3/01-15
Toda la historia de Israel, desde la victoria sobre Egipto hasta las
grandes conquistas de la monarquía davídica, se consideran por los
profetas del siglo VIII como un juicio que se había de revelar
plenamente en el inminente Día de Yahvé. La opinión popular
interpretaba el pasado y el futuro como la intervención judicial de Dios
«obligado» por la alianza, a favor de Israel. Isaías, como Amós y
Oseas, corrige este espíritu nacionalista de la esperanza popular e
introduce en él un factor moral. El Día de Yahvé anuncia la
purificación de toda injusticia, venga de donde venga, y el triunfo del
espíritu de la alianza. No obstante ciertos elementos que nos pueden
dejar perplejos, el Día de Yahvé, en su aspecto de castigo
pedagógico, nos va a decir que Dios no es indiferente al mal y que ha
de intervenir para sanar. En esta visión de fe se rompe el mecanismo
implacable y ciego del mal: desde entonces queda dialécticamente
abierto al bien. Por eso puede decir el profeta Isaías, refiriéndose a
Israel: «Volverá un resto, un resto de Jacob... La destrucción
decretada rebosa justicia» (Is 10,21-22). Pero también los gentiles
tendrán el resto después de la purificación: «Y Yahvé herirá a Egipto
con una plaga y lo curará; ellos volverán a Yahvé, él los escuchará y
los curará» (Is 19,22).
D/FUENTE-DERECHO: Nuestro capitulo tercero se ha de entender
a la luz de estas consideraciones. Las seguridades establecidas se
vienen abajo. No se puede escoger entre la voluntad del Señor y la
insolencia, entre Dios y el caos. Allí donde no se reconoce a Dios
como la primera fuente del derecho, queda abierto el camino al caos y
a la tiranía: "Pueblo mío, te oprimen chiquillos, te gobiernan mujeres.
Pueblo mío, tus guías te extravían, destruyen tus senderos" (3,12).
Cada uno quiere hacer prevalecer sus intereses al precio que sea:
«Se atacará la gente, unos contra otros, un hombre a su prójimo, se
amotinarán muchachos contra ancianos... y aun entre hermanos hay
violencia» (5.6). La corrupción de las clases rectoras es un tema
destacado en la predicación isaiana. El profeta, hombre de gran
sensibilidad para el mal, es un defensor insobornable del derecho
divino. Todo intento de codificar y manipular la voluntad de Dios por
parte de las clases rectoras encuentra la valiente respuesta profética
de un programa antiautoritario. Es cuando el profeta provoca una
«crisis de autoridad» con tal de salvar los intereses de Dios y de los
humildes. La relativización de toda autoridad humana, tanto civil como
religiosa, encuentra un eco en la llamada de Jesús a hacernos
mayores de edad.
Pág. 752 s.)
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5/08-13
5/17-24
Por medio de estos versículos nos llega la palabra enérgica de los
primeros tiempos de la predicación de Isaías. El cuidado amoroso de
Dios hacia su pueblo, insuperablemente glosado en el canto de la
viña (5,1-7: «Voy a cantar en nombre de mi amigo un canto de su
amor a su viña...»), para bien poco ha servido. Esta parece ser la
conclusión buscada por el redactor al pasar tan rápidamente y sin
solución de continuidad de un tema a otro: lamentación punzante por
un amor de Dios menospreciado sin recato, con la consiguiente
destrucción de toda justa convivencia humana. Cuando al bien se
llama mal y al mal bien; cuando la verdad se confunde con la mentira
y la mentira con la verdad, se abre la puerta a toda corrupción
teologal y ética. Isaías no es nunca un defensor del nomismo, de la
ley por la ley, sino que juega con las categorías universales del bien y
de la verdad muy al alcance de todos los hombres.
Otras voces proféticas del tiempo dirán lo mismo: «Buscad el bien y
no el mal; aborreced el mal y amad el bien; buscad a Yahvé y viviréis»
(Am 5,14s). Por tanto, el bien se busca por referencia a la voluntad de
Dios. Sin embargo, esta voluntad es algo que el creyente ha de
discernir con un trabajo de búsqueda. Es una ascesis, un ir en pos de
la luz que se hará más evidente en la catequesis neotestamentaria.
En los escritos paulinos, por ejemplo, la ética no es jamás una
categoría prefabricada, no se le presenta al hombre de una manera
previa hasta el punto de que se le ahorre el trabajo de discernir:
«Examinadlo todo y retened lo que haya de bueno» (1 Tes 5,21).
La insensibilidad del hombre frente a las exigencias del bien y de la
verdad explican los estragos sociales que denuncia el profeta: «Ay de
los que añaden casas a casas y juntan campos con campos... Ay de
los que por soborno absuelven al culpable y niegan justicia al
inocente» (vv 8.23). La idea según la cual la codicia del dinero
estorba a las relaciones de justicia y convivencia entre los hombres
atraviesa toda la Biblia: en la muerte de Jesús el dinero jugó un papel
importante. La denuncia profética no se basa en un simple
humanitarismo, sino que se trata de la «justicia» y del «derecho» que
hunden sus raíces en el pacto. A partir de aquí los profetas
desenmascaran enérgicamente a los que aplastan al pobre y
acumulan riquezas a costa de él.
Pág. 753 s.)
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7/01-17
Con este texto se inicia el llamado «Libro de Emanuel» (capítulos
7-11), conjunto de reflexiones proféticas que hablan de la radical
inestabilidad de toda seguridad humana, y de la inmanencia de Dios,
del Todo-Otro, como una fuerza determinante de la historia. De
repente, los países del Próximo Oriente antiguo se sienten inseguros
ante la aparición de una superpotencia: Asiria. Con ella, y por
iniciativa de otra gran potencia rival, Egipto, se forma la federación de
los reinos de Damasco y Samaría, a la que se intenta arrastrar a
Judá. La resistencia del rey Acaz a entrar en esta coalición explica la
llamada guerra «siro-efraimita».
En estas circunstancias en que Judá se mueve con prudencia
simplemente política, y no por la fe, es cuando entra Isaías en escena,
portador de una palabra libre y liberadora. Su reflexión va a significar
que los factores exteriores pueden borrar a Israel del cuadro político,
le pueden deshacer como Estado, pero no como una comunidad
religiosa. Los razonamientos del profeta tienen como base y fondo la
teología de la alianza: Israel únicamente podrá tener historia a partir
de la fe; su origen no se debe «ni a los carros ni a los caballos», a la
fuerza humana, sino a Dios (30,15-17). De aquí que la fe tiene
derecho a formular unas exigencias que, políticamente hablando,
pueden parecer un error y un drama. Mas la tarea del profeta es
conservar el pueblo de Dios como tal y no defender las razones de
Estado a cualquier precio. Dios no se encierra, no puede ser
encerrado en ninguna realidad, ni en la que se crea más justa. La
vida de Israel, su legitimidad, no pueden apoyarse en la propia fuerza
ni en las alianzas con otros pueblos, sino únicamente en Dios: «Si no
creéis (= si no os hacéis fuertes en mí) tampoco podréis subsistir».
Sin embargo, Acaz busca otras seguridades que las de la fe: cree más
prudente pactar con Asiria para defender los intereses
político-religiosos de Israel, como si así pudiera defender mejor a
Dios. Pero Dios no puede ser defendido por nadie porque de nadie
necesita; he aquí el gran reto a todas las formas de fanatismo y de
soberbia de los creyentes a lo largo de la historia. La política de Acaz
pone en peligro la gratuidad de la alianza y de la salvación. De aquí la
palabra del profeta hecha de amenaza y de esperanza: vendrá otro
mediador de la alianza que merecerá el nombre de Emanuel, porque
en él sí que realmente "Dios-será-con-nosotros". Su perfección y su
grandeza jamás se realizarán plenamente en ninguno de los reyes
que se sentarán en el trono de Judá; pero su figura ideal hará que
poco a poco uno levante la mirada hacia un «hijo de David», un
«Mesías» que no tendrá las limitaciones de los otros reyes, sino que
será un don de Dios al pueblo de la alianza.
Pág. 754 s.)
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8/01-18
La experiencia vocacional hace que el profeta esté abierto a las
continuas exigencias de Dios. A veces se ve forzado a vivir en una
especie de dicotomía entre Dios y el pueblo, pero siempre desde el
punto de vista de Dios, que está implicado en la vida del pueblo. Los
versículos de hoy contienen una apretada argumentación para hacer
cambiar al rey Acaz. La totalidad de la persona del profeta en su
vertiente individual, familiar y social es asumida para iluminar el curso
de los acontecimientos desde el ángulo de la fe: su matrimonio, dos
de sus hijos llevan nombres simbólicos, «Sear-Yasub»
(=Un-resto-volverá), «Maher-salal-jas-baz» (=Pronto-al-saqueo,
Presto-al-botín); el nombre de Isaías es también una tesis (=Yahvé
salva). La deportación y la muerte caerán sobre Damasco y Samaría
y, pese a sus cálculos políticos, también sobre Judá, pero quedará la
pequeña comunidad de fieles a la alianza. Los nombres de los hijos
expresan, pues, la ambigüedad del destino de Israel. Dentro de la
misma entidad de Israel coexisten el tronco que es abatido y el tocón
que sobrevive. El «Dios-con-nosotros» es garantía de que este tocón
retoñará (Is 11,1).
ESCANDALO/MEDIACION La teopolítica de Isaías discurre por
caminos paradójicos: su teocentrismo se basa en la idea de que Dios
es más poderoso que todas las potencias terrenas; el centro de
gravedad de las fuerzas universales no se encuentra en Asiria, donde
Acaz busca seguridad, sino en Dios. El Dios nacional va tomando la
fisonomía de Dios del universo tras haberse revelado como Dios de
unas personas muy determinadas. El escándalo de la encarnación
reside en que la salvación debe pasar a través de un pueblo
particular, históricamente existente y geográficamente situado; es una
mediación incómoda. En Isaías es donde se hace más patente el paso
del Dios personal tutelar al Dios del mundo y de la humanidad. Ahora
bien, la noción de Dios evoluciona de hecho como consecuencia de la
ruptura del antiguo vínculo entre la nación y Yahvé. Isaías no
presenta un programa político, no ofrece a Acaz dos posibilidades
políticas, sino que lo sitúa ante una opción definitiva: el
«Dios-con-nosotros» o Asiria. De ahí que Emanuel sea la poderosa
figura de la debilidad de Dios.
Pág. 439 s.)
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9/07-20
10/01-04
Estos versículos, que pertenecen a la primera época de la actividad
profética de Isaías, anuncian la intervención correctiva de Dios en la
historia de su pueblo. La idea queda claramente afirmada con el
ritornello, cuatro veces repetido: «Su ira no se ha aplacado, seguirá
extendida su mano». Es el forcejeo para doblegar la resistencia de un
pueblo que se siente autoseguro (v 9: «Han caído los ladrillos, pero
edificaremos con sillares; han sido cortados los sicomoros, pero en su
lugar pondremos cedros») y que se aprovecha del débil (10,1s: «Ay
de los que decretan leyes inicuas, de los escribas que registran
prescripciones tiránicas que echan del tribunal a los pobres y
conculcan el derecho de los desvalidos de mi pueblo, para despojar a
las viudas y robar a los huérfanos»). Vemos cómo en un mismo
capítulo se pasa de una predicación de horizontes optimistas sobre la
instauración del reino de justicia y de paz en la persona del niño
maravilloso (9,2-7) a una predicación sobre un futuro tenebroso. Es el
contraste y la tensión que nace de la vida. Las emociones del libro de
Isaías son las emociones del creyente; es el itinerario de una fe que a
veces se siente segura y a veces es llamada a responder de una
manera adulta en una lucha sin tregua.
La visión de fe que da Isaías sobre la historia queda encuadrada en
el contenido del v 7: «El Señor ha lanzado una amenaza contra Jacob
y ha caído en Israel. Y llegará a conocimiento de todo el pueblo». En
la visión de los profetas, la teología de la historia está determinada
por la eficacia de la palabra de Dios. Es el dabar que, en su sentido
originario, quiere decir «lo que está detrás» y que, por tanto, incluye
la idea del fondo, del nervio, del logos de una cosa. La palabra del
Señor pronunciada en el seno de la historia reviste carácter decisorio
y determina su proceso. Lo que es decisivo no son los hechos, sino la
palabra. Dios interviene una y otra vez en la historia de su pueblo por
medio de la palabra de los profetas: no hay ningún acontecimiento
salvífico que no haya sido "profetizado". Correlativamente, la palabra
de Dios es la respuesta del hombre religioso y creyente a un conjunto
de sucesos en los que experimenta la presencia del Señor. Es así
como el hombre llega a ser interlocutor de Dios y es así como Dios se
hace fiador de la comunicación humana.
Pág. 755 s.)
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11/10-16
El poder salvador de Dios hace que de la dinastía davídica,
prácticamente extinguida desde un punto de vista humano, brote la
figura que manifiesta su presencia, el Emanuel que hace efectivo el
«Dios-con-nosotros». Dios se revela como kabod, como «gloria» o
fuerza salvadora de los tiempos mesiánicos. Por eso se dice que
Emanuel será una «enseña gloriosa» o esplendorosa que será vista
por todos los pueblos, los cuales se dirigirán hacia Jerusalén, punto
central del reino mesiánico, un punto en el que volverán a unirse los
judíos del norte y los del sur, divididos por el pecado. En muchos
pasajes de la predicación profética Jerusalén sintetiza la realización
de lo mejor de las esperanzas mesiánicas Es la ciudad en que no sólo
Israel, sino toda la humanidad obtiene los grandes dones mesiánicos
de la justicia, la unidad y la paz. La esperanza en el retorno de la
época davídica ideal, época que nunca tuvo una realización histórica,
añade al tema de Jerusalén el del éxodo y el del nuevo paraíso. El
camino del nuevo éxodo no conduce simplemente a la tierra
prometida, sino a Jerusalén. Su fuerza centrípeta, de atracción
universal, se debe a que es la ciudad de la luz y de la paz, la ciudad
del Emanuel, donde «Dios-habita-con-nosotros».
Tanto el Primer Isaías como el Segundo conciben y describen la
liberación de la esclavitud impuesta por Asiria y después por Babilonia
con términos e imágenes inspirados en ia salida de Egipto. Tal
catequesis emplea todos los recursos de la persuasión para centrar la
fe de sus contemporáneos en un acontecimiento nuevo y muy
importante.
La historia de salvación es siempre la historia de un Dios que ha
venido y de un Dios que vendrá. El Dios del éxodo es un Dios que ha
«plantado su tienda» entre los hombres, un Dios personal activo, el
Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios que hoy sigue salvando
al hombre. Si con el primer éxodo nace el pueblo de Israel, con todos
los otros éxodos renace la comunidad. El primer éxodo tiene unas
resonancias que atraviesan toda la Biblia, ocupa un lugar
preeminente en la mente y en la vida religiosa del pueblo de Dios.
Isaías es el teólogo veterotestamentario que mejor ha captado el
puesto central del éxodo en la historia de salvación. De ahí la
transposición casi literal para comentar los nuevos acontecimientos:
«Y Yahvé secará el golfo del mar de Egipto y alzará la mano contra el
río... Y habrá una calzada para el resto de su pueblo que quede en
Asiria, como la tuvo Israel cuando subió de Egipto» El NT ve en el
éxodo una prefiguración de la redención realizada por Jesucristo.
Pág. 442 s.)
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13/01-22a
El ágape mesiánico que reúne en la misma mesa a Israel y a las
naciones se sirve en Jerusalén. Pero esto exige una purificación
previa, cargada de ambigüedades y tentaciones nacionalistas. Los
capítulos 13-23 contienen una serie de oráculos contra los gentiles y
reafirman la soberanía universal de Yahvé: todos los pueblos, al igual
que el de Israel, han de responder ante Dios de la violación del orden
moral. Dios manifiesta su soberanía mediante ciertos signos de su
presencia, denominada día de Yahvé
Nuestro texto presenta ese día de Yahvé como un juicio. En la
Biblia, el «juicio» es inseparable de la doctrina de la alianza. Cuando
dos personas establecen un pacto o alianza quedan unidas por una
serie de deberes y derechos mutuos. Los dirigentes de Israel reciben
el nombre de jueces porque tienen la responsabilidad de recordar la
necesidad de mantener la alianza. Dado que las relaciones entre Dios
e Israel se conciben en forma de alianza, el día del juicio o día de
Yahvé significa para Israel salvación y liberación como consecuencia
de la intervención divina. En las grandes solemnidades, el recuerdo
litúrgico del día de Yahvé tenía como finalidad renovar los
compromisos de la alianza con Dios, fortalecer la justicia entre los
miembros de la comunidad como condición para recibir los dones de
Dios.
Una de las consecuencias saludables del día de Yahvé será la
unión de los dos reinos de Israel y de Judá, que el pecado había
dividido con el más feroz odio fratricida, no obstante formar parte de
una misma comunidad de la alianza. La teología yahvista y profética
consideraba el pecado de Caín, que había llevado a la división y a la
muerte de Abel, como tipo de todas las divisiones fraternas causadas
por esa incomunicación que es el pecado. En Jerusalén, los pueblos
paganos entran también en comunión con Dios; la ciudad de la
«presencia» de Yahvé es el lugar del encuentro de todos los pueblos;
por medio de ella son llamados a vivir en la presencia de Dios. La paz
de los últimos tiempos, de los tiempos escatológicos, será también
realidad entre los otros pueblos: «Hacia él... caminarán pueblos
numerosos. Dirán: Venid subamos al monte de Yahvé... El nos
instruirá en sus caminos... Será el juez de las naciones... De las
espadas forjarán arados, de las lanzas, podaderas. No alzará la
espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra»
(2,3-4).
Pág. 443 s.)
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14/01-21
El hundimiento de Babilonia es, según varios profetas, un requisito
para la liberación de los exiliados. Este capítulo, como el precedente,
describe el desastre de Babilonia, cuyo poder se consideraba hasta
entonces invencible. Además habla en términos irónicos sobre la
humillación de su rey, «cadáver pisoteado» (v 19), que baja al sheol,
donde tiene gusanos por lecho y lombrices por cobertor (v 11). Al
condenar a Babilonia y a su rey «omnipotente», ebrio de sí mismo, se
condena toda soberbia y toda oposición al único Señor del mundo,
Dios. El profeta expresa esta doctrina por medio de un antiguo mito
cananeo que habla de un dios menor de un «diosecillo» que intenta
conseguir el primer puesto del panteón y personifica la soberbia. Los
profetas nunca definen el comportamiento humano de manera
abstracta. Pero cuando presentan la transgresión particular de un
grupo determinado, lo hacen sirviéndose de unos rasgos que son
típicos del comportamiento general de Israel o del hombre. Los
monólogos que los profetas ponen en boca de los reyes extranjeros
son el mejor testimonio al respecto.
P/ORGULLO: Según la visión isaiana, el orgullo implica apostatar de Dios y despreciar al prójimo. Sin ceder al pesimismo en el análisis radical del hombre, Isaías enseña que el pecado se debe fundamentalmente al orgullo. El hombre es un ser finito, una criatura; pero sobrevalora constantemente sus fuerzas y, en último término, se sitúa como un absoluto. Hay un orgullo del poder en el que el yo humano se considera autosuficiente y se cree seguro frente a cualquier vicisitud. No se da cuenta de que su vida es
contingente y dependiente. Eso le lleva a erigirse en juez de sus
valores y en dueño de su destino. El profeta afirma que el hombre,
pese a su debilidad, es libre, trasciende la naturaleza y es capaz de
escribir la historia. El encuentro entre Dios y el hombre, lo mismo que
los encuentros históricos entre los hombres tiene lugar gracias a la fe
y en una actitud de conciencia de los propios límites. Estos rasgos
resultarán sin duda más claros para los artistas y los poetas, dotados
como están del sentido de lo dramático y lo histórico, que para los
científicos, los filósofos y los teólogos, que buscan reducir todos los
factores de la vida a unas coherencias racionales.
Pág. 444 s.)
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16/01-05
17/04-08
Los dos fragmentos de esta lectura están unidos por un motivo
común: Moab y el reino del norte, Israel, pueblos tradicionalmente
enemigos de Judá, buscan la salvación en Sión, «trono de clemencia,
y se sentará sobre él en fidelidad, en la tienda de David, un juez
celoso del derecho, diestro en la justicia» (16,5), palabras que eran
todo un programa de esperanza para un pueblo como Moab, objeto
de toda clase de vejaciones, aunque también era pueblo cruel: "A
Moab, por tres delitos y por el cuarto no le perdonaré: porque
consumió con cal los huesos del rey de Edom, enviaré fuego a Moab,
que devorará los palacios de Queriot; Moab morirá en el tumulto
bélico, entre alaridos y toques de trompeta» (Am 2,1-2). El reino del
norte, Israel, que durante tanto tiempo ha nadado en la opulencia y se
ha sentido fuerte en sí mismo, verá borrada su «gloria», es decir, su
potencia. Purificado medicinalmente por una serie de desastres
sociopolíticos, tornará de nuevo su mirada hacia el Señor, a quien
reconocerá como su creador y salvador: «Aquel día el hombre mirará
a su Hacedor, sus ojos contemplarán al Santo de Israel, y ya no
mirará los altares, hechura de sus manos» (17,7-8).
Sela, la actual Petra, la ciudad rocosa que durante tanto tiempo se
consideró invencible, ya no ofrece seguridad: «Tu arrogancia te
sedujo; porque habitas en rocas escarpadas, asentada en las cimas,
piensas: ¿Quién me derribará en tierra?» (Abd 3). Solamente Yahvé
podrá ser su roca. Vuelve la idea de un cierto universalismo mesiánico
de Judá, que acoge a un pueblo hasta entonces menospreciado,
como lo testimonia Dt 23,4s: «Amonitas y moabitas no serán admitidos
en la asamblea del Señor ni aun en la décima generación; no entrarán
jamás, porque no salieron a vuestro encuentro con el pan y el agua
cuando ibas de camino al salir de Egipto, y porque trajeron contra ti a
Balaán, hijo de Beor de Petor, en Mesopotamia para que te maldijera".
La aceptación de Moab y del reino del norte, Israel, en Sión significa
la superación del concepto tribal de Yahvé. Las guerras santas no
tienen sentido: detrás de muchas hostilidades humanas se
encuentran rivalidades y lucha entre dioses. Isaías afirma
categóricamente que eso se superará cuando se vea al Dios de Israel
como creador y salvador de todos.
Pág. 21 s.)
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19/16-25
La unidad literaria y temática domina en todo el fragmento: contiene
cinco oráculos que se inician con la expresión «aquel día» y anuncia
la creación de una alianza entre Israel y sus dos grandes enemigos,
Asiria y Egipto, que se unirán al pueblo escogido para rendir culto a
Yahvé. Probablemente hay una alusión a los sucesos de la historia de
salvación, especialmente el éxodo y la entrada en Canaán. Se diría
que se decide establecer un paralelismo entre el destino de Israel en
sus inicios y la suerte final de Egipto: la conquista efectiva de Canaán,
después de los primeros movimientos más o menos inciertos contra
localidades periféricas, se inicia con la victoria sobre cinco reinos:
Jerusalén, Hebrón, Yarmut, Lakis y Eglón.
Eso mismo pasará con Egipto, que acabará reconociendo al Dios
de Israel. Así como Yahvé castiga y sana a su pueblo, también Egipto
conocerá el castigo antes de ser salvado por el libertador que les
enviará el Dios de los judíos. La conclusión de toda esta aventura
será la reconciliación de los enemigos tradicionales de Israel,
enemigos también entre sí, Egipto y Asiria, y su encuentro con Israel
para rendir culto a Yahvé.
Destaca aquí, pues, el carácter medicinal del castigo, que no es un
fin en sí mismo, y el universalismo de la religión israelita. «Yahvé
herirá a Egipto con una plaga y lo curará: ellos volverán a Yahvé, él
los escuchará y los curará» (v 22). Los títulos más gloriosos de Israel:
pueblo mío y obra de mis manos son compartidos por Egipto y Asiria,
que participan así de los grandes dones de la alianza. Es la única vez
que a una nación no israelita se le llama pueblo mío: «Bendito mi
pueblo Egipto, y Asiria, obra de mis manos, e Israel mi heredad" (v
25). Israel se convierte en punto de unión entre sus vecinos y en
fuente de bendiciones. Reaparece el carácter de mediación del
pueblo de la alianza, pero la universalidad no es iniciativa suya, sino
de Dios, que distribuye sus dones según le parece: «Yo ofrecía
respuesta a los que no preguntaban, salía al encuentro de los que no
me buscaban, decía: 'aquí estoy, aquí estoy', al pueblo que no
invocaba mi nombre» (65,1). El nuevo Israel, la Iglesia, cumplirá su
misión en la medida que sepa ejercer una mediación que no impida el
paso a los dones de Dios ni humille a sus destinatarios.
(Pág. 22 s.)
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20/01-06
Este texto forma parte de un conjunto de advertencias y de
recriminaciones que el profeta dirige a las naciones extranjeras, y que
de rechazo se convierte en una admonición para Israel. Se plantea el
tema de la no confianza en Dios: es inútil apoyarse en otras fuerzas,
buscar otras seguridades que no sean él. Con estilo biográfico se
describe una acción simbólica de Isaias. El profeta ha de pasear
desnudo y descalzo por las calles de Jerusalén. Este gesto se
convierte en un signo para el pueblo: será la suerte reservada a los
egipcios y a todos los que confían en el Imperio faraónico, entre los
cuales están los mismos judíos. Las alianzas de Israel como
suplemento al pacto le llevarán a la condición de esclavo, hombre
despojado por el vencedor: «Porque te olvidaste confiando en la
mentira, también yo te alzaré las faldas por delante y se verá tu
vergüenza, tus adulterios» (Jr 13,25b-26). El profeta, por tanto, capta
los acontecimientos y el porvenir no solamente con palabras
articuladas, sino también con una forma más alta que es el símbolo. El
porvenir queda abierto; el acto simbólico invita a los destinatarios a
tomar ellos mismos la decisión que les ha de llevar a la felicidad o a la
desgracia.
Los profetas son, a partir del siglo VIII, los testigos de unas
circunstancias duras en las que el país camina irremediablemente
hacia el desastre. Es un pueblo amenazado no sólo desde el interior,
sino también desde fuera: primero por Asiria, después por Babilonia.
Su destino político ya no depende de él, sino de aquellas potencias.
Desde la fundación de la monarquía, la historia de Israel es el
producto de una constante dialéctica entre la razón de Estado, por un
lado, que busca hacer al país capaz de defenderse de los propios
enemigos, y las exigencias derivadas de la elección y de las
estipulaciones del pacto, por otro. En esta tensión dialéctica tenemos
que situar la intervención del profeta, que entra en la ciudad para
recordar los derechos de Dios. El profeta no acepta nunca llegar a ser
instrumento de una religión entendida como un medio para defender
las razones de Estado o para conservar el orden establecido. En esta
desacralización y relativización de las razones de Estado, los profetas
nos dicen que sólo Dios es la instancia definitiva, que sólo él totaliza el
sentido de la existencia de la comunidad religiosa nacida del pacto.
(Pág. 763 s.)
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21/06-12: BABILONIA/ROMA :
Este fragmento contiene un oráculo sobre Babilonia (6-10) y otro
sobre Edom (11-12). Los títulos son enigmáticos. El profeta muestra
cierta simpatía hacia los pueblos que apostrofa.
Su pensamiento llega al lector con un vocabulario rico y ágil y con
un ritmo armonioso y solemne, propio del más grande poeta de la
Biblia. Poéticamente es una de las más bellas descripciones del libro
de Isaías. Babilonia, la «ciudad criminal» (Sal 137,8) es destruida.
Este es el grito de alegría del centinela que ha estado esperando
largamente y acechando la caída de la gran ciudad: «Ha caído, ha
caído Babilonia; y todas las estatuas de sus dioses yacen por tierra
destrozadas» (v 9). La destrucción del poder babilónico es un símbolo
de la victoria de Dios sobre el reino del mal y de la idolatría; significa
la liberación del pueblo de la alianza y la nulidad de los ídolos: «Es
verdad, Yahvé: los reyes de Asiria han asolado todos los países, han
quemado todos sus dioses porque no son dioses, sino hechura de
manos humanas, leño y piedra, y los han destruido" (37,18-19). En la
visión de Isaías, Babilonia, la gran ciudad que ya en los inicios de la
historia había querido destronar a Dios (Gn 11,6-10: relato de la torre
de Babel, donde se juega con el verbo "balal", que significa mezclar,
confundir; etimología popular que irónicamente se contrapone a
"bab-ili", cuyo sentido es "puerta de Dios"), viene a ser el prototipo de
toda potencia antidivina. Babilonia es tierra de exilio y de tristeza,
según la dramática descripción del salmista: «Junto a los ríos de
Babilonia nos sentamos y lloramos con nostalgia de Sión, en los
sauces que hay en sus orillas colgábamos nuestras cítaras. Allí los
que nos deportaron nos invitaban a cantar, nuestros opresores a
divertirlos: 'Cantadnos un cantar de Sión'. ¡Cómo cantar un cantar de
Yahvé en tierra extranjera...! ¡Babilonia, ciudad criminal!»
(/Sal/137/01-04/08). En el Apocalipsis se la contrapone a la Jerusalén
celestial, la ciudad de Dios; es la gran prostituta, cuya desaparición
anhelan los escogidos. Cuando la Iglesia naciente da a Roma el
nombre de Babilonia (Ap 17,18), indica que se sentía desterrada
dentro del Imperio Romano. Y es que Babilonia tipificaba la soberbia
usurpadora de los derechos de Dios y de los hombres.
(Pág. 23 s.)
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24/01-18
Los cc. 24-27 forman lo que la crítica literaria suele llamar
«Apocalipsis de Isaías» por sus referencias a un juicio universal, a la
instauración del reino de Dios, al reagrupamiento de los dispersados
de Judá. Sin embargo, nada más que de una manera genérica se
puede hablar de apocalíptica, ya que no se encuentran en estos
capítulos las características del género apocalíptico, propias de las
obras apócrifas del último período del judaísmo bíblico o de algunos
fragmentos veterotestamentarios de Ezequiel, Daniel, Zacarías y Joel.
Los elementos característicos del género apocalíptico son: visiones,
pseudonimia, esoterismo, convencionalismo, simbolismo, etc. Los
versículos de nuestro fragmento, aunque hablan de un desastre
universal parece que se refieren a la destrucción de Judá. La misma
palabra de Dios que en los inicios había establecido el orden en el
mundo se retira ahora y retorna el caos primitivo. El pecado es la
causa de esta destrucción que arranca las raíces de la vida, destierra
la alegría y lleva el terror de la muerte: «...violaron la ley, trastocaron
el decreto, rompieron la alianza eterna. Por eso la maldición se ceba
en la tierra, y lo pagan sus habitantes" (vv 5-6). Pero este castigo es
una manifestación del poder salvador (kabod) del Dios de Israel. Este
es el signo que perciben los pueblos paganos de Oriente y de
Occidente: «Aclamad desde el mar, responded desde Oriente
aclamando a Yahvé; desde las islas del mar, el nombre de Yahvé,
Dios de Israel» (15-16).
EGOISMO/ICD El fragmento nos hace ver a un Isaías que reprende, como censor escrupuloso de los derechos de Dios, el pecado del pueblo. Quien no guarda en todos los ámbitos de la vida el derecho de Dios, quien no toma seriamente su santidad, peca contra la luz y contra la coherencia. El profeta había experimentado en su llamada, de manera estremecedora, lo que
significa pecado y culpa. El pecado bíblico antes que nada es un
choque contra el amor, contra Dios y contra el hombre. Es el amor el
que abre al hombre sus posibilidades humanas y le hace capaz de
sentir a los otros. El egoísmo es una forma de incredulidad porque
encierra al hombre en sí mismo y le coloca en el lugar de Dios.

F. RAURELL
LA BIBLIA DIA A DIA.
Comentario exegético a las lecturas de la Liturgia de las Horas.
Ediciones CRISTIANDAD.MADRID-1981.Pág. 25
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