CAPÍTULO 20


RELATOS DE PASCUA (20,1-18)

Como los otros tres evangelios también el de Juan se cierra con el mensaje pascual de la resurrección de Jesús. El revelador y donador de vida, Jesús, que como Logos hecho carne, estaba desde el principio esencialmente ligado a Dios, no podía quedar prisionero en la muerte. Para él la muerte no era más que el necesario estadio de paso en su camino hacia el Padre. Y así surge también aquí nuestra pregunta: ¿Cómo ha entendido Juan, por su parte, el mensaje de pascua, que como tal era un bien común del cristianismo primitivo? ¿Dónde radica para él la importancia del hecho pascual? En la respuesta a esta pregunta no podemos evitar ciertamente los problemas que según parece dificultan hoy el camino de la fe pascual.

1. LA RESURRECCIÓN DE JESÚS EN LA CONTROVERSIA ACTUAL

La muerte y sepultura de Jesús no representan la última palabra para la tradición neotestamentaria sobre el Señor. Más bien se marca para que la persona de Jesús fue conocida después por los discípulos bajo una nueva actividad. El mensaje de que Dios había resucitado al crucificado Jesús, la fe pascual, pertenecía desde el principio al evangelio tal como la comunidad primitiva lo presentó ante la opinión pública. «A este Jesús, Dios lo resucitó, y todos nosotros somos testigos de ello... Sepa, por tanto, con absoluta seguridad toda la casa de Israel que Dios ha hecho Señor y Mesías a este Jesús a quien vosotros crucificasteis» (Act 2,32.36), afirma Pedro en su sermón de pentecostés, que bien pudiera conservar una tradición antigua (cf. Rom 1,3; lCor 15,4).

Ese mensaje de la resurrección de Jesús no es ningún apéndice suplementario, y en el fondo superfluo, al relato de los evangelios sobre Jesús, sino que expresa las nuevas relaciones con Jesús de Nazaret en que se supieron tanto la comunidad como los propios evangelistas después de pascua; para ellos la persona y la causa u obra de Jesús no había terminado en modo alguno sobre la cruz; antes bien se mostraron como iniciadores que podían poner en marcha un nuevo movimiento o desarrollo.

Así se llegó después del viernes santo a la formación de la comunidad escatológica de salvación, que se caracterizaba por la fe en Jesús Mesías, a la formación de la Iglesia primitiva, a la formulación y proclama del evangelio, según el cual se predicaba el Mesías crucificado, Jesús, como Hijo de Dios resucitado de entre los muertos, como Señor y redentor, como el acto salvador de Dios. Después se llegó a la misión de los gentiles y a la liberación de la piedad legalista judía. En una palabra, se acometieron las más diversas iniciativas, que acabaron por hacer del cristianismo la «religión del mundo», la fe universal de los pueblos.

No representa ciertamente ningún problema el que, de acuerdo con el testimonio de los escritos neotestamentarios, el acontecimiento inicial que desencadenó los procesos mencionados, y sobre todo la formación de la comunidad y la predicación pública de Jesús Mesías, esté directamente relacionado con el complejo de cosas que, de manera más o menos global, designamos como resurrección de Jesús. Cualquiera que sea la interpretación que se dé a la fe pascual de la Iglesia primitiva, no se puede pasar por alto el problema de ese acontecimiento inicial, tal como lo describimos provisionalmente, en el sentido de que después del viernes santo, tuvo lugar un nuevo comienzo para los discípulos de Jesús, y que ese nuevo comienzo reclama una explicación satisfactoria. Se trata de esta pregunta: «¿Qué ocurrió después de la muerte de Jesús y antes de la predicación de la Iglesia?.

«Todo lo anterior aparece a una nueva luz, y eso a partir de la fe pascual en la resurrección de Jesús y sobre la base de esa fe. Si la persona y obra de Jesús aparecen a la luz de la fe pascual, quiere decir que su importancia no se apoya en los años transcurridos ni en una modificación de la idea de Mesías. Significa más bien que la venida de Jesús es el acontecimiento decisivo, por el que Dios ha convocado a su comunidad, que a su vez es ya un acontecimiento escatológico. Más aún, el auténtico contenido de la fe pascual es que Dios ha convertido al profeta y maestro Jesús de Nazaret en el Mesías». Tampoco ahí se pasa por alto que el hecho de la cruz de Jesús con sólo que se pretenda trasponer de algún modo su alcance religioso, social y político al trasfondo sociológico de aquella época, podría constituir un estorbo casi insuperable para cualquier tentativa de mantener la «causa de Jesús» o de enlazar cualquier tipo de nuevas esperanzas con su capacidad de futuro. Desde una perspectiva humana la probabilidad de continuación del movimiento de Jesús, después de aquel final del Maestro era extraordinaria- mente pequeña. Una conexión con el mensaje prepascual de Jesús tendría que contar en todo caso con esta dificultad, en modo alguno despreciable. Por consiguiente, no podía tratarse de continuar sin ruptura allí donde Jesús había terminado. En la pregunta ¿supone la ejecución de Jesús el viernes santo una ruptura para el grupo de discípulos, o hubo una continuidad que hizo posible la fundación comunitaria después de pascua, pese al viernes santo? Discrepan los puntos de vista. Ésta es la opinión reciente de Schillebeeckx: «Es verdad que los discípulos han experimentado el final efectivo de la vida de su Maestro como una sacudida, cayendo por ello -cosa bastante comprensible- en el pánico de la fe escasa; mas no experimentaron ninguna ruptura en su fe, como consecuencia de esos últimos acontecimientos». Según él, la ruptura habría que «ponerla ya en la aparición del Jesús histórico... en la oposición contra él y en el rechazo de su mensaje». «Ya antes de Pascua dice Jesús, al menos en cuanto al contenido, que su causa continúa. Eso no es sólo una visión creyente, que se apoye de manera exclusiva en la experiencia pascual de los discípulos; es su evidencia, que crea la posibilidad para la interpretación posterior de los cristianos y pone la base para ello». Schillebeeckx aduce además el ejemplo de Juan Bautista: «Si los exegetas y teólogos que parten de la muerte de Jesús como ruptura (y por lo mismo no sólo del repudio humano de Jesús como ruptura auténtica) quieren convencerme de su idea, deberán explicarme antes por qué, después de la decapitación de Juan Bautista el movimiento joanista pudo continuar en territorio judío, como si nada hubiera ocurrido».

Ciertamente que ambos casos no son iguales por completo; median diferencias importantes que Schillebeeckx evidentemente no ha tenido lo bastante en cuenta. Juan Bautista fue ejecutado por Herodes Antipas, gobernante de Galilea por entonces, en la fortaleza de Maqueronte, sin publicidad alguna; entre el encarcelamiento del predicador y su ejecución pasó un intervalo de tiempo bastante largo. En ese tiempo parece ser que sus discípulos pudieron visitarle, sin que se rompieran por completo los contactos con el mundo exterior (cf. Mt 11,2ss, par Lc 7,18ss). Eso quiere decir que el movimiento baptista proseguía, alentado por los discípulos de Juan, ya sin él, aunque vivía aún. Por el contrario, el arresto y muerte de Jesús ocurrieron de forma mucho más repentina; además Jesús fue ejecutado a la luz pública en Jerusalén, «cerca de la ciudad». En su ejecución intervinieron también las supremas autoridades judías, cosa que no ocurrió en el caso de Juan. Además, Jesús fue desacreditado por las autoridades religiosas. Una continuación del movimiento de Jesús debería contar en cualquier caso especialmente en Jerusalén, con la atención de la jerarquía judía, y menos ciertamente con la del procurador romano.

Después de su muerte, Juan Bautista no es proclamado personalmente Mesías, aun cuando entre sus seguidores hubiese quienes habían conectado con él esperanzas escatológicas. Los discípulos de Jesús, en cambio, proclaman al crucificado como «Señor y Mesías». Esta proclama de Jesús como «Mesías» e «Hijo del hombre» sólo tiene sentido en un ambiente judaico. Sería necesario saber -y los textos también lo confirman, cf. lo dicho antes sobre Mc 15,29-32- que con esa predicación de «el crucificado Jesús de Nazaret es el Mesías prometido», uno se exponía a la crítica pública, y justamente en un punto capital de la expectativa judía de salvación. Se requería una motivación muy fuerte para iniciar, pese a todo, esa predicación. Con otras palabras, en el caso de Jesús las condiciones de partida después de su ajusticiamiento en cruz eran incomparablemente más difíciles que en el caso de Juan Bautista.

Pero, aun valorando en toda su importancia las mencionadas dificultades, hay que convenir con Schillebeeckx que no se trata de una ruptura absoluta. Lo que enseña y practica (Jesús) causa un escándalo continuado, que o bien provoca la respuesta espontánea de confianza y amor, o bien se atrae agresiones mortales. Al escándalo de la cruz precede ya el escándalo de Jesús de Nazaret. Tampoco el recuerdo de Jesús se les había borrado repentinamente a los discípulos; quedaban preguntas y enigmas sobre los que habrá que seguir pensando y hablando. Que persistían los lazos con la comunidad prepascual de Jesús, lo atestiguan precisamente los relatos de apariciones de los evangelios, cuando describen el encuentro en el resucitado como un reconocimiento. En ningún caso esto parece suficiente, para dar una explicación del nuevo comienzo después de pascua. Se podría entender, en cierto modo, que los discípulos, que estaban bajo la impresión de la personalidad de Jesús, de su conducta y actuación, es decir, los discípulos que habían experimentado en sí mismos la fuerza liberadora de su obra, siguieran manteniéndose fieles al mensaje del Maestro y, tras algún tiempo, cobrasen ánimo para continuar la causa de Jesús con sus grupos. Mas por esa vía resulta aún mucho más difícil llegar a comprender cómo Jesús de Nazaret, el crucificado, pudo llegar a convertirse en el contenido de kerygma, del evangelio predicado. Y es que no sólo se afirma que Jesús estaba en lo cierto con su mensaje, no obstante el viernes santo, sino que ahora el propio viernes santo pasa a formar parte del objeto y contenido central de la nueva fe, y ello desde luego en conexión con la proclama de que Dios ha resucitado a Jesús de entre los muertos.

Si Pablo puede llegar a definir el evangelio como logos tou staurou (= palabra de la cruz, lCor 1,18), no se trata de ningún masoquismo, capaz de transformar el dolor y el fracaso en un gran éxito. Y no es masoquismo porque la fe pascual va ligada a la idea de que con la resurrección de Jesús ha empezado la nueva creación. Frente a las numerosas tentativas que pretenden explicar la continuidad entre la situación prepascual y la que siguió a la pascua de un modo puramente histórico-psicológico, hemos de señalar que tales tentativas no están lo bastante a salvo contra el reproche de un pensamiento interesado, que querría convertir el fracaso de Jesús en un éxito. Sin una clara argumentación teológica aquí no se logra nada.

Además, sobre la base de la fe pascual, la relación de la comunidad pospascual de Jesús con su Maestro no sólo se entiende como una conexión histórica retrospectiva con la personalidad del fundador. Jesús no es sólo la suprema autoridad docente para la comunidad, sino que esa relación alcanza un carácter de presencia actual, especialmente en la liturgia comunitaria. Se entiende al Señor Jesús como una fuerza presente y activa, que continúa rigiendo a la comunidad de discípulos mediante su Espíritu: «El Señor es el espíritu; y donde está el espíritu del Señor, hay libertad» (2Cor 3,17).

La pascua, pues, no representa un hecho histórico singular, sino un estado de cosas común, fundamental y continuado; se trata del fundamento de la fe y de la Iglesia. Una de las deformaciones de la pascua está precisamente en referirla siempre a un hecho singular, pasando por alto todo el conjunto de cosas.

Con razón observa R. Bultmann que la resurrección de Jesús nada tiene que ver con el «retorno de un muerto a la vida de este mundo». Asimismo el acontecimiento pascual no es un suceso histórico en el mismo sentido en que la cruz es un suceso de nuestra historia. De hecho sólo la fe pascual de los primeros discípulos puede entenderse como un acontecimiento histórico. Tampoco el Nuevo Testamento describe en ningún sitio el proceso de la resurrección; lo que sólo se relatan son los encuentros con el Resucitado. Todo esto constituye en primer término una serie de limitaciones negativas contra falsas interpretaciones que en parte pueden ser provocadas por los mismos relatos bíblicos con su forma de expresarse o con sus géneros literarios. Por eso hoy se prefiere la pregunta de cuáles fueron las experiencias de los discípulos que los condujeron hasta la fe pascual. «La fe en la resurrección nunca puede ser una pura fe de autoridad; supone una experiencia creyente de total renovación de vida, en la que de un modo muy personal se afirma una realidad (y no una mera convicción subjetiva); una experiencia en que la comunidad eclesial como un todo reconoce su propio kerygma, experiencia que a su vez viene confirmada por la fe de la Iglesia».

Para caracterizar adecuadamente esta experiencia singular, Schillebeeckx adopta la expresión disclosure experience tomada de la filosofía del lenguaje de Jan T. RAMSEY y que cabría traducir por «experiencia de una revelación».

Según Ramsey todo discurso sobre Dios, y en general el lenguaje religioso, debe fundarse en una cosmic disclosure, en una revelación cósmica total, que proporciona una visión infinita y trascendental. La experiencia de tal revelación va ligada, según Ramsey, a hechos perfectamente verificables, a datos sensibles como apoyo o condición; pero al propio tiempo va siempre más allá de los mismos, es decir, trasciende el respectivo dato concreto apuntando a una apertura de alcance universal y total. Ambos elementos, un apoyo concreto y una experiencia universal integradora pertenecen a la disclosure experience. Se trata, por tanto, de situaciones que contienen «lo observable y más». Sin duda que la experiencia pascual de los discípulos puede entenderse como una experiencia reveladora o clave en el sentido descrito, porque aquí el elemento de la explicación universal, definitiva y escatológica es tan importante como el problema del fundamento concreto de esa experiencia.

Para Schillebeeckx esa experiencia clave se da en un proceso de conversión que los discípulos han vivido, de tal modo que reconocieron su poca fe y volvieron a reunirse bajo la dirección de Pedro y luego interpretaron el acontecimiento pascual con ayuda de las «apariciones» y finalmente con la expresión «resurrección de entre los muertos». Esta interpretación cuenta con muchos tantos en favor suyo. Sin duda que después del viernes santo los discípulos realizaron una conversión. Pero inmediatamente se plantea la pregunta de cómo y por qué se llegó a esa conversión. Schillebeeckx habla de un «acontecimiento de gracia»; es decir, «que el tránsito de Pedro y los suyos de la dispersión a la reunión renovada lo experimentaron como pura gracia de Dios»; aunque a mí personalmente, ateniéndome a su exposición, esto me parece contradictorio en sumo grado. La «experiencia de gracia» supone una abstracción para una cosa concreta, y sólo constituye una explicación aparente. Con lo cual lo que debe probarse se vuelve a dar por supuesto. Por lo que respecta al Nuevo Testamento, es ciertamente decisivo el que en él no se aluda a ninguna «experiencia de gracia» o algo parecido, sino que tal experiencia tenga una estructura cristológica concreta: es justamente ese reencuentro con Jesús lo único que hace posible una fundamentación válida del concepto «experiencia de gracia». Se puede, por tanto, aceptar sin reservas que los discípulos vivieron un «proceso de conversión»; pero el elemento desencadenante de dicha conversión no fue en definitiva sino el encuentro con Jesús como «el viviente». El Nuevo Testamento atribuye en último análisis al propio Jesús el impulso hacia un nuevo comienzo después de los sucesos del viernes santo. En esto coinciden de hecho los modelos interpretativos más diversos, cuya explicación histórico-genética en ningún pasaje favorece la hipótesis de un «salto cualitativo» hacia una «ruptura». Y eso es justamente lo que confirma también las «apariciones» pascuales que atestiguan por igual la indisponibilidad de Jesús como su proximidad salvadora. Tal reencuentro fue de naturaleza tan profunda que los discípulos sólo pudieron entenderlo y formularlo como «resurrección de Jesús por obra de Dios». Y no se puede pasar por alto en modo alguno que el concepto «resurrección de Jesús» no sólo atañe al propio Jesús, sino que simultáneamente contiene una afirmación sobre Dios. Se trata en definitiva de la concepción de Dios. Los discípulos se saben impulsados por un nuevo espíritu y dotados de una nueva vida.

Si pascua tiene la importancia capital, integradora y escatológica que le atribuye el Nuevo Testamento, como nuevo comienzo de Jesús después del fin, habrá que tener una idea clara desde el punto de vista histórico y teológico de que ya no se puede seguir preguntando por las razones objetivas que laten en la fe pascual, si no se quiere destruir esa fe. Pues es totalmente imposible descubrir un solo punto que podamos señalar como punto de arranque de la fe pascual. Para describir esa fe pascual el Nuevo Testamento ha encontrado fórmulas muy diferentes; todas ellas no hacen sino describir, en forma más o menos aproximada la nueva vida. Por lo demás, tendremos que asentir a las palabras de Bultmann cuando dice: «La fe pascual de los primeros discípulos no es, pues, un hecho, en el que nosotros creemos, en cuanto que pudiera ahorrarnos el riesgo de la fe, sino que esa su fe pascual pertenece ya por sí misma al acontecimiento escatológico, que es el objeto de la fe». En efecto, no se trata de eliminar el riesgo de la fe mediante la investigación y la combinatoria histórica, sino de compartir el riesgo de la fe mediante la recta comprensión del mensaje pascual.

2. LOS TESTIMONIOS PASCUALES DEL NUEVO TESTAMENTO Y SU IMPORTANCIA

Los textos neotestamentarios, que certifican la fe pascual del cristianismo primitivo, son difíciles de exponer porque, en cuanto fórmulas de fe o incluso como relatos de pascua, siempre versan a la vez sobre la formación de la iglesia primitiva y de su primera situación. Revisten siempre, por consiguiente, el carácter de mitos de origen, aunque desde luego en forma tal que no hablan de un origen en los oscuros tiempos de la prehistoria, sino de un origen histórico. Todos coinciden en que la comunidad cristiana no ha entendido sus relaciones específicas con Jesús de Nazaret como unas relaciones históricas, si no como las relaciones con una realidad viva y presente, con un personaje que determina de múltiples formas la vida, el pensamiento y la conducta presentes de la comunidad. La experiencia presente del Señor Jesucristo tiene ahí inequívocamente la primacía sobre la consideración de la historia retrospectiva; más aún, ésta se orienta por completo al presente de cada momento.

En una visión general cabe distinguir tres géneros literarios entre los testimonios pascuales: primero, las fórmulas confesionales; segundo, los himnos, y tercero, las narraciones pascuales tal como las encontramos en los evangelios. Las antiguas fórmulas confesionales y los himnos son sobre todo desde el punto de vista literario anteriores a las narraciones, por lo que también, en cuanto al contenido, hay que darles una prioridad. Un error, que se repite de continuo, consiste en combinar entre sí sin reserva alguna las distintas suertes de textos en el intento de una reconstrucción histórica. Por lo que respecta a las narraciones pascuales de los evangelios, es preciso tener en cuenta su carácter kerygmático. Cierto que laten ahí reminiscencias históricas y fragmentos de tradición, por lo general en una forma muy reveladora; pero su objetivo fundamental es el testimonio en favor del resucitado y de su importancia presente, no un interés histórico...

En las cartas paulinas leemos las fórmulas de fe, que Pablo encontró en la tradición comunitaria haciéndolas suyas y, desde luego, reelaborándolas en parte teológicamente. En la inscripción o exordio de la carta a los Romanos se dice del evangelio de Dios:

«acerca de su Hijo,
nacido del linaje de David según la carne;
constituido Hijo de Dios con poder,
según el espíritu santificador,
a partir de la resurrección de entre los muertos...»
(Rom 1,3s).

Este texto podría ser prepaulino. Y es interesante porque distingue dos estadios o formas de existencia de Jesús. El estadio primero se caracteriza mediante el giro «según la carne» (kata sarka), y se refiere a la existencia humana terrena, de Jesús; en ese orden de cosas, Jesús ha «nacido del linaje de David», pasa por ser «hijo de David». La forma de existencia terrena de Jesús como «hijo de David» se entiende aquí de tal modo que la existencia terrena de Jesús está contemplada como una expectativa de su mesianidad. A este estadio se contrapone el segundo: «según el espíritu santificador»; de acuerdo con él, Jesús fue constituido -en la línea de los Salmos 102 y 110- «Hijo de Dios» en sentido mesiánico, y eso «a partir de la resurrección de entre los muertos». La resurrección de Jesús es el comienzo de su soberanía mesiánica plena. La gran antigüedad de esta fórmula se puede reconocer en que Jesús es «constituido Hijo de Dios con poder», es decir, en su soberanía mesiánica sólo después de la resurrección. Según esta concepción no habría sido «Hijo de Dios» desde el principio, sino sólo después de ese acontecimiento. Muy pronto ya no se podría hablar así. La fe en Jesús como Mesías está en relación, según el presente texto, con la fe pascual. Lo cual apunta a la primitiva comunidad palestinense. Lucas se mueve en una linea parecida (Act 2, 32-36).

Para la formulación lingüistica de la teología pascual o de la teología del resucitado se han defendido distintos modelos, y en especial los salmos de entronización 2 y 110. De ahí procede la designación de Jesús como «Hijo de Dios»: «Él (Dios) me ha dicho: Tú eres hijo mío, yo te he engendrado en este día» (Sal 2,7; 110,3). Aquí, la designación «hijo de Dios» no tiene un alcance metafísico, sino un sentido mesiánico. La comunidad, que acuñó esa fórmula, tenía ciertamente conciencia clara de que la existencia terrena de Jesús no podía entenderse como una existencia mesiánica, pues Jesús no ha dominado como Mesías. Al mismo tiempo afirma que Jesús «a partir de la resurrección» fue entronizado junto a Dios como soberano mesiánico (cristología de la exaltación).

«El cual fue entregado por causa de nuestras faltas
y fue resucitado por causa de nuestra justificación»
(Rom 4,25).

También esta fórmula parece ser prepaulina. Aquí se entrelazan la muerte en cruz y la resurrección, de forma muy característica. Con la muerte en cruz aparece vinculada la idea de la expiación vicaria, el perdón de los pecados, mientras que la resurrección enlaza con la idea de la justificación divina y, por ende, de la nueva vida. El texto ha de atribuirse sin duda a la primera comunidad judeo-cristiana; en favor de ello habla la terminología de la justificación. «Justificación» o «justicia» como compendio de la salvación es un típico concepto judío. Pablo lo ha desarrollado ampliamente en su doctrina de la justificación. La fórmula de fe más importante se encuentra en lCor 15,1-11; insertada desde luego en un contexto más amplio: «Os recuerdo, hermanos, el evangelio que os anunció y que recibisteis, en el cual os mantenéis firmes, y por el cual encontráis salvación, si es que conserváis la palabra que os anuncié; de lo contrario, es que creisteis en vano. Porque os transmití, en primer lugar, lo que, a mi vez, recibí:

que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras;
que fue sepultado
y que al tercer día fue resucitado según las Escrituras;
que se apareció a Cefas y después a los doce;
más tarde se apareció a más de quinientos hermanos juntos,
de los cuales, la mayor parte viven todavía,
aunque otros han muerto.
Después, se apareció a Santiago;
más tarde a todos los apóstoles.
Al último de todos, como a un aborto,
se me apareció también a mí;
pues yo soy el menor de los apóstoles,
y no soy digno de ser llamado apóstol,
porque perseguí a la Iglesia de Dios.
Pero por la gracia de Dios soy lo que soy
y su gracia no se ha frustrado en mí;
al contrario, trabajé más que todos ellos,
no precisamente yo, sino la gracia de Dios que está conmigo.
En conclusión, tanto ellos, como yo,
así lo proclamamos y así lo creisteis.

La fórmula de fe con dos o cuatro miembros y cuyo contenido básico está en los versículos 3b-5 (que se imprimen en cursiva), alude en forma paralela a la muerte de Cristo y a su sepultura por nuestros pecados según las Escrituras e inmediatamente después a su resurrección al tercer día según las Escrituras, y a la aparición del resucitado a Cefas o Pedro y a los doce. La muerte y sepultura de Jesús entran ahí lo mismo que la afirmación de su resurrección y de la aparición a los discípulos. No es fácil decir hasta qué punto este texto ha conocido los datos descritos en los evangelios: deposición de Jesús en el sepulcro, idea de las mujeres al sepulcro vacío «al tercer día» o «el día primero de la semana», el descubrimiento de la tumba vacía, etc. En caso afirmativo, al menos no estaría especialmente interesado en tales pormenores. Más verosímil es descubrir en los relatos pascuales unas transformaciones posteriores del kerygma.

A menudo se ha puesto de relieve la brevedad protocolaria de la fórmula de fe, que se limita a un mínimo escasísimo de información o comunicación, y relata simplemente los diversos procesos sin una descripción más detallada. En su densidad supone ya evidentemente una medida considerable de reflexión teológica; de ahí que sea necesario también advertir la selección extraordinariamente cuidadosa de las palabras. El giro «y que al tercer día fue resucitado según las Escrituras» coloca indudablemente la resurrección de Jesús como un hecho nuevo, junto a la afirmación de la muerte y sepultura de Jesús. Evidentemente debe expresarse una nueva actuación de Dios en Jesús. Desde luego que no se hace descripción alguna de ese hecho. Semejante «hecho» no es una realidad independiente junto o fuera de la predicación; sólo figura en el marco del texto, es decir, sólo «en la palabra».

«Al tercer día» señala un término; aunque se discute en qué sentido, pues puede referirse al descubrimiento de la tumba vacía por las mujeres, o bien aludir al momento de la primera aparición pascual a Pedro, o también cabría interpretarlo como mención de un término apocalíptico», es decir, del intervalo que, según las concepciones apocalípticas media entre la catástrofe final y el inicio de la aurora de salvación. Esta última interpretación cuenta con algunos argumentos a su favor; por otra parte, resulta difícil establecer una clara armonía entre los diferentes testimonios pascuales. Según parece la Iglesia primitiva no prestó atención a tales incongruencias que en nada afectan a la fe pascual. Existen desde luego distintos puntos de contacto y ciertas correspondencias entre la primera aparición a Pedro y las apariciones a los doce, pero no una coincidencia completa. La expresión «se apareció» (griego ophthe, «fue visto», «se dejó ver») reviste casi un sentido técnico. En esa manera de hablar hemos de advertir que se nombra como «sujeto» de la aparición a Cristo resucitado, mientras que los mencionados a continuación son objeto (en dativo) de esa experiencia. Se trata de la misma expresión que en el Antiguo Testamento se emplea para describir las apariciones divinas 153. En efecto, desde el punto de vista de la historia de las formas, distintos relatos epifánicos del libro del Génesis, como la aparición de Dios a Abraham (Gén 18), constituyen los paralelos más próximos a los relatos pascuales. Podemos, pues, decir que la fórmula de fe ha descrito las apariciones del resucitado de acuerdo con el modelo de las teofanías. Pertenece a la estructura de ese modelo el que tales apariciones no pueda forzarlas ni hacerlas factibles el hombre, sino que han de salirle al paso; asimismo entra en ellas la yuxtaposición de oculto manifiesto: una realidad absolutamente oculta y que no está a disposición del hombre se le hace accesible, se le revela. El resucitado participa de esa indisponibilidad y libertad; se ha dejado ver. Renunciamos a describir el lado psicológico de esa visión o de las apariciones; sobre ello nada dice la fórmula. Sólo cabe exponer el contenido de las apariciones: el que se deja conocer es Jesús de Nazaret crucificado y «resucitado de entre los muertos». El lenguaje habitual en los testimonios más antiguos habla de que «fue resucitado» (griego egerthe) por Dios; sólo más tarde aparece el giro «resucitó», se puso en pie (griego aneste). Después se menciona a los beneficiarios de alguna aparición. El orden está probablemente establecido según un criterio cronológico: en primer lugar a Cefas Pedro, después a los doce. La objeción de que Judas ya no estaba presente y que debieron ser once es algo que surge espontáneamente y se ha considerado también en los relatos pascuales de los evangelios 154. Pero la fórmula indica que «los doce» existían ya como un círculo firmemente establecido desde los tiempos mismos de Jesús.

Pablo menciona luego una aparición «a más de quinientos hermanos», otra a Santiago, el «hermano del Señor», una tercera a «todos los apóstoles» y, finalmente, agrega su propia visión personal de Cristo a las puertas de Damasco, como una última aparición «fuera de serie» aunque equivalente a las apariciones antes mencionadas. Dónde o cuándo tuvieron lugar tales apariciones no lo dice en modo alguno la fórmula; lo único importante es el hecho de las manifestaciones y para Pablo, en el marco de la carta primera a los Corintios la posibilidad de referirse a los testigos del Resucitado y al consenso así logrado en la predicación. «En conclusión, tanto ellos, como yo, así lo proclamamos y así lo creisteis» (lCor 15,11).

FE/QUÉ-ES: Esto no proporciona una prueba irrebatible de la resurrección de Jesús; pues tal afirmación no es independiente del testimonio de los afectados por ella. Si exigimos de la fe el conocimiento de la resurrección de Jesús, éste significa, ante todo, que la fe nunca podrá subsistir referida a un pasado muerto, ni tampoco apoyado en una simple forma dogmática autoritaria que contradice toda razón. Se trata más bien del riesgo de aceptar a Jesús y su mensaje como una realidad presente que determina mi vida y, por ende, mi futuro. La fe pascual establece en todo caso que la fe cristiana en Jesús no se reduce a una fórmula vacía, sino que es un sentirse afectado vitalmente por ÉL. En el fondo un dogmatismo rígido apoyado en fórmulas correctas, es decir, ortodoxas, a menudo no ha hecho sino desfigurar la forma viva de la fe pascual, llegando incluso a oponerle un obstáculo insalvable. Por penoso que pueda resultar todo esto, no deja de ser cierto que muchos, creyendo formal y verbalmente en la resurrección de Cristo, están muy lejos de la fe pascual viva, mientras que otros muchos, que rechazan esa fe pascual como una provocación, cuentan sin embargo con Jesús, por cuanto aceptando sus actitudes y su doctrina están cerca de esa realidad pascual viva. Y es que la fe cristiana de pascua confiesa a Jesús de Nazaret como el viviente; se trata en definitiva del gran símbolo de una esperanza indestructible para el hombre. Vista así, la resurreccón de Jesús es para el hombre una cosmic disclosure, una clave y revelación cósmica, una explicación universal y eterna, como se dice en el himno In te Domine speravi, non confundar in aeternum. «He esperado en ti, Señor, y jamás me veré defraudado.»

¿Cabe decir algo más sobre el posible curso histórico de los sucesos? Hemos visto que, fuera del hecho en sí, la fórmula aporta muy poco para una reconstrucción histórica, si no es el orden cronológico; según esto, Pedro fue el primero a quien Jesús se apareció. Si se quiere obtener una imagen mejor, hay que pedir ayuda a los evangelios. Aun así se impone la cautela, porque si bien los relatos pascuales de los evangelios contienen muchos fragmentos antiguos de tradición, en último término han sido los evangelistas quienes los han insertado en narraciones reelaboradas, por lo que resulta difícil arrancarlos de su contexto e interpretación actuales. Es muy fácil que acaben imponiéndose interpretaciones y hasta especulaciones posteriores que van mucho más allá de las lindes marcadas por los textos y que a menudo se mueven en una nebulosa. A ello se suma el que Mateo y Lucas vuelven a depender de Marcos, aunque disponiendo además de ciertas tradiciones particulares.

La primera aparición a Pedro ha dejado eco en todas partes. Según Marcos el ángel anunciador dice a las mujeres junto al sepulcro vacío: «Pero id a decir a sus discípulos, y a Pedro, que él irá antes que vosotros a Galilea; allí lo veréis, conforme os lo dijo él» (Mc 16,7; cf. Mt 28,7). Según Lucas los once dicen a los discípulos de Emaús: «¡Es verdad! El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón» (Lc 24,34). También Jn 20,3-10 refleja esa tradición. A esto se suman otros relatos de apariciones. Mateo refiere una aparición de Jesús a las mujeres (Mt 28, 9-10); pero parece tratarse de una creación posterior del evangelista. La gran aparición ante los once discípulos tiene lugar sobre un monte de Galilea (Mt 28,16-20), también ese relato lo ha montado Mateo, aunque parece contener en el fondo una tradición aparicional galilaica. Lucas trae el relato de los dos discípulos de Emaús (Lc 24,13-35); podría rastrearse ahí una tradición pascual, que tal vez seguía vinculada al nombre de Cleofás (Lc 24,18) y que el evangelista habría ampliado hasta formar una gran historia pascual. Lucas transmite además un relato de aparición a los once discípulos con ocasión de un banquete, con el que conecta simultáneamente un último encargo de Jesús a los discípulos y con la desaparición del Señor (Lc 24,36-43.44-53). En conjunto los relatos de apariciones que traen los Evangelios no aportan nada esencialmente nuevo respecto de lCor 15,3-5, si exceptuamos los relatos sobre las mujeres junto al sepulcro vacío. Lo que tienen de más hay que cargarlo en la cuenta de los evangelistas, que en tales textos han configurado su propia teología pascual. Desde este punto de vista sus relatos tienen ciertamente la máxima importancia.

Y todavía hemes de referirnos a otro punto. Según Marcos y Mateo las apariciones pascuales tienen lugar en Galilea y lo mismo ocurre según Juan (c. 21). En cambio, según Lucas (c. 24) y el propio Juan (c. 20), esas apariciones ocurrieron en Jerusalén. Lucas ha cambiado incluso de propósito el texto anterior de Mc. En Marcos se dice: «Pero id a decir a sus discípulos, y a Pedro, que él irá antes que vosotros a Galilea; allí lo veréis, conforme os lo dijo él» (Mc 16,7). En Lucas, por el contrario, el ángel del mensaje pascual dice: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí, sino que ha resucitado. Acordaos de cómo os anunció, cuando estaba todavía en Galilea, que el Hijo del hombre había de ser entregado en manos de hombres pecadores y había de ser crucificado, pero que al tercer día había de resucitar. Entonces ellas recordaron sus palabras. Regresaron, pues, del sepulcro y anunciaron todo esto a los once y a todos los demás» (Lc 24,6-9). Es muy verosímil que Lucas haya corregido en favor de «Jerusalén». Ya este mismo procedimiento habla en favor de que la tradición que traslada las apariciones pascuales a Galilea cuenta con mejores bases y es más antigua.

Siguiendo, pues, a Marcos, la historia bien puede haber discurrido así: según Marcos (Mc 14,27s, par Mt 26,31s), Jesús predice a los discípulos camino del monte de los Olivos que todos se escandalizarían y se dispersarían, pero, «después que yo resucite, iré antes que vosotros a Galilea» 155. A esto se suma la noticia de Mc 14,50 de que, al tiempo del procedimiento, todos los discípulos abandonaron a Jesús y huyeron. En Lucas domina sobre todo la tendencia marcada de disculpar a los discípulos; pero eso no pasa de ser una corrección intencionada y no representa una tradición mejor, como a veces se supone.

Según todo esto, la imagen histórica que se desprende es la siguiente: para Marcos, que en este caso emplea unas fuentes históricas más fidedignas, al ser detenido Jesús, los discípulos huyeron todos y se retiraron a Galilea, incluso Pedro. Y allí tuvieron la experiencia clave, que nuestras fuentes describen con el concepto de apariciones pascuales. Acerca de tales experiencias hemos de decir al menos que debieron ser unas experiencias predominantemente religiosas, y en cuyo epicentro estaba la persona misma de Jesús. Jesús volvía de un modo nuevo a los discípulos; éstos comprendieron que no sólo no habían terminado sus relaciones con él, sino que era entonces cuando empezaban realmente.

Se establecía un nuevo comienzo. En ese nuevo comienzo de Galilea, Pedro ha tenido un papel rector. Quizá reunió de nuevo a los otros discípulos, y tomó la iniciativa de regresar a Jerusalén y constituir la comunidad. Es posible también que haya habido experiencias pascuales colectivas, y aquí tienen su justificación las noticias de las distintas apariciones pascuales ante un círculo mayor de personas. Por lo demás en ocasiones es muy fácil propender barruntar demasiadas cosas en esas noticias escuetas, hasta que se acaba por reconocer que la fuerza de tales testimonios radica precisamente en lo lacónico de la expresión. Pues, en el fondo, esas historias no hablan precisamente de cualquier tipo de visiones o vivencias subjetivas. Lo que se desprende de esas experiencias presenta una notable firmeza, a saber el «kerygma» común, la confesión de Jesús, de su persona, su historia, su palabra y también -y no en último grado- su «fracaso»; la comunidad, establecida en su nombre, que celebra el memorial de Jesús, en la cena del Señor, y que experimenta ahí su presencia así como la comunión con él en la fe y en el espíritu. En este sentido la pascua significa que Jesús mismo es reconocido como el acto escatológico de Dios y como el Señor permanente de los suyos.

En la interpretación de los relatos joánicos de pascua hay que saber claramente que tales relatos cuentan tras sí con una larga historia de tradición y que Juan los ha dispuesto de acuerdo con su propia teología pascual. Se trata también aquí de relatos teológicos con algunos fragmentos histórico-tradicionales. La «verdad» de esas narraciones radica, sobre todo, en su contenido confesional narrativo. En sus relatos pascuales, Juan ha querido demostrar las afirmaciones fundamentales que Jesús tan ampliamente había desarrollado en los discursos de despedida. Y ahí sorprende un rasgo peculiar, sobre todo si se agrega el capítulo apéndice 21, a saber: la figura del «discípulo amado» («el discípulo a quien Jesús amaba»), que aquí ocupa el primer plano. La conclusión del c. 21 dará ocasión para plantearnos ese problema con alguna mayor amplitud.

La redacción actual del evangelio de Juan conoce dos tradiciones pascuales: en el c. 20 predomina exclusivamente la «tradición pascual de Jerusalén», mientras que en el c. 21 prevalece también de forma exclusiva la «tradición pascual de Galilea». En esta última tradición galilaica la tradición de la capital resulta secundaria; ésta empieza con el «sepulcro vacío», y como Juan no sólo relaciona con ese lugar tradicional a María Magdalena sino también a los dos discípulos, el epicentro se sitúa con ello en Jerusalén; lo que se mantiene hasta la primera conclusión del Evangelio (20,29ss). Pero, en mi opinión, la tradición pascual más antigua la conserva el capítulo apéndice 21, cuando habla de una aparición pascual en Galilea; lo cual no excluye naturalmente que a esa aparición se le hayan agregado otros materiales.
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153. Cf. Gn 12,7; 17,1; 18,1; 26,1; 35,1-9; 48,3; Ex 3,2.16; 4,1.5; 6,3 154. Cf. Mt 28,16; Lc 24,9.33; Act 1,28; 2,14 155. Es evidente que entre Mc 16,7 y 14,27s subyace una conexión redaccional del evangelista.
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3. DESCUBRIMIENTO DEL SEPULCRO VACÍO (Jn/20/01-10)

1 El primer día de la semana, muy de mañana, cuando todavía estaba obscuro, María Magdalena va al sepulcro y ve quitada de él la piedra. 2 Entonces echa a correr y va adonde estaban Simón Pedro y el otro discípulo a quien amaba Jesús, y les dice: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde le han colocado». 3 Salió, pues, Pedro y el otro discípulo y se dirigieron al sepulcro. 4 Corrían los dos juntos; pero el otro discípulo corrió más rápidamente que Pedro y llegó el primero al sepulcro. 5 E inclinándose para mirar, ve los lienzos en el suelo; pero no entró. 6 Luego llega también Simón Pedro, que lo venía siguiendo, y entró en el sepulcro. Y ve los lienzos por el suelo; 7 el sudario que había envuelto la cabeza de Jesús no estaba por el suelo con los lienzos, sino aparte, enrollado en otro sitio. 8 Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro, y vio y creyó. 9 Pues todavía no habían entendido la Escritura: que él tenía que resucitar de entre los muertos. 10 Los discípulos, entonces, se volvieron a su casa.

En esta primera sección se entrelazan dos hilos narrativos: el descubrimiento del sepulcro vacío, que aquí lo hace sola María Magdalena y el subsiguiente encuentro del resucitado con María (v. 1.11-18); sigue luego la carrera de los dos discípulos, Pedro y el «otro discípulo a quien amaba Jesús», hasta el sepulcro vacío (v. 3-10). El versículo 2 establece la conexión entre ambas historias. Las dos narraciones -si es que más exactamente no habría que hablar de tres- fueron en su origen unidades independientes. «Mientras el relato de María procede de la tradición, a la que también pertenecen los relatos sinópticos sobre el sepulcro, la historia de Pedro y del discípulo amado se debe sin duda al evangelista». Esto vale también para la mayor parte de los versículos 11,18. Ciertamente que también en el relato de la carrera hay una tradición más antigua, a saber, la de la aparición a Pedro, que en otros textos sólo se menciona como un hecho, pero nunca se ha transmitido como un relato especial. Nuestro texto parece ejercer una cierta crítica sobre esa tradición. Asimismo el evangelista reelaboró al fondo la tradición de María Magdalena, y desde luego en el sentido de su «teología de la exaltación».

El versículo 1 pertenece al «relato de María» y recuerda los correspondientes relatos sinópticos (cf. Mc 16,1-8; Mt 28,1-10; Lc 24,1-11). Aquí es María Magdalena sola la que, muy de madrugada, «cuando todavía estaba obscuro», va al sepulcro. ¿Con qué propósito? El motivo que impulsó a las mujeres a ir al sepulcro para ungir el cadáver de Jesús (cf. Mc 16,1), falta en Juan, porque el cadáver del Señor había sido tratado del modo más respetuoso al depositarlo en el sepulcro. Sería superfluo preguntar por los motivos particulares de María, cuando sólo contamos con un fragmento de una tradición más antigua. Tal vez ha pensado Juan en una peculiar tristeza de la Magdalena. Lo decisivo es que María ve quitada la piedra del sepulcro, lo que a su vez es un elemento tradicional (cf. Mc 16,3s par). En este pasaje se interrumpe el fragmento tradicional. En Juan se tiene la impresión de que María Magdalena al ver el sepulcro vacío se siente embargada por el terror. Ni siquiera entra primero en el sepulcro, sino que se echa a correr (v. 2) inmediatamente en busca de «Simón Pedro y del otro discípulo a quien amaba Jesús» y les anuncia: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han colocado.» Ese plural «no sabemos...» ¿sigue siendo un reflejo de la tradición, según la cual María no había sido la única en acudir la mañana de pascua al sepulcro vacío, sino que habían acudido varias mujeres? Como se ve, María tiene ya una explicación clara del hallazgo del sepulcro vacío: se han llevado al Señor; lo que más tarde se comprobará desde luego que es una falsa interpretación.

Sorprende que en los relatos joánicos de pascua se emplee con singular frecuencia como titulo cristológico soberano el de Señor 157, sumando en total catorce veces, lo que representa nada menos que un tercio de todos los casos que aparece en Juan. Pero en los relatos pascuales ese título está nimbado de una aureola especial; predomina un singular balanceo entre confianza y distancia, una especie de solemne turbación. El resucitado no pertenece ya desde el primer momento a este mundo; tiene ya su «lugar» propio en el ámbito divino, de tal modo que faltan en buena parte los tratamientos familiares de Jesús desde el entorno terrestre.

La entrada en el relato provoca una cierta tensión. El sepulcro está abierto; Jesús ya no se encuentra allí. María lleva la noticia alarmante a los dos discípulos, Pedro y el discípulo amado, que, ante el informe, salen corriendo para ver lo ocurrido. La minuciosidad descriptiva del relato siguiente indica que Juan pretende decir algo especial. Pedro y el «otro discípulo» se encaminan al sepulcro; pero no se trata de una marcha pausada, sino de una carrera en toda regla. Ambos salen a la vez, pero el «otro discípulo» corre más que Pedro y llega antes al sepulcro. Pero en lugar de entrar en la cámara sepulcral, se queda fuera; de momento sólo se inclina y ve los lienzos depositados. Aguarda hasta que llega Pedro, que entra primero. Pedro, lógicamente, ve algo más, y descubre no sólo los lienzos sino también el sudario que estaba en un sitio aparte. Aquí se advierte una vez más el peculiar sentido ordenador de Juan: la resurrección de Jesús no provoca ningún caos en el sepulcro vacío. Sólo ahora, cuando ya Pedro ha inspeccionado la tumba vacía, entra también el otro discípulo, que, como se subraya de nuevo, fue el primero en plantarse ante el sepulcro. Y ahora sigue la notable explicación: «Y vio y creyó, pues todavía no habían entendido la Escritura: que él tenía que resucitar de entre los muertos.» Después los discípulos regresan a casa.

Todo esto resulta muy singular. Se barruntan las ideas latentes del autor en todo el relato, pero no acabamos de ver claro qué es lo que piensa realmente. Ante todo se advierte cierta rivalidad entre Pedro y el discípulo amado, claramente manifiesta con la carrera competitiva que acometen. Por lo demás, se trata de una ocurrencia con limitaciones, pues, aunque el discípulo amado es el primero en llegar al sepulcro, y aunque mira curioso y hasta quizá siente el deseo de entrar, deja la precedencia a Pedro. Esto se relaciona evidentemente con el hecho de que también la tradición joánica conoce la aparición a Pedro y no la pasa por alto. El cuarto evangelio no niega la posición especial de Pedro. Pero el interés primordial del narrador parece estar en «el otro discípulo», y es posible rastrear una clara tendencia a poner en primer plano a ese otro discípulo, a otorgarle una importancia que si ciertamente no le coloca por encima de Pedro, tampoco desde luego le va en zaga. Lo que está claro sobre todo es que «el otro discípulo» penetra en la cámara sepulcral, ve lo que había de ver en el sepulcro, y cree. En el fondo no es necesario ningún encuentro con el resucitado; «el otro discípulo» viene a ser, en cierto modo, la réplica del titubeante Tomás, y se cuenta por consiguiente entre los destinatarios de la bienaventuranza de Jesús: «Dichosos los que no vieron y creyeron.» Mientras que sobre Pedro y su reacción no se dice ni una sola palabra. Se puede suponer, sin embargo, que respecto a él no hay que excluir la fe. Ninguno de los dos discípulos necesita de ningún mensajero que les comunique la buena nueva de la resurrección.

Tampoco resulta fácil de entender el versículo 9, que se remite a la Escritura. No se menciona ningún pasaje determinado, aunque Juan suele hablar frecuentemente de la Escritura en casos similares 158 Según parece, Juan piensa en el testimonio de toda la Escritura, cuya prueba bien pronto se unió al testimonio de la resurrección (cf. lCor 15,3ss). ¿Qué significa el versículo al decir que ninguno de los dos discípulos había entendido todavía que Jesús «tenía que resucitar»? ¿pensaba Juan que sólo la reconsideración de la Escritura podía esclarecer la fe pascual? ¿O tenemos aquí una idea parecida a la de Lucas, donde el propio resucitado explica la Escritura a los discípulos: «entonces les abrió la mente para que entendieran las Escrituras» (Lc 24,45s; también 24,26s)?

De hecho la reinterpretación de «la Escritura», de todo el Antiguo Testamento, desde la perspectiva de la fe pascual en Cristo, es uno de los fenómenos más importantes de la primitiva teología cristiana. La convicción del cristianismo primitivo de que, con la venida de Jesús, y sobre todo con su muerte y resurrección, se había cumplido la Escritura, condujo a una nueva interpretación cristológica de los Libros Sagrados. La observación del evangelista hay que entenderla sin duda alguna sobre ese trasfondo.

¿Tiene una significación simbólica la historia de la carrera de los dos discípulos al sepulcro vacío? Bultmann piensa que el acento de la narración «debe ponerse más bien en la mutua relación de ambos discípulos, que hacen la carrera hacia el sepulcro, en la que cada uno toma la delantera al otro a su manera. Si Pedro y el discípulo amado son los representantes del cristianismo judío y del cristianismo gentil, el sentido resulta evidente: la primera generación de creyentes consta de judeocristianos, sólo después de ellos llegan a la fe los cristianos de la gentilidad. Pero eso no significa ningún privilegio para aquéllos; de hecho, unos y otros están igual de cerca del resucitado. Más aún, la buena disposición para creer es mayor en los gentiles que entre los judíos. El discípulo amado corre hacia el sepulcro más aprisa que Pedro».

R. Mahoney llega a una conclusión distinta. Según él, no se trata de una oposición entre ambos discípulos, de forma que se establezca un contraste entre las cualidades personales o simbólicas de cada uno. El punto decisivo radica más bien en las distintas actuaciones que ambos discípulos llevan a cabo y que se completan mutuamente: Pedro llega para comprobar los hechos, diríamos que de un modo oficial, mientras que el otro discípulo lo hace para verlos y creer. De acuerdo con esto, lo importante no serán «las personas como tales», sino sobre todo sus funciones.

Es perfectamente imaginable, y respondería asimismo al «pensamiento jurídico» del cuarto evangelista, el que Pedro y el discípulo amado comparezcan aquí según el principio de los dos testigos, que él recuerda en otros pasajes (cf. Dt 19,15: sólo sobre el fundamento de cuanto afirman dos o tres testigos puede decidirse una causa). Piénsese que una deficiencia esencial de los relatos sinópticos acerca de las mujeres junto al sepulcro vacío, estaba en que, según la concepción judía, las mujeres no eran aptas para dar testimonio, por lo que bien podría ser que Juan hubiera querido sustituir esa historia por otra mejor, con «mayor fuerza probatoria». Pedro y «el otro discípulo», unidos, serían los dos testigos en favor de la tumba vacía; función que no podían asumir ni las mujeres en general, ni María Magdalena sola. Hasta la aparición del ángel podía olvidarse por completo en este caso, aun cuando con ello surgiera una contradicción en el relato. Lo cual no excluye que también entren en juego otros elementos. El contraste entre el discípulo que «ve y cree» sin encontrarse con el resucitado en persona, y Tomás, en quien ocurre todo lo contrario, parece a todas luces intencionado. En el fondo, la fe pascual puede renunciar, según el cuarto evangelista, a las propias apariciones pascuales.
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157. 20,2.13.15.18.20.25.28; 21,7.12.15.16.17.20.21.
158. Cf. 7,38; 13,18; 17,12; 19,24.28.36.37.
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4. EL RESUCITADO SE APARECE A MARÍA MAGDALENA (Jn/20/11-18)

11 Pero María se había quedado fuera, llorando, junto al sepulcro. Y sin dejar de llorar, se inclinó para mirar dentro del sepulcro, 12 y ve dos ángeles vestidos de blanco, sentados donde había estado el cuerpo de Jesús, uno en el lugar de la cabeza y otro en el de los pies. 13 Y le dicen ellos: «Mujer, ¿por qué lloras?» Ella les responde: «Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde lo han colocado.» 14 Al decir esto, se volvió hacia atrás, y ve a Jesús, que estaba de pie, pero ella no se daba cuenta de que era Jesús. 15 Dícele Jesús: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?» Ella, creyendo que era el hortelano, le dice: «Señor, si tú te lo llevaste, dime dónde lo pusiste y yo lo recogeré.» 16 Dícele Jesús: «¡María!» Ella se vuelve y le dice en hebreo: «¡Rabbuní!» (que significa «Maestro»). 17 Jesús le responde: «Suéltame, pues todavía no he subido al Padre; vete a mis hermanos y diles: ""Voy a subir a mi Padre y a vuestro Padre; a mi Dios y a vuestro Dios"» 18 María Magdalena va entonces a anunciar a los discípulos: «¡He visto al Señor!», y que el le había dicho estas cosas.

El encuentro entre Jesús y María Magdalena puede ser en el fondo una polémica contra la leyenda de que el hortelano, que tenía a su cargo la hacienda en que estaba el sepulcro, hubiera retirado el cadáver de Jesús.

«La historia, tal como Juan la presenta, es la respuesta directa a las acusaciones judías y a las dudas que suscitaban. De ahí proceden sobre todo la figura del hortelano y la sospecha de que hubiera podido hacer desaparecer el cuerpo de Jesús. El hortelano es un personaje dado por la tradición, y la pregunta que como a tal le hace María está, por lo mismo, fuera de lugar. La polémica posterior judía conoce diversos relatos sobre el tema de cómo el cadáver de Jesús había llegado a desaparecer efectivamente. Pero la forma muchísimo más frecuente es la de que «Judas el hortelano», como hombre honrado que era, habría previsto la patraña, por lo que retiró el cadáver. Juan habría recogido hábilmente ese motivo polémico y lo habría interpretado como un «motivo de confusión» (v. 15). Ciertamente que en Juan esa polémica no pasa de ser un motivo secundario; el punto culminante de la narración es el encuentro y reconocimiento, como un verdadero suceso, entre Jesús y María.

María había llegado de nuevo al sepulcro (v. 11), mas como el evangelista no sigue reflexionando sobre esta circunstancia, indica que se trata de un pasaje insertado. Ahora María está fuera, delante del sepulcro, y llora. La razón de su llanto y tristeza es la ausencia total de Jesús, que no sólo ha muerto, sino que tampoco está su cadáver, lo hayan robado o trasladado. Es la tristeza a la que se había aludido en los discursos de despedida: «De verdad os lo aseguro: Vosotros lloraréis y os lamentaréis, pero el mundo se alegrará; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría» (16,20). Ese cambio de la tristeza en alegría lo ilustra el relato acerca de María Magdalena.

El cambio incluye, ante todo, de forma muy titubeante, que María se inclina y «mira» al sepulcro entre lágrimas, y que ve allí repentinamente a dos ángeles sentados y vestidos de blanco. Las vestiduras blancas y resplandecientes son el símbolo del mundo celestial. La figura angélica pertenece desde el comienzo a los relatos pascuales de los evangelios (cf. Mc 16,5ss; Mt 28,2-7; Lc 24,4). En Marcos se trata de un ángel mensajero, que en el cuadro de la historia pascual marciana, tiene una clara función: comunica a las mujeres el mensaje pascual como una noticia del cielo. Que un ángel traiga la buena nueva de la resurrección de Jesús, quiere decir que se trata de un «acontecimiento sobrenatural» que al hombre se le debe descubrir «desde el cielo», y no de un conocimiento que hubiera podido lograrse de un modo natural. El mensaje angélico presenta en Marcos este tenor: «¡Dejad ya vuestro espanto! Buscáis a Jesús, el Nazareno, el crucificado. Ha resucitado, no está aquí; éste es el lugar donde lo pusieron» (Mc 16,6). Mateo ha dramatizado mucho más el suceso: en medio de un gran terremoto llega del cielo el mensajero divino, remueve la piedra del sepulcro y se sienta encima de ella. También anuncia a las mujeres el mensaje pascual, con una fórmula parecida a la de Marcos, con solo pequeños retoques y redondeamientos (Mt 28,2-7). También en el relato pascual lucano tienen su puesto los ángeles; pero en Lucas son ya dos, como luego en el relato de la ascensión de Jesús (Lc 24,4; d. Act 1,10s). La duplicación podría muy bien deberse a Lucas. También aquí comunican los dos ángeles el mensaje pascual.

Ahora bien, el rasgo más sorprendente de Juan es sin duda el que los ángeles estén ahí como figuras tradicionales, sin que tengan que anunciar ya ningún mensaje. A la fe pascual se llega, según la concepción joánica, sólo a través del encuentro con el resucitado en persona. ¿Qué función conservan, pues, los dos ángeles? Están sentados dentro de la cámara sepulcral, a la cabecera y a los pies. ¿Tienen que custodiar el sepulcro? Esto parece poco lógico. Tal como Juan describe la escena, produce la impresión de un «cuadro piadoso», como después lo ha repetido frecuentemente el arte. Su presencia señala el lugar sagrado, que a su vez actúa como señal de la resurrección de Jesús en el mundo. Al preguntar a María «Mujer, ¿por qué lloras?», preparan ya el encuentro. María Magdalena sólo puede expresar en la respuesta su desamparo y perplejidad: «Porque se han llevado (o han quitado) a mi Señor, y no sé dónde lo han colocado.»

Después de esas palabras María «se vuelve hacia atrás» y mira. Ve entonces a Jesús en pie, pero no le reconoce. En este pasaje queda perfectamente claro hasta qué punto se sirve Juan en los relatos pascuales de un lenguaje simbólico y metafórico, que puede llevar a un plano más profundo. El gesto de volverse designa de un modo gráfico el proceso que aquí tiene lugar: toda la situación queda ahora invertida. El no reconocer a Jesús así como el subsiguiente confundirle con el hortelano muestran la extrañeza que media entre la situación humana normal y el totalmente otro. El mensaje pascual y cuanto late en él no tienen su origen en las circunstancias y esperanzas del mundo, ni aporta tampoco lo que ya se sabe de siempre, sino lo nuevo, escatológico. Tampoco la llamada de Jesús: «Mujer, ¿por qué lloras7 ¿A quién buscas?», desata de momento la confusión de María. Por el contrario, la mujer le tiene por el hortelano, y sospecha que ha sido él quien ha retirado el cadáver. «Señor, si tú te lo llevaste, dime dónde lo pusiste y yo lo recogeré.» También aquí indica el relato joánico hasta qué punto queda fuera de toda posibilidad humana el acontecimiento pascual.

Sigue ahora la escena del reencuentro (v. 16). Jesús llama a María por su nombre. Y es ahora cuando se da la vuelta propiamente dicha. María se vuelve y dice simplemente «Rabbuní! ¡Maestro!» En esta escena muestra Juan asimismo su sorprendente capacidad para describir con pocas palabras una escena en sus elementos esenciales. Es un cuadro que invita a la reflexión, a la meditación; y uno piensa sin querer en el famoso cuadro de Giotto. Encuentro, reconocimiento, la gran sorpresa con la que ya no se había contado, y muchas cosas más que a uno se le podrían ocurrir. Juan describe el encuentro de modo que vuelven a restablecerse en todo su valor las relaciones de confianza y amor absolutamente personales que se habían dado antes. Más aún, ahora esas relaciones adquieren una consistencia definitiva. Y ciertamente que es el propio resucitado el que restablece las relaciones mediante su tratamiento tan soberano como amistoso. Si nos preguntamos qué tipo de mundo es ése que «se refleja» en esta narración, la respuesta resulta extremadamente difícil. Es un mundo nuevo y distinto, en el que ya no sirven desde luego las leyes y medidas que nos son familiares. Las otras historias pascuales también muestran, por ejemplo, cómo Jesús aparece de repente en medio de sus discípulos, aunque éstos se hubieran aislado por completo del mundo exterior. Pero ese mundo distinto tiene que realizarse, según la concepción joánica, dentro por completo del mundo familiar. Dispone la escena de forma que en modo alguno produce la impresión de un mundo fantástico o fabuloso. Precisamente en el punto culminante de esa narración, en el encuentro entre Jesús y María, la narración adquiere un tono de humanidad tan tierna y casi fascinante, que hasta los ángeles desaparecen de la perspectiva. Ya no se vuelve a hablar de ellos. La llamada de Jesús «¡María!», y la respuesta de ella a Jesús «Rabbuní!» -sólo cabe imaginar esta respuesta como espontánea y rebosante de gozo y sorpresa- adquieren un matiz casi poético-erótico. Como el amado llama a la amada y ésta le responde, así describe Juan este encuentro; y así se comprende perfectamente que María sienta la necesidad de abrazar a Jesús. Que también Juan piense en ello, se desprende del versículo 17, en que Jesús dice de modo explícito: «Noli me tangere. No me entretengas más, suéltame.»

Tocar, abrazar es la forma humana de asegurarse de la realidad. «En el conocimiento sensible tenemos los hombres el criterio de la existencia real. Si Aristóteles da la primacía al sentido del tacto, el hecho ha de considerarse como un logro fenomenológico de primer orden». Abrazar indica además todo el proceso de una toma de contacto humano; la palabra puede entenderse directamente como una metáfora para designar el ancho campo de los contactos humanos. Por su mismo origen la palabra contacto indica, asimismo, una comunicación de tipo más universal. De este modo el abrazar o tocar pertenece a las formas elementales con las que el hombre capta la realidad externa. En tal caso, el giro «no me abraces» o «no me toques» o -de forma positiva- «Suéltame» sólo puede significar que la existencia del Resucitado no ha de comprobarse de esa manera mundana. El encuentro y contacto con Jesús resucitado se realiza en un terreno distinto, a saber: en la fe, por la palabra o «en espíritu». Realmente al resucitado no se le puede retener en este mundo. El objetivo de la sentencia joánica queda aún más claro, si se compara con el relato lucano (Lc 24,36-43). Allí se dice: «Mientras estaban comentando estas cosas, él mismo se presentó en medio de ellos. Aterrados y llenos de miedo, creían ver un espíritu. Pero él les dijo: «¿Por qué estáis turbados y por qué surgen dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y vedme, porque un espíritu no tiene carne y huesos, como estáis viendo que los tengo yo. No acabando ellos de creer aún de pura alegría y llenos de admiración, les preguntó: ¿Tenéis algo le comer? Ellos le presentaron un trozo de pescado asado. Él lo tomó y comió delante de todos. »

En Lucas late una tendencia distinta de la de Juan, pues Jesús dice expresamente que deben palparle. Evidentemente aquí entra en juego un propósito de objetivación apologético. El evangelista Lucas está interesado en poner ante los ojos del modo más plástico posible, y con ayuda de la materialidad, la realidad de Jesús resucitado. Naturalmente que se trata de una composición literaria; Lucas no pretende hacer ninguna afirmación sobre la naturaleza del cuerpo resucitado. Sin duda que a los evangelistas les preocupa sobre todo satisfacer la necesidad humana de una comprobación sensible de la realidad, lo que tiene sin duda una justificación de cara al hombre y su manera de ser. Cierto que esa visión lucana encuentra graves dificultades en nuestra mentalidad actual. Probablemente la exposición joánica apunta de propósito contra tales tendencias materializadoras en la interpretación de los acontecimientos pascuales, como las que se encuentran en el tercer evangelista.

Con el deseo de palpar el hombre conecta frecuentemente la otra tendencia de querer convertir algo en posesión suya, de poder disponer de ello. Ahora bien el resucitado ni puede ni quiere ser abrazado así; mostrando con ello que escapa a cualquier forma de ser manejado por el hombre. Con ello se expresa una experiencia básica pospascual con Jesús y la tradición acerca de él. Pese a todo el saber de que disponemos, no es posible allegarse a Jesús, ni a través de un conocimiento histórico ni de un conocimiento teológico sistemático. Con lo cual no se quiere decir que tal ciencia no tenga valor alguno, pues posibilita unas aproximaciones de distinta índole. Es probable que uno de los efectos más importantes de la fe pascual del Nuevo Testamento sea el de conducir al hombre hasta una última frontera, en la que poco a poco ve con claridad que existe algo de lo que no cabe disponer, para conducirle simplemente al reconocimiento de eso indisponible.

Lo indisponible no se identifica sin más con lo absolutamente desconocido y menos aún con lo irreal. Se puede tener de ello un conocimiento bastante amplio, como en el caso de Jesús. Sólo que ese conocimiento ya no le proporciona al hombre ninguna seguridad; arrebata las seguridades palpables, asegurando en cambio un amplio y abierto espacio de libertad. La línea divisoria entre fe e incredulidad podrá pasar justamente por aquí, en si se reconoce y otorga vigencia a lo indisponible, o en si con todos los medios se le quiere eliminar o dominar. La incredulidad mundana consiste en querer eliminar lo indisponible para el hombre, en pretender negarlo; querer dominarlo a toda costa es precisamente la incredulidad eclesiástica y teológica.

En sus relatos pascuales Juan muestra, quizá mejor que los otros evangelistas, esa indisponibilidad de Jesús por principio. Dicha indisponibilidad, que en ningún caso excluye la proximidad permanente de Jesús en el futuro, se echa de ver en que el Señor sube, retorna al Padre: «Jesús le responde: "Suéltame, pues todavía no he subido al Padre. Vete a mis hermanos y diles: Voy a subir a mi Padre y a vuestro Padre; a mi Dios y a vuestro Dios."».

La renuncia a la forma de comunicación material y sensible no significa en modo alguno la imposibilidad de comunicarse con Jesús. Precisamente su ida al Padre creará la base para la comunión permanente de la comunidad de discípulos con Jesús, según ha quedado expuesto de múltiples formas en los discursos de despedida. La escena lo recuerda. Juan recoge la imagen, tantas veces utilizada por él, de bajada y subida: como Logos hecho carne, Jesús ha descendido del cielo y, una vez cumplida su obra terrena, retorna de nuevo al Padre. Así describe Juan lo que el lenguaje cristiano tradicional denomina ascensión de Cristo. Y es que en él la pascua, la ascensión y pentecostés constituyen una realidad única. Y por ello también tienen lugar el mismo día. El modelo de la dilatación de los tiempos, según el cual entre la pascua y la ascensión transcurren cuarenta días, y diez días más entre la ascensión y pentecostés, se debe a Lucas. La Iglesia ha recogido en su año litúrgico ese esquema lucano.

María recibe del resucitado el encargo de anunciar a los discípulos, «a mis hermanos», el regreso de Jesús al Padre. Esta expresión, «a mis hermanos», resulta sorprendente; pero en este pasaje describe las nuevas relaciones que Jesús establece con los suyos, por cuanto que ahora los introduce de forma explícita en su propia relación con Dios. «Ya no os llamaré siervos sino amigos» (Jn 15,15). Desde esa base se entiende también el giro «a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios» no en forma limitativa, sino de franca comunicación: mediante la resurrección de Jesús los discípulos entran ahora a participar definitivamente en las relaciones divinas de Jesús. Por lo mismo, no se trata directamente de que Jesús distinga entre sus relaciones divinas personales, posiblemente ya metafóricas, y las relaciones secundarias, no metafísicas y puramente morales de los discípulos. En el Nuevo Testamento tales categorías metafísicas no son utilizables y falsean el sentido. Sino que para la comunidad de los creyentes no hay distinción alguna entre el Dios y Padre de Jesús y su propio Dios y Padre. La fórmula se entiende desde fórmulas de comunicación parecidas, que aparecen en el Antiguo Testamento: «Tu pueblo es mi pueblo, y tu Dios es mi Dios» (Rut 1,16). Sólo que en Juan se da a la inversa; según su concepto de revelación, el hombre no puede por sí mismo elegir a Dios, sino que es elegido por él, y a través de Jesús.

El alegre mensaje pascual, que María ha de comunicar a los hermanos de Jesús, consiste en la fundación de una nueva comunidad escatológica de Dios mediante el retorno de Jesús al Padre (cf. también lJn 1,1-4). Vista así, la escena indica desde qué ángulo hay que entender el cuarto evangelio, que tiene su fundamento en la comunión divina permanente abierta por Jesús con la pascua.

RELATOS DE PASCUA (20,19-21,25)

5. LA APARICIÓN DE JESÚS A LOS DISCÍPULOS (Jn/20/19-23)

19 Cuando llegó la noche de aquel mismo día, el primero de la semana, estando bien cerradas, por medio de los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, llegó Jesús, se pone delante y les dice: «Paz a vosotros». 20 Y dicho esto, les mostró tanto las manos como el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. 21 Entonces les dijo por segunda vez: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». 22 Y dicho esto, sopló y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. 23 A quienes vosotros perdonéis los pecados, les quedarán perdonados; a quienes se los retengáis, les quedarán retenidos.»

La aparición pascual de Jesús a los discípulos, que según Juan ocurre el mismo día de pascua, trabaja en forma extremadamente paradójica con la representación de un ser espiritual, que penetra a través de puertas cerradas, y a la vez tan material, que se le puede identificar a la perfección. En este texto hay que partir por completo del plano literario. Cuestiones, como las que antes se mezclaban, acerca de qué substancia sutil era el cuerpo resucitado de Jesús y qué facultades humanas poseía, resultan fantásticas y exceden a todas luces el contenido y alcance de los textos, prescindiendo de que es imposible por completo darles una respuesta adecuada. El evangelista se encontraba ante el problema de tener que hablar de algo totalmente inaprensible, pero de un modo palpable y que pudiera entenderse. Teniendo clara esta idea, la historia resulta transparente. La composición teológico-literaria se mueve aquí con una seguridad sonambulesca a lo largo de la ultima frontera de lo que es posible representar y decir. También la imaginería del lenguaje joánico está montada de tal modo que permite hacer comprensible el contenido ideológico de las imágenes empleadas. La falta de comprensión estaría en no captar ese contenido simbólico y buscar en cambio una explicación realista. Recurrir a las ideas de la investigación simbolista, propia de la psicología profunda, no sólo está permitido en tales textos, sino que además es perfectamente adecuado.

En 16,33b se había dicho: «En el mundo tendréis tribulación (o angustia, cf. com. ad loc.); pero tened buen ánimo: Yo he vencido al mundo.» La historia de pascua recoge ese tema y muestra el temor que en los discípulos había provocado la ausencia de Jesús. «Cuando llegó la noche de aquel mismo día, el primero de la semana, estando bien cerradas, por miedo de los judíos, las puertas del lugar en que se encontraban los discípulos... » Juan no añade ningún otro detalle precisando dónde se hallaban realmente los discípulos; el texto no contiene ninguna indicación topográfica. Lo que interesa al evangelista es mostrar el miedo de los discípulos. Han cerrado las puertas, a fin de que no entre ningún extraño y menos aún ningún enemigo.

El lenguaje del relato denota miedo y cerrazón, así como la superación de todo ello por el resucitado. En el plano de ese simbolismo linguístico se puede formular: aunque el miedo y la cerrazón todavía sean tan grandes, el resucitado tiene la capacidad de penetrar a través de las puertas cerradas. De este modo explica Juan la resurrección y en cierto aspecto también la identidad entre Jesús y el Paráclito. El resucitado en persona es ya el «otro Paráclito», posee la naturaleza de una realidad espiritual, que caracteriza su nueva presencia en la comunidad de discípulos. Así es como el resucitado llega una y otra vez a un mundo cerrado para convertirlo con su acción en un mundo abierto. La aparición del resucitado a los discípulos se debe a la libre iniciativa del propio resucitado. Con ello se dice también, desde luego, que desde el lado humano no hay posibilidad alguna de asegurarse frente a esa «aparición de Jesús». Aquí se habla del miedo de los discípulos a los judíos. Pero también se piensa en el miedo y cerrazón frente a una posible «aparición de Jesús», frente a su vitalidad en el presente de la Iglesia y del mundo. Esto se advierte en que la pregunta acerca de lo que Jesús quiso es justamente para la Iglesia una pregunta a menudo crítica e incómoda, al tocar en lo más vivo de las evidencias establecidas.

Mas, prescindiendo del posible fundamento del miedo y la cerrazón, en la libertad soberana y sin trabas del resucitado, del Jesús vivo, entra el que repentinamente aparezca en medio de los suyos y les ofrezca el saludo pascual de paz: «Paz a vosotros.» La paz es simple y llanamente el don del resucitado. En esa paz está comprendida la gran reconciliación que abarca al mundo entero, y que Jesús ha operado con su muerte «para la vida del mundo». La paz del resucitado es una realización del crucificado; es decir, que sólo ha sido posible por sus padecimientos y su muerte. Es la paz que brota del sacrificio de Jesús, de su compromiso en el más fatídico de todos los conflictos. Este conflicto mortífero en grado sumo recibe en la Biblia la designación «pecado»; con ello se indica la cerrazón aislante y segregadora del hombre tanto frente a su fundamento existencial como frente a sus semejantes. Por ello, la victoria pascual de Jesús sobre el mundo apunta, desde su ser más íntimo, a una suprema superación del conflicto de los conflictos. Si el resultado habla de paz, es que la reconciliación está con ello lograda (activamente).

En este contexto también es importante para Juan la identificación. El resucitado es el mismo que murió en la cruz, y viceversa. Por eso les muestra las manos y el costado. Las heridas de Jesús se convierten en sus señas de identidad. El Cristo resucitado y glorificado no ha borrado de su personalidad la historia terrena de los padecimientos. Está marcado por ella de una vez para siempre, de tal modo que ya no pueden separarse el resucitado y el crucificado. La fe pascual cristiana no es, pues, una exaltación ilusoria sobre los padecimientos del mundo. Pero en medio de los padecimientos incomprensibles y absurdos del mundo, esa fe mantiene la esperanza de superar tales penalidades. Esa conexión indisoluble de cruz y resurrección está expresada de manera convincente en el cuadro que traza Juan. La idea está artísticamente recogida en el altar de Isenheim de Matthias Grunewald.

Ahora la tristeza de los discípulos también se convierte en alegría. Alegría es el sentimiento básico de la realidad pascual. «Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.» Con la aparición de Jesús enlaza también Juan el acto fundacional de la Iglesia, que es la misión de los discípulos por parte del resucitado. Jesús repite su saludo de paz, y ello para dejar claro que la subsiguiente misión de los discípulos tiene lugar sobre el fundamento de esa realidad pascual como paz y reconciliación. La misión tiene como fin transmitir al mundo entero la paz lograda por Jesús.

«Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo»; tal es en el lenguaje joánico la fundación y misión de la comunidad de discípulos de Jesús, la Iglesia. Los discípulos aparecen como representantes de la Iglesia universal, y en modo alguno representan un grupo peculiar jerárquico, al que se hubiera otorgado unos poderes especiales. Juan no sabe nada en su relato de una jerarquía oficial ni de unas facultades especiales. La misión equivale a una autorización, a una colación de plenos poderes. Detrás está la concepción jurídica judía acerca de la misión: «El enviado de un hombre es como él mismo.» Eso quiere decir que el enviado representa a quien le envía, que está por completo a su servicio y que, por consiguiente, tiene también al mismo tiempo la autoridad de quien le envía, cuyo honor comparte.

Ahora bien, según el cuarto evangelio, Jesús es simple y llanamente el enviado y revelador de Dios. Si ahora delega su propia misión, quiere decir que surge la comunidad de los discípulos para proseguir la misión y, por ende, la autoridad de Jesús en el mundo. Mas no cabe una representación válida de Jesús, si no se adopta su camino, su actitud básica de reconciliación, de renuncia al poder y dominio, tal como nos lo han mostrado el lavatorio de pies y, en conexión con él, todo el relato de la pasión. Por este motivo, la misión no puede entenderse en modo alguno, según Juan, como una colación formal y canónica de plenos poderes eclesiásticos, pues ello significaría una limitación abusiva y caprichosa. La autoridad cristiana más bien tiene siempre un criterio objetivo, pues se encuentra por completo bajo la exigencia del ejemplo de Jesús, del lavatorio de pies. Es decir, está bajo la exigencia del servicio de Jesús. Y ese servicio es un servicio de amor, de paz y de reconciliación.

Sigue luego, como una dotación ligada al envío, la colación del Espíritu: «Y dicho esto, sopló y les dijo: Recibid el Espíritu Santo» (v. 22). El resucitado comunica a la comunidad de sus discípulos el Espíritu Santo. También aquí vuelve a jugar su papel el simbolismo. El soplo o aliento recuerda Gén 2,7: «Entonces Yahveh Dios formó al hombre del polvo de la tierra, insufló en sus narices aliento de vida, y el hombre fue ser viviente.» La comunicación del espíritu es comunicación de la nueva vida, la creación del hombre nuevo. Juan compendia así, en una simple imagen, aquello sobre lo que ha versado su evangelio del principio al fin: que Jesús es para el hombre el dador de vida escatológico. La transmisión de poderes está destinada a la colación de la vida.

La transmisión de la vida se describe con el concepto tradicional del cristianismo primitivo: el perdón de los pecados: «A quienes perdonéis los pecados les quedarán perdonados; a quienes se los retengáis, les quedarán retenidos» (v. 23). El perdón de los pecados constituye hoy un concepto bastante erosionado que a muchos no les dice nada. Originariamente indicaba la gran purificación de la vida, el nuevo comienzo, la nueva oportunidad, con que se cerraba definitivamente el pasado sin que se tuviera en cuenta para nada. Pero no en un sentido mágico, sino de modo que la comunidad de discípulos ponía como fundamento de toda su acción, de su testimonio y de su vida, la reconciliación operada por Jesús.

La alternativa «perdonar y retener» recuerda la formulación llamada del poder de las llaves, el «atar y desatar» (Mt 18,18; 16,19). Pero en esta formulación alternante laten sin duda unas condiciones sociológicas, que apuntan a la práctica de la comunidad. La comunidad cristiana había empezado bastante pronto a formular ciertas condiciones de ingreso y expulsión para sus miembros, legalizándolas mediante la autoridad de Jesús. Existe, pues, una tensión palpable entre la oferta de reconciliación universal por parte de Jesús y la práctica de la Iglesia. Se trata de un problema sociológico, de un procedimiento que debe enjuiciarse conforme a la intención originaria de Jesús. Esa intención de Jesús consiste sin duda en la «amnistía general» divina, en el ofrecimiento universal de reconciliación y de vida.

La Iglesia, que por su parte también está sujeta a condicionamientos mundanos y que, por lo mismo, tampoco está absolutamente libre de intereses de grupo y de dominio, debe por ello enfrentarse de continuo y en forma crítica con la intención originaria de Jesús. El peligro de la colación alternante de poderes, del «perdonar y retener», del «atar y desatar», está en que -como tantas veces ha ocurrido en la historia- se imponga la concepción de la Iglesia oficial, según la cual puede disponer a su arbitrio de la reconciliación.

Así, pues, los plenos poderes para perdonar los pecados se prometen a la Iglesia en su totalidad, de tal forma que los miembros todos de la Iglesia participan de ellos. Juan ha calificado el perdón de los pecados como un aspecto decisivo de la realidad pascual, del «nuevo punto de partida». Ese es su mensaje de pascua: Dios ha operado por medio de Jesús la gran reconciliación, la gran paz del mundo; para ello importa presentar esa paz como la nueva oportunidad de vida y ofrecerla a todo el mundo. Y para eso está la comunidad de discípulos.

Contradice la universalidad de ese ofrecimiento de paz el hacer derivar de ahí facultades jerárquicas, reservar determinados pecados, establecer negocios de indulgencias, aunque sean «negocios espirituales», y cosas similares. Nada se dice tampoco acerca de las formas externas con que se otorga el perdón de los pecados. Tales formas carecen por completo de importancia absoluta. Han cambiado frecuentemente en el curso de la historia y seguirán cambiando. El peligro más grave ha estado siempre en que las normas eclesiásticas oficiales de la «institución penitencial» manipulasen y coartasen de manera intolerable la ofrenda universal de reconciliación, que, por añadidura, se transformó en un procedimiento de dominio social intraeclesiástico.

En el fondo todo creyente, que se sabe afectado por el poder de la nueva vida escatológica, tiene la facultad de perdonar los pecados, en la vida diaria del mundo y frente a todos los hombres. El perdón de los pecados, organizado por la Iglesia oficial, se justifica en cierto modo por las necesidades y estructuras de la comunidad y también, desde luego, porque la comunidad en su conjunto tiene que dar testimonio del perdón de los pecados ante el mundo entero. Ahora bien, ese testimonio nunca se da en un marco fuera de la historia, sino siempre en un entorno determinado, concreto e histórico, debiendo también tener en cuenta esas condiciones ambientales y sociales. Lo peligroso es en todo caso cuando esas circunstancias ambientales oscurecen y sofocan el testimonio de la reconciliación libre e incondicional y, con elIo, también el testimonio de la intención de Jesús. Este es, por ejemplo, el caso, cuando la Iglesia oficial opera con «privilegios» y «gracias particulares», que teológicamente no existen en absoluto. O cuando, mediante un falso desplazamiento de intereses, se llega a sobrevalorar las obras piadosas, como ocurrió a finales de la edad media, antes de la reforma, falseando así, de raíz, la actitud fundamental de la penitencia.

También hoy se trata, por consiguiente, del volver a expresar de un modo nuevo y convincente el ofrecimiento incondicional de reconciliación en nuestras circunstancias modernas. Las nuevas formas del ejercicio penitencial han experimentado un cierto progreso, como complemento de la confesión privada tradicional. El elemento social de la reconciliación se ve hoy más claramente que en épocas pasadas. Tampoco hay nada fundamental que objetar contra el desmantelamiento de una privilegiada facultad de perdonar. Asimismo hay que valorar de un modo positivo el que los grupos de base cristianos redescubran posibilidades que durante largo tiempo les ha escatimado y hasta denegado el derecho canónico. Lo decisivo sigue siendo que la reconciliación por Cristo la realicen y hagan creíble, de un modo convincente, grupos cristianos y, quizás un día, también la gran Iglesia y su cima jerárquica, de cara a la sociedad.

6. LA DUDA DE TOMAS (Jn/20/24-29)

24 Pero Tomás, uno de los doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. 25 Los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor.» Pero él les respondió: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, y meto mi dedo en el lugar de los clavos, y meto mi mano en su costado, no creeré.» 26 Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro, y Tomás con ellos. Estando bien cerradas las puertas, llega Jesús, se pone delante y les dice: «Paz a vosotros.» 27 Luego dice a Tomás: «Trae aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado. Y no seas incrédulo, sino creyente.» 28 Tomás le respondió: «¡Señor mío y Dios mío!» 29 Dícele Jesús: «¿Porque me has visto has creído? ¡Bienaventurados los que no vieron y creyeron!»

En este texto no se trata en primer término del «incrédulo» Tomás, que como tal se ha convertido en una figura perenne; quienes interesan son los destinatarios del Evangelio de Juan, aquellos cristianos que ni tuvieron un contacto directo con el Jesús terreno ni tampoco con los primeros discípulos y apóstoles, y a los que tampoco se les apareció el resucitado. En un sentido amplio pertenecen a ese número de destinatarios todos los cristianos de las generaciones subsiguientes que se encuentran en la misma situación. Para todos ellos vale en conclusión la bienaventuranza que constituye la cumbre del relato: «¡Bienaventurados los que no vieron y creyeron!»

Ya desde los primeros versículos de su proclama pascual Juan ha dejado ver claramente que, según su concepción, la fe pascual en el Señor Jesucristo viviente no necesita en absoluto de las apariciones pascuales. El discípulo amado sólo tuvo necesidad de inspeccionar la tumba vacía para llegar a la fe: «Vio y creyó.» Posiblemente, y respecto de la fe, Juan ha considerado las apariciones pascuales de modo parecido a los milagros: «Si no véis señales y milagros, no creéis» (4,48b). Para él las «señales y milagros» son más bien una concesión a la debilidad humana. Pueden incluso llegar a ser algo peligroso para quienes se detienen en los efectos sensacionalistas de los milagros sin captar su carácter simbólico, a través del cual el hombre debe llegar en definitiva a la fe en Jesús. Pero, en el fondo, a la fe se llega sólo «por la palabra» de la predicación de Jesús. Y eso cuenta también para la fe pascual, que en último término no está referida a las apariciones. Realmente no hay que maravillarse de que en el ámbito de la fe en la resurrección de Jesús se hable también de dudas. Lo sorprendente hubiera sido que no las suscitara de ningún género. Los evangelistas hablan bajo formas distintas de dudas acerca de la fe pascual. Así se dice en Mateo: «Y cuando lo vieron, lo adoraron, aunque algunos quedaron indecisos» (Mt 28,17). Y Lucas observa la postura de los discípulos frente al relato de las mujeres: «Pero les parecieron estas palabras como un delirio; por eso no les daban crédito» (Lc 24,11). También en el discurso de Pablo en el Areópago, referido en los Hechos de los apóstoles (Act 17,22-34), la fe pascual se convierte para los oyentes en el punto crítico y finalmente en el pretexto para rechazar la predicación cristiana: «Al oír resurrección de los muertos unos se reían, y otros dijeron "Te oiremos hablar de esto en otra ocasión"» (Act. 17-32). Aunque estas observaciones no pretendan una historicidad exacta, hay que admitir, sin embargo, que la duda acerca de la fe pascual se dio desde el comienzo en el cristianismo primitivo. Positivamente así lo demuestra el gran capítulo de la resurrección (c. 15) de la primera carta a los Corintios, en que Pablo ha debido enfrentarse, si no directamente con la duda sobre la fe pascual, sí con graves equívocos. Y de hecho esa duda se ha dado siempre a lo largo de la historia del cristianismo, bien sea sobre la idea de la resurrección de los muertos en general, bien sobre la resurrección de Jesús en particular, bien, finalmente, al hacer hincapié en las contradicciones de los relatos pascuales.

Es justamente en este caso donde hay que considerar de un modo diferenciado el problema de la duda. Pues, la fe en una resurrección de los muertos, de acuerdo con la experiencia humana universal, constituye una paradoja, que suscita directamente la oposición y que conduce por necesidad a prejuicios y equívocos. Pero difícilmente se pueden desacreditar esos prejuicios y dudas calificándolos de dudas y menos aún de dudas contra la fe. Si se quiere entender y aceptar el lenguaje simbólico acerca de la resurrección de los muertos y de la resurrección de Jesús en su verdadero sentido religioso, será siempre necesario articular en forma precisa los equívocos y prejuicios para comprenderlos y poder así afrontarlos. Si la muerte es la negación más rotunda de la vida humana y del sentido de la vida, que nosotros conocemos, entonces la fe pascual es la negación más categórica de esa negación y la afirmación más absoluta del sentido de la vida. La fe cristiana ve esa afirmación respaldada por Dios y por Jesús resucitado. «Pero Dios es fiador de que nuestra palabra dirigida a vosotros no es "sí" y "no". Porque el Hijo de Dios, Cristo Jesús, proclamado entre vosotros por nosotros, por mí, por Silvano y por Timoteo, no fue "sí" y "no", sino que en él se realizó el "sí". Pues todas las promesas de Dios en él se hicieron "sí". Por eso también, cuando damos gloria a Dios, decimos por medio de él nuestro "amén"» (2Cor 1,18-20). Vista así, en la fe pascual no se trata sólo del problema espacial de si la resurrección de Jesús ha tenido efecto, sí o no; se trata más bien del conjunto de la figura de Jesús, de si se acerca a nosotros de manera convincente, y en qué medida, como el revelador de Dios.

Se trata también, al menos en la visión neotestamentaria, de la idea de Dios. Aquí justamente no se concibe a Dios en abstracto, como el ser inmutable y eterno que reposa en sí mismo, sino como el Dios que actúa y obra infinitamente interesado por la salvación del hombre. Jesús de Nazaret es el testigo del Dios que ama al hombre. En ese sentido la fe pascual es de capital importancia para la comprensión cristiana de la fe, y ello porque la figura del propio Jesús, y desde luego en su exigencia de hoy, es también capital para una interpretación de la fe cristiana. No se trata, para repetirlo una vez más, de una fórmula dogmática, sino de un sentido vivo y espiritual al que la fórmula apunta. Se trata del espíritu vivo de Jesús de Nazaret en nuestro presente. Vista así, la misma duda acerca de la fe pascual puede representar un primer paso en el camino de aproximación al sentido de esa fe pascual. Y para muchos probablemente es un paso necesario, porque la interpretación formalista de la pascua, que es la interpretación eclesiástica, a menudo, lejos de aclarar, oscurece el verdadero sentido de la fe pascual. Con frecuencia sólo la duda conduce a una confrontación intensiva con la causa, en torno a la cual barrena, acerca a la misma y penetra profundamente en ella. Si la pascua coincide con la experiencia del indisponible, como antes hemos dicho, entonces la duda está ciertamente motivada por el deseo de una prueba y apoyo más fuerte, que después se supera desde luego por lo contrario, en cuanto que se aprenda a renunciar a la prueba y apoyo palpable y abandonarse a la fe, cuyo testigo es Jesús de Nazaret. Este es también el camino que Tomás recorre en la historia presente.

Tomás, conocido como «el Mellizo» aparece frecuentemente en el Evangelio de Juan (cf. 11,16b; 14,5; 21,2). Su nombre lo conoce la tradición 164. No puede decirse con seguridad a qué se debe el peculiar interés del cuarto evangelio por este personaje. Tal vez preexistieron tradiciones particulares; quizás incluso nos hallamos en el atrio de la leyenda de Tomás. Por lo que a nuestra narración se refiere esto no tiene importancia ciertamente. Pues cuanto esta historia tiene que decir, está por completo dentro de ella misma. Tomás no interesa aquí como personaje histórico, sino como tipo de una determinada conducta, según lo atestigua el conjunto de la narración. Aquí hace el papel de antagonista, que pone en duda la resurrección de Jesús y que al final, mediante su encuentro con el resucitado llega a la confesión de fe en el Señor viviente.

La figura de Tomás viene introducida con ocasión de no haber estado presente en la primera aparición pascual de Jesús a los discípulos. No vivió personalmente el tema decisivo, sino que los otros discípulos le comunicaron la «extraña noticia». Tenemos, pues, aquí una situación típica: Tomás no fue testigo presencial, sino que el mensaje pascual se lo comunicaron otros. Se trata, por tanto, de una situación típica o ejemplar, porque es la situación de la predicación cristiana desde los días de los apóstoles. Los discípulos proclaman «¡Hemos visto al Señor!» Tomás exige una prueba directa para «poder creer en la resurrección de Jesús», y además con carácter maximalista, a saber, la prueba de ver y además tocar: «Si no veo en mis manos la señal de los clavos, y meto mi dedo en el lugar de los clavos, y meto mi mano en su costado, no lo creeré» (v. 25). Tomás insiste en una verificación y desde luego concreta y palpable, que en la exposición joánica se acerca ya bastante al carácter de una prueba experimental científica.

TOMAS/H-MODERNO: En este pasaje apremia la pregunta de si la presente historia con sus distintos elementos no ha desempeñado un papel decisivo en el desarrollo de la conciencia moderna. Ahí está la duda, que más tarde se convertirá en la «duda metódica» (Descartes); ahí late además el deseo de una comprobación empírica. ¿No aparece, por así decirlo, este Tomás como el primer cartesiano antes de Descartes, como un hombre abiertamente moderno? Tomás encarna una determinada actitud fundamental junto con una precisa comprensión de la realidad; le preocupa el poseer una certeza palpable y efectiva del resucitado.

El desarrollo de la historia no sucede desde luego como a menudo suele exponerlo una exégesis distraída. Pues, bien analizado, resulta que Tomás no recibe la seguridad palpable por él deseada.

Ocho días más tarde los discípulos están reunidos de nuevo, y esta vez también Tomás se halla presente (v. 26). Ante todo sorprende la regularidad: el primer día de la semana, es decir el domingo, se ha convertido ya en el día en que se reúne de modo habitual la comunidad cristiana; ese día tiene lugar la celebración litúrgica comunitaria. El evangelista transpone la práctica dominante en su tiempo a la primera época pospascual. En el pasaje que comentamos cabe advertir además que, según la concepción joánica, la presencia de Cristo resucitado puede experimentarse en la liturgia sagrada de la comunidad.

Tenemos también aquí el mismo proceso que observamos en la primera aparición pascual: Jesús vuelve a penetrar estando las puertas cerradas y dice: «¡Paz a vosotros!» Tal vez se trata del saludo de paz habitual también entre los cristianos de las comunidades joánicas y con el que se abría el acto de culto (cf. el saludo equivalente: «El Señor esté con vosotros»). Y sigue ahora la invitación del resucitado: «Trae aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado. Y no seas incrédulo, sino creyente» (v. 27). El escéptico que empieza alardeando de algo y expresa un deseo o exigencia, de cuyo cumplimiento no está persuadido realmente, y al que se le toma la palabra, es un motivo que aparece con frecuencia en la literatura. Juan caracteriza así una situación radical en que hay que decidirse. Tomás ha de rendirse ante la evidencia, como él mismo había anunciado. Del mismo modo al lector hay que exponerle de forma eficaz que el resucitado podía muy bien aportar en cualquier momento una prueba real, si así lo quisiera o fuera movido a ello por una curiosidad indiscreta.

Entra además en la estructura del relato el que no llegue a término la realización del deseo de Tomás: como a los otros discípulos, le basta por completo el ver a Jesús. No llega a tocar a Jesús. Por lo que tampoco adquiere Tomás una certeza mayor que los demás compañeros. Basta, pues, con que Tomás haya sido emplazado. El evangelista ha renunciado con razón a la exposición detallada del cumplimiento. No era necesario en absoluto. De ahí que la invitación de Jesús a Tomás no sea ya la de que le toque, sino más bien la de: «No seas incrédulo, sino creyente.» Lo que está en juego no es la palpación sino la fe. Coincide así esta historia con el primer relato de la aparición de Jesús a María Magdalena. La fe es una renuncia a tocar, en cuanto que equivale a aceptar la no disponibilidad del resucitado. La reacción de Tomás consiste, por tanto, en llegar a la fe, y con ello a la confesión creyente: «¡Señor mío y Dios mío!» (v. 28).

Esta confesión de fe se encuentra muy de propósito junto a la (primera) conclusión del Evangelio de Juan y, por lo mismo, al final del camino que el evangelista ha hecho recorrer a sus oyentes y lectores. En el encuentro con el resucitado queda perfectamente claro quien es ese Jesús en realidad. Por esa razón la fórmula confesional joánica recoge los dos predicados más nobles y soberanos de Jesús que aparecen en todo el Nuevo Testamento, a saber, el calificativo de Dios y el título de Kyrios, Señor. Ambos atributos laten a lo largo de todo el cuarto evangelio y así hay que verlo por cuanto que Jesús en persona es el revelador de Dios y el donador de la vida eterna, que está por completo al lado de Dios. Mas tampoco aquí se le identifica completamente a Jesús con Dios. En todo caso la similitud esencial de Jesús con Dios (Padre) está formulada al igual que ya la formuló el Prólogo: «Al principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios» (1,1). Ambas afirmaciones, la relativa a la divinidad de la Palabra y la alusiva a la divinidad del resucitado, hay que verlas en su mutua relación (cf. también 17,5). El resucitado ha entrado en la gloria divina de la que había venido. Es Cristo glorificado, al que circunda la aureola divina. Y resulta muy significativo que sea el «escéptico vencido» quien formula la suprema confesión de Cristo, alcanzando así una cima que ya no podrá ser superada.

El evangelio de Juan se cierra del modo más congruente con una bienaventuranza sobre los que creen: «Dícele Jesús: " ¿Porque me has visto has creído? ¡Bienaventurados los que no vieron y creyeron!"»
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164. Cf. Mt 10,3; Mc 3,18; Lc 6,15; Hch 1,13.
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7. PRIMERA CONCLUSIÓN DEL EVANGELIO (Jn/20/30-31)

30 Otras muchas señales les hizo además Jesús en presencia de sus discípulos, que no están escritas en este libro. 31 Estas se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.

Como indica esta advertencia, el evangelio de Juan terminaba en este pasaje. El autor vuelve a compendiar el sentido y objeto de su escrito sobre Jesús. Y empieza de una forma delimitadora: «Otras muchas señales hizo además Jesús en presencia de sus discípulos, que no están escritas en este libro» (v. 30). Suscita así en los lectores la impresión de una tradición desbordante acerca de Jesús, que él no ha podido agotar en absoluto. Su evangelio sólo refiere una pequeña selección de «señales» (=relatos de milagros). Hasta qué punto sea esto realmente exacto con relación al material no utilizado, es algo que ya no podemos enjuiciar con certeza. Pero, si comparamos con los sinópticos, y en particular con el evangelio de Marcos, podremos ver que efectivamente los relatos milagrosos son menos en el cuarto evangelio. Vista, sin embargo, en su conjunto no parece que la tradición milagrosa sobre Jesús fuera en efecto demasiado amplia ni que contuviera muchos más testimonios de los que han llegado hasta nosotros.

Un incremento de las historias de milagros puede observarse desde luego en la literatura apócrifa del siglo II sobre los evangelios. Pero esas nuevas historias milagrosas se interesan por el milagro como un acontecimiento sensacionalista y mágico; persiguen un propósito distinto del que alienta en los relatos de los sinópticos y de Juan; en los apócrifos el motivo de la fe no desempeña papel alguno. Juan, que se encuentra entre los sinópticos y la literatura apócrifa, persigue ante todo un objetivo teológico cuando habla de las «señales»; el simple milagro como tal no le interesa nunca.

Ese propósito teológico reaparece una vez más: «Estas se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre» (v. 31 ). Es una afirmación que vale para todo el Evangelio de Juan. Se piensa en el testimonio de fe. Mediante este escrito el lector debe ser conducido a la fe en Jesús, y esto de tal modo que en Jesús reconozca al «Mesías, el Hijo de Dios», y pueda así tener parte en la salvación escatológica. Este es también en efecto, el compendio más resumido de la teología joánica. Si quisiéramos explicar en todo su alcance cada concepto de esta observación final, tendríamos que remitirnos al Evangelio entero. El lector, que se ha dejado conducir hasta el presente pasaje, sabe muy bien lo que esa observación final quiere decir.