CAPÍTULO 17


«ORACIÓN SACERDOTAL» O DE DESPEDIDA (17,1-26)

En la redacción transmitida del cuarto evangelio, a los discursos de despedida sigue una larga plegaria, que también suele designarse como «oración sacerdotal» de Jesús. Tal designación se debe al teólogo David Chytreus (15311600), que en esta oración de Jesús descubrió una clara expresión del ministerio sacerdotal del Señor, referida, con toda probabilidad, a su pasión en la que Jesús mismo, según la doctrina teológica tradicional, se ofreció como victima. Así las cosas, la oración habría que verse como una oración consecratoria de Jesús con vistas a su muerte inminente. La expresión «oración sacerdotal» no es exegéticamente incorrecta, pues Jesús ejercita en ella, entre otras, la función de intercesor ante el Padre en favor de los suyos (cf. 17,6-24), tal como la primitiva concepción cristiana la había atribuido al Cristo glorificado ante la presencia de Dios (cf. Rom 8,34; lJn 2,1s; carta a los Hebreos, pássim).

Partiendo de esa función intercesora se logra ya una perspectiva importante para la presente oración: también en este pasaje desplaza Juan un quehacer del Cristo celeste y postpascual a la situación del Jesús terreno. Formulando esta verdad a la inversa, el Jesús terreno asume una función que, propiamente hablando, sólo corresponde al Cristo glorificado. También aquí se advierte con claridad hasta qué punto se mezclan en la visión joánica el Jesús terreno y el Cristo glorificado hasta formar una realidad unitaria, pues resulta asimismo que en esta plegaria nos hallamos ante una creación personal del evangelista. No se trata, como en el padrenuestro —cuyo contenido básico cabe atribuir muy probablemente al Jesús histórico (cf. Mt 6,913; Lc 11,2-4)—, de una oración compuesta por el propio Jesús. Al contrario, históricamente, cabe establecer una conexión textual con el «logion joánico», la «alabanza jubilosa del Padre», a partir de una fuente oral.

«En aquella ocasión tomó Jesús la palabra y exclamó:
" ¡Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra,
porque has ocultado estas cosas a sabios y entendidos,
y las has revelado a la gente sencilla!
Sí, Padre; así lo has querido tú.
Todo me lo ha confiado mi Padre.
Y nadie conoce al Hijo sino el Padre,
y nadie conoce al Padre sino el Hijo
y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo"»

(Mt 11,25-27; cf. Lc 10,21s).

No cabe duda de que la oración joánica de despedida y el discurso de Jesús según dicha fuente oral idiomáticamente relacionables están conectados aún más estrechamente en el plano del pensamiento. Coinciden, sobre todo, la segunda parte sinóptica (Mt 11,27; Lc 10,22) y la presente oración de despedida en concebir a Jesús como el revelador absoluto y exclusivo de Dios Padre. Con lo que resulta patente que, pese a lo singular de su idea de la revelación cristológica, Juan se encuentra en una vasta corriente de la primitiva tradición cristiana. También en la oración de despedida joánica al tratamiento de Dios como «Padre» ocupa el centro de la oración (cf. v. 1.5.11. 21.24.25). Para Juan lo decisivo es la relación divina de Jesús, que se manifiesta en la invocación de Dios como «Padre». A esa relación divina vienen incorporados los creyentes. El cuarto evangelio ha recogido con toda seguridad un elemento básico del mensaje de Jesús, en el que ahonda a su manera.

Se suma a esto el hecho de que la oración de despedida de Jesús representa como un compendio de todo el evangelio de Juan y de su teología de la revelación. La importancia de sus afirmaciones sólo puede valorarla quien conoce, de algún modo, el cuarto evangelio, y sobre todo quien conoce los discursos de despedida. Sin ello es imposible medir sus profundidades. Con razón piensa E. Kasemann: «Cualquiera que sea la respuesta dada al problema del lugar originario del capítulo, indiscutiblemente constituye un compendio de los discursos joánicos y, en esa medida, una réplica del prólogo». La oración contiene, pues, toda la teología joánica de la revelación, sólo que ya no como en los discursos diferentes de revelación, bajo la forma de una enseñanza por obra del revelador, sino al modo de un proceso orante vivo, como una especie de liturgia terreno-celestial. El intercesor celeste junto al Padre y la comunidad terrena de sus amigos se entrelazan en esta oración formando una unidad que el Espíritu mantiene. La plegaria pone de manifiesto que en la revelación no se trata de una enseñanza teórica, sino que lo definitivo es la nueva vida, la comunión vital con Jesús y con el Dios y Padre de Jesús. Y se echa también de ver en esta oración lo que, según Juan, es la comunidad cristiana en su esencia espiritual más honda, y no simplemente según su aspecto externo sociológico. Se ha aludido ya en distintas ocasiones al hecho que Juan no ha desarrollado una doctrina de la Iglesia (una Eclesiología) en sentido formal y explícito; la Iglesia no aparece en él como un tema independiente. Pero al presentar la comunidad de discípulos de Jesús e identificarla con su propia comunidad (o al revés), muestra claramente cuál es su concepción de la Iglesia. Esa concepción se desprende sobre todo de su palabra clave, que es la «unidad».

La oración de Jesús se divide en cuatro partes: 1) 17,1-5 presenta a modo de compendio la revelación de Jesús y su importancia; 2) 17,6-19 es una plegaria por los discipulos que se quedan en el mundo; 3) 17,20-24 es una oración por la comunidad futura; 4) 17,25-26 constituyen el final de la oración.

En su comentario R. Bultmann ha insertado la oración de despedida después del relato de la última cena (13,1-30), y antes de los discursos finales. No hay una razón convincente para tal proceder. O, mejor dicho, hay muchas razones buenas y convincentes para dejar la oración en el lugar en que ahora se encuentra. Como compedio de la teología joánica de la revelación encaja mucho mejor detrás de los discursos de despedida que delante de ellos, a modo de puente que conduce al relato anejo de la pasión. Aunque en su origen pudiera haber sido una pieza independiente —lo que no deja de ser una simple hipótesis—, en la redacción definitiva del cuarto evangelio ha encontrado un buen lugar. También aquí se evidencia una vez más que para la interpretación y exposición del evangelio de Juan no se gana demasiado con operaciones critico-literarias ni con trasposiciones textuales. Lo decisivo es siempre el argumento o tema que el texto presenta.

1. REVELACIÓN DE DIOS POR JESUS (17,1-5)

1 Esto habló Jesús y, levantando sus ojos al cielo dijo: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que el Hijo te glorifique a ti, 2 ya que le diste potestad sobre tola carne, para que él diera vida eterna a todos los que le has dado. 3 Pues ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y al que enviaste, Jesucristo. 4 Yo te he glorificado sobre la tierra, llevando a término la obra que me habían encomendado que hiciera. 5 Y ahora glorifícame tú, Padre, junto a ti mismo, con la gloria que yo tenía junto a ti antes que el mundo existiera.»

Con una sencilla introducción: «Esto habló Jesús y, levantando los ojos al cielo dijo..», del versículo la, señala el evangelio el final de los discursos de despedida y el comienzo de la oración; esto último mediante la adopción de una actitud orante: Jesús alza los ojos al «cielos>, al «lugar de Dios». Posiblemente se alude también con ellos a la dirección de la plegaria: al principio los cristianos no se orientaban para orar hacia ningún punto geográficamente determinado, sino que se volvían directamente a Dios, al cielo. Esta postura y disposición, diferente por completo de cualquier otra, significa a su vez otro tipo de lenguaje. La oración o la súplica que, por ejemplo, pronuncia por otros un representante o un portavoz litúrgico, tiene un carácter y tono distinto de la diatriba o de la instrucción a los discípulos. Al orar ya no se disputa ni se discute. En este punto responde también al razonamiento joánico, pues en 16,25.29s se ha dicho que ahora todas las preguntas quedan aclaradas, y que ya no hay más oscuridades ni enigmas. El supuesto previo de la oración está en el hecho de que deja de lado todos los problemas y conduce a una armonía abierta que permite poner de relieve una realidad común. Ese centro común, al que se llega en la oración comunitaria, es en nuestra plegaria de despedida la persona misma de Jesús y su palabra. No es, pues, seguramente una casualidad que el propio Jesús pronuncie la oración. Por él deben ciertamente orientarse los creyentes de todas las épocas. En en hallarán su centro, su punto de apoyo decisivo y, por ende, también su propia dirección.

El tratamiento «Padre», que se repite varias veces (v. 1.5.21.24; además de «Padre santo» en v. 11b y «Padre justo» en v. 25), no sólo responde al atributo esencial de Dios, según Juan, sino a toda la tradición cristiana acerca de la oración de Jesús 160, Juan podría depender aquí de la primitiva tradición cristiana, y más en concreto de una tradición que había unido la especial idea de Dios como «Padre» que tuvo Jesús con la idea de revelación apocalíptica, tal como ocurre en la oración jubilosa de la fuente de discursos o logia (Mt 11,25-27). La concepción de que para llegar al conocimiento de Dios en cuanto Padre se requiere una revelación particular, que sólo Jesús como Hijo puede conceder, es ya una idea prejoánica. Probablemente Juan la ha recogido por la vía de la tradición oral; pero la ha convertido en el tema central de su teología de la revelación 162.

HORA/Jn: Así se demuestra de inmediato en la ulterior conexión que sigue al tratamiento o invocación: «Ha llegado la horA» y «glorifica a tu Hijo, para que el Hijo te glorifique a ti» (v. 1b). La referencia a la llegada de la «hora» recuerda el comienzo de la última cena (13,1). No hay duda de que tanto aquí como allí se trata de la misma «hora». Esa «hora» no es una entidad cronológica que pueda medirse con reloj. La expresión «hora» indica más bien el acontecimiento salvífico de la muerte y resurrección de Jesús. Para Juan lo transcendental es el respectivo contenido de la «hora». Ese contenido lo determina en cada caso lo que ocurre con el propio Jesús. Es su muerte como muerte salvadora, como la muerte del Hijo de Dios y del Hijo del hombre, la que hace de la «hora» lo que realmente es: la hora de la salvación para el cosmos y para la humanidad entera. De este modo la «hora» designa también la entrada del cambio escatológico de edades («eones»), y, por ende, de la presencia permanente de la salvación.

Por ello se subraya la «hora»: la hora de la glorificación de Jesús 164, en la que el Padre le hace partícipe del reconocimiento que le corresponde como al Hijo de Dios. Pero esa honra de Jesús por Dios no es una simple confirmación externa, sino la acogida de Jesús en el ámbito de la claridad y soberana gloria divinas. Esto, tan difícil de expresar con palabras, lo ha hecho comprensible el arte al enmarcar a Cristo sobre el trono de la almendra, símbolo de la divinidad. Cuando Jesús ruega aquí al Padre por su glorificación, hay que entender también su marcha a la muerte como un elemento esencial de aquel vasto diálogo entre Padre e Hijo, que determina la existencia de Jesús y toda su permanencia sobre la tierra. Respecto del Padre, Jesús vive por completo y sin reservas una «existencia dialógica». También la muerte de Jesús hay que entenderla como una «obra divina», y no sólo como un acto de hombres ciegos e impíos, y menos aún como un destino impersonal y fatalista. Como puro sufrimiento, la muerte de Jesús es a la vez un acto extremo y consumado, un acontecimiento en el que Jesús entra de lleno. Con su muerte empieza ya la glorificación de Jesús por el Padre. En Juan persiste asimismo una suprema primacía de Dios Padre frente a Jesús, el Hijo, lo cual se debe al hecho de que en definitiva Juan ignora cualquier idea de Dios puramente especulativa a espaldas de la revelación y, por tanto, a espaldas de la actuación salvífica divina. Justamente como revelador permanece Jesús ligado a la historia humana. En la cruz se lleva ya a término la glorificación de Jesús por el Padre, y la del Padre por Jesús; con ello se indica que ya tiene ahí efecto la plena revelación de Dios por parte de Jesús. Así pues, cruz y resurrección constituyen el punto culminante de toda la revelación. Eso es lo que ya Juan tiene en la mente al hablar de la glorificación de Jesus.

Por la ruptura de estilo (tratamiento en segunda persona en el v. 1, que recoge luego el v. 4, mientras que los v. 2-3 hablan en forma objetiva del «Hijo» en tercera persona) los versículos 2 y 3 parecen un añadido posterior. El versículo 3 emplea además un abierto lenguaje confesional. Mas no por ello han tenido que intercalarse en un segundo tiempo. También aquí resulta instructiva una comparación con Mt 11,25-27, que presenta un enlace similar entre el tratamiento «tú» de los v. 25-26 y el lenguaje objetivante del versículo 27. También Mt 11,27 habla de una transferencia de poderes al Hijo.

La glorificación es a la vez el refrendo del poder divino de Jesús, descrito aquí como una potestad «sobre toda carne», es decir, sobre la humanidad entera. Mientras que la idea de la plena «potestad» de Jesús aparece en los sinópticos conectada especialmente con su facultad de hacer milagros, y más en concreto con el poder de expulsar los demonios (cf. Mc 1,22.27), o también como un dato que los de fuera no comprenden y discuten 165, en Juan la plena «potestad» pertenece desde el comienzo a la confirmación de Jesús como Hijo de Dios y Mesías. Así se dice ya en 3,35: «El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en sus manos.» Como revelador, Jesús es también el autorizado y soberano embajador de Dios en el mundo. Es verosímil que Juan haya recogido la idea de la plena «potestad» de Jesús en conexión con la cristología del Hijo del hombre así se dice en 5,27: «Y le dio (el Padre al Hijo) autoridad para juzgar, porque es Hijo del hombre.» El otorgamiento de poderes divinos al «Hijo del hombre» celestial es ya corriente en la apocalíptica judía. Lo decisivo es realmente el cambio que Juan introduce respecto de Jesús, o más concretamente bajo la influencia de Jesús: el Hijo del hombre, Jesús, no ha recibido la plena potestad en primer término para celebrar el juicio, sino para otorgar vida eterna a cuanto Dios le confió (v. 2b). Esa facultad, que Jesús tiene, es pues ante todo una facultad soteriológica, una facultad para redimir y comunicar vida eterna, y sólo en segundo término una facultad de juicio. Se trata de la absoluta prioridad de la salvación sobre el juicio, como dice también en 3,13-21. Vida y salvación de un lado, y juicio, del otro, no son para Juan alternativas equivalentes; el acento recae más bien sobre la salvación que Jesús trae, mientras que el juicio no es en realidad más que la sombra acompañante, la posibilidad negativa con que sin duda hay que contar mientras persista la fragilidad de la existencia humana. ¡Pero ésa es precisamente la que ha de superarse de continuo mediante la fe!

Eso mismo es lo que dice también el versículo 2: Jesús ha recibido unos poderes universales para comunicar la salvación. En ese proceso se proclama asimismo la permanente dependencia de Jesús respecto del Padre: los creyentes son aquellos hombres que le han «sido dados» por el Padre (cf. también 6,37.44). A través por completo del acontecer salvador se realiza la obra de Dios; también mediante la fe en Jesús. Además, sus plenos poderes soteriológicos son universales, cuentan para todos los hombres, al menos en cuanto a su dirección básica.

Pese a lo cual, los creyentes parecen representar una «elección» particular. Baste aquí con establecer que Juan valora ambos aspectos, que lógicamente no pueden reducirse a un denominador común: el poder soteriológico de Jesús se ha hecho universal por su alcance, extendiéndose a todos los hombres sin excepción. Asi y todo, habrá que consignar el hecho de que siempre será sólo un número limitado de hombres los que acojan abiertamente la salvación ofrecida por Jesús y quienes admitan su palabra reveladora. Qué ocurre con los hombres es algo que escapa por completo a nuestro conocimiento; se trata de un problema que deberá quedar pendiente. La fe se halla en medio de esta tensión: debe mantenerse en la posesión y en la radical esperanza de una redención universal de la humanidad entera por obra de Jesucristo, y no puede renunciar a la predicación concreta e histórica, a la fe como confesión personal, sin poder emitir un juicio sobre quienes (ya) no se tienen por cristianos. Pese a las experiencias negativas no puede abandonarse a una mentalidad de ghetto

«Vida eterna» (griego: zoe aionios) es para Juan simplemente la salvación que va ligada a la revelación de Jesús. «El Cristo joánico promete a quienes creen en él la zoe, no sólo como vida permanente y duradera para siempre en el futuro escatológico, sino como un don presente, que se les otorga ya ahora en su existencia sobre la tierra» 169. El giro más frecuente para expresarlo es «tener vida». El creyente participa ya ahora, al tiempo presente, de la «vida eterna». Por eso, puede decir la carta primera de Juan:

«Lo que era desde el principio,
lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos,
lo que hemos contemplado
y lo que nuestras manos han palpado
acerca de la Palabra de la vida
—pues la vida se manifestó,
y la hemos visto, y testificamos
y os anunciamos la vida eterna
que estaba en el Padre y se nos manifestó—:
lo que hemos visto y oído
os lo anunciamos también a vosotros,
para que también vosotros tengáis comunión con nosotros.

Pues, efectivamente, nuestra comunión es
con el Padre y con su Hijo, Jesucristo.
Os anunciamos esto
para que sea colmado nuestro gozo»
(1Jn 1,1-4).

La teología joánica de la vida tiene su fundamento en Dios («teológico») y también en Jesús («cristológico»). La vida verdadera y absoluta, la vida simplemente, libre de toda muerte, es en exclusiva la vida divina, la que sólo se da en Dios. El mundo humano, por el contrario, conoce el anhelo de una vida eterna; pero no deja de ser un «mundo de muerte». Jesús es el Logos divino, la Palabra que en el principio estaba junto a Dios, y de la cual se dice «en ella estaba la vida, y esta vida era la luz de los hombres» (Jn 1,4). Y esa Palabra divina de vida «se hizo carne» (1,14), a fin de hacer participes de la vida eterna a todos los hombres. La comunicación de la vida es también, por consiguiente, la función soteriológica decisiva del Cristo joánico.

Queda claro, además, que «revelación» y «comunicación de vida» se relacionan directamente hasta formar un proceso único, como lo asegura el versículo 3: «Pues ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y al que enviaste, Jesucristo.» Así pues, el contenido de la vida eterna es el conocimiento de Dios y de Jesucristo. Naturalmente, que no se trata aquí de un conocimiento conceptual y teórico y, por tanto, distanciado, sino más bien de un reconocimiento o, mejor, un conocer que, como tal, incluye la participación interior, el amor, y la carga de admiración profunda que conduce a la fe. También en el versículo 3 se trata de una fórmula de fe joánica concentrada, que contiene toda la idea de revelación de Juan. También aquí se mueve el cuarto evangelio en una vasta primitiva tradición cristiana, cuando concibe como una unidad la fe en Dios y la fe en Cristo, según lo testifica por ejemplo, la fórmula paulina:

«Para nosotros, sin embargo, no hay más que un solo Dios, el Padre de quien todo procede y para quien somos nosotros, y un solo Señor Jesucristo, por quien son todas las cosas y por quien somos nosotros también» (lCor 8,6).

En el primer miembro («que te conozcan a ti, el único Dios verdaderos»), Juan emplea sin duda el lenguaje tradicional de la primitiva misión cristiana, que se remonta ya a la predicación jadeo-helenística de la fe (cf. lTes 1,9ss). Aquí se trata de la confesión fundamental y clásica del monoteísmo específicamente bíblico. El Dios de Israel es el Dios único, verdadero y viviente, en oposición a los numerosos dioses de los gentiles (cf., por ej., Sal 115,4-8), que por naturaleza no son dioses sino «dioses nada», dioses inanes (elilim). El cristianismo primitivo enlazó con la predicación religiosa monoteísta del judaísmo. Debía proclamar también el más severo monoteísmo, sobre todo frente a la religión politeísta del pueblo. Pero no justamente en un sentido abstracto, como solían hacerlo los filósofos coetáneos acerca de la unidad de Dios, sino en relación con la persona de Jesús. Por ello, se llegó muy pronto, según lo certifica Pablo en lCor 8,6, a yuxtaponer la confesión de Cristo y la confesión de Dios, enlazándolas estrechamente. El único Dios verdadero y el revelador escatológico, Jesucristo, están en íntima relación: «...y al que enviaste, Jesucristo.»

Con ese complemento «al que tú enviaste» se encuentra aquí el nombre completo de Jesucristo, que en tal forma sólo lo emplea tres veces el Evangelio de Juan (1,17; 17,3; 20,31), y siempre en un lugar destacado. Jesús es el enviado de Dios en un sentido perfectamente preciso. Para entender el concepto joánico de envío o misión hay que partir del principio forense del judaísmo: «El enviado de un hombre es como él mismo». Se trata de una concepción profundamente enraizada en la concepción antigua del emisario o mensajero: un embajador era el representante de su gobierno, hacía sus veces y estaba estrechamente vinculado a sus instrucciones. Así también en Juan la idea de envío designa, por lo general, la autorización de Jesús por parte de Dios; en razón de su misión, Jesús dispone de la facultad divina de revelar y salvar, y asimismo en cuanto revelador es el representante de Dios en el mundo humano. Quien le acepta, acepta a Dios; quien le rechaza, a Dios rechaza. Por eso, deben «todos honrar al Hijo»; es decir, aceptarle con todas las consecuencias, «a fin de que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo, tampoco honra al Padre que lo envió» (/Jn/05/23).

Juan utiliza la idea de representación, tomada del derecho de emisarios para definir la posición de Jesús respecto de Dios y respecto del mundo humano. Naturalmente está persuadido de que no se puede separar de Dios a su revelador y enviado, Jesucristo, de tal modo que el verdadero conocimiento de Dios permanece ligado a la persona de Jesucristo. Después de la revelación escatológica operada por éste, sólo hay un camino: Per Christum in Deum ( = por Cristo a Dios). El lenguaje confesional de los versículos 2-3, que rompe claramente el estilo coloquial directo de oración («tú»), expresa una vez más el carácter objetivo de la idea joánica de revelación. Sobre ese reconocimiento de Dios y de su revelador descansa también la plegaria con cuanto tiene que decir.

Los versículos 4-5 recogen el tema de glorificación, ahondándolo con dos ideas nuevas. El versículo 4 echa una ojeada retrospectiva a la obra de Jesús. Jesús ya ha glorificado al Padre sobre la tierra, lo que constituye de suyo una primera prueba de que Juan tiene ante los ojos toda la existencia ya terminada de Jesús sobre la tierra. La actividad terrena de Jesús se contempla aquí bajo el lema de Soli Deo honor et gloria; la glorificación de Dios es lo que da sentido a su existencia. Después se dice en qué consiste esa glorificación del Padre por Jesús: en que Jesús «ha llevado a término» la tarea vital que Dios le había propuesto para su realización. Juan habla repetidas veces tanto de la «obra» (en singular) como de las «obras» (en plural) de Jesús. Sin embargo el plural «obras» se refiere muy a menudo a los milagros obrados por Jesús, y que Juan también llama señales o signos. Eso significa, ante todo, que deben entenderse como actos de Jesús. No se trata de meros hechos, de simples resultados. En cuanto obras de Jesús se convierten simultáneamente en obras de Dios, que se hacen visibles a los hombres (9,3). Lo cual quiere decir que cada una de estas obras o señales está encuadrada en el gran contexto de la actividad reveladora y salvadora de Jesús. Demuestran el sentido y fuerza de la revelación de un modo metafórico y simbólico. Como señales vuelven a apuntar al propio Jesús mostrando a él y su voluntad. La finalidad de tales signos no son las demostraciones sensacionalistas por sí mismas, sino la de llamar la atención sobre Jesús y mover a la fe en él. El singular, por el contrario, habla de la «obra» de Jesús como de una unidad total. En 4,34 dice Jesús «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a término su obran» Mientras que así se expresa en 5,36: «Pero yo tengo el testimonio que es superior al de Juan: las obras que el Padre me ha encomendado llevar a cabo, estas mismas obras que yo estoy haciendo, dan testimonio en favor mio de que el Padre me ha enviado». La proximidad de ambos pasajes al versículo 4 es patente. Jesús «lleva a término» la obra del Padre, que para él es la voluntad de Dios y «alimento» del cual vive. En tal sentido la voluntad de Dios es el tema central de Jesús. Sin duda que esa voluntad divina no es primordialmente para Jesús el precepto particular que hay que cumplir, sino toda la obra de vida del revelador.

Pero hay que dar un paso más. La obra de vida del revelador Jesús no le pertenece sólo externamente: no puede separarse de la persona de Jesús como una obra independiente, como un objeto o cosa. Cuando por esa vía se quiere introducir una nueva distinción entre la obra y la persona de Jesús, es que todavía no se ha entendido correctamente a ninguna de las dos. La obra de Jesús no se opone a su autor como la obra de un escultor o poeta para llevar su propia vida. Según el cuarto evangelio, Jesús se identifica más bien con su obra. Así se advierte en la fase decisiva de dicha obra, en la pasión, en que la persona de Jesús es a la vez sujeto y objeto. Resulta imposible el intento de entender la pasión de Jesús como un acontecimiento de una obra externa. Nada de eso; aquí es Jesús en persona lo obra que él cumple, es él quien se consuma a si mismo con la vista puesta en Dios. Pues, si se habla de «cumplir» o «consumar» (griego teleioun) esa obra, el mismo verbo orienta ya la atención hacia la última palabra que Jesús pronuncia en la cruz: «(Todo) se ha cumplido» (Jn 19,30). Ahora bien, si precisamente la muerte de Jesús está bajo ese signo del «se ha cumplido» o consumado hay un nuevo indicio de que la obra de Jesús sólo puede ser toda su acción soteriológIca, encarnada y compendiada en su propia persona. Finalmente, de este modo se comprende también que Jesús y su trayectoria vital sea sin más la única obra de Dios, la revelación, y no simplemente distintas comunicaciones sobre Dios. También aquí se trata de la visión teológica y total de Jesús. Pero respecto de Dios, Jesús está en una relación de libre intercambio, de un libérrimo dar y recibir. La misma obra, que Jesús cumple sobre la tierra, se entiende como un don. «Jesús lo ha recibido todo del Padre como un regalo, no sólo como un poder cumplir, sino un cumplimiento efectivo. Pero también él ha realizado plenamente ese regalo, por cuanto que ha llevado esa obra de redención a su pleno y total cumplimiento, tal como el Padre se la había dado para que la cumpliera» 173.

Por eso ruega también Jesús (v. 5) para que el Padre le glorifique, y desde luego «junto a ti mismo», decir en el ámbito divino originario, «con la gloria que yo tenía junto a ti antes de que el mundo existiera». Se expresa así la idea de preexistencia. Difícilmente puede ponerse en duda que en el presente pasaje el evangelista quiere hacer una alusión al prólogo, en que se dice: «En el principio era la Palabra (griego: el Logos), y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios. Ésta existía al principio junto a Dios» (1,1-2). Y más adelante: «Y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros. Pero nosotros vimos su gloria, gloria como de hijo único que viene del Padre, lleno de gracia y de verdad» (1,14).

Juan está convencido de que a Jesús no se le puede entender con puras categorías humanas ni enjuiciar con los criterios humanos corrientes. Todos los patrones tomados del cosmos resultan en definitiva externos, ajenos e inadecuados frente al revelador de Dios. Jesús viene de la esfera divina, y durante su existencia sobre la tierra continúa perteneciendo a esa esfera, a la que termina por volver. El versículo 24b dice que la gloria eterna, de la que Jesús siempre ha participado junto al Padre, no es otra cosa que el amor eterno entre Padre e Hijo: «...Porque tú me has amado antes de la creación del mundo.» La pertenencia de Jesús a Dios no es, pues, una realidad condicionada por el tiempo y parcial; es algo más bien radical y total; es una pertenencia —según Juan no se puede expresar de otro modo— eterna, con unos fundamentos que no están en el tiempo, sino antes, por encima y mas allá de todo tiempo. La idea de preexistencia es la que expresa esto del modo más categórico.

No es necesario que nos ocupemos aquí más ampliamente del problema acerca de los supuestos histórico-religiosos de la idea de preexistencia. El cristianismo primitivo encontró esa idea y la hizo suya para asegurar el carácter revelado y divino del acontecimiento soteriológico y para expresar la correlación radical de Jesús y Dios. Porque el hecho salvífico se funda en Dios mismo, no tiene término alguno. La plegaria de Jesús por su glorificación a manos del Padre contempla también por ello mismo la duración eterna, el futuro eterno y la permanente vigencia del acontecer soteriológico. Como tal acontecimiento la muerte y resurrección de Jesús tienen un significado de eternidad; han ocurrido «de una vez por todas». No sólo tienen un futuro, sino que en ellas se abre ya el futuro eterno. La pericona 17,1-5 coloca el acontecimiento de la revelación y de la salvación —tal como aparece según Juan en la persona de Jesús— al comienzo de la oración de despedida. Hasta aquí Jesús en persona, con su indisoluble vinculación al Padre, es el fundamento, el centro permanente y el futuro prometedor y esperanzado de la vida eterna.

2. ORACIÓN POR LOS DISCTPULOS QUE QUEDAN EN EL MUNDO (17,6-19)

6 «He manifestado tu nombre  

a los que del mundo me diste.  

Tuyos eran, pero me los diste a mí,
y ellos han guardado tu palabra.

7 Ahora ya saben  

que todo lo que me has dado viene de ti;

8 pues las palabras que tú me diste

se las he dado a ellos,

y ellos las han acogido,

porque saben realmente que yo salí de ti

y creyeron que tú me enviaste.

9 Yo ruego por ellos;

no ruego por el mundo,

sino por los que me has dado,

porque tuyos son.

10 Pues todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío;

y en ellos me he glorificado.

11 Yo no estoy ya en el mundo;

pero ellos en el mundo están

mientras que yo voy a ti.

Padre santo, guárdalos en tu nombre,

en ese nombre que me has dado,

para que, lo mismo que nosotros, sean uno.

12 Mientras yo estaba con ellos,

yo los guardaba en tu nombre,

en ese nombre que me has dado,

y velé por ellos;

y ninguno de ellos se perdió,

sino el hijo de la perdición.

Y así se cumplió la Escritura.

13 Pero ahora voy a ti,  

y digo estas cosas estando aún en el mundo,

para que ellos tengan en sí mismos

mi alegría enteramente colmada.

14 Yo les he comunicado tu palabra;

pero el mundo los odió,

porque no son del mundo,

como tampoco del mundo soy yo.

15 No te pido que los saques del mundo,

sino que los guardes del Maligno.

16 Del mundo no son,

como tampoco del mundo soy yo.

17 Santifícalos en la verdad;

tu palabra es verdad,

18 como tú me enviaste al mundo,

también yo los voy a enviar al mundo.

19 Y por ellos yo me santifico a mí mismo,

para que ellos también sean santificados en la verdad.»

Jesús ha llevado a término la obra de su vida, que Dios le había encomendado. Pero esa obra no está ahí como una realidad cerrada en sí y aislada; sino que más bien tendía desde el principio a madurar un efecto o, formulado en el lenguaje de Juan, debía «producir fruto»: «De verdad os lo aseguro: Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, él queda solo; pero, si muere, produce mucho fruto» (12,24). Pero el fruto decisivo del acontecimiento salvífico es la fundación de la comunidad de discípulos de Jesús, la Iglesia. Juan habla de que la revelación no alcanza ciertamente su meta en todos los hombres, aunque a todos va dirigida. Pero en los discípulos sí que logra su finalidad. Ahí vuelven a ensamblarse de nuevo el presente de la comunidad joánica y el «pasado» de Jesús y del primer círculo de discípulos. Entre los primeros discípulos de Jesús ocurre ya de manera ejemplar lo que ocurrirá luego en la comunidad de todos los tiempos. Pese a lo cual Juan no pasa totalmente por alto la diferencia histórico-temporal que media entre la primera y la segunda generación. Insiste, no obstante en que revelación y comunidad tienen un mismo origen histórico, un tiempo de fundación, una generación básica, con una coincidencia histórica que no se puede ni pasar por alto ni trastocar. La primera generación de discípulos de Jesús es la de quienes recibieron la revelación directamente de Jesús, mientras que las generaciones posteriores son aquellas que «han creído en mí por la palabra de ellos» (de los discípulos, v. 20b). Ciertamente que en ambos casos la «naturaleza» de esa fe no cambia; no hay ninguna diferencia esencial entre «los discípulos de primera y segunda mano» (Kierkegaard) por lo que a la fe como tal se refiere. Existe además la continuidad de fe dentro de la comunidad de discípulos. Por otra parte, sin embargo, hay una diferencia de perenne actualidad, en cuanto que las generaciones sucesivas de discípulos permanecen vinculadas al testimonio de los primeros discípulos. A su manera Juan tiene también en cuenta este dato fundamental.

La revelación divina de Jesús alcanza su objetivo en el círculo de discípulos. Jesús no sólo tuvo fracasos, hubo también hombres que se le acercaron, y que en conexión con él, en comunión con él, formaron también el primer núcleo de la comunidad cristiana, la Iglesia. Juan habla de los hombres «que del mundo me diste» (v. 6). Eso quiere decir que ve en la fundación de la comunidad una obra divina; para él la comunidad cristiana no es un conglomerado dispuesto por el hombre, sino que tiene su origen último y permanente en la acción del mismo Dios. Que los hombres lleguen a la fe en el revelador y, a través de él a la fe en Dios, no es ningún logro humano, sino puro don divino. Los creyentes proceden «del mundo», del cosmos. Por una parte, éste viene a ser una especie de reserva o semillero que contiene la planta de la fe; por otra parte, todo el que cree es alguien que abandona el cosmos con sus criterios y patrones, que le supera y se pasa al bando de Jesucristo. En definitiva la acogida de la revelación de Jesús conserva siempre este carácter de libertad gratuita. Su existencia en el mundo es un don, y está totalmente insegura desde la perspectiva mundana. El versículo 6b sitúa esta realidad en primer plano con mayor resolución aún, cuando de forma explícita califica Jesús a los creyentes como el don que el Padre le ha hecho a él en persona. Al haber «guardado» la palabra recibida de Jesús, han acogido con ella al mismo Dios: «...y han guardado tu palabra». Se menciona con ello un elemento constitutivo de la comunidad: la «guarda de la palabra de Dios», que se identifica con la de Jesús. Es esa palabra la que establece la comunidad de Jesús (función socializante de la predicación), y así es también la palabra la que garantiza su naturaleza y persistencia. En la medida en que los discípulos mantienen y guardan la palabra de Jesús, permanecen también en comunión con él. Y ello tanto más cuanto que el propio Jesús como «Palabra hecha carne» es en su misma persona la palabra decisiva de Dios a los hombres. Además, por el hecho de haber aceptado y mantenido la palabra de Jesús, los discípulos han entendido también el contenido de la revelación en su contexto teológico-cristológico. Han reconocido el origen divino de Jesús y de su obra, a saber que «todo lo que me has dado viene de ti» (v. 7b). Asimismo han comprendido que están personalmente comprometidos en la transmisión de la palabra, con lo que se subraya un aspecto característico de la idea joánica de tradición: el Padre ha confiado la palabra al Hijo, el Hijo a su vez se la ha entregado a los discípulos, y éstos, por su parte, se la transmiten a las generaciones sucesivas. Para la idea joánica de tradición es importante que al comunicar esa palabra en una tradición no se le quite nada de su inmediatez divina, y ello porque en cada caso detrás de esa palabra se halla presente el mismo Cristo que sale así al encuentro del hombre. La tradición de la palabra se mantiene siempre vinculada a la permanente presencia de Cristo, estando siempre ésta en definitiva por encima de la tradición; de tal manera que el hombre que acepta la palabra de Jesús como palabra de Dios, está simultáneamente en una tradición, aunque no puede convertirse en esclavo de la misma, sino que en ella y por ella debe mantenerse libre. Pues, la tradición establece por la palabra la conexión directa de la fe con Jesús en persona: «...y ellos las han acogido, porque saben realmente que yo salí de ti y creyeron que tú me enviaste» (v. 8c). El conocimiento creyente y la fe ilustrada es el paso absolutamente personal que conduce al hombre hasta la libertad gratuita de la comunión con Jesús y, consiguientemente, de la comunión con Dios.

Si la fundación de la comunidad de discípulos de Jesús se había entendido ya como don divino, como regalo de la libertad gratuita y como fruto de la acción de Dios, en los versículos siguientes (v. 9-19) también se atribuye a la acción divina la permanencia de esa comunidad. La comunidad debe asimismo su existencia a la intercesión de Jesús y al Paráclito divino; en este sentido carece de una existencia autónoma o autárquica. Jesús aparece a la vez como el intercesor celeste a favor de los suyos en presencia de Dios y como presente y actuante en la comunidad. La súplica de Jesús por los suyos es un indicio de que todo el proceso, de que aquí se habla, se desarrolla en el marco de una libertad gratuita o, lo que es lo mismo, en el marco del amor divino, que, de una vez para siempre, ha abierto la obra reveladora de Jesús. En ese «marco» Jesús y los suyos forman una sola realidad.

Ese es el motivo de que Jesús tampoco pueda orar por el mundo, que queda más bien explícitamente excluido de su intercesión. El «mundo» es el mundo humano cerrado en la incredulidad, de tal forma que su exclusión de la plegaria de Jesús está por completo dentro de la linea de cuanto Juan dice en otros pasajes acerca de ese «mundo». Pese a lo cual en el cuarto evangelio no hay ninguna sentencia que enfrente al mundo incrédulo y a la comunidad de discípulos de un modo tan tajante o irreconciliable como aquí. Aun aludiendo, como hace R. Bultmann, a que el amor de Dios, operante en el Hijo, abarca al mundo entero (3,16), y aunque el mundo entre de hecho en la plegaria de intercesión, ya que el ruego por la comunidad tiene también por objeto la conversión del mundo (v. 21.23), la afirmación no deja de ser muy dura. El «mundo» está visto aquí de un modo radical como un ámbito fatídico de la incredulidad y de la condenación, al que ni siquiera la intercesión de Jesús puede ayudar. El «mundo» debe ciertamente «creer que tú me enviaste» (v. 21) y «conocer» también ahí el amor de Dios (v. 23). En tal sentido la oración de despedida expresa también la esperanza de salvación para el mundo. Como quiera que sea, hay que preguntarse hasta qué punto en este pasaje el pensamiento joánico refleja el espíritu de Jesús, tal como lo proclama el mandamiento de amar a los enemigos (Mt 5,43-48; Lc 6,24-36).

Una sentencia como ésta: «No ruego por el mundo...» nos enseña que ni siquiera las afirmaciones de los evangelios deben tomarse en un sentido absoluto y sin crítica, sino que hay que valorar exactamente su posición. Comoquiera que sea, hoy ya no podemos trazar sin más ni más una línea divisoria tan tajante entre el mundo incrédulo y la comunidad joánica, que se sabe como un grupo de amigos de Jesús, a los que se opone una sociedad hostil. Lo que de todo ello puede mantenerse es que el Jesús joánico ruega para preservar a la comunidad de la incredulidad. Se trata más bien de la oscura posición de la que la comunidad debe guardarse. La intercesión de Jesús cuenta por ello especialmente para aquellos que el Padre le ha dado. La comunidad de discípulos aparece como la propiedad de Dios y de Jesús (v. 10). En cuanto tal está también incorporada a la glorificación de Jesús. La comunidad es el lugar en que Jesús encuentra el debido reconocimiento por medio de la fe, y ése es también el fruto de la glorificación, en que se prolonga y halla siempre un nuevo cumplimiento la obra salvadora de Jesús.

Los versículos siguientes determinan desde posiciones y aspectos siempre nuevos el «lugar» de la comunidad de discípulos en una manera positiva y negativa. Negativa, por la delimitación respecto del «mundo»; positiva, mediante la señalización del fundamento divino de la comunidad. El versículo 11 alude a ello de inmediato, Jesús ya no está en el mundo, se va al Padre. Pero los discípulos están en el mundo; además, la comunidad no tendrá su «lugar» fuera del mundo, sino en medio de él. Ciertamente que la partida de Jesús echa al propio tiempo el cimiento de la verdadera existencia de la comunidad fuera del mundo, de tal forma que «estar en el mundo», pero «no ser del mundo» describe su peculiar situación. Es verdad que esto sólo se dice expresamente más tarde, en los versículos 15 y 16, pero ya está contemplado desde el comienzo. La comunidad, que Jesús ha dejado en el mundo, necesita además el Paráclito que la «guarde» (v. 11b).

El tratamiento «Padre santo» subraya la santidad de Dios, la alteridad que define la naturaleza de Dios frente a todo lo no divino y todo lo antidivino. Esto último consiste sobre todo, según Juan, en la incredulidad y en el mal. La conservación de la comunidad de discípulos consiste por ello, positivamente en mantenerla en su pertenencia a Dios, en no dejarla recaer bajo las fuerzas cósmicas del Maligno, en afianzarla en la fe y en el amor. Para ello se carga por vez primera en este pasaje el acento peculiar sobre la unidad comunitaria: «...para que, lo mismo que nosotros, sean uno.» La unidad de la comunidad debe responder a la unidad entre Dios y Jesús; ésta es su modelo. E1 tema de la unidad reaparece explicitamente más adelante (v. 20,24).

El versiculo 12 refleja también, en la oración de Jesús, la situación de despedida: mientras Jesús estaba en la tierra con los suyos, «guardaba» a los discipulos, los mantuvo en el ámbito de la revelación; más aún, los protegió y preservó de tal modo que ninguno se perdió, si no es Judas, al que aquí se alude sin nombrarle y señalándole sólo como «el hijo de la perdición». Pero que tal ocurriera no fue una deficiencia de Jesús, como lo afirma la referencia al cumplimiento escriturístico. Su «perdición» estaba ya, en cierto modo, planeada. En el presente pasaje no tenemos por qué entrar en la solución del problema de cómo armonizar la planeada «perdición» de Judas, el cumplimiento de la Escritura y la valoración como culpa humana. El texto quiere decir: la perdición de Judas no hay que ponerla en el «debe» de Jesús, que ha cumplido a la perfección el encargo de preservar a los discípulos. Lo decisivo es que ahora hay «otro» que debe guardar a la comunidad; ella necesita otro protector; y lo verdaderamente curioso es que no se mencione en este pasaje al Paráclito, al Espíritu Santo, lo que aquí encajaría perfectamente con el contenido.

Es importante que la idea de Jesús al Padre represente para los discípulos el comienzo de una alegría colmada176; la muerte y la resurrección de Jesús son para los discípulos el comienzo de la salvación escatológica; más aún, ésa es ya la «alegría enteramente colmada», como el mundo no puede darla, ni tampoco recibirla. «Es la alegria de él la que debe serles comunicada; ello quiere decir que no deben recibir una alegría de la naturaleza de la suya personal, sino que la misma alegría de él pasará a ser la de ellos; y ello porque la alegría de los discípulos se funda en la de Jesús, si es que en ellos se realiza el sentido de su venida y de su marcha como del acontecer escatológico». Dicho de otro modo: como la comunidad participa por la fe en la vida eterna de Cristo resucitado, participa también de su alegría, pues la presencia de esa vida constituye el fundamento de la alegria. Si la capacidad vital humana como tal está ya vinculada a la alegría, se trata realmente de la vida eterna.

La presencia de la salvación está asegurada por la palabra de Dios. Jesús ha otorgado esa palabra a los discípulos. La palabra es la que suscita y engendra la vida, y la que también ha separado ya a la comunidad del «mundo». Por ello resulta perfectamente lógica la afirmación del versículo 14b de que el odio del mundo perseguirá a los discípulos, porque ya no son «del mundo», como ni tampoco lo es el propio revelador. Los creyentes han logrado participar en el origen del revelador. No en razón «de un parentesco natural» con él, como lo entendieron las doctrinas gnósticas, sino porque a través de la fe «han nacido de Dios», según fórmula del prólogo (1,13), o «han nacido del agua y del Espíritu» (cf. 3,1-6). Mediante la decisión histórica de la fe, los creyentes han obtenido un nuevo origen de Dios; de ahí que ya no sean del mundo. Y, como antes al revelador, así también les persigue el «odio del mundo» (cf. 15,18.19).

Comoquiera que sea, lo que cuenta para la comunidad es su «estar en el mundo» (v. 15): la fe y la pertenencia de la comunidad a Dios no significan que pueda vivir en una zona «libre de asaltos», a resguardo de todos los ataques. Por lo que respecta a la hostilidad de parte del mundo, la comunidad no goza en definitiva de seguridad, y hasta queda expuesta al odio a muerte del mundo. La protección de Dios no representa en ningún caso para la fe un «mundo feliz» en esta vida. De lo que debe ser preservada la comunidad es ciertamente del «mal» (o también «el maligno», pues gramaticalmente ambas traducciones son posibles; en esta segunda hipótesis sería el diablo al que la comunidad no debe ser entregada). El poder del mal se caracteriza, según Juan, sobre todo por la incredulidad, la mentira y el odio; toda una conducta errada que pone en peligro la vida como tal. De ello debe la comunidad mantenerse a salvo, pues eso la arrancaría de su origen divino y la aniquilaría. Mientras Jesús no tuvo participación alguna en el mal, en el presente pasaje está el único peligro grave para la comunidad, de tal modo que esa súplica aparece con una singular urgencia. Mas también aquí cuenta el que la comunidad, a una con Jesús, «no es de este mundo», sino que pertenece al bando de Dios; no está abandonada con sus solas fuerzas a las acometidas del poder maléfico, pues en tal caso estaría realmente perdida. Eso no es desde luego logro y mérito de la comunidad: no es ella la que se ha situado a sí misma del lado de Dios, sino que el propio Dios la ha puesto de su lado en Jesús.

La comunidad necesita por ello de la santificación, es decir, de la acomodación permanente a la índole y naturaleza de Dios: «Santifícalos en (o por) la verdad» (v. 17). Para Juan la «verdad» es la característica esencial de Dios y su revelación, de tal modo que «palabra de Dios» y «verdad» son una misma cosa. «Verdad» es aquello que sale al paso del hombre por Jesús, hasta el punto de que Juan puede decir: «Si vosotros permanecéis en mi palabra, sois verdaderamente discípulos míos: conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (/Jn/08/31s). Con ello no se indica naturalmente un concepto teórico de «verdad», sino que es la misma realidad divina en su apertura e irradiación hacia el hombre; el hombre es santificado por la verdad, de modo que es liberado por ella. Esa verdad le transforma, acercándole al Dios de la verdad y del amor. La comunidad de Jesús necesita en todo tiempo de esa santificación, porque sus miembros proceden «del mundo», la lejanía y enajenación de Dios, y porque con sus solas fuerzas no podrían llevar a término la aproximación al Dios de la verdad y del amor. Santificación en cuanto acercamiento a Dios es un proceso constante que para el hombre no termina nunca.

La comunidad, no obstante -y esto es lo último que se afirma en esta sección-, participa en la misión de Jesús. «Como tú me enviaste al mundo, también yo los voy a enviar al mundo. Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad» (v. 18s). Con la partida de Jesús no cesa su misión por parte del Padre. Más bien la misión de Jesús continúa en la misión de la comunidad de discípulos. Juan no utiliza el primitivo concepto eclesial de apóstol (tal designación sólo aparece una vez en el cuarto evangelio, en 13,16, con el significado general de enviado). Según Juan, Jesús es, en exclusiva. «el enviado de Dios». La comunidad sólo puede testificar que Jesús ha sido enviado por Dios, y entender su propia misión como prolongación de la misión personal de Jesús. El concepto de apostólico alcanza en este pasaje un sentido peculiar: la comunidad es apostólica por haber nacido única y exclusivamente del envío de Jesús por Dios, y en Jesús se mantiene fundamentalmente. El origen de Jesús constituye a la vez la condición de enviada de la comunidad. Desde su origen, pues, la comunidad está destinada y marcada por lo «misionero»; porque prolonga la misión de Dios, ha asumido también la responsabilidad soteriológica de Jesús en favor del mundo. El objetivo de ese envío es y sigue siendo para siempre el «mundo».

La posibilidad de que la comunidad prolongue la misión de Jesús al mundo radica en definitiva en que el propio Jesús se «santifica» por los discípulos. En este pasaje el verbo santificar recibe una nueva acepción: santificar equivale aquí a «dedicar, ofrecer como víctima», y hay que pensar -como lo indica la expresión «por ellos»- en la muerte salvadora y vicaria de Jesús, en el compromiso del «amor hasta el extremo». En consecuencia, la muerte de Jesús en cruz se entiende como una «consagración», como una «muerte sacrificial», que contiene a la vez para los creyentes la «santificación por la verdad». Gracias a la muerte sacrificial de Jesús la comunidad es asumida en el ámbito de la santidad divina. Pues es también claro a todas luces que la misión de la comunidad al mundo se da siempre asimismo bajo el signo del sacrificio por el mundo, lo que puede incluir la pérdida de la vida terrena. Misión, testimonio de fe y capacidad de creer permanecen, según Juan, vinculados al «sacrificio» y, por ende, también a la cruz de Jesús.

3. ORACIÓN POR LA COMUNIDAD (Jn/17/20-24)

20 «No sólo por éstos te ruego,

sino también por los que, mediante su palabra,

van a creer en mí.

21 Que todos sean uno.

Como tú, Padre, en mí y yo en ti,

que también ellos estén en nosotros,

y así el mundo crea que tú me enviaste.

22 Y la gloria que me has dado,

yo la he dado a ellos,

para que sean uno, como nosotros somos uno.

23 Yo en ellos, y tú en mí,

para que lleguen a ser consumados en uno,

y así el mundo conozca que tú me enviaste

y que los has amado como tú me has amado a mí.»

24 Padre,

quiero que los que tú me has dado

estén también conmigo donde voy a estar,

y así contemplen mi gloria,

la que me has dado

porque me has amado desde antes de la creación del mundo.

Aunque ya en la primera generación (v. 6ss) se había hablado a la comunidad cristiana como tal, es sólo en los v. 20ss cuando se contempla a la Iglesia en su prolongación temporal: «No sólo por éstos te ruego, sino también por los que, mediante su palabra, van a creer en mí...» (v. 20). Los discípulos de la primera hora han recibido la palabra de Jesús mismo. Y, mediante la acogida de la palabra, han obtenido parte en la misión de Jesús, como lo indica el versículo 18. La palabra traída por Jesús al mundo continúa su marcha. Siempre habrá hombres que, por el testimonio de los discípulos, llegarán a creer en Jesús. Y así se repetirá de continuo el proceso de que los nuevos discípulos ganados se conviertan en mensajeros de la fe para la generación siguiente. Vista así, la relación entre la generación primera y la segunda es una relación ejemplar. Al mismo tiempo se indica ahí que es el Cristo viviente en persona el que hace posible la fe mediante la palabra de sus discípulos y la predicación de la Iglesia. Jamás podrá suceder que la Iglesia ocupe el puesto de Jesús. En el fondo ella sólo puede testificar lo que Jesús le ha entregado, y eso -en el sentido de Juan- quiere decir que debe testificar «al único Dios verdadero y al que enviaste, Jesucristo» (v. 3). En el evangelio se encuentra en definitiva el propio Jesucristo. En la interpretación de Juan, el evangelio no es otra cosa que el Cristo que se proclama a sí mismo por boca de sus discípulos.

Ciertamente no es casual que en este pasaje se exprese por primera vez de forma enfática la unidad de los creyentes como el objetivo primero de cara a la Iglesia de todos los tiempos: «...que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que también ellos estén en nosotros, y así el mundo crea que tú me enviaste...» (v. 21). Esto ya había sido preludiado en el v. 11: «...para que, lo mismo que nosotros, sean uno». Ese «todos» debe entenderse tanto en el sentido de una prolongación y continuidad temporal como espacial. Por la predicación y la fe nace también la continuidad histórico-temporal de la comunidad así como su unión y trabazón por toda la ecumene. Además, si Juan acentúa tanto y pone en el centro la unidad de la comunidad de los discípulos como unidad de todos los creyentes, de todos los cristianos, debe tener sus motivos para ello. Cabe suponer sin duda que en su tiempo esa unidad ya no se entendía como algo natural y espontáneo. Posiblemente en la oración de despedida de Jesús se transparenta ya la imagen de una Iglesia ideal, como la que, sin género de duda, se había dado en tiempo de los primeros discípulos con la presencia de Jesús. Entonces la única excepción había sido la de Judas, y su destino ya lo había tenido Dios en cuenta (v. 12). Ahora, en tiempo del evangelista, es decir en la segunda y, muy probablemente en la tercera generación las cosas habían cambiado.

En verdad el problema de la unidad de la Iglesia había desempeñado ya un papel desde los primeros orígenes y, bien considerado, no podía ser de otro modo con el crecimiento constante de la comunidad primitiva. La unidad de la Iglesia no era un hecho espontáneo; más bien había que reconquistarla renovadamente. Los cuadros neotestamentarios de la primera época cristiana contienen evidentemente rasgos de fuerte idealismo y ejemplaridad, como cuando leemos: «Uno era el corazón y una el alma de la muchedumbre de los que habían creído, y nadie consideraba propio nada de lo que poseía, sino que todo lo tenían en común» (Act 4,32). Cuando Lucas escribe en ese tono, está predicando a la Iglesia de su tiempo cómo deberían discurrir realmente las cosas en ella. La mirada retrospectiva a los comienzos gloriosos se convierte en la motivación ética del propio presente. Cuantos más eran los nuevos seguidores que se suman a la comunidad cristiana, cuanto más se dilataban las comunidades, cuanto más se dejaba sentir el factor tiempo y, en consecuencia, más se hacía notar la historia, tanto más apremiante debió perfilarse también el problema de la unidad de la comunidad.

Según los Hechos de los apóstoles, las primeras tensiones se dejaron sentir en Ia Iglesia primitiva con ocasión de la comunidad de bienes -como tensiones sociales (Act 5,1-11; Ananías y Safira)-, y luego entre los «hebreos» y los «helenistas», es decir, entre la porción comunitaria que hablaba arameo -y a la que sin duda pertenecían los primeros discípulos de Jesús- y la porción de lengua griega, que congregaba principalmente a los judíos de la diáspora convertidos al cristianismo. Las tensiones ciertamente que no debieron de referirse sólo a la solicitud por los pobres, sino también a cuestiones teológicas fundamentales de la piedad legal y sobre todo de la fe en el Mesías Jesús y de sus posibles consecuencias en relación con el judaísmo (cf. Act 6 y 7). Con el apóstol Pablo se llega a nuevas tensiones entre los judeo-cristianos de actitud conservadora, que querían imponer la ley mosaica como obligatoria para todos los cristianos, y los defensores de la misión a los gentiles libre de la ley, y cuya cabeza rectora era ya para entonces el apóstol Pablo. El concilio de los apóstoles (Act 15,1-35; Gál 2,1-10) logró un consenso en este punto, salvando así la unidad de la Iglesia. En el llamado incidente antioqueno (Gál 2,11-21), en que Pablo «se opuso abiertamente» a Pedro, casi se habría llegado a una ruptura sin paliativos entre la parte judeo-cristiana y la étnica-cristiana, a una división de la Iglesia en todo su alcance. Sabemos además que en la comunidad de Corinto muy pronto se llegó a la formación de grupos que amenazaban desde dentro la unidad eclesial. «Porque, hermanos míos, los de Cloe me han informado que entre vosotros hay discordias. Me refiero a que cada uno de vosotros dice: Yo soy de Pablo, Yo de Apolo, Yo de Cefas, Yo de Cristo ¿Es que Cristo está dividido? ¿Fue Pablo crucificado por vosotros, o recibisteis el bautismo en nombre de Pablo?» ( lCor 1,11-13).

Los ejemplos podrían multiplicarse. Con el establecimiento de las comunidades cristianas se planteó también el problema de su unidad, es decir, de su cohesión interna, de la comunión de vida y doctrina. Las cartas del apóstol Pablo a las comunidades muestran que desde el comienzo sus esfuerzos se dirigían a mantener o restablecer la unidad y a fortalecer además los lazos de unión entre las distintas comunidades. En el marco del desarrollo del catolicismo primitivo a la gran iglesia este problema debió presentarse con caracteres aún más urgentes. El evangelio de Juan está evidentemente dentro de esta fase del desarrollo.

¿Cómo se intentó solucionar este problema? Había desde luego distintas posibilidades. Pablo llama a los divididos corintios al terreno de un solo y común evangelio, al terreno del mensaje de la cruz (lCor 1,17ss). Para Pablo la unidad comunitaria no es, en primer término, un problema de organización o sociológico, sino una realidad espiritual (cf. especialmente lCor 12 y 13). Si se quiere mantener la unidad, ello se alcanza recordando a los fieles los fundamentos espirituales de su existencia cristiana, especialmente los dones de la gracia (carismas) y, sobre todo, el amor (lCor 13). En la carta a los Efesios, que no se debe a Pablo, sino que pertenece a una época posterior (ha. el 80 d.C.) se mencionan ya algunas determinadas «notas de la unidad»: «...esforzándoos en guardar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz: un solo cuerpo y un solo Espíritu, como también fuisteis llamados a una sola esperanza de vuestra vocación. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo. Un solo Dios y Padre de todos, el que está sobre todos, mediante todos actúa y está en todos» (Ef 4,3-6).

La idea de unidad desempeña un papel especialmente importante en las cartas del obispo S. Ignacio Antioquía, que sufrió el martirio en Roma, hacia el año 110 o algo después, bajo el emperador Trajano. Por ello su concepto de la unidad es de gran interés, porque hay que colocar sus cartas poco tiempo después del evangelio de Juan y porque adopta una posición que muy pronto iba a imponerse en la Iglesia antigua y que presenta unas diferencias típicas respecto de la unidad joánica. Así Ignacio advierte a su colega episcopal Policarpo de Esmirna: «Cuida de la unidad, no hay nada mejor que ella» (Ign., Pol. 1,2). Y a la comunidad de Efeso escribe: «Por eso os conviene sentir a una con el obispo, cosa que ya hacéis. Pues, vuestro presbiterio, digno de Dios, que lleva con razón su nombre, está tan unido con el obispo como las cuerdas con la cítara. Por ello canta con vuestra colaboración y amor armonioso la canción de Jesucristo. Pero uno por uno debéis formar un coro, para que cantéis en colaboración, recojáis la melodía de Dios en unidad y cantéis acordes al Padre por Jesucristo, a fin de que os escuche y por vuestras buenas obras os reconozca como miembros de su Hijo. Es pues conveniente que viváis en unidad intachable, para que también participéis siempre de Dios. Pues si en tan poco tiempo he llegado a establecer una relación tan íntima con vuestro obispo no de índole humana sino espiritual, con tanta mayor razón os alabo y bendigo porque estáis tan estrechamente unidos (con él) como la Iglesia con Jesucristo y Jesucristo con el Padre, a fin de que todo suene en unidad» (Ign., Efes, 4,1-5,1). Y a la comunidad de Filadelfia escribe: «Ahora bien, yo hice lo mío, como un hombre creado para la unión. Pero donde domina la división y la irritación, allí no habita Dios. Ciertamente que el Señor perdona a cuantos desean convertirse y se convierten a la unidad de Dios y a la congregación del consejo del obispo» (Ign., Filad. 8,1).

Como lo indican los textos, Ignacio conoce perfectamente la idea de la unidad espiritual, por la que la Iglesia está unida con Jesucristo, y Jesucristo está unido con el Padre. Y Dios, que promete la unidad, es a la vez esa misma unidad (Ign., Tral. 11,2). Por lo demás, salta a la vista que en Ignacio junto a la unidad ortodoxo-espi ritual se pone directamente la unidad con el obispo y su presbiterio. La conversión a la unidad de Dios y a la asamblea del consejo del obispo es para Ignacio la misma cosa. Para el obispo de Antioquía el obispo con el presbiterio y los diáconos es el signo visible al tiempo que el fiador de la unidad de la Iglesia y de la consiguiente unidad de todos los creyentes con Cristo y con Dios. El elemento eclesiástico-institucional alcanza en la interpretación ignaciana de la unidad una importancia que en ese aspecto nunca había tenido hasta entonces.

Si se comparan las afirmaciones joánicas de 17,20-24, saltan a la vista las diferencias: esta importancia institucional del obispo y del presbiterio, al parecer, no desempeña todavía en Juan un papel claramente reconocible. Para el cuarto evangelio la unidad de la comunidad se funda más bien directamente en el modelo divino: «como tú, Padre, en mí y yo en ti» (v. 21a). Se encuentra aquí de nuevo la fórmula joánica de inmanencia, que define la relación mutua de las personas divinas del Padre y del Hijo como un recíproco estar dentro o inserción, es decir, la que en definitiva sólo es posible mediante el amor (cf. v. 23). Esa inserción viva, recíproca y sostenida por el amor, es el fundamento espiritual de la unidad de la comunidad creyente de Jesús. Tal unidad hay que concebirla ciertamente con una estructura similar, a saber: como unidad que hace posible el propio amor divino y que, a su vez, refleja, aunque todavía con algún defecto, la unidad divina. En virtud de tal unidad la comunidad se convierte en testimonio permanente de Jesús frente al mundo: «...y así el mundo crea que tú me enviaste» (v. 21b). La unidad comunitaria es tan convincente y maravillosa que puede arrastrar al mundo hasta la fe en Jesús. Lo que implica, a la inversa, la idea de que la discordia, el odio y la división de la comunidad provocan y cimentan la incredulidad de ese mismo mundo.

El versículo 22 amplia aún más la afirmación, al agregar que la comunidad participa de la gloria de Jesús. El Señor ha puesto sobre la comunidad la aureola divina, que personalmente había recibido del Padre, se la ha transmitido para que también aquí quede claro una vez más que la unidad de la comunidad, que es un reflejo de la unidad divina en el mundo, no constituye un logro moral u organizativo de la comunidad, sino única y exclusivamente un don de Dios. La comunidad no puede ser por sí misma la fiadora de esa unidad; sólo puede alcanzarla y dar testimonio de la misma por su permanente vinculación con Jesús. A la vez quiere decir que, mientras la comunidad se oriente hacia Jesús en persona, no debe temer por su unidad. Entonces no le faltará tampoco ese don. Pues es el propio Cristo glorioso y presente el que constituye el centro y también el fundamento de la unidad.

Si la unidad es el don de Cristo, presente en la comunidad, quiere decir también que ésta no tiene esa unidad como una posesión firme para siempre, sino que está a la vez en camino hacia la unidad, en camino hacia la unidad completa y colmada: «Yo en ellos, y tú en mí, para que lleguen a ser consumados en uno, y así el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado como tú me has amado a mí.» La unidad consumada es también para la comunidad su futuro; la unidad sigue siempre ante sus ojos, como su propia consumación en el mismo amor divino. En sentido joánico la unidad de la Iglesia hay que entenderla en definitiva desde la escatología. De cualquier modo no es la unidad en una acepción universal, sino que es más bien el don del revelador y de la revelación, fruto del acontecimiento salvífico. Por ello, nadie la puede forzar, ni siquiera las instancias eclesiásticas. A la escatología joánica responde el que la unidad de la comunidad Iglesia puede calificarse como una realidad ya dada por la obra soteriológica de Jesús y que, al propio tiempo, se contemple como una realidad futura, cuya consumación está por llegar. Para Juan la unidad es ambas cosas: don presente y meta futura y constante de cuantos creen. Se expresa así también el que la unidad esté siempre en tela de juicio por el simple hecho de «estar en el mundo», que es la condición de los discípulos. Como unidad mundana y visible está en peligro, y no se identifica simple y llanamente con la unidad escatológica y consumada. Con razón advierte al respecto R. Bultmann: «Esa unidad siempre está en tela de juicio a lo largo de la historia de la comunidad; corre el peligro de ser olvidada y hasta negada por completo. Y, sin embargo, del conocimiento de esa unidad depende el que la comunidad conserve su carácter de comunidad escatológica y amundana, que no se funda ni se mantiene sobre ningún otro cimiento que el acontecer escatológico de la revelación». Si la unidad comunitaria ha de ser un testimonio de fe para el mundo, ciertamente que debe conservar también su lado visible. Desde sus supuestos, Juan no podía pensar en una unidad totalmente invisible. Pero ahí está el peligro de entender la unidad de la Iglesia no ya desde su fundamento espiritual, sino en pretender asegurarla prevalentemente desde lo institucional. Ese es, al parecer, el camino que siguió Ignacio de Antioquía, y que Juan evitó por sus buenos motivos.

El versículo 24 expresa aún la súplica por la consumación de la comunidad, después de haber dicho ya en el versículo 23b que, en definitiva, el amor único e indiviso de Dios abarca la comunidad cristiana, de suerte que el amor de Dios a Jesús y a sus discípulos se describe como un movimiento amoroso único. De ahí que la consumación de la comunidad sólo pueda lograrse por completo en el amor. La comunidad se mueve en el seguimiento del revelador Jesús. Y ese seguimiento conduce -como lo manifiestan repetidas veces los discursos de despedida- a través del «camino», que es Jesús, a la contemplación abierta de la gloria divina. Es participación segura e inalienable en el amor divino, como el que se da sin trabas entre Padre e Hijo desde toda la eternidad. Así se cierra el círculo.

4. FINAL DE LA ORACION (Jn/17/25-26)

25 «Padre justo,

realmente el mundo no te conoce,

pero yo sí te conozco,

y éstos han conocido que tú me enviaste.

26 Y les he revelado tu nombre,

y se lo seguiré revelando,

para que el amor con que me has amado

esté con ellos, y en ellos también yo.»

Empieza un nuevo párrafo: «Padre justo...», que termina la oración de despedida de Jesús. La conclusión recoge una vez más todos los motivos esenciales de la plegaria, al tiempo que reafirma que en esta oración queda abierto el verdadero lugar de la comunidad creyente. Ese lugar no es otro que el amor divino, del que ha venido el revelador Jesús y al que vuelve de nuevo. Su objetivo era y sigue siendo para todo el tiempo futuro el de abrir ese espacio a los creyentes y el de introducirlos en él.


Meditación

De entre los diversos temas que afloran en la oración de despedida de Jesús sólo vamos a tomar aquí en consideración el de la unidad de la Iglesia o de las iglesias. Cierto que el concepto de unidad es tan polivalente -y se emplea con tanta frecuencia- que resulta difícil una interpretación clara y unívoca del mismo. Especial atención requiere sobre todo cuando se aplica a formaciones humanas, grupos y personas que las integran. Las agrupaciones humanas están sujetas a condicionamientos peculiares. Aquí habrá que referirse sólo al peligro de ver los grupos humanos o la sociedad bajo un módulo de unidad abstracto, dejando al margen las condiciones de la unidad de las personas. Hay que distinguir entre la mera unidad organizativa de las multitudes y la unidad de las agrupaciones humanas y de las creaciones sociales e históricas. En definitiva, la unidad de la comunidad creyente plantea una vez más un problema específico.

En todo el evangelio de Juan, y no sólo en la oración de despedida, la idea de unidad desempeña siempre un papel importante. En el pasaje del buen pastor se dice: «Yo soy el buen pastor: yo conozco las mías y las mías me conocen a mí, como el Padre me conoce a mí, y yo conozco al Padre, y doy mi vida por las ovejas. Tengo además otras ovejas que no son de este redil: también a ellas tengo que conducirlas; ellas oirán mi voz, y habrá un solo rebaño, un solo pastor» (Jn 10,14-16). Según esto, la tarea de Jesús como «el buen pastor» es congregar a los hombres en un «solo rebaño», es decir, en el único «pueblo de Dios». Las «otras ovejas» se oponen aquí a «las mías», a los discípulos de Jesús. Hay, pues, ya de una parte el grupo firme de la «comunidad de discípulos», que pertenece a Jesús como el verdadero guía salvador, y de otra, «los otros», que son todos los hombres sin excepción, en una universalidad indeterminada. La misión de Jesús se extiende también a ellos, pues es la suya una misión simplemente universal. De modo parecido suena una réplica del evangelista a la observación del sumo sacerdote Caifás: «Pero uno de ellos (de los pontífices y fariseos), Caifás, que era sumo sacerdote aquel año, les dijo: «Vosotros no entendéis nada; no os dais cuenta de que más os conviene que un solo hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación vaya a la ruina." Pero no lo dijo esto por su cuenta; sino que, como era sumo sacerdote aquel año, profetizó que Jesús iba a morir por Ia nación, y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11,49-52).

La persona de Jesús, y en especial su muerte, aceptada por amor, tiene según Juan una importancia capital para la congregación de los hombres con vistas a la unidad del pueblo escatológico de Dios. En ese contexto está pensada la unidad escatológica; es la meta del acontecer salvífico, y como tal subyace a todos los esfuerzos humanos por la unidad. Pero Juan está persuadido de que con Jesús ya ha sido echado el cimiento inconmovible para la unidad. Según él, la unidad comunitaria se sostiene sobre la palabra y la obra de Jesús; vista así, no es en modo alguno una realidad puramente futura, sino ya algo presente en la comunidad y en su vinculación a Cristo. Por eso hablamos del fundamento espiritual de la unidad. Juan lo expresa de tal modo que ve la unidad de la comunidad de discípulos en correlación con su propia unidad con Dios, con el Padre: «...y las mías me conocen a mí, como el Padre me conoce a mí y yo conozco al Padre» (10,15); «para que lo mismo que nosotros sean uno» (17,11); «que todos sean uno; como tú, Padre, en mí y yo en ti, que también ellos estén en nosotros, y así el mundo crea que tú me enviaste» (17,21). Así entendida la unidad comunitaria, que tiene su fundamento y modelo en la divina unidad del Padre y del Hijo, va evidentemente más allá de la unidad de organización o sociológica. No es ya de índole natural y humana, sino sobrenatural y divina. Es la unidad en correspondencia con la fe, que no se puede hacer, y menos aún forzar mediante un mandato humano. Tampoco ningún jerarca eclesiástico puede disponer en absoluto de la unidad, pues ello significaría que querría constituir por sí mismo el fundamento de la unidad. La unidad ha de pedirse; es decir, ha de recibirse y conservarse como un don. Mas, como tal unidad espiritual está dada de antemano a la comunidad de discípulos, en virtud de la promesa escatológica de Jesús. En este sentido se puede decir con H. Schlier: «Así, pues, según el Nuevo Testamento la unidad de la Iglesia es ya una realidad dada, y no sólo algo que deban crear los creyentes, es una realidad presente y actual y no sólo futura, la unidad histórica y concreta, y no sólo la ideal y genérica del único pueblo de Dios, que es el único cuerpo de Cristo y el solo templo del Espíritu Santo, que conserva y fomenta su unidad en la comunión única y unificadora de los creyentes». En ningún caso hay que perder de vista que, según Juan, la unidad divina de la Iglesia tiene su fundamento permanente en Dios y en Jesucristo y que es necesario diferenciar de la misma los elementos empírico-históricos que también entran en la unidad. La comunidad debe -y ése es el sentido de la súplica de Jesús- mantenerse en la unidad. Por lo mismo, la contraposición entre unidad universal ideal y unidad histórica concreta no responde al planteamiento real de Juan. Pues la unidad espiritual en Dios y en Jesucristo es para la fe algo absolutamente real y serio, y la unidad comunitaria depende por completo y en exclusiva de aquélla, porque no es producto de la comunidad.

Por otra parte, esto significa que la unidad de la Iglesia de Cristo no cesará nunca, pese a las discordias y divisiones humanas. Si la unidad de las Iglesias es ante todo un don de Dios y de Cristo, un regalo divino del que el hombre no puede disponer, tampoco se puede actuar en el plano humano, histórico, de las iglesias y confesiones, cual si esa unidad fuera más bien asunto de habilidad u organización humana, o incluso de los ministros de la Iglesia. Volveremos sobre el tema. En el fondo todas las iglesias, todas las confesiones eclesiásticas están y permanecen referidas a esa idea de unidad, y todas participan de ella, porque en el fondo de su existencia están ligadas a la unidad divina por la fe, y no pueden separarse de la misma. La reflexión detenida sobre este punto alumbra un nuevo aspecto de la «reunificación»: ésta no puede entenderse como un retorno a Roma bajo la autoridad suprema del papa. Más bien ha de entenderse como la pregunta de las iglesias por el verdadero fundamento espiritual de su existencia y como un renovado movimiento hacia su centro más íntimo. Las iglesias deben encontrarse en Cristo. También el papa debe honestamente tomar parte en esa pregunta y en dicho movimiento, pues no está desligado del asunto, ni puede tampoco disponer de la unidad. Por lo demás, existe un derecho relativo de la concepción católica tradicional, según la cual la unidad de la Iglesia ya está dada sin que hayan de establecerla las iglesias confesionales. Ese derecho relativo consiste en la referencia a la unidad de la Iglesia realmente dada de antemano en Dios y en Jesucristo. En la medida en que el papa testimonia esa unidad y se sabe al servicio de la misma, legitima también su propio ministerio.

Del don de la unidad deriva además la obligación de mantenerla en la realidad histórica, concreta, restablecerla, dar testimonio de la misma, etc. También en ese esfuerzo se puede reflexionar sobre la palabra de Pascal: «No me buscarías, si ya no me hubieras encontrado.» En consecuencia, el esfuerzo de las iglesias por la unidad sólo puede entenderse como el esfuerzo siempre renovado por hallar el único fundamento de la unidad establecido de antemano por Dios y por Jesucristo, y por reunirse y unificarse de continuo sobre el mismo. La problemática decisiva está desde luego en el aspecto empírico histórico. Y es ahí donde advertimos claramente que el problema entre una Iglesia y el de numerosas iglesias confesionales no puede solucionarse con exigencias unitarias puramente dogmáticas. Y aunque Roma tenga razón, como queda dicho, al apoyarse a la unidad ya existente y que no ha de establecerse a posteriori, sería falso, sin embargo, actuar en ese punto cual si ella misma no hubiera tenido parte en la escisión eclesiástica, cual si en todas sus manifestaciones históricas concretas siguiera siendo siempre la una sancta, catholica et apostolica Ecclesia. Por su culpabilidad nada insignificante, la Iglesia católica romana se ha convertido en una iglesia confesional particular, y tal como es ahora ya no refleja la plenitud universal de lo cristiano. Esa plenitud de lo cristiano aquí y hoy sólo se manifiesta en el conjunto de todas las iglesias y grupos cristianos.

La Iglesia una, que jamás ha dejado de existir por virtud de la gracia divina, existe en un mundo histórico plural de hombres, pueblos, culturas, épocas, tiempos, etc. Como realidad social humana está también sujeta a ciertas normas mundanas, como las que rigen para todos los grandes grupos, por lo que puede describirse y explicarse con unas categorías sociológicas. Y, por fin, en razón justamente de su existencia histórica concreta, no sólo es el Cristo viviente, el cuerpo de Cristo, sino también la Iglesia de los pecadores, debido asimismo a sus implicaciones en los asuntos y negocios mundanos de toda índole. Mientras la doctrina de la Iglesia, la eclesiología, se limita sólo a la exposición teológico-dogmática, dejando de lado el aspecto histórico- sociológico, con todos los problemas que plantea, difíciles y a menudo incómodos, no hace sino fomentar una táctica de disimulo y permanece prisionera de una falsa conciencia.

También, por lo que a la unidad se refiere, está la Iglesia en permanente tensión histórico-escatológica entre el ya y el todavía no. La unidad sigue siendo, pues, una tarea permanente, sigue siendo la meta esperanzada, y la consumación de la unidad desde el aspecto escatológico sólo puede ser la consumada obra de Dios mismo. Con estas consideraciones ante los ojos, el hecho de las muchas iglesias confesionales adquiere una nueva significación positiva. Lo que se presenta en esas numerosas iglesias no es sólo una apostasía de la única Iglesia verdadera, sino también una mayor exposición y un mayor desarrollo histórico de la plenitud cristiana; pues no se debe olvidar que la apostasía de la Iglesia antigua respecto del evangelio de Jesús precedió con mucha frecuencia a las nuevas divisiones, y por ello no ha de verse de un modo unilateral. Frente a la pluralidad de las confesiones hemos de acostumbrarnos a hablar de una felix culpa.

Para la comprensión de la unidad escatológico-histórica el pensamiento histórico ofrece una ayuda preciosa y casi insustituible. Asimismo los modernos conocimientos sociológicos y socio-psicológicos ponen en nuestras manos unas posibilidades ricas para comprender los cismas y herejías, sus motivaciones, orígenes y desarrollo, mejor que el simple estudio del aspecto dogmático. De ese modo podrá superarse la idea de unidad de la Iglesia, defendida por una mentalidad de poder.

Hemos visto cómo, en Ignacio de Antioquía, la idea de unidad se desplaza fuertemente hacia el elemento institucional, y sobre todo hacia el episcopado. Al obispo monárquico se le consideró entonces preferentemente como garantía de la unidad, lo que tuvo, por supuesto, sus consecuencias. Las encontramos claramente expresadas en el escrito de ·Cipriano-san (ha. 200-258), obispo de Cartago, titulado Sobre la unidad de la Iglesia católica. Las fórmulas de dicho escrito iban a ser de importancia capital para el futuro. Cipriano refiere la palabra sobre la roca de Mt 16, 18s: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia...», a la unidad; «a fin de destacar claramente la unidad, el Señor ha dispuesto con su palabra poderosa que el origen de esa unidad derive de uno. Cierto que también los demás apóstoles fueron dotados, como Pedro lo ha sido, de la misma participación en honor y poder; pero el origen arranca de la unidad para que la Iglesia de Cristo se demuestre una» (c. 4). ¿Cómo se puede realmente estar firme en la fe, no apoyándose en la unidad? Es misión de los obispos sobre todo asegurar la unidad: «Esa unidad debemos conservarla y defenderla sobre todo nosotros, los obispos, que tenemos la prelacía en la Iglesia, a fin de que presentemos también el ministerio episcopal mismo como una realidad única e indivisa» (c. 5). Quienes ponen en peligro o incluso destruyen la unidad de la Iglesia, cometen, según Cipriano, «adulterio» en un sentido espiritual. «Todo el que se separa de la Iglesia y se une a una adúltera -entendiendo por tal a los grupos heréticos o cismáticos-, se excluye de las promesas de la Iglesia, y quien abandona la Iglesia de Cristo no alcanzará tampoco las recompensas de Cristo. Ese tal es un extraño, un profano, un enemigo (alienus est, profanus est, hostis est). No puede tener a Dios por Padre el que no tiene a la Iglesia por madre. Si alguien pudo salvarse estando fuera del arca de Noé, sería como el que pretende salvarse estando fuera de la Iglesia. El Señor exhorta y dice: «Quien no está conmigo está contra mí, y el que conmigo no recoge, desparrama.» El que rompe la paz y armonía de Cristo, obra contra Cristo. Quien recoge en cualquier otro lugar, fuera de la Iglesia de Cristo, dispersa la Iglesia de Cristo... Quien no mantiene esa unidad, no guarda la ley de Dios; quien no mantiene la fe en el Padre y el Hijo, tampoco se mantiene en la vida y la salvación» (c. 6).

En ese capítulo 6 acerca de la unidad aparecen las fórmulas que durante siglos han marcado y siguen aún marcando en parte la concepción católica de la Iglesia. La Iglesia es la institución para salvarse en exclusiva, sin la que no se puede llegar a Dios. Nadie puede tener por padre a Dios, si no tiene a la Iglesia por madre. Y sigue luego el conocido axioma: Extra ecclesiam nulla salus (fuera de la Iglesia no hay salvación), formulado aquí retóricamente bajo la imagen del arca de Noé: así como fuera del arca bíblica nadie pudo salvarse del diluvio universal, tampoco se salvará quien se encuentra fuera de la Iglesia. Asimismo, el que abandona la Iglesia se convierte en un extraño (alienus). Cipriano exige repetidas veces que con tales individuos no se debe mantener contacto alguno en adelante: «Hay que apartarse de semejante hombre y huir del que una vez se ha separado de la Iglesia» (c. 17). Se convierte en un profano (profanus), en alguien que está fuera del ámbito sagrado. Profano es lo contrario de sagrado (sacer), y en este contexto reviste la significación de privado de salvación eterna, perdido, en el sentido eclesiástico de proscrito. Más aún, el apóstata se convierte en hostis, «enemigo», al que se le deniega el amor. En Cipriano se encuentra también el axioma de que quien abandona la Iglesia o pone en peligro su unidad, no tiene nunca para ello motivos serios, sino sólo pretextos baladíes. «Nadie crea que los buenos puedan separarse de la Iglesia. No hay viento que pueda llevarse el trigo, ni tempestad que arranque el árbol que ha crecido agarrándose al suelo con fuertes raíces; sólo la paja hueca es la que el viento arrastra de acá para allá, sólo los árboles sin fuerza son arrancados de raíz por el sopIo del huracán» (c. 9). Una persona «buena» no puede jamás abandonar la Iglesia; quienes así obran son siempre «los maIos», la «paja hueca».

Todos estos veredictos morales fueron ahondando en la conciencia eclesiástica, y sus secuelas se dejan sentir todavía hoy. Más aún, los cristianos que se han separado de la Iglesia, es decir, de la gran Iglesia representada por el obispo, si llegan a sufrir la muerte de martirio, no les aprovecha para nada (!). Ni siquiera así se borra «la culpa imperdonable de la discordia». Quien no está dentro de la Iglesia no puede ser un mártir auténtico; para él no hay comunión alguna con Dios. Y si es quemado vivo o arrojado a las fieras como los verdaderos mártires, su muerte no será en tal caso más que un castigo de su infidelidad, un ocaso de desesperación: «Ese tal puede ser muerto, mas no puede ser coronado. Como cristiano se confiesa de la misma manera con que el diablo se hace pasar a menudo por Cristo...» (c. 14). E1 «apóstata» es vituperado en grado máximo.

Se puede facilitar cierta comprensión para esta mentalidad de un obispo del siglo III, cuando se piensa que define la Iglesia, la catholica ecelesia, con el obispo a su cabeza, como el «espacio salvífico», que en modo alguno puede abandonarse si es que realmente se aspira a la salvación. Se comprende también que la unidad sea la máxima preocupación del obispo. Detrás laten también ciertamente unos propósitos pastorales muy concretos. Así y todo, no dejan de extrañar unas delimitaciones y veredictos tan tajantes, aun teniendo en cuenta la formación retórica del escritor que nos ocupa y -lo que pesa aún más- su mentalidad jurídica. Todavía hoy podemos ver los efectos históricos de tales fórmulas, que debemos superar y reelaborar como un pasado «católico», que sin duda viene prolongándose hasta el presente. Sólo un ingenuo talante teológico podría identificarse aún con las mismas.

¿Dónde radica el problema de Cipriano? Radica en la seguridad, increíble para nuestra manera de sentir, con que identifica las fronteras de la Iglesia con las posibilidades e imposibilidades de Dios. Cipriano no teme en proclamar: «La grave e imperdonable culpa de la discordia ni siquiera con los padecimientos se borra» (c. 14). La discordia, el ataque contra la unidad se interpreta aquí como el pecado que no se puede perdonar; por otra parte, la unidad se convierte por sí misma en un valor absoluto. No hay duda de que con ello se instituía un control social eclesiástico extraordinariamente eficaz. Mas las fórmulas de Cipriano se han demostrado en sumo grado peligrosas a lo largo de la historia eclesiástica; se convirtieron en consignas para aniquilar a todos los apóstoles, renegados, etc., o para entregarlos al escarnio. La Iglesia ha fundamentado muy a menudo su «dominio materno» haciendo depender de sí misma la comunión con Dios. Quien quisiera tener a Dios por Padre, había de tener a la Iglesia por madre. Y está sobre todo la fórmula de la Iglesia como la única que salva (extra Ecclesiam nulla salus), con la pretensión de ser la administradora exclusiva de la verdad revelada y de la salvación. Hoy se hacen todos los esfuerzos imaginables por exponer ese «venerable axioma» (de Lubac) de forma que pierda todo su sentido repulsivo, destacando los valores de una fórmula negativa: por la Iglesia y sólo a través de ella nos llega la salvación. Pero ni Cipriano ni la teología lo entendieron con proyección tan positiva. No se trata justamente de una elaborada afirmación teológica objetiva, sino de una fórmula combativa, como lo es en general todo el tratado de la unidad de la Iglesia católica, el escrito de Cipriano para la exhortación y la polémica. Y amenaza drásticamente con la pérdida de la salvación que les espera a todos los «espíritus divididos». Y ése es justamente también el argumento decisivo contra tales fórmulas de la Iglesia «única que salva» y «fuera de la Iglesia no hay salvación»: que se trata de consignas polémicas, destinadas a influir en el cristiano un temor saludable y que, por lo mismo, con la amenaza de perder la salvación debían ejercer una «saludable violencia». Si todo ello es acertado, está claro que ya no cabe defender dichas fórmulas ni la actitud que late bajo ellas.

Unidad y multiplicidad-pluralidad: el problema sólo se puede solucionar recogiendo la tensión vital entre unidad y pluralidad, y orientándolo hacia un futuro fecundo. Eso quiere decir que una interpretación monolítica de la «unidad de la Iglesia» con sus tendencias centralistas, totalitarias y unificadoras bloquea la auténtica comunión eclesial, por lo que se impone su rechazo.

Será bueno que volvamos a referirnos una vez más en el presente pasaje a los primeros orígenes cristianos. Los testimonios del Nuevo Testamento reflejan todavía una auténtica pluralidad de fórmulas confesionales, maneras de pensar y prácticas comunitarias diferentes. Nuestros evangelios conservan cuatro imágenes de Jesús muy distintas entre sí, que no pueden reducirse armónicamente a un común denominador. A ello hay que sumar además la imagen de Pablo y su teología, así como la de los otros escritores neotestamentarios, y se verá claramente que en la «época fundacional» de la Iglesia coexistieron cristologías muy distintas, maneras diferentes de entender y confesar a Jesús, que hubo distintos «cristianismos». El cristianismo de Pablo y de sus comunidades misioneras presenta muchos rasgos que lo diferencian del de Mateo y también del de Marcos, Lucas y Juan. Otro es el carácter que exhibe el cristianismo de la carta de Santiago, y otro distinto el de la carta a los Hebreos. O piénsese, por ejemplo, en las diferencias entre el judeo-cristianismo y el cristianismo de los gentiles convertidos. Tales diferencias no eran menores que las que median hoy entre catolicismo y protestantismo. Con el trabajo de investigación de largas décadas la exégesis ha aprendido a ver las diferencias con mayor claridad que antes. El cristianismo primitivo constaba de una pluralidad de interpretaciones que, de conformidad con el respectivo ambiente socio-espiritual, presentan notables diferencias, aunque no se pueda hablar de «confesiones» en el sentido que se impuso después de la Reforma. La Iglesia antigua resistió felizmente a la tentación de fundir los cuatro evangelios en una sola «armonía evangélica». La empresa la llevó a cabo en el siglo II el sirio Taciano, aunque sin éxito oficial, si bien fuera de los ambientes eclesiásticos oficiales su «armonía» gozó de la simpatía popular.

¿Con diferencias tan graves existe una «unidad» del Nuevo Testamento? Existe ciertamente; sólo que no es una unidad externa y superficial, ni tampoco la unidad verbal de una fórmula dogmática. En definitiva tal unidad se apoya en la persona de Jesús, sobre el que versan los distintos escritos. Pero el único Jesús se refleja de forma diferente en los cuatro Evangelios, en Pablo, etc., como la luz se descompone en los diferentes colores. Además, ningún color podría pretender por sí solo ser el depositario de la luz en su plenitud total. La comparación puede ayudarnos. Existe la unidad, pero es difícil captarla a primera vista. O, dicho de otra manera, sólo existe a una con la pluralidad de diferentes confesiones y teologías. Es sólo a partir del siglo II que empieza a entenderse la unidad como uniformidad. Entonces se trataba ya de la fórmula de fe uniforme (la regula fidei), de la organización uniforme de las distintas iglesias locales, de unas prácticas unitarias para todas las iglesias. A este respecto el enfrentamiento con las antiguas «herejías» jugó un papel importante. En la marcha de la evolución general hacia la gran Iglesia católica las posibilidades de adoptar posiciones y características plurales fueron sacrificadas en aras del concepto de unidad; ello, desde luego, con mayor empeño en el occidente latino que en el oriente griego. Esta nueva concepción «latina» de la unidad, fuertemente uniforme, que ahora se impone, no tolera ya la pluralidad. Ahí radica la diferencia con la posición del Nuevo Testamento, que todavía conoce la pluralidad de confesiones, de imágenes de Jesús y de cristianismo. La dificultad, especialmente para el catolicismo, está en haberse habituado de tal modo a la concepción «latina» de la unidad con todo su uniformismo, que sólo puede entender esa «unidad» como se ha enseñado hasta ahora, en perjuicio de la plenitud cristiana.

Por lo demás, nunca se pudo ahogar por completo el pluralismo. Quien reflexiona sobre la historia no puede pasar por alto que la Iglesia latina occidental en el curso de su historia presenta un desarrollo tan particularista como las iglesias orientales de Bizancio, Rusia, Armenia, etc. Desde esa perspectiva histórica sólo con reservas puede hablarse de una auténtica «catolicidad» (universalidad) de la iglesia latina. Hasta los modestos comienzos de las conferencias episcopales por regiones, promovidas después del concilio Vaticano II, Roma ha intentado siempre imponer la forma eclesiástica latina y su concepción del cristianismo a todos los pueblos y grupos como «la plenitud católica»; de hecho se trataba de una opresión de la auténtica y verdadera «catolicidad». En un enjuiciamiento histórico, la universalidad de Roma y de la iglesia latina no pasa de ser una aspiración que no se corresponde con los datos de la historia. Lo que hay de cierto y verdadero al respecto es que se conservó la idea de la «Iglesia una, santa, católica y apostólica», evitando que desapareciera. La propia Iglesia católica romana debe empezar por redescubrir la catoliddad auténtica y hacer el sitio adecuado a la pluralidad de las iglesias. Esto vale muy particularmente a partir de la gran reforma occidental del siglo XVI. La contrarreforma provocó en el catolicismo una enorme estrechez de miras y una pérdida de la universalidad cristiana. En esa época la Iglesia romana se convirtió a su vez en una Iglesia confesional particular, siguiendo un proceso que se prolonga de hecho hasta finales del siglo XIX. El Concilio Vaticano I no hizo más que reforzar esa tendencia. Sólo después de las dos guerras mundiales se impuso una evolución ecuménica de signo contrario. Por lo que al catolicismo se refiere, ha encontrado su primer eco perceptible en el Decreto sobre el Ecumenismo del Vaticano II.

¿De qué manera podrían las iglesias revalorizar mejor su unidad -que ya poseen desde siempre en Dios y en Jesucristo- y demostrarla en su dimensión histórica y visible? Habría que mencionar en primer término la reflexión autocrítica sobre los datos del Nuevo Testamento. En todas las iglesias cristianas prevalece un consenso sobre la Biblia como base normativa. A esto se suma el que después de la segunda guerra mundial la exégesis se ha convertido en una realidad interconfesional; en todas las iglesias la exégesis y la teología bíblicas son un elemento que fomenta la unión. Hay que revocarse al fundamento común, y desde él establecer el análisis autocrítico. Incluso el papa y el magisterio eclesiástico deben efercer la crítica sobre sí mismos a partir del Nuevo Testamento. Es en el Nuevo Testamento donde hay una verdad personal: la realidad de Dios, que sale al encuentro del hombre en Jesucristo. Las fórmulas de fe ensalzan y alaban esa realidad, pero ninguna de ellas la abarca por completo. Para el logro de la unidad las iglesias podrían y deberían no poner como condición el que las otras iglesias reconozcan formalmente todas las confesiones. La confianza en la verdad superior de Cristo debería ser aquí tan grande, que en adelante se dejasen de lado las viejas formulaciones. En muchos campos de la diaconía social ya se han abierto paso unos propósitos comunes. A la comunión de la cena del Señor pone trabas la enojosa concepción jerárquica. Muchos teólogos de diferentes confesiones están de acuerdo en que no debería ser así. El argumento de que la comunión de la cena sólo podría ser «la conclusión y corona», la gran fiesta final, una vez que todas las otras cuestiones hubieran quedado resueltas, contiene un perfeccionismo ajeno a la historia. No es más que un postergarlo hasta el infinito, pues ¿cuándo cesarán las cuestiones teológicas? Aquí habría que formular más bien la contrapregunta del gran rabino judío Hilel: ¿Si no es ahora, cuándo va a ser? La «unidad», pues, sigue siendo, como hemos visto, una tarea a par que una meta permanente. En este mundo la unidad de la Iglesia no puede ser más que transitoria, incompleta y pendiente; si no cabe entenderla de un modo totalitario, tampoco es lícito hacerlo de forma perfeccionista. Son relativamente pocas las cosas, aunque de capital importancia, sobre las que se debería, y quizá se pudiera lograr un consenso. Y es preciso un diálogo adecuado, que esté pronto no sólo a una avenencia con los demás, sino consigo mismo dentro de la propia Iglesia. Paciencia, pues falta aún mucho. Y, sin embargo, las iglesias se están moviendo.
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160. Cf. Mt 11,25 par Lc 10,21; aunque también Mc 14,36 par Mt 26,396; Lc 22,42.
162. La idea de revelación hunde sus raíces en la primitiva apocalíptica judía; Juan desde luego le ha dado una radical interpretación cristológica.
164. Cf. comentario a 13,31s.
165. Cf. la perícopa de la «autoridad» en Mc 11,27-33 par Mt 21,23-27; Lc 20,1-8.
169. Cf. 3,36; 5,24; 6,47.53.54; 8,12; además de 1Jn 3,15; 5,12.13.
173. Con razón se ha referido especialmente RIEDL al hecho de que la glorificación según Juan es plurivalente y, como tal, la expresión definitiva del amor que alienta entre Jesús y el Padre.
176.Cf. también 15,11; 16,20.21.22.24.