CAPÍTULO 11
 

4. LA NUEVA ORACIÓN (11, 1-13).

Hasta 13,22 no se vuelve ya a hablar del viaje. En el relato del viaje están intercaladas enseñanzas de Jesús. Jesús trae el nuevo mensaje del Padre y del Espíritu Santo, y con ello una nueva oración (11,1-13); se anuncia a sí mismo como nuevo portador de salud, que es ciertamente otro y enseña de manera distinta de lo que habían imaginado los dirigentes en Israel (11, 14-54); el seguimiento de este Mesías cobra nueva y propia forma, de la que se habla en un conjunto de palabras y sentencias de Jesús (12,1-53). El nuevo tiempo que aporta Jesús exige a todos la conversión (12,54-13,21).

a) La oración de los discípulos (Lc/11/01-04)

1 Un día estaba él orando en cierto lugar. Cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos: Señor, enséñanos a orar, como también Juan enseñó a sus discípulos.

Por lo regular ora Jesús en la soledad (Mc 1,35; Lc 5,16; Mt 14,23; Mc 16,46.), en un monte (6,12; 9,28.29), separado de sus discípulos (9,18). No se nos dice cuándo y dónde oró Jesús en el caso presente; la mirada no debe distraerse de lo esencial: la doctrina sobre la oración.

Juan Bautista había enseñado a orar a sus discípulos. La oración había de corresponder a la novedad de su predicación, había de ser un distintivo que uniera a sus discípulos entre sí y los separara de los demás. También los discípulos de Jesús quieren poseer una oración que fluya de la proclamación del reino de Dios y esté marcada por el hecho salvífico, cuyos testigos han venido a ser ellos. La palabra de Jesús abría nuevas perspectivas, creaba nuevas esperanzas, anunciaba una nueva ley. ¿No deberá también transformar la oración? La oración es la expresión de la fe y de la esperanza, de la vida religiosa.

2 Él les dijo: Cuando vayáis a orar, decid: Padre, santificado sea tu nombre; venga tu reino.

La oración (*) comienza con la invocación: Padre, abba. Así habló Jesús en la oración a Dios (Mc 14,36), así podían también hablar a Dios sus discípulos (Gál 4,6; Rom 8,15). Jesús introduce a sus discípulos en su relación con Dios. La invocación abba, padre querido, empalma quizá con oraciones de los niños judíos. Un judío no osaba nunca decir la palabra abba hablando con Dios; caso que llamara a Dios Padre se servía de la palabra ab o abi (padre mío), que no pertenecía al arameo corriente, sino que estaba tomada del lenguaje solemne de la oración en la liturgia. La palabra abba ilustra la singularísima relación de Jesús con Dios. El tiempo de la salvación aporta también esto: «Yo me preguntaba: ¿Cómo voy a contarte entre mis hijos y a darte una tierra escogida, una magnífica heredad, preciosa entre las preciosas de todas las gentes? Pensaba yo que me llamarías «Padre mío» y no volverías a apartarte de mí» (Jer 3,19). «Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).

Santificado sea tu nombre. Estas palabras no son deseo, sino ruego. Se invoca a Dios rogándole que santifique su nombre. Mediante la fórmula impersonal se atrae la atención más al obrar de Dios que a la persona del orante. El ruego es expresión de un anhelo ilimitado de la santificación definitiva del nombre divino. El nombre es Dios, en cuanto él mismo se revela, Dios en su obrar salvífico, Dios para nosotros. Dios se santifica cuando mediante la revelación de su poder se manifiesta como el completamente otro. «Yo santificaré mi nombre grande, profanado entre las gentes, profanado por vosotros en medio de ellas, y sabrán las gentes que yo soy Yahveh, dice el Señor, Yahveh, cuando yo me santificare a sus ojos por causa de vosotros» (Ez 36,23). Dios se santifica cuando mediante la revelación de su misericordia se manifiesta como Padre, cuando se revela a los pequeños y los convierte en niños pequeños, cuando alborea el reino de Dios.

Venga tu reino. La petición de que sea santificado el nombre es preparación para esta otra petición. La petición de que venga el reino es la verdadera petición del padrenuestro, así como la doctrina del reino de Dios ocupa el centro de la predicación de Jesús. El reino de Dios es el señorío de Dios. Cuando Dios se posesione de su reino, cuando imponga su señorío, quedará vencido Satán y habrá comenzado el tiempo de salvación. Esta revelación ha aparecido ya en Jesús. El «año de gracia del Señor» ha llegado ya (4,19). Los discípulos son llamados dichosos porque están viendo lo que con tanta ansia habían aguardado los profetas y los reyes (10,23s). Sin embargo, Jesús enseña a orar y a pedir que venga el reino, el señorío de Dios. Lo que ha traído Jesús es tiempo de salvación pero a su vez no es sino comienzo de lo que ha de venir. Lo que es el reino se puede ver por lo que Jesús trajo con su vida; la vida de Jesús es, en efecto, la manifestación de la salud en un determinado lugar en el transcurso de la historia de la salvación. La magnificencia de lo que ya se ha descubierto hace que sea tanto más ardiente el ruego de que venga el reino de Dios. El reino vendrá cuando venga Jesús mismo. El ruego de que venga el reino se identifica con el ruego de que venga Jesús. «Ven, Señor nuestro», Marana tha (1Cor 16,22).
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La oración que enseña Jesús a sus discípulos se nos ha transmitido en dos formas, en la forma de Mt 6,9-13, y en la de Lc 11,2-4. Cada uno de los evangelistas la reproduce según la fórmula que en su tiempo se usaba en una u otra de las comunidades cristianas que ellos conocían. Ambas formas son copia fiel, aunque no literal, de la oración de Jesús. La forma de Mt es más solemne, formalmente más acompasada, más litúrgica; la de Lc es más breve y personal. Es de suponer que ésta se aproxima más a la forma originaria, pues se propendería más bien a alargar que a acortar el texto venerando.
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3 Danos cada día nuestro pan cotidiano; 4 y perdónanos nuestros pecados, pues también nosotros perdonamos a todo el que nos debe; y no nos lleves a la tentación.

Los discípulos viven en el período intermedio entre el tiempo de salvación, inaugurado por Jesús, y su segunda venida. En este tiempo intermedio están todavía oprimidos por la angustia de la existencia, por la culpa y por la tentación. Cuando se inicie plenamente el tiempo de salvación con la venida de Jesús, pasará toda angustia y toda aflicción. Así también estas peticiones de la segunda parte del padrenuestro son, en definitiva, peticiones de que venga el reino de Dios.

Danos cada día nuestro pan cotidiano. El pan significa todo lo necesario para la vida en la tierra. Pedimos el pan, porque es un don de Dios. «En gracia, amor y misericordia da él (Dios) pan a toda carne, porque su gracia permanece eternamente... él da de comer y provee a todos, y otorga bienes a todos, y prepara manjares para todas sus criaturas. Seas alabado, Señor, que nos alimentas» (oración judía para antes de las comidas). El discípulo pide nuestro pan, el pan que tanto necesita el hombre, él y la comunidad; no ora en la estrechez del yo, sino en la amplitud de los hijos del Padre. El pan cotidiano es el pan necesario para cada día. El discípulo sólo pide lo necesario. «No me des pobreza ni riqueza, dame aquello de que he menester» (Prov 30,8). Cada día: El discípulo ha de confesar cada día ante el Padre su necesidad y pedirle cada día su pan cotidiano. Debe orar incesantemente (18,1).

Perdónanos nuestros pecados. El discípulo sabe que es pecador. Aun cuando lo haya hecho todo, no es todavía más que un siervo inútil (17,10). Tiene que confesar: Tenga Dios misericordia de mí (18,13). E1 pecado es en la Biblia desobediencia contra Dios: «Contra ti solo he pecado» (Sal 51,6). Por eso también sólo por Dios puede ser perdonado. Dado que el tiempo de salvación proclamado por Jesús, es tiempo de perdón y de misericordia, por eso podemos pronunciar con confianza esta petición. Precisamente en el Evangelio de Lucas, el gozo de Dios en perdonar es rasgo incomparable y sumamente característico de la proclamación del reino de Dios por Jesús.

Jesús proclamó: Perdonad y seréis perdonados (6,37). Quien perdona a su hermano puede esperar que también Dios le perdone a él. La voluntad de perdonar al hermano es condición de la misericordia de Dios en el juicio. Los discípulos son tales si están penetrados de la misericordia del Padre. «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (6,36). Por eso, cuando el discípulo pide perdón de sus pecados, añade: pues también nosotros perdonamos a todo el que nos debe. El que peca contra otro se carga con una deuda que tiene que saldar. Tiene que reparar, restituir. Esto lo hace perdonando a los que se han hecho culpables contra él.

No nos lleves a la tentación. En la explicación de la parábola del sembrador habla Lucas de algunos quo durante algún tiempo creen, pero luego decaen en el tiempo de la tentación, cuando irrumpen tribulaciones y persecuciones por la palabra de Dios (8,13). La tentación es amenaza para la fe, peligro de apostasía. La petición brota del conocimiento de la propia debilidad y de la prepotencia del mal. Las tres peticiones de liberación de la miseria humana son también confesión de esta miseria. El hombre que confiesa su miseria ante Dios, tiene la promesa de que le alcanzará el reino de Dios. Bienaventurados los pobres, los hambrientos, los que lloran... El padrenuestro es la oración de aquellos en quienes ha alboreado y alborea el reino de Dios.

La entera existencia humana se presenta a Dios como una existencia angustiosa. El presente: danos cada día; el pasado: perdónanos; el futuro: no nos lleves a la tentación. El reino de Dios produce una gran mutación, y ésta tiene su garantía en Dios, que se santifica y muestra su poder, que, como abba, es Dios para nosotros.

b) El amigo importuno (/Lc/11/05-08).

5 Y les añadió: Supongamos que uno de vosotros tiene un amigo y acude a él a medianoche para decirle: Amigo, préstame tres panes, 6 porque un amigo mío ha llegado de viaje a mi casa, y no tengo qué ofrecerle; 7 y que el otro desde dentro le responde: No me molestes; la puerta ya está cerrada, y mis hijos y yo estamos en la cama; no puedo levantarme para dártelos. 8 Os digo que, aunque no se levante a dárselos por ser amigo suyo, se levantará al menos por su importunidad y le dará cuantos necesita.

En Palestina se viaja con frecuencia de noche, porque durante la noche hace fresco. Cada día, antes de la salida del sol, la mujer cuece el pan (en forma de delgadas tortas) para el consumo del día; por eso no hay allí panaderías. Tres panes son la comida para una persona. En las pequeñas aldeas se sabe quién tiene pan de repuesto. Atender al huésped es un deber sagrado. El hombre al que se pide el favor se disgusta. Se le llama «amigo», pero él no responde en los mismos términos. La casa sólo tiene una habitación. La puerta está atrancada con una gran viga. De lecho sirve una estera que se extiende por la noche. Los niños duermen con los padres. Abrir por la noche es muy fatigoso y ruidoso: todos tienen que levantarse. No sin razón se habla varias veces de levantarse. El decir «no puedo» significa: no tengo gana.

Al fin no tendrá más remedio que levantarse y dar lo que le pide el amigo. Jesús da la razón de ello: Si ya no por la amistad, al menos por la molestia y la importunidad. No por amor al vecino, sino por amor al descanso nocturno. Así somos los hombres. Y Dios ¿cómo es? Si el discípulo reflexiona sobre su propio comportamiento, se le ocurrirá cómo se comportará Dios con él. Como el amigo, después de todo, acaba por atender al amigo que le pide con insistencia e importunidad, así Dios también escucha al que le pide sin cejar, importunamente. Un doctor de la ley dice: «El importuno vence al Maligno, ¡cuánto más al Dios todo bondad!». Se ha prometido que será escuchada la oración perseverante y confiada, que no cede aunque no sea escuchada inmediatamente. Dios es bondadoso: no hay hombre que se le pueda comparar. Da no sólo lo que se le pide, sino todo lo que uno necesite. De esta manera procedió también Jesús con la mujer cananea (Mt 15,21ss) y con el ciego de Jericó (18,33ss).

c) Certeza de ser escuchados (Lc/11/09-13)

9 Pues bien, yo os digo: Pedid y os darán; buscad y encontraréis; llamad y os abrirán. 10 Porque todo el que pide, recibe, y el que busca, encuentra, y al que llama, le abren.

Jesús asegura que Dios escucha la oración. Al pedir responde el recibir, al buscar el encontrar, al llamar el abrir. Dios no se muestra sordo al hombre, no se le esconde. Dios ama a los hombres.

El que ora pide, busca y llama. El hombre recurre a Dios como pobre, como extraviado, como sin hogar. El que se sabe y se siente pobre, extraviado, sin hogar, halla el camino de la oración y de Dios. El bien que, según la predicación de Jesús, puede saciar todas las ansias del hombre, que ocupa el centro de todas las promesas, es el reino de Dios. La primera condición para entrar en el reino de Dios es la confesión de la propia pobreza. En la oración se abre el reino de Dios.

En este pasaje no se dice qué es lo que se pide, qué es lo que se busca, por qué y dónde se llama. Lo importante es la actitud de pedir, de buscar, de llamar. Todo el que adopta esta actitud halla lo que pide, lo que busca y lo que desea cuando llama. La oración pone al hombre en la actitud de conversión, lo hace consciente de la propia insuficiencia, le hace poner su esperanza en Dios. La oración convierte al hombre en un hombre que, por razón de su consciente pequeñez, espera ser agraciado con lo mayor.

11 Pues ¿hay entre vosotros algún padre, que, si su hijo le pide un pescado, en lugar de un pescado le dé una serpiente? 12 O, si pide un huevo, ¿le dará un escorpión? 13 Y si vosotros, que sois malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿con cuánta más razón el Padre que está en el cielo dará Espíritu Santo a los que le piden?

Es inconcebible que un padre no responda con cosas buenas a los ruegos de su hijo. Tanto más habrá que decir esto de Dios. Los hombres son malos, Dios es bueno. Si un padre de la tierra es bueno con su hijo que le pide, ¡cuánto más habrá de serlo Dios! Al fin y al cabo, el padre no se burla de su hijo necesitado, no le hace un mal juego, no comete con él un atentado criminal. Dar una piedra en lugar de pan es una burla, dar una serpiente en lugar de un pescado es un mal juego, dar un escorpión en lugar de un huevo es un atentado criminal. Un padre no abusa del desvalimiento de su hijo pequeño, que no sabe distinguir todavía (a la vista) entre una piedra y un pan, entre un pescado parecido a una serpiente (por ejemplo, una anguila) y una serpiente, entre un escorpión apelotonado y un huevo. Precisamente porque el niño es pequeño e indefenso, le prodiga el padre todo cuidado y cariño.

El buen don que da el Padre al que le pide, es el Espíritu Santo. Este don lo envía el Padre desde el cielo. El Espíritu Santo es el presente celestial. Por el actúa Jesús. Convierte a los discípulos en lo que deben ser. Toma su pensar y su obrar bajo su dirección. Por él cumplen ellos la voluntad de Dios. Según Mateo, da Dios cosas buenas (/Mt/07/11), los bienes de salvación; según Lucas el Espíritu Santo. El don que se da a los discípulos que viven en el período intermedio entre el tiempo de salvación de Jesús y su venida al fin de los tiempos, es el Espíritu Santo. Éste es el don salvífico en el tiempo de la Iglesia. Para poder alcanzarlo se necesita la oración.

Hay estrecha conexión entre oración, Padre (abba) y Espíritu Santo. Lo nuevo que enseña Jesús sobre la oración está relacionado con su proclamación del reino de Dios. Es Padre de todos los hombres, lo es para todo el que ora. Pero esto nuevo está relacionado también con el carácter del tiempo de salvación; éste es un tiempo que lleva la impronta del Espíritu Santo. El portador de la salvación está ungido con el Espíritu Santo, su potente obra es causada por el Espíritu; su don, que contiene todos los demás dones, es el Espíritu Santo. La oración está sostenida por el Espíritu Santo, y como oración así influida por el Espíritu, está marcada por la confianza en el Padre. «El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad. Porque no sabemos cómo pedir para orar como es debido; sin embargo, el Espíritu mismo intercede con gemidos intraducibles en palabras» (Rom 8,26).

5. EL MESÍAS Y SUS ADVERSARIOS (11,14-54)

a) El más fuerte (Lc/11/14-28)

14 Estaba él expulsando a un demonio que era mudo; y apenas salió el demonio, comenzó a hablar el mudo, de suerte que las gentes se admiraron. 15 Pero de entre ellas algunos dijeron: Es por arte de Beelzebul, príncipe de los demonios, por quien éste arroja los demonios. 16 Había también otros que, paRa tentarlo, reclamaban de él una señal venida del cielo.

Nos hallamos ante el hecho escueto de la curación de un poseso. El demonio ha salido del poseso, y éste, que era mudo, comienza a hablar. Jesús ha expulsado al demonio. A éste se le llama mudo porque se creía que la enfermedad del poseso respondía a la naturaleza del demonio que la había causado. La curación por Jesús despierta la admiración de las gentes. ¿Cómo es esto posible?, se preguntan. ¿Quién es Jesús, que tiene poder para arrojar a los demonios?

La curación es un hecho incontrovertible. ¿Cómo se ha de explicar? La admiración y extrañeza del pueblo abre un camino para la fe: Jesús obra con el poder de Dios, es el Mesías. En Lucas no se formula esto, pero antes de que asomen tales aserciones surge ya la crítica. Jesús no obra por el poder de Dios, sino por el poder del príncipe de los demonios, al que se daba el nombre de Beelzebul. Precisaba alejar al pueblo de Jesús. Contra la fe en el Mesías, que se está fraguando, se formula esta objeción: Jesús no produce la señal esperada, que lo habría de acreditar como Mesías, la señal del cielo, como detener el sol o la luna, o una señal de los astros. Las expulsiones de demonios y las curaciones milagrosas no se valoraban como tales señales. A Jesús se le mide con patrones humanos preconcebidos, se prescribe a Dios lo que tiene que hacer, cómo ha de convencer a los hombres.

17 Pero él penetró sus pensamientos y les dijo: Todo reino dividido en bandos queda devastado, y una casa se derrumba sobre otra. 18 Si, pues, Satán está dividido contra sí mismo, ¿cómo subsistirá su reino? Porque estáis diciendo que yo arrojo los demonios por arte de Beelzebul. 19 Pero si yo arrojo los demonios por arte de Beelzebul, ¿por arte de quién los arrojan vuestros hijos? Por eso ellos mismos serán vuestros jueces.

Jesús posee el don de escudriñar los corazones, y así conoce los pensamientos de sus críticos. Como se ve, Lucas no pone el menor empeño en conciliar las diferentes tradiciones que él combina en el texto: los críticos expresan sus opiniones; Jesús conoce sus pensamientos. Lucas utiliza los fragmentos de tradición para formular enseñanzas importantes, no para presentarnos cuadros bien ajustados.

Se refutan las críticas formuladas contra las expulsiones de demonios, que constituyen el punto central de todos los relatos de curaciones. Como los demás milagros de Jesús, no son magia, no son artilugios practicados con la ayuda del demonio. La primera razón de esta verdad la toma Jesús de una reflexión sobria y serena. Los demonios constituyen un reino, la contrapartida del reino de Dios. No es de creer que el príncipe de los demonios combata contra su propio reino... Esto sería una guerra civil, y las guerras civiles aniquilan los reinos, acaban con las gentes y destruyen las ciudades.

Jesús toma otra razón de la práctica del exorcismo judaico. Vuestros hijos, hombres del pueblo, expulsan demonios. Esto lo intentaban con oraciones, palabras y fórmulas de conjuro que se hacían remontar a Salomón. Hay, pues, otros medios de expulsar los demonios sin recurrir a la ayuda de Beelzebul. Jesús defiende su propia revelación con consideraciones tomadas de la experiencia humana y religiosa.

También nosotros tenemos el deber de recurrir a todas las consideraciones que nos suministra la experiencia humana, la ciencia y la vida religiosa, para tratar de refutar las críticas contra los hechos de la revelación. La revelación no está en contradicción con la razón ni con las leyes de la vida humana y del mundo.

20 Pero si yo expulso los demonios por el dedo de Dios, es que el reino de Dios ha llegado a vosotros.

Jesús expulsa los demonios con la virtud de Dios. El dedo-de-Dios es símbolo de la fuerza de Dios. Cuando Moisés provocó las plagas de Egipto, decían los adivinos do los egipcios: «El dedo de Dios está aquí» (/Ex/08/15). A Dios le basta con mover su dedo para que surjan obras imponentes. El cielo es obra de los dedos de Dios (Sal 8,4). El triunfo sobre el señorío de Satán con el poder de Dios que actúa en Jesús, muestra que ha llegado ya el reino de Dios. Este está ya presente, aunque todavía no se ha desarrollado plenamente. Se ha inaugurado ya el tiempo de la salvación, el reino de Dios ha reportado ya la victoria sobre el reino de Satán. De ello son señal las expulsiones de demonios.

21 Mientras un hombre fuerte y bien armado está guardando su palacio, sus bienes están seguros. 22 Pero cuando venga contra él otro más fuerte y lo venza, le quitará las armas en que confiaba y repartirá el botín. 23 Quien no está conmigo, está contra mí; y quien conmigo no recoge, desparrama.

La acción del Mesías se concibe como una guerra. La lucha se entabla entre Satán y el Mesías. Se toma de los hechos bélicos una imagen. Hay un palacio, una fortaleza guardada por un hombre fuerte. Este está armado de pies a cabeza, con coraza, yelmo, escudo y lanza. Todo está en seguridad. Viene uno más fuerte y ataca. El fuerte queda vencido. Se le quitan las armas. Todo lo que se encuentra, se toma como botín y se reparte. La segura posesión ha terminado. La idea fundamental de la parábola está en el contraste entre los bienes, que están seguros y el botín que se reparte. Esto tiene también lugar en las expulsiones de demonios. Satán dominaba en paz; ejercía su señorío sobre los hombres y nadie podía suplantarlo. Ahora ha cambiado todo. Las expulsiones de demonios muestran que Satán tiene que entregar su botín, los hombres a quienes dominaba. Está por tanto vencido. Jesús podía decir en tono triunfal: «Yo estaba viendo a Satán caer del cielo como un rayo» (10,18). Según Lucas, esta victoria tuvo ya lugar en la lucha entablada en la tentación del desierto (4,13). Las palabras repartirá el botín traen a la memoria el oráculo de Isaías: «Mi siervo libra a muchos de la culpa y carga con nuestras iniquidades. Por eso yo le daré por parte suya muchedumbres, y recibirá muchedumbres por botín; por haberse entregado a la muerte y haber sido contado entre los pecadores» (Is 53,11s). De todos modos, si se hubiese aludido expresamente a este pasaje, no se habría omitido la muerte que arrebata aún mejor botín a Satán. El reino de Dios se inició cuando Jesús comenzó su actividad, se profundizó cuando murió en la cruz y resucitó, se establecerá plenamente cuando Jesús venga en su gloria. Pero en la medida en que se va estableciendo el reino de Dios, se va derrumbando el poderío de Satán.

El combate mesiánico fuerza a cada cual a optar por Cristo o contra Cristo. No tolera neutralidad. La necesidad de tomar partido se expresa en un proverbio que procede de la guerra civil romana (*). El que no toma partido por Jesús, es contrario suyo. A esto se añaden unas palabras tomadas de la vida pastoril. El pastor que no recoge las ovejas, las desparrama. «Y así andaban desparramadas mis ovejas por falta de pastor, siendo presa de todas las fieras del campo» (Ez 34,5s).
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Cf. el comentario a 9,50.
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24 Cuando el espíritu impuro sale del hombre, vaga por los desiertos buscando reposo, y, al no encontrarlo, dice: Me volveré a la casa de donde salí. 25 Y al llegar a ella, la encuentra barrida y arreglada. 26 Entonces va, toma consigo otros siete espíritus peores que él, entran en la casa y se instalan allí, y resulta que la situación final de aquel hambre es peor que la de antes.

El demonio expulsado se comporta como un hombre que ha sido echado de su casa. Jesús no ofrece una psicología de Satán, ni tampoco una exposición de las ideas del pueblo sobre las maquinaciones de los demonios, si se exceptúa la convicción de que el desierto es el lugar donde habitan los demonios. El relato tiene carácter de parábola. El que ha escapado al señorío de Satán, no por ello debe creerse inexpugnable y completamente seguro.

El estado final de una persona que se ha convertido puede, si no persevera como tal, ser peor que el estado anterior a la conversión. La antigua Iglesia tomó muy en serio esta verdad. La carta a los Hebreos pone en guardia contra la apostasía en términos que podrían ser mal interpretados, pero que el autor se permite usarlos para mostrar la tremenda gravedad del caso: «Realmente, a los que ya una vez fueron iluminados, gustaron el don celestial, fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, gustaron la buena palabra de Dios y los portentos del siglo futuro, pero vinieron después a extraviarse, es imposible renovarlos otra vez llevándolos al arrepentimiento» (/Hb/06/04-06).

27 Mientras él estaba diciendo estas cosas, una mujer levantó la voz en medio de la multitud y dijo: Bienaventurado el seno que te llevó y los pechos que te criaron. 28 Pero él contestó: Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la guardan.

¿Qué es lo que salva de la recaída? ¿Qué es lo que preserva del nuevo señorío de Satán? Bienaventurado el seno que te llevó. La alabanza de la madre se dirige al Hijo. La felicidad y el honor de una mujer está en los hijos que ha engendrado y criado. La mujer del pueblo -no llevada de la crítica, como algunas otras- está sumamente impresionada por la grandeza de Jesús. Jesús vence el poderío de Satán y trae la salvación. La gloria del hijo se extiende también a su madre.

Sí, bienaventurada. A la madre de Jesús hay que llamarla bienaventurada. Pero esta alabanza pronunciada por la mujer podría también interpretarse falsamente. La sola maternidad corporal no es la razón de la bienaventuranza. Más bien hay que llamar bienaventurado al que escucha la palabra de Dios y la guarda. Oír, guardar y seguir la palabra de Jesús, la palabra anunciada por él, eso es lo que preserva de recaer bajo el dominio del demonio.

María escuchó, creyó y guardó la palabra de Dios. Hay que felicitarla porque es madre de Jesús, vencedor de los demonios y portador de salvación, pero todavía más porque escuchó la palabra de Dios y la guardó.

b) La señal (Lc/11/29-36).

Jesús rechaza las exigencias de signos, de señales (11, 29-30), llama a la conversión (11,31-32), expone la necesidad de ser iluminados por la fe (11,33-36). Jesús no se da a conocer por señales del cielo; él mismo es el signo o la señal que presupone iluminación interna para ser reconocida.

29 Crecía la muchedumbre cada vez más, y él se puso a decir: Esta generación es una generación perversa; pide una señal, pero no se le dará más señal que la de Jonás. 30 Porque así como Jonás fue una señal para los habitantes de Nínive, así también lo será el Hijo del hombre para esta generación.

Jesús se pronuncia acerca de la exigencia de señales. Ha crecido todavía la muchedumbre que se apiña en torno a Jesús. La razón más profunda de la exigencia de señales, el no contentarse con lo que Cristo ha hecho con poder y para asombro del pueblo, es la desobediencia a la palabra de Dios, que anuncia Jesús. Lo primero que hay que hacer es convertirse, reformarse interiormente. Sólo el que escucha y acepta de buena gana la palabra de Jesús, está capacitado y pronto para captar las señales que hace Dios por Jesús como señales de que se ha inaugurado ya el reino de Dios. Cuando Jesús explicó las curaciones ante los discípulos de Juan como signos del tiempo de salvación, dijo, amonestando a los oyentes: «Bienaventurado aquel que en mí no encuentre ocasión de tropiezo» (7,22s). Jesús no realiza en Nazaret las señales que se le exigen, porque sus compatriotas no creen (4,23ss). Jesús se ve en la necesidad de decir a la multitud que pide signos: Esta generación es una generación perversa, porque no quiere creer.

A esta generación incrédula dará Jesús una señal: la señal de Jonás. Jonás fue tragado por el pez, que al tercer día lo devolvió de nuevo. Como quien ha sido devuelto a la vida es presentado por Dios a los ninivitas como señal para que se conviertan. Como lo fue Jonás para los ninivitas, también Jesús será señal para esta generación perversa e incrédula. Jesús resucitará y retornará como Hijo del hombre para celebrar juicio. Cuando aparezca en poder y gloria, nadie podrá dejar de reconocer que Dios le ha dado todo poder. En realidad, esto no será ya entonces señal o signo que conduzca a la fe y a la salvación, sino signo que condenará la incredulidad. Con esta señal previno Jesús a sus adversarios en el juicio ante el sanedrín: «Pues sí, lo soy (el Mesías, el Hijo del Bendito); y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y viniendo entre las nubes del cielo» (Mc 14,62). El Hijo del hombre es la señal que aparecerá en el cielo, a cuya aparición se golpearán el pecho todas las tribus de la tierra (Mt 24,30).

31 La reina del sur comparecerá en el juicio con los hombres de esta generación y los condenará, porque ella vino desde los confines de la tierra para oír la sabiduría de Salomón, y aquí hay uno que es más que Salomón. 32 Los habitantes de Nínive comparecerán en el juicio con esta generación y la condenarán, porque ellos se convirtieron ante la predicación de Jonás, y aquí hay uno que es más que Jonás.

Los contemporáneos de Jesús están endurecidos contra la sabiduría y la llamada de Dios a la conversión. Por eso sólo se les da la señal que los ha de condenar en el juicio final. Jesús mismo, que obra con el poder de Dios, sería señal suficiente que podría conducirlos a la fe; pero no quieren creer en él. Los gentiles, la reina del Sur, los hombres de Nínive, acusarán a los contemporáneos y compatriotas de Jesús cuando comparezcan con ellos en el juicio final. La reina de Saba buscó y acogió con avidez la sabiduría de Salomón (lRe 10,1), los ninivitas tomaron en serio la predicación de penitencia de Jonás (Jon 3,5). Israel se hizo culpable ante Dios de haber rechazado a Jesús y de haber exigido señales. Las obras salvíficas que Dios realiza exigen buena voluntad, fe, aceptación. Repudiarlas es culpa. Lo que el pueblo necesita es la conversión, la imitación de la reina del sur y de los ninivitas, que aceptaron de buena voluntad la sabiduría y la predicación de penitencia.

Las palabras de Jesús son también revelación de sí mismo. Jesús es más que el sabio Salomón, más que Jonás, profeta y predicador de penitencia. Es maestro de sabiduría y profeta que sobrepuja a los más grandes maestros de sabiduría y profetas; es el maestro de sabiduría y profeta de los tiempos finales. La sabiduría de la vida que él anuncia es la última sabiduría de Dios; la voluntad de Dios que proclama, es voluntad de Dios que decide, de cuya aceptación dependen la salvación y la ruina final.

33 Nadie enciende una lámpara y la pone en un lugar escondido o debajo del almud, sino sobre el candelero, para que los que entren vean la luz.

Jesús es la señal que ha dado Dios al mundo. Él es la luz del mundo (Jn 8,12), no escondida por Dios, sino puesta por él a la vista de todos y presentada de tal forma que ilumine a los hombres. La palabra y la obra de Jesús fueron proclamadas en toda la tierra de los judíos, con sabiduría y poder fueron el asombro de todos. Mediante la misión de Jesús y la manera de presentarlo hizo Dios todo lo necesario para que pudiera reconocerse el resplandor de su luz, su divina misión de maestro de sabiduría y de profeta de los últimos tiempos. La revelación de Jesús está adaptada al hombre de tal manera que éste pueda alcanzar el conocimiento de la sabiduría de Dios y venir con ella a convertirse.

34 La lámpara del cuerpo es tu ojo. Cuando tu ojo está sano, también todo tu cuerpo está iluminado; pero cuando está enfermo, también tu cuerpo queda en tinieblas. 35 Mira, pues, no sea que la luz que hay en ti sea tinieblas.

¿A que se debe que los contemporáneos de Jesús no reconozcan la luz que él es, no crean en él, no acepten y sigan su palabra? Esto no se debe a deficiencias de la luz, sino a que los contemporáneos son malos. La culpa está en el hombre, no en Dios o en Jesús.

El cuerpo del hombre se concibe aquí como una casa. Los ojos son las ventanas, que dejan que penetre la luz en la casa, de modo que el cuerpo entero quede iluminado. Cuando el ojo está enfermo, cuando no ve distintamente o ve doble, todo resulta oscuro. Del modo de ser del hombre depende el que la luz se reconozca o no como tal. Jesús sólo es reconocido como el maestro de sabiduría y predicador de conversión en los últimos tiempos, si el interior del hombre es sencillo, si su corazón y todo su ser está entregado sencillamente a Dios; entonces puede aceptar la luz que Dios ha encendido en Jesús. En cambio, el que se constituye a sí mismo en centro, el que no da razón a Dios, sino que se hace él mismo medida y criterio de todo, no tiene órgano para percibir la voluntad de Dios que se revela en Jesús.

Mira, no sea que la luz que hay en ti sea tinieblas. El hombre ha sido creado para la verdad de Dios. Tiene en sí luz, tiene fuerza para reconocer la revelación de Dios como tal. «La luz de Yahveh es el espíritu del hombre» (Prov 20,27). Se requiere la solicitud del hombre, para que esta luz no se convierta en tinieblas. El hombre recibe luz porque Jesús apareció como portador de luz, pero él debe ser receptivo para la luz.

En las bienaventuranzas mostró Jesús cómo se ha de conservar la receptividad. «Bienaventurados vosotros, los pobres...», «¡Ay de vosotros, los ricos...!»

36 Por consiguiente, si tu cuerpo entero es luminoso, sin que tenga parte alguna obscura, todo él resplandecerá, igual que cuando la lámpara te ilumina con su resplandor.

El que en su interior no pone ningún impedimento a la luz que envía Dios por Jesús, aquel cuyo cuerpo es todo luz, ése es iluminado por Jesús como por un relámpago, ése es penetrado de luz por la abundancia de su revelación.

Jesús es luz, luz radiante, él comunica la abundancia de la sabiduría divina, él aporta la revelación del tiempo final, que es la plenitud de todas las revelaciones de los profetas. No solamente da la revelación, sino también el conocimiento de que Dios se revela en él. «Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiere revelarlo.» Jesús es señal que se acredita ella misma como señal, como el relámpago se da á conocer como tal por su brillo. Estas palabras de Jesús acaban llenas de promesas. Cuando la luz de Jesús se apodera del hombre, éste se ve penetrado e inundado de luz.

c) El verdadero Maestro de la ley (Lc/11/37-54).

Los fariseos y los escribas ejercían poderosísimo influjo sobre el pueblo. Se creían ser los verdaderos sucesores de los profetas y de los maestros de sabiduría. Pero no lo son ellos, sino Jesús; en efecto, presentan como voluntad de Dios lo que no lo es: así, por ejemplo, en la cuestión de la pureza (11,37-41). Sobre los fariseos (11,42-44) y los escribas (11,45-52) respectivamente formula Jesús tres conminaciones amonestadoras. La conjura de los escribas y de los fariseos contra Jesús muestra cuán faltos están de sabiduría divina y de sentido para conocer la voluntad de Dios (11,53s). Palabras análogas a las que consigna Lucas se hallan también en Mateo. Ambos utilizan una tradición común. En Mateo se presenta el discurso como sentencia judicial y condenación; en Lucas todavía no se ha consumado la ruptura definitiva, y las palabras son una exhortación apremiante a la conversión. Mateo dejó el discurso para el final de la actividad pública de Jesús, Lucas la presentó como tema de conversación junto a la mesa.

37 Apenas terminó de hablar, un fariseo lo invita a comer en su casa; entró, pues, y se puso a la mesa. 38 El fariseo se extrañó cuando vio que no se había lavado antes de la comida. 39 Pero el Señor le dijo: De manera que vosotros los fariseos purificáis por fuera la copa y el plato, pero vuestro interior está lleno de rapacidad y malicia. 40 ¡Insensatos! ¿Acaso el que hizo lo exterior no hizo también lo interior? 41 Dad más bien limosna de lo que tenéis, y todo lo vuestro quedará purificado.

Durante su camino es invitado Jesús a la mesa. La primera comida era la del mediodía, que procedía de la usanza romana. Importantes enseñanzas se refieren aquí como conversaciones habidas junto a la mesa. Los fariseos daban gran importancia a las prescripciones relativas a la pureza legal. Antes de comer había que lavarse las manos (Mc 7,2). La vajilla de comer y beber se limpiaba con un cuidado escrupuloso. Jesús no se atiene a la prescripción de lavarse las manos, de lo que se extraña el fariseo que lo había invitado. El que realmente quería pasar por religioso debía ante todo cumplir con las prescripciones de los fariseos sobre la pureza. De la crítica del comportamiento de Jesús toma él pie para hablar de la pureza delante de Dios.

¿Quién es puro delante de Dios? Los fariseos tenían por puro delante de Dios al que observa las prescripciones rituales de pureza, el que limpia el exterior del vaso y del plato. A Dios, en cambio, le importa la pureza moral, de la que los fariseos se preocupan muy poco. Vuestro interior está lleno de rapacidad y malicia. Cuando la conciencia está limpia de injusticia y de comportamiento inmoral, entonces es el hombre puro delante de Dios. Dios quiere una conciencia pura.

Por el hecho de preocuparse los fariseos por lo exterior, pero no por lo interior, descuidando así la conciencia, obran como insensatos, como gentes que no poseen la verdadera sabiduría, que no reconocen a Dios y lo descuidan. Los fariseos ponen la religiosidad en exterioridades, no en la conciencia del hombre. Dios no sólo hizo lo exterior, las cosas visibles, sino también lo interior, el corazón del hombre, la conciencia, por cuya calidad es como todo viene a ser bueno o malo (*), Por eso es un error y desconocimiento de la debida actitud para con Dios dar tanta importancia a la limpieza exterior de la vajilla, en lugar de pensar en la pureza moral del interior de la persona (**). Dios, creador de la conciencia, dispone también sobre ésta. Exige que el hombre se le entregue totalmente. La pureza del interior se obtiene con limosnas, con amor que se traduce en obras. Lo que hay en los vasos y en los platos, eso se debe dar como limosna; entonces será todo puro en vosotros. Lo que Dios quiere del hombre es un corazón puro; el corazón se purifica mediante el amor fraterno. La frase: Y todo lo vuestro quedará purificado, es precursora de la osada frase: Ama y haz lo que quieras. El amor cumple toda la ley.
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Mt 23,25s contrapone el interior y el exterior de las vasijas. Lc, en cambio, el exterior de las vasijas y el interior del hombre; Mt ofrece seguramente la forma originaria del texto.
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El versículo 40 es obscuro. Otros lo exponen así: Uno que ha preparado lo exterior, no ha preparado también su interior. Dio quiere que se prepare el interior, la conciencia; esto no se obtiene limpiando por fuera las vasijas, las manos...
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42 Pero ¡ay de vosotros, fariseos, que os preocupáis por el diezmo de la menta, de la ruda y de toda clase de hortalizas, y faltáis a la justicia y al amor de Dios! Esto es lo que había que practicar, y aquello no omitirlo. 43 ¡Ay de vosotros, fariseos, pues deseáis ocupar el primer asiento en las sinagogas y acaparar los saludos en las plazas! 44 ¡Ay de vosotros, que sois como sepulcros sin indicación alguna, sobre los cuales pasan los hombres sin saberlo!

En forma plástica, con un lenguaje tomado de la vida práctica, se expresan tres reproches formulados como conminaciones exhortatorias: los fariseos cumplen la ley con la mayor escrupulosidad en cosas pequeñas, pero la infringen cuando se trata de imperativos de importancia. Al exterior se muestran irreprochables, pero interiormente están muy lejos de cumplir verdaderamente la ley. Los reproches tienen un tenor muy general, y hasta es posible que hubiera fariseos que se guardaran de tales actitudes. Cuando se exige a una persona algo grande y difícil, como lo exigía sin duda la observancia de la ley mosaica, y cuando el hombre quiere influir en los otros, entonces se corre peligro de dar una sensación exterior de irreprochabilidad, aunque sin cumplir lo último de las prescripciones.

Jesús quiere que la ley se cumpla enteramente, también en lo pequeño. Es necesario practicarlo. Según Jesús, el cumplimiento de la ley exige tres cosas: lo que es más importante en la ley debe cumplirse también en la vida como lo más importante; éste es el precepto de la caridad, del amor (10,27): el derecho del hombre y el amor a Dios. Estos son los dos mandamientos y los dos imperativos a que apuntan todos los demás. Lo que mueve al cumplimiento de la ley no ha de ser la vanagloria, sino la voluntad del Padre que está en el cielo. «Tened cuidado de no hacer vuestras obras delante de la gente para que os vean; de lo contrario no tendréis recompensa ante vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 6,1). No basta con cumplir exteriormente la ley de manera irreprochable, sino que se exige la transformación interior del corazón conforme a la voluntad de Dios. La voluntad de Dios reclama la reforma del corazón. La ley debe escribirse en el corazón, de modo que el hombre quede penetrado y transformado por la voluntad de Dios hasta lo más íntimo de su ser. Jesús aporta el nuevo cumplimiento de la ley, del que habían hablado los profetas (Jer 31,33s; Ez 36,26ss).

Los fariseos buscan su seguridad en observar exteriormente con toda exactitud su propia interpretación de la ley; en atender a lograr la aprobación de las personas devotas y a evitar exteriormente con la mayor escrupulosidad todo escándalo. A ellos se les aplica la amonestación que dirigió Jesús a los discípulos: «¡Ay cuando los hombres hablen bien de vosotros! Porque de la misma manera trataban los padres de ellos a los falsos profetas» (6,26).

La salvación para los fariseos es la palabra de Dios pronunciada por Jesús, el profeta de los últimos tiempos. Si reconocieran a Jesús estarían salvos. Ahora bien, ésta es su fatalidad, que se justifican ante sí mismos y ante los hombres, pero no aceptan lo que les dice Jesús. La ley no sirve de nada si no alborea en una persona el reino de Dios mediante la palabra de Jesús. Como los fariseos no reconocen a Jesús como el verdadero legislador y maestro de sabiduría, por eso no cumplen tampoco la ley. Pasan por alto precisamente lo que consideran como el contenido vital de la ley. La verdadera relación para con Dios y el entero cumplimiento de la voluntad de Dios no puede verificarse sino por Jesús.

45 Un doctor de la ley le dice entonces: Maestro, diciendo tales cosas, nos ofendes también a nosotros. 46 Pero que echáis sobre los hombres cargas casi imposibles de llevar, pero vosotros no las tocáis ni siquiera con uno de vuestros dedos! 47 ¡Ay de vosotros, que edificáis los sepulcros de los profetas, a quienes mataron vuestros padres! 48 Con ello, vosotros sois testigos y solidarios de las acciones de vuestros padres, porque ellos los mataron, pero vosotros les edificáis sepulcros. 49 Por eso dijo también la sabiduría de Dios: Yo les voy a enviar profetas y apóstoles, de los cuales matarán a unos y perseguirán a otros, 50 para que se pida cuenta a esta generación de la sangre de todos los profetas que ha sido derramada desde la creación del mundo: 51 desde la sangre de Abel hasta la sangre de Zacarías, asesinado entre el altar y el santuario. Sí, os digo que se pedirá cuenta a esta generación. 52 ¡Ay de vosotros, doctores de la ley, porque os llevasteis la llave del saber. Vosotros no entrasteis, y a los que estaban para entrar se lo impedisteis (Los versículos 53 y 54 no son textualmente seguros).

Los fariseos son los discípulos sumisos y crédulos de los doctores de la ley. Lo que estos enseñan lo ponen ellos en práctica en la vida. Los reproches contra los fariseos recaen también sobre los doctores de la ley. Estos se equiparan a los profetas y exigen que se los oiga como a estos, como a Moisés, como a la ley misma. «Están sentados en la cátedra de Moisés» (Mt 23,2). El doctor de la ley llama Maestro a Jesús, pero al mismo tiempo le reprocha que ofende a los doctores de la ley, que blasfema contra Dios cuando los critica. La intangible santidad de la ley le hace increíble que Jesús le ataque.

Al igual que contra los fariseos, también contra los doctores de la ley se formulan tres conminaciones. De la ley que Dios había dado para el bien y para la salvación de los hombres, hacen ellos una carga insoportable mediante su doctrina y exposición de la ley y mediante la cerca que ponen alrededor de la misma, pero ellos mismos saben muy bien esquivar las obligaciones mediante interpretaciones sutiles. A los profetas, que por razón de la palabra de Dios fueron asesinados por sus abuelos, les erigen monumentos, con los que quieren expresar que ellos no tienen nada que ver con aquellos hechos pasados, pero al mismo tiempo quieren matar al mayor de los maestros y de los profetas, a Jesús. Se arrogan el derecho exclusivo de explicar la Escritura y la voluntad de Dios, y de esta manera llevar al conocimiento de Dios y consiguientemente a la vida eterna, pero al mismo tiempo repudian a Jesús e impiden que otros lo reconozcan y así, mediante su mensaje y su obra, alcancen el conocimiento y la vida eterna.

Las conminaciones que afectan a los doctores de la ley tienen su razón más profunda en el repudio de Jesús. Él puede decir de sí mismo: «Mi yugo es llevadero, y mi carga ligera» (Mt 11,29). Él es el profeta de Dios, que compendia y sobrepasa la palabra de todos los profetas. Él tiene la llave del conocimiento, porque él da el conocimiento. «Nadie conoce quién es el Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiere revelárselo» (10,22). La culpa más grave que pesa sobre ellos es que ellos mismos no reconocen a Jesús y además impiden al pueblo reconocerlo. Es grande la responsabilidad de los que ostentan la autoridad de Dios.

El segundo de los tres reproches ofrece una breve historia de las suertes de los que anunciaron la palabra de Dios. Los profetas la anunciaron y fueron asesinados. En la época de Jesús erigen los doctores de la ley monumentos a los profetas asesinados. Los sepulcros de Amós y Habacuc eran meta de peregrinación en los días de Jesús. Aparentemente son indicio de hasta qué punto por aquellos días se apreciaba la palabra de Dios y a los que la habían anunciado. ¿Pero qué sucedía en realidad? Jesús es más que profeta, y precisamente los que erigen monumentos a los profetas maquinan contra la vida de Jesús. Vosotros sois testigos de las acciones de vuestros padres, pero vosotros edificáis... Los doctores de la ley son testigos de cómo ahora se presenta un profeta de Dios, pero lo repudian y así se muestran solidarios de los asesinos de los profetas. Y sin embargo erigen monumentos... Quien no reconoce a Jesús como Mesías no puede comprender la revelación de Dios y la historia de la salvación.

¿Cómo es posible que sean repudiados los pregoneros de la palabra de Dios, que sea repudiado Jesús, el más grande de todos los profetas? La Escritura no investiga las razones psicológicas de los hombres, sino que se contenta con indicar la más profunda razón teológica: la sabia permisión de Dios. Lo predijo la sabiduría de Dios: la Sagrada Escritura. Como aconteció a los profetas del pasado, así está aconteciendo también a Jesús, y así acontecerá a los apóstoles enviados por Jesús. El hombre se rebela contra las exigencias de Dios. La historia de las revelaciones de Dios desde el principio hasta el fin da testimonio de que los hombres de Dios son entregados a la muerte. Al comienzo de la Biblia está la figura de Abel (Gén 1), que fue asesinado por su hermano, al final de la Biblia, que según el canon véterotestamentario se cierra con el libro de las Crónicas, está el asesinato de Zacarías (2Cró 24,20s). Los manejos de los homicidas de los hombres de Dios van creciendo en impiedad y en brutalidad. Abel fue abatido en pleno campo, Zacarías entre el altar de los holocaustos y el templo, en un lugar de asilo. El punto culminante de esta historia de la resistencia contra la palabra de Dios será la muerte violenta de Jesús, que le aguarda al término de su viaje a Jerusalén.

La historia de Israel termina con la destrucción de Jerusalén. Esta catástrofe es explicada como castigo por el violento repudio de la palabra de Dios. Se pedirá cuenta de la sangre de todos los profetas. La historia del mundo es la historia de la palabra de Dios entre los hombres. Todos los desmanes de los doctores de la ley tienen su raíz aquí: en que no pusieron como centro de todo la palabra de Dios, sino su propia sabiduría.