CAPÍTULO 2


5. QUINTA RECOMENDACIÓN: APETECED, COMO NIÑOS RECIÉN NACIDOS, LA PALABRA DE DlOS (2/01-03).

1 Despojaos, pues, de toda maldad y de toda falsedad, de hipocresías, de envidias y de toda clase de maledicencias. 2 Como niños recién nacidos, apeteced la leche espiritual y pura, para crecer así hacia la salvación, 3 si es que habéis «gustado lo bueno que es el Señor».

Una vez más ve Pedro al pueblo de Israel junto al monte Sinaí como figura de las comunidades cristianas. Son el pueblo que ha aprendido a conocer a Dios, al que Dios ha comenzado a hablar. Con ello han sido hechos hijos delante de Dios. No sólo han comenzado, como Israel en el desierto, a tener sed del agua de la roca, sino que necesitan incluso leche. San Pedro busca precisamente una imagen que hable todavía más claramente de la nueva condición de hijos adquirida de los cristianos. Deben ser como niños recién nacidos, que han comenzado a pedir a gritos el pecho de la madre. San Pedro les dice: Bebed, pues, desead con avidez este alimento puro, no adulterado, único que fortifica y robustece.

Pero si son niños pequeños, no es sólo porque por la palabra de Dios han nacido de nuevo, sino también porque se despojan de toda maldad y falsedad, y ahora, como niños pequeños, son discípulos humildes e ingenuos de Cristo, únicos a quienes está abierto el acceso al reino de los cielos 22. Aquí confluyen las dos interpretaciones cristianas primitivas del niño pequeño. Los cristianos, ciudadanos y esclavos, mujeres y maridos, presbíteros y clérigos despojándose de toda maldad deben convertirse de hombres de mundo en niños humildes y puros en Cristo. Y por otro lado: de esta nueva infancia en la fe en Cristo deben crecer hacia la entera magnitud de su vocación cristiana. Los mismos hombres que en este pasaje son comparados con «niños recién nacidos», pocos versículos más abajo son apostrofados como «nación santa» y como «sacerdocio regio» (2,9). En el versículo segundo se carga el acento, no sobre la vida todavía breve, sino sobre el ansia de la verdad de Dios.

Para el niño de pecho es la leche materna el alimento, el pan de todos los días, en el que la madre misma se da. Dios, cuyo amor a nosotros se compara con el de una madre a su niño pequeño, se da a la humanidad en su propio Hijo, la palabra eterna. Por esto el texto original designa esta leche como leche de la palabra, del Logos. Es Jesucristo mismo, al que los destinatarios han recibido en su corazón en la palabra de la buena nueva, para fortalecerse en él y por él. Pero entonces había también falsos maestros que ofrecían leche aguada. Ahora bien, la leche «pura», no adulterada, es la predicación apostólica sobre Cristo, en cuyo centro se halla el relato de su pasión 23.

Si un hombre toma en serio lo que le anuncia el Evangelio, su vida se modificará espontáneamente. Será como si tal hombre cambiara de vestido. En lo que realmente se insiste no son vicios clamorosos, como homicidio, hurto o desenfreno, sino insinceridades, desafecciones ocultas. Obsérvese que «hipocresías» y «envidias» se mencionan incluso en plural: las hipocresías, todas esas pequeñas tentativas de hacerse uno pasar por mejor de lo que es; las maledicencias, palabras poco caritativas sobre nuestro prójimo más allegado.

El vestido es aquí símbolo de cualidades morales de una persona. En este simbolismo se pone de manifiesto un gran optimismo. El pecado se considera como algo de que el hombre debe realmente «despojarse», como de un vestido, de modo que se ponga de manifiesto su ser más íntimo, que no está, pues, en modo alguno corrompido hasta las raíces, sino que es bueno.

Ahora se añade todavía un último motivo de esta recomendación: así como al niño de pecho le viene el apetito de la leche materna cuando la gusta por primera vez, así también en los cristianos debería crecer cada vez más el ansia de santificarse, después de haber gustado lo que significa ser cristiano. Ahora, después de haber atravesado la maraña de errores judíos y paganos, han experimentado lo que es en realidad el Señor Jesucristo.
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22. Cf. Mt 11,25; 18,3.
23. Cf. pasajes como 1Pe 2,21-25 y 4,13s.
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6. SEXTA RECOMENDACIÓN: SED PIEDRAS VIVAS PARA EDIFICAR (2/04-06).

4 Acudid a él, piedra viva, desechada por los hombres, pero ante Dios escogida y preciosa. 5 También vosotros servid de piedras vivas para edificar una casa espiritual, ordenada a un sacerdocio santo, que ofrezca sacrificios espirituales, agradables a Dios por Jesucristo.

Las dos palabras «a él» del primer versículo se refieren al «Señor», del que en el versículo precedente se dice que lo han gustado como bebida los caminantes. Cristo es no sólo la bebida, sino también la roca de la que brota agua 24. Ahora bien, esta roca se ha convertido ahora en piedra labrada y hasta en piedra fundamental, en esa piedra angular en la base de la edificación, de la que dependen la dirección de los muros, la cohesión y la resistencia de la fábrica 25. Hacia esa piedra viva deben peregrinar ellos, que vienen del «tenebroso Egipto». En la imagen de la piedra viva se asocian dos contrastes extremos: la dureza de una roca y la vida palpitante, la verdad de Dios, eternamente fiel a sí misma, y el amor de Dios. Esta gran piedra fundamental de Dios fue descartada de la obra por los constructores como inútil y difícil de manejar. Pero precisamente esa piedra que en sentido terreno había perdido su valor, ese ajusticiado ante las murallas de Jerusalén, se ha convertido a los ojos de Dios en la piedra bien probada y, por tanto, doblemente valiosa. Muerta en apariencia, volvió a vivir de nuevo. Más aún: esta piedra no sólo vive, sino que contiene la plenitud de la vida y es capaz de vivificar a otros.

A la piedra fundamental viva y verdadera deben asemejarse las otras piedras. Quizá sean también estas rechazadas por los hombres. Pero precisamente tales piedras vivas, experimentadas, quiere el Padre colocar en la construcción sobre la primera piedra angular que sirve de base. Para ello deben estar prontas a dejarse labrar a golpes y colocar y adaptar por Dios en la estructura de las demás piedras vivas. En el pensar bíblico la palabra «edificar» no significa, en modo alguno, un procedimiento puramente mecánico, muerto. Dios, por ejemplo, «edifica» a Eva de la costilla de Adán (Gén 2,22); a David le promete que le «edificará una casa» en su descendencia carnal (2Sam 7,11). Así resultaba obvio pasar de la edificación carnal a la espiritual de una comunidad de hombres. Y de aquí no hay más que un pequeño paso a las palabras de Jesús a Pedro, que aquí podemos oír implícitamente: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificará mi Iglesia» (Mt 16,18).

La «casa espiritual» edificada con «piedras vivas» es un «sacerdocio santo». Estas palabras se refieren a muy diferentes estados, profesiones, edades y generaciones. Ser miembros de la Iglesia significa ser sacerdotes. ¿Cómo puede Pedro designar a una comunidad como comunidad de sacerdotes? La respuesta se halla en el mismo versículo: Todos han de ofrecer sacrificios. Si todavía preguntamos en qué pueden consistir estos sacrificios, tampoco necesitamos buscar muy lejos. Este mismo dejarse uno edificar como piedra bien probada, por cuanto hecha semejante a Cristo, labrada a golpes y que, sin embargo, respira y vive, significa ya un sacrificio infinitamente grande, agradable al Padre. En efecto, tal edificación del templo de Dios sólo puede verificarse allí donde se hallan piedras de construcción, que con humildad, obediencia, respeto y consideración se hacen aptas para la estructura de esta casa eterna que es la comunidad de los santos. En el sacerdocio de la vida cristiana, que comienza con el bautismo, se ha de ofrecer el hombre entero al constructor a la manera de piedra de construcción.
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24. Cf. 1Co 10,4.
25 Si atendemos a 2,6, resulta claro que esta piedra fundamental del templo en Jerusalén debemos representárnosla enclavada en la montaña de Sión.
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6 Por eso está escrito: «Mirad que pongo en Sión una piedra angular escogida, preciosa, y el que crea en ella no será defraudado.»

La cita procede probablemente del libro de Isaías 26. El texto habla del hecho de poner Dios la piedra fundamental en Sión. Esta Sión, la montaña santa del Señor, es la meta última del pueblo de Dios que camina y peregrina. Allí, en ese lugar santo, que en la carta a los Hebreos (Heb 12,22) forma ya una unidad espiritual con la Jerusalén celestial, está colocada en forma inamovible, como piedra fundamental, esa verdad que encarna Jesucristo en su persona.

La inseguridad de la mentira, la inestabilidad del egoísmo y de la fe lánguida cesará allí donde una fe viva esté firmemente asegurada en esa piedra. Los mismos hombres convertidos en piedras de construcción comienzan a participar de la firmeza de Dios. Y esta firmeza divinamente duradera se mantiene fiel. Cuando después de la muerte toda grandeza que se había basado en éxito terreno y en poder terreno se desvanezca y quede reducida a nada, entonces llegará la gran hora para el que con fe había comenzado ya a participar de la firmeza de la edificación divina. No tendrá que avergonzarse de haber creído en el Crucificado, en la piedra desechada por los constructores terrenales...
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26. El autor no utiliza directamente el Antiguo Testamento, sino alguna colección de textos de los profetas usada en el cristianismo primitivo, que parecían de especial importancia a los catequistas de la era apostólica. También en la forma del texto se aparta la cita del texto griego del Antiguo Testamento. Por otra parte, en esta discrepancia (tithemi) concuerda con Rom 9,33. Parece, pues, que los redactores de Rm y de 1P utilizaron el mismo modelo.
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7. RECAPITULACIÓN: EL PUEBLO SANTO DE DlOS (2/07-10).

7 Lo de preciosa, pues, va por vosotros, los creyentes; mas por los no creyentes: «La piedra que rechazaron los constructores, ésa vino a ser piedra angular, 8a y piedra de tropiezo y roca de escándalo.» En ella tropiezan los que se rebelan contra la palabra; ...

Han terminado los seis requerimientos o recomendaciones (1,13-2,6). Ahora comienzan las grandes conclusiones de la primera parte, que casi adoptan la forma de un himno. En primer lugar se recuerda todavía brevemente que los creyentes tienen participación en la gloria de la piedra angular rechazada por los hombres, pero tanto más valiosa y preciosa a los ojos de Dios. Pero a continuación se fija Pedro en el hecho, grávido de consecuencias, de que esta piedra angular, la más inferior y más delantera en la arquitectura de Dios, puede convertirse en piedra de tropiezo y hasta en piedra en la que se quiebren las olas de los embates contra Dios. Aquí se trata a la vez de esa trágica experiencia de muchos hombres, para quienes, por no querer aceptar con fe la encarnación de Dios, se convierte ésta en perdición. Se trata del misterio que vio anticipadamente el anciano Simeón: «Puesto está para caída y levantamiento de muchos en Israel y para blanco de contradicción» (Lc 2,34).

8b...a esto estaban destinados.

En la carta de Bernabé se dice sobre este pasaje que la roca de escándalo fue Cristo en su carne (entre las bofetadas de los judíos y los escarnios de la cohorte) 27. Los verdugos de Jesús, aquel Judas, aquellos jueces, fueron a parar a eso, a eso estaban destinados según el designio de Dios: destinados a escandalizarse en Jesús, a entregarlo y a condenarlo a la crucifixión por odio y envidia.

Con absoluta soberanía pone Dios, a lo que parece, a hombres y destinos, como figuras blancas y negras, en el ajedrez de la historia. Y, no obstante, cada cual conserva su propia responsabilidad. Más aún, precisamente esta libertad que tiene el hombre de poder obrar incluso contra la voluntad de Dios, la hace Dios entrar en sus planes. En la tierra no podremos nunca escudriñar este misterio de la libre voluntad humana, que, con todo sólo parece ser realmente libre cuando participa en la voluntad absolutamente libre de Dios.
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27. Bernabé 6,2-9.
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9 Pero vosotros sois «linaje escogido, sacerdocio regio, nación santa, pueblo adquirido» por Dios «para anunciar las magnificencias» del que os llamó de las tinieblas a su maravillosa luz.

SCDO-COMUN: Sin querer reemplazar al Israel del Antiguo Testamento por algo de otro género, se proclama el verdadero cumplimiento de todas las antiguas esperanzas de Israel. A las comunidades cristianas se aplican los grandes títulos honoríficos del pueblo de Dios. Ellas son, en primer lugar, «linaje escogido». Se trata de las mismas personas a las que al principio se interpelaba ya como peregrinos elegidos (1,1). Vistos con los ojos de la fe constituyen el resto santo del último tiempo mesiánico, ese rebaño que guiado por un gran pastor avanza por el desierto y es objeto del amor y de la solicitud del Padre celestial 28. Ya en este primer título honorífico de «linaje escogido» hay una resonancia del texto de Isaías que domina todo el versículo: «Porque he puesto agua en la estepa y torrentes en el desierto, para abrevar a mi linaje, a mi linaje escogido, a mi pueblo que yo adquirí, para que proclame mis hechos» (Is 43,20s).

Antes se había hablado de un sacerdocio «santo» (2,5); aquí se habla también de sacerdotes regios, o reyes que son a la vez sacerdotes. Tal condición regia, tal pertenencia al linaje del rey incluye también poder para dominar. Este poder de dominar lo refiere Pedro a la vida de los cristianos: éstos deben dominarse a si mismos. Así, aun en estos mismos títulos gloriosos se siente palpitar algo de su solicitud fundamental de exhortar a los que le están encomendados, solicitud que se extiende por toda la carta. Pero esta exhortación apenas perceptible está incrustada en la consoladora proclamación de la verdadera grandeza de todo cristiano bautizado.

Con razón se ha considerado en todo tiempo este texto del sacerdocio regio como el fundamento más importante de la doctrina católica del sacerdocio universal. Es significativo que en todo el Nuevo Testamento sólo a Jesucristo se le llame sacerdote. A los prepósitos de las comunidades sólo se les da el nombre de guardianes o de ancianos. Por ello es tanto más sorprendente que aquí todos los cristianos, sin excepción, sean apostrofados como un sacerdocio regio. La Iglesia primitiva estaba íntimamente convencida de que todos los elegidos, hombres o mujeres, tenían sus funciones sacerdotales en la liturgia celebrada en común, de que todos «celebraban» en común 29. De todos los israelitas se decía en el libro del Éxodo: Allí, en el Sinaí, todo Israel vino a ser un pueblo de sacerdotes, porque fue capacitado para asumir ministerios de intermediario por todo el género humano 30. Exactamente este mismo poder reciben todos los bautizados en favor de la humanidad en medio de la que vivimos en favor del mundo que no puede, o ya no puede, ser creyente. En esta aserción del quehacer sacerdotal de todos los miembros de la Iglesia con respecto al mundo se da también la más espléndida justificación de la actividad misionera de todo cristiano.

Todos los títulos honoríficos que preceden se ven todavía en cierto modo compendiados en la idea de que los cristianos son una posesión de Dios, que él mismo se ha reservado en forma completamente personal, un pueblo que le pertenece de manera totalmente personal, una comunidad que como pueblo puro, santo, sacerdotal, regio, tiene la misión de glorificar a Dios precisamente en virtud de esta santidad. Los cristianos están llamados a demostrar, con su vida, que la poderosa intervención de Dios hasta en el más íntimo yo de una persona es capaz de hacer santos de pecadores y hasta de quienes habían sido enemigos de Dios.

La gran gesta de Dios con respecto a su pueblo consiste en que él puede llevar a los hombres de las tinieblas a la luz. En esta aserción del llamamiento de las tinieblas a la luz resuena por última vez el motivo del éxodo de Israel de Egipto. En este júbilo final se habla incluso de un llamamiento de las tinieblas a su «maravillosa luz». En el final mismo de la carta (5,10) se designa este mismo hecho como un llamamiento «a su eterna gloria». Lo uno y lo otro, luz y gloria, es ya ahora realidad: el mundo mismo en que vivimos, viste en su situación concreta. Estamos llamados a ser para la humanidad sacerdotes regios, que irradian gozo, con dominio de sí mismos.
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28. Cf. 2,25; 5,4.7.
29. Realmente existieron en todo tiempo en esta liturgia diferentes ministerios, diferentes grados. Ya san Clemente subraya cuán importante es que «cada uno ofrezca a Dios la eucaristía en el orden jerárquico que le corresponde» (1 Clem 41, 1). 30. Ex 9,27s.
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10 Los que en un tiempo erais «no pueblo» ahora sois pueblo de Dios; los que erais «no compadecidos» ahora sois los compadecidos.

El tiempo presente se distingue del pasado en que Dios ha otorgado ahora su misericordia. Pero a Pedro le importa no menos subrayar que en un tiempo no eran pueblo, pero ahora son llamados a ser el pueblo de Dios, a formar este pueblo mismo de Dios. El profeta Oseas debió en un principio llamar a sus dos hijos «No agraciado» y «No mi pueblo» respectivamente (Os 1,6-9). Pero luego describe el mismo profeta en forma conmovedora cómo el amor de Dios -como el de un esposo- se vuelve de nuevo a la esposa repudiada: «Yo agracio a la "No agraciada" y digo a "No mi pueblo": "Tú eres mi pueblo". Y él me responde: "Tú, mi Dios"» (/Os/02/25). La Iglesia es el pueblo escogido: el pueblo que se ha de multiplicar, que ha de sostener luchas, que se verá probado con enfermedades y desórdenes internos, pero que no cesará nunca de ser agraciado.
 

Parte segunda

DEBERES DE LOS LLAMADOS (2,11-4,11)

La parte introductora (1,3-2,10) se había cerrado con una descripción gozosa, estimulante y entusiasta del estado en que se hallan los cristianos. Con la interpelación «carísimos» se inicia algo nuevo. Sólo en 4,12 vuelve a llamarse «carísimos» a los destinatarios. El espacio intermedio forma la parte principal de la carta. En ella se nos exhorta, dándonos ánimos, con reiteradas referencias a Cristo, nuestro modelo.

l. EXHORTACIONES GENERALES (2/11-12).

Antes de entrar en las exhortaciones particulares señala Pedro la importancia fundamental del sacrificio, de la renuncia y de las buenas obras. Todo esto aprovecha a la propia alma y es a la vez el medio más eficaz para hacer que los paganos que nos observan con escepticismo, abran los ojos a la verdad de Dios.

1. RENUNCIA PERSONAL (2,11).

11 Carísimos, os exhorto a que, como forasteros y peregrinos, os abstengáis de los deseos carnales, porque combaten contra el alma.

La designación «carísimos», sin ninguna añadidura, no se conocía como encabezamiento de una carta en el mundo antiguo anteriormente a las primeras cartas cristianas. Tal denominación brota de la convicción de que todos los cristianos, hechos hijos de Dios por un nuevo nacimiento, han venido a ser entre sí hermanos queridos (1,22s).

Lo que los hace dignos de amor no son las cualidades que puedan tener, sino la grandeza de aquel que los amó. Y así los ama también de todo corazón san Pedro, al que tras el interrogatorio sobre el amor se le encomendó el cuidado de la grey del Señor (Jn 21,15-17). Esta interpelación personal brotó con viveza y hasta como necesariamente del entusiasmo expresado en 2,9s. Aquí se deja sentir el espíritu que anima a esta entera carta pastoral (2,25), a esta carta pontificia romana (5,13), primera en la historia de la Iglesia de Cristo. De este espíritu de amorosa solicitud brotan las siguientes palabras que exhortan y animan a los destinatarios.

Si se entendiera que deseos carnales son simplemente desórdenes morales, se suprimiría lo mejor del texto. La Iglesia primitiva entendió por apetitos de la carne, en primer lugar, algo muy distinto. En la llamada Doctrina de los doce apóstoles, que es el escrito más antiguo del cristianismo después del Nuevo Testamento, se amonesta en consonancia verbal con nuestra carta: «Abstente de los deseos-carnales y corporales» 31. Y luego, como explicación de lo que se entiende por ese abstenerse, sigue una enumeración de las recomendaciones del sermón de la montaña: Al que te golpee en la mejilla derecha, ofrécele también la izquierda; al que te requise para una milla, vete con él dos; al que te pida la túnica, dale también el manto. Así pues, el apetito de la carne consiste ante todo en el amor propio, en el egoísmo, que es el peor enemigo del alma. Esta primera exhortación fundamental es ya una preparación para la primera exhortación particular a la sumisión humilde y a la renuncia a la soberbia, segura de sí misma 32 sin lo que toda aspiración a la perfección se queda en pura apariencia...

2. CONDUCTA EJEMPLAR (2,12).

12 Llevad entre los gentiles una conducta ejemplar. Así, en lo mismo que os calumnian como malhechores, a la vista de vuestras buenas obras glorificarán a Dios en el día de la visita.

No sólo internamente (2,11), sino también en forma visible al exterior (2,12) deben los cristianos mostrarse dignos de su condición de sacerdotes regios. Deben llevar una conducta tan ejemplar que atraiga las miradas de los otros. No cabe duda de que en esta manera de dar importancia a las obras exteriores late un peligro de hipocresía. Son numerosas en los Evangelios las imprecaciones contra los fariseos hipócritas, que ponen también en guardia a los cristianos contra esta peligrosa tentación. Debemos predicar con obras, que no son sino irradiación de la nobleza interior del alma. Y la experiencia enseña que la predicación con las obras es más importante y más eficaz que la predicación con palabras, que casi son vanas si no van acompañadas de obras 33.

El objetivo último de la predicación mediante las buenas obras no se cifra aquí en ganar a los paganos para el cristianismo 34, sino en incrementar la gloria y la alabanza de Dios el día de la visita. Por el día en que Dios, cuidándose de la humanidad en forma especial, la «visita», benigno o también airado, se entiende el día postrero, es decir, el tremendo y al mismo tiempo grandioso acto final del drama de la historia de la obra salvadora de Dios con los hombres. No se dice expresamente si tales calumniadores comprenderán ya anteriormente la verdad. En todo caso es de desear que esto se vaya preparando ya mientras, todavía en vida, pueden observar a los cristianos. Sin embargo, puede suceder que a los que ahora viven como si no existiera ese «día de la visita», sólo en tal día se les abran con pasmo los ojos. El texto deja esta cuestión en suspenso. Lo importante es que en todo caso la santidad de Dios se ponga maravillosamente de manifiesto y se haga digna de alabanza por sus santos y en sus santos. En nuestros esfuerzos no se trata del éxito inmediato, sino del eterno.
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31. Didakhe 1,4.
32. 2,13.18; 3,1.5; 5,5.
33. Algunos ejemplos en el NT: Mt 5,16; 1Ts 4,12; 1Co 10,31s; Col 4,5.
34. Diversamente 3,2.
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II. NORMAS DE CONDUCTA PARA LA VIDA COTIDIANA (2,13-3,12).

Tras la exhortación general a luchar contra el amor propio y contra el egoísmo y a llevar incluso exteriormente una vida ejemplar, comienzan ahora las exhortaciones particulares a la sumisión a la autoridad del Estado (2,13-17), a la de los esclavos a los señores (2,18-25), de la mujer al marido (3,1-6) y a la consideración del marido con la mujer (3,7). Una exhortación general a la mesura en el trato de unos con otros y al perdón (3,8-12) cierra esta sección, que quizá como ninguna otra nos da una idea de la vida cotidiana de la Iglesia primitiva. Su descripción del ejemplo del Señor (2,21b-24) es una de las partes más bellas de la carta.

1. SUMISIÓN A LA AUTORIDAD DEL ESTADO (2,13-17).

13 Someteos a toda institución humana, a causa del Señor: ya al rey como a soberano, 14 ya a los gobernadores, como a enviados por él para castigar a los malhechores y elogiar a los que hacen el bien. 15 Porque ésta es la voluntad de Dios; que obrando el bien, amordacéis la ignorancia de los hombres insensatos.

Por primera vez se dice que los cristianos deben someterse, es decir, considerarse como subordinados. Es característica de nuestra carta la exhortación a someterse espontáneamente, a ponerse bajo las órdenes de la autoridad pública o de cualquier señor terrenal 35. También en este punto es la carta un reflejo de la doctrina cristiana primitiva 36. La cuestión de la relación del cristiano con el Estado no se puede separar de este ideal cristiano general de la subordinación voluntaria. Constantemente está en el primer plano la virtud cristiana de la obediencia y de la humildad. Lo que se dice de la subordinación en la vida política se aplica igualmente en la familia (3,1-7) y en el puesto de trabajo (2,18-25). Anteriormente se habían aducido ya dos razones de la sumisión voluntaria: la salud eterna del alma y la gloria de Dios (2,11s). Ahora se añade que se debe proceder de esta manera a causa del Señor. Esto quiere decir en primer lugar: por el ejemplo del Señor, que no sólo se sometió a la voluntad del Padre, sino que además se humilló adaptándose a las preguntas de Anás y de Caifás, a los caprichos de Herodes y de Pilato, al apremio y a las peticiones del pueblo y a las mil y mil preguntas y singularidades del grupo de los discípulos que le acompañó años enteros. Con estas palabras: «a causa del Señor», es posible que se quiera también decir: para agradar al Señor, «por amor del Señor», por amor de ese Señor cuya pasión conocen los cristianos (2,21b-24a), por cuyas sangrientas heridas fueron curados (2,24b), cuyo ser conocieron con los ojos de la fe y al que comenzaron a amar gozosamente como a amigo (1,8).

De dos maneras se designa la relación de los cristianos con el Estado romano. Ya al comienzo de la carta, en el encabezamiento (1,1) se expresó un aspecto doble. Los cristianos deben por una parte considerarse como dispersos o diseminados por el mundo para llevar frutos espirituales en él y en colaboración con él; por otra parte deberían también reconocerse como «peregrinos» o forasteros, que aunque se hallan en este mundo, no tienen aquí su patria, que, por tanto, conservan su libertad interior frente a todas las organizaciones e instituciones estatales. En el pasaje que nos ocupa se habla de la relación positiva del cristiano con la autoridad civil, de la colaboración, con voluntad de servicio, con todas las instituciones públicas legitimas y provechosas para el bien común. Aquí tiene san Pedro ante los ojos un aparato administrativo del Estado, que se halla a la altura de su quehacer. Sobre todo en las ciudades de provincia del imperio romano, en los primeros tiempos de los emperadores, experimentaba todavía el ciudadano la sensación de una administración bien ordenada y de una rigurosa disciplina. A esto se añadía la tradición del Antiguo Testamento, que incluso en el Estado pagano veía un instrumento de Dios.

Sin el menor reparo reconoce san Pedro al rey, al césar o al emperador, así como a sus órganos, el derecho de condenar a los criminales. En la carta a los Romanos se dice todavía más claramente que la autoridad lleva a este objeto «la espada» de la justicia (Rom 13,4). Además del derecho de castigar se reconoce al Estado el derecho de elogiar y distinguir a los que lo merecen. Tratándose de distinciones de los ciudadanos especialmente beneméritos de la comunidad no hay que pensar precisamente en condecoraciones, tan corrientes hoy día, sino más bien en el registro de sus nombres en la lista honorífica de la ciudad, o en la erección de la estatua de un ciudadano en la plaza del mercado.

Pedro escribe sobre estos derechos de un Estado pagano porque desea que también los cristianos puedan desempeñar su papel en esa vida pública, incluso política. Dice que es la voluntad misma de Dios (2,15) que los cristianos den prueba de sí, incluso públicamente, mediante obras de beneficencia y dando muestras de su capacidad. En esto se deja sentir un gran optimismo, que en todas partes cuenta con la presencia de hombres que piensen y juzguen rectamente. Es evidente que en ninguna parte se alabará a los cristianos por sus prácticas religiosas, pero es de esperar que por lo menos no haya que censurarlos tocante a su amor al trabajo, a su prontitud en prestar servicios y a su cumplimiento del deber. Tampoco aquí se trata de tentativas de misionar en el puesto de trabajo o entre la parentela por medio de bellas palabras (cf. 2,12; 3,1). Las obras son mas eficaces y elocuentes.
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35. Cf. 2,13.1S; 3,1.5; 5,5.
36. Textos parecidos sobre la subordinación en otras reglas de vida del cristianismo primitivo: Rm 13.1-7; Ef 5,21s; 6,1.5.8; Col 3,18.20.22.24; 1Tm 2,11; 6,1s; Tit 2,5.9; 3,1.
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16 Vivid como libres, no usando la libertad como disfraz de la maldad, sino como esclavos de Dios.

A la exhortación a la sumisión a la autoridad del Estado y a la colaboración siguen como complemento unas palabras de gran elevación sobre la libertad de los cristianos frente a dicho Estado. Estos ciudadanos y mercaderes, estos funcionarios y soldados, estos menestrales y amas de casa, y hasta estos esclavos y esclavas deben en definitiva sentirse como libres con respecto a las leyes y poderes del Estado. La libertad de los cristianos se funda en el hecho de pertenecer a un Señor más grande, para el que fueron comprados como esclavos al precio de la sangre de Jesucristo (1,18s). Sólo a él están subordinados sin restricción. Su autoridad está muy por encima de la del Estado romano, omnipotente en apariencia. Si alguna vez las órdenes de alguna instancia pública se oponen a las leyes de Dios escritas en los corazones de los hombres, automáticamente pierden su fuerza de obligar para todos los que se reconocen esclavos de Dios. Con ello no desaparece quizá sin más su carácter conminatorio e inquietante. Pero en la medida en que vaya creciendo en ellos el santo temor de Dios (2,17) propio de su condición espiritual de esclavos, podrá también desvanecerse el temor a los poderosos de la tierra. Cuanto más se hace uno esclavo de Dios, tanto menos se siente coaccionado en la tierra. Servir a Dios es por tanto reinar espiritualmente.

17 Honrad a todos, amad a los hermanos, temed a Dios, honrad al rey.

La sección relativa al comportamiento de los cristianos en la vida pública se cierra con un principio general: En todo caso respetad a todos, se trate de quien se trate. La marcada frase final «honrad al rey», a la que apunta todo lo que precede, muestra que Pedro no ha perdido todavía de vista el tema de la subordinación del cristiano a los que están investidos de autoridad política. Deben tributar a los funcionarios del Estado los honores que les corresponden sometiéndose a la autoridad según el ejemplo de Cristo.

Algo diferente es el respeto y la veneración que se ha de profesar al Padre eterno. Como hijos y esclavos deben pensar que Dios puede castigar no sólo temporalmente, como los hombres, sino que incluso puede precipitar en la condenación eterna (cf. Mt 10,28). Este alto grado del temor, el temor de Dios, hallará su expresión en la obediencia absoluta. Aunque no se dice expresamente, por la manera de enumerar las diferentes formas de temor aparecen claros los límites que no debe transgredir este temor cristiano en el trato con los grandes de la tierra si no quiere convertirse en servilismo y adulación. El espíritu de temor se manifiesta así como virtud fundamental del hombre racional en el trato con Dios y con su entera creación. Y también el amor de los hermanos se destaca como una forma de tal temor, que no vacila en tener a los otros por superiores (Flp 2,3).

2. SUMISIÓN DE LOS ESCLAVOS DOMÉSTICOS (2,18-25).

a) Exhortación (2/18).

8 Esclavos, someteos a vuestros amos con todo temor no sólo a los buenos y comprensivos, sino también a los rigurosos.

ESCLAVOS/1P:Después de haber exhortado a todos los cristianos a someterse a la autoridad civil, comienzan ahora las instrucciones a determinados grupos particulares. Tales catálogos de deberes que incumben a determinadas profesiones y condiciones pueden designarse como reglas de vida 37. En primer lugar se dirige san Pedro al estado más bajo. Los esclavos y esclavas representan para Pedro en su forma más pura el tipo de la concepción cristiana del hombre; en efecto, el cristiano es esclavo de Dios (2,16), y en su humillación y sufrimiento se hace muy semejante a Cristo (2,21) 38. De aquí que sólo a esta primera exhortación a los esclavos se añada el incomparable cuadro de los sufrimientos del Señor (2,21 b-24), que suena como un retazo del relato evangélico de la pasión. El trato de preferencia que se da a estos esclavos y esclavas, aparentemente sin derechos ni honra, se funda en el tema capital de toda la carta, cuya pieza central comienza aquí: consolando y exhortando trata de convencer de que mantenerse en sufrimientos equivale para el cristiano a mantenerse en gracia (2,19a.20b; cf 5,12).

Los esclavos deben someterse a los amos con todo temor. Sólo aparentemente se significa con esto, que el criado o esclavo debe apresurarse a obedecer a cualquier indicación del amo de casa porque vive en constante temor del castigo. En efecto, en 2,20 se dice que estos mismos cristianos soportan sin miedo golpes inmerecidos; en 3,6 se exhorta explícitamente a las mujeres a no tener temor; y en 3,14 vuelve a subrayarse que el cristiano no debe temer a los hombres. No se trata de temor de los hombres sino de temor de Dios. Los esclavos no deben considerarse esclavos de amos terrenos, sino de Dios. A él dirigen la mirada con santo respeto cuando obedecen las órdenes de señores de la tierra.
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37. Se hallan también en la literatura extrabíblica. Dentro del Nuevo Testamento hay, además de nuestro texto, todavía otros cinco pasajes con parecidas reglas de vida: Rm 13,1-7; Ef 5.21-6.9; Col 3,18-4,1; 1Tm 2,1-3,13; 6,1s; Tt 2,1-3,3.
38. Cf. también Flp 2,5-11.
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b) Primera motivación: El sufrimiento es gracia (2/19-21a).

19 Puesto que es una gracia soportar penas, padeciendo injustamente, con la conciencia de que Dios lo quiere. 20 Pues ¿qué mérito tenéis soportando golpes por haber pecado? Pero si los soportáis por haber hecho el bien, esto es una gracia ante Dios.

Tras la orden seca comienza ahora un tono más suave de explicación: tal obediencia es agradable a Dios, merece su aprobación; tal hombre halla gracia a los ojos de Dios. ¿Cómo concibe, pues, Pedro la situación de los interpelados? Los amos de tales esclavos son a veces caprichosos o hasta malévolos, incluso virulentos, insidiosos. Piensa en situaciones en las que a un cristiano, precisamente por ser cristiano, se le molesta constantemente con pequeñas hostilidades disimuladas. Más gravemente que los golpes le afligen a diario estos desaires inmerecidos. El pobre ha trabajado y ha prestado servicios y en recompensa es objeto de befas y de irrisiones, quizá porque alguna vez se le ha visto rezar. No tarda en ser considerado por los otros esclavos como uno a quien se pueden jugar malas partidas, ya que no salen en su defensa ni el amo de casa ni su capataz.

Algo así es la situación de esos de quienes se dice que comenzaron a brillar con belleza espiritual, que sobre ellos se posa clemente y con especial complacencia el ojo de Dios. Todo lo absurdo de la doctrina y de la vida cristianas parece tocarse con la mano...

21a Para esto fuisteis llamados.

San Pedro llega incluso hasta a afirmar que tal es la finalidad de la conversión al cristianismo, que los destinatarios han sido llamados para esto. El sentido del pasaje no deja el menor lugar a duda: aceptar el sufrimiento del alma y del cuerpo es el estado a que apunta en definitiva el llamamiento y la elección de Dios aquí en la tierra. Esto se comprende bien por otros pasajes de la carta. En ellos se ha trazado el cuadro ideal de un sacerdocio santo, regio, que ofrece sacrificios por el mundo (2,5.9). Y Pedro desea este honor para sus cristianos. Mientras antes (2,5) se dijo, a manera de símil, que esta oblación sacerdotal consiste en entregar el propio yo como una piedra viva de construcción al gran arquitecto divino, aquí se habla mucho más en concreto de este regio ministerio sacerdotal: Consiste en soportar calladamente agravios inmerecidos y en tolerar con paciencia golpes recibidos en el propio cuerpo. En el «para esto» de nuestro texto late la dignidad de la oblación de sacerdotes regios. Y si miramos más lejos, en este «para esto» brilla ya la imagen de aquel hombre que «en su propio cuerpo» lleva a la cruz los pecados ajenos (2,24).

Las palabras que siguen (2,21b) muestran que nos hallamos aquí ante una aserción de vigencia universal sobre el fin supremo y el sentido más profundo de la condición de cristianos. Con esto no se quiere decir que todos los cristianos estén llamados sin excepción y constantemente al sufrimiento. Precisamente en 4,12 se quiere, para precavernos, se nos indica que no debe extrañarnos si alguna vez nos veamos afligidos con pruebas. Pero, con todo, muestra la carta que la participación voluntaria, alegre y jubilosa (1,6) «en los padecimientos de Cristo» (4,13), es lo más grande a que un cristiano puede ser llamado por Dios. Esto es, en efecto, participación en la realeza y en el sacerdocio de Cristo...

c) Segunda motivación: El ejemplo de Cristo (2/21b-24).

21b Porque también Cristo sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas.

El último y más valioso triunfo que puede jugar san Pedro en su empeño por lograr una justa representación de la naturaleza del cristianismo, es su descripción del Señor inspirada por un corazón amante. Es que Cristo, con sus sufrimientos vicarios, nos mostró en forma viva el fondo del problema.

La palabra griega que traducimos por ejemplo significa propiamente el modelo de escritura para niños de escuela, conforme al cual aprenden a diseñar los difíciles trazos de cada letra. También en terrenos difíciles, por ejemplo pantanosos, puede ser muy ventajoso disponer de exactos trazados del rumbo que sigue el estrecho sendero. Quizá lo haya seguido ya anteriormente alguien, sobre cuyas huellas se pueda caminar con seguridad. Pero si se trata de escalar una empinada roca, entonces el guía que va en cabeza se volverá constantemente para indicar su camino. Mostrará dónde ha puesto él mismo el pie derecho, dónde ha podido hallar un agarradero para la mano izquierda. Además, no elegirá caminos que sean demasiado difíciles para los que le siguen. Sólo tiene un deseo: que todos juntos lleguen con él a la cumbre. Por esto deben seguirle cuidadosamente y atenerse confiados a su ejemplo.

Todo lo que a continuación (2,22-24) se dirá de la pasión de Jesús hemos de entenderlo como ejemplo que debemos imitar. Ahora bien, si todo ha de ser ejemplo, también lo serán sus sufrimientos vicarios por vosotros, es decir, por nosotros. También nosotros debemos, soportando calladamente las dificultades, preceder animosos a otros hombres que se sienten desanimar, y dejando huellas, quizá sangrientas, mostrarles el único camino posible.

22 Él no cometió pecado ni en su boca se halló engaño alguno».

En estos versículos que comienzan ahora se mueve la mirada de una parte a otra: de los esclavos que sufren, a Cristo, y de Cristo que sufre, de nuevo a los cristianos. La imagen del Señor que sufre no sólo surge aquí como un ejemplo estimulante, sino que además brilla en su grandeza divina exenta de todo pecado: A vosotros, esclavos, se os reprende por faltas presuntas que en realidad no habéis cometido (2,19), pero Cristo estaba todavía mucho más libre que vosotros de cualquier culpa. A vosotros se os golpea ahora (2,20) como si hubieseis hablado descomedidamente, pero en boca de él no hubo nunca una sola palabra zahiriente, falsa o tendenciosa. Vosotros lucháis todavía con vuestras faltas (2,11s), mientras que él pudo decir a sus discípulos, que estaban con él día y noche: «¿Quién de vosotros me argüirá de pecado?» (Jn 8,46). Y a pesar de esta absoluta inocencia le envió su Padre por el camino del sufrimiento tan incomprensible para vosotros, por el camino del servidor de Dios, al que Isaías había descrito anticipadamente de forma tan impresionante 39.
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39. La cita está en Is 53,9. Acerca de 1P 2,21-25 habría que leer, meditándolo, todo el capítulo 53 de Isaías.
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23a Cuando lo insultaban, no devolvía el insulto; cuando padecía, no amenazaba.

Tenemos ante los ojos una imagen de Cristo que sufre, tal como no la había trazado todavía ningún escritor del Nuevo Testamento: un hombre que es insultado, que es reprendido como un criado que se ha mezclado en cosas que no le importan, que se ve abrumado de críticas y reprimendas, y él se calla. Salta a la vista la entrañable solicitud de Pedro por aquellos a quienes quiere exhortar. Y se desborda todo el amor del amigo de Jesús, que con su temperamento violento, dispuesto a devolver inmediatamente el golpe, deduce las tentaciones que experimentaría el Señor en aquellas horas de dolor. Más aún: va todavía más lejos y pinta cuán natural habría sido al Maestro amenazar a sus enemigos con un castigo de Dios. También para nosotros es de lo más natural esta tentación de invocar la venganza de Dios por ofensas personales. Pedro nos grita: ¿Dónde queda vuestra imitación de Cristo?

23b Sino que se entregaba al que juzga con justicia.

Pedro no se refiere a la condenación de Cristo ante Pilato, sino que quiere decir: Cristo se entregó, entregó su «caso», la entera solicitud de salir por sus derechos ante la injusticia de que era víctima, a su Padre celestial y con ello nos dio un ejemplo a nosotros, que tenemos muchas más razones para dejar la venganza en manos de Dios (Rom 12,19). El versículo que sigue muestra que se trata todavía de mucho más que eso. Cristo no sólo dejó su «caso» en manos del Juez eterno, sino que él mismo se entregó a la cólera divina como víctima por los pecados. Dio un ejemplo todavía mucho mayor cuando con humildad dejó caer sobre sí un castigo sangriento que propiamente correspondía a otros.

Así viene a ser para nosotros «palabra» de Dios que da la pauta. También nosotros, sin preguntar si lo hemos merecido, debemos estar dispuestos a soportar el sufrimiento, sabiendo que ha llegado el tiempo «de que comience el juicio por la casa de Dios» (4,17), ese juicio en el que «el justo a duras penas se salva» (4,18). La historia del género humano, con todos sus sufrimientos, que con frecuencia tienen que ser soportados precisamente por los inocentes, resulta más comprensible si la consideramos como grande y tremendo castigo por los pecados y la desobediencia de las criaturas contra su Creador.

24a Él mismo llevó nuestros pecados en su propio cuerpo y los subió al madero;

Cristo no sólo llevó al Calvario la carga de nuestros pecados como un sacrificador lleva su víctima al altar, sino que él mismo, en su encarnación, por medio de su cuerpo humano, como Dios hecho hombre, se constituyó a sí mismo en esta víctima por el pecado, en el cordero que tomó sobre sí «el pecado del mundo» (Jn 1,29). Se apropió de tal manera esta carga del pecado que llegó hasta a hacerse por nosotros «maldición» (Gál 3,13).

Pedro lo ve todavía ante sí arrastrándose hacia el Calvario, donde se erguía ya, visible desde lejos, el madero de la cruz. Se acuerda de cómo llevaba el palo transversal, de cómo le clavaron en éste las manos y cómo, pendiente de él, fue izado como una vela sobre el palo vertical. Los pecados de otros, también los de los esclavos a quienes ahora se dirige Pedro, los tomó sobre sí y los llevó a este madero -que se convierte en altar- hasta las últimas horas de su más extremo desamparo.

Pedro no se siente ya capaz de seguir hablando de «vuestros pecados» en segunda persona, como acababa de decir: Cristo «os» dejó un ejemplo. Habla de nuestros pecados, porque él mismo se siente afectado con nosotros. Quiere verse envuelto con nosotros en este amor hecho hombre, en este amor desinteresado...

24b ...para que, muertos a los pecados, vivamos para la justicia.

Aquí se carga el acento sobre el fin positivo del que es condición previa la muerte al pecado: para que vivamos para la justicia. También en esto es Cristo nuestro modelo. Vivió para la justicia, dispuesto como estaba a sufrir por los pecados de otros y restablecer así el orden perturbado. Su amor le impelía a renovar la recta y justa relación entre el Creador y la criatura. Tampoco para nosotros significa el vivir para la justicia otra cosa que vivir para el amor, porque el amor cristiano tiene muy poco que ver con los sentimentalismos, teniendo más bien estrecha afinidad con la voluntad de practicar la justicia. Dada la manera sobria de pensar de Pedro -que no obstante va siempre hasta lo último- es significativo el hecho de que para él una vida por el prójimo, una vida que no se retrae ni siquiera de llevar la cruz por los otros, no significa sino una vida para la justicia. Se trata del justo cumplimiento del único gran mandamiento: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y al prójimo como a ti mismo» (Lc 10,27).

24c «Por sus heridas habéis sido curados».

Estas heridas son las señales que la vara o el azote dejan en las espaldas desnudas. En el capítulo 53 del profeta Isaías, del que están tomadas también estas palabras (Is 53,5), al hablar de estas heridas se usa una palabra hebrea que contiene la idea de «pintarrajear con líneas». Esto es lo que debemos oír también aquí implícitamente. Pedro indica a los esclavos la espalda de Cristo, que es tan semejante a la suya: inmediatamente después de los azotes se ven líneas hinchadas, de un rojo vivo, quizá también manchas de un rojo oscuro formadas por hilos de sangre; y después se vuelven las líneas cárdenas y verdes. Con tales heridas han sido ellos sanados como con amarga medicina. Antes estaban enfermos, quizá como aquella ramera a la que dijo Jesús: «Tu fe te ha sanado, vete en paz» (Lc 7,50). Y el hombre en quien ella creyó es precisamente el que más tarde se dejó azotar, también por ella. Es posible que los destinatarios de la carta se acuerden de que también ellos fueron sanados en su bautismo y en adelante estarán más bien dispuestos a soportar por amor, en lugar de otros, los azotes injustos de un capataz.

d) Se concluye la exhortación (2,25).

25 Erais «como ovejas extraviadas», pero ahora os habéis vuelto al pastor y guardián de vuestras almas.

La mirada se dirige a uno de aquellos terrenos pedregosos de Palestina en que pacen, muy dispersas, las ovejas. El rebaño no está ya todo junto. Las ovejas se han puesto a buscar restos de hierba en pendientes apartadas. El pastor solícito, que sabe que tales ovejas testarudas, que van errantes de acá para allá, están expuestas a los mayores peligros de las bestias feroces, quiere volver a recoger su rebaño. Pero para ello no es necesario correr tras cada oveja y hacerla volver a palos. Basta con escarmentar ásperamente a alguna de las ovejas del rebaño desperdigado. En seguida volverán también precipitadamente las otras.

Pedro ve a Cristo como a una de estas ovejas en medio del rebaño disperso que anda de una parte a otra. Dios Padre, pastor eterno, recoge su rebaño disperso. Ahora bien, la oveja castigada con los golpes que en realidad había merecido todo el rebaño desobediente, es el inocente «Cordero de Dios». Mientras restallan sobre su espalda los golpes, vuelve precipitado al buen camino el rebaño entero, avergonzado y consciente de su desobediencia. Por la dureza del castigo que tuvo que soportar una oveja comprenden con cuanta insensatez las había extraviado su terquedad.

A esto añade san Pedro todavía una frase, en la que parece sentirse con más fuerza la autoridad del apóstol: Estas ovejas descarriadas, estos hombres que anteriormente habían vivido sin verdadera disciplina del alma han vuelto a su pastor y guardián 40. Aquí se entiende en primer lugar a Dios Padre. Él es, en efecto, el pastor que con la encarnación de su Hijo, sobre el que hizo pesar todo el castigo, se cuidó del rebaño disperso. Pero tampoco está excluido el Hijo. Los cristianos le están, en efecto, sometidos como al pastor principal (5,4). Sin embargo, este pastor y «guardián» (episkopos) está representado visiblemente entre ellos por la persona de aquel a quien Cristo dio este encargo: «Apacienta mis ovejas» (Jn 21,15-17). Pero Pedro conoce todavía otros representantes del pastor principal: «guardianes», que no recibieron ya inmediatamente del Señor su encargo de apacentar en el Espíritu Santo «el rebaño de Dios» (5,2). Ninguna de estas tres perspectivas debe excluirse.

El que puede comprobar, con agradecimiento, que ha encontrado el «obispo» visible en la tierra, pertenece también, por ello, al rebaño de Cristo (5,4) y está amparado por la tutela solícita (5,7), aunque a veces también correctiva (4,12) del Padre.
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40. «Guardián» está expresado con la palabra griega episkopos que en los tiempos apostólicos se usa también como nombre de Dios, pero que se empleaba ya también como título del que estaba investido de una determinada dignidad eclesiástica, el obispo (Flp 1,1).