CAPÍTULO 02


2. UNOS SABIOS DE ORIENTE ADORAN AL NIÑO (Mt/02/02).

1 Después de nacer Jesús en Belén de Judea, en tiempos del rey Herodes, unos sabios llegaron de Oriente a Jerusalén, 2 preguntando: ¿Donde está el rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto su estrella en Oriente y venimos a adorarlo.

El árbol genealógico y el relato del nacimiento de Jesús quedaron en el ámbito de la nación y del pueblo judío. Ahora la vista se amplía al gran mundo de las naciones y de los reinos. En el árbol genealógico habíamos ido tentando el camino de la historia hasta David y Abraham. Sigue luego un pasaje (1,18-25) en que resuena la profecía de que un niño hijo de una virgen será el «Dios con nosotros». Todo esto se ha logrado con una creyente mirada retrospectiva, que se dirige al tiempo pasado desde el tiempo presente consumado. El acontecimiento de la adoración de unos sabios de Oriente de nuevo parece que realiza grandes profecías, con la diferencia de que aquí sucede con una publicidad mucho mayor, algo que antes sólo podía conocer la mirada de la fe: la venida del verdadero Mesías. Por primera vez, nos enteramos en san Mateo de que el nacimiento de Jesús tuvo lugar en Belén, en el país de Judá. Ambas circunstancias cumplen la profecía, según la cual solamente entra en consideración el país real de Judá y una ciudad que se encuentra en este país. Ambas indicaciones del versículo primero ya anticipan la cita del Antiguo Testamento, que se aduce por extenso en el v. 6.

El profeta Miqueas sobre esta pequeña ciudad había hecho el oráculo de que de ella debe salir el soberano del tiempo final, que ha de gobernar a todo el pueblo de Israel. El lugar del nacimiento ha sido designado por el profeta, así como el nombre del niño ha sido determinado por Dios. Se dice en general: «En tiempos del rey Herodes», sin que podamos conocer una determinación más próxima del tiempo. Se alude a Herodes el Grande, que a pesar de apreciables méritos, como extranjero (idumeo) y dependiente de los favores de Roma, ejerció el mando arbitraria y horriblemente, sin escrúpulos y con desenfreno. Es verdad que había arreglado suntuosamente el templo y que hizo mucho bien al pueblo, no obstante las agrupaciones piadosas de los judíos tienen la sensación de que es un dominador extranjero. Aunque su poder era pequeño, usaba el título de «rey». que Roma le había concedido. Aquí se usa muchas veces este título, en contraste con el rey que buscan los sabios. En el Evangelio sólo dos veces se habla de Jesús como el «rey de los judíos»: aquí en contraste con el tirano Herodes, y hacia el fin en el proceso usan este título el pagano Pilato (27,11), los soldados que hacen escarnio de Jesús (27,29) y la inscripción en la cruz (27,37). Jesús respondió afirmativamente a la pregunta de Pilatos (27,11), pero el título no era expresión de la verdadera dignidad de Jesús ni una profesión de fe. Aquí se ha de considerar que quien pretende ser rey de los judíos está sentado tembloroso en el trono, y el verdadero rey viene con la debilidad del niño. Los sabios vienen de oriente. No se indica qué país era su patria, tampoco se dice el número de ellos. Las circunstancias externas permanecen ocultas ante la sola pregunta que les mueve: ¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Son personas instruidas, probablemente sacerdotes babilonios, familiarizados con el curso y las apariciones de las estrellas. La notable aparición de una estrella les ha movido a partir. A esta estrella estos sabios la llaman «su estrella», la del rey de los judíos. Es la estrella del nuevo rey infante. Según persuasión del antiguo Oriente los movimientos de las estrellas y el destino de los hombres están interiormente relacionados. Pero hasta hoy día no se han aclarado todas las investigaciones y cálculos ingeniosos sobre esta estrella, si designa una constelación determinada, un cometa o una aparición enteramente prodigiosa. Aquí dejamos aparte la cuestión y solamente vemos la estrella según el significado que tiene para aquellos sabios. También hubiera podido moverlos a emprender su expedición otra señal. Lo que es seguro es que la aparición de la estrella no podía explicarse de una forma puramente natural, sino que era un suceso prodigioso (v 9). Una señal es dada por Dios, el Dios de las naciones y del mundo. Lo principal no son las circunstancias externas de la aparición, sino su finalidad interna. Pero ¿qué significa la señal para la gente instruida? Para ésta el país de los judíos es ridículamente pequeño, carece de importancia desde el punto de vista político, desde hace siglos ya no se hace sentir por su función independiente dentro del próximo Oriente.

¿Cómo se explica que no les baste un mensaje, una averiguación por medio de emisarios? ¿Por qué les estimula el deseo de ir a ver y de adorar? La Sagrada Escritura no contesta a estas preguntas, sino que solamente informa sobre lo que ha sucedido. Pero el asombro que nos causan estas preguntas, nos conduce a descubrir el profundo sentido de este relato... Dios no solamente había elegido a su pueblo sacándolo de la servidumbre de Egipto, sino que había elegido para sí una ciudad santa: Jerusalén, y había escogido, por así decir, como domicilio un monte santo: el monte de Sión. Para el comienzo de la salvación Israel no solamente espera la llegada del Mesías y el establecimiento del reino davídico, sino mucho más: la bendición de todas las naciones por medio de Israel. La ciudad y el monte son la sede y el origen de la salvación, que ha deparado Dios a las naciones. Allí resplandece la luz, allí se tiene que adorar. El monte-Sión se convierte en el monte de todos los montes, en el más alto y más santo de todos. En los últimos días muchos pueblos se ponen en marcha desde los cuatro vientos y van en romería a Jerusalén, para que Dios les enseñe sus caminos, y anden por las sendas de Dios (cf. Is 2,2s). Allá van reyes y príncipes de todo el mundo y llevan sus dones a la ciudad de Jerusalén iluminada por el fulgor de la luz: «Y a tu luz caminarán las gentes, y los reyes al resplandor de tu claridad naciente. Tiende tu vista alrededor tuyo, y mira; todos ésos se han congregado para venir a ti; vendrán de lejos tus hijos, y tus hijas acudirán a ti de todas partes. Entonces te verás en la abundancia; se asombrará tu corazón, y se ensanchará, cuando vengan hacia ti los tesoros del mar; cuando a ti afluyan las riquezas de los pueblos. Te verás inundada de una muchedumbre de camellos, de dromedarios de Madián y de Efá; todos los sabeos vendrán a traerte oro e incienso, y publicarán las alabanzas del Señor» (Is 60,3-6; cf. Sal 71,10s). La peregrinación de los pueblos al fin del tiempo. ¿Tiene el evangelista esta escena ante su mirada? ¿Ve cumplido el «fin de los días»? Jesús no vino al mundo en la ciudad real de David, sino en la pequeña y mucho menos importante ciudad de Belén. ¿Cómo puede explicarse que todos los demás indicios de la expectación señalen a Belén? ¿Y cómo es posible que el Mesías no nazca en el palacio real de Herodes, sino en cualquier parte, desconocido e ignorado? ¿Puede ser este niño el verdadero Mesías? Es difícil responder a estas preguntas. La respuesta tenía preocupada a la primitiva Iglesia, especialmente entre los judíos. Hasta que un día el Espíritu Santo también le indicó el camino. Todo esto también lo atestigua la Escritura.

El profeta Miqueas nombra y ensalza adrede este pueblo de Belén, que es poco importante y pequeño, pero que es grande a causa de que de él debe salir el dominador de Israel. San Mateo ha reproducido con alguna libertad el texto del profeta Miqueas. El texto original dice así: «Y tú, Belén, Efratá, pequeña entre los clanes de Judá, de ti saldrá el que ha de ser dominador de Israel; su origen es desde tiempos remotos, desde días muy antiguos... Y él permanecerá firme, y apacentará la grey con la fortaleza del Señor. en el nombre altísimo del Señor Dios suyo, y ellos se establecerán, porque ahora será glorificado él hasta los últimos términos del mundo. Y él será paz» (Miq 5,1.3-4). Efratá era una estirpe numéricamente pequeña de Israel, de la cual procedía David (lSam 17,12). Dios eligió una vez lo que era débil, y volverá a hacerlo en la consumación del tiempo.

3 Cuando lo oyó el rey Herodes, se sobresaltó, y toda Jerusalén con él. 4 Y convocando a todos los sumos sacerdotes y escribas del pueblo, les estuvo preguntando dónde había de nacer el Cristo. 5 Ellos le respondieron: En Belén de Judea; pues así está escrito por el profeta: 6 y tú, Belén, tierra de Judá, de ningún modo eres la menor entre las grandes ciudades de Judá; porque de ti saldrá un jefe que gobernará a mi pueblo Israel. 7 Entonces Herodes llamó en secreto a los sabios y averiguó cuidadosamente el tiempo transcurrido desde la aparición de la estrella. 8 y encaminándolos hacia Belén, les dijo: Id e informaos puntualmente acerca de ese niño; y cuando lo encontréis, avisadme, para que también yo vaya a adorarlo.

Precisamente Herodes es interrogado acerca del lugar. La pregunta le estremece, porque ahora ha de temer a un nuevo competidor, y la pregunta estremece a la ciudad, porque tiembla por el miedo de nuevas medidas de terror. Puesto que Herodes no sabe el lugar (¿qué sabe de la Escritura el rey de sangre extranjera y amigo de los paganos?), tiene que convocar un consejo de personas constituidas en dignidad: sumos sacerdotes y escribas, para que oficialmente le den respuesta. El lugar, pues, no lo han inventado los cristianos creyentes ni lo han dispuesto posteriormente. Los judíos e incluso Herodes tienen que testificar que Belén es la ciudad del Mesías. Por la mediación de Dios la romería de los sabios no termina en Jerusalén, sino más allá de la ciudad, en la cercana Belén. ¡Singular providencia! Jerusalén no es la ciudad de la luz, en la que los pueblos pueden disponer del derecho y de la salvación. Jerusalén está en pecado, es la ciudad de los asesinos de los profetas (23,37-39), la ciudad de la desobediencia y de la sublevación, del desprecio de la voluntad de Dios. El Mesías no viene a Jerusalén, a no ser para morir en ella. Entonces también sale la luz de esta ciudad, pero de una forma muy distinta de la que se esperaba.

9 Después de oir al rey, se fueron, y la estrella que habían visto en Oriente iba delante de ellos, hasta que vino a pararse encima del lugar donde estaba el niño. 10 Al ver la estrella, sintieron inmensa alegría. 11 Y entrando en la casa, vieron al niño con María, su madre y, postrados en tierra, lo adoraron; abrieron sus cofres y le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra. 12 y advertidos en sueños que no volvieran a Herodes, regresaron a su tierra por otro camino.

Con toda pobreza y estrechez ocurre en Belén algo de la gran promesa: los hombres doctos encuentran al niño y a María su madre, le presentan su homenaje y sus valiosos regalos, propios de reyes: oro, incienso y mirra. Su alegría sobrepasa toda medida: sintieron inmensa alegría, la alegría del hallazgo, del anhelo cumplido. Es un comienzo, el principio de la adoración de todos los pueblos en la presencia del único Señor. La luz no sólo brilla para los judíos; el dominador no solamente «gobernará a mi pueblo Israel» (v. 6), los gentiles también participan de la luz; antes que los demás, antes que un solo judío haya logrado la fe. Mientras Herodes se queda inmovilizado con sombríos pensamientos homicidas, estos gentiles venidos de Oriente se arrodillan delante del niño.

Se atestigua que en Jesús vino la salvación para todo el mundo. No podía ser atestiguado de una forma más solemne que mediante este grandioso acontecimiento. Empieza a llegar el fin de los tiempos. Se presentan las primeras grandes señales. Herodes no consigue su objetivo. Su intención hipócrita de ir a adorarlo es desbaratada: con un medio fácil Dios ordena que regresen por otro camino. Se requiere solamente una indicación, y el mal queda alejado...

3. HUIDA A EGIPTO (Mt/02/13-15).

13 Después de partir ellos, un ángel del Señor se aparece en sueños a José y le dice: Levántate, toma contigo al niño y a su madre, y huye a Egipto. Quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes se pondrá a buscar al niño para matarlo. 14 José se levantó, y de noche, tomó consigo al niño y a su madre, y partió para Egipto;

Se continúa el tema iniciado con el relato de los sabios: planes de Herodes contra el niño. En primer lugar se informa que el niño es llevado a Egipto por una intervención de Dios. De nuevo José está en el primer plano. Por segunda vez recibe un mensaje de Dios, que le transmite un ángel. De una forma tan sucinta como antes (1,20) se le comunica un mandato: Levántate. Se le exige algo repentino, inaplazable. Debe ponerse en pie en plena noche. La exhortación del ángel se efectúa privadamente y bajo la envoltura del sueño; sin embargo, las facultades superiores del alma toman plena conciencia de este mandato, cuyo cumplimiento exige la decidida acción humana. Al hablar del cumplimiento del mandato (2,14) se dice que san José se levanta y obra sin pérdida de tiempo, cuando aún es de noche. ¡Cuán atento tiene que haber estado este hombre, cuán clarividente y abierto a la advertencia de Dios! Su alma está orientada hacia arriba no sólo durante el día, sino también durante la noche, de tal forma que Dios puede intervenir fácilmente y puede estar seguro del éxito. La recepción de la orden no hace que José se vaya despertando, sino que al instante está dispuesto a obrar. Así es siempre, cuando una persona llena su alma de Dios...

Tomó consigo al niño y a su madre. En los dos primeros capítulos del Evangelio solamente se habla así de María y del niño Jesús (2,11.13.14.20.21). En primer lugar es la única manera de hablar correcta y dogmáticamente exacta: primeramente se nombra al niño, que siempre ocupa el centro del relato, después se nombra a María, que le dio a luz. San Mateo nunca dice «los padres», o «la familia» o «María y su hijo»; se menciona separadamente a las dos santas personas, como corresponde a la diferencia en su dignidad. Una expresión como la que leemos en san Lucas, que al parecer con descuido, habla de «sus padres» (Lc 2,43), no se podría concebir en san Mateo. Su conciencia de la grandeza de Jesús se manifiesta en todas partes con delicada ponderación de las palabras. Tampoco a María se designa con su nombre, sino solamente como «su madre». Esta designación no significa ningún frío distanciamiento, sino que indica que María recibe del niño su dignidad. Ante la importancia de este hecho su nombre palidece. En los dos primeros capítulos sólo se menciona una vez (1,18), mientras que constantemente se emplea el nombre de José. La gloria de María radica en su elección para la verdadera y real maternidad humana del Mesías. Y huye a Egipto. Ya una vez había habido una peregrinación fugitiva a Egipto: cuando la falta de víveres movió a los hijos de Jacob a que fueran al fértil delta del Nilo (Gén 42s). En aquella ocasión el apremio de la necesidad: salvarse de la muerte por hambre. Desde tiempos antiguos era Egipto el país de refugio en tiempo apurado para todo el contorno. Especialmente las tribus del desierto, nómadas y seminómadas, con frecuencia fueron empujadas hacia los márgenes de aquel país agrícola, para obtener un sustento. El camino hacia el sur era fatigoso y no exento de peligro, pero con todo estaba cerca el fin del camino. Solamente se necesitaban unos pocos días de viaje para llegar a las fértiles márgenes del delta. Ahora José debe recorrer los mismos caminos para salvar la vida del niño que se le había confiado. Dios prepara la huida en el tiempo oportuno, sin que sea menester que se prevenga todo lo necesario. En las últimas tribulaciones que se describen en el Apocalipsis, Dios también ha erigido para la comunidad del tiempo final un refugio en el desierto, para sustraerse a la mayor y más fuerte embestida de Satán (Ap 12,6). Lo que Dios concedió a su Hijo, no lo rehusará a los hermanos de su Hijo...

Y quédate allí hasta que yo te avise. El ángel no indica la duración de la estancia. Deja a José en la incertidumbre. José tiene que limitarse a hacer lo que le está encargado. Aquí una vez más se mostrará la docilidad de José en el cumplimiento de lo que Dios le inspira. No sólo debe cumplirse la voluntad de Dios que percibimos a modo de moción interna o en las diversas circunstancias del día, sino también la voluntad de Dios, cuando se nos exige en forma de mandato o prescripción. Hay que ser persona ya muy ejercitada en el trato con esta voluntad, para estar dispuesto a cumplir una orden como la que aquí recibe José...

El ángel también añade una explicación de la orden: Porque Herodes se pondrá a buscar al niño para matarlo. Resulta pavorosa en este pasaje la dura palabra, que propiamente significa «hacer perder», «aniquilar», «eliminar por la fuerza». Más tarde Jesús, hablando de los viñadores homicidas que asesinaron al hijo, dirá que el Señor de la viña los «aniquilará» (21,41). El contraste no podría estar iluminado con más viveza: aquí los gentiles que vienen presurosos para rendir un homenaje de sentido creyente; allí el rey de los judíos que ha decretado la muerte del niño rey.

15 y se quedó allí hasta la muerte de Herodes. Con ello se cumplió lo que dijo el Señor por el profeta: De Egipto llamé a mi hijo.

Con la muerte de Herodes parece que se aclare algo la obscuridad. Porque José estuvo allí hasta la muerte de Herodes. Esta observación ya anticipa los sucesos siguientes. Un singular juego de ideas: el rey vivo decreta la muerte del niño, cuya vida parece asegurada después de la muerte del rey. El evangelista redondea el pasaje con una cita del profeta Oseas, cuya profecía se ha cumplido. Esta estancia también la quería Dios. Con audacia y sagacidad el escritor sagrado ve el cumplimiento de las palabras del profeta: De Egipto llamé a mi hijo. El profeta lo ha dicho de todo Israel, que cuando todavía era joven y un niño, fue elegido amorosamente por Dios, y fue llamado de Egipto para la peregrinación: «Cuando Israel era un niño, yo le amé y yo llamé de Egipto a mi hijo» (Os 11,1). Éste era el tiempo del primer amor, del amor nupcial, en el que Israel era muy devoto de su Dios y junto a él no conocía ídolo alguno. Dios, pues, a su Hijo verdadero lo hizo volver otra vez de Egipto al país de los padres. No solamente oímos el mismo sonido de las palabras, que se cumplen, no solamente vemos juntos los dos acontecimientos históricos, en estas palabras del profeta resuena además la esperanza que llenaba el alma de Oseas: Como esta primavera en el tiempo de la juventud de Israel, después de su conversión Dios le concederá una segunda primavera, una nueva vida en tiendas y chozas, sin saciedad ni riqueza, con una entrega indivisa al Señor: «Pero con todo, yo la seduciré y la llevaré a la soledad, y le hablaré al corazón: Daréle nuevamente sus viñas, y el valle de Acor para que entre en esperanza, y allí cantará como en los días de su juventud, como en los días en que salió de la tierra de Egipto» (Os 2,14s; cf. 12,10). En este texto se pulsa una cuerda del corazón del verdadero Israel, que en todo tiempo debe buscar a Dios y a él solo servir...

Apunta la nueva primavera.

4. MATANZA DE LOS NIÑOS DE BELÉN (/Mt/02/16-18).

16 Cuando Herodes se vio burlado por los sabios, se enfureció y envió a que mataran a todos los niños que había en Belén y en toda su comarca menores de dos años, conforme al tiempo que cuidadosamente había averiguado de los sabios.

Hasta ahora san Mateo solamente ha nombrado lo principal: la liberación del Mesías niño. Pero con su huida no se conjura la desgracia. Antes bien la ira del rey se descarga brutal y ferozmente. El rey se da cuenta de que los sabios le han engañado. Por tanto, persiste la preocupación, y para Herodes el único punto de apoyo es el tiempo de la aparición de la estrella, del que él se había enterado por los sabios (2,7). Tan grande era el espanto, y su manera de pensar era tan cínica que decreta una matanza terrible. Aunque no encuentre al niño, éste en ningún caso ha de quedar con vida. Manda matar a todos los niños varones que tengan menos de dos años de edad. De nuevo podemos admirarnos del singular paralelismo con los sucesos que en Egipto ocurrieron en la juventud de Israel. Entonces fue un faraón quien por miedo del vigor y del poder vital de los israelitas dio la orden de ejecutar a los niños varones. Primeramente son las comadronas quienes deben matar a todos los nacidos de sexo masculino. Cuando las comadronas con firmeza y astucia eludan la orden, entonces el faraón exige a todo el pueblo: «Todo varón que naciere, echadle al río; toda hembra, reservadla (Ex 1,22). Así como entonces la horrible matanza no impidió que Dios conservara en Moisés al libertador, así también ahora preserva al niño Mesías del derramamiento de sangre en Belén. Con casta reserva, san Mateo solamente dice lo necesario. No menciona ni la dureza de corazón del rey, ni el horror de la matanza. También aquí penetra el pensamiento de Mateo los planes del acontecer de Dios.

17 Entonces se cumplió lo anunciado por el profeta Jeremías cuando dijo: 18 Una voz se oyó en Ramá, alaridos y grandes lamentos: Raquel está llorando a sus hijos, y no quiere que la consuelen, porque ya no existen.

Raquel llora a sus hijos... De nuevo son palabras proféticas las que dan la llave al evangelista (Jer 31,15). Cuando después de decenas de años san Mateo escribe este pasaje, por así decir oye los lamentos y llantos de las madres estremecidas. A san Mateo no le supone ningún obstáculo que Jeremías hable de Ramá, que se encuentra al norte de Jerusalén, y no de Belén, que está al sur; porque las lamentaciones son las mismas. Allí el profeta oye cómo Raquel, antepasada de las tribus de Benjamín y de Efraím, llora por sus hijos, que están en el cautiverio de Asiria. El país está desguarnecido, los pueblos están devastados. La desolación del país también está en su alma. Es un canto que descubre todo el dolor de Israel, su desgracia nacional y su desobediencia a Dios, la cual fue causa de la desgracia. De esta índole es también el dolor de la madre en Belén. El evangelista no sólo oye el lamento por la pérdida de los niños; en este lamento también resuena el dolor por la desobediencia de Israel, porque el crimen que se perpetra, lo perpetra en Israel un rey de Israel. Este homicidio es como una señal, un grito de alarma que descubre el rescoldo del infortunio.

5. TRASLADO A NAZARET (/Mt/02/19-23).

19 Muerto ya Herodes, un ángel del Señor se aparece en sueños a José en Egipto 20 y le dice: Levántate, toma contigo al niño y a su madre, y vete a la tierra de Israel, porque han muerto ya los que atentaban contra la vida del niño. 21 El se levantó, tomó consigo al niño y a su madre, y entró en la tierra de Israel.

Antes (2,15) ya se mencionó la muerte de Herodes, ahora se vuelve a hablar del acontecimiento y de su consecuencia para la Sagrada Familia. El motivo del viaje de regreso es de orden externo: la muerte del rey receloso y cruel. Y con todo tal motivo externo puede dirigir los destinos del niño Mesías. ¿No parece que sea como una debilidad de Dios, que hace depender sus acciones de los antojos y sinos de los hombres? En la posterior historia de Jesús encontramos algo semejante: el motivo de su vida pública procede de fuera, del arresto de Juan el Bautista (Mc 1,14). Una conspiración de Herodes Antipas contra él hace que Jesús se esconda (LC 13,31-33).

En su acción ¿se deja Dios imponer la ley por los hombres y se deja quitar la dirección de los acontecimientos? Esta impresión está en la superficie de la historia. Pero en el fondo, por una necesidad inexorable, solamente ocurre lo que Dios quiere. Los escritores sagrados nos enseñan a penetrar incesantemente a través de la costra externa hasta esta profundidad. El camino, por el que a san Mateo le gusta especialmente conducirnos, es el esclarecimiento mediante la revelación del Antiguo Testamento. El ángel indica a José -casi con las mismas palabras que para la huida (2,13)- que vaya con el niño y su madre a la tierra de Israel. Esta expresión tiene un colorido religioso. El mensajero no nombra las demarcaciones políticas de los territorios del reino (Judea, Samaría, Galilea), ni tampoco una designación geográfica como Palestina, sino que emplea la expresión que en el Antiguo Testamento designa esta tierra como la tierra de Dios, el regalo de su misericordia. Es la tierra santa, otorgada benignamente a las doce tribus de Israel. Mateo usa aquí dos veces la expresión. Probablemente quiere indicar que Jesús entra en el país de sus antepasados, que de nuevo corresponde al Mesías. ¿No resuenan aquí también los motivos de la salida de Egipto y la toma de posesión de Palestina por el pueblo de Israel en esta nueva primavera «De Egipto llamé a mi hijo» (2.15); «vete a la tierra de Israel»...

Estas relaciones resuenan como tonos y sonidos concomitantes, como lo muestra el motivo que añade el ángel: «Porque han muerto ya los que atentaban contra la vida del niño». Ésta es casi textualmente una frase de la historia del Éxodo, que fue dicha a Moisés. Éste tuvo que huir de Egipto por ser culpable del homicidio de un capataz egipcio, y tuvo que permanecer durante largos años en el extranjero, en la tierra de Madián. Allí Moisés recibió su misión (Éx 3,8), y en un tiempo determinado se le ordenó volver para llevar a cabo su obra: «Había dicho el Señor a Moisés en Madián: Anda y vuelve a Egipto; porque han muerto ya todos los que atentaban contra tu vida. Tomó, pues, Moisés, a su esposa y a sus hijos, y los hizo montar en un jumento, y volvióse a Egipto (Ex 4,19s). ¡Qué juego tan singular de disposiciones!: allí el faraón quiere quitar la vida al joven Moisés, aquí Herodes procura matar al niño Mesías; allí la huida de Egipto y el regreso de acuerdo con la orden de Dios; allí el libertador escogido está en camino con su mujer y sus hijos, aquí José, el hijo de David, como instrumento de la conducción de Dios, viaja a pie con «el niño y su madre». Con todo, este juego de la semejanza en los pormenores es solamente una música de acompañamiento del gran paralelismo que san Mateo tiene muy presente: la salida de Israel, la liberación de la servidumbre, un nuevo pueblo de Dios. El evangelista ahora ya sabe que todo eso se verifica en el niño Jesús, pero lo indica con parquedad dirigiendo la mirada hacia la primitiva historia de Israel.

22 Pero, cuando oyó que Arquelao había sucedido a su padre Herodes en el trono de Judea, tuvo miedo de volver allí, y advertido en sueños, se retiró a la región de Galilea, 23 y se fue a vivir a una ciudad llamada Nazaret. Con ello se cumplió lo anunciado por los profetas: que sería llamado nazareno.

En Palestina después de la muerte de Herodes (año 4 d.C.) el territorio del reino fue de nuevo repartido. Galilea en el norte la obtuvo su hijo Herodes Antipas, Judea y Samaría las obtuvo su hijo Herodes Arquelao. Este era todavía más cruel que su padre y pronto fue destituido de su cargo por el emperador romano (año 6 d.C.). Pero ahora él es quien gobierna; es evidente que su mala reputación se divulgaba con rapidez. José tuvo miedo de entrar en el territorio de su jurisdicción. ¿No procederá el hijo con tanta furia como su padre? Entonces se dirige al norte, a la región de Galilea. Este cambio de plan tampoco tiene su origen solamente en la perspicaz vista política de José ni en su prudencia práctica: el mismo Dios le transmite la decisión. Vuelve, pues, a explicarse por factores externos, por la presión de las circunstancias políticas, uno de los hechos más singulares en la vida del Mesías: su procedencia de Nazaret. Galilea por sí sola le hacía sospechoso, porque esta región era considerada por los judíos celosos de la ley como semipagana, liberal, rústica y primitiva. Aún le hacía mucho más sospechoso su procedencia de Nazaret: «¿Acaso de Nazaret puede salir cosa buena?», dice Natanael a Felipe (Jn 1,46). Jesús ha salido precisamente de este lugar, y no de una de las ciudades, más conocidas, que rodeaban el lago de Genesaret. El nombre «Jesús de Nazaret» tiene que ser muy antiguo, quizás el más antiguo con que Jesús fue designado por sus contemporáneos. ¿Fueron los adversarios de Jesús, quienes le designaron así para presentarle como digno de desprecio? Es posible. Con todo basta el aparente contrasentido: Jesús, o sea el Salvador y «Dios con nosotros» y Nazaret, o sea el lugar despreciado y de mala fama. ¿No hay que percibir en la elección de este lugar algo del enajenamiento de Dios? Da la impresión de una preferencia por lo pequeño, lo débil, lo inadvertido y lo que no es honroso, aquí al principio y más tarde en la consumación...

Pero los adversarios no tienen ningún motivo para echar en cara a Dios esta «debilidad». Eso también lo indican los profetas. Cuando José establece su residencia en Nazaret, se cumple también la voluntad de Dios, que está contenida en la Escritura, de una forma confusa y aparentemente rebuscada, pero que es reconocible para el que tiene fe: Será llamado nazareno (el texto griego dice nazoraios). Esta frase no se encuentra en ninguna parte del Antiguo Testamento. El dato «por los profetas» tampoco es exacto. ¿En qué ha pensado san Mateo? El profeta Isaías dice refiriéndose al Mesías del tiempo futuro: «Y saldrá un renuevo del tronco de Jesé, y de su raíz se elevará una flor, y reposará sobre él el espíritu del Señor...» (Is 11,1s). Del tronco de Jesé, del linaje principal de David, que se ha interrumpido (por castigo de Dios) y que se ha vuelto estéril, debe brotar un nuevo retoño. «Retoño» en hebreo se dice nezer, que suena de una forma parecida a nozri, traducido al griego por nazoraios, término que tal vez sólo tardíamente cambió su significado en «el hombre de Nazaret». Lo más probable es que haya que pensar en esta relación entre el «hombre de Nazaret» y el «renuevo del tronco de Jesé». Luego esta procedencia no es despreciable ni sospechosa, sino por el contrario es una alusión al Mesías y libertador...