CAPÍTULO 05


II. DOCTRINA DE JESÚS (5,1-7,29).

El Evangelio de san Mateo se caracteriza especialmente por los grandes discursos. En cada uno de estos discursos ocupa el centro un tema de la predicación de Jesús. El primero y el más importante es el llamado «sermón de la montaña». En él se ponen los fundamentos del reino mesiánico. Desde los tiempos más antiguos del cristianismo hasta hoy día estos tres capítulos actuaron como un horno ardiente que atizaba el fuego del Evangelio en innumerables corazones. Es como si se entrara en una catedral construida de grandes sillares. Es «el Evangelio del Evangelio».

INTRODUCCIÓN /Mt/05/01-02).

1 Cuando vio aquellas muchedumbres, subió al monte; se sentó y se le acercaron sus discípulos. 2 Y abriendo sus labios, los instruía así:...

Las «muchedumbres» que contempla Jesús, son las que le habían seguido, aquella multitud abigarrada procedente de todos los territorios de Israel (4,25). Así pues, el discurso debe estar dirigido a toda la tierra de Israel (4,25), a los representantes de todas las zonas y tribus. Con esto sólo se recalca la importancia de la predicación que sigue. Se recalca esta importancia diciendo que Jesús «subió al monte» y allí se sentó. No se dice qué montaña es. Carece de fundamento cualquier suposición sobre este particular. Se alude a la montaña como tal, al lugar elevado, desde el cual se puede contemplar una gran muchedumbre, pero también es el lugar de la instrucción divina. Así también estaba Esdras, cuando leyó al pueblo el libro de la ley «en un lugar más elevado que todos» (Neh 8,5). La postura de estar sentado es propia del maestro. Los rabinos se sentaban en la cátedra de Moisés en las sinagogas (cf. 23,2), en la basílica de san Pedro en Roma, Pedro está sentado en la cátedra con el brazo derecho levantado en actitud de enseñar. Al antiguo arte cristiano gusta de representar así a Cristo. Lo que aquí oímos es enseñanza que se propone con pleno poder y con la autoridad de Dios. El discurso va dirigido a todo Israel, pero también a sus discípulos. Se les menciona de propósito, se le acercan. Le pertenecen. Es el principio del Israel despertado de nuevo, convocado de entre las doce tribus. La coordinación de pueblo y discípulos no hay que entenderla como si algunas partes del discurso estuvieran destinadas a la generalidad, otras solamente para los discípulos. Tampoco hay que entender esta coordinación como si las palabras solamente se dirigieran a los discípulos, y las masas sólo fueran espectadores. Jesús habla a los discípulos como al verdadero Israel, que ahora ya existe, y Jesús habla a todos como al Israel de la esperanza y del futuro. O viceversa: Jesús habla a todos los oyentes de la verdadera voluntad de Dios, que todos ellos tienen que cumplir, pero que los discípulos ya han empezado a cumplir. No es un discurso para los que tienen un gusto exquisito en materia religiosa, para los piadosos y obedientes, sino para todos los que están llamados a ser discípulos, al «Israel», que quiere tener realmente a Dios, a quien todos deben pertenecer, incluso nosotros mismos...

Así pues, todas las palabras van dirigidas a nosotros, y no hay posibilidad de soslayar sus grandes exigencias.

1. VOCACIÓN DE LOS Discípulos (05, 03-16).

a) Las bienaventuranzas (Mt/05/03-12).

El discurso empieza con la palabra «bienaventurados», que se repite ocho veces. Es una proclamación, es una promesa. una apelación cordial, cuyo sentido es ¡dichosos vosotros! Esta palabra se emplea en el Antiguo Testamento para desear la victoria, la paz y la felicidad, y para aclamar. Lo contrario son las condenaciones conminatorias encabezadas con la exclamación «¡ay de vosotros!». Bienaventuranza y conminación van dirigidas a personas concretas.

San Mateo inicia el discurso con una larga serie de tales bienaventuranzas. En el capítulo 23 hay una serie todavía más larga de conminaciones contra los «escribas y fariseos» (Cf. Lc 6,20-26, donde cuatro bienaventuranzas van seguidas de las cuatro imprecaciones correspondientes. Según convicción general las cuatro bienaventuranzas de san Lucas son más primitivas que las ocho de san Mateo; lo mismo puede aplicarse al uso de la segunda persona en vez de la tercera en san Mateo). Las bienaventuranzas aquí revelan la imagen auténtica del pueblo de Dios y con ello, la de los elegidos por Dios. Allí las conminaciones juzgan al falso Israel y a todos los que no conocen ni cumplen la voluntad de Dios. Las ocho bienaventuranzas juntas dan una idea del perfecto discípulo de Jesús, que se expone con más pormenor en todo el sermón de la montaña. Aquí ya podría servir de título lo que leeremos más adelante en un importante pasaje: «Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial» (5,48).

3 Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.

Jesús fue enviado «a llevar la buena nueva a los pobres» (Is 61,1). En primer lugar, en el Antiguo Testamento no se tenía ninguna estima de los pobres, antes bien las propiedades y las riquezas eran consideradas como signo de la bendición de Dios. Sin embargo, en tiempo posterior se reconoce más claramente que el indigente y desvalido puede estar especialmente cerca de Dios. Así puede haberlo confirmado la experiencia de tales hombres. Así especialmente en los salmos vemos representado al pobre, que es amado por Dios y está especialmente vinculado a su benevolencia (Cf. Sal 18,28; 41,17; 86,1s; 70.6). Este «pobre» ha aprendido a ver de una forma nueva su destino. No se siente como desatendido ni desamparado. Su carencia de bienes terrenos se le convierte en riqueza de bienes espirituales, en libertad ante Dios, en humildad y esperanza. Jesús se refiere a estos «pobres». No están descontentos con su suerte ni traman una revolución violenta. No son tontos, de pocas luces o ineptos, sino pobres «en el espíritu», su pobreza tiene una faceta espiritual. Transfieren su modesta posición en la sociedad terrena a sus relaciones con Dios. Todo lo esperan de él, no se fían de los propios bienes de justicia y piedad. Por consiguiente toda su vida ha llegado a ser pobre, la vida terrena y la vida espiritual. A estos pobres espirituales se promete el reino de Dios. Si lo miramos bien, sólo ellos pueden entrar en posesión del reino de Dios, porque no traen nada consigo, sino que todo lo esperan de arriba. Están libres de la carga de los bienes terrenos y de la carga de la propia presunción, por eso también están libres para Dios. Tienen que ser espiritualmente pobres todos los que quieren entrar en posesión del reino de Dios, solamente a ellos se les puede hacer donación de este reino.

4 Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.

Así como el Mesías debe llevar la buena nueva a los pobres, así también debe «curar a los de corazón lastimado» y proclamar la hora en que se consolará «a todos los que lloran» (Is 61,1s). Los que lloran son aproximadamente los mismos que los «pobres en el espíritu»: todos los que presentan a Dios su sufrimiento, la inquietud silenciosa en el corazón, y el grito del dolor penetrante. Hay muchas lágrimas en el mundo, un mar de lamentaciones y sufrimientos. Llanto por la pérdida de un ser querido, de bienes o incluso de prestigio, por los desengaños y reveses de fortuna, pero detrás de todo esto hay una gran tribulación. Es el llanto por el estado perdido del mundo, en el que no son respetados Dios y su ley; es el llanto inherente a toda pesadumbre particular. Es el llanto que tiene toda persona que ve y está en vela. No sólo ve su propio destino personal con sus miserias, sino lo general, todo el mundo en un estado de confusión y sufrimiento. Pero los discípulos no deben ser personas cuyos ojos parezcan lúgubres y los rostros melancólicos; no han de llevar la cabeza gacha. Aceptan el dolor sin asustarse, pero tampoco lo alejan de sí a la ligera. Abren su alma oprimida a Dios. Y Dios los consolará ya ahora, cuando el esperado «consuelo de Israel» (Lc 2,25) manifiesta la promesa liberadora, pero sobre todo cuando Dios «enjugará toda lágrima de sus ojos, y la muerte ya no existirá, ni llanto, ni lamentos, ni trabajos existirán ya» (Ap 21,4)...

5 Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra.

Casi lo mismo leemos en el Sal 36,11: «los mansos heredarán la tierra». ¿Quiénes forman parte de este grupo? Los «pobres» y los «mansos» están estrechamente unidos en el Antiguo Testamento. Ambos se contentan con todo y son pobres, se conforman con la voluntad de Dios y están llenos de esperanza en la benevolencia divina. No oprimen ni explotan, ni pretenden una venganza feroz ni la obtención violenta de sus objetivos. Saben que Dios odia la injusticia social y juzga a los opresores orgullosos: «Porque ellos venden el justo a precio de plata, y el pobre por un par de sandalias; abaten hasta el suelo las cabezas de los pobres, y esquivan el trato con los humildes; recuéstanse junto a cualquier altar, sobre los vestidos tomados en prenda, y en la casa de su Dios beben el vino de aquellos que han sido multados» (Am 2,6s.8). Los pobres y los mansos también saben que Dios «juzgará a los pobres con justicia, y tomará con rectitud la defensa de los humildes de la tierra» (Is 11,4). Son los sencillos, los doblegados, pero son personas enteramente abiertas para Dios. Los mansos heredarán la tierra. ¿Qué tierra es ésta? En primer lugar la tierra de la promesa, Canaán, que los israelitas tenían ante su vista en el desierto y miraban con ansia, y que luego obtuvieron de Dios como regalo gratuito. Esta tierra fue profanada por el culto idolátrico y la apostasía, se perdió en el gran reino de Babilonia, fue de nuevo otorgada después de la cautividad. Con todo en la historia del pueblo nunca pareció que su posesión estuviera plenamente asegurada. En la catástrofe del año 70 después de Jesucristo, fue de nuevo conquistada y poseída por los romanos. Entonces se rompió definitivamente la unidad entre Dios, el pueblo y la tierra. Mucho tiempo antes ya se había espiritualizado la esperanza: la tierra se convirtió en el símbolo de la herencia celestial imperecedera. Así continúa el anhelo, incluso más allá del Nuevo Testamento, hasta el futuro del reino de Dios. También la tierra, como espacio donde se desarrolla la vida, pertenece a cada hombre y a cada pueblo. Los escribas dicen que «no es persona humana quien a ninguna tierra puede llamar propia» Llegará a restablecerse la unidad de Dios, pueblo y tierra, pero de una forma nueva y muy distinta de antes. No poseerán la tierra los conquistadores y soberanos, sino los que se han doblegado, los mansos y los pacíficos de la tierra...

6 Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.

El hambre en el mundo. En efecto, ningún tiempo ha experimentado y sufrido esta indigencia tan profundamente como el nuestro. El hambre es como un clamor que surge de todo el género humano, una indigencia del hombre, que nos sobrecoge a la vista de mil escenas y casos angustiosos. Se promete a los hambrientos la saciedad, pero una saciedad completa y duradera, que jamás dejará pendiente una necesidad. Esta saciedad tampoco se logra ahora, sino en el comienzo del reino de Dios. Más tarde Jesús subrayará claramente estas palabras mediante su obra: en la prodigiosa multiplicación de los panes (14,13-21; 15,32-39). Pero es importante que los hambrientos sean como los «pobres» y «mansos», que llenos de confianza ponen su vida en manos de Dios, y de él esperan la ayuda en la necesidad. Pero el hambre del cuerpo sólo es una faceta del hambre humana. Las voces que piden pan son voces de todo el hombre. Aunque el cuerpo esté saciado, pero queda otra hambre y sed, que puede ser igualmente atormentadora, pero todavía mucho más intensa. Es el hambre del espíritu y del corazón, de ser tal como Dios nos ha creado y nos quiere tener. Esta bienaventuranza habla de esta hambre. La saciedad se promete a los que tienen hambre y sed de justicia. Ésta no es la justicia civil de la jurisprudencia, tampoco es la justicia en el trato cotidiano con los demás, justicia que con frecuencia echamos de menos con dolor. Aquí hay que entender la justicia en el sentido en que se llamó justo a José. Es la justicia que hace perfecto al hombre ante Dios, es esta misma perfección. El que quiere ser justo, ansía cumplir íntegramente y sin reserva la voluntad de Dios. No se indica si esta justicia también puede lograrse con la actuación humana o si sólo es un obsequio propicio de Dios. Más adelante se esclarece esta cuestión mejor que en el texto que comentamos (Cf. 6,1.33;25,14-30). Lo principal es que el hombre tenga el anhelo de dirigir su vida hacia Dios, y de ver el sumo bien de su vida en la justicia que le hace digno de Dios. Pero ciertamente se dice que la suprema saciedad y la más profunda satisfacción del ser humano no tiene lugar aquí, sino en el tiempo futuro... No es que se huya de la realidad o se entumezca la actividad humana, sino que se adquiere el conocimiento desapasionado de la verdad de que el hombre no vive sólo de pan (cf. 4,4).

7 Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.

Jesús promete el reino de Dios a los pobres en el espíritu, a los que lloran, a los mansos y a los que tienen hambre de justicia. Es común a todos ellos que su vida no está cerrada, sino abierta por la necesidad. Todos experimentan su indigencia, su debilidad, su dependencia, el carácter truncado de su vida. Lo mismo puede decirse de los misericordiosos. Se los declara bienaventurados, porque obran el bien, colocan la misericordia por encima del derecho, no tratan con hostilidad al prójimo, sino que alivian las necesidades y curan las heridas. No por sentimientos benévolos y amistosos hacia los hombres, sino porque saben que necesitan la misericordia de Dios, viven continuamente de ella. No juzgan para no ser juzgados (7,1); no pagan mal por mal, porque a ellos sólo se los retribuye con bienes; no condenan al hermano, porque ellos no son condenados; perdonan a los que les hacen injusticias, porque son constantemente perdonados por Dios (cf. 6,14s; 18,35). Pero sobre todo no podrán sostenerse el día del juicio sin esta misericordia. Así como su anhelo tiende a la saciedad y a la posesión de la «tierra», también tiende a la gran misericordia en el juicio...

8 Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.

No sólo tenemos hambre y sed de justicia, sino también, y con mucha mayor intensidad, tenemos hambre y sed de contemplar a Dios. Todo el mundo y su gloria sólo es un reflejo de la belleza de Dios. En todas partes están grabadas las huellas de Dios, en el fulgor radiante del sol, en la sencilla nitidez de la flor, cn el rostro del niño. Pero al mismo Dios no lo vemos. Cuando el israelita subía por el monte de Sión para ir al templo, pedía a Dios la gracia de verle: «Sedienta está mi alma del Dios viviente. ¡Ay! ¿Cuándo tornaré y veré de Dios la cara?» (Sal 41,3). Moisés pide a Dios la misma gracia: «Muéstrame tu gloria.» Respondió el Señor: «Yo te mostraré a ti todo el bien y pronunciaré el nombre del Señor delante de ti. Usaré de misericordia con quien yo quiera y haré gracia a quien me plazca. En cuanto a ver mi rostro, prosiguió el Señor, no lo puedes alcanzar, porque no me verá hombre alguno sin morir. Mas yo tengo aquí, añadió, un paraje especial mío. Tú, pues, te estarás sobre aquella peña. Y al mismo tiempo de pasar mi gloria te pondré en el resquicio de la peña y te cubriré con mi mano derecha hasta que yo haya pasado. Después apartaré mi mano y verás mis espaldas; pero mi rostro no podrás verlo» (Ex 33,18-23). Sólo se otorga en parte la gracia pedida. La visión de Dios aquí nos está prohibida y está reservada a la eternidad. El Dios oculto e invisible mora en la luz inaccesible. «Ningún hombre lo vio ni puede verlo» (1 Tm 6,16). Pero luego sucederá el prodigio de que Dios llegue a ser visible a nuestros ojos glorificados. No todos verán a Dios, sino solamente los limpios de corazón. Con estas palabras se alude a una íntima pureza y claridad, por así decir, a un receptáculo perfectamente diáfano y limpio para la plenitud de aquella luz. El corazón se ensucia con pecados de toda clase: «Lo que sale de la boca, del corazón procede, y esto sí que contamina al hombre. Porque del corazón salen las malas intenciones, homicidios, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios, injurias» (15,18s). El mal nace en el corazón. De este modo se vuelve impuro el corazón y, por tanto, todo el hombre (cf. 6,22s). Son limpios de corazón aquellos de quienes procede el bien, los pensamientos de amor y de misericordia, el anhelo de Dios y de su justicia. Este anhelo quedará satisfecho, si el mismo Dios se ofrece a nuestros ojos de una forma imponente y beatificante...

9 Bienaventurados los pacificadores porque ellos serán llamados hijos de Dios.

«Dios es un Dios de paz, tiene designios de paz, y no de aflicción» (Jer 29,11). En él está la plenitud de la vida, pero ningún antagonismo ni contradicción. En nuestro mundo y en la sociedad humana hay discordias y contiendas bulliciosas. Se ha roto la unidad, se ha perturbado la paz. No solamente se trata de sentimientos benignos, de tolerancia o disposición para ceder. La paz es un bien excelso, en último término un bien divino como la justicia y la verdad, una prenda de la salvación, que el hombre debe seguir dando. Nuestra aspiración tiende a una paz en la que Dios esté incluido y los hombres estén de acuerdo entre sí y con Dios. Cuando éste no es el caso, incluso puede suceder que surja la división entre los padres y los hijos, entre los esposos, «y serán enemigos del hombre los de su propia casa» (10,36). Bienaventurados los que traen la paz, reconcilian a los contendientes, apagan el odio, unen lo que está separado. En la vida cotidiana normal, con un pequeño gesto, con una palabra conciliadora, que procede de un corazón lleno de Dios. Bienaventurados los que sienten estas ansias y velan por la paz entre las naciones y trabajan por ella con intención pura. Sobre todo bienaventurados los que ponen paz entre Dios y el hombre. Éste es el especial encargo de cualquier servicio apostólico, que según dice san Pablo, en el fondo es «servicio de la reconciliación» y «mensaje de la reconciliación» (2Cor 5,18-21). Pero también puede decirse de cualquier cristiano. El que irradia la propia paz en Dios, no necesita abundar en palabras: será camino y puente para que muchos encuentren esta paz. Al fin de los tiempos todos serán llamados hijos de Dios, es decir serán hijos de Dios. Jesús siempre emplea nuevas imágenes para describir la vida en la consumación del reino: posesión de la tierra, saciedad, visión de Dios, filiación divina. El Antiguo Testamento llama «hijos de Dios» a los ángeles y seres celestiales, pero raras veces a los hombres. Es un privilegio de personas ensalzadas, sobre todo de los reyes de Israel. En la expectación también se designa como hijo al futuro Mesías: «Hijo mío eres tú, yo te he engendrado hoy» (2,7), y en el bautismo mostró el Padre con las mismas palabras su predilección por su «hijo amado» (Lc 3,22). Esta filiación del Mesías es única y sin igual. Pero las demás deben venir a ser un tesoro general de salvación en la eternidad. Ésta es la metáfora más bella de nuestra elección y vocación. Indica una plena solidaridad con Dios, un amor personal como el que hay entre el Padre y el Hijo, la proximidad íntima del soberano universal, la armonía con el Dios santo. Ahora ya se lleva a término algo de esta promesa para el tiempo futuro. No todavía en sentido pleno, pero sin embargo ya está en vigor real y verdaderamente lo que se dice de nosotros en la primera carta de san Juan: «Somos llamados hijos de Dios. ¡Y lo somos!» (I Jn 3,1)...

10 Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.

En todos los tiempos ha habido persecuciones, por enemistad personal, por aversión racial, por discordias sobre la propiedad entre tribus o naciones, pero ¿se puede ser perseguido por «causa de la justicia»? Se trata de aquella justicia de Dios, de la que debemos tener hambre y sed (5,6): la entrega a Dios y la perfecta pureza y orden en la vida, a imitación de Jesús. Esta justicia ¿no tendría que acuciar a los demás, en vez de repudiarlos? ¿No tendría que entusiasmar a los demás, en vez de excitarlos al odio? Jesús sabe y atestigua aquí que incluso la mayor honradez puede convertirse en motivo de enemistad. Juan el Bautista fue encarcelado por su integridad, y por ella fue muerto (4,12; cf. 14,3-12). El mismo Jesús tuvo que experimentarlo en su propio destino. También puede aplicarse a los que son sus discípulos. A pesar de todo son bienaventurados. Su futura exaltación estará en vivo contraste con su humillación actual. Todos los que por causa de aquella justicia han sufrido el oprobio y la persecución, recibirán el reino de Dios. Aunque en su vida terrena exteriormente no se pueda ver nada de su gloria, aquella promesa se mantiene firme y está asegurada por la palabra del Señor. Con ella se podrán esclarecer y suprimir muchos desalientos y cansancios...

11 Bienaventurados seréis cuando, por causa mía, os insulten y persigan y digan toda clase de calumnia contra vosotros. 12 Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa es grande en los cielos; pues así persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.

La última bienaventuranza no se ajusta a las anteriores. La simetría de la tercera persona: «Bienaventurados los...», es relevada por el tratamiento conmovido en segunda persona: «Bienaventurados seréis...» Esta última bienaventuranza también es considerablemente más extensa que todas las precedentes. Se refiere al versículo décimo con el tema de la persecución y refuerza todavía la oración encabezada por la voz «bienaventurados» con la exclamación: «Alegraos y regocijaos.» «Perseguidos por causa de la justicia» y perseguidos por causa mía son dos ideas yuxtapuestas que se explican mutuamente. Porque solamente se puede conseguir la verdadera justicia por el camino de Jesús y de su doctrina. Y viceversa: el que sufre persecución por causa de Jesús, al mismo tiempo es perseguido por causa de la justicia. No hay ninguna grieta entre el Antiguo Testamento y la doctrina de Jesús, sino plena unidad. Los escribas y fariseos tampoco pueden recurrir a la justicia del Antiguo Testamento y de su propia vida para oponerse a la doctrina de Jesús. Múltiples son las formas de la enemistad: se los cargará de insultos y maledicencias, incluso de toda clase de calumnia. Todo esto sucederá, pero será falso e inventado. Cuando Jesús está ante el sanedrín, es difamado, y se hace mofa de él incluso al pie de la cruz. Los discípulos lo tendrán constantemente ante su mirada y ya no se sorprenderán...

Estos hechos no deben producir en ellos ninguna tristeza ni lamentación, ninguna terca irritación o ira enconada, antes bien deben ser causa de alegría y regocijo. No por causa de los insultos y humillaciones, sino porque su recompensa es grande en los cielos. Jesús no da ningún consuelo barato para el otro mundo, pero dice sobriamente que no hay que esperar en la tierra esta recompensa. Aquí los discípulos son entregados como él a los poderes del mal, a la mentira y a la enemistad. ¿Cuál es esta gran «recompensa en los cielos»? Es lo que se ha prometido con locuciones siempre nuevas: el mismo Dios, su soberanía real, la visión de Dios y la posesión de la tierra, la filiación divina...

Los discípulos deben prepararse no solamente con vistas a un tiempo futuro que está ante ellos con incertidumbre, sino también en vista del tiempo pasado, de la historia de los antepasados. Aquí ya se perfila esta ley: «Pues así persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.» ¿Quiénes son estos perseguidores? Sus propios antepasados, que se opusieron a la palabra de los profetas y fueron su oprobio. La figura del profeta Jeremías, saturado de oprobios y probado por el sufrimiento, es un testimonio elocuente de las persecuciones promovidas por los antepasados. «Colman la medida de sus padres» (cf. 23, 32) los descendientes de aquellos padres, que procesan a Jesús, y luego odiarán a los discípulos como a él. Así pues, se piensa en las persecuciones debidas a los judíos. Ellos fueron los primeros que quisieron ahogar la semilla naciente del mensaje cristiano. Ésta es la experiencia de la primera misión y especialmente de san Pablo (Cf., por ejemplo 1 Tes 2,14-16). Aquí ya se mostró una ley general, que continuó en vigor en todo tiempo y en cualquier lugar, como sabemos hoy día después de casi dos mil años de historia de la Iglesia, especialmente después de las dolorosas experiencias del tiempo de los nazis. Jesús hace volver la mirada de los discípulos a la historia de Israel; nuestra mirada abarca todavía más tiempo, y esta mayor amplitud puede hacernos sensatos, puede preservarnos de sueños optimistas. Los apóstoles realmente se regocijaban cuando habían sido dignos de padecer afrentas por el nombre de Jesús (cf. Act 5,41). ¿Nos alegraríamos también nosotros?

b) Sal de la tierra y luz del mundo (Mt/05/13-16).

Ahora se continúa el tratamiento directo en segunda persona, que empezó en los v. 11 y 12. Jesús emplea dos imágenes para mostrar lo que son sus discípulos: la sal (v. 13) y la luz (v. 14s). Una aplicación explícita concluye el pasaje (v. 16).

13 Vosotros sois la sal de la tierra; pero, si la sal pierde su sabor, ¿con qué salarla? Para nada vale ya, sino para arrojarla fuera y que la pise la gente.

Tenemos ante la vista la imagen del hombre que han descrito las bienaventuranzas. Es una imagen de la perfección y de una sublime exigencia. A esta sublime exigencia corresponde una gran recompensa, la mayor de todas, la perfecta recompensa. Sin embargo, esta imagen no es una pintura romántica que transfigure la amarga realidad, desconozca al hombre y muestre un dechado de virtud que sea pura fantasía. Especialmente en los últimos v. (10-12) se pone en claro que al discípulo no se le evita ninguna molestia y que ha de tomar precauciones para pesadas cargas. El afán por el reino de Dios traerá como consecuencia insultos y persecuciones. Pero cuando esto ocurra, entonces los discípulos serán «la sal de la tierra». La sal sirve al hombre para condimentar los manjares. Los alimentos desprovistos de sal son insípidos y desabridos. La sal es como una fuerza interna y condimento de toda la nutrición que tomamos. Pero ocurre que la señora de la casa ya no puede emplear la sal, porque es insípida, se ha licuado, perdió su virtud. Por tanto, es totalmente inservible, se tiene que tirar. Vosotros sois la sal de la tierra. Como el manjar necesita sal, así también la tierra, es decir toda la humanidad. Aguarda que la vigoricen y sazonen. Ésta es la vocación de los discípulos. Si hacen todo lo que antes se ha dicho, es decir, si son pobres y misericordiosos, mansos y limpios de corazón, si son pacíficos y se regocijan en todas las persecuciones, entonces son la fuerza de la humanidad desvaída. Esta existencia pura que vive del reino de Dios y confía en él, es el vigor interno de la humanidad...

La frase tiene además un acento monitorio. Jesús añade en seguida: «Si la sal pierde su sabor, ¿con qué salarla?» Así pues, la vocación puede debilitarse, se pueden fatigar las fuerzas de esta vida que confían en Dios. Entonces no solamente se desmorona la propia vida del discípulo, considerada en sí misma, sino que con ella también se derrumba la fuerza para los demás. No hay ninguna otra sal fuera de ésta. Es la única sal, de la que necesita «la tierra», es la sal que tiene que meterse en la humanidad, sin que pueda ser sustituida por otra. Se arroja la sal insípida, los hombres la pisotean. En la imagen relampaguea en lontananza la reprobación del discípulo infiel. Arrojarle fuera. Estas palabras recuerdan el invitado sin vestido de boda, que es arrojado fuera por los sirvientes (cf. 22,12). Y al criado inútil, que escondió en la tierra el talento de su señor y es lanzado «a la obscuridad, allá afuera» (cf. 25,30). Es una vocación excelsa y gloriosa, para el discípulo y para los hombres, para quienes él debe ser sal; pero también es una vocación que puede ser malograda, que puede debilitarse, escurrirse y perecer en la indiferencia, y entonces se inutiliza por completo, incluso tiene que contar con el castigo...

14 Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte; 15 ni encienden una lámpara y la colocan debajo de un almud, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa.

La segunda metáfora es todavía mayor: luz-del-mundo. Para nosotros el sol es la luz del mundo, sin la cual estamos en las tinieblas y andamos a tientas en la obscuridad. Sin su luz no hay ningún color ni belleza, no se ve el camino ni el mundo de las cosas. El mundo necesita esta luz externa, pero con mucha mayor urgencia necesita la luz interna, el conocimiento adecuado, la verdad. Antes se llamó a los discípulos sal de la tierra, aquí se los llama luz del mundo. Ésta es la expresión más amplia. En ambos casos se alude a lo mismo, a saber, al mundo de los hombres y de su vida, al orbe al que se ha dado vida y que está habitado. Pero la palabra griega kosmos, mundo, produce todavía con más fuerza la impresión de la amplitud y del conjunto, de la totalidad del ser terreno. ¡Qué reivindicación! En el Evangelio de san Juan, Jesús dice de sí mismo que es la luz del mundo (Jn 8,12). Aquí los discípulos son luz del mundo. Eso sólo puede significar que los discípulos son la luz del mundo, porque llevan la luz de la verdad, que Jesús ha traído. Los discípulos pertenecen a Jesús de una forma tan estrecha y están tan llenos de él, que ellos mismos se convierten en luz. Cuando la luz realmente ha llegado, entonces también resplandece de una manera inextinguible, y nada puede oponerse a este fulgor; con él todo se ilumina e irradia. De un modo muy semejante a lo que sucede en la ciudad, que está situada a gran altura en la cima de un monte, y se ve desde todas partes; así como un castillo domina el campo, o el alto campanario de una iglesia desde todas partes denota la ciudad. El israelita tenía que pensar en seguida en la sola ciudad, edificada en lo alto (Sal 121,3): Jerusalén. Desde lejos la veían los peregrinos. Dios había elegido para sí este lugar, el monte santo de Sión, como hogar de su nombre, y como sitio de la gracia. En la visión de los profetas Sión también se convierte en el centro de los sucesos de la salvación en el tiempo final: los pueblos paganos partirán hacia este monte al fin de los tiempos y dirán: «Ea, subamos al monte del Señor, y a la casa del Dios de Jacob, y él nos mostrará sus caminos, y por sus sendas andaremos; porque de Sión saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra del Señor (Is 2,3). La metáfora de los profetas ha continuado, su contenido es nuevo: los discípulos, que tienen hambre y sed de la verdadera justicia, y que se han convertido en la luz del mundo, serán la ciudad que no puede permanecer oculta. Ya no hay que designar como portador de la salvación para el mundo a este único lugar geográfico, sino a personas vivientes, que en sí tienen la luz. En cualquier parte en que estén, allí también está la «ciudad situada en la cima de un monte»...

Por segunda vez se dilucida la palabra luz: la señora de la casa tampoco coloca una luz debajo del almud -es decir, de un barril o jarra que sirve como medida de granos- sino sobre el candelero. Sería necio quien encendiera una luz, y en seguida la hiciera ineficaz, poniendo encima una jarra. La luz es para iluminar o bien no tiene ningún sentido. La vela que enciende la señora de la casa es para que «alumbre a todos los que están en la casa». ¿No es semejante lo que sucede en los discípulos? De nuevo está -de forma bien consciente- la palabra «todos». La tierra, el mundo, todos, siempre es la misma humanidad, toda la humanidad. Pero con la frase «todos los que están en la casa» aquí quizás se piense especialmente en los compañeros de la comunidad cristiana. Porque la luz no es solamente la luz de la misión para los paganos, sino también la luz de la edificación y del modelo para los que viven en la propia casa.

16 Alumbre así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.

En la explicación, se añade que la luz son las buenas obras. Esto no es fácil de entender. En primer lugar, la luz no son ideas ni pensamientos. Los discípulos no deben llevar a los hombres nuevos conceptos del mundo, nuevas filosofías o enseñanzas de la sabiduría, sino acciones vivas que puedan ser oídas y vistas. Así pues, ¿se trata de «buenas obras» según la piadosa manera católica de entender? ¿Las limosnas para la hucha de la cáritas, el donativo para el día de la vejez, el cuidado de los ornamentos de la iglesia o el ayuno de las témporas? Puede ser todo eso, pero también infinitamente más. Las obras son simplemente la luz infiltrada en la vida, la luz que se ha realizado. Son la verdad configurada, la fe vivida. Las buenas obras no están junto a la fe ni la acompañan como una calle ribereña va bordeando el río, tampoco son mérito propio, como los protestantes con frecuencia reprochan. Las buenas obras, en suma, son la vida cristiana activa, dedicada a las obras, que fluye constantemente como de un volcán. Aquí se concibe la luz del mundo por así decir con su más intenso resplandor. Sólo irradia de veras la luz que produce incesantemente tales obras. y con ellas da testimonio de sí. Con las últimas palabras se quita todo pensamiento de propio mérito o ambición hipócrita. La luz que fluye no debe reflejarse en nosotros. No debemos alumbrar para que los hombres elogien nuestra luz. No se hacen las obras para ser alabados, sino única y solamente para que Dios sea ensalzado. El Padre que está en los cielos es el que debe ser reconocido. La luz del discípulo, a través de él, debe remitir al origen, al «Padre de las luces» (cf. Sant 1,17). Esta es la última finalidad y el motivo más profundo de la vocación del discípulo: hacer ostensible a Dios con toda la existencia, con la vida iluminada por el amor, con las obras nacidas de la verdad...

2. LA VERDADERA JUSTICIA EN EL CUMPLIMIENTO DE LA LEY (5,17-48).

Las bienaventuranzas han proclamado la nueva justicia en forma programática. En una segunda y larga sección san Mateo prosigue este tema, partiendo de la ley mosaica. Para el cristianismo, especialmente para los que proceden del judaísmo, en seguida tenía que surgir la cuestión de cuáles son las relaciones que tiene con la ley de los padres lo que Jesús ha anunciado y exigido. ¿Hay que realizar el concepto de la perfección expresado en las bienaventuranzas con absoluta independencia de esta ley? ¿Es una doctrina enteramente nueva? ¿Está también arraigada en el suelo materno de la historia del pueblo de Dios, de Israel, y en la ley? A estas preguntas da respuesta el siguiente y largo capítulo (5,17-48). También aquí se trata de la verdadera justicia, de la vida perfecta. Pero este tema se desarrolla desde el punto de vista de la ley y de la manera contemporánea de entenderla.

a) Aclaración de principios (Mt/05/17-20).

17 No vayáis a pensar que vine a abolir la ley o los profetas; no vine a abolir, sino a dar cumplimiento.

La ley fue dada por Dios como orden santo de toda la vida de Israel. También fue dada como una indicación para el individuo. para su pensamiento y acción éticos y religiosos. La voluntad solicitante de Dios se ha hecho patente en la ley, está detrás de cada una de las letras. Junto a la ley están los profetas. También en el mensaje de éstos se ha patentizado la voluntad de Dios. Las dos juntas, la ley y los profetas, no sólo han tenido importancia para su tiempo. La ley fue solemnemente presentada por Moisés al pueblo, y el pueblo en el monte Sinaí se obligó al cumplimiento de la ley. Los profetas en su tiempo han dado a conocer en discursos expresivos lo que Dios reclama. No se redujo a palabras orales ni al mensaje hablado: todas estas palabras, «la ley y los profetas» fueron puestas por escrito y retransmitidas a cada una de las siguientes generaciones con la misma fuerza obligatoria. Como sagrados escritos pasaron a ser el meollo y la norma interna en la vida del pueblo de la alianza. ¿Puede derrumbarse de repente lo que viene de parte de Dios de una forma tan inequívoca y actualizó durante siglos la voluntad de Dios? ¿Puede derribarse por medio de Jesús, que ha declarado que estaba dispuesto a «cumplir toda justicia» (3,15)? Es inconcebible. Jesús habla de su misión, como no ha hablado ningún profeta antes que él, cuando dice que ha venido. La palabra vine se refiere a un ser venido por parte de otro, a un ser enviado por el Padre. Lo que Jesús hace, sucede en nombre y por encargo del Padre. El mismo de quien en último término se derivan la ley y los profetas, no puede enviar a Jesús a abolirla. Abolir significa invalidar, así como en el ámbito terreno se dejan sin vigor una disposición o una ley. No empieza algo enteramente nuevo, que no tenga ningún enlace con lo antiguo. Jesús no elimina las antiguas leyes y establece otras nuevas. Su misión se refiere a algo distinto, en lo que está la novedad. No vine a abolir, sino a dar cumplimiento. A la voluntad de Dios y a las Sagradas Escrituras, que la han insertado en sí, se les debe dar cumplimiento. Lo nuevo no es completamente distinto, sino que es el perfeccionamiento de lo antiguo. La ley y los profetas son revelación de Dios, pero todavía no son la definitiva revelación. La voluntad de Dios se da a conocer en ellos, pero no todavía en su forma más pura. Después de estas palabras de Jesús la situación se ha cambiado por completo. La ley y los profetas, los escritos sagrados del Antiguo Testamento como tales no tienen para nosotros ninguna obligatoriedad. Pero tampoco han venido a carecer de importancia, tampoco han pasado a ser como quien dice tan sólo una sombra de la futura salvación en el Nuevo Testamento, sino que siguen en vigor, pero en su última perfección dada por Jesús. Él ha dicho de una forma definitiva cómo hay que llevar a cabo la voluntad de Dios de un modo efectivo; una vez Jesús «vino a dar cumplimiento», ya no podemos volver atrás. Si leemos este libro, sólo podemos hacerlo a la luz de la revelación de Jesús. Entonces se cae el velo de nuestros ojos, y todo aparece con una nueva luz: en todas partes vemos a Dios actuando y podemos separar lo imperfecto de lo perfecto. Pero para los judíos, como dice san Pablo, «en la lectura del Antiguo Testamento, sigue sin descorrerse el mismo velo, porque éste sólo en Cristo queda destruido. Hasta hoy, pues, cuantas veces se lee Moisés permanece el velo sobre sus corazones; pero cuantas veces uno se vuelve al Señor, se quita el velo» (/2Co/03/14-16). Pedimos y deseamos vivamente que les sea quitado este velo y vean la verdadera gloria de Dios en la faz de Jesucristo (cf. 2 Cor 4, 6).

18 Porque os lo aseguro: antes pasarán el cielo y la tierra, que pase una sola yod o una sola tilde de la ley sin que todo se cumpla.

He aquí una comparación vigorosa. Todo el mundo ha de desaparecer antes que se suprima la mínima parte, incluso la mínima letra de la ley. La yod es la letra más pequeña en el alfabeto hebreo, y las tildes son pequeños signos empleados como auxiliares de la lectura al escribir los sagrados textos, cuyas partes y cuyas letras son palabra santa de Dios inviolables. Nunca pueden dejar de estar vigentes, porque es Dios quien por ellas ha hablado. Las palabras humanas son fugaces y pasajeras, la palabra de Dios tiene consistencia perenne...

Pero Dios no sólo ha hablado en la ley y por medio de los profetas, sino también «en estos últimos días, por el Hijo» (/Hb/01/01s). Ésta es su última palabra. después de la cual Dios ya no dirá otra alguna con la misma autoridad. Esta última palabra perfecciona las precedentes y las pone en la verdadera luz. Porque la ley perdura, pero necesita un perfeccionamiento. Esto se expresa con la breve añadidura: sin que todo se cumpla. Esta frase quiere decir que toda la ley tiene que llegar a la perfección que ya empieza ahora en este momento por medio de la doctrina de Jesús. Pero también quiere decir: tiene que cumplirse todo lo que allí se predijo y que señala el tiempo futuro. Jesús no solamente enseña el cumplimiento de la ley, sino que lo muestra también en su persona, en su vida, en su muerte. Cuando todo esto se haya cumplido -la doctrina perfecta y la realización perfecta por medio de Jesús-, entonces todo se habrá cumplido realmente. En las páginas siguientes tenemos que ver siempre a Jesús en este gran conjunto. Jesús no es fundador de una secta ni un genio religioso, como a veces se oye decir. Antes bien es el último profeta, la última palabra de Dios, el definitivo revelador de la voluntad de Dios y, por tanto, es nuestro camino y nuestra verdad.

19 El que viole, pues, uno solo de estos mandamientos mínimos y enseñe así a los hombres, mínimo será en el reino de los cielos; pero el que los cumpla y los enseñe, ése será grande en el reino de los cielos.

Nadie puede atreverse a violar ni siquiera uno solo de los mandamientos de Dios, aunque sea solamente un mandamiento insignificante y de poca importancia. No procede según la voluntad de Jesús. Es sencillo poner aparte lo antiguo, y procurarse nuevas ideas. Es mucho más difícil hacer lo que es tradicional, de tal forma que dé un nuevo resplandor. Jesús prosigue diciendo: «El que los cumpla y los enseñe...» Precede y se recalca el cumplimiento, porque es lo que sobre todo importa. Pero este cumplimiento y enseñanza de los mandamientos ahora sólo es posible en el sentido y de la nueva forma, con que Jesús los proclama. A continuación leemos varios ejemplos, que nos muestran a qué se hace referencia. Incluso los mandamientos menores debemos cumplirlos con el mismo vigor en la entrega y en el amor. Esto nos preserva de una manera de pensar de miras demasiado amplias, de un modo quizás incluso arrogante de pensar, para el cual las cosas pequeñas de la vida cotidiana son de poca monta. En el reino de Dios uno será tal como aquí haya vivido y enseñado. No solamente aquí en la tierra, sino también allí en el reino de Dios hay cosas pequeñas y cosas grandes. La solicitud incluso en las cosas pequeñas determina la categoría en el reino de los cielos. Uno será tal como ha vivido y enseñado. La frase puede aplicarse sobre todo a los que ejercen un magisterio en la Iglesia: catequistas y párrocos, sacerdotes y seglares. No pueden procurarse ideas favoritas, y hacer una elección arbitraria en el tesoro de la fe: a ellos les está confiado el conjunto, en el que cada parte, incluso la más pequeña, tiene su importancia.

20 Porque os lo aseguro: si vuestra justicia no supera la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos.

Aquí tenemos el núcleo, el versículo principal de todo el pasaje. Versa sobre la justicia. También los escribas la buscan, sobre todo en su estudio y en su enseñanza. Su tarea es investigar las Escrituras e indagar la voluntad de Dios. Instruyen al pueblo, enseñan a los niños, y así en cada caso aplican a su tiempo presente lo que han investigado en los libros. Los escribas, también llamados rabinos, son los maestros oficiales en el país y en la metrópoli de Jerusalén, pero también son los jueces en los procesos menores de las comunidades rurales. «Se han sentado en la cátedra de Moisés y tienen en la mano la llave del saber» (Lc 11,52). Buscan la verdadera justicia. Eso también lo hacen los fariseos. No tienen ningún cargo oficial en el pueblo, pero tienen una gran influencia personal. Son un grupo religioso, un partido que quiere observar la ley con especial celo; adversarios de toda tibieza y mediocridad, radicales e inflexibles en las cuestiones religiosas, enemigos jurados del poder gentil de ocupación. A ellos no les interesa tanto la doctrina como la acción, la práctica realización de la justicia. Los dos grupos se han arriesgado mucho. No los menospreciemos en este particular. Jesús parece que está emparentado con los dos grupos. ¿No es también un rabí, un maestro ambulante, que instruye a sus discípulos en el verdadero camino? ¿No es la acción la que primera y decididamente le interesa a él como a los fariseos? No obstante es grande la diferencia entre Jesús y los dos grupos, como lo muestra claramente todo el Evangelio. Aquí le vemos en la exigencia fundamental formulada a los discípulos. Éstos también tienen ante la vista diariamente a los dos grupos, ya que han sido instruidos en su niñez por rabinos, y presencian en las calles y plazas el celoso comportamiento de los fariseos en lo que se refiere a la religión. A los dos grupos les importa la justicia. Pero la justicia de los discípulos de Jesús debe distinguirse con sumo cuidado de la de los escribas y fariseos. Lo que enseñan y hacen los escribas y fariseos, no es suficiente a pesar del formidable esfuerzo. Dios pide más. Los discípulos deben superar a los dos grupos. La justicia de los discípulos debe ser algo tan pletórico e inmenso, que ya no pueda medirse. Debe ser una abundancia y una riqueza que desborden cualquier medida. En esta justicia parece que ha de contenerse algo nuevo. No solamente se alude a un grado diferente, sino a otra clase de justicia...

Este camino más elevado obliga a cada uno de los discípulos. De no ser así, no pueden entrar en el reino de los cielos. La condición para la entrada en el reino de Dios es aquella justicia exuberante. Ante esta exigencia quizás pierda alguno el ánimo ya ahora, sin haber todavía experimentado aquello a lo que ella alude con precisión. ¿Cómo pueden adaptarse esta gente sencilla, los discípulos de Jesús, a los cultos y celosos defensores de la ley? ¿Deben superar a quienes la gente sencilla contempla con profundo respeto? ¿Se tienen todavía que observar más mandamientos, llevar a cabo más obras de las que hacen los fariseos? ¿No tendrían que ser todos como uno de los antiguos monjes del desierto, que morían a sí mismos y vivían para Dios de una forma solitaria y sobria, bajo las más duras privaciones? En seguida oímos que no hay que entender así la justicia, sino como algo que en el fondo es muy sencillo.

b) La ira y la reconciliación (Mt/05/21-26).

21 Habéis oído que se dijo a los antiguos: No matarás, y quien mate, comparecerá ante el tribunal.

Jesús se refiere a la instrucción dada por los escribas. De sus labios se percibe la palabra de Dios y su explicación. Los discípulos han oído todo lo quo Dios mandó, pero sólo poquísimos podían leer. Han aceptado con ánimo creyente lo que Dios antiguamente habló a sus antepasados. Los antepasados, la generación de la salida de Egipto y de la peregrinación por el desierto son los antiguos, a quienes Dios se reveló. Permaneciendo con santo temor al pie del monte Sinaí, percibieron de labios de Moisés su mandamiento. Esta palabra permanece viva en la historia, se retransmite de generación en generación hasta los días de Jesús, que también la ha escuchado y aprendido en la sinagoga. Una de las frases lapidarias de los diez mandamientos es la siguiente: No matarás. Toda vida viene de Dios y es santa. Al hombre, Dios sólo le había permitido expresamente matar los animales, y así había autorizado nutrirse con carne (/Gn/09/02s). La vida humana permaneció como posesión intangible de la divinidad. «Derramada será la sangre de cualquiera que derrame sangre humana: porque a imagen de Dios fue creado el hombre» (Gén 9, 6). La sangre derramada del hombre clama al cielo pidiendo reparación, como la sangre de Abel que ha empapado la tierra (Gén 4,10). El mismo Dios tiene que vengar esta sangre, y cuando el hombre la venga, es por encargo de Dios. Una vida humana sólo puede ser contrapesada con otra vida humana. Nunca está permitido a nadie matar a un ser humano por codicia, venganza, por descuido o enemistad o tal vez por frío cálculo. Pero si se perpetra el homicidio, entonces se conmueven los fundamentos de la sociedad humana...

El que así procede, comparecerá ante el tribunal y será juzgado según el principio expresado en la alianza de Noé (Gén 9,6). Desde el tiempo de Moisés este principio está en vigor con una formulación todavía más jurídica: «Quien hiriere a un hombre y lo matare, muera irremisiblemente. Quien hiriere a un animal, restituirá otro equivalente, a saber, animal por animal. Quien lesionare la persona de cualquiera de sus conciudadanos, se hará con él según hizo. Rotura por rotura, ojo por ojo, diente por diente ha de pagar: cual fuere el daño causado, tal será forzado a sufrir» (/Lv/24/17-20). La represalia de la injusticia se debe mantener estrictamente dentro de los límites del mandamiento de Dios, no debe infringir estos límites con un desenfrenado deseo de venganza. Es seguro y también lo fue siempre en la aplicación que el homicidio (deliberado) se castiga con la pena de muerte. Esta manera de pensar (vida por vida, ojo por ojo) estaba profundamente grabada no sólo en los israelitas, sino en todo oriente. Una cosa implica necesariamente la otra. El homicida queda a merced de la sentencia del juicio y de la pena de muerte, a la que se le condena en el nombre de Dios, el Señor de la vida. En el juicio humano tiene lugar el juicio de Dios.

22a Pero yo os digo: todo el que se enoje contra su hermano, comparecerá ante el tribunal.

A esta manera de pensar Dios contrapone algo nuevo. Se anuncia solemnemente con la fórmula, que suena como si la pronunciara un legislador: Pero yo os digo. A los antiguos Dios les dijo entonces las palabras precedentes. Ahora Jesús dice de una forma nueva lo que Dios quiere. Ya no está en vigor la unidad insoluble, la balanza continuamente equilibrada: la muerte se castiga con pena de muerte. Ahora se dice: el sentimiento del corazón ya hace que se esté a punto para comparecer ante el tribunal humano, en el que se hace patente el tribunal de Dios. Los platillos de la balanza parecen desequilibrarse, ningún hombre puede concebir, a primera vista, cómo puede decirse: Todo el que se enoje contra su hermano, comparecerá ante el tribunal. Eso sólo puede ocurrir, si la ira en el corazón pesa tanto como el homicidio. ¿No hay algo que coincida con nuestra experiencia? El que lleva la ira en el corazón, querría toda clase de desgracias a otra persona, desea no tener nada que ver con ella, que ella ya no exista para él. ¿No es esta ira como un asesinato espiritual, un sentimiento que aborrece a otra persona, la envilece y rechaza? «Quien odia a su hermano es homicida...» (/1Jn/03/15). En seguida nos damos cuenta de cómo en este ejemplo debe haberse conseguido la «justicia que supera la de los escribas y fariseos» (cf. 5, 20). El discípulo de Jesús ante la ira que brota en el corazón, debe tener tanto temor como ante el homicidio. La norma se ha cambiado y exige algo interior y mucho más excelso.

22 y el que diga a su hermano «estúpido», comparecerá ante el sanedrín; y el que le diga «loco», comparecerá para la gehenna del fuego.

Los dos ejemplos siguen desarrollando el mismo principio sin cambiar su esencia y sin que haya que concebirlo como una triple gradación. Se trata de lo mismo, con la diferencia de que se aplica el principio a otros dos casos de la ira: Y el que diga a su hermano «estúpido»... El que tal dice, no solamente tiene la ira oculta en el corazón, sino que la patentiza en la injuria. El texto griego dice raka. Esta palabra es una ofensa degradante. una voz de escarnio. El discípulo también se ha de precaver de proferir esta palabra. Es arriesgado. No se quiere decir ni nunca ha sucedido que una tal persona haya sido llevada ante el sanedrín y haya sido condenado por él. Lo que debe decirse es lo mismo que en el primer ejemplo: la ira hace que ya se esté a punto para el tribunal. Lo mismo puede decirse del tercer ejemplo, que nombra otra injuria: loco. La primera injuria es difícil distinguirla de la segunda, en cualquier caso no se distingue tanto que se pueda entender tan gran diferencia en el castigo. Más bien los dos ejemplos se complementan mutuamente: el sanedrín y la gehenna del fuego. El que injuria a su hermano con ira y le degrada, jurídicamente es como un asesino ante el tribunal, pero por causa de su culpa ante Dios, por su pecado es como quien está a punto para la gehenna. Regularmente se habla del hermano. ¿Quién es este hermano? Los israelitas se daban entre sí este nombre honorífico. Era un título para el que pertenecía al pueblo de la alianza. Hermano es el hombre de la misma procedencia, de la misma sangre y de la misma fe. A este hombre también se refiere Jesús en primer lugar. Más tarde la Iglesia, cuando se aplicó a sí misma estas palabras de Jesús, tuvo que entender con el vocablo «hermano» al compañero en la fe. Ya no valían las diferencias entre paganos y judíos, libres y esclavos, sino que todos eran hermanos en Cristo. Esta ley va dirigida a los compañeros en la fe y en el combate, y a los coherederos de Jesucristo. Tiene que vivir en la fraternidad, en la comunidad cristiana. En ellas deben estar prohibidas y se han de temer la aversión, la ira y el odio. ¡Cuán cuidadosa y exactamente tendría que estar formada la conciencia! ¡Qué sensación tan terrible debería causar el quebrantamiento de este mandato de Jesús en la comunidad! ¡Cuán fuerte tendría que ser en nosotros el impulso de estrangular ya en el primer brote todo el mal contra el hermano!

23 Por tanto, si al ir a presentar tu ofrenda ante el altar, recuerdas allí que tu hermano tiene algo contra ti, 24 deja allí tu ofrenda ante el altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda.

Entre los hermanos no debe haber nada que separe, ninguna aversión ni discordia. De no ser así, los hermanos no son aptos para servir dignamente a Dios. El ejemplo de la ofrenda en el templo explica el mandamiento de Jesús: si entre los hermanos hay desunión, también se ha roto el lazo entre ellos y Dios. Jesús nada dice contra la presentación de sacrificios, que estaba prescrita y naturalmente era ejercitada según lo que disponía la ley. Jesús no es un celador contra las formas de culto y los ritos litúrgicos. En la presentación de ofrendas, de las públicas para todo el pueblo y de las privadas para la salvación del individuo, puede hacerse ostensible la auténtica adoración de Dios. Pero esta manifestación está enlazada con una indispensable condición: el sentimiento de la adoración de Dios sólo es auténtico, cuando viene de la paz y de la unidad entre los hermanos. El ejemplo no nombra el caso en que yo tenga algo contra otra persona, aversión, un reproche justificado, cuando no el rencor en el corazón; sino por el contrario, ya basta saber que hay quien tiene algo contra mí. Entonces debo dar el primer paso para la reconciliación, irme y restablecer la paz. Este primer paso es tan urgente, que debo dejar y deponer mi ofrenda, el animal escogido o los frutos de la cosecha ante el altar, no obstante la detención y retraso en el decurso de los sacrificios, a pesar del ruido y de las habladurías que causará mi partida. Solamente por el conocimiento alarmante (del que me he dado cuenta repentinamente) de que no vivo en paz con mi hermano, y que por ello soy indigno. Sólo cuando habré conseguido la reconciliación, seré apto para ofrecer mi sacrificio. Entonces mi ofrenda resultará muy agradable a Dios y también logrará la reconciliación con Dios. La paz entre los hermanos es condición previa para la paz con Dios. Esto es realmente algo nuevo. El culto divino y la realización de la fraternidad en la vida cotidiana están estrechamente enlazadas entre sí. El servicio ante Dios pierde su valor, si no es sostenido por el amor y la unidad fraternas. Nunca pueden sustituir esta condición previa los sacrificios que se presentan, por muchos y por valiosos que sean. Jesús aquí tiene ante su vista los sacrificios que en su tiempo se ofrecían en el culto del templo. San Marcos nos ha conservado un ejemplo de la práctica que los escribas declaraban como permitida. Allí el Señor defiende el mismo principio: Nunca puede ser agradable a Dios un don que se adquiere a costa de las obligaciones del hijo con sus padres (Mc 7,9-13; Mt 15.3-9). Siempre existe el peligro de cercenar las obligaciones humanas y morales en nombre de la adoración de Dios. Desde los abusos que los profetas denunciaban hasta muchas formas de piedad hipócrita en el día de hoy. ¡Cuánto nos gustaría exonerarnos de una tarea humana (pesada) mediante la (fácil) evasión al terreno exclusivamente religioso, a la oración o a una obra de penitencia! Desde que Jesús como el sumo sacerdote una vez para siempre ha ofrecido a Dios un sacrificio muy agradable en el Espíritu Santo, han sido anulados estos antiguos sacrificios en el culto (Léase Heb 9,10.18). Con todo los cristianos también ofrecen sacrificios, dones espirituales, sus cuerpos y a sí mismos como dádivas muy agradables en el sumo sacerdote Cristo y por medio de él (Cf.Rom 12,1;IPe 2,5; Heb 13, 15). Las palabras de Jesús también pueden aplicarse a estos sacrificios, sobre todo a su fuente y a su centro, el sacrificio eucarístico de la Iglesia. Dios solamente los acepta por el amor y la paz mutua. ¡Con cuánto cuidado hemos de pensar en este respecto! La discordia y la desunión incapacitan a la comunidad para el culto divino. ¡Con cuánto empeño y solicitud hemos de procurar reconciliarnos para que el culto divino no pierda su sentido y llegue a quedar vacío!

25 Procura hacer pronto las paces con tu contrario mientras vas con él por el camino; no sea que él te entregue al juez, y el juez al guardia, y te metan en la cárcel. 26 Te lo aseguro: no saldrás de allí hasta que pagues el último cuadrante.

Este segundo ejemplo como el primero es fiel trasunto de la vida. Al que tiene deudas con otro y no quiere pagar, el acreedor le arrastra a viva fuerza entre injurias y maldiciones al juez. El juez certifica la deuda y manda al guardia que lleve al deudor al calabozo. Allí tiene que estar hasta que haya pagado el último cuadrante de la suma adeudada. Así sucede también entre los hombres: todos intentan con la ayuda de la ley hallar justicia, y si es preciso, por la violencia. ¿En qué consiste la advertencia que Jesús enlaza con esta historia narrada de una forma casi astutamente humorística? Aprovecha el tiempo para la reconciliación, mientras todavía tienes esperanzas de lograrla. Vas por el camino con tu adversario en el proceso, a solas. Allí puedes intentarlo todo para arreglarte con él. Quizás tengas éxito en tu tentativa, quizás no, si el adversario se mantiene duro e inflexible. Pero en cualquier caso debes aprovechar el tiempo. Aquí no parece que se vea la componenda con el adversario como una obligación de la fraternidad. ¿No es un consejo muy trivial decir que se obre según exige la prudencia? Lo sería, si la breve historia no tuviera un fondo tan serio. Aprovecha el tiempo, antes que sea demasiado tarde -estas prisas denotan otro acontecimiento que se aproxima, y el juez se refiere a otro juez mayor: el reino y la magistratura de Dios-. Todos vamos por el camino hacia el juicio. Nos podemos imaginar las consecuencias y casi calcular la hora... La reconciliación se convierte en una solicitud urgente, mientras todavía hay tiempo. Luego será tarde. Así pues, no aplacéis el tiempo de la reconciliación, y poned todo el empeño en vivir mutuamente en paz.

c) El adulterio (Mt/05/27-30).

27 Habéis oído que se dijo: No cometerás adulterio. 28 Pero yo os digo: todo el que mira a una mujer con mal deseo, ya en su corazón cometió adulterio con ella.

El sexto mandamiento del decálogo ha de proteger y asegurar el matrimonio. La prohibición: No cometerás adulterio, tiene validez universal, tanto para el hombre como para la mujer. Pero la interpretación de la ley y la manera como los escribas la aplicaban, daba mayor libertad al hombre que a la mujer, como pronto veremos (5,31s). El carácter sagrado de esta comunidad entre el hombre y la mujer solamente fue asegurado a causa de que fue prohibida la infracción externa, el adulterio consumado, que representa un estado jurídico de las cosas que estorban la vida en comunidad. La alta estima social y la protección jurídica del matrimonio siempre son importantes: los pueblos y los estados han de cuidarse de lograr estos fines. Jesús no quita esta prohibición, pero enseña que la pureza del matrimonio no está ya asegurada por dicha prohibición. El matrimonio ya se quebranta por el hecho de desear a otra mujer. El acto externo sólo es la consumación de la concupiscencia interna. Ante Dios tiene importancia el sentimiento, la pureza de lo que se piensa, la voluntad incorrupta y límpida. El cónyuge debe estar formado por esta pureza hasta en las raíces de su manera de pensar. Si realmente se hace así, se hacen patentes por sí mismas muchas disposiciones sociales y leyes eclesiásticas sobre la inviolabilidad del matrimonio. Dios penetra en el corazón, nos juzga según nuestros sentimientos. Es también un hecho que una conducta exteriormente intachable puede ser fingida. Detrás de la brillante fachada puede esconderse un montón de gérmenes dañinos y perversos. Deben coincidir por completo lo externo y lo interno, la vida y los pensamientos, la apariencia y los sentimientos. Se puede conocer a los hombres que viven así por sus ojos, por la nitidez en su manera de hablar, por su acción sincera.

29 Si, pues, tu ojo derecho es para ti ocasión de pecado, sácatelo y arrójalo de ti; porque más te vale perder uno solo de tus miembros, que ser arrojado todo tu cuerpo a la gehenna. 30 y si tu mano derecha es para ti ocasión de pecado, córtatela y arrójala de ti; porque más te vale perder uno solo de tus miembros, que ir todo tu cuerpo a la gehenna.

Son palabras duras, que sólo se entienden bien, si se sabe lo que es el escándalo. Este vocablo puede tener diferentes significados. Se habla de «dar escándalo», cuando uno induce a otro a un pecado, o de «escandalizarse», cuando alguien es incitado desde fuera a pecar. Entre las posibilidades de caer en el pecado, hay una que sobrepasa a todas las demás: es el gran escándalo, la verdadera tentación, la apostasía perfecta. De esto se habla más tarde repetidas veces (Cf.16,23;18,6-9; 24,10). Aquí no se habla de este tema, sino de la inducción a un pecado particular, al pecado del abuso sexual, del desliz moral. Porque san Mateo ha puesto estos dos versículos después de la advertencia sobre la perfecta pureza del corazón. Aquí la tentación no procede de otros hombres, sino del propio interior, del que brotan «malas intenciones... adulterios, fornicaciones» (cf. 15,l9). Pero la tentación se sirve de los miembros del propio cuerpo. Se nombran en particular el ojo y la mano, que parecen ser instrumentos especialmente preferidos de este escándalo. El ojo que contempla de un modo lascivo y mira alrededor de sí de una manera concupiscente; la mano que busca el bien prohibido y lo quiere poseer, como ocurre en el adúltero con respecto a la mujer ajena. No son malos los miembros ni tampoco el cuerpo en general, como se ha pensado en el desprecio anticristiano de la materia, pero podemos ser instrumentos del mal, esclavos de la sensualidad. Si la tentación sobreviene como un enemigo, el discípulo debe proceder radicalmente, ha de rechazar en seguida el primer ataque. A esta decisión aluden las siguientes palabras: sácatelo y arrójalo de ti... córtatela y arrójala de ti. Del combate aparentemente pequeño depende toda la lucha. Si el discípulo abre solamente un resquicio de la puerta al pecado, éste le dominará por completo, su fortaleza es tomada por asalto. El libertinaje sexual siempre tiene por consecuencia un debilitamiento de toda la moralidad, de la fuerza del carácter y del fervor de la vida religiosa. El camino que se aleja de Dios, a menudo empieza por no querer rechazar el pecado con prontitud. Lo que amenaza al que no procede con esta decisión, es la gehenna. En tiempo de Jesús los judíos llamaban así el lugar del castigo después del juicio final. Jesús habla de él con frecuencia, incluso tan a menudo, que llama la atención (*).

Cuando se conoce esta posibilidad de ser arrojado para siempre y de estar separado de Dios, nuestro afán adquiere su plena seriedad. No es ningún juego, el camino de los discípulos no es un paseo cómodo. Seguramente muchas veces tomaríamos otra decisión, si pensáramos más en dicha posibilidad. No con angustia, sino con sobriedad varonil. El lenguaje de estos dos versículos es sólidamente realista y conscientemente extremado. Tiene que entenderse por lo que se dice en el v. 28: las intenciones son lo decisivo. En ellas no se hace tan sólo una escaramuza junto a los límites entre lo lícito y el pecado, o en una zona neutral de los frentes de batalla, sino que se entabla todo el combate. Se nos pone ante una alternativa. Estas palabras del Señor no agobian, sino liberan a quien ya ha dado sinceramente su consentimiento a la voluntad de Dios y al Evangelio. Hay un solo camino. Pero no dependemos de nuestras débiles fuerzas, sino que el mismo Dios obra en nosotros por medio del Espíritu Santo los actos de querer y obrar: «¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo que está en vosotros, y que lo tenéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis a vosotros mismos? Porque habéis sido comprados a precio. Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo» (ICor 6,19s).
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Con la manera de ver del hombre que no distingue entre el cuerpo y el alma, sino entre el cuerpo y la vida, está en consonancia que allí se torture todo el cuerpo. En la manera israelita de pensar siempre se ve al hombre como una unidad. Solamente existe el cuerpo animado y el cuerpo sin vida, y después de la muerte todo el hombre en la bienaventuranza o todo el hombre en la gehenna.
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d) El divorcio (/Mt/05/31-32).

31 También se dijo: El que despida a su mujer, déle certificado de divorcio. 32 Pero yo os digo: todo el que despide a su mujer, excepto en caso de fornicación, la induce a cometer adulterio; y quien se casa con una despedida, comete adulterio.

Aquí se trata de una ley positiva del Antiguo Testamento. En Dt 24,1 se determinó que el hombre está autorizado para repudiar a su mujer «por haber visto en ella una tara imputable», con tal que haya dado un documento explicativo, una emancipación escrita de la mujer, el certificado de divorcio (*). Es el único caso que conocemos, en que Jesús anula una ley formal del Antiguo Testamento y la sustituye por un nuevo mandamiento. Aquí donde los antepasados se habían desviado de la primitiva disposición de Dios, y donde se había hecho a la mujer una injusticia tan deplorable, se tenía que poner de nuevo en vigor la verdadera voluntad de Dios. Así lo hace el Señor con la autoridad del que vino «a dar cumplimiento» a la ley. Esto aquí significa que la imperfecta ley antigua se sustituye por la perfecta ley nueva. Pero esta ley nueva en realidad es la antigua, porque corresponde a la primitiva voluntad de Dios, que se había patentizado en el libro de la creación (Gén 1,26s; 2,23s).

Jesús prohíbe al hombre que despache a su mujer. Si así ocurre, sería una adúltera volviéndose a casar, porque sigue en vigor el vínculo del antiguo matrimonio. Y viceversa, si un hombre se casa con una mujer que ha sido despedida por otro hombre, comete con ella un adulterio, porque todavía es válido su matrimonio precedente. Los derechos están repartidos por igual. No solamente la mujer, sino también el hombre peca, si contraen un segundo matrimonio sin respetar que el otro consorte todavía esté ligado por un matrimonio anterior. Esta clara disposición nos la han conservado los tres primeros evangelios. San Pablo también lo conoce como precepto del Señor (ICor 7,10s). La Iglesia desde los primeros tiempos se ha sentido ligada a esta orden, como a una ley ineludible. Ningún poder del mundo, ni siquiera la Iglesia ni el papa, están en condiciones de desatar por autoridad propia lo que Dios ha unido. La dureza con frecuencia incomprendida de la legislación eclesiástica sobre el matrimonio fluye de esta fuente, de la clara orden del Señor, de la santa voluntad de Dios expresada en esta orden. Así está determinado por amor al hombre, para el orden de su vida y para su salvación, como lo confirma la experiencia de múltiples maneras. No tenemos que soportar esta disposición férrea como una ley opresora, sino que hemos de darle de corazón una respuesta afirmativa: es una ley que manifiesta la verdad. (**).
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Con esta disposición estaba permitido anular el vínculo matrimonial, Este derecho fue ejercido a través de los siglos hasta llegar a Jesús. No obstante, con independencia de este derecho, hubo en la tradición judía un alto concepto y una elevada moral del matrimonio, gravemente quebrantada con la aceptación del repudio que siempre constituyó una dificultad para los espíritus sensibles, lo que atestigua la secta de Qumrám. No solamente se aflojó la unidad e indisolubilidad del matrimonio, queridas por Dios, sino que el hombre quedaba en situación de injusto privilegio con respecto a la mujer, pues sólo él estaba autorizado a ejercer el repudio, mientras que la mujer por sí misma no podía llevar a término ninguna separación. La exégesis más inmediata de la ley tenía que dilucidar sobre todo del motivo bastante obscuro, expresado con las siguientes palabras: «por haber visto en ella una tara imputable» (Dt 24,1). Había margen para apreciaciones generosas y mezquinas. En tiempo de Jesús la discusión estaba en pleno curso y fue dirigida sobre todo por las dos escuelas doctas del rabí Hilel y del rabí Shammay. La posición de Jesús sobre esta cuestión la conocemos con más precisión en 19,1-9. Aquí solamente se toma la frase principal de Jesús y se contrapone al precepto del Antiguo Testamento.

(**) La breve locución «excepto en caso de fornicación» ¿no va en contra de esta claridad? La nota sólo se encuentra en san Mateo aquí y también más tarde en 19,9. Ni san Marcos, ni san Lucas, ni san Pablo saben nada de ello. Es inconcebible que Jesús pueda haber pronunciado estas palabras en el sentido de que la prohibición decidida de cualquier disolución del matrimonio de nuevo sea suavizada con casos de excepción. Pero no podemos indicar con precisi6n el sentido que tuvieron estas palabras y lo que tuvo en cuenta san Mateo cuando las puso por escrito. La tradición y exégesis de la Iglesia aquí tienen que declarar posiciones. La Iglesia, sin hacer caso de esta nota, enseña la imposibilidad de anular el vinculo matrimonial. En otras palabras, la Iglesia expone los dos pasajes de san Mateo de acuerdo con los textos más terminantes de san Marcos (10,11s), san Lucas (16,18), san Pablo (1Cor 7,10s).
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e) El juramento (/Mt/05/33-37).

33 lgualmente habéis oído que se dijo a los antiguos: No jurarás en falso, sino que cumplirás al Señor tus juramentos.

Por segunda vez Jesús empieza con la introducción más larga: «Habéis oído que se dijo a los antiguos» (cf. 5,21), y con estas palabras inicia un segundo grupo de ejemplos de la verdadera justicia. Aquí se trata de dos mandamientos del Antiguo Testamento. El primero se refiere a la solemne aseveración ante Dios, al invocarle como testigo de lo que se declara. A esta aseveración la llamamos juramento. El Antiguo Testamento ordena no jurar en falso (/Lv/19/12). Cuando el hombre se vuelve a Dios y le llama para dar testimonio, tiene que ser muy verdadero y real lo que dice. De lo contrario haría el ultraje de rebajar a Dios poniéndole al servicio de una mentira, haciéndole testigo del error a él, que es santo y veraz. El segundo mandamiento también se refiere a las relaciones del hombre con Dios, pero en otro aspecto. Si una persona hace a otra una promesa, el honor de los dos exige que se mantenga la promesa. También se puede prometer algo a Dios. Entonces surge una especie de juramento, que llamamos voto. Cuando alguien se ha comprometido así con Dios, sobre él recae el santo deber de cumplir la promesa. El mandamiento advierte: «cumplirás al Señor tus juramentos». Las dos veces se trata de deberes del hombre con Dios, se exhorta al hombre a tener profundo respeto ante la santidad de Dios. También hemos de cuidar de este respeto, pero aún no es suficiente...

34 Pero yo os digo: no juréis en manera alguna ni por el cielo, porque es trono de Dios; 35 ni por la tierra, porque es escabel de sus pies; ni por Jerusalén, porque es la ciudad del gran rey.

Jesús no viola estos dos mandamientos, pero los hace llegar a una mayor profundidad. No basta precaverse tan sólo de los pecados y negligencias con respecto a Dios, por tanto no basta limitarse a evitar el mal. El discípulo debe tener una proximidad más personal con Dios. Aunque se cumplan escrupulosamente estos dos mandamientos, se puede vulnerar la santidad de Dios. Así lo hacían los rabinos y fariseos con motivos a menudo sutiles. Por eso en primer lugar se prohíbe con energía: No juréis en manera alguna. Porque el juramento, tal como es usual entre nosotros, ya deteriora el profundo respeto a Dios. Entonces algunos dicen: No se puede pronunciar el nombre de Dios ni emplearlo en una obtestación, en una afirmación solemne, porque el nombre de Dios es santo. Pero se puede hacer una circunlocución: por el cielo, por Jerusalén, y con estas expresiones siempre se hace alusión a Dios. Pero de este modo se abre más la puerta al abuso y a la ligereza. Jesús pone el dedo en esta doblez de los sentimientos, en este sutil manejo de las cosas divinas...

Dice Jesús: El que jura por el cielo, prácticamente nombra a Dios, porque el cielo es el trono de Dios, como se puede leer en Isaías: «Esto dice el Señor: el cielo es mi solio, y la tierra peana de mis pies: ¿qué casa es esa que vosotros edificaréis para mí, y cuál es aquel lugar donde he de fijar mi asiento? Estas cosas todas las hizo mi mano» (Is 66,1s). Lo mismo puede decirse, si se jura por la tierra. Esta expresión no era costumbre emplearla como circunlocución del nombre de Dios. Pero si la tierra es el escabel de los pies de Dios, también es propiedad de Dios. Algo semejante puede decirse de la expresión «por Jerusalén», porque Dios ha escogido para sí esta ciudad y el monte de Sión como lugar de su presencia. Esta ciudad es ensalzada en el salmo: «Hermosa altura, alegría de la tierra, la colina de Sión, en el extremo norte, la ciudad del gran rey» (Sal 47,3). El que pronuncia el nombre de Jerusalén con ligereza para jurar, también quebranta el honor de Dios.

36 ni tampoco jures por tu cabeza, porque no puedes volver blanco o negro un solo cabello.

El último ejemplo suena con un acento humorístico. Imaginémonos un charlatán, que gesticulando con violencia y revolviendo los ojos procura convencer a otro de la verdad de lo que dice, quizás tan sólo de la baratura de su mercancía. El otro no le cree y le reprocha su desmedido afán de lucro. Entonces el vendedor recurre al juramento solemne: Te juro por mi cabeza... ¿Qué quiere decir toda esta ostentación? dice Jesús. Le ofreces tu cabeza como precio de tu veracidad, por una materia ridícula. Nunca puedes volver blanco o negro uno solo de tus cabellos, es decir hacer fija tu edad o cambiarla. Esta frase de Jesús es de una sencillez tan estupenda y tiene una profundidad de pensamiento tan recóndita como otras muchas. Porque detrás de esta sentencia está la gran verdad de que Dios es el Señor de tu vida, ha contado todos los cabellos de tu cabeza (10,30) y te ha hecho tal cual eres. ¿Cómo se podría ofrecer, por así decir, como garantía algo de lo que no se dispone? ¿No estamos con frecuencia prontos para usar expresiones fuertes como «por mi vida», «por mi alma», sin reflexionar en lo que decimos? Lo que decimos debe ser tan sencillo y verdadero, que no necesitemos exagerar nada.

37 Vuestro hablar sea: sí, sí; no, no. Lo que de esto excede, proviene del malo.

Cuando habláis, vuestras palabras deben decir realmente lo que pensáis en el corazón. Un sí debe ser realmente un sí, y un no debe ser realmente un no (*). Esto tiene validez sobre todo ante Dios, pero también ante los hombres, porque solamente somos una persona, y siempre la misma. El que ante Dios es abierto y verídico, también lo será ante los hombres. Porque Jesús no quiere solamente dar una regla ética, establecer una norma para una conducta humanamente recta. Esta norma permanecería dentro de una manera mundana de pensar, que está al alcance de las fuerzas propias del hombre, y que también ha sido alcanzada por gentiles nobles. No se trata de ningún humanismo. La palabra de Jesús siempre está orientada desde el punto de vista de Dios. Jesús también ve el gran adversario, el demonio. Las habladurías ligeras, los juegos de equilibrio con el honor de Dios no solamente son una imperfección humana, sino un pecado: Lo que de esto excede, proviene del malo. Al malo le gusta, de forma especial, permanecer en el extenso campo entre el mandamiento terminante y la prohibición terminante. Procurar hacernos responsables solamente de las prescripciones y de la letra de la ley, y procurar persuadirnos que tenemos a nuestra disposición un extenso campo libre de lo que ni está prohibido ni permitido. También le gusta escudarse con interpretaciones de la palabra de Dios, que exteriormente parecen ser tersas e intachables, pero que interiormente son hipocresía. ¿Nos hemos de dar crédito solamente cuando empleamos una fórmula de juramento? Es preciso ser veraces hasta las raíces de los sentimientos. Entonces todos los accesorios se vuelven superfluos.
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Cf. sobre este versículo de san Mateo el texto de la carta de Santiago, que sobre todo en la segunda parte es más claro, porque no dice un doble «sí, sí; no, no» (que los rabinos ya consideraban como juramento): «Ante todo, hermanos míos, no juréis ni por el cielo, ni por la tierra, ni con ningún otro juramento. Que vuestro "sí" sea "sí", y que vuestro "no" sea "no", para que no caigáis en juicio.
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f) El desquite (Mt/05/38-42).

38 Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. 39 Pero yo os digo: No toméis represalias contra el malvado.

El hombre tiende a desquitarse de la injusticia que se le ha hecho. En esta tendencia a menudo domina la irritación impetuosa y el afán de venganza, el deseo de devolver al prójimo con creces los perjuicios que éste le ha causado. Cuando uno ha faltado, se destierra toda la parentela. Ha habido una infracción, el perjudicado en seguida atenta contra la vida del otro. Si caen bombas en una ciudad, se arrojan sobre una ciudad del enemigo un número mil veces mayor de bombas como medida de represalia. El deseo no dominado de venganza es reprimido en el hombre, cuando se estipula exactamente la medida del desquite. Así sucedió en los antiguos ordenamientos jurídicos de los pueblos orientales, así también ocurrió en los libros jurídicos del Antiguo Testamento.

La medida del castigo debía corresponder a la medida del perjuicio sin excederla con desenfreno. Aquí se establece y se exige con rigor un principio: «Pero si siguiese la muerte de ella, pagará vida por vida; ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe» (Éx 21,23-25). No parece que Jesús suprima esta norma jurídica del Antiguo Testamento, que debería ser válida para toda administración de justicia. Antes bien, como en los casos precedentes, Jesús se fija en la manera de pensar que se oculta tras las tradiciones israelitas. En esta mentalidad se insiste en los títulos jurídicos, en el desquite, se piensa en una justicia severa e insensible, en la idea que se arraiga profundamente en el corazón perturbado del hombre: como tú has hecho conmigo, así haré yo contigo. El que piensa y procede así, puede creer que se arregla la injusticia cuando ésta ha encontrado la reparación que corresponde exactamente. Jesús muestra otro camino, el camino de la justicia sobreabundante.

A la manera jurídica de pensar del Antiguo Testamento Jesús contrapone una nueva concepción del amor en el siguiente principio: No toméis represalias contra el malvado. No se vence el infortunio rechazándolo con la misma dureza, sino sufriéndolo. El mal conservará su violencia mientras siga en el poder, por tanto mientras el perjudicado conteste con las mismas armas. Pero el mal pierde su dominio, si es contrarrestado por el amor paciente. Entonces el golpe se pierde en el vacío, la violencia se anula, porque no encuentra oposición. Solamente se quebranta el poder del mal si se hace que el mal se estrelle contra sí mismo.

39b Al contrario, si alguien te pega en la mejilla derecha, preséntale también la otra, 40 y al que quiera llevarte a juicio por quitarte la túnica, déjale también el manto, 41 y si alguien te fuerza a caminar una milla, anda con él dos.

Tres ejemplos tomados de la vida cotidiana muestran lo que se quiere decir. En ellos se denota una observación perspicaz y al mismo tiempo humorística y misericordiosa de los hombres. A uno de ellos alguien le pega en un carrillo ofendiéndole gravemente en su honor. Ya levanta la mano para devolver la bofetada, entonces Jesús le coge por así decir el brazo y le dice: No procedas así. preséntale también el otro, para que te pegue en él, y verás que el ofensor cesa desconcertado y confuso, y su ira se desvanece. Pero aunque el ofensor siga pegando, es mejor soportar la injusticia que cometer una nueva injusticia...

Otro tiene un pleito privado, y coge por el cuello a la persona con quien litiga, y la arrastra ante el juez para (quizás como garantía o indemnización de daños) obtener su técnica. No contiendas con él, y no insistas ante el juez en tu derecho, sino dale además tu manto. Verás cómo sucede lo mismo que en el primer caso. Pero si no sucede lo mismo, te has portado como hijo del Padre celestial, y has seguido ofreciendo el amor que él te muestra. Y el amor es más fuerte que el mal. El tercero te ha forzado a ir con él una milla, quizá para prestarle el servicio de transporte, para llevarle el equipaje o solamente mostrar el camino. No protestes contra la exigencia, no tengas rencor en tu corazón, no pierdas el tiempo pensando cómo podrías desembarazarte de él, sino vete en seguida y anda con él dos millas. Anticípate a él con tu amabilidad y quebranta así en él la voluntad despótica.

42 Al que te pide, dale, y al que pretende de ti un préstamo, no lo esquives.

En la conclusión están unas palabras que sirven de compendio y que tienen a la vista otros dos casos concretos: no rehuyas al que te pide, y no rechaces al que quiere obtener de ti un préstamo. ¿Hay que olvidar aquí toda precaución y prudencia? ¿Hay que convertirse en la pelota de juego de los antojos ajenos y en la cabeza de chorlito aprovechada frívolamente? No es posible que se aluda a esta solución. En todos estos casos lo importante no es el ejemplo dilucidante, sino la verdad indicada en el ejemplo. Esta verdad es que no se tomen represalias contra el malvado. Las represalias pueden provenir de cobardía inepta, de debilidad innata y del complejo de inferioridad, quizás incluso de engreimiento y arrogancia, que no quieren descender al nivel del otro. Jesús no alude a todo eso, sino a la nueva manera de pensar, al sentimiento del amor, que se contrapone enérgicamente al mal y exige sumo dominio de sí mismo. El propio Jesús ha contestado al que le había pegado: «Y si hablé bien, ¿por qué me pegas?» (Jn 18,23). No se pretende una renuncia sistemática del propio derecho y de la propia honra, mucho menos un nuevo ordenamiento jurídico de la vida pública, sino el sentimiento más elevado, la «justicia que supere la de los escribas y fariseos». Es lo mismo que dice el apóstol san Pablo a los Romanos: «No te dejes vencer por el mal, sino vence al mal con el bien» (Rom 12,21).

g) El amor a los enemigos (Mt/05/43-48).

43 Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo.

A-H/PROJIMO: Uno de los supremos mandamientos del Antiguo Testamento es que se debe amar al prójimo. El prójimo siempre es el miembro del pueblo escogido. Se tiene que considerar como un progreso que el extranjero que vive en el país, pero por cuyas venas no corre la misma sangre, fuera incluido en este mandamiento en muchos respectos. A los extranjeros residentes en el país han de poderse aplicar remotamente los mismos mandamientos y prerrogativas que a los israelitas. Así pues, ya en el Antiguo Testamento se amplió bastante la extensión del concepto de prójimo. Se trata de un amor sincero de la inclinación que excede el derecho, y desea y hace el bien a otra persona. Pero nunca se sobrepasó una frontera: la delimitación frente al enemigo. Con la palabra enemigo se hace alusión al enemigo de la patria, al adversario armado de la nación. En ninguna parte del Antiguo Testamento se lee que se deba odiar al enemigo como tal -este odio en el tiempo anterior a Cristo sólo lo exige de una forma tan explícita la secta extendida en las cercanías del mar Muerto. Pero en el Antiguo Testamento la actitud también es natural, ya que se veía al país y al pueblo juntamente con Dios. Un ataque contra el país y el pueblo siempre era un ataque contra Dios, y fue contestado con una dureza irreconciliable. Así lo muestran las expediciones de conquista en el libro de Josué, las guerras del tiempo de los reyes, también las figuras femeninas de Judit y Ester, y el combate enconado contra los gobernantes paganos en el tiempo de los Seléucidas en las luchas de los Macabeos. Así se pudo completar el mandamiento de amar al prójimo: odiarás a tu enemigo.

44 Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen.

Aquí Jesús tampoco elimina el mandamiento del Antiguo Testamento. Pero se descubre la manera de pensar que se oculta tras la práctica transmitida por tradición. En el desquite privado se debía quebrar la manera jurídica de pensar: Como tú hiciste conmigo, así haré yo contigo. Ahora también se elimina simplemente la división en la vida pública nacional entre amigos y enemigos. Ya no hay enemigos para la manera de pensar del discípulo. El amor del discípulo debe extenderse a todos los hombres; para él un prójimo debe ser una persona cualquiera: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen. No podemos dejar de pensar en el antagonista personal, el envidioso e infamador, en el vecino mal intencionado o el malévolo competidor en el negocio. Ya durante la vida mortal de Jesús los discípulos también fueron objeto de la enemistad y difamación juntamente con Jesús. Esta participación en la suerte del Señor fue mucho mayor cuando la misión estaba en pleno curso y los misioneros y las comunidades de cristianos fueron duramente oprimidos. ¡Con qué actualidad se debió experimentar la orden de Jesús: orad por los que os persiguen, amad a vuestros enemigos! No deben contestar con aversión y odio ni consolidar los muros de la enemistad. Su tarea siempre es la misma: vencer el odio con el amor. Especialmente la oración no debe hacerse solamente por los que están animados por los mismos sentimientos, por los hermanos de la propia comunidad, sino que debe ser amplia y generosa, y debe también abarcar a todos los adversarios de Cristo. Este camino condujo efectivamente a la victoria, una victoria sin violencia, obtenida con humildad y amor gozoso. También hoy día la oración es el mandamiento regio de los discípulos, el fruto más maduro de los verdaderos sentimientos cristianos. ¿Qué tendría que ocurrir, si procediéramos con inalterable confianza en el fruto de tal amor?

45 Así seréis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, el cual hace salir el sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia sobre justos e injustos.

El objetivo es llegar a ser hijos del Padre. No es un humanismo dentro del mundo, la aspiración a una naturaleza humana tan pura como sea posible, la perfección de la personalidad. Dios es el modelo. Procede de tal forma, dice el Señor, que prodiga su bondad sin reserva: hace salir el sol y regala la lluvia sin prestar atención a la dignidad o gratitud de los hombres. Así como todos ellos participan de los dones naturales de Dios, así también son obsequiados con las riquezas de su gracia. Nuestra manera de pensar debe corresponder a la suya, y nuestros actos deben proceder del mismo amor gozoso, que no puede defraudar. Tomar a Dios por modelo, hacernos semejantes a él, para que al fin él nos reconozca y acepte como sus verdaderos hijos.

46 Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? 47 Y si saludáis a vuestros hermanos solamente, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen eso mismo también los gentiles?

El amor debe exceder en mucho lo que dicen y ejercitan los escribas y fariseos (5,20). Asimismo debe exceder en lo que se puede observar en publicanos y gentiles. Los publicanos también aman a los que son como ellos, no se pierden mutuamente de vista. Los recaudadores de impuestos eran despreciados y pertenecían a las ínfimas clases en la valoración oficial. Lo que hacen es cosa natural: no es preciso decir nada sobre ello. Ser corteses y amistosos en las relaciones mutuas, saludarse recíprocamente es usual en todas partes, incluso entre los gentiles, que no conocen al verdadero Dios, pero conocen las reglas humanas del trato y la conducta deferente. No debéis permitir que solamente reine entre vosotros tal atención amistosa, sino que debéis extenderla a todos los demás. El saludo entre los cristianos será siempre especialmente cordial y sincero, porque es comunicación e intercambio de la vida de la gracia, como el Apóstol a menudo amonesta: «Saludad a todos los hermanos con el ósculo santo» (1Tes 5,26). El intercambio de amor cordial no puede quedar limitado al propio ambiente, a los hermanos confidenciales en la fe, a los miembros de la propia comunidad parroquial, sino que todos deben participar en este intercambio: los que conviven en la misma casa, los compañeros de trabajo y muchos desconocidos, con quienes diariamente nos ponemos en contacto. Jesús se comunica a otros en nuestro amor, en el saludo amistoso...

Jesús pregunta: ¿Qué recompensa tendréis? La palabra recompensa ya se usó antes, cuando se prometió una «recompensa grande en los cielos» por toda pena causada por la persecución y el insulto (5,12). Aquí también se habla con naturalidad de la recompensa que aguarda al discípulo. El acicate interior para nuestra acción no es la recompensa, sino solamente la actitud que Dios toma con nosotros, en último término el mismo Dios. Pero quien vive con este amor, y obedece la orden del Señor, también recibirá la recompensa, es decir, la misma recompensa que nos ha sido presentada en las bienaventuranzas con algunas imágenes: la filiación divina (cf. en este punto 5,45), toda la plenitud y felicidad del reino de Dios, el mismo Dios. No es preciso que temamos hacer algo por la aspiración de la recompensa. Cuanto más profundamente se vive en Dios, tanto más se hace todo por amor a él...

48 Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial.

Así concluye la sección que empieza en 5,17. La frase resume lo que se había expresado de una forma programática en 5,20, y Iuego se expuso con seis ejemplos. La palabra perfecto aquí por primera vez se refiere a la acción humana. San Mateo es el único evangelista que la emplea con este sentido. ¿Qué quiere decir perfecto? Es una palabra muy rica en significado. Nos resulta comprensible por el Antiguo Testamento, donde se usa a menudo, y donde se corresponden mutuamente la perfección y la justicia. En el lenguaje de los sacrificios esta palabra expresa un concepto fijo que designa la incolumidad y pureza de la ofrenda sacrificial, la víctima. Si se habla del hombre, es «perfecto» el que sin titubeos y con sincera entrega ha dirigido a Dios su corazón y cumple la ley. Se dice de Noé que «era varón justo y perfecto» (Gén 6,9; cf. Eclo 44,17). Es perfecto el hombre que ha dado a su vida integridad y armonía, después de superar todo lo fragmentario y mediocre, orientándose solamente hacia Dios y a servirle sin reservas. De Dios nunca se dice que sea perfecto. En cambio Jesús lo dice. El discípulo debe ser tan perfecto como Dios. Así pues, el discípulo debe imItar a Dios, debe reproducir y grabar en el propio esfuerzo la conducta de Dios. Para estos pensamientos hay un modelo ideal veterotestamentario en la norma del libro del Levítico: «Sed santos, porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo» (Lev 19,2). Allí se exigía sobre todo la santidad (pureza) del culto sagrado, con la cual Israel debía llegar a ser digno del servicio prestado ante Yahveh. Aquí se hace alusión a otra cosa. El hombre debe reproducir la manera de ser y existir propia de Dios, su manera de pensar y sentir, sobre todo su amor divino. Uno podría espantarse ante estos pensamientos...

La perfección solamente puede entenderse bien desde el punto de vista del amor, que es la manera de ser de Dios. De lo contrario, resulta un ideal de virtud, que puede ser griego, estoico, budista o cualquier otra cosa, pero no es lo que Jesús dice. También podemos hablar del afán de perfección. En la Iglesia y en su tradición espiritual siempre hasta nuestros días ha habido este afán. Se puede pensar en algo erróneo si se concibe la perfección como suma de todas las virtudes; pero se puede acertar si se ve la perfección como el apogeo en el amor. Esta reivindicación sobrepasa todo lo que podríamos pensar o hacer. El mismo Dios tiene que suscitar en nosotros el estímulo que nos arrastre más lejos de lo que nosotros iríamos...

Así es como Jesús «da cumplimiento» a la ley, así lo debemos hacer nosotros (5,17). La frase resume lo que hasta ahora hemos leído (5,17-47), e incluso todas las instrucciones del Evangelio. Explica su elevada exigencia: ¿Cómo podría ésta ser menor, si se trata de una conducta divina? La constante disposición a reconciliarse, el dominio de los impulsos sensuales, la sincera veracidad, la renuncia a cualquier recompensa e incluso el amor al enemigo: todo eso es de índole divina. El más excelso objetivo que se nos puede mostrar, también corresponde a nuestro anhelo más íntimo: queremos la totalidad y lo más sublime, las medias tintas no nos bastan. Y sobre todo: éste no es un ideal ajeno al mundo, sino que hay que conseguirlo con la gracia de Dios. Porque el amor de que aquí se trata, Dios lo ha «derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo» (Rom 5,5). Este amor tiende a la vida. La vida de los santos manifiesta a todos este amor.