5/01-17
Como es normal en los profetas, también Ezequiel realiza una serie
de actos simbólicos, acompañados casi siempre de la explicación
correspondiente. La acción descrita en la lectura de hoy se refiere a la
suerte inminente de Jerusalén. Hace ya cinco años que comenzó el
castigo (la deportación), y los habitantes de Jerusalén se preguntan el
porqué de ese castigo. El oráculo contesta haciendo responsable a la
ciudad por «haber pecado más que otros pueblos, más que los países
vecinos».
Dios se presenta, por tanto, como un justo juez que constata la
culpa y sentencia el castigo. Un castigo que consiste en que una
tercera parte morirá en el asedio de Jerusalén, otra durante la batalla
y la otra será dispersada. Y la causa es clara: han rechazado los
mandamientos y las leyes del Señor. Y tanto más grave es cuanto que
Jerusalén es el centro del mundo -no geográficamente, sino porque
Yahvé habita en ella-. Precisamente por esa situación de privilegio
debía señalar la pauta espiritual y religiosa a todos los pueblos
vecinos. Había recibido más y debía dar más, sobre todo respecto a
las restantes naciones. Pero no sólo no es mejor que éstas, sino que
se comporta aún peor que ellas: comete abominaciones que ni
siquiera los paganos han cometido. Por eso Jerusalén -que no quiere
ser modelo de justicia- lo será en el castigo. Paradójicamente será en
este sentido el centro del mundo.
Los pecados de Israel son la injusticia y la impiedad, no caminar por
el camino del Señor (los primeros cristianos hablaban del cristianismo
como del «camino»: Hch 9,2ss). Pero la raíz profunda del pecado
estaba en la idolatría, en hacerse un dios según el propio interés en
no tener un concepto justo de Yahvé. Y así el pecado es ir contra el
verdadero bien, no responder a la llamada y a la elección de Dios (v
5). Mientras las naciones paganas siguen al menos a sus dioses,
Israel se ha negado a hacerlo.
Y Dios es tan sensible al pecado del hombre que tiene celos -a
causa de su amor ofendido-, que dará paso a la pasión y a la ira. Pero
siempre para llevar a un arrepentimiento.
Se trata de un antropomorfismo, pero basado en lo mejor y más
noble del hombre: el amor.

Pág. 803 s.)
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8/01-06a
8/16-18
9/01-11
Leemos hoy parte de los capítulos octavo y noveno de Ezequiel.
Junto con el once y el doce forman una gran unidad, a pesar de
ciertos añadidos. Se trata en ellos de un gran juicio en el cual, como
es frecuente en la Escritura, Dios pleitea con su pueblo. En el octavo
(y en el noveno, en parte) se formula la acusación, y a continuación
tenemos la sentencia y la posterior ejecución.
Son cuatro las abominaciones que comete la casa de Israel y de las
cuales le acusa Dios; en la lectura de hoy vemos sólo dos, la primera
y la cuarta: la colocación de una estatua, de un ídolo (tal vez la diosa
Astarté), y la adoración del sol. El ídolo es un "ídolo rival" (v 3) de
Dios, de Yahvé, que no admite ningún otro; él es el único y verdadero
Dios. Ni siquiera permite ninguna representación suya, que en el
fondo es un ídolo (Dt 4,15-16). En realidad es un pecado de idolatría,
como lo es la última abominación (la adoración del sol) y lo son las
otras dos abominaciones (que no leemos): la tentación de siempre es
hacerse un dios a la medida del hombre, a su gusto y capricho, al que
pueda manipular como quiera.
La sentencia la tenemos en el v 5: orden de exterminio. Pero
siempre respetando la posible conversión. Los que han llorado sus
abominaciones, los que se han arrepentido, han de ser marcados con
una tau (última letra del alfabeto hebreo) que, antiguamente, tomaba
la forma de cruz (evocación de la noche de Pascua al salir de Egipto:
Ex 12,7ss).
Es interesante notar cómo la idolatría, la adoración de otros dioses
fuera de Yahvé, lleva también a la injusticia y a la violencia (8,17 y
9,9). Un falso concepto de Dios lleva a un falso concepto del hombre,
del hermano, y le permite toda una serie de injusticias. De hecho, la
razón misma que tienen los malvados para hacer sus crímenes es
ésta: Dios no lo ve (9,9); al faltar un recto concepto de Dios, al estar
«liberados» de Dios y de todo lo que él significa, se sienten también
liberados de todo lo que sea el prójimo y sus derechos. Los profetas
(Amós, Oseas, Miqueas, Isaías) denuncian que hasta el culto puede
ser motivo y ocasión de cometer nuevas injusticias, al menos de
esconder o disimular las que se cometen continuamente.

Pág. 804 s.)
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13/01-16
Ezequiel se enfrenta a los problemas no en la teoría, sino en la
práctica. Tal es el caso de hoy con los falsos profetas. Desde el
momento que Dios comunica su palabra comienza el peligro de los
falsos profetas. ¿Cómo discernir que Dios ha hablado? De hecho, en
Israel eran numerosos los falsos profetas (véase el libro de los
Reyes). Muchas veces no eran más que oradores políticos, ligados a
la corte, en la que hacían carrera. Como la palabra de los verdaderos
profetas es con frecuencia dura, con facilidad nacen profetas que
dicen cosas halagadoras al pueblo y al rey. Este los «necesitaba» en
momentos de crisis, tanto como esos profetas apetecían la bien
abastecida mesa real. Por eso encontramos tantas veces que el poder
va aliado con esos adivinos a sueldo. El falso profeta se presenta al
pueblo sin haber recibido misión alguna: no habla porque haya
escuchado a Dios, sino porque así le sale del corazón o, con
frecuencia, porque busca dinero (Miq 3,5), popularidad u otras
ventajas, o porque quiere adaptarse al gusto de sus oyentes, bien a
las debilidades de los poderosos o a los deseos de la masa. Predican
en todo momento lo más fácil y tienen siempre a mano la palabra que
decir.
Por otra parte, en los momentos de peligro, en que habría que estar
en primera fila, se esconden. «A la vista de todos» (v 5) es tener el
valor de enfrentarse a Dios, si hace falta, con tal de llevarle a
misericordia y al pueblo a conversión. Es precisamente en los
momentos difíciles cuando se ha de mostrar la profecía con todo su
valor; es entonces cuando es preciso «ser señal para los otros» (v
11). Es entonces cuando puede discernirse entre verdaderos y falsos
profetas.
Anunciar cosas buenas, anunciar la paz, no es automáticamente
signo de ser verdadero profeta. A veces hay que decir que éste no es
el camino y otras no cabe afirmar que «todo va bien» o caer en un
optimismo engañoso. No se puede decir «amén» a todo. Cuando no
hay paz, no se puede anunciar la paz. Ezequiel desenmascara a los
falsos profetas en su propio terreno, el político. La comparación de los
últimos versículos es clara: la gente (a causa de los falsos profetas)
se forja ilusiones que estos profetas bendicen y «decoran» en un
muro muy bonito, pero totalmente inconsistente. De hecho, ellos no
han defendido al país, ni lo han librado del castigo de Yahvé: por
tanto, incluso políticamente, su actitud ha sido un error. En realidad, la
obra de los falsos profetas ha sido la de impedir la conversión
auténtica, haciendo caer en la trampa de un falso optimismo, de una
engañosa seguridad.
En un tiempo en que están surgiendo por todas partes profetas,
habrá que tener en cuenta estas características para saber a quién
podemos escuchar y de quién no hemos de hacer caso.

Pág. 807 s.)
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14/12-23
Este texto que hoy leemos marca un progreso decisivo en el
desarrollo de la doctrina moral del AT. Los textos antiguos de la Biblia
consideran la responsabilidad y la retribución del individuo integradas,
sobre todo, dentro de la familia, la tribu, la nación (Noé: Gn 6,18;
Abrahán: Gn 12). Y así, por ejemplo la intercesión o interrogatorio que
hace Abrahán sobre Sodoma (Gn 18,22-33) no es para que los justos
no sean castigados, sino para que ellos puedan salvar a los
pecadores. Incluso era normal que los justos recibiesen el mismo
castigo que los pecadores (en una misma ciudad), los hijos el mismo
que los padres.
Hay que tener eso muy en cuenta a la hora de valorar la insistencia
del profeta en la responsabilidad personal.
El texto de hoy nos presenta cuatro casos de calamidades o
desgracias: el hambre, las fieras, la espada (es decir, la guerra) y, por
último, la peste. En todos estos casos la lección es la misma: se
salvarían los justos (v 14) y sólo ellos, no serían capaces siquiera de
salvar la propia familia, sus hijos, en el caso de que éstos no fueran
justos. Y, como ejemplo, nos presenta tres personajes bien conocidos
en el mundo bíblico: Noé, llamado justo (Gn 6,8); Daniel, héroe de la
literatura cananea, famoso por su sabiduría y rectitud, y Job, figura
legendaria y proverbial. Tres personajes que trascienden el mundo
bíblico, dando al planteamiento de Ezequiel un alcance universal.
Ellos, como justos que eran, se habrían salvado, pero no sus propios
hijos -si eran culpables-. Sin embargo, la experiencia parece
contradecir lo que acaba de afirmar el oráculo de Yahvé. De hecho,
algunos habitantes de Jerusalén -tal vez los más culpables- se
escapan y se refugian entre los deportados: ¿es que no es verdad o
no tiene sentido lo que acaba de explicar el profeta? La respuesta la
tenemos en los últimos versículos, teológicamente muy ricos:
precisamente al ver a los deportados, al ver la maldad de los que se
han escapado, se darán cuenta de que el castigo de Yahvé era muy
merecido. Por eso, incluso los malvados tienen un lugar y un sentido
en el plan de Dios: mostrar que Dios es justo. Dios hace servir incluso
el pecado para el bien.
La responsabilidad personal tiene el peligro de caer en un excesivo
individualismo. El NT, insistiendo en la necesidad de la fe y en la
solidaridad con Cristo resucitado, satisfará a la vez la reivindicación
individualista de Ezequiel y la ley de la solidaridad en el pecado y en la
redención. No basta leer sólo una parte o un aspecto de la Biblia: hay
que leerla toda entera. De otro modo, corremos el riesgo de perder
algunos elementos muy importantes y llegar a una visión incompleta
del mensaje de Dios.

Pág. 808 s.)
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20/27-44
El capítulo veinte tiene dos partes: en la primera -que acaba en el v
33- el profeta se niega a consultar a Yahvé, como pedía el pueblo
pecador; la segunda nos anuncia una restauración definitiva, total. La
lectura de hoy toma el final de la primera parte y toda la segunda.
Ofrece ante todo el profeta una gran exposición histórica de Israel
en tres o cuatro etapas, en las que aparece de una manera reiterativa
el pecado y la rebelión: una historia ininterrumpida de infidelidad a
Yahvé. Con frecuencia Dios los quería exterminar, pero no lo hizo a
causa de su gloria, para que no creyeran las demás naciones que era
un Dios débil. Por otra parte, es claro que un pueblo pecador no
puede recibir el oráculo de Dios: consultar a Yahvé, saber qué quiere
no es una cuestión de curiosidad ni meramente intelectual, sino que
compromete toda la vida. Querer saber qué quiere Yahvé, pero no
estar dispuestos a hacerlo, es inútil: Yahvé no responderá. Hay que
dejar los ídolos, hay que hacer un verdadero esfuerzo de conversión,
para poder recibir su oráculo; la idolatría es lo contrario del culto
recto, de la adoración auténtica de Yahvé.
Con todo, Dios quiere que el pueblo de Israel sea realmente su
pueblo, que llegue a un conocimiento profundo y a un servicio leal de
su Dios, de eso trata la segunda parte: un oráculo de esperanza y de
salvación. Pero el camino hacia la restauración total, al final, pasa a
través del reconocimiento de las propias culpas y del arrepentimiento
de los pecados pasados. Para llegar a la plenitud de la vida y al
seguimiento perfecto de los caminos del Señor es necesaria la
humildad, hay que reconocer antes la propia nada. Sólo si
confesamos nuestro vacío propio puede éste ser llenado por Dios
cuando y como él quiera.
El oráculo, si bien directamente se refiere al retorno del exilio en un
nuevo éxodo (ahora desde Babilonia, casa de la esclavitud, como
antes lo fue Egipto), tiene indudablemente unas perspectivas
claramente escatológicas: en los últimos tiempos, inaugurados en
Cristo, Dios encontrará su complacencia en los hombres (Gál 4,4; Lc
3,22). Y así, el juicio de separación de Ezequiel lleva a pensar en la
escena del juicio final descrita en el NT, según el cual Dios no mide
con tacañería los propios dones y regalos, no paga según la medida
de nuestra pequeñez, sino según la medida de su riqueza, que,
afortunadamente, no tiene límites.

Pág. 813)
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38/14-23
39/01-10
En las dos lecturas precedentes hemos visto cómo Ezequiel
profetiza la restauración futura de Israel. Ahora, para completar esta
restauración se nos habla de una victoria definitiva sobre todos los
enemigos de Israel: si sus diferentes enemigos históricos habían
humillado al pueblo de Dios, uno después de otro, ahora -en los
momentos de la restauración postrera- se impone una victoria total y
común sobre todos los enemigos.
Gog representa de forma simbólica a todas las fuerzas enemigas de
Israel. No hay que buscar la identificación histórica de Gog, de Mesec
ni de Tubal, ni de los demás nombres, ni el cumplimiento de todas y
cada una de las palabras. La escena se nos presenta bajo la forma de
un juicio: Dios expone como juez las culpas de Gog, y después le
aplica el castigo. Un castigo que supone la derrota total de todos los
enemigos de Israel.
Pero Dios es también el Señor soberano de la historia, el que
conduce los hilos de la escena. Por eso, Gog ha servido para castigar
los pecados del pueblo de Dios a fin de purificar a Israel. Dios no
abandona nunca a su pueblo: una vez purificado, Dios vuelve su furor
contra los enemigos de Israel, que son sus enemigos, y castiga su
arrogancia con una derrota total.
Pero Dios, en realidad, lo que quiere es el reconocimiento: las
acciones e intervenciones de Dios en la historia van orientadas a
mostrar su santidad, su trascendencia, su exigencia de justicia, su
grandeza (vv 16.23.7). Y ésta es la victoria de Yahvé: su triunfo. No
quiere la destrucción, sino el reconocimiento de su reino.
Y así nosotros, aun siendo protagonistas de nuestra historia,
teniendo que luchar para construir un mundo más justo, más humano,
con mayor respeto a los derechos de la persona, y por una Iglesia
más evangélica, con todo, hemos de evitar siempre la tentación de
creernos los únicos protagonistas, los protagonistas totales de la
historia. Hemos de rechazar igualmente la tentación del desánimo, del
pesimismo, del «dejarlo todo correr».
Sabemos que siempre hay un Dios no lejano, sino Padre, muy cerca
de nosotros, que nos ama, que cuida de cada uno de nosotros, que
nos salva, como hacía con Israel.

J. PEDROS
LA BIBLIA DIA A DIA
Comentario exegético a las lecturas
de la Liturgia de las Horas
Ediciones CRISTIANDAD.MADRID-1981.Pág. 822 s.