CAPÍTULO 23


2. GRAN DISCURSO CONTRA ESCRIBAS Y FARISEOS (Mt 23, 01-39).

En este pasaje el evangelista san Marcos había insertado un discurso muy conciso contra los escribas (Mc 12,38-40). Pero el estilo de los «ayes» o conminaciones no procede de él, aunque también se encuentran en san Mateo y en san Lucas conminaciones que hallamos en san Marcos. Los «ayes» proceden de la fuente común de los discursos de san Mateo y de san Lucas. Probablemente san Lucas ha conservado la redacción más primitiva de este pasaje, ya que refiere tres ayes contra los fariseos y tres contra los escribas o doctores de la.ley, lo cual también corresponde al contenido de los ayes en conjunto (Lc 11, 39-52). San Mateo adopta la materia global, la llena con la tradición propia, también redacta algunas formulaciones con absoluta independencia y con todo ello forma un gran discurso. En la estructura del evangelio este discurso puede concebirse como un equivalente del sermón de la montaña, que empieza con las bienaventuranzas (capítulos 5-7). Allí se proclama la doctrina de la verdadera justicia, aquí se pone al descubierto la falsa justicia del fariseísmo y de los rabinos. El discurso es de una severidad y vigor insuperables. El reproche central que se repite muchas veces, es el de la hipocresía. De este modo se descubre la llaga de la doctrina deteriorada y de la práctica religiosa.

a) Acusación fundada en principios (/Mt/23/01-07).

1 Entonces Jesús habló al pueblo y a sus discípulos: 2 En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. 3 Seguid, pues, practicando y observando todo lo que os digan, pero no los imitéis en sus obras; porque dicen y no hacen. 4 Atan cargas pesadas y las echan sobre los hombros de los demás, pero ellos no quieren moverlas siquiera con el dedo. 5 Hacen todas sus obras para que los hombres los vean: por eso ensanchan sus filacterias y alargan los flecos del manto; 6 les gusta ocupar los primeros puestos en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, 7 acaparar los saludos en las plazas, y que la gente los llame «rabí».

Moisés es el primer legislador de Israel. Después de él sólo hay la «tradición de los antepasados». En el tiempo de Jesús es de la incumbencia de los escribas o doctores de la ley proteger y proclamar la ley de Moisés junto con la tradición que se desarrolló de esta ley. Así pues, se puede decir que los escribas están sentados en la cátedra de Moisés. Administran la ley y con ella la voluntad de Dios, que encontró su expresión en la ley. Aquí eso se hace constar sin críticas. Desde el principio están juntos los escribas y fariseos, porque Jesús y el evangelista los consideran como grupo unitario.

De hecho la secta de los escribas estaba desde antiguo influida por la manera farisaica de pensar y la mayor parte de los escribas procedía del partido de los fariseos. En lo sucesivo -eso ya se aclara por esta introducción- se trata, pues, de la doctrina, de una polémica de principios con la teología rabínica, no solamente de una agresión contra su sola práctica religiosa, como en 6,1-18. La doctrina debe llegar hasta la medula. La segunda frase (23,3) nombra el segundo objetivo del discurso, o sea dejar al descubierto la falta de unidad entre la enseñanza y las obras. Esta falta de unidad se llama hipocresía. Se debe hacer lo que enseñan, pero no hay que dirigirse por sus propias acciones. Sus instrucciones tienen validez, pero se recusa su ejemplo, ya que está en contradicción con lo que dicen. ¿No se declara aquí válida la doctrina de los fariseos y escribas, y solamente se censura su conducta personal? El desarrollo del discurso sobrepasa ampliamente esta frase y de hecho se dirige contra la doctrina. El contenido del v. 3 ya no se compagina enteramente con el contenido del resto del discurso (*). Pero con todo se tiene que ver que el peso principal de la frase no radica en apoyar la autoridad de los escribas para enseñar, sino en descubrir la discrepancia en su conducta.

Con una imagen gráfica se muestra cómo oprimen a los hombres, pero sin vivir previamente lo que exigen. Se parecen a los traficantes que imponen enormes cargas a sus acémilas o camellos. Pero ellos no hacen el menor esfuerzo para hacerlos adelantar. Hay también en aquéllos este contraste entre lo que reclaman a los demás y lo que se exigen a sí mismos: no hay que guiarse por sus propias acciones, porque no están de acuerdo con su doctrina. La próxima frase (23,5) nombra como ulterior motivo para esta advertencia que todas sus obras son fingidas, porque no las hacen por Dios, que conoce lo oculto, sino por los hombres, a quienes obceca la apariencia de una seria piedad. El reproche de ostentar ante los hombres toda acción piadosa, ya fue antes explicado en tres ejemplos. Cuando dan limosnas, lo publican en las sinagogas y en las calles (6,2). Les gusta orar erguidos en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para exhibirse ante la gente (6,5). Cuando ayunan, ponen cara triste y desfiguran el rostro (6,16). Aquí se aportan dos pormenores especialmente ridículos. Ensanchan de una forma peculiar y vistosa las filacterias, en las que se sujetaban pequeñas cápsulas con textos de la ley. En parte se llevaban las filacterias en el brazo, en parte en la frente. Los flecos que se debían llevar en los cuatro extremos de la túnica, los alargan de un modo peculiar, para hacer impresión. Ellos también quieren ser honrados del modo que sea y estar en primer término, ya sea privadamente en la comida, ya sea en el culto divino de la sinagoga o públicamente en las calles y en las plazas. En todas partes sucede lo mismo: se hace una ridícula exhibición, que solamente es fachada huera y descubre un vano afán de prestigio.

En la parte introductoria ya se dice como advertencia «al pueblo y a sus discípulos» (23,1) todo lo que se enumera en particular como directa acusación a partir de 23,13. Se trata de la doctrina teorética y de la realización práctica de la voluntad de Dios, tal como las exponen los escribas y fariseos. Sobre todo, hay que precaverse de su ejemplo. Su vida contradice a su doctrina (23,3). No hacen lo que exigen a los demás (23,4). Y lo que hacen, tiene su origen en la vanidad y en la ambición, y por tanto carece de valor delante de Dios (23,5-7). La introducción, pues, ya delinea una sentencia demoledora, en la que ya está contenido todo lo siguiente. Jesús pone al descubierto toda la vanidad de una «justicia» casi sin límites, presentada de palabra y de obra. No se conserva ningún hilo bueno, todo está trastornado, todo es vanidoso y enfático, engañoso e hipócrita. La contrafigura repudiada de la verdadera «justicia», descrita por Jesús (5,20ss) y a la que todos nosotros estamos obligados. Esta contrafigura también tiene que servir a los cristianos para control saludable y como advertencia llamada a suscitar un sano temor.
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El v. 3 procede de la tradición judeocristiana, asequible al Evangelio de san Mateo y está formulado de modo que, por principio, se reconoce la autoridad docente del rabinato. San Mateo ha conservado estas palabras, aunque desde un punto de vista global tiene otra opinión, porque ellas hacen patente la discrepancia entre palabras y acciones y porque el v. 3 pertenecía probablemente a una forma mas antigua del discurso retransmitido por san Mateo. También en otros casos san Mateo refiere palabras sueltas que se habían fusionado con la materia transmitida, pero que ya no corresponden a la manera de ver propia de san Mateo hecha efectiva en otras ocasiones de un modo consecuente: cf. por ejemplo 10,5.23; 16.28.
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b) Reglas para los discípulos (Mt/23/08-12).

8 Pero vosotros no dejéis que os llamen «rabí»; porque uno solo es vuestro maestro, mientras todos vosotros sois hermanos. 9 A nadie en la tierra llaméis padre vuestro; porque uno solo es vuestro Padre: el del cielo. 10 No dejéis que os llamen consejeros; que uno sólo es vuestro consejero: Cristo. 10 El mayor de vosotros sea servidor vuestro.

En este pasaje se intercala en el discurso -una advertencia especial a los discípulos. Ellos también forman parte de los oyentes (23,1). Los tres casos en que se dice cómo nadie debe denominarse en la comunidad cristiana, no son ejemplos tomados sin orden ni concierto, sino que representan un fragmento de la ordenación de la primitiva comunidad. En el ambiente judío los discípulos tenían que evitar todo lo que podía ser confundido con los ejemplares hombres piadosos del otro lado. Estos se hacen llamar respetuosamente rabí (es decir «mi maestro»), pero los discípulos renunciarán conscientemente a este título. Entre aquellos hombres, a los piadosos maestros especialmente conspicuos y venerables se los llama «padre», pero los discípulos evitarán darse este tratamiento. Lo mismo se puede aplicar al título de «consejero». Pero no deben hacerlo por táctica para hacer resaltar su independencia con respecto al judaísmo, sino por el nuevo conocimiento de las verdaderas proporciones. No es el primero, el principal, el superior el que así es considerado en la estima de los hombres.

En el grupo de los discípulos el mayor es el que se hace menor y como un niño. El que verdaderamente domina es el que sirve, y es grande ante Dios el que se vuelve pequeño ante los hombres. Pero aquí aún se dice más. Si los discípulos no abrigan la ambición de recibir dignidades y de usar entre sí los títulos aparejados a ellas muestran que no sólo entendieron la doctrina de Cristo por lo que respecta al orden auténtico de grandezas sino que, por añadidura, captaron rectamente su relación con Dios y con Cristo. Ningún hombre puede llevar el título de padre para expresar su dignidad religiosa, porque sólo hay un Padre, que lo es en un sentido tan incomparable y profundo. En la comunidad, no puede usarse el título de consejero ni maestro, porque solamente hay un consejero incomparable, maestro de los discípulos. Todos se limitan a dar lo que reciben. Nadie tiene nada por sí mismo. Nadie puede defender una tesis propia como un rabino de los judíos, ni puede adherirse a una escuela o fundar una nueva. Cada cristiano está enseñado ante todo por Cristo. Cada dirigente es guiado principalmente por él. Aunque uno no se encariñe con los títulos y dignidades, los versículos en cuestión invitan a reflexionar constantemente en el seno de la Iglesia.

El título de rabino en una comunidad judeocristiana sonaría de modo distinto que hoy; lo mismo una «viuda» en las primitivas comunidades de las cartas pastorales sería algo muy distinto de una viuda en nuestra sociedad. Pero el pensamiento que se contiene en estos versículos ¿está realmente vivo en los discípulos de la Iglesia actual? ¿Dejamos que estas frases nos inquieten y nos empujen a una conversión? Pues no se trataba tan sólo, en su origen, de suprimir títulos honoríficos superfluos o ridículos, sino de ahogar la insensata ambición de poseerlos o exhibirlos...

12 Pues el que se ensalza será humillado, y el que se humille será ensalzado.

Los que se habían ensalzado, como los escribas y fariseos, son humillados en este capítulo por las sentencias de Jesús. Pero son ensalzados todos los que se han hecho servidores de los demás. Eso ya está en vigor ahora, pero sobre todo en el futuro de Dios. El veredicto mira hacia el fin. El tiempo futuro, que aquí se usa, habla del juicio. Entonces para todos quedará al descubierto si han vivido con el espíritu del mundo o con el espíritu de Jesús. Eso saldrá a la luz para los adversarios en tiempo de Jesús y para los fieles en el tiempo de la Iglesia.

c) Las siete conminaciones (Mt/23/13-31).

13 ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que cerráis a los hombres el reino de los cielos! Pues vosotros no entráis, ni dejáis que entren los que están para entrar.

(El v. 14 dice así: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que devoráis las casas de las viudas, mientras fingís entregaros a largos rezos! Por eso recibiréis condenación más severa». El texto corresponde a Mc 12,40 y no pertenece al texto original de san Mateo. Un punto de apoyo de esta opini6n consiste en que el número de los «ayes» del evangelista estaba conscientemente limitado a siete)

Los escribas tienen la llave del reino de los cielos o como se dice en san Lucas, «la llave del saber» (Lc 11,52), porque los escribas están sentados en la cátedra de Moisés. Su oficio es enseñar el camino de la verdad. Esta llave es la llave de la adecuada ciencia y del verdadero conocimiento. Pero en vez de abrir, vosotros cerráis con llave. Vuestra doctrina es falsa y conduce al abismo. Sois guías ciegos, como se dirá dentro de poco (23,16). No os basta que no podáis tener esperanzas de llegar al reino, ya que ni siquiera dejáis llegar a los que lo desean y a los que no pueden prescindir de vuestra llave. ¿Por quiénes sino por vosotros debe el pueblo sencillo saber lo que la ley exige para su vida y por dónde discurre el recto camino? De todos los reproches del discurso éste es el más duro y el más tremendo. Se recusa y condena la doctrina como falsa. Y para sus maestros se cierra el reino para el cual les ha sido confiada la llave.

Al mal administrador de la llave se le ha de quitar el cargo y se tiene que dar a otro, que lo ejerza mejor. Jesús dice a Pedro: «Te daré las llaves del reino de los cielos...» (16,19). Así como los arrendatarios de la viña son despojados de su oficio y la viña es confiada a otro pueblo (21,43), así también se tiene que proveer de nuevo el cargo de guardar la llave. Este ministerio tiene la promesa de la validez incondicionada «en el cielo» y la seguridad de que perdurará, porque en último término aquí también sólo es Cristo el que enseña y guía, el que «ata y desata». El ministerio no será ya sustraído ni tampoco caerá bajo la conminación de un «ay», como el que aquí profiere Jesús.

15 ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que recorréis el mar y la tierra para hacer un prosélito, y cuando ya lo es, hacéis de él un hijo de la gehenna dos veces peor que vosotros!

Era proverbial el celo que los fariseos tenían por las almas. En la presente conminación, no solamente se caricaturiza este celo. sino que se fustiga gravemente. Un prosélito es un adepto ganado personalmente para la propia fe. El resabio de impureza que percibimos es ajeno a estas frases, por lo demás tan usuales en aquella época. Los fariseos cazan al individuo yendo tras él para traerlo a su propia convicción religiosa. En cuanto encuentran a uno, caen sobre él y lo hacen aún más fanático de lo que son ellos mismos. Más aún, hacen de él un hijo de la gehenna, ya que su camino es enteramente opuesto al camino de Dios, y no conduce a la vida, sino a la perdición. Así acusa Jesús a los fariseos.

16 ¡Ay de vosotros, guías ciegos, que decís: El que jure por el santuario, a nada está obligado; pero el que jure por el oro del santuario, obligado queda! 17 ¡Insensatos y ciegos! ¿Pues qué es más importante, el oro, o el santuario que da al oro carácter sagrado? 18 Como también decís: El que jure por el altar, a nada está obligado; pero el que jure por la ofrenda puesta sobre el altar, obligado queda. 19 ¡Ciegos! ¿Pues qué es más importante la ofrenda o el altar que da a la ofrenda carácter sagrado? 20 Pues el que jura por el altar, jura por él y por todo lo que hay encima, 21 y el que jura por el santuario, jura por él y por quien habita en él, 22 y el que jura por el cielo, jura por el trono de Dios y por quien está sentado en él.

No sólo es falsa la piedad farisaica, sino también su doctrina. Así lo dice también este «ay». Ellos creen que pueden distinguir entre fórmulas de jurar obligatorias y no obligatorias, e incurren en un formalismo igual al que Jesús ya había impugnado en el sermón de la montaña (5,34-36). Hacen pasar como única fórmula válida jurar por el oro del santuario; pero el juramento por el santuario es ineficaz. Algo parecido sucede en los otros ejemplos. Truecan lo mayor con lo menor. El santuario es el que santifica el oro incrustado en él, y el altar es el que santifica la ofrenda presentada en él. Este «ay» no nos parece que sea muy contundente. Es una crítica de una distinción sutil, que en todo caso ha de ser valorada de otra manera, por lo cual la cuestión básica del juramento queda en suspenso. Hasta el 20 Jesús no toma posición en este particular. Eso nos sorprende en vista de la objeción que apunta mucho más lejos y que está en el sermón de la montaña. Allí Jesús no solamente censura el juramento irreflexivo, sino que en general prohíbe jurar (5,33.34a.37). Los dos últimos ejemplos pasan adelante. El que jura por el santuario, jura por Dios, e igualmente el que jura por el cielo (23,21s).

Los judíos tenían la costumbre de sustituir el nombre de Dios por otros circunloquios. En este sentido se hace alusión a las fórmulas de juramento «por el santuario» y «por el cielo». Mediante el circunloquio se creía poder debilitar o eludir la inmediata invocación de Dios como testigo. Pero Jesús dice que tales fórmulas también se refieren a Dios personalmente. Son juramentos por Dios perfectamente válidos. No hay que precaverse de usar con ligereza estos juramentos, puesto que Jesús ha prohibido en general el juramento; se debe hablar con franqueza y veracidad, el sí debe ser sí, y el no debe ser no (cf. 5,33-37). Pero la larga conminación sirve aquí para ilustrar la hipocresía, aunque en este caso y sólo en él no aparezca esta expresión. Hay algo que aquí no concuerda. En este pasaje se descubre la discrepancia entre una adoración viviente y personal de Dios, y la práctica formalizada, rígida de la religión. El hombre siempre tiene que tratar con el Dios viviente, con el Padre, a quien no se puede esquivar con sutiles distinciones jurídicas o rituales. Todo servicio ante Dios tiene que ser sincero y fluir de un amor cordial.

23 ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que os preocupáis por el diezmo de la menta, del hinojo y del comino, mientras habéis descuidado lo de más peso en la ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad! Esto es lo que había que practicar y aquello no dejarlo. 24 ¡Guías ciegos, que coláis el mosquito y os tragáis el camello!

En la ley está ordenado que se cumpla el mandamiento del diezmo. Debe entregarse la décima parte del producto de los cereales, mosto y aceite para el sostenimiento del templo y para el servicio del culto. Los fariseos recargan asimismo esta obligación haciéndola rigurosa y desatinada, al extenderla también a las hortalizas más corrientes. Por una parte tanta minuciosidad, y por otra, tanta laxitud. Hacen la vista gorda en las cosas que propiamente importan. Resuenan las antiguas exigencias de los profetas respecto a la justicia, misericordia, y fidelidad. Para los profetas los deberes de la justicia social y del amor eran más importantes que los deberes del culto. Apoyar a los oprimidos y débiles, no explotar a los pobres, mantener limpio el matrimonio y la familia, ejercitar la justicia social en el trabajo y en los sueldos que se pagan lo recomendaron encarecida e incesantemente. (Entre un número enorme de testimonios, cf. por ejemplo ls 5,8ss; Jer 9,23s; 22,3; Ez 18,1.32).

El profeta Oseas dijo: «Escuchad la palabra del Señor, ¡oh vosotros hijos de Israel!, pues el Señor viene a juzgar a los moradores de esta tierra, porque no hay verdad, ni hay misericordia, no hay conocimiento de Dios en el país. La maldición, la mentira, el homicidio, el robo y el adulterio lo han inundado todo, y un crimen alcanza a otro» (Os 4,1s). Veamos todavía otro ejemplo: «Esto es lo que manda el Señor de los ejércitos: Juzgad según la verdad y la justicia, y haced cada uno de vosotros repetidas obras de misericordia para con vuestros hermanos. Guardaos de agraviar a la viuda, al huérfano, al extranjero y al pobre, y en su corazón nadie piense mal contra el prójimo. Mas ellos no quisieron escuchar, y rebeldes volvieron la espalda, y se taparon sus oídos, para no oir» (Zac 7,9-11). Los fariseos son fieles descendientes de sus antepasados.

25 ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que limpiáis por fuera la copa y el plato, mas por dentro quedan llenos de rapacidad y desenfreno! 26 ¡Fariseo ciego! Limpia primero por dentro la copa que así quedará limpio también lo de fuera.

Con estas imágenes se trata una vez más del concepto y de la doctrina de la pureza. Se mantienen con gran esmero y se recomiendan encarecidamente las prescripciones sobre la pureza exterior. Pero lo que importa no es el ceremonial externo (la limpieza de copas y platos), sino los sentimientos interiores. Sólo un corazón puro verá a Dios (cf. 5,8). No lo que entra por la boca contamina al hombre, sino lo que sale de la boca, esto sí que contamina al hombre (15,11.15-20). En el fariseo no cuadran entre sí lo interno y lo externo, la manera interna de pensar y el comportamiento exterior. Y así exponen a la vista su piedad. Pero esta piedad está interiormente hueca, porque no es ejercitada para Dios, sino para el hombre. Son «hijos de la gehennas (23,15) y malos de cabo a rabo (12,34). Si se purificara primero su interior, si se convirtiera su manera de pensar y querer, entonces también sería puro y eficaz el exterior, su actuación y su actitud entre los hombres. Entonces también serían superfluas todas las prescripciones externas de limpieza para su vajilla. Pero así se oculta hipócritamente la maldad con el comportamiento, bienes mal adquiridos e inmoderada ambición.

27 ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas. que parecéis sepulcros blanqueados, que por fuera aparecen vistosos, mas por dentro están llenos de huesos de muertos y de todo lo impuro! 28 Así también vosotros: por fuera parecéis justos delante de los hombres, mas por dentro estáis llenos de hipocresía y de maldad.

Esta conminación está orientada en el mismo sentido que la precedente: descubrir la discrepancia entre la realidad y la apariencia. De nuevo se ilustra el pensamiento con una comparación de intenso contraste. Los sepulcros de Palestina tenían que ser blanqueados, para que nadie los tocase y viniera a contraer una impureza según los ritos. Podían estar adornados y tener muy buen aspecto, pero todos sabían su contenido. Así sois vosotros. La apariencia de la justicia desde lejos engaña ocultando la maldad que realmente existe. Se finge todo lo que exteriormente se hace patente. En un profundo sentido reina la maldad en los que tienen que administrar la ley. Porque no han reconocido ni han hecho lo que importa en la ley. Mediante un sinnúmero de ocupaciones externas se han exonerado de sus grandes reclamaciones del derecho, de la misericordia y de la fidelidad (23,23). Esta maldad también queda reprobada en la sentencia del juez: «Apartaos de mí, ejecutores de maldad» (7,23). Tan profundamente se puede desacertar la voluntad de Dios, si se procura cumplirla según la letra y no según el espíritu.

29 ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que edificáis los sepulcros de los profetas y adornáis las tumbas de los justos, 30 y decís: Si hubiéramos vivido en los tiempos de nuestros padres, no habríamos sido cómplices de la sangre de los profetas! 31 Y con esto, os estáis declarando a vosotros mismos hijos de aquellos que mataron a los profetas.

Dios ha suscitado en su pueblo un gran número de profetas y justos, y los ha enviado de nuevo a él como mensajeros (cf. 21,33-36; 22,3-6). No fueron oídos, sino rechazados. Los descendientes se glorían de ellos, les erigen tumbas caras y suntuosas. Pero esto no basta. El corazón obstinado es lo que hace que los hijos se parezcan a los padres. A los hijos les parece que son mejores, más juiciosos y justos que los padres, y precisamente son todavía más ciegos y obstinados que ellos. No deberían venerar los sepulcros de los profetas, sino hacer lo que ellos dijeron. Con esta obstinación matan una vez más espiritualmente a los profetas, a quienes sus padres han dado muerte. Aquí de nuevo se descubre la hipocresía. Con la creencia temeraria de ser mejores que los ascendientes, de estar de parte de los justos (23,28), cuyas tumbas son adornadas por ellos. ¡Qué espantoso engaño sobre la verdadera situación! ¿No hay también una ilusión semejante entre los cristianos que miran presuntuosamente los aspectos sombríos de la historia de la Iglesia, y les parece que son mejores que sus padres? La crítica auténtica procede siempre del conocimiento de la propia culpa y del propio pecado.

32 ¡Y ahora vosotros, colmad la medida de vuestros padres! 33 ¡Serpientes, raza de víboras! ¿Cómo escaparéis a la condenación de la gehenna? 34 Por eso, yo os voy a enviar profetas, sabios y escribas: a unos los mataréis y crucificaréis, y a otros los azotaréis en vuestras sinagogas y los perseguiréis de ciudad en ciudad, 35 para que así caiga sobre vosotros toda la sangre inocente derramada sobre la tierra, desde la sangre del justo Abel hasta la sangre de Zacarías, hijo de Baraquías, a quien matasteis entre el santuario y el altar. 36 Os lo aseguro: todo esto ha de venir sobre la generación presente.

El discurso en la conclusión va subiendo de tono de modo extraordinario. La parte final empieza invitando a colmar la medida de los padres. Falta muy poco para ello y pronto rebosará. La medida quedará colmada con la muerte del último profeta, con la muerte de Jesús. Como hizo antes Juan, Jesús los trata de serpientes y ralea de víboras, que no tienen esperanza de eludir el castigo (cf. 3, 7). Pero aquí se dice ya cuál será el castigo: la condenación al fuego eterno (la gehenna). Dios antes había enviado mensajeros para exhortar a la conversión. Ya ahora, y sobre todo después de su resurrección, Jesús les envía una vez más mensajeros para llamarlos a la fe en él. Estos mensajeros también serán profetas, sabios y escribas. Sólo se distinguirán de sus predecesores por sus exigencias más altas, ya que anuncian al Mesías y así dan, de una manera irrevocable y única en su género, la ocasión para convertirse y creer. El que crea y se bautice, se salvará (Mc 16,16a). Sólo eso estará ahora en vigor. Pero también sigue siendo válida la ley según la cual los mensajeros han sido llamados: Os perseguirán a vosotros, como también han perseguido a los profetas anteriores a vosotros (cf. 5,11s). Ahora ya es claro lo que sucederá a los enviados del Señor: persecución, flagelación, crucifixión como tuvo que sufrir su Maestro. Los profetas y los justos fueron perseguidos por su propio pueblo. Se derramó sangre inocente que clama venganza, como la de Abel, que humedeció la tierra (Gén 4,10). Éste fue el primer asesinato, del que tuvo que dar noticia la Escritura. El del sacerdote Zacarías es el último que nos da a conocer la Biblia. «Por último revistió Dios de su espíritu al sumo sacerdote Zacarías, hijo de Joyada; y presentándose delante del pueblo, les habló de esta manera: Así habla Dios: ¿por que traspasáis los mandamientos del Señor? Nada ganaréis. Habéis abandonado al Señor y él os abandonará también. Mas ellos, aunados contra Zacarías, lo apedrearon por orden del rey, en el atrio del templo del Señor. Y no se acordó el rey Joás de los beneficios que le había hecho Joyada, padre de Zacarías, sino que mató a este hijo suyo; el cual dijo al morir: Véalo el Señor y haga justicia» (2Cro 24,20-22). La sangre inocente en cierto modo se ha congestionado. Con ella se ha llenado casi hasta el borde la medida de los padres, la cual llegará a estar totalmente llena con los atroces crímenes de sus hijos. Y así el castigo vendrá sobre «la generación presente», que es albacea de todas las generaciones precedentes (*).
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El texto de las persecuciones del v. 34b está claramente armonizado con los otros que están en eI discurso dirigido a los discípulos (10,17-22). El texto de san Mateo recurre a las persecuciones de los mensajeros de la fe cristiana y argumenta apoyándose en este amargo conocimiento. De este modo se da una indicación terminante de que el pronombre «yo» en 23,34 se refiere a Jesús, cuyos mensajeros han experimentado estos destinos, con independencia de que, en una anterior redacción de estas palabras, el pronombre «yo» hiciera alusión a Dios (o a la sabiduría divina). San Mateo a Zacarías le llama «hijo de Baraquias», pero según 2Cro 24,20, era «hijo de Joyada». La divergencia se debe a una confusión con el penúltimo de los llamados «profetas menores», Zacarías, que era hijo de Baraquías (Zac 1,17).
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d) Apóstrofe a Jerusalén (Mt/23/37-39).

37 ¡Jerusalén, Jerusalén, la que mata a los profetas y apedrea a los que fueron enviados a ella! ¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos, como la gallina reúne sus polluelos bajo sus alas! Pero vosotros no quisisteis. 38 Mirad que vuestra casa se quedará para vosotros. 39 Porque yo os digo: Ya no me veréis más hasta que digáis: ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! (Sal 118,26).

El discurso conminatorio contra los escribas y fariseos se concluye con un gemido lastimero. Ahora se dirige la palabra a Jerusalén, pero con ella también a todo el pueblo, que tiene su centro en la ciudad santa. El Mesías fue enviado para reunir las ovejas perdidas de la casa de Israel (15,24). Jesús se había esforzado por ellas día tras día como una madre amorosa, como un pastor solícito y -en la imagen presente- como una gallina reúne a sus polluelos bajo sus alas. Nada quedó por intentar, ni en milagros, ni en palabras, con severidad amenazante y con indulgente compasión, en la oración solitaria y en la afluencia sofocante de la multitud, en la ciudad y en el campo, en Galilea y en Judea, con la gente sencilla y con los doctos teólogos. Jesús ha intentado serlo todo para todos. Ha solicitado el corazón de este pueblo como Oseas y ha sufrido por la fe de su pueblo como Jeremías. Pero todo fue en balde. Sólo esta queja puede hacer inteligible la severidad inexorable de las precedentes invectivas. Pero ambas cosas -las palabras conminatorias y el apóstrofe lastimero- para nosotros quedan envueltas en un misterio.

¡Cuán difícil es para nosotros comprender que el Mesías -desde un punto de vista humano- ha fracasado en su misión con la «generación presente»! Es el mismo misterio que reina entre el Padre y él en las horas nocturnas de oración en el monte, y que no se descubre al hombre. El misterio que solamente de vez en cuando centellea, como en el suspiro por la incredulidad de esta generación (17,17), o en las palabras sobre la entrega de la vida en rescate de muchos (20,28). Pero el misterio permanece y estas palabras sólo son capaces de declarar veladamente lo que sucede en el corazón del Redentor. Cuando se habla de la «casa», se hace referencia a la ciudad de Jerusalén. Vuestra casa se quedará para vosotros. Ahora dependéis de vosotros y también sois responsables de vosotros mismos. Dios no se esforzará ya más y el Mesías tampoco. Dios se retira de su pueblo, por el cual ha luchado a través de los siglos, por último y con el máximo riesgo en su Hijo (cf. 21,37). He aquí que vuestra casa se quedará para vosotros. Ésta era la idea de Dios, cuyo nombre está oculto mediante el verbo. Dios deja sola la ciudad, en la que hizo benignamente que habitara su nombre, y se aleja de ella. Ya no me veréis más, dice de sí mismo el Mesías. Ha concluido su actividad pública y se retira. Ya no se les mostrará más, a no ser en el juicio final. Un día las multitudes clamaron: «¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!» (21,9b). La próxima vez resonará este clamor, cuando venga a separar las ovejas de los cabritos. Cuando Jesús entró en Jerusalén, aún se podía preguntar quién era éste (21,10), entonces esto lo sabrán todos. Ahora Jerusalén ha rehusado aceptarle, cuando entraba como Mesías, entonces esta aceptación será inevitable. Ahora sólo algunos partidarios entusiastas le han aclamado, entonces serán todos los hombres. Estas palabras son también una sentencia definitiva, porque ahora el Mesías tiene que abandonar a su propio pueblo. Pero ¿no tienen estas palabras un reverso misericordioso? La «generación presente» aún tiene que comparecer un día ante el tribunal. Entonces se decidirá para siempre y para cada individuo si entra en la vida o en la perdición (*).
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En el v. 23,28. se ha querido ver con frecuencia una indicación de la conversión final de los judíos. Eso no parece probable, porque en todo el discurso del capítulo 23 y, en general, en el Evangelio de san Mateo, sólo se tiene en cuenta «esta generación», o bien, en sentido más amplio, la generación de Jesús y de los primeros mensajeros de la fe. En suma, pues, no cabe hablar de «los judíos». Además, según el tenor de los v. 38s es inverosímil pensar en una declaración positiva. Por eso, en la salutación «Bendito el que viene», difícilmente se puede rastrear la profecía de que los judíos posteriormente reconocerán al Mesías, si bien podría parecer que se insinúe un aspecto positivo, apuntando al juicio final. De este modo, la parte final del discurso, con su amenaza de castigo (especialmente 23,29-36), adquiere más el carácter de una profecía conminatoria que de una sentencia judicial. El juicio queda tan reservado como lo queda para la Iglesia en 13,40-43 y en 22,12-14. De manera diferente debe juzgarse el importante pasaje de Rm 9, 11.
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