CAPÍTULO 1


Introducción

EL MISTERIO DE LA IGLESIA

La llamada carta a los Efesios pertenece al grupo de las cartas de la cautividad. El estrecho parentesco, en el contenido y en la forma, con la carta a los Colosenses permite suponer que fue escrita muy poco después de ésta, probablemente durante la primera cautividad romana (61-63). El Apóstol se dirige a unos cristianos que no lo conocen personalmente; por eso los destinatarios de la carta no pueden ser los fieles de Éfeso, donde Pablo había actuado a lo largo de tres años, sino algunas comunidades de las proximidades de Éfeso, sobre todo en el valle del Lico, donde, junto a Colosas, tenemos noticias de iglesias en Hierápolis y Laodicea.

La ocasión de la carta fueron ciertas corrientes espirituales, de talante judaico y pregnóstico, que ya apuntan en la carta a los Colosenses. Un culto exagerado de las «potencias» o ángeles ponía allí en peligro la primacía peculiar de Cristo, tanto en la obra de la creación como en la obra de la redención, y dio al Apóstol la oportunidad de destacar con nuevas luces esa primacía incondicionada de Cristo. Esto es igualmente válido para la carta a los Colosenses, pero este pensamiento fundamental alcanza mayor profundidad en la carta a los Efesios y se concentra principalmente en este círculo de ideas: Cristo, cabeza de su Iglesia, la única Iglesia compuesta de judíos y paganos, que Él mismo se construye como cuerpo suyo, a la que se une como a su esposa, y llena con toda la plenitud de su vida divina, con la cual y a través de la cual inicia su señorío, no sólo sobre la humanidad, sino sobre el conjunto de la creación. Con razón a la carta a los Efesios se la ha llamado la carta de la lglesia. En ella el pensamiento teológico de san Pablo alcanza su apogeo y su más rico desarrollo. La carta a los Efesios es una nueva visión panorámica de la realidad de la revelación cristiana, y así representa, para la época tardía de su redacción, lo que la carta a los Romanos supuso en los primeros tiempos de la actividad teológica del Apóstol Pero, al lado de estas ideas madres que sobresalen, la carta a los Efesios nos ofrece la posibilidad de penetrar en el interior de la vida de fe del Apóstol. Si queremos articular de alguna manera esta vida de fe, nos encontramos, por parte de Dios, ante la común obra trinitaria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y, por parte del hombre, ante la respuesta a esta acción divina en la fe, la esperanza y el amor. Será útil realizar un breve vuelo de reconocimiento sobre esta panorámica.

Con esta triple expresión: «Padre, Hijo y Espíritu Santo» empieza ya el primer versículo del himno introductorio: «Bendito el.. Padre.., que nos ha bendecido con toda bendición espiritual en los cielos en Cristo»* Todavía más explícita es la expresión de esta acción trinitaria de Dios en este versículo: «Por medio de Él (Cristo) los unos y los otros tenemos acceso, en un solo Espíritu, al Padre» (2, 18), y más adelante, refiriéndose a la idea central de la Iglesia: «En el cual (Cristo) también vosotros sois coedificados hasta formar el edificio de Dios en el Espíritu» (2, 22). En estos versículos se pone además de manifiesto cómo san Pablo no trata de la igualdad esencial de las divinas personas desde una perspectiva teológica, sino desde una visión historico-soteriológica, refiriéndose a su posición en la obra salvadora de Dios en pro de la humanidad.

En este aspecto el Padre tiene una primacía. Él, desde la eternidad, ha planeado amorosamente la obra de salvación, y su propia gloria, «la alabanza del señorío de su gracia», es el objetivo final de esta obra en toda la eternidad (1, 612.14; 2, 7). Pero unido estrechamente a Él está el centro de toda esta planificación, actuación y realización: Cristo, el Señor, el mediador. A ambos se hace alusión, por ejemplo, en la gran visión panorámica del himno introductorio, donde con ocho versículos densos y llenos (1, 3-10) se presenta al Padre solo como sujeto operante, al cual le corresponde una actuación octodimensional, mientras que al mismo tiempo se nombra expresamente seis veces al Hijo, por quien y en el cual acontece todo esto.

Ante el Padre y el Hijo parece que el Espíritu Santo quede en segundo lugar. Sin embargo, en nuestra carta se habla de Él quizá con más insistencia que en el resto de las cartas paulinas, de suerte que se puede decir con razón que un soplo de pentecostés recorre toda la carta. Al final del himno aparece el Espíritu Santo como el sello de Dios en los creyentes, «prenda de nuestra herencia», el gran don del tiempo mesiánico, como lo habían proclamado los profetas (1, 13-14). Conforme va avanzando la carta, el Espíritu Santo se nos muestra como aquél, por quien el Padre envía el don del conocimiento de la fe y de la revelación (1, 17; 3, 5) Él es el que reúne los miembros de Cristo en un solo cuerpo (2, 18); Él es el alma en este cuerpo (4, 4); Él, el principio impulsor de la construcción del templo de Dios (2, 2); Él, la potencia fontal del crecimiento espiritual (3, 16); Él también, como propiedad personal, es el huésped del alma, que hay que procurar no disgustar (4, 30); de Él deben los creyentes «llenarse», aún más, «embriagarse» (5, 18); Él es el que de la palabra de Dios hace una espada en la lucha espiritual (6, 17). Así se realiza la construcción trinitaria de la realidad de la fe, en la que vivimos, y a la que respondemos en la fe, en la esperanza y en el amor.

Por la fe nos salvamos (2, 8), por la fe habita Cristo en nosotros (3, 17). Esto pertenece al patrimonio paulino común. Pero lo peculiar de la carta a los Efesios (como en el resto de las cartas de la cautividad) es la particular insistencia de Pablo en un conocimiento de la fe cada vez más profundo. Así ya en el himno introductorio (1, 8-9), donde entre las bendiciones de Dios se nombra en primera línea -juntamente con la elección, la filiación divina, la redención y la remisión de los pecados- la gracia que se nos da en forma de sabiduría y comprensión: Dios nos ha ungido con la idea de recapitular todas las cosas en Cristo como cabeza. Dos veces ora Pablo, en la carta, por sus fieles, y las dos pide para ellos el conocimiento: un espíritu de sabiduría y de revelación implora para ellos -«iluminados los ojos de vuestro corazón»-, para que puedan saber en qué consiste nuestra esperanza (1, 17-19). Lo mismo al principio. Y posteriormente en 3, 16-19, donde los bienes superiores, como la fuerza del Espíritu, la inhabitación de Cristo, el amor perfecto, sólo se imploran como presupuestos para un conocimiento perfecto del misterio de Cristo y de su amor. De este conocimiento espera Pablo que los fieles se llenen de toda la plenitud de Dios.

Entre los objetos del conocimiento de fe, cuya posesión se implora, ocupa el primer lugar en la carta a los Efesios -mucho más que en el resto de los escritos paulinos- el bien de la esperanza, que el Padre ha preparado a sus hijos como «herencia» (1, 18), que ya poseemos en Cristo, nuestra cabeza glorificada, y cuyo anticipo y garantía lleva ya en sí cada bautizado en su calidad de templo del Espíritu Santo (1, 14). Es la bienaventuranza en la presencia de Dios; bienaventuranza cuyo rasgo característico en san Pablo es la propiedad de ser gustada comunitariamente (1, 18), del mismo modo que nosotros, en una pregustación común, la vamos conociendo cada vez más aquí en la tierra (3, 18). Cuando Pablo en nuestra carta habla de la «vocación» del cristiano, siempre aparece en el trasfondo esta idea fija sobre la «riqueza de la gloria de su herencia» (1, 18; 4, 4). Y así la esperanza, junto con la Iglesia y la posesión del Espíritu, da a nuestra carta su cuño característico.

En tercer lugar está el amor. Pablo dejaría de ser el mismo de ICor 13, 4-7, si para él, en esta carta a los Efesios, el amor no fuera también inevitablemente por la humildad, o sea el olvido de sí mismo (4, 2); renunciar de buena gana a todas las pequeñas exigencias y pretensiones del yo. Más o menos característico de nuestra carta es, asimismo, la insistencia con que se recomienda el amor como la fuerza «que trabaja intensamente por conservar la unidad del Espíritu» (4, 3) y que sabe sacrificarse por la paz, que es Cristo (4, 3; 2, 14). Éste sería, por así decirlo, el lado negativo: «conservar la unidad del Espíritu» (4, 3). Pero el amor, en su aspecto positivo, va mucho más allá: es el brote vital en el cuerpo de Cristo, a través del cual Cristo mismo se va construyendo su propio cuerpo y va haciéndolo crecer (4, 16). El amor aparece también como la consecuencia y exigencia lógica que resulta de la verdad central de nuestra carta: todos nosotros somos un cuerpo en Cristo, en unidad recíproca, y con Cristo, y por Cristo unidos con Dios. El amor para Pablo no es más que ajustarse a esta realidad envolvente, vivir y realizar esta verdad (4, 15). Incluso las recomendaciones particulares contenidas en la segunda parte de la carta (4, 25-32) hay que mirarlas desde este punto de vista, sobre todo lo que Pablo precisa tan cuidadosamente sobre el amor familiar (5, 21-6, 9). Comoquiera que el débil y el fuerte tienen que actuar conjuntamente en la vida común de cada día, es fácil llegar a fricciones que pongan en peligro la unidad en el cuerpo de Cristo. De aquí las apremiantes exhortaciones del Apóstol a una amorosa sumisión por una parte, y, por otra, a una deferencia afectuosa de la mujer y el marido, de los hijos y los padres, de los esclavos y los amos...

Estas breves indicaciones pueden ayudar, en la lectura reflexiva de la carta, a reconocer ya desde ahora sus rasgos fundamentales y a dejarse guiar por ellos.

ENCABEZAMIENTO 1,1-2

SALUDO Y BENDICIÓN (1/01-02).

1 Pablo, apóstol de Cristo Jesús por voluntad de Dios, a los santos (en Éfeso) y fieles en Cristo Jesús: 2 gracia a vosotros y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo.

La carta tiene un remitente y unos destinatarios, pero no vemos la correspondencia que pudiera haber entre uno y otros.

Remitente es Pablo, el mismo Pablo de Tarso, tal como había crecido y madurado a lo largo de sesenta o setenta años. Pero él se presenta como Apóstol, como un enviado, detrás del cual está, como el verdadero autor de la carta, el que envía al Apóstol: Jesucristo. Y detrás de Jesucristo está el Padre; por eso se llama «Apóstol... por voluntad de Dios». Por voluntad de Dios se entiende siempre, en nuestra carta, el plan divino de salvación, y la vocación de Pablo a la función apostólica «por voluntad de Dios» quiere decir que esta vocación forma parte del plan de salvación. Por tanto, no nos salimos del sentido literal de la expresión paulina si vemos en ello una clara alusión al origen de este mensaje: Apóstol-Cristo-Dios. Y así podemos recorrer a la inversa la ruta seguida por la palabra de Dios para desembocar finalmente, en forma de carta paulina, en el corazón humano.

Los destinatarios: Pablo se dirige a los santos en Éfeso. Pero esta expresión «en Éfeso»- falta en los mejores manuscritos, y ello demuestra que no es original, como, por otra parte, se deduce por consideración interna: a través de toda la carta no hay ninguna alusión personal a los destinatarios; cosa inconcebible, siendo así que Pablo actuó en Éfeso durante más de tres años 1. Hay aquí ya desde el principio una laguna; laguna que muy bien puede ser llenada por cualquiera de nosotros: concretamente se refiere a ti, a vosotros, a nosotros. La laguna es una casualidad; pero bien pudiéramos ver en su fondo una profunda verdad.

Santos y «fieles en Cristo Jesús» llama Pablo a los destinatarios. «Santo» tiene aquí su significado primitivo: «entresacado del mundo y consagrado a Dios». Éste es el efecto del bautismo que ha hecho de nosotros unos consagrados a Dios, unidos en Cristo, templos del Espíritu Santo. Meras obras de Dios, que precisamente por eso se llaman «santos», como hoy decimos «cristianos». Y la expresión «en Cristo Jesús» es en parte equivalente de «santo»: Cristo es «nuestra santificación» (cf. lCor 1,30).

Se los llama también fieles o creyentes, porque lo que los hace cristianos es la fe (juntamente con el bautismo). Para Pablo la fe es «un don de Dios» (2,8), y al mismo tiempo un abrirse a la acción de Dios; esto explica la alegría, llena de agradecimiento, con que el Ap6stol se dirige a los destinatarios como «fieles en Cristo Jesús» (cf. 1,15). La bendición es como de costumbre: gracia y paz. Es como una mutua fusión, en un plano superior, del mundo grecooccidental con el mundo semítico oriental. En todas las cartas griegas aparece en este lugar el verbo khairein, que significa «alegrarse», «alegría». Pablo hace derivar este mundano khairein hacia el sonido emparentado de kharis, «gracia». Ésta es para el cristiano la nueva fuente de una nueva alegría: la conciencia del favor divino, que se ha mostrado tan extraordinariamente generoso y se sigue mostrando aún en Cristo Jesús.

El saludo semítico oriental es «paz», pero en esta expresión se contenía mucho más que lo que se expresa en nuestro concepto de «paz». Comprendía todo lo que hoy significamos con «salvaci6n». «Salvación» significa salud y felicidad terrestre. En el pueblo judío la expresión «salvación» fue enriquecida con la proyección hacia la era mesiánica de salvación con todos sus bienes. En san Pablo finalmente y en el cristianismo primitivo el deseo de paz se convertía en deseo de participar cada vez más en la plenitud mesiánica lograda. Y ésta naturalmente sólo puede venir de Dios y de Cristo, y de su total consecución es garantizador Dios como «Padre nuestro» y Jesucristo como «el Señor».
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1. Parece que la designación del lugar «en Éfeso» corresponde al texto de un ejemplar de la carta, siendo así que en el texto original había una línea en blanco que después había que rellenar según la comunidad a la que se enviaba el respectivo ejemplar. Puede pensarse en Hierápolis, Laodicea.
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Parte primera

EL MISTERIO DE CRISTO También los gentiles han sido llamados a la plena salvación de Cristo 1,3-3,21

I. BENDECIDOS CON TODA BENDICIÓN ESPlRITUAL (1,3-14).

1. LA BENDICIÓN GRATUITA DE DIOS (1/03-10).

a) Gracias por la bendición de Dios (1,3).

3 Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda bendición espiritual en los cielos en Cristo.

Inmediatamente empieza Pablo con un himno al plan divino de salvación. Y esta obligada alabanza de Dios nos da qué pensar. María entonó su Magnificat, y lo comprendemos; Zacarías cantó su Benedictus, y sabemos por qué. Pero aquí no hay ningún pretexto visible para este himno de alabanza con que empieza nuestra carta. Todo lo contrario: Pablo escribe en calidad de prisionero. Reflexionemos sobre lo que esto significa: prescindiendo de todas las privaciones exteriores, con el impulso del Redentor en el corazón, con el encargo divino de llevar el Evangelio a todo el mundo, con la preocupación por todas las iglesias que de él necesitan, Pablo está allí detenido día tras día y año tras año, encajonado entre cuatro irritantes paredes que lo circundan. Y en medio de este dolor y -humanamente hablando- del fondo de la oscuridad se levanta este canto de acción de gracias a Dios. Ciertamente, le basta el pretexto de una carta a una comunidad lejana y desconocida, le basta el recuerdo de una fe común, para que su alma se desborde en acción de gracias y en alegría radiante. Así es el cristiano Pablo, y así se presenta ante sus cristianos: desbordante de alegría en la fe y de gratitud. Pero esto no es más que el comienzo de aquella plenitud, de aquella indestructible alegría en la fe, que, descollando de la más simple monotonía y surgiendo lozana de en medio de las tribulaciones, nos aporta el testimonio deslumbrante de que nuestro cristianismo es un «mensaje alegre», no sólo en el nombre, sino en la realidad misma.

«Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo». En sí cabría justificar aquí la alusión, en la alabanza, a Dios creador. Muy poderosas razones habría para ello. Pero para Pablo retrocede el Dios creador para dar paso al Dios de la revelación, «el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo». ¡Qué nombre de Dios! En el Antiguo Testamento, Dios se llamó a sí mismo y quiso ser llamado «el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob». Ya este título era una vibrante confesión de fe. Pascal narra cómo en una venturosa noche pascual se le reveló por primera vez la profundidad y la alegría que llevaba consigo este nombre: «el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob». Ello quiere decir que Dios no es el lejano y frío Dios de los filósofos, sino el Dios de la historia, que desde una infinita lejanía se inclina sobre los hombres y que en un determinado momento de la historia, en un determinado lugar de nuestra tierra escoge a los hombres como amigos, hombres cuyos nombres conocemos: Abraham, Isaac y Jacob. Y en consecuencia este Dios, en una movida historia de casi un milenio y medio, se ha ido siempre compadeciendo de su pueblo, a pesar de tanta infidelidad, de tanta apostasía y de tanta traición, en atención a aquellos antepasados, sus amigos. Necesitamos conocer este trasfondo para valorar lo que para el judío Pablo significa nombrar a Dios, no ya el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, sino «el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo». Es la suma de todo el cristianismo: Jesucristo es nuestro Señor, nos pertenece. En Él podemos llamar «Padre nuestro» a Dios, en un sentido nuevo sin precedentes.

«Que nos ha bendecIdo con toda bendición espiritual en los cielos en Cristo». Así resume Pablo el contenido total del don con que Dios nos ha agraciado. ¡Extraño concepto! ¿A quién de nosotros, requerido para ello, se le ocurriría usar una fórmula semejante para describir brevemente el don divino de la salvación? Pero, precisamente, cuando la fórmula paulina nos sorprende, cuando su mentalidad religiosa difiere de la nuestra, hay que intentar acomodar la nuestra a la suya. Pablo llama a la bendición de Dios una bendición «espiritual». Esta palabra lleva siempre consigo, en san Pablo, una actuación del Espíritu Santo, ligada a su presencia personal en nosotros. Y así tenemos en esta breve fórmula de nuestra salvación una alusión a las tres personas de la Santísima Trinidad: el Padre nos bendice con toda bendición, al darnos su Espíritu Santo, por medio de Cristo Jesús. Pero ¿a qué viene aquí la sorprendente expresión «en los cielos»? 2 Lo que Pablo quiere aquí decir está claro en 2,6: Dios «nos ha resucitado con Cristo y nos ha hecho sentar en los cielos en Cristo Jesús». Esta es la formulación conceptual más fuerte del pensamiento paulino: la resurrección de Cristo es ya nuestra resurrección, y su señorío es nuestro señorío. Porque es resurrección y señorío de la cabeza que con sus miembros forma un cuerpo: el Cristo total. Todo esto está incluido en nuestro texto, cuando Pablo habla de «toda bendición», con la que Dios nos ha bendecido «en los cielos en Cristo»; todo lo que en la bendición se nos da está en el orden de la donación divina, que no tiene otra finalidad que introducirnos en la órbita del señorío de Cristo. Tan vitalmente segura es para Pablo su esperanza cristiana, que habla de ella como si fuera ya la posesión anticipada de lo que nos aguarda en el señorío del Padre y del Hijo. Igualmente la alegría de la fe en san Pablo, que aquí encuentra su obligada expresión, es la alegría de una esperanza desbordante, asegurada por el don del Espíritu Santo (1,14) y por el señorío de Cristo, nuestra cabeza en el cielo. El contenido detallado de esta bendición se expone en 1,4-14.

En estos versículos se ve un corazón rebosante de expresiones de acción de gracias. No esperemos un discurso pulcro y ordenado. No, los pensamientos se llaman unos a otros con la fuerza misma con que unos empujan a otros. Pero esto mismo es para nosotros un valor positivo, ya que nos muestra el orden de los valores según la escala vital de la fe del Apóstol y nos describe la auténtica pista de nuestro itinerario de creyentes.
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2. Muchos exegetas intentan superar esta dificultad traduciendo: «con dones celestiales». Esta traducci6n es estrictamente correcta, pero la expresión aparece cuatro veces en esta breve carta (1,20; 2.6; 3,10; 6,12) y siempre en el mismo sentido de referencia local.
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b) Elegidos desde la eternidad (1,4-6a).

4 Por cuanto nos ha elegido en él antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en amor.

«Nos ha elegido en él antes de la creación del mundo». ¿Quién de nosotros piensa en esta «elección desde la eternidad»? Para Pablo es el pensamiento que más le estimula: desde la eternidad yo, cristiano, fui objeto de un amor divino. Ni pensar siquiera en algún mérito previo por nuestra parte. Aquí reside la pura liberalidad de Dios; y para poderme amar a mí, no sólo como criatura, sino como hijo, con amor paterno, me ha elegido desde la eternidad «en Cristo Jesús». Esto quiere decir: desde siempre mi vinculación al pensamiento divino pasaba por Cristo Jesús y sólo por esta unión con Cristo pude ser digno del amor del Padre.

Esta elección tiene un fin próximo y un fin último. El fin próximo es una verdadera vida cristiana en este mundo. Con tajante brevedad es definido así por Pablo: «para ser santos e inmaculados en su presencia». «Santo» significa separado de todo lo profano y consagrado definitivamente al servicio de Dios. Y precisamente por esta definitiva pertenencia a Dios, esta vida tiene que ser «inmaculada»; e inmaculada «en presencia de Dios», o sea: no sólo con conciencia de su presencia, sino con la pureza moral, que solamente es tal a los ojos del Dios tres veces santo.

Pero ¿no quiere esto decir que en la presencia de Dios ni los mismos ángeles son puros? ¿No es acaso una exigencia extrahumana? Sí, extrahumana; es «cristiana». ¿O hemos olvidado ya aquello de que hemos sido escogidos a tan alta santidad «en él», en Cristo? En una palabra «inmaculados», no en virtud de nuestras posibilidades naturales, sino como la «nueva criatura», que está íntimamente ligada con Cristo, que «se ha vestido de Cristo», que vive de la vida de Cristo y por eso vive la vida de Cristo. ¿Cómo no iba a ser santa e inmaculada aun a los ojos de Dios esta vida de Cristo en nosotros y apropiada por nosotros? Cristo hace nuestra su propia santidad (ICor 1,30). ¿Cómo no iba a mirar el Padre con infinita complacencia a un ser humano, que se presenta a Él, vestido con la santidad de su Hijo?

Ciertamente la moralidad de esta vida de Cristo en nosotros queda siempre desgraciadamente imperfecta. Pero el mismo esfuerzo por la perfección cristiana, por muy necesario que sea, es de importancia relativamente mínima, comparado con lo que Dios obra en nosotros: «Cristo en nosotros». Cristo en nosotros: éste es el objeto propio de la complacencia divina, aun antes que pudiéramos pensar en las consecuencias éticas que de ahí se derivan.

¿Son muchas estas consecuencias? Sí y no. Según Pablo hay una por todas, el amor: «santos e inmaculados en amor». En esta breve fórmula de vida cristiana aparece el amor en toda su imponente y solitaria grandeza. No es una virtud entre tantas. Es la esencia de todas ellas; es toda la ley 3, y sin él el resto no vale nada (ICor 13,1-3), y con él aun la nada se torna valiosa a los ojos de Dios; pues es amor derivado de su amor, del amor de aquel que es el amor 4.
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3. Mt 22,40; Rm 13,10; Ga 5,14; St 2,8.
4. Cf. 1Jn. Muchos relacionan de otra manera este final «en amor», conectándolo con lo siguiente, y lo entien- den del amor de Dios a nosotros. Pero esta fórmula «en amor» aparece cinco veces en nuestra carta y significa siempre el amor de los cristianos entre si: 3,17; 4,2.15s; 5,2.
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5 El nos predestinó a ser hijos suyos adoptivos por Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad...

Pablo confirma lo que ya ha dicho, repite la verdad fundamental de nuestra elección en Cristo, pero lo hace desde una nueva perspectiva, y nos da con ello otra vez un concepto esencial de la existencia cristiana. De una manera más libre repite lo anterior: «Nos predestinó a ser hijos suyos adoptivos». En esa expresión «suyos» («hijos suyos») podemos rastrear algo del origen personal de nuestra nueva filiación: Dios nos quiere poseer como hijos suyos, como si en ello tuviera alguna ganancia su corazón paternal. Y de nuevo, lo decisivo: «por Jesucristo». No se trata de una filiación en sentido traslaticio, como si fuéramos recogidos por compasión entre las inmundicias de la calle y llamados hijos sin serlo en realidad. No, somos hijos de Dios con toda verdad, precisamente porque lo somos «por Jesucristo». O sea: no sólo porque Cristo, con su redención, nos haya hecho dignos de Dios; sino porque él mismo, el Hijo, habita en nosotros por medio de un vínculo vital misterioso y nos asume a todos nosotros para ser, juntamente con Él, uno solo (Gál 3, 28), «hijos en el Hijo», según la expresión de los padres de la Iglesia.

«...según el beneplácito de su voluntad..,» Como antes la palabra «elegido», así ahora la expresión «predestinó» quiere decir que de todo esto Dios solo es la fuente. Es éste un pensamiento que obsesiona a Pablo más que ningún otro. Está constantemente acentuándolo, hasta hacer expresamente este subrayado: «según el beneplácito de su voluntad» o «según el benévolo designio de su voluntad» (la expresión griega incluye ambas cosas: el beneplácito y la consiguiente voluntad y decisión, pero siempre un beneplácito derivado del puro favor y gracia). Pablo sigue subrayando: la gracia de Dios, soberanamente libre, es el único fundamento de nuestra elección y de nuestra predestinación, de nuestra santidad en Cristo y de nuestra filiación en él.

...6a para alabanza de la gloria de su gracia...

Dios no es solamente la fuente primordial de su actuación gratuita, sino también el fin último de esta actuación. Dos veces más todavía subrayará Pablo en el mismo himno (v. 12 y 14) este pensamiento. En ninguna otra parte del NT se expresa tan claro y en tres lugares tan cercanos, que Dios actúa para gloria suya. Él da a conocer, a través de la donación, su propia gloria y, sobre todo a las criaturas espiritualmente dotadas, el esplendor de su gracia. En esta notificación, en esta comunicación de sus bienes consiste ya la propia glorificación de Dios. Ahora bien, el hecho de que las criaturas agraciadas y favorecidas respondan a ello con reconocimiento, con el reconocimiento que corresponde a su ser, significa, concretamente en el caso del hombre, corresponder con alabanza de gratitud, salida del corazón, y con una vida que se ajuste a esta gratitud y no la desmienta, sino que sea profunda, auténtica y verdadera. Esto es lo que se llama la «gloria extrínseca» de Dios, porque no puede aumentar la gloria intrínseca infinita de Dios. Sin embargo, Dios no puede renunciar a esta gloria, porque así lo exige la íntima naturaleza de sus criaturas. Esto es lo que significa: Dios crea y actúa para su gloria.

No obstante, hay aquí algo que choca con nuestra sensibilidad. «Buscar la propia gloria»; sin poderlo remediar, nos resistimos a aceptar esto, y con razón. Aquí habla nuestra íntima esencia de seres creados. Ser criatura significa no tener nada por sí mismo, significa haber recibido y continuar recibiendo todo lo que uno es, posee, puede o hace. Todo. Siempre que un ser humano busca su gloria, el reconocimiento por lo que él tiene o hace, como si no lo hubiera recibido, allí hay algo que en el fondo no está bien. Nuestra íntima sensibilidad es más consciente de lo que creemos. Y aun todo un Dios, que buscara su gloria, caería bajo el mismo juicio -y esto lo hacemos instintivamente-, si realmente lo concibiéramos con categorías humanas. Aquí está el defecto, comprensible en un hombre que piensa dentro de sus dimensiones de criatura de Dios. Ahora bien, Dios es en sentido verdadero «el completamente otro». Si la criatura es esencialmente un don de Dios, Dios es esencialmente por sí solo. Nada tiene, pues, de extraño que para Él valga todo lo contrario de lo que vale para la criatura. Para la criatura, ponerse como fin a sí misma, buscar la propia gloria, es un desorden esencial. Para el Creador, buscarse a sí mismo exclusivamente como último fin es la íntima esencia de su santidad. A la inversa, la santidad de la criatura consiste en no buscar otra cosa que a Dios solo.

Cuando leemos en nuestro himno que Dios obra «para alabanza de la gloria de su gracia», tenemos que superar el momentáneo malestar que este pensamiento puede producirnos en un primer instante, recordando que Dios no es un superhombre, por infinitas que sean las dimensiones con las que nos lo imaginemos, sino que es el «completamente otro». Dejémonos embargar por la alegría profunda de esta realidad: este Dios inabarcable es nuestro Dios, que se inclina paternalmente a nosotros y nos otorga la gracia en «su Amado».

c) Agraciados en el Amado (1,6b-7).

...(para alabanza de la gloria de su gracia) 6b con la que nos ha agraciado en el Amado.

Otra vez Cristo está en el centro. Toda la gracia del Padre nos ha venido por su Hijo. No solamente en el Hijo, porque es el único mediador, el portador de la gracia, sino en un sentido profundamente más venturoso, porque realmente Cristo mismo es la gracia en persona. Porque la gracia, de la que aquí se trata, no es otra cosa que «Cristo en nosotros». Pero aquí aparece como única excepción la expresión en el Amado en lugar de la corriente «en Cristo». Detrás de esto se esconde un doble pensamiento paulino: con respecto a Dios y con relación a nosotros.

Con respecto a Dios se subraya el alto precio del favor que -humanamente hablando- nos ha concedido. Este favor le ha costado nada menos que su propio Hijo, en el sentido de aquel versículo de san Juan, tan repetido pero tan poco seriamente tomado: «Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su unigénito Hijo» (Jn 3,16); y lo entregó a manos humanas, que lo clavaron en la cruz.

Con relación a nosotros esta expresión «agraciados en el Amado» 5 significa sencillamente lo que ya repetidas veces nos ha dicho: en Él como en el único Amado somos también nosotros -por nuestra misteriosa vinculación con él- objeto del infinito beneplácito de Dios, el Padre que ya en nosotros no ve sino los rasgos de su amado Hijo. ¡Cuánta confianza debe alentar en un cristiano que se sabe amado con el amor del Padre a su propio Hijo!

...7a en él tenemos la redención por medio de su sangre...

¿Y nuestros pecados? ¿Quedan ahogados en este mar de gracia y amor? Sí, pero no como si no fueran tomados en serio; muy al contrario, son considerados con trágica seriedad: «En él tenemos la redención por medio de su sangre». ¡Sangre! Estamos demasiado acostumbrados a hablar y a oir hablar de la sangre de Cristo. La sangre, cuando realmente fluye, estremece profundamente a todo el hombre. Derramarse la sangre es como derramarse la vida Tenemos que aprender a tomar totalmente en serio a la sangre de Cristo. Aquí está toda la realidad de la muerte en cruz de nuestro Señor. Tan cruel debe parecernos a nosotros como realmente lo fue para aquellas santas personas que estaban al pie de la cruz y para las que el gotear de esta sangre era como un martilleo estremecedor en el alma.

El secreto para renovar cosas ya hace tiempo sabidas y, por lo mismo, inoperantes, está en la fructuosa meditación de los textos sagrados. Hay cosas que, por demasiado conocidas, no se «explican». Quizá no necesiten «explicación», pero sí una penetración, cada vez más nueva, a través de palabras y conceptos hasta llegar a la realidad que las sostiene.

Lo mismo pasa cuando aquí oímos o leemos la palabra «redención». Para Pablo, como para todo judío piadoso, el concepto de redención estaba estrechamente ligado a la gran vivencia fundamental de su pueblo: la liberación de la esclavitud de Egipto. El mismo Dios ha recordado insistentemente en el Antiguo Testamento y le ha hecho recordar a su pueblo la hazaña salvadora de su omnipotencia, y había una liturgia, sobre todo la fiesta de la pascua, toda ella dedicada a reproducir vivamente aquella realidad. Esta liberación de Egipto era solamente una figuración anticipada de la liberación, en cuya plena realidad nos encontramos ya los cristianos. Ciertamente se impone tomar en serio la esclavitud de la que nos ha salvado la «redención por medio de su sangre». Pablo nos va a explicar su pensamiento en este sentido (2,13).
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5. La palabra griega traducida por «nos ha agraciado» es un verbo que solamente emplea otra vez en todo el NT en el pasaje en el que el ángel saluda a María como la «llena de gracia» (Lc 1,28).
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...7b (en él tenemos) el perdón de los pecados según la riqueza de su gracia.

«Según la riqueza de su gracia»: Hay aquí como un doble pensamiento. Por una parte, este perdón de nuestros pecados es algo tan grande, que absorbe toda la riqueza de la gracia de Dios. Pero, ahondando más en la profundidad teológica de la expresión, resulta que este perdón de los pecados no es algo meramente negativo, sino que trae consigo primariamente la plenitud de la gracia, y tan íntimamente nos transforma que nos convertimos en objeto del beneplácito de Dios. Y esto tanto más, cuanto que a esta riqueza de su gracia no solamente está vinculado el perdón de los pecados, sino al mismo tiempo algo completamente nuevo...

d) Ordenados, en el plan divino, a recapitularlo todo en Cristo (1,8-10).

...(según la riqueza de su gracia) 8, que ha prodigado con nosotros en toda clase de sabiduría e inteligencia, 9 dándonos a conocer el misterio de su voluntad, según el benévolo designio que en él se había propuesto, referente a la economía de la plenitud de los tiempos: recapitular todas las cosas en Cristo, lo que está en los cielos y lo que está sobre la tierra.

Este es el nuevo favor, añadido a los ya enumerados: Dios nos ha consagrado a nosotros, sus hijos, en el misterio de su voluntad. Tenemos que saber en qué maravilloso plan divino de salvación ha de participar nuestra pequeña vida. No podemos entrar en las particularidades de estos versículos tan densos, siendo así que hay en ellos bastante oscuridad en todos los aspectos. Pero los puntos capitales son éstos: Pablo vuelve sobre los tres pensamientos que han dominado hasta ahora en el himno: 1.° el plan de salvación tiene como punto de partida la sola voluntad gratuita de Dios; 2.° ha sido preparado desde la eternidad; esta idea se expresa cuando se dice que Dios «predestina» algo, o mejor: se propone un designio; pero sobre todo 3.° Cristo es también aquí el medio: «en él» ha planificado Dios, «en él» realizará su plan. Y con esto apunta «la plenitud de los tiempos». «Plenitud de los tiempos» no es aquí propiamente la venida de Cristo, «cuando se cumplió el tiempo» (Gál 4,4), sino preferentemente todo el acontecer definitivo desde la primera venida de Cristo hasta su retorno en gloria. No solamente comienzo, sino realización y prosecución de los últimos tiempos.

En estos tiempos Dios proseguirá su objetivo de «recapitular todas las cosas en Cristo». El verbo griego, en sentido estricto, sólo significa «recapitular»6, pero en una carta como la nuestra, cuyo mensaje específico es Cristo como cabeza de su Iglesia y como cabeza de toda la creación, es lógico suponer que Pablo escogió esta palabra y le dio un nuevo sentido, ya que no podría sustraerse a las implicaciones de la palabra «cabeza» incluida en el mismo verbo «recapitular». Lo que Pablo intenta decir con esto, lo veremos en los v. 22.23 de este mismo capítulo.

Lo que bajo Cristo (cabeza) tiene que reunirse se expresa bíblicamente así: «todo lo que hay en los cielos y en la tierra», o más brevemente: todo, el todo. En la carta a los Colosenses destaca más vivamente esta verdad cuando se dice de Cristo: «Todo fue creado por y para él.... y todo tiene en él su subsistencia» (1,16-17). Este es también el misterio de la voluntad de Dios, su plan eterno: Cristo tiene que ser la cabeza de todo. Tiene que darle sentido y existencia, unidad y cohesión.

Dios nos ha comunicado este misterio suyo, y esto es para Pablo una gracia, que se coloca en primera línea con la predestinación eterna, con la filiación divina, con la redención y el perdón de los pecados. Con este conocimiento del sentido del mundo, Dios nos ha dado «toda clase de sabiduría e inteligencia». Sabiduría, con la que se aclaran todas las cosas en su sentido profundo; e inteligencia, que descubre el recto camino de la vida. Tenemos que cooperar con la gran obra de Dios. Y del pequeño mundo de nuestra vida, del pequeño reino de nuestra alma y de todo lo que allí acontece, hemos de hacer un trasunto de lo que debe ser el gran mundo: dejemos que Cristo sea en nuestro pequeño mundo la cabeza vitalizadora de todo, que dé sentido a todo, que lo encauce todo y que sea el vínculo que a todo le dé cohesión.
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6. La palabra «recapitular» corresponde etimológicamente al original.
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2. LOS CREYENTES Y SU CAMINO HACIA LA SALVACIÓN (1/11-14).

Para Pablo, la naciente cristiandad, como en general la humanidad, se divide en dos grupos principales: «nosotros», es decir, los creyentes que procedentes del pueblo escogido han llegado a la fe, y «vosotros», los creyentes venidos de la gentilidad.

a) Los judeocristianos (1,11-12).

11 En él fuimos también agraciados con la herencia, predestinados -según el previo decreto del que lo hace todo conforme a la decisión de su voluntad- 12 a ser nosotros alabanza de su gloria, los que antes ya teníamos puesta la esperanza en Cristo.

Los judíos no están en el mismo nivel que los demás pueblos. Como pueblo escogido por Dios están -vistos a la luz de la revelación- por encima de todos los demás. Pablo lo sabe y lo reconoce. Pero precisamente por ello se esfuerza en subrayar, con la mayor urgencia posible, que este privilegio hay que agradecerlo únicamente a la libre elección realizada por la gracia de Dios. De aquí la reiteración de las expresiones paulinas: «predestinados» hubiera sido ya bastante; pero no, añade aún esto: «según previo decreto del que lo hace todo conforme a la decisión de su voluntad». Aquí se especifica a Dios precisamente por su incondicionada libertad, por aquello que lo manifiesta esencialmente como Dios. Así como Dios es la fuente de la elección de su pueblo, así también Él mismo -su gloria- es su último fin. Aquí tenemos, referido solamente a Israel, el principio fundamental del Apóstol: todo de Dios solo, y a Dios solo toda la gloria.

Y Cristo de nuevo aparece como el mediador: el versículo empieza con la expresión «en él» montada al aire, indicando con ello la ligación con la expresión «en Cristo», que da sentido a todo el conjunto. La elección de Israel era solamente un capítulo de este plan divino, en cuyo centro está Cristo. En él fue elegido Israel, en él tiene toda la razón de su existencia, hacia él ha dirigido su esperanza, como el mismo Pablo confiesa: «Nosotros..., los que antes ya teníamos puesta la esperanza en Cristo». Y así Israel estaba ya en Cristo, aun en su patria espiritual, incluso antes de que él viniese a este mundo.

b) Los étnicocristianos (1,13-14).

13 En Él también vosotros, tras haber oído la palabra de la verdad, la buena nueva de vuestra salvación; en él, repito, después de haber creído, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, 14 el cual es prenda de nuestra herencia para la redención de aquellos que han llegado a ser la propiedad de Dios, para alabanza de su gloria.

Pablo abruma con la exuberancia de su expresión. Pero este llamarse los pensamientos unos a otros, casi pisarse y dar vueltas alrededor de una misma frase, replegada a su vez sobre sí misma, corresponde a su propia situación de espíritu. Lo que aquí Pablo quiere decir antes que nada es esto: también vosotros habéis recibido el gran don de Dios, el Espíritu Santo, cuya efusión fue prometida desde antiguo para los tiempos venideros del Mesías. Con este pensamiento central se unen estos otros dos: el recuerdo del camino, que ha llevado a recibir el sello del Espíritu y que ya era una gracia de Cristo: o sea, el haber oído la palabra de la verdad y el haberla recibido con un corazón fiel; y, en segundo lugar, la alusión al final venturoso, para el que han sido sellados por el Espíritu. Todo esto se apretuja en un solo versículo, tanto más cuanto que Pablo no se dispensa de subrayar cómo todo esto -la proclamación de la palabra, la aceptación de la fe y la sigilación en el Espíritu- fue un acontecimiento logrado «en él».

El Evangelio se llama aquí: «la palabra de la verdad, la buena nueva de vuestra salvación». Ambas palabras sonaban muy bien en el mundo de Pablo: «verdad» tenía que ver con «sabiduría», y «salvación» con «felicidad». Entonces como hoy, más que hoy, en todas partes se pronunciaban con elogio estas expresiones: «palabras de la verdad» y «caminos de salvación». Podemos imaginarnos lo que esto significó cuando en medio de esta confusión irrumpió Pablo -prejuzgado ya en la opinión pública como judío y, como tal, de poca o ninguna representación- con la pretensión de ser un enviado del verdadero Dios, y con una audacia y una confianza que no son de este mundo, predica sin más la verdad y la salvación: con su palabra, con toda su vida, que es «el incienso ofrecido por Cristo a Dios, tanto para los que se salvan como para los que se pierden: para éstos es un olor mortal que mata, para aquéllos un olor vital que vivifica» (2Cor 2,15s). De esta poderosa conciencia de la misión habla Pablo, cuando a su predicación la llama solamente «la palabra de la verdad» y «la buena nueva de nuestra salvación». Él mismo se reconoce como Apóstol de aquellos a los que no ha predicado (como aquí), pero que «oyeron» el mensaje y pertenecen a la órbita de su actividad misionera. En definitiva, lo que aquí nos enseña Pablo es la conciencia de misión, conciencia cristiana que supera y sobrevive al mundo.

«Después de haber creído»: esto dice san Pablo, que traducido a nuestro lenguaje es: se han hecho cristianos por la fe y el bautismo. Y así han sido sellados «con el Espíritu Santo de la promesa». Lo que aquí choca un poco es la manera como Pablo habla de la tercera persona de la Santísima Trinidad, que es también Dios juntamente con el Padre y con el Hijo y que aquí se le nombra como un «sello», lo cual nos sugiere más bien una propiedad de Dios. Pablo habla del Espíritu Santo, como una cosa, un instrumento de Dios: es sello por el hecho de habitar personalmente con todo su poder y magnificencia. ¿Se han trocado los papeles? El templo es para Dios, no Dios para el templo; y aquí el huésped divino es donado a lo mejor de su templo, para que lo santifique, lo conserve, lo purifique y lo haga agradable al Padre.

Esto es lo maravilloso del amor divino: el hombre, esencialmente ordenado sólo a Dios como último fin, se convierte ahora -en el plan de salvación- en el medio, el centro de atención de las tres divinas personas. Y en este caso el amor aporta realmente cierta plenitud. Pablo, en su forma de hablar, toma este amor completamente en serio: como Dios actúa sólo el Padre; el Hijo es hombre y mediador, aún más, el precio con que Dios adquiere lo que ya era suyo; y el Espíritu Santo es la garantía personal de nuestra pertenencia a Dios. Por eso Pablo no ora como nosotros: «Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo», sino que usa la fórmula de la antigua Iglesia (anterior al arrianismo): «Gloria al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo». Las luchas sostenidas en pro de la verdadera divinidad de Cristo y del Espíritu Santo nos han aportado una preciosa claridad y seguridad; pero ahora, dotados ya de esta seguridad, debemos volver a Pablo, para comprender más profundamente la maravilla del amor, que hizo de Cristo un hombre y mediador, y del Espíritu Santo un sello y garantía de nuestra salvación.

Pero este sello, el Espíritu Santo, en su calidad de sello de nuestra pertenencia a Dios, no es algo que descansa y termina en sí mismo, sino que es una fuerza operante. Así fue prometido por los profetas para los tiempos del Mesías, y el mismo Pablo se refiere a ello, cuando lo llama «el Espíritu Santo de la promesa». Pedro, en su discurso de pentecostés, citaba al profeta Joel: la efusión del Espíritu es el signo de la irrupción de la era mesiánica (Act 2,17-21). Pero mucho más significativo es el célebre texto de Ezequiel (36,26s): «Os daré un nuevo corazón, y pondré en medio de vosotros un nuevo espíritu, ...y pondré el espíritu mío en medio de vosotros, y haré que guardéis mis preceptos y observéis mis leyes». Así pues, lo que el «Espíritu de la promesa» como «sello» de nuestra pertenencia a Dios obra en nuestros corazones, no es más que un gozoso y espiritual acceso a la voluntad y al mandato de Dios.

«Prenda de nuestra herencia» es llamado el Espíritu Santo. Su presencia, por muy digna de altísima estima que sea, no se resalta como un valor en sí, sino con relación al fin, para el que se nos da. «Prenda» o «señal» es el pago parcial que se entrega como prueba de que la suma total será satisfecha. Esta se llama «nuestra herencia» y nos recuerda de nuevo nuestra filiación divina, de la que ya se ha hablado (1,5). «Y si hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo» (Rom 8,17). La herencia será el mismo Dios en su gloria. Y como quiera que la prenda es de la misma naturaleza que la suma total, resulta que la prenda es ya Dios mismo, aunque todavía encubierto: el Espíritu Santo. Merece la pena penetrar un poco en la profundidad de este pensamiento: Dios «adquirió» para sí a Israel y a la Iglesia, y, en consecuencia, nosotros nos podemos sentir seguros, agarrados a la mano protectora del Padre todopoderoso.

Pero ¿cómo se explica que aquí se hable, con tanta naturalidad, de la redención como de algo futuro? ¿No se nos ha dicho ya en el himno que «hemos sido agraciados en el Amado, en él tenemos la redención por medio de su sangre» (v. 6.7)? He aquí la propiedad de la existencia cristiana tal como la presenta san Pablo: las grandes realidades de nuestra fe son ya presencia, fundamental y radicalmente, según su esencia; y, sin embargo, vamos camino de su consumación. Tenemos el cumplimiento de lo prometido, pero no la plena consumación. Estamos redimidos, tenemos en Cristo la redención, pero sólo en el día del Señor alcanzará su máxima virtualidad. Como cristianos pertenecemos a dos mundos. Esta es la dificultad de nuestra existencia cristiana, pero al mismo tiempo es nuestro consuelo. «Para alabanza de su gloria». Acabamos de ver cómo la sigilación con el Espíritu Santo tiene por finalidad «nuestra redención». Pero el hombre -como hemos visto- no puede ser al mismo tiempo el último fin del hombre y último objetivo propio. Por eso al terminar subraya Pablo por tercera vez la gran verdad: como Dios es la fuente de todo, también es el fin último de todo. Y así nuestro himno no podía terminar sino con estas palabras: «para alabanza de su gloria».


II. GRATITUD Y PETICIÓN DEL APÓSTOL (1,15-23).

1. GRATITUD POR LA FE Y EL AMOR DE LOS DESTINATARIOS (1/15-16).

15 Por eso, por lo que a mí toca, habiendo oído hablar de la fe que hay entre vosotros en el Señor Jesús, y del amor a todos los santos, 16 recordándoos en mis oraciones, no ceso de dar gracias por vosotros.

Aquí empieza propiamente la carta con esa característica acción de gracias que encabeza casi todos los escritos de san Pablo. El hecho de que esta acción de gracias esté ligada al himno anterior con la expresión «por eso» aporta una nueva luz a la comprensión de la carta: mientras más claro brilla en lo precedente la actuación de Dios, más hondamente deben sentir Pablo y sus lectores cuán grande es aquella fe y aquel amor con que los destinatarios se entregan al plan de Dios y se muestran dignos de su gracia y bendición.

Pablo ha oído hablar de su «fe en el Señor Jesús». Esta expresión «en el Señor Jesús» no es propiamente el objeto directo de la fe: creer en el Señor Jesús, sino que es el fundamento en que se apoya la vida de fe: «en él».

El amor en segundo lugar, aunque propiamente se trata de lo mismo: «La fe, que actúa a través del amor» (Gál 5,6). «Amor a todos los santos», o sea algo muy distinto y superior a la simple amabilidad humana. Es un amor que en cada bautizado ve a un verdadero hermano en Cristo. Es hermano, porque en el bautismo ha nacido del mismo seno materno y está unido con los que lo aman por la única y misma vida de Cristo. Y así amar es realmente lo mismo que creer.

Cierto que no todo era perfecto en aquellas comunidades, pero para Pablo cualquier demostración de fe y de amor era ya obra de Dios. Esta característica paulina, creada por el Apóstol como encabezamiento de las cartas, cristalizó en una fórmula habitual: Pablo ve lo bueno, siempre y primero lo bueno, aun en medio de lo imperfecto; todo esto es un don de Dios... Por eso la acción de gracias...

2. PETICIÓN DEL ESPÍRITU EN BENEFICIO DE ELLOS (1/17-23).

a) Que conozcan a Dios (1,17).

17 Para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y de revelación en el pleno conocimiento de él...

Pablo pide para los suyos un conocimiento creciente en la fe. El fundamento de esta especial confianza, con la que ora, se expresa en la forma como habla de Dios, del cual espera el cumplimiento de su petición. Para él, Dios es aquí «el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria». Ya el himno introductorio había empezado así: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo». Muchos comentaristas creen que hay que pulir un poco la frase, quitando el artículo (el Dios) y traduciendo: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor...» Pero aquí, en nuestro pasaje, no evitan la presunta dureza, que para nuestra sensibilidad entraña el que Pablo hable de «el Dios de Jesucristo». Por lo tanto, no hay que pulir nada, sino aprender cómo Pablo toma completamente en serio -a pesar de ser un perfecto conocedor de la divinidad de Cristo 7- su calidad de hombre y mediador. El texto medular es sin duda ITim 2,5, ya que ningún teólogo occidental se hubiera atrevido a formular así: «Hay un solo Dios, y hay también un solo mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús». Pablo subraya en forma típicamente oriental la verdad parcial, que en aquel momento le interesa, con una agudeza y decisión que nos llena de asombro; y deja al lector el campo abierto para acudir a otros textos que exponen con la misma claridad la otra cara de la verdad.

«El Dios de nuestro Señor Jesucristo» es para Pablo ante todo el Dios al que Jesucristo, como criatura y hombre, se ha dirigido y ha orado. Pero hay más aún: con esta expresión se trata de aumentar al máximo la confianza del orante. Por eso ora al Dios, en el que Jesucristo nos ha enseñado a ver nuestro Padre. Al Dios, que nos ha dado su propio Hijo: «¿Cómo no nos va a dar, juntamente con Él, todo lo demás?» (Rom 8,32). Sobre todo, al Dios, ante el cual «nuestro Señor Jesucristo» realmente nos pertenece, y a cuyo lado está como mediador nuestro, y por eso puede decir: «Cuando pidiereis algo al Padre en mi nombre, os lo concederá» (Jn 16, 23; cf. 15,16).

Pablo llama a Dios «el Padre de la gloria». Esta expresión semítica es equivalente a esta otra: «el Padre en su gloria», o aquí en este caso: «el Padre por causa de su gloria». Esto quiere decir que Pablo ve aquí una garantía de que Dios está dispuesto a escuchar. El concepto hebreo bíblico de gloria de Dios, al que Pablo se refiere, dice mucho más que la simple noción de gloria. La palabra kabod significa primeramente gravedad, peso, plenitud y, por consiguiente, riqueza. Pablo se dirige aquí al Dios rico, ya que se reconoce a sí mismo como pobre e indigente. Es el creyente que se dirige a Dios, a quien considera tan soberanamente rico en su felicidad divina, que la hace desbordar como un don de amor y de gracia.

Esto significa kabod, pero también quiere decir «gloria» y se refiere con ello a un Dios que busca su gloria y la encuentra en el don. Cuando el hombre del Antiguo Testamento pide que Dios «glorifique» o «santifique» su nombre, quiere decir con ello que Dios debe mostrarse, por medio de su actuación socorredora, dador, salvador, benévolo (cf. /Ez/39/25-29).

En este sentido ora Jesús: «glorifica tu nombre», y desde el cielo viene la respuesta: «Lo he glorificado y lo glOrificaré de nuevo» (Jn ]2,27s). En este sentido nos ha enseñado Jesús a orar: «Santificado sea tu nombre», o sea primero y ante todo Dios mismo. Y cuando se dirige a Dios como el «Padre de la gloria», quiere con ello referirse a Dios, 1.° como soberanamente rico, 2.° como aquel que busca y realiza su gloria, «para alabanza de su gloria» (v. 6.12.14), y juntamente con esto está, 3.° tácitamente incluida la promesa de que, cuando Dios se glorifica en nosotros, no debemos retener nada en nosotros, sino que en acción de gracias y alabanza debemos hacer revertir a Él toda la gloria 8.

El objeto de la oración es: «espíritu de sabiduría y de revelación». «Espíritu de sabiduría», o sea una sabiduría como don y realización del Espíritu. «Sabiduría», en la antigüedad, significaba un saber vital. Y así Pablo pide que nuestra fe (y naturalmente Dios) se convierta realmente en una fuerza impulsora de nuestra vida; que domine todo nuestro pensar y nuestro hacer, nuestros méritos y nuestros deseos. Y así hay una acción recíproca, pues el obrar produce un conocimiento más profundo. Nada hace a la fe más viva que el hecho de vivirla (cf. Jn 7,17).

Y «de revelación». Igualmente se trata aquí de un don del Espíritu (kharisma), que el mismo Apóstol se atribuye (ICar 14,6), lo presupone en los otros (ICor 14,26) y en nuestro texto lo desea a sus fieles. Se trata aquí no de una revelación y conocimiento de nuevas verdades, sino de un descubrimiento subjetivo de la verdad conocida ya en la fe, de una interiorización más profunda y más vital. Partiendo de la misma raíz -«revelar» o «desvelar»-, es como si se levantara un velo o cayera una cortina o -por decirlo así- como si amaneciera en nuestro interior. Era ya algo «sabido», y sin embargo es como si abriéramos los ojos por primera vez.

Ambas cosas -el espíritu de sabiduría y de revelación- deben servir al «conocimiento de él». Naturalmente sólo puede significarse aquí un conocimiento profundo. La palabra usada es explicada una vez por el mismo Pablo en el sentido de «toda la riqueza de la plenitud de la inteligencia» (Col 2,2), lo que viene a significar: toda la riqueza de una inteligencia que produce una profunda plenitud interior.

CON-D: Ahora bien, en el lenguaje bíblico «conocer a Dios» no quiere decir nunca (como entre los griegos) conocer la existencia o la esencia de Dios. Se refiere fundamentalmente a conocer la actuación de Dios, los caminos de Dios, la voluntad de Dios. Y esto no con una concepción fría y objetiva, sino con un conocimiento que es más propiamente «reconocimiento» y comprensión amorosa 9. Y así aquí el «conocimiento de Dios» es solamente una fórmula abreviada de todo lo que a continuación se presenta como objeto del conocimiento: la actuación de Dios, sobre todo respecto a nosotros.
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7. Cf. Flp 2,7.11; Col 1,15; 2,9; Rm 9,5.
8. Compárese cómo el pensamiento en la gloria de Dios empuja ya a Pablo en su momento de orar: 3,16; Col 1,11.
9. Cf. Jr 2,8; 9,5; 22,16.
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b) Que conozcan la meta gloriosa de la esperanza cristiana (1,18).

...18 iluminados los ojos de vuestro corazón, para que sepáis cuál es la esperanza de su llamada, cuál la riqueza de la gloria de su herencia entre los santos.

«Iluminados los ojos de vuestro corazón»: Cuando un semita habla de «corazón», quiere con ello significar la sede de todas las facultades superiores, muy principalmente del conocimiento. Pero para él, mucho más que para nosotros, conocer, sentir, querer e incluso actuar forman un todo indivisible. Y así, a través de este rodeo, es correcta nuestra primera y espontánea manera de entender la expresión de ojos «del corazón», refiriéndola a la verdad profunda, que realmente no se da sin una colaboración activa del corazón, es decir, sin amor.

¿Y qué tienen que conocer? Pablo ha oído hablar de la fe y del amor de los destinatarios de la carta, y da gracias por ello. Pero ahora pide que se les conceda el pleno conocimiento de la esperanza. La esperanza cristiana tiene en nuestra carta un papel preponderante. Ya al principio del himno introductorio, produciéndonos no pequeña sorpresa, ha colocado en el cielo «toda la bendición espiritual» con la que Dios nos ha bendecido. Y de esto mismo se trata aquí nuevamente en primer lugar y con más detalles. Pero no se trata de las cosas que hay que conocer, y que de hecho son archisabidas por el más simple de los creyentes; no se trata propiamente de un saber, sino de un comprender hondamente, de un juzgar y valorar en lo profundo del alma, de un dejarse aprehender por lo inefable, que se nos ha dado y que nos aguarda.

Pablo habría podido decir: «cuál es la esperanza de nuestra llamada, cuál la gloria de nuestra herencia». Sin embargo, dice: «cuál es la esperanza de su llamada y cuál la riqueza de la gloria de su herencia». Es una pequeña diferencia, pero tiene su importancia: ¡qué esperanza no será aquella a la que Dios mismo nos ha llamado, y qué herencia aquella que es también herencia de Dios! Esto equivale a tomar a Dios mismo como punto de comparación y de medida. Obsérvese la gradación, claramente perceptible en los dos miembros de la frase, gradación que en el tercero se desarrolla aún más: así el pensamiento de Pablo avanza y se robustece.

«...entre los santos». Para Pablo la gloria, hacia la que vamos, es una gloria esencialmente comunitaria, y en esto precisamente consiste su felicidad. Con esto se confirma maravillosamente aquello de que una alegría participada es una doble alegría. Así como en la misma vida terrena de la Iglesia, piensa Pablo menos en los individuos que en el conjunto, de la misma manera para él la felicidad del cielo es esencialmente un coro de muchas voces llenas de júbilo.

c) Cristo, garantía de nuestra esperanza (1,19-23).

...19 y cuál la extraordinaria grandeza de su poder con respecto a nosotros los que creemos, según la medida de la acción de su poderosa fuerza, 20 que desplegó en Cristo resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en los cielos, 21 por encima de todo principado, potestad, y virtud, dominación y todo nombre que se nombre no sólo en este «eón», sino en el venidero.

La tercera cosa, cuyo conocimiento pide el Apóstol, es para él tan grande, que no encuentra suficiente una insistente acumulación de expresiones para referirse a «la extraordinaria grandeza de su poder con respecto a nosotros los que creemos»; grandeza que se refiere a lo que el poder omnipotente de Dios ha hecho en Jesucristo. Pero ¿cómo se pueden unir estas cosas? ¿Cómo es posible que la acción de Dios, realizada de una vez para siempre en su propio Hijo, sea la medida de su «poder con respecto a nosotros los creyentes»? Aquí recurre de nuevo el pensamiento fundamental de 2,5ss: lo que el Padre ha hecho a Cristo, lo ha hecho a nosotros los creyentes: pues al ser bautizados en la muerte y resurrección de Cristo hemos recibido una comunidad de vida y de destino, que únicamente puede producirse por la unidad vital de la cabeza y los miembros. Sólo desde esta perspectiva se comprende que Pablo mida con la glorificación de Cristo la fuerza que Dios ha de demostrar -por no decir que ya ha demostrado- con respecto a los creyentes. Otra observación: aquí no se nos enseña nada nuevo; sólo se nos recuerda algo ya supuesto previamente. El lector podrá quizá sorprenderse por la redundancia del lenguaje usado por Pablo. Pero debemos recordar que para la sensibilidad religiosa del Apóstol la resurrección del Señor y nuestra propia resurrección -futura, pero ya fundamentalmente comenzada- era un pilar inamovible en su vida de fe. «Sentarle a su derecha en el cielo» es una expresión bíblica para indicar con ella que Cristo, por su glorificación, ha sido introducido en el ámbito del pleno señorío divino.

Algo extraño nos resulta leer aquí que la primacía de Cristo es concebida como una supremacía sobre todas las potencias angélicas. Por primera vez se nombran en la carta estas potencias, y volverán a aparecer hasta ser presentadas como potencias hostiles (6,11s). De estas potencias se habla muy frecuentemente en las dos epístolas gemelas -a los Colosenses y a los Efesios-, precisamente porque en la región de Éfeso se había iniciado un falso culto a los ángeles y a las potencias, para menoscabar la validez universal de Cristo en el plano de la salvación. Pablo habla aquí desde el punto de vista de sus adversarios, sin tomar quizá posición respecto a la existencia de estas potencias. Mucho menos piensa en clasificarlas o en exponer una angelología. La multiplicidad de jerarquías angélicas le viene muy bien para destacar, con una plenitud literariamente expresiva, el único pensamiento verdaderamente importante, o sea que Jesucristo, el glorificado, en todo caso domina todo lo que hay y puede haber en la tierra y en la eternidad; lo conocido y lo desconocido, o sea «todo nombre que se nombre»: cualquiera que fuese el sonido pomposo que intente cubrir personalidades misteriosas: «principados, potestades, virtudes, dominaciones» .

No creamos que, por tratarse de algo extraño y propio de aquella época, podamos dispensarnos de la aplicación de este texto a nuestra condición actual. ¿Es realmente Cristo el único señor en nuestra vida? ¿No hay cosas y personas, que se interponen entre Cristo y nosotros e impiden que «resulte Él el primero en todo» (/Col/01/18b), como le corresponde? Ciertamente nosotros no admitimos que estas potencias sean en nuestra vida más poderosas que Cristo, pero ¿no lo son cada vez más en realidad?

22 Y lo puso todo debajo de sus pies, y a él lo dio, como cabeza sobre todas las cosas, a la Iglesia, 23 que es precisamente su cuerpo, la plenitud del que lo llena todo en todos (o: que lo domina todo en su plenitud).

Se trata de Cristo, elevado sobre todos los cielos y potencias. Para expresar esto, nuestro pensamiento se va instintivamente a consideraciones y expresiones topográficas. Esto tiene una consecuencia: mientras más alto y elevado pensemos a Cristo, más lejos se nos irá. Sin embargo, ocurre todo lo contrario: precisamente por su elevación hace posible aquella realidad misteriosa de la unificación corporal -en un sentido «pneumático» (lCor 15,44)- de la cabeza y los miembros. Así se explica que Pablo haga bajar de nuevo a Cristo desde su altura celestial a nuestro nivel y nos lo muestre -con gran sorpresa nuestra- presente en una zona definida de su universal dominio; ciertamente, en una zona vital: la Iglesia, de la que él es la cabeza.

Cristo, cabeza de la Iglesia he aquí un concepto empleado ya por Pablo en sus cartas a los Corintios y a los Romanos, donde se puede ver el desarrollo sucesivo de la idea. Pero en las cartas de la cautividad (a los Colosenses y a los Efesios), escritas más tarde, este pensamiento llega a ser dominante. La imagen de cuerpo se ha ido formando poco a poco; la Iglesia como cuerpo de Cristo, teniendo a Cristo por cabeza, es la presentación más perfecta de esta concepción. Así ha enseñado el Apóstol, a lo largo de su vida, a sentir y a ver a la Iglesia. El texto, que comentamos, es uno de los testimonios más expresivos al respecto.

La conexión con lo anterior se obtiene a través de la cita bíblica de 1,22: «Y puso todo debajo de sus pies» (/Sal/008/07). Literalmente el salmo se refiere a la metáfora de un rey que manifiesta su victoria poniendo el pie sobre el cuello del enemigo vencido. Con esto se completa lo que en 1,19-21 se dice sobre el poder y la altura del Señor glorificado. Este señorío se expresa de una manera condensada en la pequeña palabra «todo». Todo, el conjunto total, en todas las zonas y regiones, sobre todo en el mundo invisible del espíritu, lo ha sometido Dios a él. Es la misma expresión de la carta a los Hebreos: «Dios lo ha sometido todo a él y no ha dejado nada que no se lo haya sometido» (2,8). En este pasaje se amplía y se ilumina de nuevo la soberanía universal de Cristo en conexión con la Iglesia.

Dios «lo dio como cabeza sobre todas las cosas a la Iglesia». Esto quiere decir, en primer lugar, que esta soberanía sobre todas las cosas la ejerce Cristo como cabeza de la Iglesia. La Iglesia no está al margen del «todo» -de toda la realidad del mundo-, pero tampoco se reduce a ser una parte de este conjunto cósmico, separada de él o incluida en él; sino que, por el contrario, Cristo es cabeza de toda la realidad cósmica por ser cabeza de la Iglesia. Su soberanía sobre todas las cosas la ejerce como cabeza de la Iglesia. Iglesia y mundo, la superioridad espiritual de Cristo y su «soberanía» cósmica, son una misma cosa. Pensamiento atrevido y robusto, en cuya profundidad hay que sumergirse para captar toda su fuerza...

Dios ha hecho a Cristo no solamente Señor del universo, sino que le ha dado esta tarea en calidad de cabeza de su cuerpo, la Iglesia. Este misterio penetra nuestra carta desde el principio hasta el fin. En esta imagen se concentra la perspectiva de una verdad que iremos considerando cuidadosamente en conexión con otros pasajes de la epístola. Con ello también se dice que cabeza y cuerpo, Cristo e Iglesia forman una unidad indisoluble. Los miembros de un cuerpo y su parte principal, la cabeza, son una unidad. El que está en la Iglesia y fue llamado a ella y en ella bautizado, pertenece a Cristo tan íntimamente como la mano o el corazón a su propio cuerpo. Una separación de la Iglesia, incluso un interior alejamiento de su fuerza vital y del fuego de la gracia, es siempre también separación y alejamiento de Cristo...

Aún más: la metáfora significa que la Iglesia está sometida a Cristo como a su cabeza. La cabeza ejerce la soberanía; los demás miembros obedecen. De la cabeza proceden la dirección y la guía. Y así como Dios ha dado al Señor el universo como ámbito de su soberanía, así también lo ha puesto al frente de la Iglesia. El camino hacia esta altísima gloria y dignidad pasó por la humillación. De la gloria a la humillación y de la humillación a la gloria: éste es el camino del Redentor. Él es el Señor propio de la Iglesia, y toda la dirección que en ella se realiza en palabra y obra por parte de los obispos y el papa, no es más que una realización de la cabeza invisible. A él, Señor y soberano del universo, ofrecemos nuestro acatamiento y nuestra humilde obediencia...

La metáfora dice todavía más: toda vida y crecimiento de la Iglesia viene de Cristo. La gracia, la vida, que circula por el cuerpo, son vida y gracia de la cabeza. Allí está la fuente, el origen, el «sacramento primario». El que entra en el torrente circulatorio de esta vida, o sea en la Iglesia, será constantemente alimentado, fortalecido, fecundado y vivificado por esta cabeza, para crecer en todos sentidos en servicio de los otros, para edificación y plenificación, cada vez mayor, de todo el cuerpo...

En una palabra: la lglesia como cuerpo visible es la manifestación de la cabeza invisible, o sea «Cristo visible» en este mundo. Y siendo la Iglesia el cuerpo de Cristo, tiene la misma tarea que hubo de cumplir el cuerpo físico de Cristo en su vida terrena: ser instrumento visible para introducir en el mundo invisible. En los miembros y en el organismo visible de la Iglesia en el mundo se debe ver y experimentar lo que es su misterio íntimo, únicamente accesible a la fe. Un miembro en la Iglesia, un hombre «en Cristo» y la Iglesia como totalidad: he aquí la personificación y la presencia visible del Señor invisible. Pero esta soberanía de Cristo no puede vivirse en un contexto de poder o de juego de fuerzas políticas, sino como soberanía sobre el mal en sus múltiples formas. ¡Qué tarea y responsabilidad para cada miembro de la comunidad y para toda la Iglesia!

Al lado de esta definición de la Iglesia hay una segunda, que no es nada fácil de entender: (la Iglesia), «que es precisamente su cuerpo, la plenitud del que lo llena todo en todos». ¿Qué significa esto: la Iglesia es la plenitud de Cristo? Se podría entender así: la Iglesia es su «plenitud», porque es llenada por Cristo, regalada y gobernada por él. Pero también así: la Iglesia es su «plenitud», porque ella misma le da a él toda su plenitud, haciendo de Cristo un Cristo perfecto. Ambas interpretaciones dan un sentido profundo y contienen verdad. Pero la cuestión es saber lo que san Pablo quiso realmente decir.

La segunda explicación parece estar más cerca del concepto «cuerpo de Cristo»: la Iglesia es llamada aquí «plenitud» en concepto paralelo con «su cuerpo». La cabeza sin los restantes miembros no forma un todo completo e incluso necesita de ellos para alcanzar la plenitud corporal; igualmente la lglesia, como cuerpo, forma juntamente con la cabeza el Cristo total 10. Así lo han entendido muchos padres en la antigüedad, y muchos comentadores modernos.

La primera explicación, no obstante, parece más acertada: en Cristo se contiene la plenitud de la Iglesia, plenitud que se deriva de aquel que lo llena todo en todos (los miembros). Aquí resalta más la posición supereminente de Cristo. En la carta a los Colosenses se dice expresamente en dos pasajes que en Cristo habita la plenitud (de Dios): «...pues en él tuvo a bien recibir toda la plenitud» (1,19), y más adelante: «pues en éste reside toda la plenitud de la deidad corporalmente» (2,9). Así aparece Cristo como cabeza de la Iglesia, lleno de toda la riqueza y fuerza vital de Dios, de una manera incomparable y única. En calidad de tal, es él también la plenitud de la Iglesia, que participa de esta riqueza y es llenada por él hasta el tope; a esto se refiere Pablo cuando sigue adelante en el pasaje últimamente citado: «...y vosotros habéis sido llenados en él» (Col 2,9), en él tenéis la capacidad de participar en esta completa plenitud divina. ¡Qué maravillosa visión de la Iglesia! Tres grandes círculos de ideas se entrecruzan: Cristo plenitud, Cristo cabeza de la Iglesia, Cristo cabeza del universo: su dignidad de Dios, su significación para la Iglesia y su posición soberana en el universo están íntimamente ligadas entre sí. De este modo, nuestra Iglesia corporal en nuestro pequeño mundo viene a ser como una plataforma, de la que parte Cristo y de la que se sirve para llevar a su plenitud a toda la creación y realizar de ese modo el «misterio de su voluntad», o sea: «recapitular todas las cosas en Cristo, las que están en los cielos y las que están en la tierra, en Él» (1,10).

Así pues, todo el universo está proyectado hacia Cristo, pero la Iglesia es como el espacio, en el que se ejerce propiamente la soberanía de Cristo, se reconoce y se proclama. Nada que signifique progreso -material, social, científico o cultural- puede permanecer extraño a esta misión consagradora de la Iglesia. Y ningún miembro de la Iglesia puede sustraerse a tener una parte, por modesta que sea, en esta inmensa tarea. Un cristiano no puede menos de actuar como tal en el pequeño mundo que está a su alcance: ahí debe realizar la soberanía de Cristo (Col 1,18). Y así cada pequeño mundo se convierte en un foco de irradiación, y con la fuerza de irradiación concentrada de todos estos pequeños mundos se va realizando la penetración de Cristo en todo el universo.
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10. «Plenitud», así entendida, impulsa a entender lo siguiente de Cristo, «que en todo extremo es llenado en todo» (pasivo) o «que en todo extremo se llena en todo» (medio).