CAPÍTULO 12


ULTIMA ESTANCIA DE JESÚS EN JERUSALÉN (12,1-50)

Los textos reunidos en el capítulo 12 del Evangelio según Juan tienen funciones varias y diferentes. Definen el carácter de la última permanencia de Jesús en Jerusalén y contienen también la última palabra de Jesús al mundo.

Seguimos el orden en que aparecen dichos textos. Al comienzo aparecen dos relatos: la unción de Jesús en Betania (v. 1-8), ampliada por la breve noticia sobre la determinación de los pontífices de matar a Lázaro (v.9-11); y el relato de la entrada de Jesús en Jerusalén (v.12-19). Aquí sorprenden varias cosas: primera que Juan empiece la semana de la pasión con la unción de Betania, que en Marcos está al comienzo de la historia de la pasión propiamente dicha (Mc 14,3-9); segunda, que el relato de la unción preceda a la entrada en Jerusalén, que en Marcos abre, a su vez, «la semana de la pasión» (Mc 11,1-10). Cabe suponer un propósito intencionado en el orden que Juan adopta; propósito que resulta claro tan pronto como se piensa en la conexión objetiva que media entre la historia de la unción y los relatos correlativos de la deposición en el sepulcro (cf. Mc 15,42-47 y par; Jn 19,38-42) así como los relatos pascuales. Así, pues, la historia de la unción constituye una referencia velada al acontecimiento pascual. Y hay que verla asimismo en estrecha conexión con el relato sobre Lázaro, que el contexto señala con suficiente claridad. Desde el principio hay que orientar al lector y hacerle saber que el camino fatídico de Jesús no desemboca en la nada y vacío de la muerte sino que es el camino que conduce a la victoria escatológica y definitiva de Jesús. Ese significado adquiere también la redacción joánica de la «entrada de Jesús en Jerusalén», en la que se oye la aclamación expresa de «rey de Israel» (v. 13).

Los textos que siguen, con discursos, repiten, en parte, lo ya dicho o aluden a lo mismo, subrayando en primer término la importancia salvadora de la muerte de Jesús. Constituyen el verdadero eslabón entre la actividad pública de Jesús y el relato joánico de la pasión, puesto que los discursos de despedida se dirigen expresamente al círculo interno de la comunidad de los discípulos de Jesús, y revisten por ende un cierto carácter esotérico. Si los «griegos» como representantes del mundo pagano preguntan por Jesús (v. 20-26), no hacen sino abrir la perspectiva de la misión entre los gentiles que se realizará tras la muerte de Jesús y que en Juan está directamente vinculada a la muerte de Jesús, como a su causa.

Singular relieve vuelve a alcanzar, en los v. 27-36, el kerygma joánico de la exaltación del Hijo del hombre, que ya hemos encontrado a menudo. El hecho de que ahora aparezca aquí en una forma singularmente aguda y enlazando con sus diferentes «efectos salvadores», así como con una última exhortación a «creer en la luz», muestra que justamente esa interpretación de la muerte y de la resurrección de Jesús como «exaltación y glorificación del Hijo del hombre» debió tener una especialísima importancia cristológica y soteriológica para el círculo joánico. La designación de kerygma joánico (cf. el coment. al cap. 3) aparece así justificada en todo su alcance. Al propio tiempo, Juan sabe también del scandalum crucis, de lo absolutamente insólito y escandaloso que resultaba el mensaje cristiano de la exaltación. Y sabe también que la predicación cristiana no puede renunciar jamás a ese escándalo, si quiere permanecer fiel a su peculiaridad fundamental e inmutable. Ese kerygma joánico en su forma y contenido singulares constituye asimismo el argumento más vigoroso y convincente contra cualquier interpretación gnosticista del cuarto Evangelio. En ningún otro punto presentan mayores diferencias la gnosis y el Evangelio según Juan que en la concepción redentora (en la soteriología). Para Juan el lugar decisivo y la causa de la salvación es la cruz, aunque en unión con la fe.

Mas también el enfrentamiento con los judíos, el «proceso de revelación», llega a una conclusión provisional (v.37-43) en la que Juan recoge la orden de endurecimiento de Is 6,9, aplicándola a la nueva situación cristiano-judía. A su debido tiempo se analizará con mayor detalle la problemática peculiar de este proceso.

Si en conexión inmediata se alude al permanente carácter de decisión y juicio que tiene la palabra de Jesús (v. 44-50), quiere decirse con ello que tanto en la predicación cristiana como en la historia del cristianismo esa situación decisiva se repite constantemente en forma nueva. Con ello se relativiza, un tanto al menos, el vaticinio de endurecimiento por cuanto que la posibilidad de no creer es algo que siempre amenaza también a los oyentes no judíos, y por ende también al mundo de los gentiles cristianos. Como quiera que sea, no se puede deducir de todo ello ningún sentimiento de superioridad ni autoseguridad alguna de los cristianos frente a los judíos.

División:

1. Unción de Jesús en Betania y entrada en Jerusalén (12,1-19).

a) La unción de Jesús en Betania (12,1-8).
b) Condena a muerte de Lázaro (12,9-11).
c) La entrada de Jesús en Jerusalén (12,12-19).

2. Los griegos preguntan por Jesús (12,20-26).

3. La exaltación del Hijo del hombre como juicio contra el mundo (12,27-36) .

a) La voz del cielo (12,27-29).
b) La exaltación del Hijo del hombre (12,30-34).
c) Ultima exhortación a creer en la luz (12,35-36).

4. El endurecimiento de Israel (12,37-43).

5. La palabra de Jesús como palabra permanente para la decisión y el juicio (12,44-50).


1. UNCIÓN DE JESÚS EN BETANIA Y ENTRADA EN JERUSALÉN (12,1-19)

Los dos relatos siguientes pertenecen al contenido firme de la tradición sinóptica, aunque en otro orden: en Marcos la entrada en Jerusalén constituye el preludio de la semana de la pasión (Mc 11,1-11); el relato de la unción, por el contrario, representa el comienzo de la pasión de Jesús (Mc 14,3-9). Juan formula siempre su relato con un acento especial:

a) La unción le Jesús en Betania (Jn/12/01-08)

1 Seis días antes de la pascua llegó Jesús a Betania, donde estaba Lázaro, al que Jesús había resucitado de entre los muertos. 2 Allí le prepararon una cena: María servía, y Lázaro era uno de los que estaban a la mesa con él. 3 María, tomando una libra de perfume auténtico de nardo, de mucho precio, ungió los pies de Jesús y se los enjugó con los cabellos. La casa se llenó del aroma del perfume. 4 Dice Judas Iscariote, uno de sus discípulos, el que lo iba a entregar: 5 ¿Por qué no se ha vendido este perfume en trescientos denarios, para dárselos a los pobres? 6 Esto lo dijo, no porque él se preocupara de los pobres, sino porque era ladrón; y como estaba encargado de la bolsa, robaba de lo que se depositaba en ella. 7 Pero Jesús dijo: Déjala: para el día de mi sepultura lo habrá reservado. 8 Porque a los pobres siempre los tenéis con vosotros, pero a mí no me tenéis siempre.

El relato de la unción de Jesús en Betania se encuentra también en la tradición sinóptica (Mc 14,3-9; Mt 26,6-13) y, desde luego, al comienzo de la historia de la pasión según Marcos. A ello se añade como paralelo ulterior el relato de la gran pecadora de Lc 7,36-50. La cuestión de la mutua influencia y dependencia de los diferentes textos es difícil y discutida. R. Pesch opina: «Jn 12,1-8, parece un desarrollo secundario respecto de Mc y Lc 7,36-50, está influido por Mc 14,3-9». Opinión, sin duda alguna, correcta por lo que respecta a las relaciones entre la redacción de Marcos y la versión joánica. Por otra parte, parecen existir ciertas relaciones entre Jn 12,1-8 y Lc 7,36-50. Hay que enjuiciar sin duda tales relaciones: el círculo joánico tuvo ante la vista el relato de una unción de Jesús en Betania, que en sus rasgos esenciales coincidía con la redacción de Marcos. En ese relato había incorporados una serie de rasgos concretos, sobre todo los hermanos Marta, María y Lázaro, así como la figura de Judas Iscariote. La exposición de que María unge los pies de Jesús y los seca con sus cabellos (12,3) enlaza la historia con Lc 7,38. Hay que suponer un conocimiento histórico-tradicional del relato de Lc 7,36ss, aunque por vía oral. Juan ha incardinado esos rasgos a su relato posterior. Acerca de la conexión de Jn l2,l-8 con la historia de Lázaro ya hemos dicho anteriormente lo más esencial.

La redacción marciana de la unción en Betania (Mc 14,3-9) entra, según R. Pesch, en «horizonte de la historia de la pasión, de la que no hay que excluirla por razones crítico-literarias»; no subyace ningún mosaico redaccional de Marcos. Su objetivo sería el relato de la justificación que Jesús hace de la acción insólita de una mujer frente al reproche de sus críticos. Por lo que respecta a la justificación de la mujer por Jesús: «Ha hecho conmigo una obra buena» (Mc 14,6b), Pesch señala la distinción entre limosnas a favor de los pobres y el acto de amor a Jesús: la limosna consiste esencialmente en dar dinero, mientras que la obra de amor exige una aportación personal. La mujer ha realizado con Jesús una obra de amor que está por encima de la limosna. «En la obra de amor entra la aplicación personal, que la mujer ha llevado a cabo... Así, pues, la respuesta de Jesús ha de entenderse desde la distinción judía entre limosna y acto de amor...». Hay que suponer, sin duda, una base histórica del relato.

«Seis días antes de la pascua», que según el cómputo de Juan es el primer día de la semana, el «domingo de ramos», llega Jesús a Betania. La historia joánica de la unción introduce, por tanto, la semana de la pasión (v. 1a). Mientras que la observación «donde estaba Lázaro, al que Jesús había resucitado de entre los muertos»,(v. 1b) establece la conexión entre la historia de Lázaro y por ende con la idea de la resurrección, que debe también penetrar ese suceso. Es muy probable que también el relato siguiente haya que imaginarlo en la casa de los tres hermanos -Lázaro, Marta y María-, sin que nada nos obligue a pensar lo contrario (1). Según Marcos el lugar de la acción es asimismo Betania, «en casa de Simón el Leproso» (Mc 14,3). Si Juan ha conocido esa tradición -como hemos de suponer-, es evidente que la ha sustituido por la tradición de Lázaro, de manera intencionada. La descripción del lugar «allí le prepararon una cena» no puede indicar una casa distinta de la de los tres hermanos, y en la cual se encuentra Lázaro. Y es que tal conexión interesa a Juan. Allí tiene efecto el banquete, pues no puede entenderse de otro modo la observación de que Marta «servía» o atendía al servicio de la mesa (cf. Lc 10,40), lo que difícilmente hubiera podido hacer de estar invitada en casa ajena. Si aún se dice expresamente que entre los comensales se hallaba Lázaro, al que Jesús había resucitado de entre los muertos, es que se trata de una indicación que debe subrayar ante todo la realidad del milagro de la resurrección. El milagro obrado por Jesús no era un «pseudo-milagro» o milagro aparente, sino que Lázaro había sido devuelto por entero a la vida humana real. Eso es lo que pretende decir el texto. Pero al mismo tiempo se señala ya el marco del acontecimiento que viene a continuación.

En la escena del banquete aparece ahora María, la hermana de Lázaro. Llega con una libra de auténtico y costoso perfume de nardo, guardado evidentemente en un frasco (cf. Mc 14,36). Dicho perfume se obtenía de las raíces del nardo (perteneciente a la especie vegetal Valeriana), que se da en la India y en el Asia Oriental, y era sumamente costoso, como lo advierte de manera explicita Juan. También es notable la cantidad de perfume. María unge con tan costoso aceite los pies de Jesús y se los enjuga con sus cabellos; rasgo este último que sólo se encuentra en la historia de la pecadora (Lc 7,40). En Marcos la mujer innominada derrama el aceite, después de haber roto el frasco, sobre la cabeza de Jesús. En Juan sigue la observación de que «la casa se llenó del aroma del perfume» (v. 3d). Con este gesto tan impresionante María quiere expresar su afecto y amor a Jesús (cf. también 11,32), recurriendo a un lujo tan exagerado. Al igual que en las bodas de Caná (Jn 2,1-11) el relato suscita en el lector la asociación de la abundancia y del despilfarro sin límites. De ahí la observación, asimismo, de que la casa entera se llenó del olor del valioso perfume: todos percibieron el aroma delicioso. Y bien cabe suponer que en todo ello late un cierto simbolismo. Frecuentemente se alude al pasaje de 2Cor 2, 14-16 en que Pablo menciona «el buen olor del conocimiento de Cristo», que él expande por todo el mundo como predicador del evangelio. Es posible, ya que en Mc 14,9 encontramos la referencia al evangelio, con cuya promulgación por todo el mundo se extenderá también la noticia de la singular acción que ha realizado aquella mujer. Pero lo que sí se impone es ver ya ahí una alusión a la sepultura de Jesús, con la que se establece una relación explícita. El buen olor del perfume está en evidente contraste con el mal olor de la muerte, que recordaba de modo explícito el relato de la resurrección de Lázaro (cf. 11,39: «Señor ya hiede»), y ha de apuntar a la «nueva vida» (2).

La obra de María provoca la especial malevolencia de Judas Iscariote (v. 4; en Mc 14,4s son «algunos» los que manifiestan su desaprobación) En Juan difícilmente podría ser Judas el portavoz de toda la comunidad de los comensales o del círculo de los discípulos, sino que aparece como el conocido antagonista de Jesús, expresando también en sus palabras la opinión del «mundo» contra un lujo tan desmedido. Mediante la anotación «uno de sus discípulos» se le diferencia claramente de los otros, y más aún con la coletilla de que se trata del futuro traidor a Jesús. Indirectamente la observación califica y matiza la recriminación que él formula: ¿Por qué no se ha vendido ese perfume en trescientos denarios, distribuyendo el dinero entre los pobres? (3). En Marcos hay resonancias similares en cuanto al reproche y a lo elevado del precio («en más de trescientos denarios...», Mc 14,4s) Pero mientras en Marcos el reproche se atribuye abiertamente a la auténtica mala voluntad de los murmuradores contra la mujer, Juan pone en tela de juicio la honradez de las palabras de Judas. No es sincero en su reproche. No habló así porque le inquietaran los pobres, a quienes precisamente se daban espléndidas limosnas con motivo de la pascua, sino pura y llanamente porque era un ladrón, y cuidaba de la administración de la caja «Sólo quería meter dinero en la bolsa común para apropiárselo después». La sospecha de hurto que aquí recae sobre el Iscariote forma parte de la leyenda sobre Judas; sólo un hombre de ánimo deshonesto y lleno de avaricia podía ser capaz de traicionar a Jesús.

La respuesta de Jesús (v. 7-8) tiene dos partes: primero rechaza el reproche de Judas: no hay que impedir la acción de María, sino dejarla hacer. A ello apunta la advertencia «para el día de mi sepultura lo habrá reservado», advertencia cuyo sentido es sin duda el de que Jesús quiere indicar a María que no derrame todo el ungüento sobre él, sino que reserve una parte para su enterramiento. A este respecto conviene comparar el relato joánico de la sepultura de Jesús (19,38-42), en que se dice que, conforme al uso judío, Jesús fue embalsamado antes de su enterramiento, mientras que en los relatos paralelos de los sinópticos ese embalsamamiento se omite precisamente (cf. Mt 15,42-47 y par), siendo ése el motivo de que las mujeres acudieran temprano al sepulcro la mañana de pascua. En el mismo sentido suena la afirmación de Mc 14,8: «Ella hizo lo que pudo: se ha adelantado a ungir mi cuerpo para la sepultura.» En Marcos, pues, es una anticipación de la unción mortuoria, que, según él, no se había podido realizar tras la deposición de la cruz y que, por ello, había que cumplir en la madrugada pascual. En Juan, por el contrario, es una prueba de afecto no derramar todo el bálsamo sino reservar algo para un enterramiento honroso.

Y, como segunda parte, viene la afirmación del v. 8: «Porque a los pobres siempre los tenéis con vosotros, pero a mí no me tenéis siempre»; sentencia firmemente anclada en la tradición de esta historia; cf. Mc 14,6s: «Dejadla; ¿por qué la molestáis? Ha hecho conmigo una buena obra; porque a los pobres siempre los tenéis con vosotros, y cuando queráis les podéis hacer bien; pero a mí no me tendréis siempre.» La frase destaca en primer término la importancia de Jesús; no sólo valora la acción cumplida sino que la alaba expresamente. Y ello no desde luego en el sentido en que lo explica R. Pesch: «La obra de amor está por encima de la limosna, y Jesús -como el más pobre- por encima de los pobres». De eso no se habla ni en Marcos ni en Juan; justamente no se piensa en eso. Sino que, según este texto, Jesús vale mucho más que los pobres, y ello por ser el revelador, el Mesías e Hijo de Dios; la historia tiene un inequívoco acento cristológico (4). Hay otro elemento que se suma: ya no queda mucho tiempo para hacer bien a Jesús, «a mí no me tenéis siempre». Tenemos aquí una alusión a la muerte próxima e inminente de Jesús; conocimiento o barrunto que se le puede otorgar perfectamente. Tampoco se puede poner en duda que en la alusión al fin y enterramiento de Jesús, al menos en el sentido de la tradición cristiana y de los evangelios, hay que pensar de forma implícita en la pascua y en el sepulcro vacío.
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1. Para SCHNACKENBURG «el convite tiene lugar en alguna casa que no es la de los hermanos amigos de Jesús» es una hipótesis sin otro fundamento que la simple fantasía, inducida por el hecho de querer insertar los datos de Marcos en la versión de Juan.
2. IGNACIO, Efes. 17,1 dice -en conexión ciertamente con Marcos-Mateo: «El Señor aceptó una unción sobre su cabeza, para comunicar a la Iglesia su carácter imperecedero. No os unjáis vosotros con el perfume acostumbrado de la doctrina del príncipe de este mundo, para que no os conduzca a prisión arrancándoos de la vida que está ante vosotros.»
3. Un denario correspondía, aproximadamente al importe de un jornal de un peón.
4. GNILKA: «Ciertamente que el acto de la mujer no se justifica porque la obra buena en sí haya que ponerla por encima de la limosna. Su acción adquiere una relevancia cristológica».
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b) Determinación de matar a Lázaro (Jn/12/09-11)

9 Gran multitud de judíos supo que Jesús estaba allí; y acudieron, no solamente por Jesús, sino también por ver a Lázaro, al que había resucitado de entre los muertos. 10 Determinaron entonces los sumos sacerdotes matar también a Lázaro, 11 pues, por causa de éste, muchos judíos se apartaban de ellos y creían en Jesús.

El texto representa un testimonio renovado de la fuerza con que Jesús conecta la resurrección de Lázaro con el comienzo inmediato de la historia de la pasión. Relata que una gran multitud de «judíos» -y se piensa principalmente en los judíos de Jerusalén-, al tener noticia de la estancia de Jesús en Betania, acudió en tropel al lugar. E1 motivo principal que los impulsaba era la curiosidad por ver a Lázaro resucitado de entre los muertos y, además, el deseo de ver a Jesús. El hombre, en el que se había cumplido el gran signo de la resurrección, atraía sobre sí toda la atención publica.

Lo cual se les antoja sumamente peligroso a los sumos sacerdotes, hasta el punto que su determinación de matar a Jesús la extienden también a Lázaro. Y la razón que les impulsa a ello está dada: el encuentro con el revivido Lázaro hubiera movido a muchos judíos a dar el paso siguiente, que era creer en Jesús. Eso es lo que subyace sin duda en la interpretación joánica de la «señal», y es que la experiencia de la señal milagrosa ha de conducir a creer en Jesús.

Nos encontramos aquí de nuevo con el cuadro histórico del círculo joánico, en el que se entrelazan diversos motivos. La representación de un movimiento de masas, que se desencadena por virtud de la acción de Jesús, y sobre todo por el signo de la resurrección de Lázaro, así como el temor a un éxito creciente de Jesús, habrían según dicha visión agudizado no sólo la oposición a Jesús sino también a su amigo y favorecido Lázaro. También aquí han debido entrar en juego las experiencias que vivía en su tiempo el propio círculo joánico; mas también conviene observar cómo se desarrolla una determinada imagen de la historia de Jesús, sobre todo en la cuestión de cómo proceder contra él.

c) La entrada de Jesús en Jerusalén (Jn/12/12-19)

12 Al día siguiente, el numeroso pueblo que había llegado para la fiesta, al saber que Jesús se acercaba a Jerusalén, 13 tomaron ramas de palmera y salieron a su encuentro, gritando: ¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor: el rey de Israel! (Sal 118,25s). 14 Encontró Jesús un pollino y se montó sobre él, conforme a lo que está escrito: 15 No temas, hija de Sión: mira que viene tu rey, montado en un pollino de un asna. 16 Sus discípulos no comprendieron esto al principio; pero, cuando Jesús fue crucificado, entonces se acordaron de que esto estaba escrito acerca de él y que precisamente eso le habían hecho. 17 El pueblo que había estado con él cuando llamó a Lázaro del sepulcro y lo resucitó de entre los muertos, dio testimonio en favor suyo. 18 Por eso el pueblo salió a su encuentro: porque oyeron que él había realizado esta señal. 19 Pero los fariseos se dijeron entre sí: ¡Ya estáis viendo que no adelantáis nada! ¡Mirad cómo todo el mundo se ha ido tras él!

No se puede negar un sentido de los efectos y climax dramáticos al o a los (autor(es) del Evangelio de Juan. Esto se advierte incluso en el hecho de que el relato de la entrada de Jesús en Jerusalén, que en Marcos abre los últimos días de Jesús (cf. Mc 11,1-12), en Juan aparece como el último relato de la actividad pública de Jesús antes de empezar la historia de la pasión. Lo cual quiere decir que ese relato refiere en Juan la última acción de Jesús. En el cuarto Evangelio la entrada de Jesús tiene un marcado carácter mesiánico (como, por lo demás, también en los sinópticos), según lo demuestra de manera palmaria la aclamación regia «el rey de Israel», conforme a la propia versión joánica.

En la versión joánica (12,12-15) la multitud del pueblo, ante la noticia de que Jesús va a llegar a Jerusalén (lo que, según 11,55s era todavía inseguro y discutido), sale a su encuentro con ramas de palmera. «El ramo de palmera se consideraba símbolo de victoria». Dicho de otro modo: en la exposición joánica, Jesús es acogido por su pueblo como el rey mesiánico; llega ya a su ciudad como el vencedor mesiánico. Y ahí se vislumbra ya la inteligencia de la pasión como «el relato de una victoria». Y de acuerdo con ello suena el grito y la aclamación de pleitesía: «¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!» y «¡El rey de Israel». Si la primera expresión responde a la versión marciana, el segundo miembro «el rey de Israel», expresa el concepto joánico del Mesías. Si Juan conocía el giro «Bendito sea el reino que llega de nuestro padre David» (Mc 11,9c), lo ha corregido de manera intencionada. Y ello porque la filiación davídica resulta para la concepción joánica de la mesianidad de Jesús totalmente secundaria y es más bien un equívoco respecto del propio Jesús (cf. 7,41s). Por el contrario, la designación «el rey de Israel» es para Juan un título adecuado del Mesías (cf. 1,49), en contraposición a «rey de los judíos», que Jesús rechaza explícitamente en presencia de Pilato.

El v. 14 da la noticia de que Jesús ha encontrado un pollino joven y que ha entrado en la ciudad cabalgándolo. Y se añade la cita de confirmación por la Escritura (v. 15 = Zac 9,9). Así, pues, Juan conoce la tradición expositiva cristiana, que vio en la entrada de Jesús en Jerusalén sobre un asno el cumplimiento de Zac 9,9s y que vio asimismo en Jesús al Mesías de la paz, sin nada de zelota.

En este contexto, Juan hace la interesante observación incidental de que los discípulos no entendieron el verdadero alcance del suceso cuando ocurrió de hecho: «pero, cuando Jesús fue glorificado, entonces se acordaron de que esto estaba escrito acerca de él y que precisamente eso le habían hecho» (cf. también 2,22). La observación descubre la concepción joánica de la Escritura, así como el procedimiento hermenéutico de la Iglesia primitiva. Se distingue entre el suceso originario, la acción simbólica que Jesús hizo, y el significado de la misma que los discípulos no lograron entender antes de Pascua. Sólo después de los acontecimientos pascuales vieron claro que el hecho estaba previsto en la Escritura. Ello significa que la interpretación cristológica de Zac 9,9 pertenece a la teología pospascual de la Iglesia primitiva; lo que en conjunto bien puede ser cierto.

Con la entrada solemne de Jesús en Jerusalén y su aclamación como «rey de Israel» la actividad pública de Jesús alcanza una nueva cima, que ya no será superada. Ahora ya no puede tratarse más que de aceptar o rechazar tal pretensión. Está planteada la última cuestión decisoria. A ello se suma en Juan el testimonio de la multitud acerca de la resurrección de Lázaro (v. 17-19). Según la exposición joánica eso significa que la muchedumbre del pueblo, que «certifica» la señal, da testimonio al mismo tiempo de que Jesús es en persona el salvador y donador de vida escatológica. Además es la propia multitud la que con su testimonio positivo a favor de Jesús pone a Jerusalén y a sus moradores, en especial a los sumos sacerdotes y a los fariseos, ante la decisión de fe. Según Juan, esa «señal» es, sin duda, el motivo determinante por el que las multitudes salieron al encuentro de Jesús (v. 18). Con ello el conflicto alcanza también su decisión definitiva. Los fariseos, que también aquí vuelven a ser los típicos enemigos de Jesús, tienen que capitular ante este hecho (v. 19). Su declaración: «Ya estáis viendo que no adelantáis nada. ¡Mirad cómo todo el mundo se ha ido tras él!», representa, de hecho, la señal de actuación. No se puede seguir tolerando más a ese Jesús, no tiene sentido seguir de espectadores; hay que hacer algo de una vez para poner fin a esta situación. Pese a lo cual, ni siquiera los enemigos de Jesús pueden pasar por alto su triunfo público: todo el mundo le sigue. La frase tiene un doble sentido. El «mundo», que corre detrás de Jesús, lo que a los ojos de sus enemigos constituye un peligro hasta el punto de que Jesús ha de ser eliminado, ese mismo «mundo» seguirá, de hecho, a Jesús y nadie podrá impedirlo. En la perícopa siguiente se anuncia ya esa nueva evolución.
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Meditación

Los dos relatos de la unción en Betania y de la entrada de Jesús en Jerusalén -que proceden de primitivas tradiciones cristianas y que, sin duda alguna, son anteriores a Marcos y a Juan- chocan con algunas ideas que hoy están de moda. Ambos relatos contienen dificultades y ponen en entredicho ciertos hábitos mentales.

Empecemos por detenernos en la unción de Betania, que podemos considerar desde ángulos diferentes. Jesús toma la defensa de una mujer contra la crítica, preferentemente de unos varones, que se encrespan contra el hecho de una prueba de afecto excesiva y costosísima. Partiendo de la redacción de Marcos, se plantea la cuestión de si el reproche de exceso y el compromiso social en favor de los pobres son de hecho tan honestos como se pretende presentarlos a primera vista. El argumento de que hubiera sido preferible vender el costoso perfume y repartir la ganancia entre los pobres, parece muy razonable lo mismo ahora que entonces. Pero esa plausibilidad aparente puede también ser deshonesta, ocultando sentimientos de irritación, celos y malestar. Y ello tanto más que son varones los que hablan de justicia social en contra de una mujer, cuando contraponen un comportamiento social a un ilógico comportamiento femenino. Cuando una mujer se presenta ante un grupo de hombres y se conduce de tal modo que prefiere ostensiblemente a uno de ellos, y que éste es el jefe del grupo, los otros se sienten a menudo molestos e intentan eliminar la interferencia con la mayor rapidez posible. Tampoco los evangelistas consideran normal el asunto de la mujer y de la unción extraordinaria, sino que para ellos se trata más bien de algo inaudito. La aclaración de que tal unción prepara la sepultura de Jesús ¡suena casi como una primera disculpa! El único que estuvo por encima de esa trivialidad fue Jesús. También nosotros podríamos dejarnos provocar de continuo por cosas así.

Una provocación de otro tipo es la entrada de Jesús en Jerusalén montando un asno. Porque ese Jesús, que se manifiesta de tal modo contra el empleo de la violencia por motivos ideológicos religioso-políticos y en favor de la paz y la no violencia, no encaja con la imagen de numerosas corrientes teológico-políticas. Zanjamos con ello algunos problemas actuales, que aquí no podemos discutir en todo su alcance. Esto vale sobre todo para la compleja problemática de la teología de la liberación iberoamericana, que en esta cuestión conoce posiciones muy bien matizadas. Sin embargo, la alusión a la no violencia de Jesús es absolutamente importante en la discusión de los problemas. Con razón califica M. Hengel la renuncia consciente de Jesús a la violencia como «pieza esencial de su predicación». Piensa además que «la promesa de forzar con la violencia un futuro mejor no era nada nuevo ya en la antigüedad; cuando se estaba en la posesión segura del poder, ya no había necesidad de hacer honor al cambio dado... El camino de Jesús, por el contrario, es el de la no violencia, del llamamiento personal, que se dirige primordialmente a la conciencia del individuo; es el camino de la convicción paciente y de la ayuda vital concreta. Por ello enseña en parábolas, que son una argumentación racional por completo y nada emocional, por lo que difícilmente pueden emplearla los demagogos... Aquí no encontramos rastro alguno de aquella severidad animal, de aquel fanatismo zelota que, so pretexto de unos objetivos superiores, envilece el rostro del prójimo y de un modo dualista difama a los otros y los hace hijos del diablo».

Es éste un aspecto importante de la predicación de Jesús, que hoy, como en todas las épocas, hay que recordar, aunque encaje muy poco en nuestros conceptos o precisamente por ello. En efecto, nuestros conceptos humanos -y ello vale por lo que respecta a la Iglesia y a la teología exactamente igual que a los conceptos políticos y sociales- adolecen siempre de cierta estrechez y parcialidad y contienen, por lo mismo, un elemento de violencia, del que habitualmente somos muy poco conscientes. Ya la distinción entre violencia justa e injusta tiene graves fallos, pues siempre y rapidísimamente induce a considerar justo el empleo propio de la violencia e injusto el que hacen los demás. Hoy se impone, con urgencia, la sensibilización a tales fallos. Está aquí en juego un problema fundamental de humanidad cristiana en medio de un mundo en el que la violencia y el terror están a la orden del día.
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2. LOS GRIEGOS PREGUNTAN POR JESÚS (Jn/12/20-26)

20 Había allí unos griegos, entre los que habían subido para adorar en la fiesta. 21 Llegáronse, pues, éstos a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le rogaron diciendo: Señor, quisiéramos ver a Jesús. 22 Va Felipe y lo dice a Andrés; Andrés y Felipe se acercan y lo dicen a Jesús. 23 Jesús les respondió: Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser glorificado. 24 De verdad os lo aseguro: Si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero, si muere, produce mucho fruto. 25 El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la conservará para vida eterna. 26 El que quiera servirme, que me siga; y donde yo esté, allí estará también mi servidor. El que quiera servirme, será honrado por mi Padre.

En el fondo toda la perícopa de los v. 20-36 representa una unidad objetiva, en la que se expone, con una grandiosa visión de conjunto, la totalidad de la visión joánica de la salvación, como una unidad de cristología, escatología y soteriología, concentrada en la persona de Jesucristo y en su muerte y resurrección, que en el lenguaje joánico es la exaltación y glorificación de Jesús. Si a continuación la dividimos en dos partes -v. 20-26 y v. 27-36- es sólo en aras de lograr una mayor claridad para el lector. Pero al final de ambas perícopas habrá que recordar una vez más la unidad y trabazón de todo el pasaje. La perícopa empieza en los v. 20-22 con la noticia escueta que hace de hilo conductor para lo que sigue: unos «griegos», que habían acudido a Jerusalén para la fiesta de la pascua y para «adorar» allí, es decir, para participar en la liturgia del templo, en la medida en que se les permitía, preguntan por Jesús. Tales griegos no eran prosélitos propiamente dichos, sino que se trata más bien de los «temerosos de Dios», que habían sido ganados al monoteísmo por la propaganda religiosa del judaísmo de la diáspora. Eran aquellos círculos entre los que mejor pudo llevarse a cabo la primitiva misión cristiana y entre los que al principio se cosecharon los mayores éxitos. Los griegos en cuestión se dirigen a Felipe, natural de Betsaida de Galilea (cf. 1,43.44.45.48), con el ruego de «Señor, quisiéramos ver a Jesús». Ruegan, pues, su mediación. Felipe transmite el ruego a Andrés y ambos se lo exponen a Jesús. Pero en principio el ruego no es atendido, sino que sigue un discurso de Jesús.

El pasaje tiene una gran importancia. Ya Tomás de Aquino observaba en su comentario al Evangelio según Juan: «Se evidencia así la piadosa apertura de los pueblos gentiles a Cristo por cuanto que desean verle. Hemos de saber, sin embargo, que Cristo sólo ha predicado personalmente a los judíos, mientras que serán los apóstoles los que prediquen a los pueblos de la gentilidad. Eso queda aquí ya claro, puesto que los gentiles, que quieren ver a Jesús, no se llegan a él directamente, sino a uno de los discípulos, a Felipe» (TOMAS DE AQUINO, nº 1633). Así, pues, la mirada se abre aquí al mundo pagano, que, a diferencia de los judíos, recibirá el Evangelio y llegará a la fe en Jesucristo. La petición no ha podido ciertamente ser satisfecha, porque todavía no se había dado la condición para ello. Pero ¿cuál es esa condición? Como resulta del texto siguiente, es la glorificación de Jesús, su muerte como muerte salvadora para toda la humanidad. Juan piensa aquí en la misión entre los gentiles; mas para él esa misión es un acontecimiento que sólo puede ponerse en marcha por la muerte salvadora de Jesús. Sólo entonces se cumplirá que los gentiles puedan «ver» a Jesús. También aquí se echa de ver una mentalidad histórico-salvífica en Juan.

J/HORA: La primera respuesta de Jesús en el v. 23 suena así: «Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser glorificado.» La afirmación destaca un momento de índole singular, la llegada de «la hora», de la que ya antes -matizándola habitualmente de «mi» o «su» hora- se ha hablado diciendo que no había llegado (2,4; 7,30; 8,20). El concepto de «hora» forma parte de la peculiar idea del tiempo que tienen el Evangelio según Juan y Jesús. En esta perícopa aparece tan a menudo (12,27, y también la palabra equivalente «ahora» como una variante en v. 27 y 31), que la simple frecuencia llama la atención sobre la peculiaridad de tal «hora». Esa «hora» no se determina naturalmente de un modo cronométrico ni se mide con la medida externa de un reloj normal: la define y marca única y exclusivamente su contenido. Y su contenido lo constituye el acontecimiento singular que ocurre en esa «hora». Pues bien, ese acontecimiento singular es el acontecimiento salvador de que se habla, es decir, el acontecimiento de la «glorificación del Hijo del hombre».

EL concepto de glorificación (doxazein) forma parte del lenguaje joánico de revelación y predicación. Gloria (griego: doxa; hebreo: kabod) pertenece al campo de la experiencia religiosa y caracteriza la singular manera con que Dios se aparece al hombre (epiphaneia, epifanía) como un poder que irradia y salva. Donde aparece el resplandor luminoso y divino allí se da una revelación de Dios (y a la inversa). Pero en la Biblia no es sólo un fenómeno óptico, sino que la gloria divina es a la vez poder, dynamis de Dios, acción divina que transforma al hombre sobre el que llega (cf. 2Cor 3,18, en que se atribuye al Espíritu de Dios y de Cristo el poder de transformar «de gloria en gloria») y que él adapta por completo a la esfera divina.

Vista así, glorificación es la exaltación al ámbito divino; es el acto de Dios tal como se da en la cruz y resurrección de Jesús. Para la concepción joánica de la glorificación de Jesús son, pues, imprescindibles dos elementos: primeros el carácter dinámico del suceso, glorificación como acto de Dios, como acontecimiento en Jesús y con Jesús; segundo, el carácter de revelación que justamente tiene ese acontecimiento para el «mundo» y, naturalmente que para la fe sobre todo. Estos dos elementos no pueden separarse.

Como objeto de la glorificación se nombra al «Hijo del hombre». Parece que este título cristológico honorífico está aquí elegido de manera intencionada; tiene su asiento firme en el kerygma joánico de la glorificación y exaltación, del que se habla a lo largo de toda la perícopa (cf. también 13,31s). Es evidente que por el «Hijo del hombre» se entiende a Jesús. El sujeto del acontecimiento glorificador es Dios, el Padre, como el passivum divinum (descripción del nombre de Dios mediante una forma en pasiva» «a fin de que sea glorificado»... Así, pues, la afirmación del v. 23 -que puede entenderse como el titulo o como el tema del motivo principal de toda la perícopa 12,30-36, anuncia la hora decisiva en que ocurre el acontecimiento salvador y divino de la «glorificación del Hijo del hombre, Jesús», con el que se opera la salvación del mundo.

Que ello ocurra en virtud de la muerte de Jesús lo dice la metáfora del v. 24, introducida en el texto original con el doble Amen, amen («De verdad os aseguro...»): «Si el grano de trigo, que cae en la tierra, no muere, queda solo; pero, si muere, produce mucho fruto.» La metáfora no ha de entenderse en el sentido de las modernas ciencias naturales, sino desde la antigua concepción judía, en la que desde época relativamente temprana constituye una imagen para la fe en la resurrección. Para el hombre antiguo, por lo demás, el proceso de la siembra y la nueva planta no era un simple proceso natural, sino algo maravilloso.

J/MU/SALVADORA: La metáfora pretende decir que Jesús ha de morir, si quiere «llevar fruto», si ha de tener éxito; pero también que esa muerte será fecunda. La muerte de Jesús es la muerte de la que procede todo «fruto». De ahí que se designe como una muerte salvadora, como una muerte de la que brota la vida escatológica y eterna. En todo caso, la imagen del «producir fruto» ha de mantener la mayor apertura posible. Toda la salvación brota de esa muerte.

El v. 25 ofrece una reelaboración joánica del logion de /Mc/08/35 y par (cf. también Q = /Mt/10/39; /Lc/17/33): «El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi y por el evangelio, la salvará». Es verosímil que ya la redacción de Mc sea secundaria respecto de la redacción de la fuente (Q). Muy bien podría ser la redacción de Lucas la más antigua (Lc 17,33). Originariamente el logion expresa una actitud fundamental, que es la de quien se confía por completo y sin reservas a la salvación del reinado de Dios. Para una persona así, tanto la ganancia como la pérdida se convierten en fuente de vida. Ese tal ya no vive en la disposición egoísta de asegurar su propia existencia y vida, sino más bien en la actitud de una apertura y entrega radical, en que se olvida por completo de sí mismo.

La conducta y actitud de Jesús fueron en este aspecto modélicas, hasta su misma muerte, que por ello conduce a la resurrección. Por eso, en Marcos, la palabra se convierte en una exhortación a seguirle en el camino de la cruz; describe «una dialéctica cristiana, que tiene su fundamento en la conducta de Jesús». La versión joánica se mueve justamente en esa dirección, contribuyendo a declararla ciertos añadidos joánicos especiales. La psykhe no significa «el alma» --como traducen las versiones antiguas-, sino «la vida» en su totalidad. Se trata de la ganancia o de la pérdida de la vida. «El que ama su vida» significa el que sólo se ama a sí mismo y su seguridad personal. Por el contrario «el que odia su vida en este mundo» describe una peculiar situación existencial, agudizada aquí mediante el giro «en este mundo». Además la reflexión de que se trata de «la vida en este mundo» equivale para Juan a decir que semejante vida no es en modo alguno la verdadera vida, puesto que está dominada y oprimida por la muerte, es más muerte que vida. «Amar la vida (la psykhe) en este mundo» equivaldría, en realidad, a amar la muerte y apostar por lo mismo, y, de antemano, a la carta falsa. Entra en el orden inmanente que si alguien ama esa vida la pierda de necesidad. Mientras que quien la «odia», la asegurará «para la vida eterna» obteniendo la salvación escatológica. También esto podría referirse en principio al modelo básico de Jesús, que ha vivido conforme a esta máxima, guardándola hasta en su misma muerte. Por eso también en él se ha operado la vida eterna. De ahí que deba ser igualmente la máxima de los creyentes. De este modo el versículo representa una buena transición al inmediato v. 26.

En dicho versículo se trata de unas palabras joánicas sobre el seguimiento: «El que quiera servirme, que me siga; y donde yo esté, allí estará también mi servidor. El que quiera servirme será honrado por mi Padre.» También este versículo constituye una variante joánica de unas palabras sinópticas, las palabras del seguimiento (cf. Mc 8,34 y par; Q = Mt 10,38/Lc 14,27). También Juan conoce la idea del «seguimiento de Jesús» (cf. especialm. 8, 12; Lc 4.5.27), aunque la ha entendido más bien como expresión básica de una actitud vital cristiana, en contraste con la idea originaria y concreta de «ir en pos de Jesús». Además, en Juan el seguimiento adquiere un acento nuevo a causa de su estrecha subordinación a la muerte y resurrección del Hijo del hombre. Servir ha de entenderse aquí como la vinculación plena y sin limitaciones de la fe a la persona de Jesús. La palabra no tiene aquí el sentido restringido de «atender a la mesa», sino que va en la dirección del lenguaje judío en que «servir» y «servicio» (awoda) se entienden de manera absoluta para indicar el servicio de Dios en su acepción plena (como culto litúrgico y como obediencia de vida). En esa amplitud universal se entiende precisamente aquí. El servicio de Jesús es a la vez seguimiento de Jesús; una vida que se orienta por el camino de Jesús hacia su misma persona. Y más aún: al seguidor de Jesús se le promete que estará allí donde está Jesús; estará en el mismo lugar que él. El seguidor ocupa el mismo lugar, la misma posición que Jesús. Y ello vale tanto para su estar en el mundo como para su estar junto a Dios; para el desprecio que ahora sufre como para ia gloria que se le promete en Jesús. Tal servicio de Cristo en el seguimiento obtiene también el reconocimiento del Padre. El seguimiento de Jesús es el nuevo camino de la salvación, para el que cuenta el amor de Dios. En estos textos se evidencia la nueva apertura de sentido escatológico e histórico-salvífica de una realización y comprensión vitales, como las que se fundan en la muerte del Hijo del hombre.

Para el Hijo del hombre, Jesús, su muerte es el comienzo de su glorificación. La nueva colación de sentido se da ante todo en forma fundamental y decisiva en virtud de lo que acontece en el Hijo del hombre como su muerte y su glorificación.

Pero en cuanto muerte y glorificación del Hijo del hombre, donador de vida y mediador de salvación escatológico, esa muerte tiene en sí misma una calidad distinta del normal morir humano. No es el fin desgraciado en el aislamiento y disolución definitivos del hombre, sino una muerte fecunda y vivificante, de la que surge una vida nueva y eterna. En ese acontecimiento se revela una nueva ley fundamental de la vida, que conduce a su vez a una nueva actitud básica, a una nueva máxima de vida: sólo quien entrega la propia vida, obtiene la vida eterna. Tal es la ley fundamental interna de la nueva conducta vital. Objetivamente esa nueva vida se identifica con una vida desde el amor, desde la agape (cf. lJn 3,13-17).

Y ésa es también la ley básica del seguimiento, del servicio de Jesús, al que se le promete el reconocimiento de parte de Dios. La máxima joánica del seguimiento reúne en uno al donador de la salvación y al que la disfruta y le sigue, de acuerdo con la normativa establecida por el adelantado de la salvación: «Donde yo estoy, allí estará también mi servidor.» La sucesión pone en claro que las relaciones del adelantado y de los compañeros de la salvación tienen su verdadero fundamento en el sentido y actuación del propio donante de la salvación, y que brota de ahí como su fruto. No es posible separarlo del mismo y formalizarlo sin perder su forma cristiana básica.

3. LA EXALTACIÓN DEL HIJO DEL HOMBRE (Jn/12/27-36)

27 Ahora mi alma se encuentra turbada. ¿Y que voy a decir: Padre, sálvame de esta hora? ¡Si precisamente para esto he llegado a esta hora! 28 ¡Padre, glorifica tu nombre! Una voz del cielo llegó entonces. Lo he glorificado y lo glorificaré de nuevo. 29 Al oírla, el pueblo que estaba allí decía que había sido un trueno. Otros decían: Es que un ángel le ha hablado. 30 Jesús respondió: No ha sido por mí por quien se ha dejado oír esa voz, sino por vosotros. 31 Ahora es el momento de la condenación de este mundo; ahora el jefe de este mundo será arrojado fuera. 32 Y cuando a mí me levanten de la tierra en alto, atraeré a todos hacia mí. 33 Esto lo decía para indicar de qué muerte iba a morir. 34 El pueblo le contestó: Nosotros hemos sabido por la ley que el Mesías permanece para siempre. ¿Y cómo dices tú que el Hijo del hombre tiene que ser levantado en alto? ¿Quién es ese Hijo del hombre? 35 Entonces les dijo Jesús: Todavía un poco de tiempo estará entre vosotros la luz. Caminad mientras tenéis la luz, para que no os sorprendan las tinieblas; pues el que camina en las tinieblas, no sabe adónde va. 36 Mientras tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de la luz. Esto habló Jesús. Luego se fue y se ocultó de la vista de ellos.

En esta perícopa la mirada se centra con mayor intensidad todavía en el misterio de la muerte de Jesús.

JN/GETSEMANI: Esto ocurre, ante todo, en un texto muy singular, los v. 27-28, que con razón ha podido ser calificado como la perícopa joánica del monte de los Olivos, o al menos como el fragmento joánico que corresponde a la perícopa de la oración y agonía de Jesús en Getsemaní: Mc 14,32-42 (cf. Mt 26,36-46; Lc 22,39-46). Se trata de «la joánica hora del monte de los Olivos» (Schnackenburg). «De la tradición recoge el relato de la agonía de Jesús y su abandono a la voluntad de Dios». La perícopa se abre con la declaración de Jesús: «Ahora mi alma se encuentra turbada.» Esa turbación la hemos visto ya a propósito de la resurrección de Lázaro: es la turbación frente a la muerte inminente. En cierto aspecto responde el giro a la expresión marciana: «Mi alma está angustiada hasta la muerte» (Mc 14,34), que delata la agonía mortal de Jesús. En Juan no se trata ya ciertamente de indicar el miedo de Jesús a la muerte, sino la perplejidad por el poder cósmico de la muerte, contra el cual presenta batalla. No es el miedo a la muerte lo que embarga al Jesús joánico, sino la turbación por el poder que esa muerte tiene. A ello responde la frase inmediata: «¿Y qué voy a decir...?» y la pregunta formulada en estilo de oración: «¿...Padre, sálvame de esta hora?», desvirtuada de hecho con la reflexión siguiente: «¡Si precisamente para esto he llegado a esta hora!»

No hay duda de que aquí nos encontramos con la versión joánica del enunciado marciano de que Jesús rogó para que, de ser posible, pasase de él esta hora: «¡Abba!, Padre, todo te es posible; aleja de mí este cáliz, pero no lo que yo quiero, sino lo que tú (quieres)» (Mc 14,35-36).

Como se ve, la versión joánica no tanto refleja la perplejidad inmediata, como resulta de la perícopa marciana, cuanto una amplia reflexión teológica, que reinterpreta por completo esa tradición. En realidad el Jesús joánico no puede ya pedir seriamente el ser liberado de la situación de muerte; lo que está suficientemente confirmado por la forma de pregunta. Por el contrario, el Jesús joánico se sabe llevado por el Padre intencionadamente a «esta hora». De ahí que en Juan la plegaria propiamente dicha no suene ya «Padre, sálvame de esta hora» (el marciano «Aleja de mí este cáliz»), sino más bien: «¡Padre, glorifica tu nombre!» Así, pues, desde su visión particular Juan ha reelaborado el tradicional «miedo de Jesús a la muerte». En lo cual se manifiesta asimismo la otra concepción joánica de la historia de la pasión: él la entiende como un acontecimiento de victoria y revelación, en el que se da la glorificación del «nombre del Padre». Ahí se abre ciertamente el final positivo de «pascua».

Y la respuesta divina llega en una «voz del cielo», en una bat qol (literalm.: «hija de la voz»): «Lo he glorificado y lo glorificaré de nuevo.» La «voz del cielo» responde al contenido de la petición de Jesús. Esa petición en el fondo ya ha sido escuchada, y lo será también en el futuro. De ese modo la glorificación se relaciona directamente con la glorificación del nombre divino solicitada por Jesús; es algo que no se puede separar de la glorificación de Jesús, pues es en ésta donde se da la peculiar glorificación del Padre. Ambas forman una unidad indestructible y constituyen el contenido completo del acontecer de salvación. También aquí se piensa de manera concreta en la cruz y resurrección de Jesús, donde se concentra el contenido total del acontecer glorificador, y ello como glorificación del Padre. Y esa glorificación es un acontecimiento singular y único, que vale tanto para el pasado como para el futuro. «Al haberle constituido revelador, Dios ha glorificado su propio nombre; y le seguirá glorificando no significa sino que Jesús continuará siendo el revelador, y precisamente por medio de su muerte».

Ahora bien lo que enlaza pasado y futuro entre sí es el acontecimiento de la «hora». De ella deriva también el futuro permanente del acontecimiento salvífico. El pueblo asistente no entiende «la voz del cielo» (v. 29); algunos la tienen por un trueno, mientras que otros, interpretando el diálogo de manera más positiva, llegan a la conclusión de que un ángel ha hablado a Jesús. Así, pues, en la exposición joánica, los presentes han percibido el eco de la voz, pero sin comprender su contenido. Sin embargo, Jesús asegura que «la voz del cielo» en cuestión no ha resonado por él sino por ellos «por vosotros», es decir, por causa de la multitud. Lo cual sólo puede entenderse atribuyendo a «la voz del cielo» un valor o efecto indicativo. Personalmente Jesús no tiene necesidad de que se le llame la atención sobre la gran importancia de la «hora» que irrumpe; quienes tienen necesidad de ello son los asistentes. Si se quiere dar un paso más, habría que decir que la «voz del cielo» es la verdadera «señal», el «toque de trompeta divino» indicando que llega de inmediato el cambio escatológico de los eones (1). A partir de este acontecimiento se habla explícitamente de la crisis del mundo y del consiguiente cambio de eones (v. 31-33). Sobre ese eón recae el juicio. Con el acontecimiento cristológico el eón antiguo, el tiempo antiguo y actual del mundo toca a su fin; o, dicho con otras palabras: la cruz, exaltación y glorificación del hijo del hombre constituye en la visión joánica el cambio de los eones.

Con el doble y enfático ahora (nyn) el v. 31 indica que el acontecimiento de la «hora», que comporta la glorificación del Hijo del hombre, es también la hora en que tiene efecto el juicio final sobre este mundo: «Ahora es el momento de la condenación de este mundo.» Tal crisis no es sólo un «juicio» teórico sobre el estado de este mundo, sino un juicio punitivo, el juicio último y de aniquilación por el que «este mundo», el eón viejo, deja realmente de existir y llega a su fin, que es Jesucristo personalmente. Es él, el Cristo crucificado y resucitado, en su persona y por su historia, la cual comprende la cruZ y la resurrección, el fin del mundo antiguo y condenado a muerte al tiempo que es el comienzo del nuevo mundo vital de Dios. En él personalmente ocurre el cambio que da el empujón definitivo y mortal a este cosmos.

SAS/DERROTA: Ahora bien, el cambio de eones acontece, según Juan, porque por virtud de la cruz de Jesús el «jefe de este mundo» es privado de su poder: «Ahora el jefe de este mundo es arrojado fuera» (v. 31b); y el jefe de este mundo es el diablo. «Es arrojado fuera» aparece sin ningún complemento de lugar, por lo que siempre cabe preguntarse de dónde es arrojado el diablo y adónde se le arroja. Pero esa pregunta está fuera de lugar; lo único que cuenta aquí es que, según Juan, el dominador y «jefe de este mundo» queda privado de su posición de dominio en virtud de la cruz y resurrección de Jesús.

Afirmaciones similares se encuentran también en otros pasajes del Nuevo Testamento. /Lc/10/18 dice: «He visto a Satán caer como un rayo del cielo.» Aquí es la obra salvadora de Jesús por la certeza de la proximidad del reinado de Dios la que reduce al diablo a la impotencia. /Ap/12/09 «Y fue arrojado el gran dragón, la serpiente antigua, que se llama diablo y Satán, que engaña a toda la tierra, fue arrojado a la tierra y sus ángeles con él.» Ap 12,10: «Ahora ha llegado la salvación y la fuerza y la realeza de nuestro Dios y el poder de su Mesías, porque el acusador de nuestros hermanos ha sido derribado, el que los acusaba día y noche delante de nuestro Dios.»

Según otros pasajes neotestamentarios, el destronamiento del diablo y del mundo hostil a Dios se cumple en la cruz. El texto más gráfico es Col 2,14s. «Anuló la nota de nuestra deuda escrita en las ordenanzas, la cual era desfavorable a nosotros; y la arrancó de allí clavándola en la cruz. Habiendo despojado a los principados y potestades, los exhibió en público espectáculo, incorporándolos a su cortejo triunfal.» Aquí es Dios el que supera en la cruz a las potencias antidivinas. Cf. además col 1.20-22 y Ef 2,14ss.

«Ese amor generoso de Jesús, vinculado a Dios y a los hombres señalados por él, que supera en sí el espíritu de egoísmo, se cumple, según los evangelios y toda la predicación apostólica, en la cruz de Jesús. En ella el poder del amor obediente a Dios, que incluso derrota a los demonios, llega a la consumación... En el cuerpo moribundo de Jesucristo en la cruz, es condenada a muerte toda autojusticia de los hombres y el espíritu de la gloria personal que posee tal justicia. En la cruz de Jesús el poder de las potencias es quebrantado por el poder inquebrantable del amor» (SCHLIER).

Así, pues, el juicio contra el mundo es, para Juan, ante todo el juicio contra el jefe de este mundo, es decir su deposición y el aniquilamiento de su dominio. Tal es el verdadero contenido kerygmático de la afirmación. Es algo que también pone de relieve el subsiguiente v. 33 al poner ante los ojos la entronización del nuevo Señor del mundo; con lo que podría decirse que la crisis del cosmos está condicionada por el cambio de soberanía. Tal es el proceso judicial que, según Juan, tiene efecto realmente en el «ahora» de esta «hora». En lugar del poder y dominio fatídicos de Satán entra en el cosmos el poder salvador del amor de Jesucristo. Por eso no es tampoco casualidad que, en Juan, el relato de la pasión se convierta precisamente en predicación de la soberanía regia de Cristo (Jn 18,28-19,16). Con la cruz, cesa el dominio de Satán y el mundo recibe a un nuevo Señor. Para Juan la entronización de Jesús como Kyrios celeste se da con el conjunto de la pasión, en la que además se cumple el juicio contra el cosmos.

CZ/EXALTACION De ese lado positivo de la «hora» habla el v. 32 al decir: «Y cuando a mí me levanten de la tierra en alto, atraeré a todos hacia mí.» Una vez más es el lenguaje del kerygma joánico acerca de la exaltación del Hijo del hombre, que encontramos una y otra vez (cf. 3,14; 8,28). «Levantar-en-alto» significa originariamente conferir poder, honor y prestigio, conferir un nuevo status de dominio; tal es la acepción habitual en el Antiguo Testamento. En Juan se suma un nuevo elemento, que es el izamiento del madero de la cruz, plantar o elevar la cruz. De ese modo «levantar» o exaltar adquiere un doble sentido: el de ser crucificado y el establecer a Jesús en el poder y la gloria. Ambos significados forman un todo y se expresan con la misma palabra. La exaltación del Hijo del hombre en la crucifixión es, a la vez, su exaltación al dominio, la entronización solemne a nuevo Señor y donador de vida cósmico. La advertencia del evangelista (v. 33) de que el ser levantado constituye una referencia explícita al género de muerte (de qué muerte iba a morir, cf. también 18,32) tiene en el contexto una función interpretativa y destaca de propósito la nueva interpretación de la idea de exaltación. La observación muestra además que Juan tomó ese concepto de exaltación de una tradición ya existente y que ahora pretende que debe entenderse en esa nueva forma ambivalente.

El giro «de la tierra» apunta, sin duda alguna, a la cruz, pero sin excluirla, señala además la idea de la exaltación celeste. Con la cruz y por la cruz llega Jesús al status de exaltado que es como decir al status soberano de Kyrios celeste, coincidiendo con el sentir de toda la primitiva tradición cristiana. El camino hasta allí no prescinde jamás de la cruz; el crucificado es el exaltado; y el exaltado es, a su vez, permanentemente el que fue crucificado.

El v. 32b expresa la universal significación salvadora del acontecimiento de la exaltación. Como exaltado o levantado en alto, Jesús atraerá a todos hacia sí. La exaltación del Hijo del hombre es un proceso que, según Juan, afecta a toda la humanidad; un suceso de importancia salvadora universal. Aquí se fundamenta la salvación escatológica, y queda definitivamente trazado el camino cristiano de la salvación. Así hay que establecerlo con anterioridad a cualquier limitación. En la elevación del Hijo del hombre, Dios se ha decidido personalmente por la salud y redención del hombre; la cruz de Jesús es el lugar en el que se ha revelado el amor salvador de Dios. Esa previa decisión de Dios para la salvación de toda la humanidad, tomada en Jesucristo, precede a cualquier toma de posición del hombre individual. Precisamente porque el jefe del cosmos es «arrojado fuera» y juzgado (condenado), por ello no puede darse salvación alguna fuera del campo universal y soberano del Exaltado: la salvación de todos y cada uno procede de Dios a través de Jesucristo. Éste ejerce, como exaltado, su actividad salvadora. El «atraer hacia mí», de que aquí se habla, hay que compararlo con 6,44: «Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no le atrae...» Esa misma actividad que ahí se predica del Padre, la atribuye el v. 32b al propio Jesús elevado en alto. Es la expresión de los plenos poderes que se le han conferido con la exaltación: el que elige, gratifica, consuma y juzga es el Hijo del hombre elevado en alto. Con ello se expresa la estructura cristológica de la gracia salvadora. Y se manifiesta por el hecho de que el Hijo del hombre exaltado atrae a todos hacia sí. Lo cual significa no simplemente que mueva a los hombres a creer en él, sino que además por medio de la fe los conduce a la plena comunión de vida con él, ya que, según Juan, el donante escatológico de vida es Jesús en cuanto elevado en alto.

Asimismo hay que pensar también aquí en la congregación de la comunidad salvífica, en la reunión de todos los hijos de Dios dispersos por el mundo (11,52), y en la reunión de las ovejas descarriadas hasta formar «un solo rebaño» bajo «un solo pastor» (10,16). La exaltación no sólo conecta cruz y gloria, sino que además la constituye en fundamento de una comunidad mesiánica y universal de salvación, en fundamento de la Iglesia, por cuanto ese exaltado atrae a todos hacia sí.

Sigue una objeción del «pueblo» (v. 34), que proyecta luz singular sobre la afirmación joánica de la elevación en alto y que permite destacar aún más la peculiaridad de la concepción joánica del Hijo del hombre. Reviste la forma de un equívoco joánico; pero revela una vez más la diferencia entre la concepción judía del Mesías y la cristiana. La objeción suena así: «Nosotros hemos sabido...» o aprendido- aquí se piensa en la tradición judía- «...que el Mesías permanece para siempre. ¿Y cómo puedes tú decir que el Hijo del hombre tiene que ser levantado en alto?» Ello significa que la multitud ha relacionado el «ser levantado en alto» única y exclusivamente con la muerte en cruz. La objeción sólo resulta comprensible, si la multitud ha descubierto una incompatibilidad con la concepción judía tradicional. No ha comprendido el doble sentido de que el ser elevado en alto significa también la entrada en la gloria; es decir, que produce precisamente la permanencia eterna del Mesías Jesús.

La objeción arranca de la difundida concepción judía de que el dominio del Mesías debía ser eterno y no conocer fin; cf., por ejemplo, Is 9,6, donde se dice del Mesías niño: «Su soberanía es grande y la paz no tendrá fin. Gobernará sobre el trono de David y sobre su reino mediante el derecho y la justicia, desde ahora hasta la eternidad. El celo de Yahveh de los ejércitos lo llevará a cabo». Véase también Ez 37,25 y Sal Salomón 17,4s. Con esto enlaza un pasaje del Diálogo con el judío Trifón, de Justino -32,1- en que dicho judío formula la objeción: «Mi señor, las Escrituras mencionadas y otras similares nos inducen a esperar en gloria y grandeza al Hijo del hombre, que recibe del Anciano la soberanía eterna. Ahora bien, ese tal Cristo ha vivido sin honor ni gloria, habiendo incurrido incluso en la peor maldición que lanza la ley, puesto que ha sido crucificado.» Esta objeción se acerca a la formulada en 12,34. Además, habrá que tener muy en cuenta que la idea de una duración eterna del reino mesiánico se encuentra sobre todo en los círculos en que predomina la concepción del Hijo del hombre. Según Dan 7,14.27, el reino del Hijo del hombre, o de los santos, es un reino eterno. En el Henoc etiópico 49,2, se dice: «El elegido está ciertamente delante del Señor de los espíritus y guarda toda su gloria de eternidad a eternidad y su poder de generación en generación.» La concepción mesiánica del judaísmo, en el v. 34a, está evidentemente marcada por la equiparación de Mesías e Hijo del hombre en la apocalíptica. De ella se ocupa aquí Jn.

En este pasaje se trata una vez más de la diferencia entre la concepción judía del Mesías y la confesión mesiánica del cristianismo, que ve en el Jesús crucificado, «levantado en alto», al Mesías prometido. Con razón afirma R. Schnackenburg: «La dogmática mesiánica cristiana, que insiste en la cruz de Jesús y en su glorificación, no encaja con la imagen corriente del Mesías rey que se ha trazado el judaísmo». Parece que precisamente para la confesión mesiánica cristiana era importante no pasar por alto esa diferencia -para la cual, como ya hemos visto a menudo, Juan tiene verdadera sensibilidad- según suele hacerse de ordinario, sino despertar la mayor conciencia posible. Es preciso ver que la concepción judía tiene sus buenos fundamentos tanto en la Escritura como en la tradición. Así se expresa también en la última pregunta: ¿Quién es ese Hijo del hombre que tiene que ser exaltado y crucificado? No es una pregunta que se ciña exclusivamente a la persona concreta, a quién es ese tal Hijo del hombre. La respuesta breve y categórica a la misma sería ¡Jesús, naturalmente! La pregunta es más bien: ¿Qué es eso del Hijo del hombre? ¿A qué viene ese Hijo del hombre, del que aquí se habla? Porque nosotros no conocemos por nuestra tradición a ese tal Hijo del hombre.

A la pregunta de 12,34 ya no se da propiamente hablando ninguna respuesta ulterior, fuera de la que se desarrolla en la historia de la pasión. Los padecimientos de Jesús, su cruz y resurrección, son para Juan la respuesta última y plena a la pregunta de qué es ese Hijo del hombre. Los v. 35s no suponen, por tanto, ninguna respuesta a esa pregunta, sino una exhortación final a la fe. Porque quien no acoge ese mensaje no hallará ya ningún otro mensaje de salvación. La invitación vuelve a dirigirse directamente a los oyentes judíos de Jesús. Es para ellos que cuenta en primer término el «Todavía un poco de tiempo estará entre vosotros la luz.» Sólo a partir de ese planteamiento concreto se llega a un significado universal. Tampoco la revelación de Jesús en la forma de la predicación cristiana se convierte en una realidad presente y disponible en todo tiempo y en todas partes. Conserva siempre su historicidad, tanto en la historia de la predicación como en la biografía personal, de manera que para cada hombre, y también para los diferentes pueblos, sociedades y culturas, puede llegar demasiado tarde y en vano. Existe para el hombre la terrible posibilidad de que no conozca la «hora de la visitación» (/Lc/19/44) y que pase de largo ante la salvación que se le brinda. De ahí que deba estar atento a caminar en la luz «mientras tiene luz» todavía, a fin de no verse oprimido por el poder de las tinieblas.

De nuevo una metáfora: el que camina en tinieblas no sabe adónde va. Ignora la dirección. Las tinieblas le impiden la posibilidad de cualquier orientación espiritual; el que persiste en tales tinieblas cae por lo mismo, desde una consideración existencial, en la falta de dirección por lo que mira a su propia vida. De ahí la exhortación final: «Mientras tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de la luz» (c 36). Aquí se observa una vez más cómo la palabra «luz» tiene en Juan un contenido cristológico, que sólo se puede aplicar a Jesús personalmente. «Creer en la luz» significa naturalmente «creer en Jesús».

Este epílogo enlaza de manera retrospectiva con el prólogo: «Y la luz brilla en las tinieblas, pero las tinieblas no la comprendieron» (1,5). Si se cree en la «luz», Jesucristo, se pertenece a los «hiJos de la luz». Aparece así una fórmula que se encuentra a menudo en los textos de Qumrán. Pero el evangelista la emplea en su sentido histórico-salvífico y dualista, que a su vez está marcado por la cristología de manera total. Para él los creyentes son los verdaderos hijos de la luz.

Con ello terminan, según Juan, los discursos de revelación ante la opinión pública judía. El v. 36b advierte que, acabado ese discurso, Jesús se fue y se apartó de la vista de ellos.
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1. «La voz del cielo» tiene, pues, la función de anunciar el comienzo del tiempo escatológico, función que en otros pasajes corresponde a la «trompeta»; «se describe también que la redención cobra vida a golpe de trompeta, y se cree que Dios en persona es quien está tocando»; cf. La oración de las 18 bendiciones, súplica X: «¡Toca fuerte la trompeta para nuestra liberación! Enarbola un estandarte para la reunificación de nuestros desterrados. ¡Alabado seas tú, Señor, el que reúne a los dispersos de su pueblo Israel!»
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Meditación

La perícopa Jn/12/20-36 ha de entenderse como un compendio de todo el mensaje cristiano en la versión joánica, que pone una vez más ante los ojos toda la concepción joánica del evangelio o del cristianismo. En ese sentido este texto con su estructura y encadenamiento invita una y otra vez a una meditación profunda. Como nos dice la doctrina de los maestros antiguos sobre la meditación, hay que saborear las imágenes, las metáforas y los giros lingüísticos; dejar que cobren toda su eficacia las diversas asociaciones que se establecen...

En este contexto, sin embargo, hay que hablar todavía de un problema que ya en el curso del comentario hasta el presente pasaje ha podido preocupar a más de un lector, a saber: el problema de qué puede sacar el lector de hoy de tales imágenes y conceptos. ¿Qué puede significar cuando aquí se dice que el juicio final se lleva a término en la muerte de Jesús y en su resurrección, que consiste en que el jefe de este mundo es arrojado fuera y destronado, y que es entronizado un nuevo soberano, con lo que debe establecerse una nueva situación universal ante Dios? ¿Qué pueden significar todavía hoy para nosotros esas afirmaciones evidentemente míticas? ¿No sería preferible renunciar a las mismas? Se trata del problema del lenguaje mítico de la Biblia, y aquí en concreto del Evangelio de Juan, y del problema consiguiente de la desmitización, es decir, de la interpretación del lenguaje mítico.

MITO/IMPORTANCIA: Muchos atribuyen al concepto de mítico casi inevitablemente unas asociaciones negativas, como fabuloso, anticuado o acrítico. Pero, suponiendo que esa valoración negativa está justificada, ¿llega realmente al núcleo de las afirmaciones mitológicas? Hace ya mucho tiempo que las ciencias religiosas, la psicología profunda, y entre tanto también la teología, ha visto que a las afirmaciones y narraciones míticas les corresponde en una cultura marcada por la religión un significado más profundo que las interpretaciones habituales del mundo y de la existencia humana en el marco de una determinada sociedad en que el grado de evolución histórica y cultural desempeña un papel importante. En el mito o en los mitos de un grupo encuentra su expresión lingüística la respectiva interpretación de la existencia, encuentra su lenguaje, un lenguaje emparentado a la poesía. También se puede decir que en el mito, en las fábulas y en las «canciones» y «doctrinas» religiosas el mismo lenguaje alcanza su culminación humana; que el lenguaje sólo adquiere su propia y específica significación humana cuando actúa como palabra creadora de sentido en el mito, la confesión de fe o la poesía. Se trata, pues, ante todo de no descalificar negativamente de antemano lo mítico, sino de preguntarse por su importancia, estructura y propósito específicos, y de interrogarse asimismo si el mensaje primitivo, el antiguo cuento del mito está, de hecho, tan anticuado como a menudo piensa hoy una concepción crítica acrítica. Bien podría suceder que el mito tuviera también que plantear sus preguntas críticas al pensamiento actual, que ya no es capaz de ver ni de articular unas relaciones humanas del «corazón» y de su razón, fundadas en un procedimiento racionalista... A ello se une el hecho de no ser completamente atinada la idea de que ya vivimos en una «era ilustrada» por la ciencia moderna. Seguimos viviendo, para usar el lenguaje de Kant, en la «era de la ilustración», lo cual quiere decir que el proceso de la ilustración no ha llegado en modo alguno a la meta de una edad totalmente ilustrada, sino todo lo contrario.

También el mundo moderno tiene sus mitos, sus premisas no ilustradas y sus nuevas plausibilidades, sus hábitos de pensamiento, etc., sus «mitos de cada día», como ha demostrado Roland Barthes. Sobre todo, al lado de los mitos religiosos, existen también los políticos y sociales extremadamente eficaces. Es preciso empezar por tomar en serio todos esos mitos, porque como explicaciones universales de la existencia y de la historia pretenden articular la cuestión humana del sentido y contribuyen por tanto al enfrentamiento acerca de las diferentes articulaciones del problema del sentido. Vamos a poner un ejemplo: el conflicto Este-Oeste no deja de ser también una lucha de mitos diferentes, de diferentes interpretaciones de la existencia. Ese conflicto provoca también al cristianismo, que debe aportar también sus mitos al enfrentamiento y demostrar que en ese aspecto tiene algo propio que decir.

Pero ¿es el propio cristianismo un mito? ¿Se puede y se debe catalogar bajo ese título las afirmaciones y enseñanzas cristianas? La pregunta tiene su justificación. No es de época reciente, sino que se encuentra ya en el Nuevo Testamento. La expresión mythos, «historia poetizada, saga, fábula», se encuentra sobre todo en los escritos tardíos del Nuevo Testamento (cartas pastorales; 2Carta de Pedro), en que se emplea para diferenciar claramente la doctrina cristiana de las falsas doctrinas, y principalmente del error gnóstico, que empujaba con fuerza y cuyas especulaciones se califican de mitos. «Expón todas estas cosas a los hermanos, y serás así un buen servidor de Cristo Jesús, alimentándote de las palabras de la fe y de la hermosa doctrina que fielmente has seguido. Por el contrario, rechaza los mitos profanos, que son cuentos de viejas» (lTim 4, 6.7). «Y dejarán de escuchar la verdad, volviéndose de nuevo a los mitos» (2Tim 4,4). «Pues os dimos a conocer el poder y la parusía de nuestro Señor Jesucristo, no siguiendo sutiles mitos, sino porque fuimos testigos oculares de su grandeza» (2Pe 1,16).

MITO/QUE-ES: Los mitos se oponen aquí a las «palabras de la fe» y a la «hermosa (= buena, sana) doctrina», a la «verdad» y a los testigos presenciales con una credibilidad histórica. Lo cual quiere decir que el naciente cristianismo entendía su propio lenguaje, y la doctrina cristiana en general, no como «mito» sino como «verdad», como la doctrina buena y sana de la fe y como una doctrina con un buen fundamento histórico. El elemento de lo que ha ocurrido y ha sido testificado de manera histórica y real ha jugado desde el comienzo un papel fundamental en la concepción cristiana de la verdad, mientras que de los mitos se dice: «Es algo que jamás ha ocurrido y que existe siempre» (Salustio). Con tales supuestos básicos asumió el cristianismo su enfrentamiento con la gnosis y con las religiones y los mitos paganos. Para ello encontró un aliado -que no dejaría de plantearle problemas- en la filosofía griega, que a su vez venía ejerciendo desde largo tiempo atrás una crítica de los mitos. Para esa fase prolongada cabe decir que el cristianismo se entiende a sí mismo como «la verdad» en oposición a las historias de dioses y a los «mitos». Simultáneamente, al elaborar su teología, se plantea el problema de la verdad de la razón humana.

Pues bien, con el avance de la moderna crítica de la religión, a medida que evoluciona la ciencia moderna y va cambiando la imagen del mundo, también el cristianismo es calificado de «mito». También el lenguaje bíblico acerca de Dios y de la revelación aparece ahora como un lenguaje mítico, que contiene todo tipo de imágenes y elementos míticos. Fue R. Bultmann el que en su famoso estudio Neues Testament und Mythologie: Das Problem der Entmythologisierung der neuetestamentlichen Verkundigung, se hizo consciente de este problema en todo su alcance decisivo y desarrolló una importante discusión teológica acerca de la desmitización, con aportaciones notables, que ya no se pueden dejar de lado. Baste recordar brevemente algunas de sus tesis más importantes: la imagen que el Nuevo Testamento tiene del cosmos es una imagen mitológica; a esa imagen mítica del cosmos responde la exposición del acontecimiento de salvación; la predicación habla un lenguaje mitológico, etc. De ahí la necesidad de plantearse la desmitización (Entmythologisierung). Por ella entiende Bultmann no -como a menudo se le atribuye- el simple abandono de las imágenes y concepciones míticas, sino el postulado de interpretar críticamente esas imágenes y representaciones míticas. La mitología del Nuevo Testamento «no ha de ser cuestionada acerca de su contenido representativo objetivista, sino acerca de la concepción de la existencia que se expresa con tales representaciones». Tal es el postulado de la interpretación existencial.

Por lo demás, Bultmann insiste en un pasaje decisivo, a saber: cuando se trata del kerygma y cuando se trata de la fe, porque la idea específica que el cristianismo tiene de sí mismo es poner la fe en conexión con el «kerygma». Seguir aquí desmitizando significa deshacer la autoconcepción cristiana como tal. No era, pues, una inconsecuencia -como a veces se le ha reprochado a Bultmann- el que insistiera en este pasaje. Más bien ha intuido exactamente que aquí estaban en juego la existencia y la singularidad de lo cristiano: la decisión de la fe. Y llevaba razón.

«Así, pues, como acontecimiento salvador, la cruz de Cristo no es un suceso mítico, sino un acontecimiento histórico, que tiene su origen en el hecho histórico de la crucifixión de Jesús de Nazaret». Aquí aparece claramente cómo, a diferencia de lo que ocurre en el mito pagano, en el kerygma cristiano subyace un proceso histórico palpable en el sentido de un verdadero acontecimiento histórico. Mas tampoco la resurrección es para él «un suceso mítico, que pueda hacer creíble la importancia de la cruz; sino que asimismo es creída como la importancia de la cruz». Pero una y otra constituyen el contenido del kerygma, como palabra de la predicación, cuya única respuesta adecuada es creer. «La palabra de la predicación nos sale al encuentro como palabra de Dios, frente a la cual nosotros no podemos formular el problema de la legitimación, sino que simplemente nos pregunta si queremos creer o no».

Ahora bien, cabe seguir cavilando, y así se ha hecho una y otra vez, para saber si con ello persiste o no un resto mítico, y si no habría que seguir interpretando ese resto a fin de ejercer una reflexión completa sobre la fe autoritaria. Y eso pretenden las reflexiones siguientes. Para saber si aquí subyace un resto mítico hay que empezar por ver el problema a la luz de cuanto hemos dicho acerca del mito y de su importancia. En el mito se contienen elementos básicos de la interpretación Humana del mundo y de la existencia; y eso en todos los mitos de todas las religiones, que han sido de la máxima importancia y lo siguen siendo todavía hoy para que el hombre se comprenda a sí mismo histórica y antropológicamente. EL problema del mito es el problema de la significación permanente de las distintas religiones y de sus contenidos esenciales para el hombre. Quien atribuye a las religiones en general una importancia, no puede por menos de considerar importantes y significativos todos los mitos y preguntarse seriamente por su mensaje específico. Los mitos bíblicos (como mito judío y como mito cristiano) tienen naturalmente desde ese punto de vista -dejando de momento su peculiaridad singular- una importancia permanente, justo en comparación con otras religiones y mitos.

Como quiera que sea, hoy ya no tenemos una actitud ingenua frente al mito, su lenguaje y su mundo representativo, sino más bien una actitud crítico-reflexiva. En eso la unidad es cada vez mayor: los mitos, incluido el kerygma y los dogmas cristianos, necesitan una interpretación. Pero el principio hay, a su vez, que invertirlo: también las interpretaciones necesitan de los mitos, del kerygma y de los dogmas, si quiere transmitir realmente una substancia religiosa de fe y de vida. El peligro de los intentos de interpretación críticos acríticos consiste evidentemente en que se consideran de manera ingenua más progresistas e ilustrados que los viejos mitos, y en que no advierten en modo alguno el patente vacío de un racionalismo privado de mitos y de metafísica. Por consiguiente, si el mito no puede renunciar a una interpretación, y ése es de hecho el caso, tampoco la interpretación, por su parte, puede renunciar al mito y su mensaje, si quiere alcanzar un máximo de importancia humana. Si, pese a todo, lo hace, corre el peligro de destruir, a una con el mito, también la religión y la fe. Para el lenguaje de la fe y de la religión el mito de la primitiva predicación cristiana acerca de la exaltación y glorificación de Jesucristo es de hecho ineludible.

Con razón dice P. Ricoeur: «Que Jesucristo sea el punto de convergencia de todas las figuras, sin ser él personalmente una figura, constituye un acontecimiento que sobrepasa los medios de nuestra fenomenología figurativa. Todas las imágenes que recorremos golpean como imágenes dispersas en nuestro método hermenéutico, pero sin romper su unidad objetiva y personal; ése es el verdadero contenido del kerygma cristiano». En el capítulo final de su importante Symbolik des Bosen, que lleva por título «El símbolo da qué pensar», Ricoeur exige una «interpretación creativa de sentido», fiel al impulso que imprime el dato de sentido del símbolo y fiel a la vez al juramento del filósofo, que le obliga a entenderlo todo». «Lo que necesitamos es una interpretación que tenga en cuenta el enigma originario de los símbolos, que se deje enseñar por los mismos, pero que partiendo de ahí fomente el sentido y lo configure en la plena responsabilidad de un pensamiento autónomo. Esa es la aporía: ¿cómo puede el pensamiento estar atado y ser, a la vez, libre? ¿Cómo pueden conciliarse la inmediatez del símbolo y la mediatización del pensamiento?». Ese nudo se identifica con el círculo hermenéutico: «Es necesario entender para creer, y hay que creer para entender». Pero ello es posible, porque el hombre concreto, como creyente y como filósofo, existe ya en el ámbito del logos, del lenguaje y de la palabra. Está ya afectado desde largo tiempo atrás por esa Palabra concreta en su mundo histórico; más bien repiensa y reflexiona, y más bien barrunta y comprende que es la misma Palabra con que empieza el Evangelio según Juan y por la que «fueron creadas todas las cosas».

4. EL ENDURECIMIENTO DE ISRAEL (Jn/12/37-43)

37 A pesar de haber realizado Jesús tantas señales en presencia de ellos, no creían en él. 38 Así se cumplía el oráculo que pronunció el profeta Isaías: Señor, ¿quién creyó en nuestro mensaje? ¿Y a quién se ha revelado el poderío del Señor? (Is 53,1).

39 Por eso no podían creer, porque ya también dijo Isaías: 40 Les ha cegado los ojos, y les ha encallecido el corazón, para que no vean con los ojos, ni entiendan con el corazón, ni se conviertan y que yo los sane (Is 1,10).

41 Esto dijo Isaías, porque vio su gloria y habló de él. 42 Sin embargo, aun de entre los jefes muchos creyeron en él; pero, por causa de los fariseos, no lo confesaban, para no ser echados de la sinagoga. 42 Es que amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios.

«A la disposición perfectamente planificada del Evangelio según Juan corresponde el que el evangelista marque todavía el final de la actividad pública de Jesús (12,36b) mediante una panorámica retrospectiva y con una reflexión sobre la incredulidad de los hombres» (SCHNACKENBURG).

Propiamente también la perícopa 12,37-50 constituye una unidad coherente, que se subdivide en dos perícopas menores: a) 12,37-43, reflexión acerca de la incredulidad de los judíos, b) 12,44-50, reflexión sobre la permanente presencia del juicio y de la salvación, de la fe y la incredulidad.

Al igual que a toda la Iglesia primitiva, empezando por Pablo (cf. Rom 9-11), también al círculo joánico y al autor del Evangelio según Juan debió planteárseles el problema de la incredulidad de los judíos en el sentido del no reconocimiento de la mesianidad de Jesús y de su mensaje. En el cuarto Evangelio constituye además un tema básico el enfrentamiento entre Jesús, como el revelador enviado por Dios, y «los judíos», la disputa acerca de la verdadera significación de Jesús. Aquí hemos de volver a reflexionar que Juan parte de la problemática de su propio tiempo para abordar el problema; es decir, lo hace bajo la impresión de la separación ya cumplida entre sinagoga y comunidad cristiana. Y aquí precisamente tenemos que pensar asimismo que no podemos leer las afirmaciones siguientes acerca del endurecimiento de Israel más que bajo la impresión de las espantosas experiencias de nuestro siglo, bajo la impresión del aniquilamiento de los judíos. Es importante volver a recoger el tema, pues la tradición cristiana ha entendido siempre ese texto como un testimonio de que el pueblo judío rechazó a Jesús«.

Si tomamos en serio el punto de vista cristiano de que en Jesús se ha cumplido la revelación escatológica de Dios ante Israel, no podremos pasar por alto el problema de por qué el pueblo de Israel, de por qué «los judíos» no han creído en Jesús, cuando estaban preparados para ello por una historia secular. ¿Por qué el cristianismo sólo pudo constituirse en Iglesia de los gentiles rompiendo con el judaísmo? Sobre ese problema de la historia de la salvación, uno de los más oscuros e incomprensibles, no puede pasar de largo ninguna teología, que tome en serio la idea de una revelación histórica tanto en la historia de Israel como en la persona de Jesucristo. Mas cuando realmente deja de tomarse en serio la idea de revelación, ese problema se despacha rápidamente, si no es que ni siquiera se plantea. Pero entonces hay que preguntarse si así se hace justicia a la fe de Israel.

El v. 37 empieza por consignar que los judíos, pese a las numerosas y vigorosas señales que Jesús había obrado, «no creían en él». Con ello traza Juan un resultado de toda la actividad de Jesús, que es preponderantemente negativo. La situación real puede describirse así: pese a las múltiples revelaciones, que Jesús llevó a cabo de palabra y obra, por las que se le hubiera podido reconocer y creer en él, los judíos no le dieron crédito ni creyeron. También para la comunidad cristiana este hecho representa un enigma, un gran misterio que ha intentado explicarse. ¿Cómo se llegó, pues, a semejante incredulidad? Para Juan la respuesta a esa pregunta la da la Escritura en un sentido general, que equivale a decir que ese curso de las cosas de algún modo estaba ya previsto por Dios. Y la respuesta sigue en dos párrafos: a) v. 38 y b) v. 39-40.

La primera de las afirmaciones suena así: la incredulidad acaeció como cumplimiento de la palabra profética de Is 53,1: «Señor, ¿quién creyó en nuestro mensaje? ¿Y a quién se ha revelado el poderío (lit. «el brazo») del Señor?» La cita pertenece al cántico del siervo paciente y victorioso de Yahveh (Is 52,13-53,12) e introduce el cántico del grupo interlocutor. El sentido que la palabra tiene ciertamente en /Is/53/01 es éste: el anuncio que proclama el cántico del siervo paciente de Yahveh es tan extraordinario que nadie da crédito a la noticia ni toma en serio la actuación de Dios («el brazo de Yahveh»). Ningún hombre ha prestado fe al mensaje del siervo o ha reconocido en su doloroso destino la acción salvadora de Dios. Pues bien, lo que ocurrió a ese misterioso siervo de Yahveh, es lo que ha ocurrido al propio Jesús. En su destino se repite y cumple el destino del siervo. ¿Está traída la cita de un modo puramente ecléctico o subyace en la misma una concepción teológica, que entiende Is 53 como un texto fundamental, que ha marcado decisivamente toda la cristología joánica? Esta es la opinión de Brown al respecto. «En nuestro análisis de 12,20-36 hemos visto que la terminología empleada por Jn para describir la hora de la glorificación de Jesús, tiene su trasfondo en los poemas del Siervo paciente de Dios en el Deuteroisaías. En ese sentido es interesante que, en el v. 38, el autor se remita a esa misma fuente para explicar la negativa del pueblo judío respecto de Jesús, pues Is 53 es simplemente el poema que retrata al siervo como el hombre despreciado y rechazado». También yo comparto la opinión de Brown en el sentido de que el cántico del siervo de Dios, paciente y victorioso, de Is 53 ha tenido, para la configuración del kerygma joánico, y en especial para la cristología de la exaltación y glorificación así como para la historia joánica de la pasión una importancia mucho mayor de lo que habitualmente suele suponerse. Schnackenburg, por el contrario, piensa que «del hecho de que el pasaje se encuentre en el último poema del siervo de Yahveh, que trata de sus padecimientos expiatorios, no se puede concluir una mayor influencia de ese capitulo sobre Jn». Sólo por eso ciertamente que no; pero hay toda una serie de indicios que imponen tal conclusión. Baste mencionar aquí simplemente que Jn cita el pasaje de Is 53,1 en Iínea con el sentido correcto de la pregunta de quién ha reconocido en la predicación y en el destino de Jesús la acción de Dios («el brazo del Señor»), y quién ha dado crédito a su mensaje. En Rom 10,16, el único otro pasaje del Nuevo Testamento en que se cita Is 53,1, Pablo introduce un sentido ajeno por completo al texto originario.

Por consiguiente, la primera explicación de la incredulidad de los judíos, que da el v. 38, es ésta: en el poema del siervo de Yahveh de Is 53 ya estaba predicho que no se prestaría fe alguna al mensaje del Siervo y que no se reconocería en su obra la acción de Dios, tal como ocurrió de hecho con el Hijo del hombre, siervo de Dios.

Este hecho, impresionante y enigmático, no puede encontrar según Juan una explicación natural, sino solo la explicación teológica que proviene de la Escritura (v. 39s). Como explicación se aduce asimismo la orden de endurecimiento, tan difícil como enigmática, sacada de la visión llamada del profeta Isaías (Is 6,9s). A diferencia de la cita primera, la segunda presenta una fuerte remodelación joánica y está dispuesta para poder ser útil a los propósitos del evangelista. A ello tiende la peculiar interpretación joánica del pasaje. «Inmediatamente se advierte una mutación y cambio decisivo del evangelista: empieza con la ceguera de los ojos y sigue luego el encallecimiento del corazón; omite el endurecimiento (literalmente: «la pesadez») de los oídos».

La «ceguera» se refiere, así, principalmente a las «señales» (cf. la curación del ciego en cap. 9). Según la antropología bíblica se le atribuye preferentemente al «corazón» el pensamiento y la decisión. El «corazón», centro del hombre, no tiene que llegar a «entender», con lo que se impide la conversión a la fe, y por tanto la curación, que en este caso significa el «ser sanado» de todo el hombre en el sentido de la «vida eterna». La orden de endurecimiento aparece en distintos pasajes del Nuevo Testamento. Ya Pablo había recogido el motivo del endurecimiento u obstinación al decir: «Entonces, ¿qué? Que Israel no ha logrado lo que anda buscando, mientras los elegidos lo han logrado. Los demás quedaron endurecidos, conforme a lo que está escrito: Dios les infundió un sopor en el espíritu, ojos para no ver y oídos para no oír hasta el día de hoy» (/Rm/11/07s). De lo que comenta U. Wilckens: «Estas afirmaciones de la Escritura sobre el endurecimiento de Israel son catastróficas».

Marcos trae el motivo del endurecimiento en conexión con su teoría de las parábolas (Mc 4,10-12; cf. Mt 1e,10-17): sólo a los discípulos de Jesús les es confiado el misterio del reino de Dios; sólo ellos son de algún modo los iniciados, mientras que para los profanos, de fuera, las parábolas actúan como enigmas, como palabras ininteligibles, cosa que se fundamenta en Is 6,10. De acuerdo con ello, las parábolas provocan abiertamente un endurecimiento en los no iniciados. Conducen sin más a la separación entre la comunidad creyente de los discípulos de Jesús y el judaísmo incrédulo o los incrédulos en general. Lucas aduce el motivo del endurecimiento como conclusión de los Hechos de los apóstoles, es decir, al final de su obra. Allí refiere Act 28,17-28 que los judíos romanos habían establecido contacto con Pablo después que éste llegara a Roma. Y así se estableció un diálogo religioso judeo-paulino. «Él les exponía el reino de Dios, dando solemne testimonio de él y tratando de persuadirlos sobre Jesús, a partir de la ley de Moisés y de los profetas, desde la mañana hasta la tarde. Y unos asentían a lo que decía; pero otros rehusaban creer. Y así se fueron retirando en desacuerdo unos con otros, por haber dicho Pablo solamente esto: Bien habló el Espíritu Santo cuando, por medio del profeta Isaías, dijo a vuestros padres: Ve a este pueblo y dile: Con vuestros oídos oiréis pero no entenderéis; y viendo veréis, pero no percibiréis. Porque el corazón de este pueblo se ha embotado, y con los oídos pesadamente oyeron y cerraron sus ojos; no sea que perciban con sus ojos y oigan con sus oídos, y entiendan con su corazón y se conviertan, y que yo los sane.»

Es Lucas el que aduce con mayor amplitud la cita relativa al endurecimiento y el que subraya además la apertura y giro hacia los pueblos de la gentilidad (Act 28,23-28). Se ve que los cristianos recurrían una y otra vez al motivo del encallecimiento del corazón para explicarse teológicamente la incredulidad de los judíos frente al mensaje cristiano del evangelio. Esto debe haber ocurrido en una tradición bastante amplia, de manera que el endurecimiento de los judíos muy pronto se convirtió en un lugar común del cristianismo primero, para explicar de algún modo lo inexplicable. Es interesante el problema de quién aparece como sujeto del endurecimiento (quién causa el endurecimiento). En Isaías es el mismo mensaje profético del que arranca el efecto del encallecimiento. Aquí (Jn 12,40), sin embargo, se dice que «(él) les ha cegado los ojos y les ha encallecido el corazón». ¿Quién es ese «él»? Hoy prevalece la opinión de que hay que poner como sujeto a Dios. Sería Dios personalmente el que inflige el endurecimiento y el que arrebata a los hombres afectados por el mismo la posibilidad de una curación por obra del Hijo. «Ese reparto de funciones entre Dios y Jesús, que no obstante permite descubrir su estrecha colaboración, es tan típico de Jn, que la correspondiente configuración de la cita sólo cabe atribuírsela al evangelista».

Pese a los argumentos en contra, aducidos por Schnackenburg y otros, creo que no carece de fundamento la posibilidad de ver al diablo como sujeto del endurecimiento como antagonista, que quiere impedir la salvación.

Como el propio Schnackenburg ha visto claramente, Juan ha cambiado intencionadamente la fórmula del texto isaiano sobre la orden de endurecimiento, sobre todo mediante el cambio de sujeto. La dificultad que surge si en Juan se admite que es Dios el sujeto operante de la obcecación y del endurecimiento, sólo a regañadientes se podría conciliar con la imagen joánica de Dios, ya que en el cuarto Evangelio se le entiende siempre como una voluntad salvadora y como libertador. Y aquí difícilmente se puede hablar de una colaboración entre Dios y Jesús, sino más bien de una acción recíproca: el endurecedor produce del lado de Jesús ia imposibilidad de salvación. Si, a ello, se suman las correspondientes afirmaciones de Jn 8,43s; 13,2, resulta perfectamente defendible la alternativa de que es el diablo el sujeto que produce ei endurecimiento.

Más importante, sin embargo, es la interpretación cristológica del motivo del endurecimiento. Juan ha referido a Jesús la cita a una con la entera visión de Dios de Is 6, 1-13. Cuando dice: «Esto lo dijo Isaías, porque vio su gloria y habló de él» (v. 41), la «gloria» en cuestión no es la gloria de Dios sino la gloria de Cristo. Según esta versión, el profeta Isaías al contemplar la gloria de Yahveh habría visto la gloria de Cristo, de modo parecido a como Abraham había visto el día del Mesías (8,56ss), y había hablado de Jesús.

El v. 42 prohíbe ciertamente el considerar de manera indiscriminada la incredulidad de los judíos como una realidad compacta y cerrada. Se advierte explícitamente que incluso entre los dirigentes hubo «muchos» que creyeron en Jesús, con lo que la primera afirmación de endurecimiento experimenta una cierta suavización. En cualquiera de los casos no se trata de una predestinación firme y absoluta, sino que también aquí tiene su campo de acción la libertad humana. Debido, no obstante, a los fariseos, no llegaron a una confesión abierta de esa fe, porque estaba ya penada tal confesión con la exclusión de la sinagoga. Así vuelven a aparecer en este texto los fariseos como los auténticos enemigos de Jesús. Juan está convencido -y no sin razón, como ya hemos visto a menudo- de que la decisión tajante de excomulgar la fomentaba principalmente ese partido. Que de ese modo se ejerciese también una fuerte presión mental sobre los tales judíos, abiertos a Jesús y al cristianismo primitivo, es algo que no se puede desestimar como el que con ello se aceleraba la separación entre sinagoga e Iglesia. Así se reflejan en este pasaje las circunstancias concretas de la época en que se redactó el Evangelio según Juan. El evangelista expresa la sospecha de que sin tan tajantes medidas judaicas, la fe cristiana en Jesús Mesías hubiera ganado más seguidores, después de contar ya con toda una serie de simpatizantes. Bien podría tratarse de un deseo, pero son muchos los indicios que hablan en favor de una base fundada para tal expansión. Como causa de la falta de valor para manifestar esa confesión el v. 43 -en la misma linea de 5,41-44- dice que esos creyentes pusilánimes se preocupaban más de la gloria que viene de los hombres que de la gloria que viene de Dios. Resuena ahí la idea de que frente a la cruz de Cristo es necesario poder renunciar a la gloria de los hombres.

Meditación

En un estudio famoso Der Ghetto und die Juden in Rom escribía el historiador Ferdinand Gregorovius el año 1853:

«Piénsese que es Roma la ciudad en que ese pueblo judío se ha afianzado desde hace ya 1800 años, y no puede por menos de suscitar admiración su capacidad de resistencia, y hasta casi podría parecer un enigma cómo una secta de hombres, tan despreciados, aunque renovada y fortificada con recientes incrementos, pero en su mayor parte del mismo linaje familiar, corrompido, y en el mismo y angosto barrio, en la misma atmósfera infecta y propagándose de miembro a miembro durante siglos, haya podido mantenerse cual si se tratase de un organismo individual y vivo. Porque desde Pompeyo el Grande habitaban los judíos en Roma. Ahuyentados de la ciudad repetidas veces por los primeros emperadores, regresaron una y otra vez a la misma, y desde los tiempos de Tito hasta el día de hoy han conservado sus viviendas en la ciudad y fijaron su nido aquí, en el punto más peligroso del mundo, pues que estaban bajo la mirada de sus enemigos, los romanos, que destruyeron Jerusalén, y después bajo la mirada de los papas, los vicarios de Cristo al que los judíos habían crucificado.

»Desde el tiempo de Pompeyo soportaron burlas y desprecios y, finalmente, como parias impuros se organizaron en un ghetto, uniéndose apretadamente unos a otros en un rincón, superando no ya a las fieras, como en tiempos de Claudio, sino también los prejuicios y malos tratos de los cristianos, todo tipo de cambios a lo largo de los siglos y la terrible monotonía de su estado; lo que constituye un espectáculo bochornoso y un borrón en la historia de la humanidad cristiana. Vivían desesperados, pero no sin esperanza, pues tal es el carácter de Israel, al que los profetas habían prometido el Mesías. Incapaces de recabar nada de sus enemigos en lucha abierta, se parapetaron tras la potentísima y tristísima defensa de la compasión, la costumbre y la tenacidad del espíritu familiar judío. La fuerza en la paciencia, pues los judíos fueron esclavizados con una esclavitud casi más dura que la de todos los otros esclavos, es tan singular que, lo confieso, no me la puedo explicar. Pues al hombre de carácter le sostiene su dignidad moral, al filósofo la filosofía, al cristiano el cristianismo, que puebla el cielo de mártires y que ha plantado la cruz en el paraíso de los bienaventurados. Jehová no da nada a los judíos más allá de la tumba, y no tienen ningún santo. Doquiera saque esa fuerza de la paciencia, es un hecho, y parece que la misma naturaleza ha previsto a la más triste de todas las sectas humanas con los impulsos vitales más vigorosos».

Ojalá que tal descripción nos haga meditar a los cristianos constantemente y nos permita reconocer la dureza cristiana que en ei curso de la historia ha capitaneado tan innumerables persecuciones de los judíos.

5. LA PALABRA DE JESÚS COMO JUICIO PERMANENTE (Jn/12/44-50)

44 Jesús, levantando la voz, dijo: El que cree en mí, no cree en mí, sino en aquel que me envió; 45 y el que me ve a mí, está viendo a aquel que me envió. 46 Yo soy la luz y he venido al mundo, para que todo el que cree en mí no quede en tinieblas. 47 Si alguno escucha mis palabras pero no las cumple, yo no lo condeno; porque no vine a condenar al mundo sino a salvarlo. 48 El que me rechaza y no recibe mis palabras, tiene ya quien lo condena: la palabra que yo he anunciado, ésa lo condenará en el último día. 49 Porque yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me envió, él me dio el mandato de lo que tengo que decir y hablar. 50 Y yo sé bien que este mandato suyo es vida eterna. Por eso la cosas que yo hablo, tal y como el Padre me las ha dicho, así las hablo.

EV/CRISIS: Si nos preguntamos por una razón para la presente perícopa, bien podría ser el propósito de exponer, al final de la actividad pública de Jesús, la permanente importancia salvadora de su revelación y su carácter escatológico y decisivo para todos los hombres. Se pretende llevar una vez más a la conciencia del oyente y del lector qué es lo que estaba entonces en juego y lo sigue estando siempre cuando se trata del evangelio. El evangelio es de una actualidad permanente. El oyente cristiano no puede ni debe darse por satisfecho con lo que aconteció a «los judíos», porque eso mismo puede volver a suceder tanto hoy como mañana. Y es que el evangelio es la crisis de todo el mundo y de la historia entera. Así, esta conclusión sirve para exponer la vigencia permanente del acontecimiento cristológico, su importancia actual para todos los oyentes presentes y futuros. «Levantando la voz» caracteriza una vez más el discurso que sigue como un discurso de revelación, dirigido a la opinión pública del mundo. Y así también aquí tiene que resonar claramente el alcance escatológico de la revelación de Cristo, de manera que a nadie se le puede pasar por alto. En cuanto a su contenido los v. 44b-45 vuelven a expresar el principio fundamental de la teología joánica de la revelación: el que cree en Jesús, no cree (sólo) en Jesús, sino que cree también en Dios, el Padre. Después de realizada la revelación de Dios en el Hijo, la fe en Cristo y la fe en Dios son para Juan la misma cosa. Y son esa única y misma cosa, porque el Hijo y el Padre son «uno» (10,30). La formulación negativa «no cree en mí, sino...» marca claramente el paso que, partiendo de Cristo hecho carne, conduce hasta el mismo Dios. Tampoco para Juan tiene la fe en Jesús su última meta en un Jesús aislado en sí mismo, sino que a través de Jesús lleva hasta Dios. Jesús es la epifanía de Dios, de manera que quien ve a Jesús ve al Padre (14,8-10). En la persona de Jesús es Dios quien sale al encuentro del hombre. Con ello queda dicho también que de ahora en adelante a Dios sólo se le puede ver y encontrar en Jesucristo.

El v. 46 recoge una vez más la metáfora cristológica de la luz, que -habiendo empezado en el prólogo- resuena de continuo en el evangelio de Juan. «Era la luz verdadera que, llegando a este mundo, ilumina a todo hombre» (/Jn/01/09). La revelación es «la luz»; mas, como la revelación de Dios en la historia no es otra cosa que Jesucristo mismo, el Logos e Hijo de Dios encarnado, por eso desde el acontecimiento de la encarnación la «luz» no es ya una substancia o ser general ni una metáfora imprecisa del sentido en general, sino que lo es Jesucristo en persona. Él es la luz que viene al mundo, el portador de la salvación para los hombres. Claramente se destaca aquí de nuevo el propósito positivo de su venida: ha venido para que todo aquel que cree no permanezca en las tinieblas, porque Dios evidentemente quiere la salvación del hombre. La luz vino al mundo justamente para que brille el divino propósito de salvación universal, y sobre todo en la oscuridad más profunda de la cruz.

SV/CONDENACION Pero justamente porque Jesucristo es la manifiesta voluntad salvadora de Dios, es la salud operada por Dios en su persona, que llama a los hombres en lo más íntimo de sus conciencias a fin de que acojan, de hecho, la salvación de Dios, que ahora se les ofrece, y se apropien, mediante la fe, la oferta divina de la verdad y del amor, justo por eso al hombre se le brinda también la posibilidad de la pérdida de la salvación, de forma que lo que se le asigna como salvación pueda trocársele y de hecho se le trueque en juicio, cuando no cree (v. 47s). La revelación no actúa en el sentido de una magia salvadora; no excluye la historia, justamente porque apela de continuo a la libertad humana. El hombre tiene que acoger con libertad íntima la salvación que se le ofrece; debe responder con su amor al amor divino. De ahí que se empiece por decir que, si alguien escucha las palabras de Jesús y no las «cumple» o guarda, ni siquiera a ése le juzgará Jesús, porque no ha venido a este mundo para ejercer funciones de juez, sino de salvador (v. 47c). Y aquí se expresa una vez más el hecho de que el mensaje joánico de Jesucristo se entiende fundamentalmente como un mensaje de salvación, como evangelio. Salvación y juicio no son alternativas equivalentes, se vuelve a repetir de modo claro (preponderancia de la salvación).

PD/JUICIO Mas ¿cómo puede tener efecto el juicio? ¿Dónde se realiza? Si la idea de juicio no se deja en modo alguno de lado, como lo indica el v. 48, ello se debe al hecho cierto de que al hombre no se le puede privar del riesgo de su libertad histórica. El auténtico sentido de la idea de juicio es el de explicar una y otra vez esa realidad. El hombre conserva una responsabilidad última sobre sí y su salvación. La exclusión o infravaloración del hecho equivale a engañarse a sí mismo y a privarse de la oportunidad más importante de la propia realización. Se trata de la dialéctica libertad y gracia. Por ello, quien no acepta a Jesús y sus palabras, encuentra su juez en la palabra de Jesús: «La palabra que yo he anunciado, ésa lo condenará en el último día.» Así, pues, la palabra de Jesús se convierte en juez del hombre. Es como si se alzara contra él y señalara que entre ese tal y Jesús no hay comunión alguna, de modo que al rechazar la palabra de Jesús se rechaza y reprueba a sí mismo El juicio del hombre no tiene efecto en un acto externo y forense, sino que es un autojuicio. El hombre con su conducta pronuncia sentencia contra sí mismo, en linea directa con la concepción sapiencial de la conexión «acción resultado» (némesis inmanente). «En el último día» esto saldrá a luz. La afirmación futura escatológica puede ser una glosa posterior, sin que ello signifique una oposición radical a la escatología de presente, ya que está muy lejos de desvirtuar el presente como tiempo de decisión. La decisión se da aquí y ahora entre fe e incredulidad. Lo que ocurre en «el último día» no es más que la manifestación pública de la decisión tomada aquí.

El v. 49 repite todavía una vez más que la palabra de Jesús no es sino la palabra de Dios, la palabra del Padre tanto como del Hijo. Jesús no ha hablado «por su propia cuenta», sino que en su palabra y su acción ha actuado siempre de acuerdo con el mandato de Dios, como el enviado y revelador de Dios. El Padre le ha encargado lo que tiene que decir. En ese acoplamiento y vinculación al mandato divino o, dicho con mayor precisión, a la persona del Padre, Jesús alcanza una unidad e identidad interna con la palabra de Dios; es, de hecho, la Palabra de Dios encarnada. Lo cual viene a significar una vez más que la revelación, como Palabra de Dios, sale al encuentro del hombre en la persona de Jesús. Pero ¿en qué consiste el mandato del Padre? La respuesta está en el v. 50a: el mandato que el Padre encomienda a Jesús no es otra cosa que la vida eterna, la salvación escatológica. En el nombre de Jesús está la salvación. Eso es lo que el propio Jesús tiene que proclamar, y ése es el contenido completo de la revelación de acuerdo con el Evangelio según Juan.
...............

Meditación

A la Iglesia, como comunidad de todos los creyentes, se le ha encomendado certificar esa palabra de la revelación ante el mundo, como en su propio centro. A una con todos sus miembros, incluidos el papa y los obispos, y en la pluralidad fáctica de las Iglesias concretas, la Iglesia es en primer término una «comunidad bajo la palabra»; lo que equivale también a decir que es una comunidad bajo la permanente autoridad de Jesucristo, de Dios Padre y de la asistencia divina del Espíritu Santo. Existe ese «fundamento divino de la Iglesia», que nadie puede arrebatarle, y ese fundamento es la palabra de Dios. Esa palabra es el fundamento perenne de vida, la fuente de la que mana la verdadera vida eterna para la comunidad de los creyentes. Y esa comunidad de todos los creyentes puede confiar en que el Dios eterno del amor jamás le retirará ese don, en el que él mismo se comunica a sus hijos, mientras ella se mantenga abierta a su recepción. La Iglesia no vive jamás de su propia posesión segura, sino que lo hace siempre y en cada momento del don divino; y cuanto más conscientes sean de ello sus miembros, tanta menor necesidad tendrán de cuidarse angustiosamente de sí mismos.

Al propio tiempo esa Iglesia, como comunidad de todos los creyentes, y a una con todos sus miembros, se encuentra sin distinción de puestos ni cargos bajo el juicio permanente de la palabra de Dios. «Porque la palabra de Dios es viva y operante, y más tajante que una espada de dos filos: penetra hasta la división de alma y espíritu, de articulaciones y tuétanos, y discierne [critica] las intenciones y pensamientos del corazón. Nada creado está oculto a su presencia: todo está desnudo y patente a los ojos de aquel a quien hemos de rendir cuentas» (/Hb/04/12-13). En concreto eso significa que en la palabra escrita de Dios, en la Escritura está para la totalidad de la Iglesia el aliento consolador, la promesa divina, la confianza en la voluntad salvífica de Dios; pero también la comparación crítica, el medir y ser medido por la norma divina de la revelación como criterio permanente de lo cristiano, como una crítica y autocrítica permanentes. El reconocimiento del señorío de Jesucristo empieza por afectar de algún modo a la Iglesia misma; ella es en primer término el espacio en que los hombres se someten a la verdad liberadora y juzgadora de la palabra de Dios y también el espacio en que pueden llegar a ser hermanos unos de otros.

EV/I/CRITICA: La crítica desde el Evangelio no es nada injusto en la Iglesia; más bien debería ser el caso normal. Asimismo nadie debe quedar excluido de esa crítica, nadie debe eximirse de ella. Lo único que se puede y debe pedir, con toda razón, es que dicha crítica proceda realmente del evangelio y que se haga en el espíritu del evangelio. Tendría que estar al servicio de la edificación de la comunidad creyente y al servicio de la ayuda fraterna. También esto vale para todos.

Practicada de ese modo, la crítica misma se convierte en una fuerza de apertura y fecundidad. Una crítica que se orienta por la palabra de Dios y que conduce dentro de la Iglesia a una crisis saludable, no puede ser en último análisis destructiva, aunque de primeras provoque conflictos y cree cierta inquietud. Y ello porque contribuye a despejar el campo dejándolo libre para una nueva acción de la palabra de Dios, para la verdad que continúa desarrollándose. En esa crítica se trata en definitiva de aquella Palabra que estaba al principio junto a Dios, por la que el mundo fue creado, que se hizo carne, que puso su tienda entre nosotros, que fue crucificada, y que todos los creyentes de todos los tiempos certifican, con su respectiva presencia, que también la aguardan como culminadora del mundo. Se trata de la Palabra que juzga para salvar.