CAPÍTULO 10


2. MISIÓN DE LOS SETENTA (10,1-24).

a) Designación y misión (Lc/10/01-16)

1 Después de esto, designó el Señor a otros setenta y los envió por delante, de dos en dos, a todas las ciudades y lugares adonde él tenía que ir. 2 Y les decía. Mucha es la mies, pero pocos los obreros; rogad, pues, al dueño de la mies que envíe obreros a su mies.

La misión de los doce va dirigida a Israel. Jesús designó además públicamente a otros setenta (*), que fueron enviados también. Para la antigua Iglesia tenía la mayor importancia saber que además de los doce había otro grupo que tenía encargo misionero. Además de los doce tienen también otros el nombre de apóstoles y llevan a cabo la misión de Jesús. La elección del número setenta hace referencia a los setenta pueblos de que se compone la humanidad según la tabla etnográfica de la Biblia (Gén 10). Jesús y su mensaje llaman a la humanidad. Los doctores de la ley estaban convencidos de que la ley se había ofrecido primeramente a todos los pueblos, pero sólo Israel la había aceptado. El tiempo final realiza y lleva a término el plan primigenio de Dios. El Señor designó e invistió a los mensajeros, con lo cual les dio encargo oficial y dio a su misión carácter jurídico. Son enviados de dos en dos, pues tienen que actuar como testigos.

Si dos testigos están de acuerdo sobre una cosa, entonces su testimonio tiene plena fuerza y validez jurídica (Dt 19,15; Mt 18,16). Los discípulos van delante del Señor; son sus pregoneros y tienen que preparar su llegada. Van por delante de él a todas las ciudades y lugares. Se traspasan los límites de Galilea, pero la acción está todavía restringida a Palestina. Sin embargo, estos límites se borrarán cuando el Señor haya subido al cielo. La mies es mucha. Los hombres son comparados con una mies que ha de recogerse en el reino de Dios. El campo de misión que tiene delante Jesús en Palestina, es el comienzo de un campo de recolección mucho más vasto, que se extiende al mundo entero. Jesús conoce a los muchos que tienen buena voluntad. Para el grande y apremiante trabajo hay sólo pocos obreros. Los llamamientos de discípulos han mostrado que hasta en hombres llenos de fervor y de buena voluntad se echa de menos la entrega total.

Dios es el dueño de la mies. Dispone de todo lo relativo a la mies. La acogida en el reino de Dios es obra y gracia suya. Él da también las vocaciones de los discípulos. Por eso invita Jesús a orar para que despierte Dios en el hombre el espíritu de los discípulos que con entrega total e indivisa ayuden a introducir a los hombres en el reino de Dios. La oración por los obreros de la mies mantiene constantemente despierta en los apóstoles y discípulos la conciencia de haber sido llamados y enviados por la gracia de Dios. «Por la gracia de Dios soy lo que soy» (lCor 15,10). «Lo que cuenta no es el que planta ni el que riega, sino el que produce el crecimiento, Dios... Porque somos colaboradores con Dios; y vosotros sois labranza de Dios, edificio de Dios. Conforme a la gracia que Dios me ha dado... puse yo los cimientos» (lCor 3, 7-10).
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La tradición textual vacila entre 70 y 72; en todo caso es exacta la referencia a la tabla etnográfica (de que se habla a continuación), pues también en Gén 10 existe la misma inseguridad: el texto hebreo dice 70 pueblos, los Setenta leen 72.
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3 Id. Mirad que os envío como corderos en medio de lobos. 4 No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias; ni saludéis a nadie por el camino.

Id. Con esto se expresa la misión. Es misión, encargo de partir, caminar y obrar. El aprovisionamiento es sorprendente. Sencillamente: Id. Lo primero y principal de este aprovisionamiento es el hecho de ser enviados por Jesús mismo, lo cual implica que el poder de Dios también los acompañará y armará.

Se retira a los discípulos todo aprovisionamiento y toda defensa humana. Son enviados indefensos, como corderos en medio de lobos. Israel se conoce como «oveja entre setenta lobos», pero confía también en que su gran pastor lo salva y lo custodia. Los setenta enviados por Jesús son el núcleo del nuevo Israel. A los sufridos e inermes se promete el reino de Dios (Mt 5,3ss). Jesús envía a los discípulos como pobres. Cuando no se tiene bolsa, alforja ni sandalias, es uno totalmente pobre. La pobreza es condición para entrar en el reino de Dios (6,20) y distintivo de los que lo anuncian. Los discípulos deben tener constantemente ante los ojos su misión y no dejarse distraer por nada. No saludéis a nadie por el camino. La entrega total a la misión no consiente las complicadas y largas fórmulas de cortesía de Oriente. En Lucas todos los mensajeros tienen prisa: María, los pastores, Felipe (Act 8,30).

Jesús mismo y los tres llamamientos de discípulos al comienzo del relato del viaje han mostrado ya lo que caracteriza a los discípulos: desvalimiento y mansedumbre frente a la hostilidad, falta de hogar y pobreza, entrega total a la misión de anunciar el reino de Dios. Las figuras primigenias de este anuncio son Jesús, los doce, los setenta discípulos.

5 Y en cualquier casa en que entréis, decid primero: Paz a esta casa, 6 y si allí hay alguien que merece la paz, se posará sobre él vuestra paz; pero de lo contrario, retornará a vosotros. 7 Permaneced, pues, en aquella casa, comiendo y bebiendo de lo que tengan; porque el obrero merece su salario. Y no os mudéis de una casa a otra.

El método de misionar es natural y sencillo. Los misioneros van de casa en casa. La misión cristiana se extiende de la casa a la ciudad. Paz a esta casa: esto es saludo y don. El anuncio y la proclamación comienza con deferencia y cortesía. Un consejo rabínico reza: «Adelántate en saludar a todos.» La paz que aporta el misionero de la salvación no da sólo salud y bienestar, que es lo que se sobrentiende en el saludo cotidiano «paz», sino el don de la salvación de los últimos tiempos. Los enviados cumplen la misión de Jesús, de la que se dice: «Tal es el mensaje que ha enviado (Dios) a los hijos de Israel anunciando el Evangelio de paz por medio de Jesucristo» (Act 10,36).

Las palabras de saludo producen lo que expresan, si topan con alguien que ha sido elegido por Dios para la salvación, alguien que «merece la paz». El nacimiento de Jesús trae la paz a los hombres, objeto del amor de Dios. La paz se posa sobre aquel que la recibe, como el espíritu sobre los setenta ancianos, a los que lo había comunicado Moisés: Descendió Yahveh en la nube y habló a Moisés: tomando del espíritu que residía en él, lo puso sobre los setenta ancianos, y cuando sobre ellos se posó el espíritu, pusiéronse a profetizar y no cesaban» (Núm 11,26). «Los hijos de los profetas, habiéndole visto (a Eliseo), dijeron: El espíritu de Elías reposa sobre Eliseo» (2Re 2,15). La paz y el espíritu son los dos grandes dones saludables de los últimos tiempos. Aun cuando no se encuentre nadie que se abra a la salvación y se muestre digno de ella, no por eso carece de eficacia la palabra de saludo; la paz retorna a los mensajeros. «Por mí lo juro: sale la verdad de mi boca y es irrevocable mi palabra» (Is 45,23). El saludo de paz no es una fórmula vana. Al don que aportan los predicadores corresponden los hijos de la paz con hospitalidad. La primera casa en que sean acogidos los discípulos, debe ser para éstos como su propia casa. Permaneced, pues, en aquella casa. No os mudéis de una casa a otra. El gran objetivo de los misioneros es el mensaje del reino de Dios. Lo decisivo no debe ser el bienestar personal, el buen trato y los cuidados de la hospitalidad. El que cambia de alojamiento muestra que el valor supremo no es para él la palabra de Dios, sino su propia persona. Perjudica y se perjudica. Desacredita a su huésped y se desacredita él mismo. No debe violarse la ley sagrada de la hospitalidad.

Los discípulos deben comer y beber de lo que se les ofrezca. No deben preocuparse pensando que molestan indebidamente a quien les da hospitalidad. El quehacer de los enviados no debe verse entorpecido por preocupaciones de la tierra. Lo que reciben es justa compensación por lo que ellos aportan: su don es mayor. «El obrero merece su salario» (lTim 5,18). «Si nosotros hemos sembrado para vosotros lo espiritual, ¿qué de extraño tiene que recojamos nosotros vuestros bienes materiales?» (lCor 9,11). Pero los discípulos deben también contentarse con lo que se les dé.

8 En cualquier ciudad donde entréis y os reciban, comed lo que os presenten, 9 curad los enfermos que haya en ella, y decidles: Está cerca de vosotros el reino de Dios. 10 Pero, en cualquier ciudad donde entréis y no quieran recibiros, salid a la plaza y decid: 11 Hasta el polvo de vuestra ciudad que se nos pegó a los pies, lo sacudimos sobre vosotros. Sin embargo, sabedlo bien: ¡el reino de Dios está cerca! 12 Os aseguro que habrá menos rigor para Sodoma en aquel día que para esa ciudad.

La actividad de los discípulos es misión en las casas y en las ciudades. Una ciudad que los acoge muestra buena disposición. Los discípulos deben realizar aquello para que han sido enviados. Comed lo que os presenten. Los discípulos no deben preocuparse de si los alimentos son cultualmente puros o impuros. Así parece haber entendido Lucas estas palabras, aunque difícilmente sería esta la intención de Jesús. Para la misión entre los gentiles era de gran importancia esta libertad de conciencia (Cf.1Co 10,27; Act 15). La curación de los enfermos que se encargaba a los discípulos debe preparar para la hora de la historia de la salvación que ellos anuncian, debe demostrar en la práctica su poderoso alborear. Deben proclamar con la palabra eso a que preparan las obras: Está cerca el reino de Dios. El acercarse Jesús es acercarse el reino de Dios. Por eso dice Jesús: «Si yo arrojo los demonios por el dedo de Dios, es que el reino de Dios ha llegado a vosotros» (11,20). «El reino de Dios está en medio de vosotros» (17,21). Jesús mismo es el reino de Dios.

¿Y si una ciudad no acoge a los discípulos? Entonces han de expresar públicamente (por las calles) y solemnemente su separación y su anatema. Los judíos sacuden el polvo de sus pies cuando vienen de tierra de gentiles y ponen los pies en la tierra santa de Palestina. Con esto se quiere significar que no existe vínculo alguno entre Israel y los gentiles. Una ciudad que no acoge a los enviados de Cristo rompe los vínculos que la unen con el pueblo de Dios, desconoce la gran hora que ha sonado: Habéis de saber que el reino de Dios está cerca y que con él se acerca el juicio. Los mensajeros no anuncian que el reino de Dios está presente, sino que se acerca. Todavía es posible dar marcha atrás, pero ésta es ya la última posibilidad.

El que rechaza el anuncio del reino de Dios y así se cierra a Jesús, se atrae la sentencia de condenación. El desenlace de este juicio es más terrible que la condenación que se pronunció contra Sodoma. El juicio sobre esta ciudad nefanda ha venido a ser proverbial. La culpa de quien rechaza a Jesús y los bienes del reino de Dios es mayor que la culpa de Sodoma. La proclamación de los mensajeros de Jesús ofrece la gracia más grande y sitúa ante una decisión de conciencia cuya última consecuencia es la salvación o la sentencia condenatoria.

13 ¡Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque, si en Tiro y Sidón se hubieran realizado los mismos milagros que en vosotras, ya hace tiempo que, sentados, cubiertos de saco y ceniza, se habrían convertido. 14 Por eso, en el juicio habrá menos rigor para Tiro y Sidón que para vosotras. 15 Y tú, Cafarnaúm, ¿es que te vas a encumbrar hasta el cielo? ¡Hasta el infierno serás precipitada!

Las ciudades de Corozaín, Betsaida y Cafarnaúm formaban al norte del lago de Genesaret un triángulo, en el que se había desarrollado con la mayor intensidad la actividad de Jesús. De ella se destacan los milagros en que se manifestó la virtud divina de Jesús. El centro de gravedad de la acción de Jesús estaba en Cafarnaúm. En esta ciudad se reproduce lo que se dijo acerca del rey de Babilonia: «Tú, que decías en tu corazón: Subiré a los cielos; en lo alto, sobre las estrellas de Dios, elevaré mi trono; me instalaré en el monte santo, en las profundidades del aquilón. Subiré sobre la cumbre de las nubes y seré igual al Altísimo. Pues bien, al sepulcro has bajado, a las profundidades del abismo» (Is 14,15). Jesús elevó a Cafarnaúm al rango de «su ciudad» (Mt 9,1). A ella, como a las otras dos ciudades, ofreció Jesús salvación, poder y gloria. Las exaltó y quería darles participación en el reino de Dios. Los milagros que se realizaron en ellas estaban destinados a hacer reflexionar, a hacer reconocer la voluntad de Dios, a situarla en el centro de su vida, a abrir sus corazones y predisponerlos para la conversión. Pero las tres ciudades dejaron de cumplir lo que exigía la oferta de gracia por Dios. Jesús las amenaza con el juicio. Cuanto más grande era la gracia que se les había demostrado, tanto más se les ha de pedir en el juicio final.

Tiro y Sidón, las dos ciudades paganas, que eran consideradas como completamente orientadas hacia lo de la tierra (Léase Is 23,1-11; Ez 26-28,), no recibieron esta gracia de las ciudades galileas. Jesús sabe que sus habitantes habrían hecho penitencia, cubiertos de saco y de ceniza, si Dios las hubiera visitado con su oferta de gracia. En señal de luto y de penitencia llevaban las gentes una túnica de crin y se sentaban sobre la ceniza o la esparcían sobre la cabeza. Precisamente porque sabe Dios que otros habrían usado de la gracia muy de otra manera, por eso juzgará con una medida inexorablemente justa, a unos con suavidad, a otros con severidad.

Conforme a este castigo que se anuncia a las ciudades galileas puede calcular cada ciudad lo que le sucederá si repudia a los enviados de Jesús. Estas palabras las pronunció Jesús al abandonar Galilea, donde había trabajado en vano. Lo que había de ser salvación se convierte en sentencia de condenación, porque no se prestó atención al llamamiento a la conversión. La amenaza de castigo formulada por Jesús y sus enviados es un último llamamiento de Dios dirigido al duro corazón humano.

16 Quien a vosotros escucha, a mí me escucha; y quien a vosotros desprecia, a mí me desprecia; pero quien me desprecia a mí, desprecia a aquel que me envió.

El enviado es como el que lo envía. En los enviados viene Jesús, y en Jesús viene Dios. La palabra que pronuncian los enviados, la pronuncia Jesús, y la palabra de Jesús la pronuncia Dios. Aceptación o repudio de la palabra de los enviados es aceptación o repudio de la palabra de Jesús, aceptación o repudio de la palabra de Dios. «Quien a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien a mí me recibe, recibe a aquel que me envió» (Mt 10,40). «El que no honra al Hijo, tampoco honra al Padre que lo envió (Jn 5,23).

Entre los enviados, Jesús y Dios existe una cadena cuyos eslabones no se pueden separar. Jesús es el mediador. Para su mediación con el pueblo se sirve de los enviados. El hombre es conducido a la salvación por medio de hombres. Cristo se reveló a Saulo, que, sin embargo, recibió este encargo: «Levántate y entra en la ciudad, y se te dirá lo que has de hacer» (Act 9, 6). También él es enviado al mediador humano, aunque no se menciona a este por su nombre, pues lo que importa no es el mensajero, sino la palabra anunciada. Los mensajeros son «servidores de la palabra» (1,2). Entre oír y desoír, o despreciar, no se da término medio. Nadie puede permanecer indeciso frente a la palabra de Dios. El que no está en favor de Jesús, está contra él. El que no oye la palabra, no la acepta y no la obedece, la desprecia.

b) Regreso (Lc/10/17-20)

17 Volvieron, pues, los setenta llenos de alegría diciendo: ¡Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre! 18 Él les dijo: Yo estaba viendo a Satán caer del cielo como un rayo.

De todo lo que experimentaron los setenta en su viaje de misión, sólo destacan una cosa: el poder sobre los poderes demoníacos. Hasta los demonios nos obedecen. No sólo las enfermedades se les sometían, no sólo los hombres obedecían la palabra de Dios; el colmo era la sumisión de las fuerzas satánicas. Volvieron llenos de alegría, porque habían experimentado el reino de Dios, que se había iniciado con Jesús. Los discípulos interpelan a Jesús con el nombre de Señor; al pronunciar su nombre habían recibido señorío sobre los demonios. Gracias al Señor alcanza el poder de los enviados hasta el mismo reino de los poderes y potestades que ejercen invisiblemente su influjo pernicioso sobre este mundo. El poder de Jesús y de sus discípulos domina no sólo sobre lo terreno, sino también sobre la esfera que influye en la determinación del curso de lo terreno.

En las expulsiones de demonios practicadas por los discípulos se hace visible el triunfo del reino de Dios sobre los poderes satánicos. Yo estaba viendo a Satán caer del cielo como un rayo. En las expulsiones de demonios veía constantemente Jesús que había quebrantado el poder de Satán. ¿Cuándo sucedió esto? De esto no dice nada la palabra. Pero sí da a entender que es imponente el triunfo sobre Satán. La exposición recuerda las palabras de Isaías sobre la imponente caída de Nabucodonosor, rey de Babilonia. «Tú... dominador de las naciones... al sepulcro has bajado, a las profundidades del abismo» (Is 14,12.15). Esta victoria sobre Satán es fruto de la muerte de cruz de Cristo y de su glorificación: «Este es el momento de la condenación de este mundo; ahora el jefe de este mundo será arrojado fuera» (Jn 12,31). Es posible que Lucas pensara en las tentaciones en que fue derrotado el demonio. Con esta victoria de Jesús quedó sacudido para siempre el poder de Satán, aunque todavía no definitivamente. Definitivamente quedará despojado de su poder en el tiempo final, pero ya ha comenzado lo que era la gran esperanza del tiempo final: «Entonces aparecerá su reino en toda su creación, y entonces se acabará con Satán y se quitará la tristeza».

19 Mirad que os he dado poder para caminar sobre serpientes y escorpiones, y contra toda la fuerza del enemigo, sin que nada pueda haceros daño. 20 Sin embargo, no os alegréis de eso: de que los espíritus se os sometan; sino alegraos más bien de que vuestros nombres están ya inscritos en los cielos.

También los doce toman parte en el triunfo de Jesús sobre Satán; lo que se aplica a los doce quiere extenderlo Lucas también a los setenta, a todos los que colaboran en la obra de Jesús. Tienen poder sobre serpientes y escorpiones. Precisamente estos animales taimados, que constituyen una amenaza para la vida, se consideran en la Biblia y en el lenguaje influido por la Biblia, como instrumentos de Satán. El Salvador que se espera salvará de serpientes y de escorpiones, y de malos espíritus. El Mesías, protegido por el ángel de Dios, camina sobre víboras y áspides y huella al león y al dragón (Sal 91,13). Cuando envió Jesús a los doce les dio también participación en este poder; de esta investidura les queda como resultado permanente el no estar ya a merced del poder de Satán, sino bajo la soberanía de Dios.

Lo que se dice sobre el poder de caminar sobre serpientes y escorpiones se amplía con la explicación que sigue: Los doce tienen poder contra toda fuerza del enemigo. Satán utiliza su fuerza para dañar a los hombres; su hostilidad no puede ya dañar, una vez que asoma el reino de Dios. Hay aquí un poder más grande y más fuerte. ¿Qué puede, pues, ya dañar? El canto triunfal de san Pablo tiene aquí su explicación: «Sin embargo, en todas estas cosas vencemos plenamente por medio de aquel que nos amó. Pues estoy firmemente convencido de que ni muerte ni vida, ni ángeles ni principados, ni lo presente ni lo futuro, ni potestades, ni altura ni profundidad, ni ninguna otra cosa podrá separarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rom 8,37-39). La inauguración del reino de Dios es un motivo de gozo todavía más profundo que el poder sobre los malos espíritus y el quebrantamiento del señorío de Satán. Para los discípulos, la suprema razón de alegrarse es su elección y predestinación a la vida eterna. Las ciudades de la antigüedad tienen listas de ciudadanos. El que está inscrito en la lista goza de todas las ventajas que ofrece la ciudad. También en el cielo, donde se representa la morada de Dios, se imaginan tales listas de ciudadanos, en las que están inscritos los elegidos de Dios; seguramente se identifican con lo que se llama el libro de la vida (*). El motivo de alegría que está por encima de todo es el hecho de poder participar en el reino de Dios, de alcanzar la vida eterna y de estar en comunión con Dios.
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* Sal 69,29: «Sean borrados del libro de la vida, no sean inscritos entre los justos»; cf. Ex 32.52s; Is 4,3; 56,5; Dn 12,1; Ap 3,5; 13.8, etc.
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c) Júbilo de Jesús (Lc/10/21-24)

21 En aquel momento, Jesús se estremeció de gozo en el Espíritu Santo y exclamó: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra; porque has ocultado estas cosas a sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así lo has querido tú.

Con el retorno de los discípulos y con el relato del mismo están asociadas una acción de gracias (10,21), unas palabras de revelación (10,22), y una fórmula de felicitación (10,23). En el mismo momento en que regresaron los discípulos se estremeció de gozo Jesús. Estaba penetrado del júbilo del tiempo final y del tiempo de salvación que se anunciaba en la victoria sobre Satán y en la comunicación de la vida eterna. Jesús, portador de la salvación, fue ungido por el Espíritu, por lo cual salta de gozo y ora en el Espíritu Santo. Su oración es debida al influjo del Espíritu Santo; así oran Zacarías (1,67), Isabel (1,41) y María (1,47). La vida de Jesús está sostenida por el Espíritu. «Todos los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios» (Rom 8,14). En calidad de Hijo de Dios pronuncia Jesús su acción de gracias, su revelación y su fórmula de felicitación.

La oración de acción de gracias comienza con una interpelación y termina con un encarecimiento. En el medio se halla el motivo de la acción de gracias. La interpelación contiene alabanza de Dios y acción de gracias. Jesús alaba a Dios y con ello le da gracias. Reconoce interiormente la disposición divina y, alabando a Dios, expresa la unidad que reina entre su voluntad y la divina.

Yo te bendigo: te doy un sí con todo mi corazón. La acción de gracias y la alabanza de Dios se realiza de la mejor manera en la entrega a la voluntad de Dios. Todas las oraciones de Jesús que nos han sido transmitidas por la Escritura comienzan con la invocación: Padre. Esta palabra responde al arameo abba (Mc 14,36), palabra balbuceada por los niños pequeños cuando se dirigían a su padre. Jesús habla en singular intimidad con Dios, su Padre, pues regularmente nadie osaba decir abba a Dios, aunque también se le llama Padre (ab). A la invocación llena de confianza se añade el calificativo majestuoso de Señor del cielo y de la tierra. Dios creó el universo entero, y así dispone del universo entero. La confianza y la reverencia son los pilares de la oración.

Dios ha ocultado y ha revelado. El motivo principal de la alabanza no es el haber ocultado, sino el haber revelado. Pero Dios oculta también por el hecho de no revelar a todos ¿Qué es lo que ha revelado y ocultado? Los misterios del reino de Dios (8,10), la inauguración del reino de Dios en Jesús, la victoria sobre Satán, la elección para el reino de Dios... Dios ha ocultado esto a los sabios y entendidos y lo ha revelado a los menores sujetos a tutela, a los ignorantes, a los que no son nadie. En tiempos de Jesús eran los sabios y los entendidos los doctores de la ley, que se designaban como sabios y prudentes; los menores, sujetos a tutela, eran los que formaban parte del «pueblo maldito», de la hez de la tierra, que no tenían el menor conocimiento de la ley, eran ignorantes y, por tanto, ni siquiera se recataban del pecado. Así, un doctor de la ley del tiempo de Jesús decía: «Un ignorante no teme el pecado, y un am ha arez (uno que no conocía la ley a la manera de los doctores de la ley) no es piadoso.» La primitiva Iglesia hubo de experimentar que persistía esta elección de Dios en cuanto a revelar y a ocultar. En Corinto no pertenecían a la Iglesia muchos ricos, sabios y de alta alcurnia, sino los pobres, los necios, los plebeyos, los que no eran nada en este mundo (1Cor I ,26ss).

Jesús alaba y bendice a Dios por el plan salvífico según el cual da la revelación del reino precisamente a los pobres. Por el hecho de que estos aceptan el mensaje de Jesús, se cumple lo que se le había prefijado como programa de su vida: «Anunciar la buena nueva a los pobres» (4,18).

La oración de acción de gracias vuelve al comienzo con encarecimiento. Sí, Padre: con esto se resume gozosamente lo que se había expresado hasta aquí. Jesús no revoca nada, sino que ratifica el designio de Dios con su voluntad, alabanza y acción de gracias. Así lo has querido tu.

El designio de Dios, que está fundado en su voluntad, en su beneplácito, decide el querer de Jesús. Toda verdadera oración termina con un sí a la voluntad de Dios, en la victoria de la voluntad de Dios sobre la voluntad del orante, en la entrega al beneplácito de Dios. Cuando Jesús da un sí al designio salvífico de Dios, que no elige a los sabios y entendidos, a los fuertes y poderosos, sino a los ignorantes, débiles y pequeños, da también un sí a la cruz. Su mira está puesta en Jerusalén, donde le aguarda su «elevación». No busca nada, sino el beneplácito de Dios.

22 Todo me lo ha confiado mi Padre. Y nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre; ni quién es el Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiere revelárselo.

La oración empalma con las palabras de revelación. Jesús habla de su relación con Dios. Todo le ha sido confiado por el Padre. Le ha sido confiado lo que él anuncia. Lo que Dios ha confiado a Jesús, no es sólo la palabra, puesto que con la palabra está asociada la acción y el poder. Como Hijo del hombre que es, todo le ha sido confiado por Dios: todo poder, todos los reinos de este mundo, todos los hombres. «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Lo que Satán había ofrecido a Jesús en la tentación, se lo confía el Padre, porque dice sí a su voluntad. El Padre ama al Hijo, y todo lo ha puesto en sus manos (Jn 3,35). La relación de Jesús con el Padre es la relación de Hijo a Padre. Como el Hijo lo ha recibido todo del Padre, de la misma manera Jesús lo ha recibido de Dios.

Jesús y el Padre están en la más estrecha comunión. Nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre; ni quién es el Padre, sino el Hijo. Cuando nosotros conocemos a alguien, pensamos en él, recibimos su influencia, y él recibe la nuestra: recibimos de él y le damos, estamos en comunión con él, comunión que marca la existencia por ambos lados. Que el Padre conozca al Hijo y el Hijo al Padre se debe a que el Padre y el Hijo viven en la más íntima comunión. Jesús y Dios se conocen recíprocamente: el Padre conoce quién es el Hijo, y el Hijo, quién es el Padre. La vida consciente del Hijo está marcada por la comunión con el Padre, como la vida del Padre lo está por la comunión con el Hijo. Dado que nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre, y nadie conoce quién es el Padre, sino el Hijo, la comunión entre Padre e Hijo es única y exclusiva. Es una comunión singular, en la que nadie puede tener participación fuera del Padre y del Hijo. Lo que se dice acerca de esta comunión recíproca entre Jesús y Dios, se expresa por la relación de Hijo a Padre. También esta se da entre Jesús y Dios de una forma que no se repite entre otro hombre y Dios. Lo que expresa esta «perla» de todas las aserciones de Cristo sobre la relación de Jesús con Dios, se halla con frecuencia formulado en el Evangelio de san Juan: «Yo soy el buen pastor: yo conozco las mías, y las mías me conocen a mí, como el Padre me conoce a mi, y yo conozco al Padre» (Jn 10,14s). El Padre conoce al Hijo, y el Hijo conoce al Padre, porque todo lo que Cristo llama suyo es también del Padre, y lo que es del Padre, es también suyo: «Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío, y así soy yo glorificado» (Jn 17,10). Jesús y el Padre son «uno» (Jn 10,30).

También conoce quién es el Padre aquel a quien el Hijo quiere revelárselo. Jesús tiene también poder para dar participación en su propio conocimiento del Padre. El Hijo puede revelar este conocimiento a quien quiere revelárselo. Por sí mismo no puede el hombre tener este conocimiento. Cuando Jesús revela a una persona que Dios es el Padre de Jesús, y lo hace en forma singularísima y en la más íntima comunión, entonces le da también participación en la comunión en que él mismo vive con el Padre, le da participación en la vida eterna. «Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti y al que tú enviaste» (Jn 17,3). El poder que se ha dado a Jesús lo utiliza él para otorgar el conocimiento del Padre y con ello dar vida eterna (Jn 17,2). La oración de Jesús es una eflorescencia del conocimiento mutuo del Padre y del Hijo, diálogo que procede de este conocimiento, júbilo del alma por esta mutua comunión de conocimiento. Aquel a quien Jesús revela quién es el Padre, llega a una oración semejante, que es un clamar «abba» (Rom 8,15; Gál 4,6), que es una exuberancia del conocimiento de fe y proviene del fondo de la comunidad de don con el Padre y el Hijo. El fondo más íntimo del que brota el diálogo del alma con Dios es la unión con él según el arquetipo de la unión de Jesús con Dios, del Hijo con el Padre.

23 Y vuelto hacia sus discípulos, les dijo a solas: Dichosos los ojos que ven lo que estáis viendo. 24 Porque yo os digo: muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros estáis viendo y no lo vieron, y oír lo que vosotros estáis oyendo, y no lo oyeron.

Sólo a los discípulos reveló el Hijo quién es el Padre. Los inició en su singularísima relación con el Padre. La entera historia salvífica aguardaba la satisfacción de este anhelo. Los profetas miraban y escudriñaban sólo desde muy lejos qué nos es aportado por la salvación y quién es el que nos la trae. La soberanía de los reyes era caduca y perecedera, imperfecta y limitada; ellos miraban al rey cuya soberanía no tiene límites. Los profetas eran portadores de la palabra divina, los reyes eran administradores del poder divino. Jesús reúne en sí a ambas prerrogativas, la palabra y la autoridad, la palabra llena de autoridad. Dichosos los ojos que ven lo que estáis viendo. Los discípulos deben ser y permanecer conscientes de la gracia de que Dios les haya revelado el conocimiento del Mesías y el comienzo del tiempo de salvación. En estas palabras resuena también el júbilo de la Iglesia primitiva, que transmitió estas palabras, porque ella misma estaba penetrada del gozo del don de la fe. A los pequeños y a los ignorantes se reveló lo que se negó a los sabios y a los entendidos. Los discípulos son dichosos porque son pequeños y pobres. Oir lo que vosotros estáis oyendo. Sólo ver no basta. Al ver debe añadirse el oír. Sólo se puede ver debidamente a Jesús cuando se oye lo que dice sobre él la revelación. Ver los acontecimientos históricos y oír lo que la revelación de Dios dice sobre ellos: esto es lo que da al cristiano el verdadero conocimiento quo proporciona gozo.

3. OBRAS Y PALABRAS (10,25-42).

Jesús va por el país dispensando beneficios y anunciando la palabra de Dios. Los discípulos sólo están pertrechados con el amor al prójimo, que se extiende al mundo entero (10,25-37), y en la palabra, que se recibe escuchando a Jesús.

a) Amor al prójimo (Lc/10/25-37)

25 Entonces se levantó un doctor de la ley que, para tentarlo, le pregunta: Maestro, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna? 26 Él le contestó: ¿Qué es lo que está escrito en la ley? ¿Cómo lees tú? 27 Y él le respondió: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo. 28 Jesús le dijo: Bien has respondido; haz esto y vivirás.

Jesús ha hablado de la victoria sobre Satán, los discípulos mismos han experimentado el reino de Dios, sus nombres están inscritos en las listas de ciudadanos del cielo, son llamados dichosos porque están viviendo el tiempo de la salvación: nada más normal que preguntar qué hay que hacer para entrar en la vida eterna. Asunto serio, cuestión candente, que el rico planteó a Jesús (/Mc/10/17) y que dirigían a los doctores de la ley sus discípulos. «Rabí, enséñanos los caminos de la vida, para que por ellos alcancemos la vida del mundo futuro».

El doctor de la ley preguntó a Jesús para tentarlo. Lo interpela como maestro y doctor, y quiere probarlo y ver qué puede responder a su pregunta candente. Hace la pregunta como la hacían los judíos y pregunta por las obras. Las obras exigidas por la ley, salvan; lo que se tiene en cuenta son las obras, no la actitud interior. ¿Qué obras y qué preceptos son los que importan? Los doctores de la ley hablaban de seiscientos trece preceptos (doscientos cuarenta y ocho mandamientos y trescientas sesenta y cinco prohibiciones).

La respuesta a la pregunta del doctor de la ley indica la ley misma, la ley escrita de la Sagrada Escritura. Jesús halla la respuesta en la ley, en la que se da a conocer la voluntad de Dios. La ley muestra el camino para la vida eterna. Los doctores de la ley habían tratado de compendiar los mandamientos y prohibiciones tan numerosos, reduciéndolos a unas cuantas leyes. Un medio de lograrlo era la «regla áurea»: Lo que a ti no te agrada, no lo hagas a tu prójimo; esto es toda la ley, todo lo demás es explicación (rabí Hilel, hacia el año 20 a.C.). Otro doctor de la ley indicaba el precepto del amor al prójimo (Lev 19,18). El doctor de la ley que interrogó a Jesús resumía toda la ley en los mandamientos del amor de Dios (Dt 6,5) y del amor del prójimo (Lev 19,18), al igual que Jesús (Mc 12,28). Esta manera de compendiar la ley no debía de ser conocida para el judaísmo del tiempo de Jesús (*). Jesús da la razón al doctor de la ley por hallar compendiada la ley en estos dos mandamientos. Las verdades de la revelación necesitan ser compendiadas y presentadas sistemáticamente a fin de que sirvan para la vida religiosa.

El precepto del amor a Dios (/Dt/06/05) con entrega de todas las potencias del alma a Dios, con una existencia dedicada a él sin reserva, era formulado diariamente mañana y tarde por los judíos del tiempo de Jesús en su profesión de monoteísmo. Este precepto liga al hombre con Dios hasta en lo más profundo de su ser. Con este precepto está asociado el precepto del amor al prójimo (Lev 19,18). E1 amor a uno mismo se presenta como medida del amor al prójimo.

Con esto se dice mucho. La actitud fundamental del hombre debe ser el amor. El hombre que cumple la voluntad de Dios y corresponde a su imagen, no es el que piensa únicamente en sí sino el que existe para Dios y para el prójimo. Dios es el centro del hombre, pues lo ama con toda su alma y con todas sus fuerzas. El amor a sí y el amor al prójimo está absorbido por esta entrega total a Dios. En el amor del prójimo se ha de expresar el amor a sí mismo y la entrega a Dios.

Todas las leyes dadas por Dios arrancan de este precepto del amor y desembocan en él como en su meta. El amor es el precepto más importante, el que todo lo abarca y todo lo anima. El amor es el sentido de la ley. Si se expone la ley de tal manera que se viole el amor o no se le permita desarrollarse, se comete un error. Toda ley, incluso las establecidas en la Iglesia, debe servir al amor. Para llegar a la vida no basta el conocimiento del mandamiento más importante y decisivo. Se requieren también las obras. Haz esto y vivirás.
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* En el Testamento de los doce patriarcas (escrito judío no exento de añadiduras cristianas), Testamento de Isacar 5,2, se dice: «Amad sólo al Señor y a vuestro prójimo».
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23 Pero él, queriendo justificarse, preguntó a Jesús: ¿Y quién es mi prójimo?

Los fariseos cuidaban mucho de su prestigio. Se justificaban. «El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ¡Oh Dios! Gracias te doy, porque no soy como los demás hombres...» (18,11). Jesús les echa en cara que se justifican delante de los hombres (16,15). ¿Merecía reproche el doctor de la ley cuando preguntaba, aunque sabía lo que hay que hacer para alcanzar la vida eterna? ¿No había todavía bastantes preguntas que reclamaban solución, aunque eran claros los mandamientos más importantes? El doctor de la ley hace una pregunta que no había hallado todavía una solución clara y decisiva. ¿Quién es mi prójimo? ¿Dónde están los límites del precepto del amor? La ley extiende el amor a los compatriotas y a los extranjeros que viven en Israel (Lev 19,34). En el judaísmo tardío se restringió el amor de los extranjeros a los verdaderos prosélitos (gentiles que habían aceptado la fe en un solo Dios, se circuncidaban y observaban la ley). Los fariseos excluían también del amor al pueblo ignorante de la ley. Se negaba el amor a los contrarios al partido. La ley de Dios deja por tanto cuestiones pendientes. Sólo el espíritu de Dios puede resolverlas en la debida forma.

30 Jesús continuó diciendo: Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de ladrones, que, además de haberlo despojado de todo y molido a golpes, se fueron, dejándolo medio muerto».

Jesús cuenta un relato. El Evangelio de Lucas narra cuatro más de este estilo. Las parábolas comparan el obrar divino con el humano. La acción de Dios se hace comprensible a partir de lo que hace el hombre. En cambio, en estos relatos se presenta el hombre a los hombres para que examinen su comportamiento tomando como norma al hombre mostrado por Jesús.

Jericó (350 m bajo el nivel del mar) está mil metros más bajo que Jerusalén (740 metros sobre el nivel del mar). El camino solitario y rocoso (unos 27 kilómetros) va por una región en que abundan los barrancos. Asaltos de ladrones se refieren desde la antigüedad hasta la edad moderna. Un hombre bajaba a Jericó. No se menciona su nacionalidad ni su religión. Era un hombre. Esto basta para el amor. Es posible que los ladrones fueran guerrilleros celotas fanáticos que se ocultaban en las grutas y escondrijos de aquella región y vivían de la rapiña, pero que no quitaban a sus compatriotas más que lo que necesitaban para vivir y, sobre todo, no atentaban contra la vida si ellos mismos no se veían atacados. Aquí aparece la víctima de los ladrones en un estado lastimoso: despojado de todo, molido a golpes, medio muerto. El hombre debió sin duda defenderse cuando se vio asaltado por los ladrones.

31 Casualmente, bajaba un sacerdote por aquel camino, y, al verlo, cruzó al otro lado y pasó de largo. 32 Igualmente, un levita que iba por el mismo sitio, al verlo, cruzó al otro lado y pasó de largo. 33 Pero un samaritano que iba de camino, llegó hasta él, y, al verlo, se compadeció; 34 se acercó a él, le vendó las heridas, ungiéndolas con aceite y vino, lo montó en su propia cabalgadura, lo llevó a la posada y se ocupó de cuidarlo. 35 Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al posadero, diciéndole: Ten cuidado de él; y lo que gastes de más, yo te lo pagaré cuando vuelva.

Jericó era una ciudad sacerdotal. Sacerdotes y levitas (servidores del templo, cantores) habían desempeñado su ministerio en el templo y volvían a casa. Con gran efecto se repite: Al verlo cruzó al otro lado y pasó de largo. Por qué pasaron de largo sacerdotes y levitas no se dice en la narración. Quizá porque les pareció que el hombre tan malherido estaba muerto y no quisieron tocarlo, pues el contacto con un cadáver causaba impureza legal (Lev 21,1). ¿Quizá porque temían caer también en manos de los ladrones? ¿O porque no querían detenerse? En todo caso les movía más su propio interés que la compasión por el miserable, si es que la sentían. En su calidad de sacerdotes y levitas servían a Dios. eran personas que encarnaban el precepto del amor a Dios. Pero ¿el amor al prójimo? Se establecía separación entre culto y misericordia

Los samaritanos son enemigos del pueblo judío. No hay contacto entre unos y otros. Se odia por las dos partes. Una vez más vuelve a decirse: Al verlo. Pero inmediatamente viene la mutación: Se compadeció. Esta compasión no es estéril. El samaritano obra como se debe obrar en esta situación. Cuidadosamente se describen los seis actos de amor que se practican con la mayor sencillez y naturalidad, no sólo en el momento presente, sino hasta la curación del herido. Los dos denarios dados al posadero era lo que se pagaba a los jornaleros por dos días de trabajo. No es mucho. En efecto, en Italia, hacia el año 140 a.C. se pagaba 1,32 denarios al día por la pensión completa. Lo que hace el samaritano no es precisamente un acto heroico, pero sí todo lo que era necesario para salvar al desgraciado.

36 ¿Cuál de estos tres te parece que vino a ser prójimo del que había caído en manos de los ladrones? 37 El doctor de la ley respondió: El que practicó la misericordia con él. Díjole Jesús: Pues anda, y haz tú lo mismo.

La pregunta de Jesús suena como algo inesperado. El doctor de la ley había preguntado: ¿Quién es mi prójimo? Jesús le pregunta: ¿Cuál de estos tres te parece que vino a ser prójimo del que había caído en manos de los ladrones? En la pregunta del doctor de la ley ocupa el centro el que pregunta, en la pregunta de Jesús, el necesitado de socorro. Según el precepto de la ley, tal como lo interpreta Jesús, es prójimo todo el que tiene necesidad de ayuda. Nada tienen que ver aquí la nación, la religión, el partido. Todo hombre es prójimo. Donde la necesidad llama a la misericordia, también llama a la acción el precepto del amor del prójimo.

Jesús no dio una respuesta abstracta, teorética. No dijo: El prójimo es cualquier persona que se halla en estrechez y necesita ayuda. Da más bien una indicación práctica. La pregunta de Jesús se refiere a la acción, y la acción se rige conforme a las circunstancias. Al responder el doctor de la ley no pudo menos de confesar: El que practicó la misericordia con él. Jesús invita a obrar: Haz tú lo mismo. El amor al prójimo es amor de obrar. «Hijitos, no amemos de palabra ni con la lengua, sino de obra y de verdad» (/1Jn/03/018). «Si un hermano o hermana se encuentran desnudos y carecen del alimento diario, y alguno de vosotros les dice: Id en paz, calentaos y hartaos, pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué servirá esto?» (/St/02/15ss).

Los dos ministros del culto divino solemne sirvieron ciertamente a Dios, pero no al prójimo que se hallaba en la necesidad. El samaritano los aventaja en el cumplimiento de la ley... Jesús echa mano de la doctrina profética: «Misericordia quiero, y no sacrificio» (Os 6,6). La mejor preparación para el cumplimiento del precepto del amor al prójimo es un corazón accesible a la miseria, el sentir miserIcordia o, como lo expresa la sencilla psicología de la Biblia: el «conmoverse las entrañas» a la vista de la miseria humana. Cuando un hombre se siente mal al ver la miseria, está preparado para el amor. «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5,7). El mayor impedimento es el corazón endurecido. La misericordia debe convertirse en amor de obras, tal como lo exige el momento. El precepto del amor no puede desmenuzarse en artículos. Lo que la realidad muestra, exige y hace posible, eso debe hacerse. Así obró el samaritano en su situación. Así se pone en práctica la entrega a la voluntad de Dios. En efecto, el que ama prácticamente y sabe responder a todo llamamiento de la miseria humana, ése es obediente a Dios.

b) Escuchar la palabra (/Lc/10/38-42)

38 Siguiendo ellos su camino, entró Jesús en cierta aldea; y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa.

El comienzo de esta narración tiene semejanza con la primera del relato del viaje. Se pone de relieve el caminar de Jesús. Aquí halla Jesús lo que no había hallado en la aldea de Samaría: alojamiento. No se nos dice dónde se hallaba esta aldea ni cómo se llamaba. Según la tradición de san Juan se trataba de Betania (Jn 11,1), que estaba situada cerca de Jerusalén. Esto no podía decirlo Lucas, aunque lo supiera. En efecto, Jerusalén es la meta de la expedición, que sólo se podía alcanzar cuando hubiera llegado la hora de su muerte y de su ascensión al cielo.

Una mujer llamada Marta lo recibió en su casa. Jesús se hospedó en la casa a fin de que fuera oída su palabra. Como Marta, también otras mujeres acogieron y alojaron a los mensajeros del Evangelio: «Escuchaba una de ellas, por nombre Lidia, traficante en púrpura, de la ciudad de Tiatira, que adoraba a Dios, y a la cual el Señor abrió el corazón para atender a lo que Pablo decía. Una vez que se hubo bautizado ella y los de su familia, nos rogó diciendo: Si me habéis juzgado fiel al Señor, entrad y quedaos en mi casa. Y nos forzó a ello» (Act 16,14s).

39 Tenía ella una hermana llamada María, la cual sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra. 40 Marta, entre tanto, andaba muy atareada con los muchos quehaceres del servicio; por fin, se presentó y dijo: Señor, ¿es que no te importa que mi hermana me deje sola para servir? Dile, pues, que venga a ayudarme.

María, hermana de Marta, se sentó a los pies de Jesús. Estaba sentada, como Pablo a los pies de Gamaliel, su maestro (Act 22,3). Jesús es maestro, María su discípula. Los doctores judíos de la ley no explican la ley a las mujeres. El Maestro, en cambio, que es también Señor, anuncia su doctrina también a la mujer (8,2). Lucas presenta el hecho con palabras que procedían de la comunidad primitiva: Jesús es el Señor, María escucha la palabra. La Iglesia es la comunidad de los que no cesan de oír la palabra del Señor (8,21). Jesús se ve honrado en su visita de dos maneras. María está sentada, sin hacer nada, a los pies del Señor y escucha sin pestañear su palabra. María andaba muy atareada, preocupada por el servicio de la mesa. Jesús es honrado con las obras de un amor que presta servicios y con el hecho de escuchar su palabra, como lo dijeron los padres de la Iglesia: con la vida activa y con la vida contemplativa. Marta sirve a Jesús atareada con muchos quehaceres, María sirve sin atarearse con muchos quehaceres, como dice san Pablo cuando recomienda la virginidad: «Y esto lo digo mirando a vuestro provecho, no para tenderos un lazo, sino para una digna y solícita dedicación al Señor» (lCor 7,35).

Marta no comprende que María esté escuchando sin hacer nada, pues hay que preparar la mesa para los huéspedes. EL servicio de la mesa le importa más que el servicio de la palabra, que consiste ante todo y sobre todo en escuchar. No comprende que Jesús quiere ser primeramente el que da, no el que recibe; no comprende que ha sido enviado para anunciar la salvación y que la mejor manera de servirle consiste en o+r y cumplir su palabra de salvación. Habla a Jesús con un ligero acento de reproche y quiere que María deje de escuchar la palabra para dedicarse al servicio de la mesa. Da demasiada importancia a su servicio y rebaja el hecho de escuchar la palabra de Jesús, antepone las obras al hecho de oír la palabra.

41 Pero el Señor le contestó: Marta, Marta, por muchas cosas te afanas y te agitas; sin embargo, una sola cosa es necesaria. María ha escogido la buena parte, que no se le ha de quitar.

La repetición del nombre: Marta, Marta, proviene de simpatía, de solicitud y de amor. Jesús no deja de apreciar lo que hace, pero en las palabras con que designa su actividad muestra también cómo la enjuicia. Su acción es solicitud inquieta e inquietud solícita, dejando de lado lo principal. «Buscad su reino (el de Dios), y estas cosas se os darán por añadidura» (12,31). La palabra de Dios no puede llevar fruto si el que oye es retenido por una inquieta solicitud (8,14).

Una sola cosa es necesaria (*); María ha escogido la buena parte. Jesús presenta la audición de la palabra como lo único necesario. No dice que Marta habría debido preparar un solo plato (o pocos) a fin de poder oir la palabra de Dios; más bien no habría debido preparar nada, pues sólo una cosa es necesaria: oír la palabra que anuncia Jesús. El primer puesto corresponde a lo divino. «Amarás a tu Dios con todo tu corazón, con todas tus fuerzas...» También la lucha de Jesús contra el amor a la riqueza proviene de su preocupación, de su temor de que Dios no sea el único pensamiento que domine la vida del hombre. Para mostrar a los hombres que sólo una cosa es necesaria envió a sus mensajeros sin bolsa, sin alforja y sin calzado. Él mismo sólo tiene un manjar: hacer la voluntad del que le envió (cf. Jn 4,31-34).

Oír la palabra es la buena parte. La palabra toma y da la salvación, la vida eterna. La buena parte, como tal, no se ha de quitar. La salvación dura siempre. En las palabras de Jesús a María laten sin duda las palabras del salmo: «La porción de mi herencia y de mi copa eres tú, Yahveh; tú eres el que cuida de mis suertes. En delicias me cayeron las medidas y mi herencia me place» (Sal 15,5s). Jesús llama bienaventurados a los que oyen la palabra de Dios y la guardan (11,28).

Aunque no se puede negar que son también grandes el servicio de la mesa y todas las obras de caridad, puesto que, según la palabra de Cristo, son servicios prestados a él mismo (Mt 25,40), sin embargo, no por eso hay que rebajar y descuidar el hecho de escuchar la palabra. Conforme a esta palabra dejaron los apóstoles de servir a los pobres a la mesa a fin de quedar libres para la proclamación de la palabra y confiaron a los diáconos el servicio de los pobres (Act 6,1s). El relato de la acción del buen samaritano tiene su necesario complemento en el relato de la visita a Marta y a María.
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La tradición ha corregido mucho del versículo 42: 1) (Sólo) poco es necesario = no te preocupes por preparar muchos platos; 2) poco o sólo una cosa es necesaria = con poco nos basta; tú te fatigas demasiado; 3) el pasaje se suprime por completo; 4) la traducción que presentamos en el texto parece responder al texto original; cf. Mt 6,33.