarse ganar por la vida de una mujer. El cumplimiento callado del deber les hará percibir una palabra, que en el fondo es una parte de esa Palabra eterna del Padre que se hizo carne y vive en estas mujeres cristianas...

2 ... observando vuestra conducta pura en el temor.

Una vez más se concibe la vida del cristiano como una marcha, como una peregrinación (cf. comentario a 1,15). La conducta pura logrará convencer a tales hombres duros. La «conducta pura», significa en nuestro pasaje, ante todo, moralmente irreprochable, íntegra y casta. En este versículo nos parece oír a aquel apóstol dotado de experiencias prácticas, que en su vida conyugal mostraría especial amor y veneración a su esposa 41. Sabe muy bien que no hay nada que tanto atraiga y ennoblezca a un hombre, aun al más ordinario, como una mujer que mira por su propia integridad.
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41. En la visita que hizo el Señor en casa de Simón Pedro se le rogó primero que curara a la suegra de éste, gravemente enferma (Mc 1,30).
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b) El verdadero ornato de la mujer (3,3-4).

3 Vuestro adorno no sea el exterior, de rizado de cabellos, de atavío de joyas de ora, ni suntuosos vestidos, 4 sino que sea el interior del corazón, lo incorruptible de un espíritu suave y tranquilo. Esto es lo precioso ante Dios.

San Pedro no dice que el adorno sea reprobable sin más. Por su actitud madura y serena se distingue de otras amonestaciones más rigurosas de su época. Su objetivo no es prohibir a las mujeres que se adornen. Lo que le importa es llamar la atención de mujeres que tienen sentido y gusto de la verdadera belleza, y hacerles comprender que hay un ornato mucho más distinguido, que les sienta todavía mucho mejor. Es este un ornato que posee un valor permanente, independiente de la moda, que es precioso incluso a los ojos de Dios. Como cosas preciosas se suelen designar joyas, perlas y preseas. Todos estos objetos de adorno son sólo como una sombra, un barrunto del ornato eterno con el que el día del juicio brillará una mujer cristiana «en alabanza, gloria y honor de Jesucristo» (1,7). Esta idea del ser humano, verdaderamente valiosa y magnífica, y constantemente atrayente, que se propone a las mujeres, la anunció ya Jesucristo cuando, refiriéndose a sí mismo, dijo: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y hallaréis descanso para vuestras almas» (Mt 11,29). Pedro no teme que se haga problemático el éxito misionero de una esposa por el hecho de que el interés de una mujer se vea desplazado al «cuidado de la belleza interior»...

c) Motivación: El modelo de grandes mujeres (3,5-6).

5 Así se ataviaban en otro tiempo incluso las santas mujeres que esperaban en Dios, obedientes a sus maridos.

La humildad, la mansedumbre, la paciencia callada son un ornato precioso, con el que supieron adornarse siempre grandes mujeres. La santidad posee una belleza que le es exclusiva, un encanto con nada comparable. Con tal santidad brillan las mujeres antepasadas de Cristo, aquellas santas mujeres del Antiguo Testamento: Rebeca, que se presta humildemente incluso a sacar agua para los camellos del forastero (Gén 24,18-20), Rut, que con amor sincero permanece al lado de su suegra y va a espigar modestamente en el campo (Rut 1,16s; 2,2-17), Ana, que en su aflicción se dirige calladamente al Señor (lSam 1,10s). «Santa» no quiere decir aquí sencillamente «escogida» o «consagrada a Dios», sino lo que entendemos realmente por «santa» y es distintivo del carácter ejemplar de aquellas mujeres. Las primeras comunidades cristianas admiraban la fortaleza de su fe, su invencible esperanza y humildad. De ello dan para todos los tiempos un testimonio luminoso, pese a tales o cuales imperfecciones.

6 Así Sara obedeció a Abraham, llamándole señor. Vosotras os hacéis hijas suyas, practicando el bien...

En el Antiguo Testamento realmente existe un pasaje en el que Sara habla de Abraham como de su señor, pero apenas si se habla de obediencia: «Rióse, pues, Sara, dentro, diciendo: "¿Cuando estoy ya consumida, voy a remocear, siendo ya también viejo mi señor?"» (Gén 18,12). Quizá piensa Pedro también en otros textos del judaísmo tardío que no han llegado hasta nosotros. Desde los descubrimientos del mar Muerto sabemos que existían tales descripciones detalladas de las excelencias físicas y espirituales de la madre del pueblo elegido. Mujeres cristianas que ya antes de su conversión, en su calidad de «temerosas de Dios», habían entrado en contacto con el judaísmo, tenían el deseo muy comprensible de ser espiritualmente hijas de Sara. Pensaban seguramente en el magnífico texto que dirigió el profeta para consolarlos a los desterrados en Babilonia: «Oídme vosotros, los que seguís la justicia y buscáis a Yahveh: Considerad la roca de que habéis sido tallados, la cantera de que habéis sido sacados. Mirad a Abraham, vuestro padre, y a Sara, que os parió en dolores» (Is 51,1s). El que es hijo de Sara, es también hijo de Abraham. No palabras vacías, y ni siquiera la circuncisión podía asegurar esta filiación. Un texto judío dice: «El que se compadece de los hombres, es cierto que pertenece a la simiente de nuestro padre Abraham; pero el que no se compadece de los hombres es cierto que no pertenece a la simiente de nuestro padre Abraham.» Única y exclusivamente ese amor que brota de la fe viva y actúa en virtud de esta fe, es capaz de introducir en la comunidad de esos hijos entre los que se cuentan un centurión de Cafarnaún, un Lázaro o un Zaqueo.

6b ... y no teniendo miedo alguno.

Estas últimas palabras son las que dan el necesario complemento a la entera exhortación. Anteriormente se ha insistido desde diferentes puntos de vista en la subordinación de las mujeres. Sólo aquí, al final, se añade a la imagen de la mujer cristiana su fortaleza y firmeza. La mujer puede eventualmente ser de diferente parecer que su marido. Cuando se exhorta a no tener miedo alguno no se piensa necesariamente en el deseo de un marido pagano de hacer algo indebido, o en sus órdenes conminatorias de abandonar la fe cristiana. Basta con pensar en las iras antojadizas, en los arrebatos o en las enfurecidas bravatas del marido que, como es natural, hacen profunda impresión en el alma de la mujer. San Pedro, pensando en tales escenas familiares, muestra comprensión con las mujeres y las invita a pensar en su grandeza fundada en lo divino, en su poder y en su dignidad libre. Su sumisión al marido no debe proceder de timidez y miedo o de subordinación propia de esclavos. Han sido redimidas por la muerte de Cristo y son por tanto verdaderamente libres. Por amor voluntario a Dios reconoce la mujer el orden natural de la creación y se subordina al marido. Ahora bien, esta subordinación como «esclava del Señor» (Lc 1,38) significa en definitiva, elevación. Así, en conclusión, se muestra lo equilibrado de la imagen que en esta sección se ha puesto ante los ojos de las mujeres cristianas. Sus rasgos característicos son: humilde sumisión, amor a la paz, caridad e inmunidad de todo temor humano como fruto del temor de Dios.

4. EXHORTACIÓN A LOS HOMBRES (3/07)

a) Exhortación (3,7a)

7a De la misma manera vosotros, maridos, compartid vuestra vida con la mujer, reconociendo en ella un ser más débil.

Hasta aquí se ha exhortado a todos los cristianos a someterse al Estado (2,13), a los criados a sus señores (2,18), y a las mujeres a sus maridos (3,1). Ahora, en la exhortación a los maridos se les invita a reconocer el modo de ser de sus mujeres. Deben reconocer el valor que éstas tienen a los ojos de Dios y, en consonancia con esto, honrarlas con la acción. Las esposas y las madres son para san Pedro personas que en muchas cosas se asemejan al Señor en su pasión. Por razón de sus dolores de cuerpo y de alma soportados calladamente, pone el Señor en ellas los ojos con especial complacencia. Están en gracia ante él. Precisamente por su debilidad son grandes a los ojos de la fe 43.

Pedro sabe muy bien que los hombres propenden por lo regular a hacer la corte a mujeres lozanas, jóvenes y llenas de vitalidad. Por esto los invita a abandonar los criterios paganos y a enjuiciar en forma cristiana a la compañera de su vida. También de estos «amos de casa» espera algo de la cristiana locura de la cruz. Es la misma locura que induce a los esclavos a sufrir inmerecidamente y a las esposas a ceder calladamente cuando hay diversidad de pareceres. Pedro espera una actitud de los maridos, que les mueva a mostrarse deferentes y caballerosos con las mujeres precisamente por su debilidad y por la necesidad que tienen de apoyo.
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42. «... pues mi poder se manifiesta en la flaqueza» (2Co 12,9).
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b) Primera motivación: La dignidad de la mujer (3,7b).

7b Honradlas -pues también ellas son coherederas de la gracia de la vida-, ...

Aquí se pone ante los ojos de los maridos el punto de vista jurídico: Vuestras mujeres serán en la eternidad coherederas de Cristo con igualdad de derechos (Rom 8,17). Ya en 1,4 se pintó con los más espléndidos colores la futura herencia «incorruptible, pura e inmarchitable»: la plenitud de vida de la persona corpórea y espiritual unida con Cristo en la comunidad de los santos. Allí no habrá ya estas diferencias de sexo tan acusadas que tenemos en la tierra. Serán «como ángeles en el cielo» (Mt 22,30). En aquel tiempo era una novedad inaudita esta asignación de una categoría particular a la mujer. En pocas y sencillas palabras se ve aquí expresada la doctrina apostólica sobre la relación entre los esposos definitivamente valedera.

c) Segunda motivación: Peligro de obstaculizar las oraciones (3,7c).

7c ... para que vuestras oraciones no encuentren impedimento.

ORA/IMPEDIMENTOS: Pedro se representa la oración como algo que debe recorrer su camino antes de llegar a Dios. En este camino se verán como impedidas las oraciones de los maridos -no se habla expresamente de oraciones en común-, si antes se incurre en inconsideraciones con las esposas. Nótese que no se trata sólo de oraciones de petición, en que sería de lo más comprensible el empeño en ser escuchados. Para Pedro es la oración, el trato del hombre con Dios, el quehacer más importante en la vida espiritual de los cristianos. En 4,7 se dirá que la sensatez y la sobriedad son la mejor preparación para la oración. Un cristiano que no es ya capaz de orar eficazmente, descuida su quehacer principal. Así comprendemos por qué la alusión a los impedimentos de las oraciones constituye el argumento final de la exhortación a los maridos. Todo el obrar exterior en la vida de cada día está orientado a la oración. Detalles de la vida cotidiana muy poco tomados en consideración como, por ejemplo, desatenciones o frialdades entre los miembros de la familia, no tardan en convertirse en obstáculos que ponen en crisis lo más importante de todo.

5. COMPENDIO DE LAS NORMAS DE CONDUCTA (3/08-12).

8 En fin, sed todos unánimes, comprensivos, fraternales, misericordiosos y humildes.

MORAL/NIETZSCHE: Maravilloso compendio de todas las cualidades espirituales y éticas que ha de poseer un cristiano como miembro que es de la Iglesia, como piedra de construcción (2,5) que se adapta a la estructura y la sostiene. Todas estas virtudes están ordenadas a la comunidad, sin reducirse, sin embargo, a puros motivos naturales, como sucede hoy con tanta frecuencia. Tener una actitud de servicio es una cosa que sólo se comprende por razón de la fe en Cristo 43. En efecto, en el mundo de entonces -y en gran manera también en el nuestro- la humildad, tener un bajo concepto de sí mismo se consideraba como debilidad. Todavía tenemos en los oídos la fórmula de la «moral de esclavos del cristianismo» (·Nietzsche-F). Parece que lo único que vale es lo fuerte, lo noble, lo vital. Aquí, en cambio, se da una verdadera inversión de los valores si somos «unánimes, comprensivos, fraternales, misericordiosos y humildes».
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43. Cf. Mt 18,3a; 20,28 («el Hijo del hombre vino para servir»); Jn 12,26.
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9 No devolváis mal por mal ni insulto por insulto; sino, al contrario, bendecid, porque para esto habéis sido llamados, para ser herederos de la bendición.

Estas exhortaciones a la bondad y a soportar con buen ánimo los agravios suenan como una aplicación del sermón de la montaña a la vida ordinaria: «Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial» (Mt 5,48). Estos requerimientos de devolver bien por mal obligan a todo cristiano 44. Jesús no predicó un ideal utópico. Según las circunstancias, cada uno de los oyentes o lectores de la carta debe proceder en su ambiente no conforme a la letra, sino conforme al espíritu del sermón de la montaña. En él no se recomienda que se ceda por miedo en cuestiones de principios. Esto ha mostrado claramente repetidas veces en la carta (2,16; 3,6). Personas que sacan fuerzas de su comunión con Cristo no tienen, a fin de cuentas, necesidad de hacer hincapié en su «honra» personal o en su «buen nombre». Tienen más bien el valor de perdonar incluso a los que les insultan o les critican indebidamente. El colmo de este perdón está en agraciar positivamente con la bendición de Dios conforme al precepto del Señor: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian; bendecid a los que os maldicen; orad por los que os calumnian» (Lc 6,27s).

El término griego traducido por bendecir significa primeramente «decir bien». Un cristiano que así «bendice» ha descubierto en el otro algo bueno y gusta de hablar de ello. Además, le desea el bien, incluso en casos en que no hay razones inmediatamente evidentes de esta benevolencia. La verdadera razón está oculta. Es la palabra de bendición que fue de antemano pronunciada sobre este mismo hombre que bendice y que le confirió esa plenitud de bendición (cf. 1,2b) de la que ahora hace partícipes a otros. A todo hombre regenerado en el bautismo, Dios le llamó «bueno», como en otro tiempo, antes de la caída, dijo de Adán que todo era «muy bueno» (Gén 1,31). Después de la caída cambió la situación. El hombre no era ya sin más agradable a Dios. Sólo después de que el Hijo de Dios se hizo hombre y padeció volvieron a cambiar las cosas. Antes se ha dicho que los cristianos están llamados a padecer (2,21a), ahora se dice que están llamados a poseer la plenitud de la bendición divina. El que sufre en unión con Cristo es agradable a Dios en manera especial (4,14), es llamado «bueno» por Dios y posee su gracia y su bendición. Y de tal plenitud de bendición puede también el cristiano mismo, en su contorno, impartir bendición como sacerdote. Si al hacerlo utiliza con preferencia la señal de la cruz, entonces su bendición tiene un sentido profundo.
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44. Cf. también Rom 12,9-21; 1Ts 5,13b-22 («Procurad de que nadie devuelva mal por mal...»); Col 3,12-15.
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10 Pues: «El que quiera amar la vida y ver días buenos, guarde su lengua del mal y sus labios de palabras engañosas. 11 Apártese del mal y haga el bien; busque la paz y corra tras ella.»

Como antes la sección relativa al éxodo de Egipto (1,13-2,10) se cerró con citas de la Biblia, también aquí concluyen con versículos del Antiguo Testamento las exhortaciones del reglamento de vida. La palabra «pues» sirve de empalme de los versículos del Salmista con el versículo precedente que hablaba de la abundancia de la bendición. Pedro desea de corazón esta bendición a las comunidades cristianas y vuelve a repetir en qué consiste tal bendición: en las virtudes antes descritas, orientadas a la comunidad (3,8). Al hablar de vida y de días buenos se refiere a la única y misma vida, de profundo gozo ya en este mundo (1,6), pero que desembocará en un júbilo eterno (4,13) que constituye la herencia (3,9) de los cristianos. Cuando se habla de guardar la lengua y los labios del mal se entienden sin duda también los pensamientos recónditos y todavía no expresados del corazón. Con frecuencia, tales palabras no expresadas acibaran la vida de los hombres todavía más que los altercados manifiestos y ponen obstáculos a la bendición de Dios.

La imagen de «apartarse» suscita de nuevo la idea de un caminante que se halla en un camino de la vida (1,13.15). Lo nuevo es la imagen del hombre que corre tras la paz. Esta expresión se usa también cuando se habla de dar caza a animales o a enemigos que huyen. Así, todos los que tienen paz deben poner empeño en procurar la unidad y la reconciliación. El que agota hasta la última posibilidad de restablecer la paz incluso con el que está enojado, ese corre tras la paz.

Los cristianos que, deseosos de paz, deben correr tras ella, serán portadores de paz dondequiera que se hallen y a la vez hallarán la vida divina y «días buenos» para sí y para sus semejantes. En las bienaventuranzas del sermón de la montaña dice Jesús: «Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9). Quien corra tras el bien, se acercará cada vez más al Dios absolutamente bueno y será coronado con su filiación...

12 Porque «los ojos del Señor están sobre los justos, y sus oídos, atentos a sus súplicas. Pero el rostro del Señor se enfrenta con los que hacen el mal.»

Por justos se entiende a los que viven «para la justicia» (2,24) a ejemplo de Cristo que sufre en lugar de otros. Sobre ellos se posan con complacencia los ojos del Señor. A ellos se dirige su mirada gozosa de aprobación, mientras que su rostro airado se vuelve contra los desobedientes obstinados.

La Sagrada Escritura está llena de antropomorfismos al hablar de Dios. Esto no empequeñece la grandeza de Dios, mientras que el hombre sabe de su incapacidad de comprender el ser de Dios de manera apropiada a éste 45. Desde que el Hijo de Dios se hizo hombre tienen una nueva legitimación las representaciones antropomórficas de Dios. Mediante la encarnación se hizo visible el poder, la misericordia, la bondad y la paciencia de Dios... Cristo, por razón de su naturaleza divina, pero también por ser perfectamente hombre, pudo decir a Felipe: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,9). Podemos representarnos más fácilmente los ojos de Dios, al pensar en la mirada de Cristo tantas veces descrita en el Nuevo Testamento. Cuando junto al Jordán fue Andrés con su hermano Simón, por primera vez, al encuentro del Señor, Jesús fijó «en él su mirada» (Jn 1,42). Esta primera mirada fue inolvidable para Pedro, como aquella otra cuando, tras la negación en el atrio del sumo sacerdote, «volviéndose el Señor, dirigió una mirada a Pedro» (Lc 22, 61). Y al joven rico «Jesús le miró y sintió afecto por él» (Mc 10,21).

Cuando un cristiano ha descubierto la complacencia de los «ojos de Dios» se inflama de nuevo su deseo de vivir de forma agradable a Dios. Toda la carta podría concebirse también como una carta sobre el gozo que se cifra en hallar gracia a los ojos de Dios. Gran consuelo entraña la convicción de que los ojos de Dios se posan sobre una persona que le teme, como también la seguridad de que Dios ve incluso todo lo bueno que hace tal persona aunque esté oculto a los ojos de los hombres. ............... 45. Cf. 1Co 13,12: «Ahora vemos mediante un espejo, borrosamente».
 

III. LOS CRISTIANOS EN LA PERSECUCIÓN (3,13-22).

En los versículos citados de los salmos se contraponía a los hombres buenos y a los que «hacen el mal» (3,12b). San Pedro se interrumpe en medio del salmo y empalma la idea de hacer el mal con la otra afín de hacer daño a alguien (3, 13a). Tiene casi por imposible que haya gentes que, por malicia, creen dificultades a cristianos que cumplen con su deber. Todas las citaciones ante el juez y todas las persecuciones vienen, más que de mala voluntad, de desconocimiento del verdadero ser del cristianismo. Por ello se recomienda que, si es necesario, demos razón de nuestra fe cristiana con valor e intrepidez conforme al ejemplo de Cristo y manteniéndonos fieles a las promesas del bautismo.

1. PROCLAMAD VUESTRA ESPERANZA (3/13-17).

a) Objeción fundamental (3,13).

13 Y ¿quién os hará daño, si os dedicáis al bien?

Una piedad auténtica, que vive de la esperanza, entraña ardiente celo por hacer el bien, un celo por practicar buenas obras, por realizar eso a que se acaba de exhortar (2,11-3,12). Como siervos diligentes -somos, en efecto, «esclavos de Dios» (2,16)- debemos «buscar la paz y correr tras ella» (3,11), debemos esforzarnos «intensamente» por mostrar amor a los otros (1,22; d. 4,8), practicar la hospitalidad «sin murmuración» (4,9). Tal celo se convertirá en celos, en envidia mortal, si alguien que se esfuerza por caminar por el camino de Dios, olvida que todo obrar que parece ser propio sólo es posible gracias a los dones otorgados por Dios (cf. 4,11), si se olvida de que sólo trabaja con «talentos» que le han sido prestados por Dios (cf. Mt 25,15).

b) Estad dispuestos a mostraros valerosos (3,14-15).

14 Y si tuvierais que padecer por la justicia, bienaventurados vosotros.

El sufrimiento no es sólo un mal -a veces inevitable-, sino una magnífica oportunidad de vivir cristianamente. Aquí percibimos implícita- mente como una vibración de gozo, aunque sin olvidar que el sufrimiento no deja nunca de ser sufrimiento. Este gozo viene a parar en una sorprendente bienaventuranza. Sólo una vez vuelve a salir ya a plaza en esta carta la palabra «bienaventurados»: «Bienaventurados vosotros si sois ultrajados por el nombre de Cristo» (4,14). El mismo «bienaventurados» se repite nueve veces en el sermón de la montaña. Allí se concluye con la bienaventuranza de los que son perseguidos por la justicia. También aquí se deja sentir el júbilo de aquellos textos: «Bienaventurados los perseguidos por atenerse a lo que es justo, porque de ellos es el reino de los cielos... Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa es grande en los cielos» (Mt 5,10.12a). Para Pedro es la paz inalterable el fruto más obvio de una vida de justicia (3,13). Sin embargo, todavía menciona un segundo fruto más valioso, a saber, el padecer persecución. Aquí irrumpe espléndidamente el espíritu de martirio de la carta, alimentado por una ve viva...

14b «No les tengáis ningún miedo, ni os estremezcáis. 15a Antes bien», en vuestro corazón, «tened por santo al Señor», a Cristo, ...

Pedro expresa sus pensamientos con palabras que le brotan de su familiaridad con el profeta Isaías. Sin embargo, en tres detalles aparentemente pequeños se desvía de su modelo. Estos proyectan luz sobre el modo y manera cómo el cristianismo primitivo leía la Sagrada Escritura meditándola, o sea sobre la lectura de la Escritura en la Iglesia primitiva. Pedro se basaba en un texto en el que el profeta exhorta a no preocuparse por el asalto de las huestes enemigas, sobre todo del rey de Asur: «No le tengáis miedo ni os estremezcáis. A Yahveh Sebaot habéis de temer, a él habéis de tener miedo» (Is 8,12). En primer lugar san Pedro convierte el singular «le» (el rey de Asur) en plural «les». Con esto se traslada la cita de la Escritura del pasado al presente. Por razón de los versículos siguientes podemos entender que san Pedro se refiere a las instancias oficiales, a los jueces, o también a los sayones que aplicaban el tormento, que tan importante papel desempeñaban en la justicia romana.

En segundo lugar, el «Señor» es aquí Cristo. Todo lo que en el Antiguo Testamento se afirma de Yahveh, Señor de los ejércitos, se entiende como dicho del Dios uno y trino y de Cristo. Finalmente: en el texto del profeta se dice: «A él habéis de santificar, de él habéis de temer.» Mientras que allí aparece Dios como el tres veces santo (6,3) en una lejanía inaccesible que impone respeto, aquí se aproxima a la humanidad. «Puso su morada entre nosotros» (Jn 1,14). Así este Señor debe ser santificado y hasta adorado en forma completamente personal, en el propio corazón. En él hay que hallar la fuerza de comparecer sin temor, incluso ante los emperadores, como mártires, como testigos de la verdad.

15b ...siempre dispuestos a responder a cualquiera que os pida razón de vuestra esperanza.

En los interrogatorios no ha de ocultarse la fe con temor. Del cristianismo no sólo se puede pedir razón, sino que también se puede dar. Se puede mostrar que es cosa razonable vivir cristianamente. Esto no quiere decir que después de tal explicación también el otro haya de creer. Para esto sería necesaria además la gracia, la «visita» de Dios (2,12). Hay que dar razón, sobre todo, de la esperanza, porque ésta da sentido a la vida entera, a la presente y a la futura.

¿No es la esperanza en una vida eterna lo que las más de las veces se sustrae a toda motivación natural? Los apóstoles eran de otro parecer. Estaban convencidos de que quienquiera que no se deje llevar de prejuicios tiene que reconocer los argumentos que se pueden aducir en favor de la resurrección corporal de Cristo de entre los muertos. Ahora bien, si Cristo resucitó, ¿por qué ha de ser irracional el que sus seguidores vivan también en la esperanza de la resurrección? «Si nuestra esperanza en Cristo sólo es para esta vida, somos los más desgraciados de todos los hombres» (I Cor 15,19).

c) Pero sin abandonar una actitud benévola (3,16).

16 Pero (hacedlo) con mansedumbre y respeto, teniendo buena conciencia. Así, los que difaman vuestra buena conducta en Cristo, quedarán confundidos por lo que hablan mal de vosotros.

También la comparecencia ante el juez es un quehacer misionero. Nunca, en tal circunstancia, se debe perder el respeto debido a los representantes del Estado (2,17). Más aún, hay que creer en el buen fondo de tales personas y mostrarles benevolencia. En efecto, también Cristo procedió así cuando dialogó con Poncio Pilato y, a pesar de su injusticia y sus respetos humanos, respondió con mansedumbre a sus preguntas y reparos 46. Todo el versículo hace pensar en los acontecimientos del pretorio de Jerusalén: fuera grita el pueblo que Jesús es un alborotador del pueblo y enemigo del emperador. Sin embargo, el sosiego y la soberana paciencia con que el acusado está ante los jueces es un argumento contra todas las mentiras de los acusadores. Los cristianos deben comparecer ante sus acusadores y jueces, en Cristo, es decir, como Cristo y en unión con él. Deben mirar a la vida y muerte de Cristo. Más aún, están incorporados al acontecimiento de Cristo. En ellos está Cristo nuevamente ante el juez.
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46.Cf. Jn 18,34 37; 19,11.
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d) Recapitulación: La voluntad de Dios (3,17).

17 Pues mejor es padecer haciendo el bien, si así lo quiere la voluntad de Dios, que padecer haciendo el mal.

El que de veras pone empeño en vivir cristianamente quiere también hacerse semejante a Cristo en dar como él una respuesta afirmativa a la voluntad del Padre. Con gran tacto da Pedro a entender cuánta comprensión tiene de las dificultades y aflicciones que una persecución acarrea a las comunidades cristianas. Se le ve hasta forcejear por hallar una forma apropiada para indicar, con la mayor suavidad posible, esta posibilidad de pruebas enviadas por Dios, con la que hay que contar. Sabe muy bien que este deseo de Dios de que sigamos el camino doloroso de Cristo a la cruz, no es siempre fácil de cumplir. Y sin embargo, precisamente en el hecho de ser esta la voluntad y deseo del Padre se ha de hallar la más profunda consolación de los cristianos afligidos por las pruebas. Sufrir persecución por la justicia conforme a la voluntad de Dios es algo distinto de comparecer en juicio por algún delito. Pedro sabe que con frecuencia la prueba más grave consiste en verse uno equiparado con los criminales en la opinión pública y en ser estigmatizado como enemigo del pueblo. Y con todo, hay que aprovechar también esta situación para predicar a Cristo (3,15b). Pero el consuelo y la fuerza lo hallarán los cristianos en esta convicción: Nada sucede sin la voluntad del Padre.

2. RAZONES: EL EJEMPLO DE CRISTO Y LAS PROMESAS DEL BAUTISMO (3,1 8-22).

a) Ejemplo de Cristo, víctima por el pecado (3/18).

18 Porque también Cristo murió una vez para siempre por los pecados, justo por injustos, para llevaros a Dios.

Una vez más (como en 2,21-25) se pinta la imagen del Crucificado con los colores del profeta Isaías. La muerte del Señor en la cruz fue un sacrificio por el pecado: «Es que quiso quebrantarle Yahveh con padecimientos. Ofreciendo su vida en sacrificio por el pecado, tendrá descendencia y vivirá largos días» (Is 53,10).

Como Cristo, también sus discípulos, que quizá en un futuro próximo tengan que comparecer como acusados ante el juez y oír su sentencia de condenación, deben estar dispuesto a poner su vida en la balanza de la justicia divina como víctimas por el pecado, por las injusticias de los otros... Así, también ellos llevarán hombres a Dios o- con las palabras de Isaías- «tendrán descendencia».

18b Entregado a la muerte según la carne, fue vivificado según el espíritu.

Una vez más se muestra un aspecto de la pasión de Cristo, que tiene que decir algo a los cristianos que deben contar con la posibilidad de ser condenados a muerte: precisamente en la muerte comenzó la mayor actividad de Cristo. El cuerpo temblaba, se debilitó y se extinguió.

Sin embargo, en el reino de Dios, este ajusticiado en la tierra comenzó a actuar y a «atraer a todos hacia sí» (Jn 12,32). También los cristianos que en Asia Menor se preocupan pensando quién asumirá sus tareas si por su actitud sin compromiso llegan a ser eliminados, han de saber que entonces actuarán todavía más, que con la muerte comienza para ellos una vida en el espíritu. La Iglesia primitiva sabía por experiencia de ese poder que dimana de los hombres que mueren en Cristo. Personas que murieron de esta manera convirtieron con frecuencia a otros que anteriormente eran completamente inaccesibles.

b) El ejemplo de Cristo predica en el martirio (3/19-20).

19 Y por él fue a predicar a los espíritus que estaban en la cárcel.

La actividad llena de vida de Jesús, que comenzó con su muerte y puede así ser modelo para los mártires, se explica por el anuncio de su muerte victoriosa a los espíritus que estaban en la cárcel. Según la convicción de los primeros cristianos, Cristo, en las horas que transcurrieron desde su muerte hasta su resurrección, ejerció su actividad en el reino de los muertos 47. Lo que sucedió en aquel intervalo de tiempo lo describe san Pedro con imágenes tomadas de las representaciones del judaísmo tardío. La «cárcel» es un lugar que se ha de entender algo así como en el interior de la tierra, donde los espíritus caídos están encadenados: un lugar de castigo y de horror. El libro de Henoc habla también de un encargo que recibió el mismo Henoc: «Henoc, escritor de la justicia, ve, predica a los guardianes (caídos) del cielo...» Cristo descendió a este lugar para dar noticia de sí y de su muerte, sin que de este pasaje resulte claro si para la salvación o para la condenación de sus moradores. Con esta imagen parece expresarse una doble verdad: la acción salvífica del Señor fue un hecho que abarcaba todos los ámbitos del mundo, que realizaba el juicio y la gracia de Dios. Y luego: Cristo es el testigo fiel, el mártir que tras su acción salvífica dio noticia de ella a todos los seres, incluso a los que tenían sentimientos hostiles a Dios. De la misma manera será anunciado por nosotros en todo tiempo y en todo lugar.
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47. Cf. Mt 12,40; Hch 2,24-27; Rm 10,7; Ef 4,8s.
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20a Éstos en otro tiempo fueron desobedientes, cuando la paciencia de Dios daba largas, mientras en los días de Noé, ...

Todavía se desarrolla más esta idea de la predicación. Pedro pasa de los espíritus en general a determinados hombres desobedientes. Con esto se evocan dos épocas de la historia de la salvación, en las cuales aguarda cada vez la paciencia de Dios ante el juicio: el tiempo que precede al diluvio y los últimos tiempos, los tiempos cristianos. A estos dos períodos corresponden dos grupos de «desobedientes», a los que se predica. A la sazón del diluvio había gentes que comían, bebían y se entregaban a la lascivia, movidas por la maldad del mundo de los espíritus caídos. En los tiempos de los apóstoles son los representantes del Estado, paganos y contrarios a Dios, los que obedecen a las potencias satánicas como a verdaderas fuerzas motrices. Los cristianos tiemblan ante la idea de tener que comparecer ante tales jueces paganos (3,14bs). Ahora bien, la mirada a la historia pasada proyecta nueva luz sobre su situación. Pero el mundo racional está como entonces ante un juicio inminente (4,7.17). Todavía tienen muchos la posibilidad de conversión, pero a los temerosos de Dios les incumbe el deber de la predicación. En otro tiempo hizo esto Noé, «predicador de la justicia» (2P 2,5), luego Cristo, como verdadero Noé, y también como verdadero Henoc (3,19).

También los cristianos tienen la tarea de pregonar la justicia de Dios con su fidelidad hasta la muerte. Aparentemente mira Dios con indiferencia su vida en justicia y en temor de Dios. En realidad, sin embargo, quiere, conforme a su designio inescrutable, dar todavía a más gentes la posibilidad de decidirse expresamente por él o contra él, y hasta casi forzarlos a tomar tal decisión (cf. 4,5).

20b ...se preparaba el arca, en la que pocos, o sea ocho personas, se salvaron a través del agua.

Todavía más claramente salta a la vista la semejanza de la figura con la realidad en que viven las comunidades cristianas. Entonces todo estaba bajo la amenaza de quedar aniquilado por las olas de la cólera divina. Pero también entonces se preparó un medio de salvación, un arca, una caja de madera. Las palabras indican discretamente que se trata de algo más que de referir un acontecimiento pasado. Así preparar significa un obrar conforme a un plan inteligente e ingenioso, y quiere decir algo más que fabricar. El mero carpintear se ha convertido en una preparación espiritual.

DIA-OCTAVO: Además, llama la atención que se cuente el número de los salvados, pues es evidente que el número ocho está lleno de significado. Como consumación de la semana de siete días, vino a ser este número el símbolo de una duración perpetua; en el cristianismo es el día octavo el día en que se recuerda la resurrección del Señor. El día octavo se practicaba la circuncisión, que era el estadio preparatorio del bautismo cristiano; las capillas bautismales del cristianismo primitivo se construían de forma octogonal. ARCA/CRUZ: Las palabras «a través del agua» hacen todavía más clara la alusión al bautismo. Noé se salvó a lo sumo del agua o sobre el agua. Sólo en consideración del bautismo se puede decir con razón que las almas se salvan a través del agua o por medio del agua. El agua es el medio salvador, por el cual se conduce a los cristianos al madero y se les señala el madero. De esta manera volvemos al «arca». Esta es aquí símbolo no sólo de la Iglesia, sino también del madero salvador de la cruz (cf. 2,24). Como Noé en el diluvio obedeciendo a Dios, se confió a aquel leño y se salvó, así también nuestra vida se asocia con el leño salvador de la cruz mediante el agua y la buena voluntad de obedecer...

c) Significado del bautismo (3/21).

21 Con ella se simboliza el bautismo que ahora os salva, el cual no consiste en quitar una impureza corporal, sino en un compromiso con Dios a una buena conciencia; y todo, por la resurrección de Jesucristo.

Lo que hasta aquí sólo se podía deducir de insinuaciones, lo formula Pedro ahora claramente. Lo que le interesa no son precisamente los acontecimientos de los tiempos de Noé, sino el hecho del bautismo. Lo que da la pauta no es la semejanza exterior que hay en el empleo del agua, sino la interior: en ambos casos se sometieron los hombres incondicionalmente a la obediencia a Dios. Se dice que el bautismo es, ante todo, un compromiso, un pacto concluido en presencia de Dios. En la carta a los Romanos se dice que el hombre adquiere una nueva relación de dependencia: Vosotros, «después de haber sido esclavos del pecado, os habéis sometido de corazón a la forma de doctrina a la que fuisteis entregados» (Rm 6,17).

Entre las obligaciones que asumen los cristianos en el bautismo se destaca la que es ahora más oportuna: su promesa de reconocer en todo la santa voluntad de Dios, de entregarse a ella y, consiguientemente, de someterse también a jueces de la tierra (cf. 3,16).

d) El ejemplo de Cristo triunfante (3/22).

22 Él está a la diestra de Dios, después de subir al cielo, subordinados a él ángeles, potestades y virtudes.

En un principio se había mostrado a Cristo como aquel que se sometió a los jueces de la tierra, que fue voluntariamente a la muerte y que utilizó su muerte para pregonar la obra salvadora de Dios. Ahora surge su imagen como la del rey que impera, cuyo «escabel» lo forman enemigos sometidos (Sal 110[109],1). Ahora le están totalmente subordinados. Los subordinados se designan más en concreto con tres nombres. Pasajes análogos del Nuevo Testamento 48 muestran que los tres nombres han de entenderse en sentido hostil a Dios. La palabra «potestades» designa además, ante todo, a los representantes del poder político. En efecto, en la Sagrada Escritura se funden con frecuencia en una magnitud única poderes demoníacos invisibles y poderes políticos visibles. Ahora bien, los grandes de la tierra, sostenidos por el poder de Satán, son ante quienes ahora tiemblan los cristianos. Su consuelo consiste en que Cristo, desde su pascua, triunfa sobre estos poderes. Así estos versículos, que muestran al Señor como un modelo tan estimulante, acaban en el tono fundamental que se había dado ya desde un principio: «No les tengáis ningún miedo ni os estremezcáis» (3,14).
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48.Cf. Rom 8,38; 1Co 15,24; Ef 6,12; Col 2,15.