CAPÍTULO 17


d) Transfiguración de Jesús (Mt/17/01-09).

1 Seis días después, toma Jesús a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los conduce a un monte alto, aparte. 2 Y allí se transfiguró delante de ellos: su rostro resplandeció como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. 3 En aquel momento se les aparecieron Moisés y Elías, que conversaban con él. 4 Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: ¡Señor, qué bueno sería quedarnos aquí! Si quieres, haré aquí tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.

De nuevo en la vida de Jesús se habla de un monte, el lugar de la proximidad de Dios y del encuentro con Dios. Jesús toma consigo a tres de los primeros apóstoles que fueron llamados. Esta vez quiere tener testigos, a diferencia del coloquio nocturno entre el Padre y el Hijo (14,23). En la obscuridad de la noche se transfigura ante ellos. La palabra griega (metamorphei) designa una transformación, un cambio de la apariencia visible. Los apóstoles perciben otra figura de su Maestro, de una forma semejante como sucederá más tarde después de la resurrección. Su rostro brilla como el sol y los vestidos son blancos como ]a luz. La gloria de Dios resplandece en él y luce a través de él. "Porque es Dios que dijo: De entre las tinieblas brille la luz, él es quien hizo brillar la luz en nuestros corazones, para que resplandezca el conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Cristo" (2Cor 4,6). La gloria refulgente de Dios que dio origen a la luz de la creación, irradia en el rostro de Jesucristo. En él se reconoce la gloria de Dios. Cuando Moisés después del encuentro con Dios bajó de la montaña, brillaba su semblante, de tal forma que los hijos de Israel no lo podían mirar, no podían soportar el fulgor luminoso y tenían miedo (Éx 34,29s). El semblante de Moisés reflejaba la gloria de Dios. Aquí la gloria de Dios es sumamente intensa y brillante, ya que en ninguna parte Dios está tan próximo, más aún, corporalmente presente como en Jesús. La gloria de Dios no solamente hace que el rostro resplandezcas sino que atraviesa con sus rayos todo el cuerpo, de tal forma que éste aparece sumergido en la gloria de Dios y absorbido por ella. ¿No es una respuesta a la confesión de Pedro: "Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios viviente" (16,16)? "La gloria que me has dado, yo se la he dado a ellos" (Jn 17,22a). En el reino del Padre los justos también "resplandecerán como el sol" (13,43) y los rayos de la gloria se transparentarán en ellos como en Jesús en este monte. Además se hacen visibles Moisés y Elías, el primer legislador y el primer profeta. Están al lado de Jesús como dos testigos. Moisés ha dado la ley que el Mesías ha llevado a la última perfección. Elías ha renovado la verdadera adoración de Dios, que Jesús perfecciona. Los dos "conversan" con Jesús. No hay ninguna grieta entre la antigua alianza y la nueva, no hay solución de continuidad con el gran tiempo pasado.

5 Todavía estaba él hablando, cuando una nube luminosa los envolvió y de la nube salió una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en quien me he complacido; escuchadle. 6 Al oír esto los discípulos, cayeron rostro en tierra y quedaron sobrecogidos de espanto. 7 Entonces se acercó Jesús, los tocó y les dijo: Levantáos y no tengáis miedo 8 y cuando ellos alzaron los ojos, no vieron a nadie, sino a él, a Jesús solo. 9 Y mientras iban bajando del monte, les mandó Jesús: No digáis a nadie esta visión, hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos.

Sobre el monte desciende una nube luminosa, la nube de la presencia divina. Se puso sobre el Sinaí, como se dice en el libro del Éxodo: cuando "Moisés subió al monte, lo cubrió luego una nube. Y la gloria del Señor se manifestó en el Sinaí, cubriéndolo con la nube por seis días..." (Ex 24,15s). La gloria de Dios llena el templo: "Al salir los sacerdotes del santuario, una niebla llenó la casa del Señor; de manera que los sacerdotes no podían estar allí para ejercer su ministerio por causa de la niebla; porque la gloria del Señor llenaba la casa del Señor" (1Re 8,10s). La nube indica y al mismo tiempo encubre. Dios permanece en escondido y encubierto. Desde la nube resuena una voz que dice lo mismo que en el bautismo del Jordán: Este es mi Hijo amado, en quien me he complacido. Ahora el mismo Padre testifica lo que Pedro había confesado por divina revelación (16,17). El camino hacia Jerusalén ya está tomado y el objetivo de la muerte ya está ante la mirada. Sobre este camino resuena la voz del Padre. Al Hijo ha dado el Padre su gloria, que no se destruye ni extingue en la muerte. Irradiará con el más intenso fulgor en la más profunda obscuridad. Y así Jesús puede decir en el Evangelio de san Juan que "tiene que ser levantado" (Jn 3,14). La más profunda humillación en realidad será el más alto ensalzamiento. Los enemigos injurian a Jesús y blasfeman contra él incluso en las horas de la pasión, en las que se le golpea, se hace burla de él y se le humilla. En toda circunstancia descansará sobre él la complacencia de Dios. Jesús es el siervo obediente, que recorre el camino de la pasión y de la expiación vicaria. Esta obediencia y esta humillación voluntaria son muy agradables a Dios. La unidad y el amor entre el Padre y el Hijo no se alteran, sino que se profundizan. Como conclusión, la voz exhorta: Escuchadle.

Cuando Jesús anunció la pasión, encontró oídos sordos y corazones embotados (16,23). Los pensamientos de Dios todavía son extraños y están cerrados para los pensamientos de los hombres, ¿Logrará Jesús formar a los hombres y hacerles penetrar en los pensamientos divinos? La voz del cielo confirma la doctrina del Mesías, sobre todo la necesidad de padecer la pasión (16,21), e invita a rechazar la tentación satánica salida de labios de Pedro (16,23). Lo que dirá Jesús, otra vez lleva el sello de la confirmación divina. Jesús había exhortado a "oir" (13,9) y "escuchar" (13,18); ahora Dios interviene, y manda escuchar con autoridad todavía superior. Los discípulos caen atemorizados rostro en tierra y tienen que ser alentados por Jesús: "Levantaos y no tengáis miedo." Cuando se ponen en pie, solamente está Jesús. Han desaparecido los dos testigos, la nube y el fulgor luminoso de la figura de Jesús. Parece haber sido un sueño y sin embargo fue una realidad. El velo del mundo de Dios se dejó por un momento a un lado, y los testigos contemplaron la gloria descubierta. Dios se revela por medio de la palabra y de la figura. Da testimonio de sí a nuestros principales sentidos, el oído y la vista.

El camino normal de Dios es el camino que conduce a nuestro oído y, mediante el oído, a la obediencia del corazón. Pero a algunos elegidos Dios también se ofrece por medio de la visión. En el reino consumado la visión cabrá en suerte a todos: "Y nosotros todos, con el rostro descubierto, reflejando como en un espejo la gloria del Señor, su imagen misma, nos vamos transfigurando de gloria en gloria..." (2Cor 3,18). "Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal como es" (1Jn 3,2)... Al descender del monte Jesús ordena a los testigos que a nadie digan nada de la visión, antes que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos (17,9). Así como deben mantener oculta la mesianidad de Jesús (16,20), así también han de mantener oculto lo que acaban de ver. La razón es la misma. Los hombres deben obtener la salvación escuchando y obedeciendo, por medio del conocimiento de las señales y de la inteligencia creyente, y no por medio de noticias sensacionales. Sólo cuando Dios haya hablado definitiva y públicamente, y la mesianidad haya triunfado, en la resurrección de entre los muertos, se puede hablar de estos acontecimientos. Entonces la obra de Jesús queda concluida, y el alma creyente podrá descubrir y clasificar en Jesús los caminos de Dios. Así lo han hecho para nuestra fe los evangelistas en sus libros.

e) El retorno de Elías (Mt/17/10-13).

10 Y le preguntaron los discípulos: ¿Pues cómo es que dicen los escribas que primero tiene que venir Elías? 11 Él respondió: Sí, Elías vendrá y lo restablecerá todo. 12 Pero yo os aseguro que Elías ya vino y no lo reconocieron sino que hicieron con él cuanto se les antojó; así también el Hijo del hombre padecerá de parte de ellos. 13 Entonces comprendieron los discípulos que les había hablado de Juan el Bautista.

Desde 16,15 los discípulos ya pueden hablar abiertamente de la mesianidad de Jesús. Pero para la fe judía existe un problema. Según la convicción general, antes del Mesías, Dios debe enviar a Elías. Éste debe ser precursor y mensajero, el heraldo de la venida del Mesías. Así se decía en las últimas palabras del último profeta de Israel, Malaquías: "He aquí que yo os enviaré el profeta Elías, antes que venga el día grande y tremendo del Señor. Y él reunirá el corazón de los padres con el de los hijos, y el de los hijos con el de los padres; a fin de que yo en viniendo no hiera la tierra con anatema" (Mal 4,5s). La fe de los contemporáneos se apoya en este texto. ¿Cómo ha de basarse ahora en él, si no se cumple la promesa de Dios? ¿No es un argumento contra la afirmación de Jesús de que él es el Mesías? Quizás para los discípulos que han visto pruebas más convincentes este argumento tiene menos fuerza que para los adversarios que ahora y más tarde pueden esgrimir este argumento contra lo que se exige. Jesús confirma que Elías vendrá y "lo restablecerá todo", pero entonces Jesús hace la declaración asombrosa de que Elías ya vino y no lo reconocieron. A Elías le ocurrió como a él mismo, o sea que permaneció desconocido, y su misterio quedó oculto a los hombres. Procedieron con Elías de acuerdo con su petulancia. No de acuerdo con la voluntad de Dios, sino de acuerdo con su propia voluntad, "como se les antojó". Estaban obcecados y procedieron mal. Hubiesen tenido que reconocer a Elías en sus acciones y en sus palabras. ¿No lo ha "restablecido todo", no ha allanado los caminos, rellenado los valles y rebajado los montes? ¿No estaban sobre el umbral de su vida las siguientes palabras: "Irá delante de él con el espíritu y poder de Elías..." (Lc 1,17)? ¿No ha anunciado Juan el último tiempo y sobre todo al más fuerte, que ya está dispuesto con el bieldo en la mano para limpiar el grano en la era, quemar la paja en el fuego y recoger el trigo en el granero de Dios (cf. 3,12)?

Su nombre no era Elías, pero cumplió el encargo de Elías, o sea ser profeta de ultima hora y preparar el pueblo para el reino de Dios. Si no habían ya reconocido esta "señal del tiempo", ¡cuánto menos reconocerán las señales del Mesías! Por eso el Hijo del hombre también tiene que sufrir la pasión, y por cierto ante ellos. Es la misma generación desobediente y obstinada, que se opone a los caminos de Dios y recorre sus propios caminos. Hemos leído que Herodes había sido la causa inmediata de la muerte del Bautista (14,3-12). Pero la culpa alcanza a todos, porque no siguieron la llamada de Juan y no se convirtieron. "Se presentó Juan ante vosotros por el camino de la justicia, y no creísteis en él" (21,32a). El Mesías también tiene que recorrer el mismo camino. Así la muerte del Bautista es iluminada con una nueva luz. No solamente es una consecuencia de un humor no dominado y del juramento irreflexivo de un príncipe. Juan no sólo es víctima del odio de Herodías, no es un profeta trágicamente fracasado, sino que es precursor de la salvación mesiánica en su muerte. En esto Juan llega a tener la más profunda semejanza con Jesús, Juan también, tuvo que morir como el grano que se echa al suelo, y sólo entonces produce fruto (cf. Jn 12,24). Los discípulos entienden esta instrucción. Se les ha solucionado otro enigma. Por medio de la palabra se les interpreta la figura del Bautista. Así se juntan -muy despacio, pero sólidamente- los anillos de la cadena. También se entenderán mejor a sí mismos, paso a paso. Sobre todo tienen que reconocer que, como testigos de Jesús, de su humillación y de su gloria, tampoco pueden evitar el camino de la pasión. Porque la vida viene de la muerte.

f) Curación de un lunático (Mt/17/14-21).

14 Cuando llegaron a donde estaba la multitud, se le acercó un hombre, se arrodilló ante él, 15 y le dijo: Señor, ten compasión de mi hijo, que está lunático y se encuentra muy mal, y muchas veces cae al fuego y otras al agua. 16 Lo he llevado a tus discípulos, pero no han sido capaces de curarlo.

Así como el centurión había rogado por su criado, y la mujer cananea por su hija, así ahora un hombre ruega por su joven hijo. Es lunático, y se lastima de diversos modos por esta enfermedad(*). El hombre quizás no quería molestar a Jesús, como el centurión, que no se consideraba digno de recibir a Jesús en su casa (8,8). Por eso intenta lograr primero la curación de su hijo por medio de los discípulos, y les ruega que liberen al muchacho de la enfermedad. Los discípulos no consiguieron curarlo. El interés del evangelista se ha concentrado en esta observación del hombre. Al evangelista no le interesa tanto la curación del muchacho como la instrucción de los discípulos sobre la fe. Lo que sucede en la curación se convierte en una catequesis sobre la fe. Puesto que los discípulos no le pudieron ayudar, el hombre tiene que volverse a Jesús. Se le aproxima, se postra de rodillas, y le suplica que tenga compasión de su hijo. ¿Qué hará Jesús? ¿Recompensará la confianza, como siempre ha hecho hasta ahora, y socorrerá al enfermo sin decir nada?
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* Entonces era tenida por una forma de posesión demoníaca. Cf. el relato circunstanciado de Mc 9,14-29, en que se describe la enfermedad como epilepsia.
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17 Jesús respondió: ¡Oh generación incrédula y pervertida! ¿Hasta cuándo tendré que estar con vosotros? ¿Hasta cuándo tendré que soportaros? Traédmelo acá. 18 Jesús le increpó, el demonio salió del muchacho y éste quedó curado desde aquel momento.

La respuesta de Jesús al ruego del hombre hace temblar. Con un gemido lastimero exclama: "¿Hasta cuándo tendré que estar con vosotros? ¿Hasta cuándo tendré que soportaros?" Hacía ya mucho tiempo que había empezado la pasión del Mesías, sin que lo notaran los hombres, ni siquiera los discípulos. Son dolores que no podemos imaginarnos y que no podemos padecer. Tan graves dolores del alma no están causados por sufrimientos corporales ni tampoco por decepciones humanas, sino por el hecho de soportar la incredulidad, la experiencia de la esterilidad, de la aridez del campo y de la ineficacia del trabajo. Jesús abrió su alma "con gritos y lágrimas" en los días de su vida mortal (Heb 5,7). No sólo conmueve su alma la muerte, sino desde ya mucho tiempo antes la incredulidad. Jesús abrió su alma sólo a Dios, en el silencio de la noche, en la soledad del monte. Aquí la queja y el dolor brotan de él en público y sin reservas. Y por si fuera poco, también los discípulos pertenecen a la generación incrédula y pervertida. Aunque en otras ocasiones estén separados del pueblo y de los adversarios, aunque se les llame dichosos, porque ven y oyen (13,16s), aquí parece que se haya olvidado todo. Es la fría muralla de la incredulidad la que está enfrente de Jesús. Este rasgo profundamente humano, que aquí sale a la luz, para nosotros es conmovedor y al mismo tiempo consolador. Conmovedor, porque llegamos a ser testigos de cómo sufre el Mesías, a pesar de que solamente nos trae bienes. Consolador, porque Jesús se muestra como verdadero hombre, para quien no es extraño ningún movimiento de las facultades sensitivas ni ninguna conmoción del alma. que también nos afecte a nosotros. Jesús manda que le traigan el joven y lo cura. Bastan unas palabras imperativas: Jesús le mandó. Entonces desaparece la enfermedad que había hecho presa en él. Jesús estaba enteramente de parte de Dios, y para él nada es imposible. Por eso Jesús posee un poder único, porque su propia confianza y su entrega a Dios son tan perfectas.

19 Entonces, acercándose los discípulos a Jesús, le preguntaron aparte: ¿Por qué nosotros no hemos podido arrojarlo? 20 Él les contesta. Por vuestra poca fe. Porque os aseguro que, si tuvierais una fe del tamaño de un granito de mostaza, diríais a este monte: Trasládate de aquí allá, y se trasladaría; y nada os sería imposible (*).

Inmediatamente después sigue una conversación entre Jesús y los discípulos, a la cual estaba dirigida la narración de san Mateo. De nuevo se retiran y son instruidos separadamente. Los discípulos preguntan por qué no podían curar al muchacho. Jesús contesta concisa y atinadamente: Por vuestra poca fe. Aquí se hace una distinción. Ellos no pertenecen en el sentido estricto de la frase a la "generación incrédula". Su defecto no es la incredulidad, sino la poca fe, la fe insuficiente, todavía no desarrollada, que ha llegado a la plena comprensión y vigor, y que domina a todo el hombre. La fe existe, pero es mediocre, pusilánime, endeble. Si estuviera plenamente desarrollada, "diríais a este monte: Trasládate de aquí allá y se trasladaría". Es un ejemplo muy gráfico. Se dice en serio. Naturalmente en la vida de los discípulos y de la Iglesia no se trata de cambiar de lugar las montañas. La fe tiene que conseguir otra cosa, ha de transformar a los hombres y hacerlos aptos para Dios. Como el ojo de la aguja en lo que dijo el Señor sobre la riqueza (19,24), aquí el monte ha sido también escogido como ejemplo gráfico. La fe íntegra lo puede todo. Es audaz y arrojada, y se atreve a lo que en apariencia es imposible, como acontece con Pedro cuando salta de la barca para andar sobre el agua. La fe deja a Dios la solicitud por la comida y la bebida y por las demás necesidades de la vida, cuando ha comprendido la única cosa necesaria (cf. 6,33). Sobre todo no se debilita ni se equivoca en la prueba, en el sufrimiento, en la enfermedad, en la persecución, maledicencia, ultraje, incluso en la obscuridad de la muerte. El que en todo eso logra no agarrarse a su vida, sino dejarla en manos de Dios, hace algo mayor que mover un monte de un lugar a otro.
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* El versículo 21 dice así: "Y, además, que esta casta de demonios no se expulsa mediante la oración y el ayuno". El versículo falta aproximadamente en la mitad de los manuscritos antiguos y es probable que se haya introducido aquí a causa del pasaje paralelo de Marcos 9,29.
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B) Segundo anuncio de la pasión (Mt/17/22-23).

22 Mientras andaban juntos por Galilea, les dijo Jesús: El Hijo del hombre ha de ser entregado en manos de los hombres, 23 y le darán muerte; pero al tercer día resucitará. Y ellos quedaron consternados.

Por segunda vez Jesús habla abiertamente de la pasión del Mesías. Esta vez habla de una forma algo más breve, y en parte con otras expresiones. Es significativo lo que se dice al comienzo: que ha de ser entregado en manos de los hombres. El que pertenece por completo a Dios, llegará a ser presa de los hombres. Podrán hacer con él, y de hecho lo harán, "cuanto se les antoje" cf. ]7,12). Manos de hombre le cogerán y atarán, le darán golpes, le oprimirán la cabeza con una corona de espinas, lo arrastrarán al monte y lo clavarán en la cruz. Realmente será puesto en manos de hombres, que vendrán a ser el instrumento de la arbitrariedad y de la violencia humanas. El mismo Dios deja de la mano a su Mesías, lo entrega. Lo da a la impotencia, sin liberarle de ella. Al primer anuncio Pedro había reaccionado con su apasionada protesta (16,22). Después del segundo anuncio solamente se dice que quedaron consternados. Ésta es otra manera de responder a las palabras de la pasión: tristeza y resignación, que son también, a su manera, un modo de dejarse caer. La tristeza puede ser una simpatía y compasión humanas y ardientes, o también la gran tristeza por el estado del mundo (d. 5,4). Aquí la tristeza más bien es un desaliento de la voluntad humana de vivir, porque el sentido del mensaje todavía no se ha entendido.

h) Jesús y la contribución para el templo (Mt/17/24-27).

24 Cuando entraron en Cafarnaúm, se acercaron a Pedro los que cobraban el impuesto de las dos dracmas y le preguntaron: ¿Vuestro maestro no paga el impuesto? 25 El contesta: Claro que sí. Cuando Pedro llegó a la casa, Jesús se anticipó a decirle: ¿Qué te parece, Simón? ¿De quiénes reciben impuestos o tributos los reyes de la tierra: de sus hijos o de los extraños?

En el recorrido por la Galilea (17,22) Jesús llega otra vez a "su ciudad", Cafarnaúm. Entonces vienen unos cobradores de impuestos y preguntan a Pedro si su Maestro paga el impuesto prescrito del templo. No era el impuesto que era recaudado para el imperio romano por medio del gobernador, sino un impuesto personal propio de los israelitas, Cualquier varón israelita adulto había de contribuir a conservar el templo y a mantener el ofrecimiento de sacrificios. Por abreviar aquí se dice solamente "el impuesto de las dos dracmas"; todos sabían a qué se hacía referencia con esta expresión (*). Es sintomático que aquí de nuevo se haga la pregunta a Pedro. Éste contesta con naturalidad diciendo que sí. Jesús es un israelita con todos los derechos y obligaciones. Habla del templo con profundo respeto, aunque conoce el carácter provisional del templo (12,6); Jesús tiene el ofrecimiento de los sacrificios por una evidente obligación (cf. 5,23s).
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* IMPUESTOS/JUDIOS El impuesto personal, que se pagaba todos los años, fue introducido por Nehemías (Neh 10,32s). Se recaudaba el mes de adar antes de la fiesta de la pascua y ascendía a medio siclo por persona. Medio siclo corresponde a dos dracmas, de aquí el nombre de didracma o dracma doble. Es la unidad básica griega como medio de pago. Al siclo israelita correspondía el estáter, que vale cuatro dracmas. El estáter que Pedro ha de sacar del pez, equivale al impuesto de dos personas: un estáter = 4 dracmas = un siclo. Cf. H. HAAG, Diccionario de la Biblia, Herder, Barcelona, 4, 1967. col.1965s.
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26 Al contestar él que de los extraños, le dijo Jesús: Por consiguiente, exentos están los hijos. 27 Sin embargo, para no darles motivo de escándalo, vete al mar, echa el anzuelo, y al primer pez que pique, sácalo; luego le abres la boca, y encontrarás un estáter; tómalo y dáselo a ellos por ti y por mí.

Antes que Pedro pueda informar o pueda desembolsar lo que exige el cobrador de impuestos, se le anticipa Jesús con una pregunta. El diálogo a solas vuelve a tener lugar "en casa". Jesús aduce una comparación para ilustrar el caso. Los reyes de los reinos terrenales recaudan sus impuestos de los extraños, pero no de los que pertenecen al propio pueblo, por no hablar de los miembros de su propia familia. ¿Qué significa la comparación? Los hijos están exentos, sobre todo lo está el Hijo por antonomasia. Mediante la filiación de Jesús los discípulos participan en esta libertad, forman parte de la familia del Mesías (cf. 12, 46-50). Jesús no tiene necesidad de pagar ningún impuesto del templo, porque es el Hijo del Padre. En él hay uno "más grande que el templo" (12,6). Son palabras sublimes que, como aquellas otras: "Aquí hay uno que es más que Salomón" (12,42b), ponen de manifiesto quién es Jesús. Pedro lo había confesado (16,16), pero no lo había examinado minuciosamente en sus repercusiones prácticas. ¿Quién llegaría también a este pensamiento? Los caminos de la fe son extensos y ramificados. La fe penetra despacio y paulatinamente en todos los ámbitos de la vida, de tal forma que la más pequeña cuestión, por trivial y práctica que sea, ha de ser vista y solucionada a la luz de la fe. De nuevo surge la posibilidad del escándalo. Jesús la toma tan en serio, que en esta cuestión incluso procede de una manera distinta de la que piensa según los principios. Pero procede de un modo soberano. No se sacan las dos dracmas de la caja común, sino que hay que encontrarlas. Por medio del pequeño milagro debe patentizarse que el mismo Dios cuida de este asunto. Así se echa de ver la exención del Mesías, se honra a Dios y no se da escándalo a los hombres. En la vida de la Iglesia también hay situaciones, en las que tiene que ser tenido en cuenta el escándalo de los demás. A menudo no se puede hablar con una claridad total o no se puede proceder con una consecuencia radical para no derribar más que construir. No es fácil encontrar estos caminos. Y junto a ellos están al acecho los peligros de ilusión, del temor a los hombres o de táctica. Sólo la fe íntegra, capaz de trasladar montañas, puede recorrer estos caminos con seguridad.