CAPÍTULO 4


PARTE TERCERA 4,15,21

8. TERCERA EXPOSICIÓN SOBRE EL TEMA «LA FE EN CRISTO» (4,16)

Aparentemente, entre la sección anterior y esta sección hay una transición tan abrupta como en el caso de la segunda exposición sobre el tema «la fe en Cristo», en 2,1 8ss. Aparentemente encontramos un completo recomienzo. Ahora bien, aquí -a diferencia de lo que pasaba en 2,17-18- hay una conexión clara. Por lo menos, ambas secciones están vinculadas por la palabra nexo «espíritu» (pneuma). Pero ¿se trata tan sólo de la asociación en torno a la palabra nexo? Porque vemos que el tema de la «fe» resuena ya en 3,23 (la fe y el amor como el mandamiento de Dios). Y el Espíritu que Dios nos ha dado, según 3,24b, es seguramente la fuerza para amar. Pero, como «unción» (véase 2,20.27), el Espíritu es también maestro de la fe y fuerza para creer.

1 Amados, no creáis a todo espíritu, sino examinad si los espíritus son de Dios, porque muchos falsos profetas han salido al mundo. 2 Conoced en esto el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo venido en carne, es de Dios. 3 Y todo espíritu que no confiesa a Jesús, no es de Dios, sino que éste es del anticristo, del cual habéis oído decir que viene y ya, al presente, está en el mundo.

En la perspectiva de 1Jn, y también de todo el Nuevo Testamento (véase lCor 12), las personas que anuncian un mensaje religioso están al servicio de un espíritu. Por sus labios habla o bien el «Espíritu de la verdad» o bien el «espíritu del error» (lJn 4,6). Nosotros diríamos más bien: Examinad a los predicadores para ver si por ellos habla el Espíritu de Dios o el espíritu del anticristo (v. 3). El v. 1b muestra una vez más la ocasión concreta para la advertencia de 4,1ss. Así como en 2,18 se habla de los «muchos anticristos», así ahora se habla de «muchos falsos profetas». Se trata, evidentemente, de las mismas personas 95. Por 2,22s, sabemos nosotros ya que niegan la mesianidad y filiación divina de Jesús, es decir, «no confiesan al Hijo». En lo sucesivo (4,2s) se dice con más claridad aún qué es lo que los separa de la comunidad cristiana.

Versículo 2: la norma para saber distinguir tiene un tenor distinto que en 2,22s: confesar a Jesucristo como al que ha «venido en carne». Cristo no es un simple ser espiritual, como creen los gnósticos. No es únicamente la cifra de algo que (según las ideas gnósticas) emana de Dios en sentido físico. Sino que Cristo es verdadero hombre, hasta tal punto que pudo él dar su vida. Este tema de que Jesús ha venido en carne se recoge nuevamente en 5,6ss: Jesús vino en agua y sangre; véase, además, 2Jn 7. En el versículo 3 de la sección que estamos estudiando, se dice sencillamente para expresar esto mismo: «todo espíritu que no confiesa a Jesús». Por consiguiente, para la 1Jin, confesar a Cristo es fundamentalmente confesar la encarnación de Jesús. Vemos, pues, que la confesión de que Jesús es el Hijo de Dios, en 2,22s, es ya -objetivamente- lo mismo que este confesar la encarnación, en 4,2s.

Ya en la introducción de la carta sonaba este tema de la encarnación (el tema de la manifestación de la Palabra de la vida). He aquí, pues, lo que diferencia sencillamente a los predicadores cristianos de los falsos profetas gnósticos: la confesión de fe en la encarnación de Jesús o la negación de la misma. Ahora bien, con la confesión de fe en Jesús que vino en carne, no se piensa únicamente en el acto singular de la "encarnación» (o "humanización») del Logos 96. "Carne» no significa aquí sencillamente "naturaleza humana». Aquí no se trata de una afirmación cristológica abstracta, sino de una afirmación soteriológica. No se cultiva una metafísica de la encarnación, sino que se afirma algo acerca de la realidad del hombre Jesús, realidad sin la cual no habría para nosotros salvación.

No se dice tampoco que Jesús haya venido a la carne, sino que ha venido "en carne». En contraste con Dios, a quien corresponde el poder creador del Espíritu, vemos que "carne» significa aquí -como frecuentemente en la Biblia- la debilidad y caducidad de la criatura. Para un gnóstico (de manera muy distinta que para un judío) significaría un escándalo sin igual el que el Logos divino no sólo haya entrado en la oscuridad de la materia para rescatar de ella las centellas de luz, sino que además se haya asociado a sí mismo con la debilidad de esa «carne» 97. Jesucristo vino en carne: ello significa que toda su obra de salvación está determinada por la vinculación con la «carne», e incluye que él -Jesús- dio su «carne» por la vida del mundo (véanse Jn 6,51).

Con respecto al v. 3 hay una interesante variante de traducción: En vez de «todo espíritu que no confiesa a Jesús», se dice: «...que disuelve [destruye] a Jesucristo». Quien retuerce de tal modo el mensaje de Cristo, que pueda acoplarlo a su metafísica gnóstica de la salvación, ese tal está «destruyendo a Jesús», está «disolviendo a Jesús». expresión vigorosísima de que la negación de la «carne» de Jesús por parte de esos gnósticos (¡y de sus seguidores, en la historia de la Iglesia, hasta el día de hoy!) es de efectos destructores para la fe cristiana, hasta tal punto que aquí tenemos una alternativa ineludible.

La decisión acerca de si Cristo, como Hijo de Dios y Mesías, fue verdadero hombre, no sólo envuelto en la debilidad de la «carne», sino «hecho carne» realmente (Jn 1,14), o de si Jesucristo es una cifra de alguna concepción del mundo o de la salvación, es una decisión que sigue estando personalmente ante todo cristiano. Ya entonces se dio el escándalo -se escandalizaron- de que la salvación definitiva de Dios estuviera ligada a un hombre individual concreto, el cual es hombre hasta tal punto, que pudo morir ajusticiado en la cruz. Ya entonces se dio este escándalo. Y el escándalo no es, hoy día, menor. Ahora bien, ¿por qué es tan decisivo para nuestra relación con Dios, y por tanto para nuestra salvación, el que a Jesús se le confiese y se le crea como el que «ha venido en carne»?

Nos ayudará a dar una respuesta si tratamos de asociar la afirmación que se hace en estos versículos 4,1-3 con toda la teología de la carta. Porque hemos de hacernos la pregunta de si aquí ha desaparecido ya de repente, y por completo, aquello que hasta ahora nos había servido tantas veces como norma conocitiva, a saber, el amor. ¿Es que el amor se vincula quizás, de manera insospechada para nosotros, con la fe en Cristo? ¿Tendremos que asociar también las proposiciones acerca del amor de Cristo, en 3,16 (y ya en 1,7; 2,1s; y también en 3,5.8) con esta confesión de fe en Cristo, que se hace en 4,2s?

De hecho, la confesión de que Jesucristo ha venido en carne, contiene ya innegablemente -para la comprensión joánica- la ulterior confesión de que él dio por nosotros la vida de esa carne (3,16), y que precisamente por esto nos ha purificado de todo pecado (por su sangre, 2,1s). Puesto que el autor ha concentrado de manera tan intensa y clara su concepto del pecado sobre la contradicción que el pecado representa contra el amor, ahora no puede hacer abstracción de este concepto del pecado y de este concepto de la obra de Jesús, quien supera al pecado como dureza de corazón y como odio. Además, en la confesión de que Jesucristo vino en carne se contiene también la confesión de la obligación que tenemos de seguir nosotros la norma de su entrega de amor y «dar la vida por los hermanos» (3,16). La obra salvífica de Cristo tiene tanta estructura encarnatoria, que también nuestra fe debe encarnarse -en el amor fraterno concreto- y no debe rehusar mancharse incluso las manos para aliviar al hermano en su necesidad.

Por consiguiente, existe la posibilidad de comprender muy mal 1Jn 4,1-3 como norma para el discernimiento de espíritus. Y de hecho, en la historia de la Iglesia, se ha entendido a veces muy mal, y con resultados funestos, estas frases. Se han entendido como si bastara con mantener intacta una irreprochable confesión de fe ortodoxa. Pero, en realidad, sólo un espíritu es de Dios, cuando proclama la encarnación del Logos juntamente con su consecuencia: la obligación de practicar el amor. Para examinar los espíritus -para el discernimiento de espíritus- hay que hacerse la pregunta de si esos espíritus endurecen a los hombres en el egoísmo, o los abren para el amor, que es de Dios. Valdría la pena examinar así los diversos influjos a que están sometidos los hombres de hoy, y ver si esos influjos los llevan al egoísmo y los apartan del amor y servicio, si los hacen tal vez incapaces para dejar que siga actuando el amor de Dios, que está depositado en los cristianos.

El autor de nuestra carta debe de tener la convicción de que los negadores de la encarnación de Cristo y difunden -de hecho- el odio y lo fomentan, porque niegan el amor de Dios, tal como ese amor es realmente y se reveló.
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95. Véase el v. 3: vemos que en 2.18 pudieron ser llamados "anticristos», porque a través de ellos habla el espíritu del anticristo, es decir, el "maligno».
96. En griego, eI verbo está en (participio) perfecto. El tiempo de perfecto expresa una acción singular en el pasado cuyos efectos perduran todavía en el presente: véase 2Jn 7, donde se usa la forma de (participio) presente: «...que Jesucristo viene en la carne".
97. Véase GAUGLER, 202s (véase la nota 9).
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4 Vosotros, hijitos, sois de Dios y los habéis vencido, porque es mayor el que está en vosotros que el que está en el mundo. 5 Ellos son del mundo. Por eso hablan del mundo, y el mundo los oye. 6Nosotros somos de Dios. El que conoce a Dios, nos oye. El que no es de Dios, no nos oye. De este modo conocemos el espíritu de la verdad y el espíritu del error.

El autor dice a sus cristianos: «Los habéis vencido (a los falsos profetas)». Ahora bien, aquí aflora también la objeción o la contradicción: ¿Es que la actitud cristiana ante los herejes es la de quererlos vencer? Pero... tengamos en cuenta que no se dice: "Podéis vencerlos», sino: "Los habéis vencido.» Sus cristianos, según la opinión de nuestro autor, ¿han vencido quizás a estos falsos profetas con algo que no iba dirigido, ni mucho menos, contra los herejes como hombres? ¿Qué puede ser eso? ¿Con qué se consigue esta victoria? ¿Sólo por medio de la recta confesión? ¿O también de la manera como los cristianos, según 2,13s, han vencido al «maligno»? En efecto, el autor ve a los falsos profetas en unión con el maligno. ¿No tendría él en la mente tanto la victoria por medio del amor como la victoria por medio de la confesión? Y ambas cosas ¿no formarán una unidad para el autor?

La razón que el autor da para sostener su afirmación de la victoria sobre los falsos profetas, nos permite responder afirmativamente a esta pregunta. Los cristianos han vencido a los herejes, porque «el que está en ellos» es mayor que «el que está en el mundo». Esta referencia al «Dios mayor», no podemos interpretarla sino teniendo a la vista el texto de 3,19. Dios es «mayor» que su adversario, que «está en el mundo», como «príncipe de este mundo», porque Dios es luz y amor, porque el poder del amor, que él derrama por medio del Espíritu en los corazones de los suyos, es un poder absolutamente victorioso. Los cristianos son vencedores de los falsos profetas, porque aquéllos se han decidido y han preferido «ser de Dios», porque aquéllos se han decidido en favor de la fe en Cristo como fe en el amor.

Versículo 5: los falsos profetas son «del mundo». Esto quiere decir, en el sentido de 1Jn: son de las tinieblas, en las cuales no se conoce el verdadero amor. Por consiguiente, sus conversaciones no pueden ser distintas de lo que son. No disponen sino de las energías y de las desfiguradas normas de conocimiento que son propias de estas «tinieblas». «Y el mundo los oye»: El cristiano (sobre todo cuando se dedica a la predicación) ¿no tendrá que examinarse para ver si quizás el aplauso que recoge procede de que también él «habla desde el mundo», y de que las «tinieblas» no manifiestan o manifiestan muy poco, la conmoción de ser embestidas por la «luz» de la «verdad»?

Versículo 6: Aquí habla el autor o el grupo con el que él se asocia: «Nosotros somos de Dios.» De esta conciencia de ser él de Dios, deriva él la pretensión de que todo el que es de Dios, le escucha. ¿Será esto arrogancia y presunción clerical? Me sospecho que tales lugares han ofrecido pretexto, a menudo, durante la historia de la Iglesia, para tales pretensiones injustificadas. Ahora bien, hay una diferencia radical entre las injustificadas pretensiones clericales que pueden observarse en la historia de la Iglesia (y no sólo en el pasado) y la conciencia de nuestro autor. En el caso de nuestro autor, no se trata de una declaración de infalibilidad en cuestiones de detalle. Aquí no se convierte el escuchar (o el rechazar) las doctrinas de detalle en razón gnoseológica para conocer la salvación, sino que se da esta categoría a lo más central del cristianismo. Y esta conciencia no estriba, evidentemente, en mera rectitud dogmática, sino en la experiencia del Espíritu de Dios, del Espíritu que actúa vigorosamente y que impulsa al amor activo. Los cristianos tienen un criterio para examinar la seguridad de su maestro (del autor de nuestra carta), y lo tienen porque y en cuanto "conocen a Dios» y lo aman. El amor a Dios, que es un amor activo en el amor fraternal, da la posibilidad de discernir entre el Espíritu de la verdad (de la realidad divina) y el espíritu del error (del engaño). Cuando los negadores de la encarnación de Cristo actúan en contra del amor, porque niegan el amor de Dios, tal como él se ha revelado de hecho: entonces el «espíritu del error» (del engaño) se identifica con el espíritu del odio, y «el Espíritu de la verdad» (de la realidad divina que se manifiesta en la entrega del Hijo) se identifica con el Espíritu del amor.

9. TERCERA EXPOSICIÓN SOBRE EL TEMA «EL MANDAMIENTO DEL AMOR» (4,7-21).

Si alguna sección se puede designar como el núcleo y punto culminante de 1Jn, es ésta. Y lo es principalmente por el aserto de que «Dios es amor» (4, 8.16). Pero quizás el verdadero centro sea con más razón aún la vinculación expresa que se establece en el v. 16a entre la fe y el amor (fe en el amor). Allí es donde mejor se ve la unidad de la carta.

Estructura de la sección:

a) v. 7-10: El enunciado de que "Dios es amor» y su explicación.

b) v. 11-13: El amor fraterno como respuesta al amor de Dios. El «amor cumplido». (Conclusión: Conocimiento de la comunión con Dios por el don del Espíritu.)

c) v. 14-16: Segunda vinculación entre los temas «fe» y «amor". La respuesta al amor de Dios es el amor fraterno y la confesión de Cristo. Ambas cosas ponen a uno en comunión con Dios y hacen que se «permanezca en Dios». En este aspecto, las secciones b y c están íntimamente relacionadas.

d) v. 17-18: Amor y temor.

e) v. 19-21: Amor de Dios y amor fraterno.

a) La afirmación de que "Dios es amor» y su comentario (4,7-10).

7 Amados, amémonos unos a otros, porque el amor es de Dios. Y quien ama, ha nacido de Dios y conoce a Dios. 8 El que no ama, es que no conoce a Dios; porque Dios es amor. 9 En esto se manifestó el amor de Dios en nosotros: en que Dios envió al mundo su Hijo, el Unigénito, para que vivamos por él. 10 En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y envió su Hijo como expiación por nuestros pecados.

La palabra nexo que une este primer versículo de la nueva sección con la sección precedente 4,1-6, es: «de Dios». Aquí, en esta nueva sección, habrá que exponer en qué consiste "ser de Dios», lo que constituye la verdadera diferencia entre los cristianos y los herejes. La proposición comienza con las dos palabras: «Amados, amémonos.» Como primera palabra de este texto, henchido por completo del amor de Dios hacia nosotros, la palabra «amados» difícilmente será la mera forma corriente de dirigirse a unas personas.

Yo diría que no significa tanto «amados míos» cuanto «amados de Dios». Tan sólo entendiendo así este vocativo, nos damos cuenta hasta qué punto la exhortación «amémonos» brota también aquí, de manera sumamente explícita, de un enunciado de una convicción de fe: «Puesto que sois amados de Dios, ¡amaos unos a otros!» En este «amados» se encierra ya implícitamente todo lo que en los versículos siguientes se nos dice acerca del amor de Dios 98. Esta interpretación que estamos dando de la palabra «amados» la hallamos confirmada en 4,11: «Amados, si Dios nos amó. . . », ya que la oración condicional parece aquí una explicación de la palabra «amados». Los otros tres lugares de la carta en los que aparece el vocativo «amados» (2,7; 3,21 y 4,1), lo emplean no sólo en sentido puramente técnico, porque en cada caso se nos habla antes del amor de Dios hacia nosotros (antes de 2,7: «en él se ha perfeccionado el amor de Dios»; antes de 3,21: «Dios es mayor que nuestro corazón»; antes de 4,1: «él permanece en nosotros»). El amor es «de Dios». No es ésta todavía la suprema afirmación de la carta, sino que lo será la que viene en el versículo siguiente: «Dios es amor.» Pero tal afirmación se presupone aquí. El enunciado del v. 7: «el amor es de Dios», es un peldaño para ello.

Debemos amarnos unos a otros, porque el amor procede de Dios y une con Dios. El amor es de Dios: esta proposición nos resulta a todos demasiado familiar. Para el autor de la carta y para quien la oía por vez primera, esta proposición suscitaba la idea de que el amor era una fuerza poderosa y creadora; porque lo que es «de Dios», ha de ser poderoso y creador, ha de ser -ni más ni menos- divino 99.

«Amémonos... porque el amor es de Dios»: «¡Dejemos que surta sus efectos el poder que brota de Dios, el amor!» Pero la razón para este precepto de amar, incluye también lo siguiente: «... y porque todo el que ama, ha nacido de Dios y conoce a Dios». La idea, aquí, no es: Amémonos unos a otros, para cumplir por parte nuestra la condición para que seamos hijos de Dios y podamos conocer a Dios, sino: Amémonos unos a otros, porque sólo así podremos estar en consonancia con lo que somos por parte de Dios.

El v. 8 contiene el primer punto culminante que hay en este capítulo. El autor se hace, en cierto modo, la pregunta de por qué el que no ama (sin complemento directo gramatical; podríamos traducir también: «el que no tiene amor»), no conoce a Dios. La respuesta: porque Dios mismo es amor. Nadie puede alcanzar comunión con Dios -«conociéndole»-, si no está en consonancia con la esencia de Dios; o, mejor dicho, si no se lanza al torrente del amor, que procede de Dios, de la esencia de Dios.

Es significativo el que hacia este punto culminante conduzca un enunciado acerca de la persona que no ama. Tenemos aquí una confirmación de que incluso la extensa afirmación acerca del hombre pecador (3,4-10) está íntimamente asociada con el punto culminante de esta carta.

En nuestro v. 8 hallamos la prueba casi formal de que el hombre pecador de 3,4-10 no «conoce» a Dios (o a Cristo) y no es de Dios. En 4,8, en la frase de «porque Dios es amor» se contiene una indicación clara de que la clave para el tema tratado en 3,4-10 hay que buscarla en la identidad entre Dios y el amor.

Pues bien, ¿qué significa que «Dios es amor»? Para no entender erróneamente este aserto, es imprescindible echar mano de los versículos 9 y 10 como explicación. El amor de Dios se ha manifestado en el envío de su Hijo unigénito (v. 9), esto es, se ha manifestado en el hecho de que Dios haya entregado a su Hijo -a la muerte- como expiación por nuestros pecados.

Por consiguiente, la afirmación de que Dios es amor no se refiere a cualesquiera muestras de amor que Dios nos haya dado, sino que se refiere concretamente a este máximo, a este -sumamente incomprensible- acto de amor. «Dios es amor» quiere decir: es el que ha entregado su Hijo a la muerte, en favor nuestro. El que con la afirmación de que «Dios es amor» se piense exactamente esto, lo corrobora el v. 10a y el v. 19: el amor al que se refiere 1Jn, no consiste en nuestro amor a Dios, sino en el amor que Dios nos ha demostrado al enviar a su Hijo a la muerte expiatoria. Según el v. 19, Dios nos amó primero. No fuimos nosotros los que comenzamos con el amor, sino él. La afirmación de que "Dios es amor» muestra su sentido en estas frases de 4,19 y 4,10, que nos hablan de que Dios tomó la iniciativa del amor.

Por consiguiente, "Dios es amor» significa: Dios es el amor que se nos ha manifestado en Cristo. «Dios es amor» no significa: «Dios es benevolencia» o «bondad» (ni mucho menos: «Dios es de carácter bonachón») 100, sino que quiere decir: Dios es amor como entrega. Tal vez podemos hablar incluso, en sentido joánico (puesto que Dios entregó a su propio Hijo), de que Dios se entregó a sí mismo. Dios es amor: Dios es donarse a sí mismo, el difundirse a sí mismo, aunque él permanece siempre el mismo. Dios es el derramarse a sí misma de la infinitud que permanece siempre la misma 101.

Hemos de añadir una explicación de algunas palabras de los v. 9 y 10.

El amor «se manifestó» (v. 9). Esto nos recuerda a 1Jn 1,2 («la vida se manifestó»). Por la «vida» se entiende allí a Jesucristo mismo. Y también aquí, en 4,9, se manifestó el amor de Dios, por cuanto se manifestó Jesucristo.

«... el amor de Dios»: aquí se hace referencia clarísimamente al amor que procede de Dios, como muestra el v. 10 (y ya el v. 7: «el amor es de Dios»).

El v. 9 pone el amor de Dios en relación con nosotros, por medio de las palabras griegas en hemin. Éstas pueden significar: «hacia nosotros», «en nosotros», «entre nosotros», pero la traducción más literal es «en nosotros» (en el sentido de «dentro de nosotros»). La comprensión más llana la ofrece la traducción «hacia nosotros». Sin embargo, esta traducción no basta por sí sola para reflejar el sentido de las dos menudas palabras. La palabra que debería figurar en griego para significar «hacia nosotros», sería propiamente eis, y aparece también de hecho en este versículo, y por cierto en la cláusula final: «en que Dios envió al mundo su Hijo». Por tanto, se hace distinción entre la relación del amor de Dios con los cristianos y la relación de ese amor para con el «mundo». El amor de Dios se presenta ante el mundo. Pero cuando ese amor se vuelve hacia los cristianos, entonces no aparece ya como algo que está ante ellos. Lo que realmente quiere decir ese en hemin, lo veremos más claramente en el versículo 16a. «... para que vivamos por él»: aquí está ya indicado en qué se distingue el amor en los cristianos de ese amor cuando es enviado al mundo. Dios envió su Hijo al mundo, para que nosotros pudiéramos nacer de Dios, para que nosotros pudiéramos «conocer» a Dios, para que nosotros tuviéramos comunión con Dios. Y esto significa: para que nosotros naciéramos del amor, y «conociéramos» al amor, porque en esto consiste precisamente la vida que merece ya realmente este nombre y que tiene en si la promesa enunciada en 3,1.
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98. Claro está que resuena también la idea de que el autor de la carta ama a sus lectores. Pero no es éste el sentido primario del enunciado.
99. Véase el concepto del pneuma en el apóstol Pablo: el Espíritu es aquí, como en el Antiguo Testamento, el poder creador de Dios mismo.
100. Véase el anciano de luenga barba en BORCHERT (Draussen vor der Tur), que no hace más que decir plañideramente: «;Hijitos míos, mis pobres hijitos, hijos de mi corazón!...»
101. Véase SCHNACKENBURG, 245: "En este dar y donarse a si mismo, en este apiadarse y querer salvar consiste el verdadero amor. Y esto precisamente es lo que constituye su esencia... Esta hermosa palabra no debe desligarse del contexto de toda la sección, que es lo que le da su sentido. No la profanemos, convirtiéndola en expresión de sentimentalismo.».

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b) El amor fraterno como respuesta al amor de Dios (4,11-13).

11 Amados, si Dios nos amó así, también nosotros estamos obligados a amarnos unos a otros. 12 A Dios nadie lo ha visto jamás. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor ha llegado a su perfección en nosotros. 13 En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros: en que nos ha dado su Espíritu.

El v. 11 recoge de nuevo el requerimiento para el amor recíproco, que leíamos en el v. 7. Y, por cierto, esta exigencia se puede expresar ahora con énfasis, ya que los versículos 7b-10 pusieron bien en claro a qué clase de amor debe ser respuesta nuestro amor fraterno. «A Dios nadie lo ha visto jamás»: es verdad que los herejes gnósticos han asegurado que ellos podían entrar en contacto inmediato con Dios. Pero el autor, frente a ellos, les dice que este contacto inmediato -el «ver»- no es posible en el tiempo de este mundo (véase 3,2). A pesar de todo, hay verdadero contacto, y muy íntimo, con Dios. Y. por cierto, existe una comunión con Dios, que los herejes no alcanzan: Dios «permanece en nosotros», cuando nos amamos los unos a los otros. Y entonces su amor (el amor de Dios hacia nosotros) «ha llegado a su perfección en nosotros».

La «perfección» del amor no significa aquí, como tampoco significó en 2,5 (véase allí), una suprema intensificación de nuestra capacidad humana de amar, sino más bien que el amor de Dios se ha cumplido o realizado, en cuanto -como amor personal y perfecto- «permanece» en nosotros. El v. 13 redondeará este pensamiento. El amor de Dios ha logrado su perfección en nosotros, en cuanto su Espíritu, que es la «perfección» del amor, permanece en nosotros.

Hoy vemos, con mayor claridad que lo vieron anteriores generaciones de cristianos, que también fuera de la revelación cristiana hay en el mundo un servir y una entrega. Según las normas humanas e inmanentes a este mundo, es un hecho que no podemos negar en absoluto. Ahora bien, según el mensaje de 1Jn, esto no es todavía el «amor perfecto»: ese amor que, según la convicción del autor. Dios produce en nosotros. Forma parte de la convicción de fe del cristiano creer que Dios trajo únicamente a este mundo el amor abnegado (el amor «que da su propia vida») por medio de la entrega de su vida que hizo Cristo, y que lo hizo de tal modo, que Dios mismo se manifiesta y revela como amor. Si no estamos dispuestos a permitir que el amor del Dios siempre mayor, ese amor que se revela, esté rompiendo sin cesar nuestras normas acerca de lo que es el verdadero amor que se entrega; si no permitimos que las fronteras, que nosotros estamos trazando sin cesar, sean constantemente suprimidas y destruidas por él: entonces nuestra confesión del amor no es la confesión que, acerca del amor, se hace en esta carta.

El v. 13 es, objetivamente, una repetición ampliadora de 3,24b. Pero, dentro de este contexto, la interpretación que dimos allí, aparece como enteramente justificada. La razón gnoseológica de (es decir, la razón que nos permite conocer) nuestra comunión con Dios (el que nosotros «permanezcamos» en Dios y el que Dios «permanezca» en nosotros) es el Espíritu de Dios que actúa en nosotros, esto es: el Espíritu que obra en nosotros el amor fraterno. Por medio de este Espíritu, el amor «ha llegado a su perfección» en nosotros.

Para la meditación.

No se trata sólo del amor de Dios al mundo, sino del amor que (como prolongación del acto de amor de Dios) actúa en nosotros por medio del Espíritu. La verdad de que «Dios es amor», según la carta, tiene precisamente esta consecuencia.

c) Segunda vinculación entre los temas «fe» y «amor». (4,14-16).

14 Y nosotros hemos visto y atestiguamos que el Padre envió a su Hijo como Salvador del mundo. 15 El que confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios. 16 Y nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios tiene en nosotros. Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios, y Dios en él.

De manera aparentemente abrupta, con la solemne fórmula de testimonio con que comienza la carta, se reanuda otra vez el tema de la fe en Cristo. Sabemos que el autor quería testimoniar ya al comienzo de la carta, la «manifestación» del amor de Dios. El que esta nueva testificación de la fe en Cristo esté vinculada con lo que hasta ahora se ha expuesto acerca del amor de Dios: esto aparece claramente por el hecho de que aquí, en el v. 14, lo mismo que en los versículos 9 y 10, se habla de la misión del Hijo. Dios envió a su Hijo como «Salvador del mundo». He ahí, ni más ni menos, lo que el v. 9 proclama: Dios lo envió al mundo para que nosotros viviéramos por él. Dios lo envió como expiación por nuestros pecados. Y esto quiere decir exactamente que Dios lo envió para revelar su amor. Precisamente, el autor y el grupo de testigos entre los que él se cuenta, quiere ser testigo, porque él lo ha «visto».

Versículo 15: el anterior v. 14 podemos reconocerlo todavía, con relativa facilidad, como parte integrante de este contexto de 4,7ss. Sin embargo, esto parece más difícil en el caso del v. 15. Esta frase acerca de la confesión habría que «esperarla más bien en la sección 4,1-6». A primera vista parece algo así como una digresión. Pero si comparamos este versículo con 4,12, reconocemos la misma estructura.

4,12: Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros. . .

4,15: El que confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él...

El requisito previo para que Dios permanezca en nosotros es, una vez, el amor fraterno; y, la segunda vez, la fe en Cristo. El amor fraterno y la fe en Cristo son, pues, intercambiables en este contexto. Podemos concluir de ahí que ambas cosas están íntimamente relacionadas en una forma que no es corriente verla, ya que el autor que presenta una vez el objeto que le interesa como amor fraterno, y la otra vez como fe en Cristo. Para el autor no existe el amor fraterno sin la fe en Cristo, y no existe la fe en Cristo sin el amor fraterno. Y como condición para la comunión con Dios, no necesita el autor mencionar sino una de ambas cosas. La asociación, que aparentemente es sólo externa, entre la fe y el amor por el paralelismo de los versículos 12 y 15, va revelándose cada vez más como una íntima trabazón. El v. 15, según la mente del autor, pertenece absolutamente -lo mismo que el v. 12- a este contexto. Ambos versículos juntos ofrecen un único enunciado.

El contenido de la confesión de fe en Cristo, del v. 15, se deduce no sólo de este versículo, sino también del anterior, del v. 14: es el mismo que el contenido del testimonio de que el Padre envió al Hijo como Salvador del mundo. Y esto significa lo mismo que lo que se enuncia en los versículos 9 y 10, a saber, que el amor de Dios se manifiesta en este hecho de enviar al Hijo a la muerte expiatoria. Por consiguiente, la confesión de fe en Jesús como el Hijo de Dios, en el v. 15, no se refiere, ni mucho menos, a la esencia metafísica de Cristo, sino a su obra de salvación. Fórmulas breves de esta índole, con el mismo significado, las hemos encontrado también en 2,22ss y en 4,1ss.

Puesto que la afirmación de que «Dios es amor» no puede concebirse sin la misión y la muerte salvífica del Hijo, vemos que la fe en la misión y en la muerte salvífica de Cristo (la fe en Cristo, tal como la entiende la carta 1Jn) se identifican con la fe en Dios como amor. Entonces, de la fe en Cristo deriva la misma consecuencia que de la fe en Dios como amor: la obligación del amor fraterno. Siendo así las cosas, no es de extrañar que en nuestro contexto surja de repente este enunciado confesional del v. 15. Y ahora comprendemos también hasta qué punto es posible el paralelismo entre el v. 12 y el v. 15, por cuanto el que permanezca Dios en nosotros depende -una vez- del amor fraterno, y -la otra vez- de la fe en Cristo.

La fe en Jesús no es sólo requisito previo para la fe en el amor de Dios hacia nosotros, sino que la fe en Jesús es la fe en el amor de Dios hacia nosotros. En esta concentración en lo esencial, tal como la vemos en nuestro capítulo, no se ha pensado en absoluto que la fe pudiera tener más contenidos que el amor (¡y en realidad no tiene otros contenidos!).

Versículo 16: el segundo punto culminante del capítulo queda ya indicado al aparecer aquí por segunda vez. en el v. 16b, el enunciado divino de que "Dios es amor». Pero, sobre todo, la frase anterior, del v. 16a, podría ser el secreto punto culminante y centro por excelencia de la carta.

«Nosotros, hemos llegado a conocer y creer»: es verdad que el conocer y el creer, en la literatura joánica, aparecen como dos facetas del mismo proceso (véase, por ejemplo, la confesión de Pedro, Jn 6,69: «Nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Santo de Dios»). Pero la palabra "conocer», en 1Jn, está usada tan a menudo en un sentido sumamente determinado, que aquí no podemos hacer abstracción de ello: «conocemos» significa, en 2,3 y en las demás "fórmulas de conocer», que, por el poder del Espíritu y por el amor que el Espíritu obra en nosotros, llegamos a ser conscientes de nuestra comunión con Dios. Así que la fe en amor, en 4,16a, no significa un proceso puramente intelectual. La afirmación personal de Dios y de Jesús -esa afirmación personal que es la fe- se une con la «experiencia» que el amor transmite.

El objeto de la fe -aquello en que creemos- es, evidentemente, el mismo que el objeto del testimonio y de la confesión. Por eso, aquello en lo que creemos según el v. 16a (el amor que Dios tiene «en nosotros»), es en realidad un paralelo con lo que, según el v. 14, se testifica (que el Padre envió al Hijo como Salvador del mundo) y con lo que, según el v. 15, confesamos (que Jesús es el Hijo de Dios). Es también un paralelo objetivo con 4,2s (la confesión de que Jesucristo vino en carne) y con 3,23 (creer en el nombre del Hijo de Dios).

Por consiguiente, «creer el amor...» recoge en sí todos los contenidos de la fe en Cristo. Precisamente este paralelismo (sobre todo el que existe entre la fe de 4,16a y el testimonio y confesión de 4,14a) muestra claramente que la fe en Cristo es, para la 1Jn, fe en el amor de Dios. Cuando el grupo de testigos, tanto en 4,14 como en 1,1ss, da testimonio de la misión del Hijo, está testimoniando con ello -al mismo tiempo- el amor de Dios, o, lo que es lo mismo, está testificando que Dios es amor.

Pero ¿qué quiere decir la breve cláusula que explica en el v. 16a el término de «amor» (el amor que Dios tiene «en nosotros»)?

Si consideramos el texto de 4,9 ("en esto se manifestó el amor de Dios en nosotros» [= hacia nosotros y donde nosotros]), entonces es obvio interpretar de la siguiente manera el v. 16a Creemos en el amor que Dios manifestó en la muerte de su Hijo, y que él hace que siga actuando en nosotros, donándonos la vida por medio de Jesús 105.

No cabe duda de que el v. 16a tiene este sentido. Ahora bien, el versículo no tiene sólo esta significación. No sólo hemos de tener en cuenta el contexto amplio de nuestro versículo (en el que se encuentra el v. 9), sino principalmente el contexto estricto, es decir, lo que está inmediatamente antes e inmediatamente después de él. Y tanto antes, en el v. 15, como después, en el v. 16b, encontramos lo de que Dios permanece «en nosotros».

Puesto que el v. 16a está rodeado precisamente por estas «fórmulas de inmanencia», vemos que lo de «en nosotros», del v. 16a, debe interpretarse también en el sentido de dichas fórmulas. Véase, igualmente, el aserto acerca del «amor perfecto» de Dios que está «en nosotros», v. 12; véase también 2,5. El versículo 16a, con sus palabras introductorias «Y nosotros...», enlaza con el anterior v. 15 («El que confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él...): «Y nosotros hemos conocido» [precisamente esto]: el amor que Dios nos tiene a nosotros y que está en nosotros, porque Dios mismo -como el amor personal- «permanece» en nosotros (v. 16b). Por consiguiente, el objeto de nuestra fe no está sólo fuera de nosotros, sino también en nosotros. Claro está que esto no es una mística del amor, en el sentido individualista de la palabra. Sino que lo que se piensa es que el amor de Dios no sólo está dinámicamente junto a nosotros, sino que también está actuando dentro de nosotros mismos. ¡Precisamente este actuar «en ( = dentro de) nosotros» es muy importante para la carta! El texto de 4,13 nos mostraba ya cómo surge esta actuación: por medio del Espíritu que Dios siembra en nosotros como «germen».

Por lo tanto, 1Jn 4,16a habla de la fe en el amor, en pleno sentido joánico. El amor como objeto de nuestra fe tiene triple contenido: se trata del amor que Dios es y que se manifiesta en la muerte expiatoria de Jesús; se trata del amor que Dios deposita en nosotros como don del Espíritu (como «vida»); y se trata del amor que actúa por medio de nosotros en el amor fraterno. Así que en esta fórmula que habla de la fe en el «amor que Dios tiene en nosotros», se encierra toda la realidad de la revelación y de la respuesta del cristiano al Dios que se revela, toda la plenitud de la fe y de la vida cristiana: el mensaje de Dios, de Cristo, del Espíritu Santo, de la obra de salvación, de la gracia, de la Iglesia como comunión de los «nacidos de Dios», de la vida cristiana por el poder del amor divino. En las cartas paulinas, vemos que Rom 5,5 es un paralelo instructivo y casi exacto: «... el amor de Dios [el amor que él mostró en la muerte de su Hijo en favor de los pecadores, véase Rom 5,8] ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos dio.»

En el v. 16b se expresa otra vez la afirmación medular de que «Dios es amor». Ahora vuelve a sonar otra vez, por decirlo así, como un pleno acorde, enriquecido por toda la plenitud de contenido que se ha elaborado en los v. 8-13. Y luego sigue otra vez más la afirmación de inmanencia («quien permanece en el amor...»): puesto que Dios es amor, vemos que permanecer en el amor y tener comunión con Dios son cosas inseparables. La formulación que se hace en 1Jn 4,16a, acerca de la fe en el amor que Dios «tiene» en nosotros (el amor que Dios ha hecho que brille fulgurosamente en nosotros; véase IJn 2,8), por ser una extrema condensación del mensaje cristiano en lo que ese mensaje tiene de esencial, por ser una fórmula abreviada -sumamente concisa- de la fe cristiana, tiene importancia para la cuestión acerca del sentido y legitimación de la fe cristiana: una cuestión que, hasta ahora, apenas se había tenido en cuenta suficientemente, y que está haciéndose fecunda. La fe cristiana, incluso hoy día, corre el peligro -con harta frecuencia- de ser comprendida formalísticamente, como si lo que interesase fuera sencillamente hacer un acto de afirmación de lo que la Iglesia enseña.

El contenido de la fe cristiana se experimenta, entonces, como una multitud de doctrinas que en detalle, si se quiere ser sincero, aparecen como muy singulares y misteriosas, y cuya conexión no está muy clara. Se cree en algo «por la autoridad de Dios», eh algo cuya verdad no se capta directamente. O se rechaza algo por esta falta de verdadera claridad y por la aparente desconexión. En el fondo de todo esto se halla nuestra inclinación, como occidentales, a preferir un pensamiento diferenciador y separador. Es obvio para nosotros que hay que ir yuxtaponiendo las cosas en su diversidad. Pero con ello corremos peligro de no hacer justicia a la realidad objetiva de la fe y del amor.

Frente a esto, la idea joánica de la fe en el amor contiene todo lo que el mensaje cristiano contiene también en otras partes. Pero lo contiene de un modo, que no solamente nos presenta el misterio, sino que además (a pesar del velo del misterio, que continúa) ese mensaje se descubre como realidad divina (verdad) y se palpa la conexión de todo lo que los testigos de Cristo anuncian. Cuando digo: «Yo creo en el amor», entonces sé inmediatamente que estoy creyendo en algo que tiene sentido, y sé inmediatamente que esta fe, y solamente esta fe, puede dar sentido al mundo y a la vida. Y no sólo a «la vida -entendida en sentido abstracto, general-, sino a mi vida: no sólo creo en algo que existe independientemente de sí, sino en algo que está actuando en mí.

También el problema del sufrimiento, que una apologética unilateral apenas puede dominar, puede superarse únicamente (decimos superarse, no esclarecerse intelectualmente) por medio de la fe en el amor «mayor», en el amor que se ha revelado en la cruz. Esto no es la «solución» racional de un problema para el que no hay tal solución, sino que cuando se capta verdaderamente el mensaje acerca del amor (el mensaje de que Dios es amor, de que Dios -en Jesús- se ha entregado graciosamente en favor nuestro, de que su amor vive en nosotros cuando nosotros nos decidimos en favor de él), entonces vemos que el amor es más fuerte que la angustiosa absurdidad del mundo: porque el amor que nosotros afirmamos entonces, es mayor y más fuerte que el odio y el sufrimiento, ya que por su esencia misma es victorioso 106.
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105. Véase SCHNACKENBURG, 244: "Su obra de amor continuase en ellos [en los cristianos], por cuanto les aplica a ellos los plenos frutos de la muerte expiatoria de Jesús y los convierte en sus hijos (véase 3,1).
106. La proposición de 4,16a: "Nosotros creemos el amor.. » se convierte en ayuda para la fe. principalmente cuando la consideramos a la luz de Jn 7,17: «El que quiera cumplir la voluntad de él [de aquel que me envió], conocerá si mi doctrina es de Dios o si yo hablo por mi cuenta.» Quien se decida por la actuación del amor fraterno, conocerá el amor de Dios, es decir, conocerá a Dios como amor, entrará en comunión con Dios.
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d) El amor y el temor (4,17-18).

17 En esto [ = en que nosotros permanecemos en Dios y Dios en nosotros, v. 16b] se ha perfeccionado el amor en nosotros, para que tengamos confianza en el día del juicio; porque tal como es él [Cristo], somos también nosotros en este mundo. 18 No hay temor en el amor; sino que el amor perfecto echa fuera el temor, porque el temor tiene castigo, y el que teme no es perfecto en el amor.

La densa afirmación acerca de la fe en el amor, en el v. 16a, parecía abarcar todo lo que pertenece al acervo de fe del cristiano. Pero hay una cosa que aún no se ha mencionado expresamente; el autor la recoge ahora. Se trata de una pregunta: en la fe en el amor (ese amor que Dios tiene «en nosotros») ¿se contiene también la esperanza final del cristiano? De hecho, el autor ve también que la situación de los cristianos en el gran juicio futuro, está determinada también por el amor.

La expresión «en esto», al comienzo del v. 17, está haciéndonos volver la vista al v. 16b. El amor es perfecto «en nosotros» 107 por el hecho de que nosotros permanecemos en Dios y Dios en nosotros: así como también, en el v. 12, «la perfección» del amor estriba en que Dios «permanece en nosotros» 108 El amor perfecto (el hecho de que Dios [en el sentido de 4,8.16] y su Espíritu «permanece» en nosotros, lo cual realiza en nosotros el amor fraterno) nos dará también seguridad («confianza») en el día del juicio. Véase: 3,20ss, donde se nos dice que el amor del Dios, que «es mayor que nuestro corazón», nos da ya desde ahora la seguridad para la eficaz oración de súplica.

La breve cláusula fundamentadora, en el v. 17c: «Porque tal como es él, somos también nosotros en este mundo», no es fácil de interpretar. ¿Hará referencia a la ejemplaridad de la vida terrena de Jesús? Entonces tendría que ser de otro tenor (tendría que decir «fue», en vez de «es»). Por consiguiente, se trata del Cristo glorificado. Y la expresión «en este mundo» se refiere únicamente a «nosotros»: así como Jesucristo es perfecto en el amor, así lo somos nosotros, ya desde ahora, por él y por su «unción», por su Espíritu, aunque nosotros -en contraste con él- nos hallamos todavía en este mundo.

Tal vez se piense también en que Cristo es el juez en el futuro «día del juicio». Y entonces la idea sí que es impresionante: Tenemos gozosa seguridad en el día del juicio, porque en nosotros actúa el mismo amor de Dios que está consumado en nuestro Salvador (en el juez del mundo).

Versículo 18: la antítesis de la seguridad obrada por el amor, es el temor a verse avergonzado en el juicio universal (véase 2,28: «... para que, cuando él se manifieste, tengamos confianza y en su parusía no nos veamos avergonzados, lejos de él»). Cuando la acusación del corazón (3,20) no es acallada, entonces trae consigo este temor. Y este temor «tiene castigo»: ve ante sí el castigo. Mientras que el amor, lo que ve ante sí, es a Dios, que «es mayor», y su misericordia. El temor surge cuando el corazón nos acusa, sin que esta acusación quede dominada por la confianza en el Dios mayor, sin que esta acusación quede -como quien dice- dilucidada. Y son así las cosas, porque el «amor perfecto» (primariamente, el amor que el Espíritu de Dios obra en nosotros) «echa fuera» el temor. «No hay temor en el amor»: el amor, que es de Dios, contiene sólo plena confianza y ninguna clase de temor, si dejamos que ese amor reine ilimitadamente en nosotros (véase Rom 8,14: si nos "dejamos guiar» por el Espíritu).

Pero ¿qué quiere decir luego el final de la cláusula: «El que teme no es perfecto en el amor»? ¿No está indicándonos que se trate de nuestro amor humano hacia Dios, un amor al que algo le falta cuando un cristiano tiene «temor»? Seguramente que también se piensa en esto. Pero si la frase la entendiéramos únicamente así, entonces no habríamos captado su peculiaridad joánica. La dirección del pensamiento es distinta. La cláusula, en su estructura (no en su contenido), tiene afinidad con los enunciados (más fundamentales) que hemos encontrado ya en diversas ocasiones, cf. el de 3,6b: «Quien peca, no lo ha visto ni lo ha conocido.» Parecida es la significación de 4,18: «En el que teme no reside el amor perfecto, el amor que procede de Dios.»

Como muchos otros enunciados, el de 4,18c se puede transformar también en una fórmula de conocer: «Por el temor se conoce que el amor no es perfecto», es decir, que el Espíritu de Dios, el Espíritu de amor, no actúa libremente en este corazón. Con el amor consumado va unida la seguridad (plena confianza). Con el amor no perfecto (el cual, principalmente con respecto a los hermanos, no permite que surta plenamente sus efectos la manera de ser de Dios) va unido el temor.

Por consiguiente, no se piensa en primer término que el temor produzca un grado menor del propio amor subjetivo del cristiano, sino, más bien que el temor surge porque el amor objetivo de Dios no puede actuar de manera plenamente libre en el cristiano. Hay que tener en cuenta de nuevo que el autor no piensa a partir del hombre, sino a partir de Dios. En cuanto estos enunciados acerca del temor y del amor son al mismo tiempo, implícitamente, exhortación, no impulsan al perfeccionamiento de la propia capacidad humana de amar, sino a dejar libre el espacio al amor de Dios mismo, a crecer en el amor, a dejar que la propia conciencia reciba la impronta del poder de su amor 109.
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107. «En nosotros»: Esta expresión, según el texto griego, podría significar o bien «dentro de nosotros», o bien «con nosotros», "en lo que respecta a nosotros» Y entonces aludiría a la perfección del amor entre los cristianos. es decir, en su comunidad.
108. Desde el punto de vista filológico, podriamos ver también una relación entre "en esto» y lo siguiente, que es la plena confianza en el juicio, de suerte que el amor se perfeccionara también precisamente con esta seguridad y confianza plena en el día del juicio. Pero esto respondería menos al contexto y a los lugares paralelos.
109. Véase también Schnackenburg 248.

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e) El amor de Dios y el amor fraterno (4,19-21).

19 Nosotros amamos porque él fue el primero en amarnos. 20 Si alguno dice: «Yo amo a Dios», y odia a su hermano, es mentiroso; pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. 21 Y este mandamiento tenemos de él: que quien ama a Dios, ame también a su hermano.

El v. 19 recoge de nuevo el pensamiento del v. 10. Lo nuevo, aquí, es el énfasis con que se afirma que Dios nos amó primero. Nosotros amamos (ejercitamos el amor), porque él nos amó primero: esto no sólo significa: «Nosotros respondemos a su amor», sino que primordialmente quiere decir: «Nosotros somos capaces de amar, porque él hizo el comienzo, porque él -con su amor- nos ha dado la fuerza para ello.» Claro que en la palabra «primero» se contiene también el que nuestro amor tiene carácter de respuesta. Este es un conocimiento decisivo para una justa relación del cristiano con Dios: el amor del cristiano no es acción soberana del hombre, sino que -por un lado- es cosa creada por Dios y -por otro lado- es reacción, respuesta. Dios tiene la iniciativa. Esto debería tenerse en cuenta también en la oración, para que fuese una oración objetiva, es decir, en una oración que se ajustase a la realidad objetiva de nuestra relación con Dios no se trata primordialmente de decir a Dios el mayor número posible de palabras, sino que lo que más interesa es oírle a él. Lo que después digamos y hagamos nosotros, es respuesta.

Versículo 20: de él se deduce que lo que se decía en el v. 19 no debía entenderse como un amor -aislado- de Dios, sino como el seguir fluyendo del amor que Dios nos había dado graciosamente.

¿Por qué una persona que no ama a su hermano no puede amar a Dios? ¿Por qué, pues, es un mentiroso?

La respuesta la da el v. 20b (y también el v. 21). Y la da, por cierto, con un argumento que suena ya en 4,12a (y que, posiblemente, va dirigido contra los gnósticos). El amor, tal como lo entiende la carta, es «amor de obra y de verdad» (3,18), amor que se condensa en la entrega de la vida. Hay aquí algo así como una conclusión de menor a mayor: Si el cristiano no capta la oportunidad obvia, la oportunidad que tiene ante sus ojos, para encarnar el amor, y en vez de eso se propone tener un amor puramente espiritual a Dios (un amor que no puede comprobarse ni por otros ni por él mismo, y en el que existen -para él- todas las posibilidades de engañarse a sí mismo), entonces ese amor no es sólo inverosímil, poco digno de fe, sino que el autor emplea una palabra mucho más enérgica: ese tal es un mentiroso. Porque cuando falta el amor fraterno, entonces el supuesto amor de Dios queda desenmascarado como un engaño.

La proposición tiene aparentemente como fundamento la idea de que el amor a Dios ha de encaminarse, por principio, a través del amor al hermano. Pero esto sería reflejar de manera sumamente errónea la concepción joánica (véase más adelante, a propósito del v. 21).

Así 4,20 es aclaración y concretización de la proposición principal, que ya se planteó en 1,6: «Si decimos que tenemos comunión con él [ = que lo conocemos a él = que lo amamos a él ] y caminamos en las tinieblas [= no amamos a los hermanos], mentimos...»

La frase acerca del mentiroso, en 4,20, ¿tendrá relación también con la mentira dogmática de 2,22? Aquel que rechaza la encarnación, y con ello la revelación del amor de Dios, ¿rechaza también su propia obligación de amar? A esta pregunta hay que responder también, seguramente, con una afirmación.

Las palabras del capitulo 4 que enlazan indisolublemente el amor fraterno con el amor de Dios (4,11.20s), son -en último término- repercusión de la ley salvífica de la encarnación: que al Dios invisible se le pueda amar en hombres visibles, es algo que procede de que el Hijo de Dios haya venido en carne y de que -como dice el prólogo del Evangelio de Juan en 1,12- a los creyentes les dio potestad de llegar a ser hijos de Dios.

Versículo 21: para terminar, el mandamiento del amor fraterno se ofrece una vez más en una nueva fórmula: la finalidad del mandamiento es vincular el amor fraterno con el amor a Dios. Si al leer el v. 20 hubiéramos recibido quizás la impresión de que en él se había dejado en suspenso decidir si el amor inmediato a Dios tenia sentido, en el v. 21 se presupone que el amor a Dios es, obviamente, el contenido primero del mandamiento. Que hay que amar a Dios, es cosa evidente para el autor. Por eso, lo que se trata de ver y aclarar es que no sólo hay que amar a Dios, sino que- por la fuerza del amor a Dios- hay que amar también al hermano. En efecto, por el hecho de que 1Jn dirija su luz sobre el amor fraterno, no se reducen los mandamientos de Dios sino que se efectúa una concentración en que queda enteramente en vigor la voluntad de Dios, tal como es proclamada en otras partes por la revelación.

Pero debería hacernos ya pensar el que la carta, en 5,2, ofrezca una fórmula de conocer en la que se recorre precisamente el camino inverso al que veíamos en otras partes: la razón gnoseológica (o razón conocitiva) -aquello que aparece primeramente como experimentable (aquello que se nos manifiesta primero a la experiencia)- es aquí, de repente, no el amor fraterno, sino el amor a Dios. Y el versículo 21, que sigue al pasaje de 4,20, es en sí ya suficientemente claro.

¿Hay que probar realmente que IJn conoce y afirma el amor inmediato hacia Dios, tal como ese amor se manifiesta, por ejemplo, en la oración? Comparemos los enunciados acerca de que son oídas nuestras oraciones, en 3,22 y 5,14s, principalmente la expresión de 3,21 y 5,14 de que tenemos parrhesia, es decir, «libertad de palabra» ante Dios, posibilidad de dirigirle a él la palabra (sin que su «ira» nos rechace), la posibilidad del acceso (amoroso) hasta él, cuyo amor siempre es mayor que el nuestro.

Además, los numerosos lugares según los cuales nosotros «conocemos» a Dios (es decir, nos unimos -en amor- con él), y sabemos que «permanecemos» en Dios, que tenemos «comunión» con él no se entienden sin el elemento de la «oración» en el sentido más amplio, es decir, la conversión de los «hijos» hacia su Padre. Desde el punto de vista de la meta futura de este «conocer» y «creer» actual, se hace aún más claro lo que venimos diciendo; véase 3,2: La meta es que nosotros le veamos a él tal como es. He ahí expresada la orientación personal más intensa hacia Dios.

Si consideráramos el amor fraterno como la única manifestación posible o necesaria del amor de Dios, entonces estaríamos imponiendo al autor neotestamentario una manera de pensar que para él sería irratificable. Para el autor, las manifestaciones del amor a Dios -como la oración- son algo completamente obvio y que carece de problemas. Por eso, para él no se trata de sustituir la oración (y la entrega a la voluntad de Dios, precisamente porque es voluntad de Dios) por la práctica del amor fraterno, sino que lo que se trata es de ver la íntima unión del amor fraterno y del amor inmediato a Dios: una unión tan íntima y de tan recíproca dependencia, que no podemos ya sencillamente prescindir del amor fraterno, sino que hemos de entenderlo como la manifestación decisiva del «amor» (del amor a Dios y del amor infundido por Dios en nosotros). El amor fraterno práctico es decisivo, según IJn, porque el amor debe encarnarse, si es que no quiere ser «mentira» y engaño de sí mismo. El pasaje de 1Jn 4,20 suele entenderse hoy día a menudo en el sentido de que hay que amar a Dios en el hermano. Pero esto no corresponde, o no corresponde suficientemente, al pensamiento joánico. Porque no se trata de amar a Dios «en el hermano» (tal cosa sería pensarlo todo excesivamente desde el punto de vista del hombre), sino de hacer que el amor de Dios siga fluyendo hacia el hermano. Tal vez una imagen aclarará las cosas: la agape es una corriente dinámica que va de Dios al cristiano y del cristiano al hermano. Si esta corriente se interrumpe en un lugar, entonces todo el movimiento queda paralizado. Esto significa la muerte del amor, porque el amor sólo puede recibir su vida de Dios. Quizás podamos llevar más adelante todavía esta comparación, relacionándola con el fenómeno -bien conocido por nosotros- de la electrotecnia: si el cristiano no ama a su hermano, surge una interrupción de la corriente y se hace imposible también que la corriente salga de Dios.