CAPÍTULO 1


Introducción

EL MUNDO DEL PRISIONERO PABLO

1. El apóstol Pablo sentía un afecto especialmente cordial por la comunidad de Filipos, a la que va dirigida nuestra carta. Los motivos pudieron ser varios: en primer lugar, los filipenses se distinguieron desde el principio por su obediencia y fidelidad al Apóstol. Pero que no se interprete mal esta afirmación, como si Pablo hubiera confundido su probidad con su lealtad hacia él. Debe tenerse en cuenta la situación de la comunidad. Llamada a la vida por el Apóstol, se vio muy pronto reducida a sus propios medios, en el seno de un entorno pagano. El Apóstol continuó su viaje, buscando nuevas ciudades y ganando para Cristo nuevos hombres. Se sometía, pues, a los filipenses a una prueba total, a una apuesta muy subida, en la que se trataba de ser o no ser. La palabra sembrada en su suelo ¿sería capaz de echar raíces y permanecer, o acabaría por sucumbir, sofocada por la maleza de las multiformes opiniones religiosas y de los más diversos cuidados? Los filipenses no sólo supieron salir airosos de la prueba, sino que comprendieron además claramente que, después de haber sido ganados a la fe del Evangelio, debían trabajar a su vez en favor de este Evangelio. Una comunidad sólo se salva de la languidez, de la decadencia y de la extinción si es vital y activa.

Pero se daba, además, otra característica constante en los filipenses. Ellos constituían la primera comunidad paulina en suelo europeo. De hecho, antes que ellos sólo hubo otra comunidad cristiana en Europa: la de Roma. En su segundo viaje misional, Pablo, acompañado de Silas y Timoteo, pasó de Asia Menor a Macedonia. Hasta entonces, sólo había misionado en Asia (cf. Act 13-14), aunque es muy probable que ya desde el primer momento acariciara el deseo de penetrar en el mundo griego con el mensaje de Cristo. La misión de Filipos se saldó con un fracaso, y Pablo y sus compañeros tuvieron que partir de allí precipitadamente. Las autoridades ciudadanas procedieron contra ellos y los expulsaron de la ciudad (Act 16,11ss; lTes 2,2). Pablo sabía demasiado bien que la nueva comunidad estaba aún necesitada de especiales cuidados. Por eso se sentía tan agradecido al comprobar que su actuación no había sido inútil, sino que había producido copiosos frutos.

2. En toda carta es importante tener una idea aproximada de la situación en que se encuentra el remitente. En efecto, la situación tiñe con su propio colorido las manifestaciones, los proyectos y las esperanzas. Cuando Pablo escribió la carta a los Filipenses, estaba preso. Habla con frecuencia de sus cadenas y se enfrenta con la posibilidad de ser condenado a muerte. Nos hallamos, pues, ante una de las llamadas cartas de la cautividad. En ella se nos abre con una especial intimidad el alma de Pablo, sus anhelos, sus deseos y, sobre todo, su fe. Y esto es lo que hace que esta carta sea tan valiosa para nosotros.

Ha sido calificada como la más personal de todas las cartas paulinas. Al leer estas líneas nunca debe perderse de vista la lastimosa situación del Apóstol. Las cárceles del mundo antiguo no eran precisamente demasiado humanitarias, la alimentación era miserable. Teniendo esto en cuenta, cabría esperar propiamente que en la carta hubiera una serie de quejas sobre los hombres, sobre la inseguridad del futuro, sobre la falta de libertad de la situación. Pero no hay nada de esto. El autor de la carta entiende perfectamente su suerte desde la base de su fe cristiana y no se contenta con superarla, sino que la convierte en un magnífico testimonio de fe. Se despliega ante nosotros la magnitud del esclavo de Cristo; pero una magnitud y una grandeza que no está lejos de nosotros, como algo inalcanzable, sino dentro de un contexto humano, como algo real, comprensible e imitable. Los que tienen que sufrir, los que están sometidos a prueba por causa de la fe, encontrarán en el Apóstol doliente una digna norma de la fe.

Debemos localizar el lugar de prisión de Pablo, desde donde fue escrita esta carta, en Éfeso, la metrópoli de Asia Menor a orillas del Mar mediterráneo. Sólo ocho días de viaje separaban esta ciudad y Filipos (1).

3. ¿Qué objetivo se propone la carta? En primer lugar, quiere informar sobre la situación en que Pablo se encuentra. Pero sus pensamientos se dirigen a la comunidad, de tal suerte que considera su destino personal desde ella. En esta reflexión comunitaria, que absorbe su situación personal, se pone de manifiesto la sinceridad y lealtad de su actividad apostólica, pastoral y misionera. Tiene que contar con la eventualidad de que no volverá a ver a los filipenses. Por lo mismo, debe preocuparse por su futuro. La edificación de la comunidad, su puesto en el mundo, su salvación, constituyen la orientación y el interés pastoral básico de esta carta. Al mantenerse en un plano tan genérico, la carta puede servir perfectamente de lectura en toda época y para toda comunidad. Pablo también traza planes para el futuro. Pero están llenos de incertidumbre.
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1. La antigua opinión, según la cual Pablo escribió la carta a los Filipenses desde una cárcel de Roma pierde crédito de día en día.
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SALUTACIÓN 1/01-02

1 Pablo y Timoteo, siervos de Cristo Jesús, a todos los santos en Cristo Jesús, que hay en Filipos, juntamente con los obispos y diáconos: 2 gracia a vosotros y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo.

Las cartas del Apóstol están llenas de autoridad y responsabilidad. Pablo se sentía responsable de sus comunidades. Ante los filipenses se presenta no como apóstol (Cf Rom 1,1; 1Cor 1,1; 2Cor 1,1; Gál 1,1; Ef 1,1; Col 1,1), sino como siervo, como esclavo de Cristo Jesús (Cf.Rm 1,1;2Co 4,5; Ga 1,10); no recurre a un título honroso que le sitúa por encima de la comunidad y de sus propios colaboradores, sino que se coloca en la misma línea que su auxiliar Timoteo. La esclavitud era un fenómeno absolutamente normal y conocido de todos en aquella época, un hecho sociológico cotidiano. No pocos de los destinatarios de la carta pudieron ser esclavos. Todo esclavo tiene un señor. Pablo se sabe esclavo del Kyrios (Señor) Jesucristo. Y así, el título de esclavo se ve despojado de su matiz despectivo, de segundo rango. Pero hay algo sorprendente. Pablo se ha entregado enteramente a Jesucristo como a su Señor, de tal suerte que ahora es su siervo y esclavo.

Lo mismo puede decirse de Timoteo. Y desde aquí se ve claramente que, a los ojos del Apóstol, el nombre de esclavo es un título de gloria. No todos lo tienen, sino solo aquellos creyentes que han recibido la tarea y la responsabilidad del trabajo misionero. Los demás son «santos». También esto resulta sorprendente. Con todo, tal afirmación no quiere decir que hayan vencido ya total y enteramente los pecados en su propia vida y que no exista ya el mal entre ellos. La realidad queda bien centrada con la adición de que son santos en Cristo Jesús. La santidad no les adviene por méritos propios, sino que la ha realizado Cristo, de tal modo que ahora pueden ser llamados santos. Cristo les ha atraído a sí. Ahora le pertenecen a él. Por el bautismo y la fe han sido santificados. Y esta pertenencia a Cristo obliga. Ellos, los santos, están obligados a ser santos. El cristiano se ve siempre enfrentado a la exigencia a ser mejor, a convertirse en lo que es.

En la comunidad de Filipos hay «obispos y diáconos» (1). Pablo les saluda expresamente. Seguramente se refiere a aquellos que han tomado sobre sí la responsabilidad espiritual de los demás. Comienza a estructurarse el oficio ministerial. Debemos pensar que, mientras vivía y trabajaba, el Apóstol llevaba la responsabilidad plena de sus propias comunidades. Pero debía preocuparse también por el futuro, cuando ya no viviera con ellos, y también por los lapsos de tiempo en que, debido a sus viajes misioneros, estaba ausente y trabajaba en otras partes. El doble nivel jerárquico de «obispos y diáconos» actúa colegialmente. Son varios, unidos en una perspectiva fraternal.

De la palabra empleada por Pablo, episkopos, deriva el vocablo moderno obispo (2). Un saludo litúrgico pone fin al encabezamiento de la carta. Con él saluda Pablo a la comunidad. Debe escuchar y aceptar sus palabras con la paz y la gracia de Dios y de Cristo.
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Parte primera

PABLO Y LA COMUNIDAD 1,3-26

1. ACCIÓN DE GRACIAS POR LOS FILIPENSES (1/03-08).

3 Doy gracias a mi Dios cada vez que me acuerdo de vosotros, 4 y siempre, cuando hago la oración, todas mis súplicas por todos vosotros son hechas con gozo, 5 por vuestra contribución a la causa del Evangelio, desde el primer día hasta ahora, 6 teniendo esta confianza: que el que empezó en vosotros la obra buena, la llevará a su término hasta el día de Cristo Jesús. 7 En efecto, justo es que yo tenga estos sentimientos con respecto a todos vosotros, porque os tengo en mi corazón, partícipes como sois todos vosotros de mi gracia, tanto en mis cadenas como en la defensa y consolidación del Evangelio. 8 Pues Dios me es testigo de cuántos deseos tengo, en las entrañas de Cristo Jesús, de estar con todos vosotros.

Pablo se presenta ante la comunidad en actitud orante. Su corazón está lleno de gratitud cuando recuerda a los filipenses. Sabía a la comunidad puesta bajo la custodia divina, pero los sigue recomendando aún a este Dios protector. La cura de almas es también asunto de oración: más aún, es primeramente un asunto de oración y falla con toda seguridad cuando no está fundamentada en la oración del pastor. Esta actitud describe la breve palabra «siempre». La oración incesante no puede ser entendida en modo alguno de un modo estrictamente literal, sino como un actitud de oración orientada a Dios, que debe determinar y definir la vida del cristiano. La actitud de Pablo frente a Dios está concebida de manera personal, habla de «mi Dios». Pero no se aprovecha de esta relación personal con Dios que ha conseguido, ni hace mal uso de ella, sino que, por el contrario, toma de aquí ocasión y posibilidad para expresar su agradecimiento. Quien sabe dar gracias, quien siente la gratitud como lo necesario y lo primero, merece ser llamado grande. ¡El prisionero Pablo da gracias!

Junto a la gratitud aparece el gozo (1). Este gozo del hombre privado de libertad no puede beberse en fuentes naturaleza. Brota de Dios y llega hasta Pablo cuando piensa en los filipenses, en todos ellos. A nadie se excluye. La distancia espacial, el recuerdo vivido y la nostalgia de la separación hacen brotar del corazón del Apóstol la conciencia de estar obligado a cada uno de ellos. Los conoce a todos personalmente y de todos conserva el recuerdo. Y así, por todos y cada uno puede orar. La comunidad no debería ser demasiado numerosa. El cuño personal de la oración se extiende a los componentes de la comunidad. Pablo los coloca a todos, renovadamente, delante de su Dios.

Pero no se trata sólo de que ellos estén unidos al Apóstol. Se trata de que estén unidos al Evangelio. Este Evangelio es una fuerza viva. Todavía no ha cristalizado en un libro, sino que es la palabra vivificante de la predicación. La Escritura que admitimos y confesamos debe ser constantemente suscitada, convertida en lenguaje mediante la palabra. Ya antes de la codificación escrita del Evangelio ha estructurado el Apóstol su Evangelio, ha fundado y edificado con su fuerza varias comunidades. También los filipenses deben a esta palabra su existencia como creyentes. Pero su participación en el Evangelio va más lejos. Deben empeñarse en la predicación de la fe. No eran sólo hombres abiertos y receptivos, eran también dispensadores. Y esto era así desde el principio. Su apertura, por la que Pablo da gracias a Dios, consistía en que habían comprendido la conexión íntima que se apoya en la fuerza espiritual de la palabra, según la cual ésta debe ser de nuevo transmitida, y que justamente en esta transmisión demuestra toda su eficacia.

Una mirada retrospectiva, que equivale a un balance de cuentas, infunde al Apóstol confianza. Una confianza que surge como resultado de la oración y que está orientada a Dios. Pablo ha empeñado siempre toda su energía, su tiempo y toda su persona en la predicación del Evangelio y en la edificación de las comunidades. Su actividad y agilidad podrían crear la impresión, vistas desde fuera, de que se había propuesto hacer muchas cosas y, más aún, hacerlas todas por sí mismo. La realidad es completamente distinta. Su incansable actividad procedía del convencimiento de que es Dios quien empieza y acaba. Pablo llama al trabajo de la predicación, a la edificación de la comunidad, una obra. Pero no la considera como suya, sino como la obra de Dios y de Cristo (Cf. Rm 14,20; 1Co 3,13ss; 9,1; 16,10; Flp 2,30). Lo que él hace es un trabajo auxiliar, bajo la acción de otro más alto. De aquí deriva su confianza, aun en el caso de que se viera precisado a interrumpir imprevista y súbitamente su tarea.

Toda obra humana deja tras sí, normalmente, la impresión de cosa fragmentaria e inacabada, sobre todo cuando quedan sin realizar muchos planes, cuando muchos proyectos apenas si han sido esbozados, sin que fuera posible llevarlos a cumplimiento. Es Dios quien marca los límites y señala los caminos. Pablo confía en que Dios lo completará. Y lo que se comenzó en Filipos, fue hecho por Dios.

Pablo se atiene, ante todo, a esta suprema idea. Habla a los filipenses como un padre a sus hijos. Como un padre lleva en el corazón a sus hijos, así Pablo a sus amadas comunidades. Pero, finalmente, tiene que decir una palabra sobre su cautiverio, del que no se había preocupado hasta ahora, pues su persona y sus intereses personales quedaban muy en segundo plano frente a los intereses de la comunidad. Y si ahora menciona como en un inciso sus cadenas, lo hace refiriéndolas significativamente tanto a la comunidad como al Evangelio. Las cadenas, que indican su cautividad, no son vergüenza, irritación, carga o intranquilidad. Son gracia. Le parecen a Pablo casi como una cosa santa. Y como tales deben ser aceptadas por los filipenses.

Pero ya lo han hecho así. Ya han dado a entender que han comprendido el sentido íntimo y propio de su prisión y de su aparente vergüenza. Por eso son partícipes de su gracia. El destino del Apóstol está encadenado al Evangelio. El que tropieza en el uno, tropieza en el otro. Con el Apóstol está también en cadenas el Evangelio y con su defensa se defiende también y se fortalece el Evangelio. No se trata de su persona. Como en un diálogo con Dios, les protesta su amor, una vez más a todos ellos. La sinceridad de sus relaciones con cada uno de ellos debe quedar bien patente y asegurada ante Dios. Entra aquí un pastor de almas en áspero juicio consigo mismo, pero Pablo tiene una conciencia clara y limpia. Amor era el único afecto que le dominaba cuando pensaba en ellos. Habría que intentar imaginarse bien los elementos concretos de que se componía la comunidad de Filipos: ricos y pobres, viejos y jóvenes, sanos y enfermos, hombres, en fin, como nosotros, con todas las debilidades y miserias humanas. Pudiera parecer exagerado y hasta humanamente imposible que Pablo creyera profesar a todos ellos idéntico afecto. De hecho, ésta era la realidad. En el Apóstol habla y obra otro, el mismo Cristo Jesús. A través de él obra y ama, quiere amar y obrar, Cristo Jesús. En este pasaje se da a conocer el punto nuclear de la existencia cristiana, incomprensible, antinatural e irritante para la razón pura, pero punto central del sentido de la vida para el creyente.
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1. El gozo o alegría debe enumerarse como una de las características de la carta: 1,18.25; 2,2.17s.28s; 3,1; 4,1.4.10.
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2. PABLO ORA POR LOS FILIPENSES (1/09-11).

9 Y ésta es mi oración: que vuestro amor todavía abunde más y más en conocimiento perfecto y en toda sensibilidad, 10 hasta que lleguéis a discernir los valores de las cosas, para que así seáis puros e irreprochables para el día de Cristo, 11 llenos del fruto de justicia que se obtiene por medio de Cristo, para gloria y alabanza de Dios.

A la acción de gracias sigue la intercesión. Esta es la recta continuación en las posturas que el hombre debe adoptar en su oración ante Dios. Lo que Pablo pide para la comunidad es el amor. Un amor que debe crecer, porque siempre es capaz de crecimiento. La comunidad cristiana debe ser una comunión en la que todos están unidos entre sí por el amor. Pero también hacia fuera debe ser este amor activo.

Ciertamente se puede hablar del amor y del afecto en un sentido muy diverso y aun poco amable. Puede asaltarle a uno, en momentos aislados, un dichoso sentimiento feliz de abrazar a toda la humanidad, a millones de hombres, pero ¿qué prueba esto? El amor puede degenerar en disimulado y adornado egoísmo a dos, a cuatro o a unas decenas de personas. Se ha menester una inspección crítica que destruya toda ilusión. El amor debe ser clarividente. No es, pues, el amor un torbellino que pasa sino, para los cristianos, una postura que debe mantenerse constante y en la que él mismo debe persistir. El amor se conserva y se acredita en las minucias en las cosas cotidianas, en los encuentros, doquiera se puede chocar con otro. Y por eso debe ir asociado a la sensibilidad, a la finura y delicadeza de sentimientos.

La oración de Pablo se convierte en exhortación, en paraclesis. No se dan instrucciones concretas, sino que se expone un principio que lo abarca todo: «Ama y haz lo que quieras», dirá más tarde el doctor de la Iglesia, Agustín. Si se quisiera equiparar la opinión del Apóstol a esta sentencia, se podría resumir: Ama y haz lo que juzgues oportuno. Este discernimiento se aplica a los hechos concretos, pues cada cosa va ligada a su momento, y dejar escapar una oportunidad puede constituir una falta.

Toda exigencia moral de Pablo tiene algo de acuciante, pues se orienta hacia el día-de-Cristo (1). Las comunidades paulinas vivían en la conciencia de que el final del tiempo y de la historia estaba para irrumpir, y se preparaban para este punto final del tiempo. La panorámica del mundo ha cambiado desde entonces, pero esta urgencia temporal, puesta, dentro de ciertos límites, a nuestra disposición, no ha perdido su eficacia, sino que permanece y más bien se acrecienta frente a las crisis mundiales. El día de Cristo significa liberación, salvación, siempre y definitivamente. Y todas estas cosas siguen faltando. Somos conscientes de ello. No nos las podemos dar por nosotros mismos y el decurso de los siglos que ya han desfilado o que se inicia ahora nos las escatima. Y así, la comunidad cristiana actual, no menos que la de aquel tiempo, está en camino y pendiente hacia el «día».

Hay una hora de prueba en la presencia de Dios, una hora que nos quiere ver puros e irreprochables. Pero, una vez más, es decisivo no dejarla pasar en vano, porque el fruto de justicia, que debemos llevar con nosotros, debe ser el que nos justifique. No lo conseguimos por nosotros mismos; ni siquiera el impulso procede de nuestra propia cosecha; el fruto viene por Jesucristo. Pero debemos prestarnos a su impulso. Pues en Cristo nos hemos hecho dignos de alabar y glorificar a Dios. El día por el que anhelamos lo pondrá de manifiesto.
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1. El día del Señor (ICor 5,5; ITes 5,2), de nuestro Señor Jesucristo (ICor 1,8), de nuestro Señor Jesús (2Cor 1,14), de Cristo (Flp 1,10; 2,16) o simplemente «el día» (ICor 3,13), ocupa un puesto importante en la paraklesis paulina.
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3. LA SITUACIÓN DEL EVANGELIO (1/12-18a)

12 Quiero que sepáis, hermanos, que mi situación ha redundado más bien en progreso del Evangelio, 13 hasta tal punto, que en todo el pretorio y entre los demás se han manifestado mis cadenas en Cristo, 14 y la mayor parte de los hermanos, cobrando confianza en el Señor a causa de mis cadenas, han redoblado su audacia para predicar sin miedo la palabra de Dios. 15 Algunos, es cierto, proclaman a Cristo por envidia y rivalidad; pero otros, con buenos sentimientos. 16 Éstos lo hacen por amor, sabiendo que estoy puesto para defensa del Evangelio; 17 los de la rebeldía, anuncian a Cristo, no noblemente, creyendo que suscitan tribulación a mis cadenas. 18a Pero ¿qué importa? En todo caso, como quiera que sea, por hipocresía o por sinceridad, Cristo es anunciado, y de esto me alegro.

Pablo escribe desde la cárcel. Los filipenses lo sabían. Debemos tenerlo bien en cuenta. El Apóstol se refiere ahora a sí mismo, o más exactamente: al referirse a sí mismo, se refiere al Evangelio. Su situación pudo causar la siguiente impresión externa: su actividad misionera en el espacio de Asia Menor, con su centro de gravedad en Éfeso, fue súbitamente interrumpida con su encarcelamiento. Y al parecer, sin esperanza. La causa del Evangelio parecía haber experimentado una catástrofe. Surgió la pregunta en la comunidad. ¿Cómo continuar -si es que se continúa- adelante? De aquí la respuesta consoladora desde la prisión: contra toda esperanza, el Evangelio progresó, dentro y fuera, en el círculo del Apóstol y en la comunidad de la ciudad donde estaba encarcelado, en Éfeso.

Esta noticia tiene muchos puntos oscuros para nosotros. Desconocemos la situación. Pablo la interpreta a la luz de la fe. Así, habla de una manifestación de sus cadenas. Éstas santificadas, se ha convertido en objeto de una revelación. También como prisionero tiene el Apóstol de Cristo una tarea sumamente importante que cumplir. Se halla siempre apremiado por encargo de su misión, aunque sus manos estén atadas. Hay siempre un espacio para actuar, una ocasión de dar testimonio. Ya lo hizo así, con grandioso estilo, en una época anterior, y probablemente alude ahora a una discusión pública ante el tribunal, en el pretorio (1). No sabemos cuál fue, respecto de su persona, el resultado de su actuación ante las autoridades de la ciudad. No lo juzga tan importante como para consignarlo por escrito o bien pudo ocurrir que encomendara al portador de la carta que se lo comunicara de viva voz. Lo único importante es que Cristo se manifestó por sus cadenas, sus cadenas en Cristo. Y este hecho lleva ya su propia dinámica. Pablo lo sabe. La palabra que pronunció allí ante sus jueces y ante todo el auditorio se extenderá y dilatará más, superando las limitaciones de tiempo y de espacio en que fue pronunciada. Pero la actuación del Apóstol tuvo también consecuencias hacia fuera. La comunidad local debió sentir en sí misma el encarcelamiento del Apóstol. Con este acontecimiento, la predicación se había convertido en un asunto peligroso. Acaso lo advirtieron entonces por primera vez de manera tan palpable. Las consecuencias fueron abatimiento, miedo, tristeza, desánimo. Pero la valerosa conducta de Pablo en el pretorio, que no les pudo pasar inadvertida, y de cuyas noticias debían estar pendientes, provocó un cambio radical. El valor se reafirma, una confesión provoca la otra. La mayor parte de los hermanos se sintió alentada y estimulada por su testimonio y se atrevieron a reanudar de nuevo la predicación, con todos sus riesgos.

Ahora bien, el Apóstol no se manifiesta satisfecho de todos los predicadores. Hay quien predica por motivos nobles y aun rastreros. Pablo no es una especie de frío político realista, para quien sólo cuentan los resultados. Tampoco se avergüenza de llamar a las cosas por su nombre. Lo vergonzoso para una comunidad y para la Iglesia es que se corra un velo sobre sus nocivas circunstancias o que incluso se ignoren totalmente. Cuanto menos combatido, con mayor seguridad puede propagarse el mal. La envidia y las rivalidades han destruido la armonía que era exigible a los predicadores en Éfeso. Cristo es predicado con falsas intenciones segundas. Las características están bien señaladas, aunque se echa de menos una motivación. Sólo prosiguiendo la lectura se llega a saber que Pablo se halla situado en medio de la refriega. En su persona, en sus cadenas se dividen los espíritus. Su prisión ha puesto al descubierto la rectitud o la discutibilidad de las intenciones.

La existencia cristiana necesita la hora de la amenaza y del peligro para conocerse a sí misma. Una cristiandad a cubierto puede languidecer rápidamente. La paz no debe convertirse en perezosa holganza. La autenticidad se muestra cuando se dice sí al sufrimiento, a las desventajas, a las pérdidas, en virtud de la más alta mirada de la fe, cuando se sabe dar sentido a todo ello. Tras los sufrimientos de Pablo se esconde un designio divino. Dios le ha destinado a la defensa del Evangelio. Así ve él las cosas y con él una parte de la comunidad de Éfeso. Pero hay otros que niegan este sentido interior a sus cadenas. Quieren hacer de ellas algo intolerable para un Apóstol.

Ésta es la tentación de Pablo. Es, sin duda, grande, pero está también a la altura de la grandeza del Apóstol. No es el tener que padecer, pasar hambre, aguantar, tener frío o sufrir insultos lo que le inquieta. Sabe su destino. Lo que le llega hasta lo vivo a un creyente -a un creyente como él- es que se le discuta por su destino. Lo hicieron por pusilanimidad. Alejándose del encarcelado se creían más a seguro. Enfrentarse con el sentido, sometido a discusión, de una situación calamitosa, ésta es la tentación de las cadenas. Pero la alegría que irrumpe al final de las reflexiones, testifica que Pablo no se ha dejado engañar en modo alguno. Lo que a los ojos de algunos es escándalo y necedad, lo valora Pablo como un medio de revelarse Cristo, dispuesto así por Dios.

Pero incluso estos contradictores son expresamente incorporados a la alegría del Apóstol, pues, a pesar de todo, predican a Cristo. La magnanimidad que aquí aflora no debe ser calificada de tolerancia. No se trata de gentes que hayan difundido un error (2). Pablo puede emitir este juicio porque distingue cuidadosamente entre sus circunstancias personales, o las cosas que podrían ser consideradas como concernientes a su persona y que fueron tenidas como tales por sus enemigos, y aquella otra cosa que únicamente le interesaba. Nunca se insistirá bastante en la mesura de esta delimitación. Es de una objetividad suprema, pero no desapasionada, sino acompañada de sentimiento. Desde la base de este sentimiento mana la alegría, no, naturalmente, por lo malo, sino por lo bueno que este sentimiento es capaz de descubrir, incluso en una actuación pervertida y hostil.
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1. También en los relatos de la pasión de los Evangelios se menciona un pretorio, y tanto en ellos como en nuestra carta se refiere a la residencia del gobernador romano de la provincia (Mt 27,27; Mc 15,16; Jn 18,28.33; 19,9). No hay, por tanto, razón alguna para afirmar que la mención del pretorio en el que se encuentra Pablo deba aludir necesariamente a Roma.
2. Contra los errores y los que los enseñan se pronuncia Pablo con toda energía. Cf. Flp 3,2ss.
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4. EN VIDA O EN MUERTE (1/18b-24).

18b Y me seguiré alegrando. 19 Pues yo sé que esto redundará en salvación mía, por causa de vuestra oración y por la asistencia del Espíritu de Jesucristo, 20 según mi ávida expectación y mi esperanza de que en nada seré defraudado, sino que, con toda valentía, ahora como siempre, Cristo será públicamente magnificado en mi cuerpo, ya sea mediante la vida, ya sea mediante la muerte. 21 Pues para mí, el vivir es Cristo, y el morir, una ganancia. 22 Pero si el vivir en carne esto me supone una actividad fructuosa, yo no sé qué escoger. 23 Me encuentro en esta alternativa: por una parte, aspiro a irme y estar con Cristo, lo que sin duda sería lo mejor; 24 pero, por otra parte, creo que permanecer en la carne es más necesario para vuestro bien.

El tenor de la alegría ofrece la transición. Como ahora, también en el futuro esta alegría será la fuerza oculta determinante. Respecto de su futuro personal, del que comienza a hablar ahora el Apóstol, no siente ningún temor. Cree en su salvación. Viste esta seguridad con las palabras de Job: «Esto redundará en liberación mía» (1).

De hecho, el Apóstol tiene un buen motivo para compararse con el paciente Job. Pero su tesitura frente al futuro se percibe con mayor claridad cuando se sabe qué entiende por salvación. Podría creerse fácilmente que se refiere a la liberación de su vida de la prisión y del hacha del verdugo. Pero no es esto lo que piensa Pablo, como lo dan a entender inequívocamente las frases que siguen. Aquí salvación equivale a salvación definitiva (2). Y de ésta no duda. También un Apóstol está sometido a tentación. Sí, pero puesto a prueba, confía en dos cosas: en la oración de la comunidad y en la ayuda del Espíritu del Señor. La comunidad debe orar por sus pastores. Esto es mucho mejor que criticarlos. La auténtica unidad entre ellos es causada por la acción del Espíritu.

La actividad total, la vida, las luchas y sufrimientos de Pablo estaban y están orientados a Cristo. Ha puesto toda su existencia, su ser somático y corporal al servicio del Señor, de tal suerte que su mismo cuerpo podía ser lugar de la epifanía de Cristo al mundo. Y así ha de seguir siendo en todo tiempo y en cualquier oportunidad que el futuro ponga a su disposición. Hasta dónde se extienda y en qué consistirá es algo que no puede predecir, pero el campo de tensión de las esperanzas viene determinado por la alternativa: en vida o en muerte. En ambos casos, debe darse lo que se dio siempre, que la glorificación de Cristo se haga visible en el Apóstol. Si se le ha destinado a vivir, esta glorificación seguirá dándose, como hasta ahora, en las obras del Apóstol, en las que trabaja, vence y sufre. Si debe morir, entonces se asemejará enteramente a su Señor, y tendrá ocasión de hacer visible al mundo la pasión de Cristo. Ésta es la disposición de Pablo a seguir a Cristo hasta el final. Pero es Cristo mismo quien debe llevarle. Y no le faltará, no le dejará frustrado.

JC/V: Las posibilidades de vida y muerte ponen ante los ojos del Apóstol las preguntas fundamentales de la existencia humana: ¿qué es la vida? ¿qué es la muerte? Frente a la muerte, nos ofrece una respuesta que da testimonio de la magnitud de su fe cristiana y de su amor a Cristo. La vida es Cristo. No se sabe quién es el sujeto de esta frase y quién es el objeto, si se ha de decir que Cristo es la vida o que la vida es Cristo. Tanta es la conexión entre Cristo y vida. Y se trata de una conexión excluyente y definitiva: sólo donde está Cristo está la vida. De aquí se sigue como consecuencia que el morir es ganancia. En qué consista esta ganancia no lo dice Pablo hasta las líneas siguientes, pero ya ahora es claro que la palabra vida sobrepasa aquí las dimensiones terrenas. La posesión de la vida en que se piensa no está ligada a la tierra, de tal modo que sólo muriendo se llega a la posesión auténtica.

¿Es Pablo un iluso, un exaltado? ¿Se arroja en brazos de la muerte? ¿Quiere huir de la vida terrena porque le resulta insoportable? De ninguna manera. Tenía ante los ojos, como alternativa equivalente, en orden a la glorificación de Cristo, que tenía encomendada, la vida y la muerte. Una vez más se declara expresamente partidario de la vida «en carne». Si se le reserva para este destino de vida, lo acepta obedientemente. Su obra no ha concluido aún. Si se le reserva para seguir viviendo, tiene así una oportunidad, bien recibida, para llevar adelante la obra encomendada de producir frutos para Cristo. Se le coloca así ante una decisión personal. La elección es difícil. Y por eso la rehuye. Pero ¿es realmente cosa suya decidir el sendero por el que debe caminar? En espíritu de oración Pablo traspasa la situación exterior humana y se sitúa ante Dios, ante cuya presencia quisiera decidir. Los jueces romanos, revestidos de poder y dignidad, son marionetas en manos de aquel a quien Pablo llama su Dios.

Tener una visión clara de sí mismo ante Dios no es fácil tarea. El deseo personal se enfrenta con la necesidad objetiva. Ambas cosas le importan. Su inquietud interior rompe las líneas. La muerte es ganancia, acabamos de oír. Y encarece la afirmación: es, sin duda, lo mejor romper las ataduras y emprender el gran viaje (3). Pablo sabe su meta: la comunión con Cristo, estar con Cristo. Concebía la existencia cristiana y la realizaba como existencia en Cristo. La comunión con Cristo es, en su predicación, la raíz de la vida creyente en este tiempo del mundo.

En las fronteras de la muerte medita sobre la muerte. Sólo raras veces toca este tema. Frente a la esperanza del día de la parusía, las sentencias sobre la muerte ocupan un segundo plano. Lo cual no significa que, frente a la brevedad del tiempo, haya querido pasar por encima de ella, o que no la haya tenido en cuenta. La muerte no diluirá la existencia humana en un ser en sombras en el mundo subterráneo, como ocurría en la expectativa veterotestamentaria (4). Los muertos no deben esperar hasta el último día para ser llamados a la vida. La comunión con Cristo, que adquirió en su vida por la fe, no será rota al pasar por las ondas de la muerte. sino que experimentará una dichosa intensificación. Pablo rehuye todo género de concreción de la frase. Deja el ser de más allá de las fronteras de la vida terrena en lo inefable y se contenta con prometer que será un ser con Cristo. Y. con todo, ya nos dice bastante. En la fe resuelve el problema de la muerte y da así la única respuesta auténtica posible.

Si, por un lado, ha liberado de este modo su nostalgia interna y nos ha permitido contemplar su amor a Cristo, le toca ahora adoptar la resolución definitiva: dado que la comunidad todavía le necesita, debe quedarse. No es que, al hablar así, se creyera insustituible. Podría creerse semejante cosa de él si hubiera fundado su afirmación de querer permanecer en sus cualidades personales. Pero no juzga las cosas desde sí mismo, sino en la presencia de Dios. Cree que al decidir quedarse ha reconocido la disposición divina.
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1. Pablo cita a Job 13,16 según el texto de la biblia griega.
2. La palabra griega aquí empleada (soteria) designa siempre en Pablo la salvación final: Rom 1,16; 10,1.10; 11,11; 13,11; 2Cor 1,6; 6,2; 7,10; Flp 1,28; 2,12; 1Tes 5,8s.
3. Ya en la antigua Grecia estaba muy extendida la idea de comparar el morir con el emprender un viaje. Pero Pablo da a la idea un significado eminentemente cristiano, en cuanto que, en la fe, todo está orientado hacia Cristo.
4. El Antiguo Testamento habla del sheol, que se creía ubicado en las entrañas de la tierra.
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5. CONFIANZA (1/25-26).

25 Y confiado precisamente en esto, sé que me quedaré y que estaré con todos vosotros, para vuestro progreso y gozo en la fe; 26 para que, por mi nueva presencia entre vosotros, tengáis en mi persona un abundante motivo de gloriaros en Cristo Jesús.

De la visión clara brota la confianza. Si es enviado a ellos, es enviado a todos ellos. Quiere servir a su progreso, pero también a su gozo. Si vuelve a ellos, esto les será ocasión de gloria. Pablo ha hablado muchas veces en sus cartas de la gloria y del gloriarse (Cf.Rm 2,17.23; 3,27; 5.2s.11; 1Co 1,29.31; 3,21; 4,7; 2Co 5,12). Sabe bien, y ha tenido ocasión de comprobar en sus discusiones con el judaísmo, así como por la experiencia de su propio pasado, que se da una falsa gloria. Ésta confía en su propia capacidad, en las acciones propias, en los propios privilegios, en la sarx (carne). Semejante gloria es engañosa y falsa. Para nada sirve, sino para vergüenza. Pero hay otra gloria salvífica y necesaria. No se apoya en lo propio, sino en la gracia de Dios. Es un gloriarse en Cristo Jesús. Cuando uno se gloría así reconoce y alaba la obra que el mismo Dios ha puesto, el camino que ha trazado. En esta relación de gloria deben situarse las comunidades y el Apóstol, es decir, de modo que los unos se gloríen en los otros. La calumnia, la crítica exagerada envenenan el ambiente. Reconocer en el otro la acción de Cristo -en este caso concreto en la próxima llegada del Apóstol- engendra gozo en la fe y unión auténtica.

Parte segunda

EXHORTACIóN A LA COMUNIDAD 1,27-2,18

Por regla general, las cartas del Apóstol se articulan en dos grandes secciones, de las que la primera suele retener un carácter más doctrinal, mientras que la segunda ofrece rasgos parenéticos, promesas, exhortaciones y orientaciones. En nuestra carta se ha invertido el orden normal, en cuanto que la primera parte está llena de noticias personales, aunque, desde luego, como vimos, despersonificadas mediante su vinculación al Evangelio. En la segunda parte, el autor de la carta vuelve al orden acostumbrado y habla directamente a la comunidad.

1. LUCHAD A UNA POR LA FE (1/27-30).

27 Solamente, llevad una vida digna del Evangelio de Cristo, para que, ya sea que vaya a veros, ya sea que esté ausente, oiga yo decir de vosotros que estáis firmes en un solo Espíritu, luchando a una por la fe del Evangelio, 28 sin dejaros amedrentar en nada por los adversarios, lo cual es para ellos indicio cierto de perdición; pero para vosotros de salvación. Y esto procede de Dios; 29 porque a vosotros os ha sido concedido ser para Cristo, no sólo creyendo en él, sino también sufriendo por él, 30 librando el mismo combate que visteis en mí y que ahora oís decir de mí.

Después de haber expresado su confianza en la posibilidad de una pronta visita a los filipenses, se coloca ahora en espíritu en medio de ellos. Un Apóstol habla a su comunidad. Una vez más les recuerda el Evangelio. Lo que se ha establecido entre ellos se ha convertido en norma de su vida cristiana y así debe seguir siempre. La comunidad, pues, no se había quedado sin palabra. Es necesario para la perseverancia de una comunidad que la palabra permanezca viva en medio de ella y que se proclame siempre entre sus miembros. Esta preocupación debe ser común. Lo que confiere a esta exhortación apostólica su carácter peculiar es que habla a todos y a cada uno de su responsabilidad comunitaria. La vida cristiana no se deja realizar en un rincón obscuro, en la enclaustración y el aislamiento. Está siempre orientada a los demás, solicitando, cuidando, sirviendo.

En todo caso, Pablo volverá a entrar en contacto con ellos, aunque no sea más que por el hecho de que recibe noticias suyas. Como comunidad reciente y, con toda seguridad, numéricamente pequeña, habían tenido que sobreponerse al mundo exterior. La cohesión, siempre exigida, era para ellos cuestión de vida o muerte. Ya habían aprendido -y era necesario que lo aprendieran- que la vida en la fe era una lucha, pero una lucha tal que en ella cada combatiente aislado es, siempre, débil y está destinado a ser vencido sin remedio. Sólo la comunidad unida puede resistir y permanecer.

Oímos hablar de adversarios. La comunidad cristiana puede parecer a muchos algo extraño. Su destino, desde el principio, es provocar escándalo y, por tanto, hostilidad. Ésta es su función. Debe contar con ello. Si no diera escándalos, si aceptara compromisos aburguesados, si retirara sus pretensiones o se refugiara en sí misma, dejaría de ser lo que es. Se la percibe en su unidad cuando sus miembros aparecen codo a codo, cuando se dan la mano, cuando se ayudan. Pablo eleva esta unidad, que debe ser su signo, a la categoría de señal en un doble sentido: ella garantiza a la comunidad su salvación y presagia la derrota de sus adversarios. Había que preocuparse por esta unidad antes incluso de que se produjeran escisiones. En efecto, es un principio básico de toda vida comunitaria y colectiva que el antagonismo es el germen de la destrucción. La comunidad no debe dejarse corroer desde fuera, pues entonces los adversarios conseguirían corromper su unanimidad y el daño no sería ya meramente exterior. Sólo la unidad produce salvación, salvación eterna.

Los creyentes tienen una vocación que Pablo describe casi a modo de slogan: «para Cristo» (ser para Cristo, completamos en nuestra traducción).

El fundamento de pareja orientación de la vida es justamente la fe. Pero fe no es nunca para el Apóstol una cuestión teórica, un juego intelectual, sino que abarca el ser total del hombre. Y el hombre consigue rastrear la universalidad de las exigencias de la fe cuando, convencido de esta fe, debe sufrir por ella. De aquí que Pablo haya mencionado la fe antes que el sufrimiento. En efecto, tener que sufrir, sin poder creer, es algo razonablemente imposible.

Pero lo notable es que Pablo eleve hasta sí mismo las adversidades que los ciudadanos de su propia ciudad debieron sin duda causar a los filipenses (1) y que en ningún caso podían compararse con los sufrimientos del Apóstol. Les da así a entender que no sólo deben limitarse a aceptar las privaciones por amor a Cristo, como el mismo Apóstol, sino que deben saber además que tales privaciones son gracia. Ya han experimentado la gracia. Pues bien, por causa de esta gracia se les ha enviado el sufrimiento. Dios hace regalos propios de él. Y acaso necesite uno tiempo para pasar de la adversidad o del distanciamiento a la intuición de que lo que le ha sobrevenido es gracia.

Pablo asegura que es esta misma lucha la que les une con él de manera especial. A pesar de la carga desigualmente pesada que él tiene ahora, los acoge en su destino, pues están unidos no sólo en virtud de la igual orientación de su lucha, sino que también deben hacer suya la de Pablo, gracias a la postura espiritual con que aceptan el sufrimiento. Pablo se presenta ante ellos como ejemplo y les recuerda que no es la primera vez que han oído hablar de las tribulaciones que ahora se les presentan. También cuando estaba con ellos en Filipos tuvo que luchar (2). Fue difícil. Ellos lo saben. En él deben ellos edificarse, en el recuerdo del pasado, en vistas a su situación actual.
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1. También en Tesalónica, ciudad cercana a Filipos, tuvo que sufrir la comunidad a causa de la persecución de sus conciudadanos: 1Ts 2,14.
2. Hch 16,19ss conserva un recuerdo de estos hechos.