CAPÍTULO 12


IV. LOS CARISMAS EN LA lGLESIA (12,1-14,40).

EXPLICACIÓN PREVIA: DOCTRINA NEOTESTAMENTARIA SOBRE EL ESPÍRITU.

Para una mejor intelección de los tres capítulos que siguen será de provecho, antes de acometer la explicación concreta de cada uno de ellos, adelantar algunos conceptos que Pablo daba por conocidos de sus destinatarios de entonces, pero que no son tan evidentes para el lector actual. Lo que nosotros hemos aprendido sobre el Espíritu Santo como tercera Persona divina no basta para dar su valor debido a los hechos aquí propuestos, pero dice ya mucho en favor de que aquí no se trata tan sólo de cosas del pasado. Por lo mismo, al final de nuestra explicación del texto nos plantearemos expresamente la pregunta del significado que pueden tener para la Iglesia de hoy los fenómenos corintios y el modo de considerarlos el Apóstol.

El espíritu (el pneuma) es, en la revelación bíblica, el don de los últimos tiempos y el principio de la nueva creación. Decimos el «espíritu», y no el «Espíritu Santo». Se abre ya aquí una primera vía de acceso a la realidad del espíritu del Nuevo Testamento. No podemos equiparar en todos los pasajes al espíritu con la tercera Persona divina, aunque todo lo que se dice del espíritu tiene relación con esta Persona. Todo esto debe encuadrarse en el contexto total de la historia de la revelación y de la salvación. Algunas afirmaciones sobre el espíritu se prolongan a lo largo de todo el Antiguo Testamento. Se trata de afirmaciones que se hallan dentro de la línea de la gracia concedida a determinadas personas, referida primariamente a hechos o acciones extraordinarias y centradas más tarde, con preferencia, en la palabra profética y poderosa de Dios. Ambas acepciones conservan esporádicamente este doble sentido: sólo individuos concretos reciben este poder de Dios, y lo reciben, además, únicamente en ocasiones aisladas. Desde aquí debe entenderse la casi increíble ampliación de este don en la profecía de Joel, que la primitiva comunidad cristiana consideraba cumplida en ella en pentecostés y a partir de pentecostés: «Y sucederá que derramaré mi espíritu sobre toda carne. Y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, y vuestros jóvenes verán visiones, y vuestros ancianos soñarán sueños. Y sobre vuestros siervos y vuestras siervas en aquellos días derramaré mi espíritu y profetizarán» (Act 2,17ss; Joel 2,28ss). En este sentido, aquel a quien anunciaba Juan Bautista, y que no bautizaría ya con agua, sino con el Espíritu Santo, significa el advenimiento de la plenitud y del final del mundo (Jn 1,32). Sobre él descansaría el Espíritu, o en él permanecería (Jn 1,32), de modo diferente al de los profetas (Is 11>2). Él mismo enviará el Espíritu, pero sólo se le tendrá después de la pasión (Jn 7,38s).

«Jesús, nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el espíritu santificador, a partir de su resurrección de entre los muertos» (Rom 1,3s). Como Resucitado, se ha constituido en nuevo Adán, en el primogénito de la nueva humanidad, que no sólo tiene vida en el tiempo, sino que posee el principio vivificante de la vida, es decir, «el espíritu» (15,45). De su plenitud reciben ahora todos la vida. Esta vida que, en virtud de su naturaleza, es divina y eterna, está determinada y penetrada por el espíritu, por el pneuma. Le recibe aquel que está vinculado a Cristo. Así, pues, participar del espíritu significa lo mismo que ser cristiano. «Porque todos los que se dejan guiar por el espíritu de Dios, éstos son hijos suyos» (Rom 8,14).

No es, en absoluto, falso, referir todas estas afirmaciones a la tercera Persona divina, pues en último término la gracia consiste realmente en que Dios se participa a nosotros. Esta comunicación de Dios es, dicho trinitariamente, la tercera Persona divina, el Espíritu Santo. Ahora bien, en la primitiva Iglesia esta comunicación del espíritu estaba vinculada a una serie de manifestaciones externas que atraían la mirada de los creyentes, de tal modo que Pablo consideraba que una gran parte de su misión consistía en distinguir entre la causa principal y los efectos secundarios.

1. Los DONES DE DIOS EN LA IGLESIA (12,1-31).

a) La confesión de Jesús, prueba fundamental (1Co/12/01-03).

1 Acerca de los dones espirituales no quiero, hermanos, que estéis en la ignorancia. 2 Sabéis que cuando erais paganos os dejabais arrastrar hacia los ídolos mudos, desviándoos del recto camino. 3 Por eso os hago saber que nadie que habla en espíritu de Dios, dice: ¡Anatema sea Jesús!, y nadie puede decir: Jesús es el Señor, sino en el Espíritu Santo.

El modo súbito con que Pablo aborda inmediatamente este nuevo y gran tema indica claramente que se trata de una consulta que le han planteado. El Apóstol se refiere sucintamente a toda la plenitud de dones del Espíritu, pero ciñéndose más en particular a los que se manifestaban en el decurso de la celebración litúrgica, de manera que, al estudiar este nuevo tema, seguimos todavía dentro del contexto de las prácticas litúrgicas de la primitiva cristiandad, iniciado en el capítulo 11.

El Apóstol comienza por establecer un claro distanciamiento respecto de los casos que los corintios conocían por su pasado pagano. Las religiones paganas, y especialmente los cultos mistéricos, estaban superpobladas de fenómenos extáticos, entusiásticos y hasta orgiásticos. Cierto que, como repite muchas veces el Antiguo Testamento, los dioses eran «mudos», pero no por eso se aprovechaban menos los demonios de su culto para abusar de los hombres. Se pone en cruda evidencia lo violento, lo forzado, lo indigno del hombre que son los cultos paganos. En la asamblea cristiana el hombre no es un alienado, sigue siendo dueño de sí mismo. No es entregado a poderes invisibles.

La fórmula de maldición que Pablo introduce como señal distintiva puede extrañarnos, pero debe haber tenido precedentes. Esta fórmula o anatema procedía del lenguaje jurídico de los judíos; posiblemente se refiere aquí la misma expresión que el perseguidor Saulo debió pronunciar muchas veces en su odio arrebatado, del mismo modo que en el versículo precedente se refería a los fenómenos paganos.

En oposición a ambas fórmulas, la confesión: «Jesús es el Señor» constituye la primitiva confesión fundamental del cristianismo. Dado que ambas afirmaciones están en tan inmediata contraposición, deben explicarse mutuamente. «Anatema sea Jesús»: he aquí la más breve y más enérgica expresión para designar un total distanciamiento respecto del mencionado Jesús, mucho más dura que la negación de Pedro: «No conozco a este hombre», es decir, no quiero nada con este hombre, así Dios me ayude.

Kyrios Jesús: he aquí la expresión más concisa y más densa para afirmar la vinculación total a él, una vinculación tal como sólo es posible respecto de Dios y de aquel que ocupa para mí el lugar de Dios, porque Dios mismo le ha dado para eso. No debo temer quitar algo a Dios al actuar de este modo; debo más bien estar seguro de que afirmo así aquello que el mismo Dios ha hecho para su gloria y mi salvación. Cuando pensamos en el himno que Pablo nos ha transmitido en la carta a los Filipenses (2,5ss) se comprende la razón de que las oraciones, poesías y expresiones espirituales se deslicen con preferencias hacia doxologías de este matiz. Oímos resonar esta invocación del Kyrios en nuestra liturgia, en el texto original griego en el Kyrie eleison, en la traducción latina en la aclamación del Himno del Gloria: «Tú solo eres Señor, tú solo Altísimo, Jesucristo.» Esta confesión de alabanza a Jesús como Señor sólo es posible por obra del Espíritu Santo. Aceptar al Jesús terreno, ya sea el predicador ambulante o el hacedor de milagros de Galilea, ya sea incluso el Crucificado bajo Poncio Pilato, como aquel de quien depende la salvación del mundo en todos los tiempos, es posible por un milagro de iluminación que sólo el Espíritu Santo puede realizar.

Antes, pues, de entrar en el análisis de los efectos sorprendentes y en algún sentido extraordinarios del espíritu, Pablo establece, como la cosa más importante de cuantas el espíritu causa, la simple fe en Cristo. Y esto es lo que vuelve a subrayar mediante la formulación negativa: «Nadie puede decir... sino en el Espíritu Santo» 29.

b) Diversidad de dones y unidad (1Co/12/04-11).

4 Hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo. 5 Hay diversidad de servicios, pero el Señor es el mismo. 6 Hay diversidad de operaciones, pero Dios es el mismo, el que lo produce todo en todos.

Después de haber afirmado de entrada aquello que es válido para todas las manifestaciones del Espíritu Santo, en oposición al influjo de los demonios, pasa el Apóstol a las circunstancias concretas de la vida de la comunidad de Corinto, que se caracterizan por una multiplicidad casi perturbadora. Comienza por reconocer, en principio, esta multiplicidad; esta floración primaveral respondía a la irrupción de vida divina que, a partir de ahora, debía fructificar entre los hombres, pero en primer lugar en aquella comunidad de Jesucristo que se abría a esta corriente. Pablo subraya sólo esto: que es una y única la fuente de la que toda plenitud fluye. Para dar expresión a esta plenitud formula tres veces la afirmación, en versos construidos con perfecto paralelismo, que presentan una progresión no tanto al designar los efectos del Espíritu -dones del Espíritu (carismas), prestación de servicios (diakonía) y operaciones (energemata)- como en la triple (o trinitaria) determinación de su fuente: el Espíritu, el Señor, Dios. ¿Podría intercambiarse la ordenación de los tres efectos del Espíritu en relación a las tres Personas? Ciertamente que sí, en cuanto es el mismo Dios el que «lo produce todo en todos». Acaso no sea enteramente casual que la prestación del servicio, en la que se realiza de una manera totalmente peculiar la Iglesia en la tierra, esté vinculada al Señor, es decir, a Jesucristo. Tenemos ante nosotros uno de los pocos textos enteramente desarrollados en el que se cita al Espíritu en la misma secuencia que al Padre y al Hijo. Pero también es claro que la actividad de la Trinidad ad extra, en el orden de la gracia, es siempre común a las tres Personas.
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29. Este mismo signo distintivo se establece en 1 Jn 4,1-3.
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7 A cada uno se le da la manifestación del Espíritu para el bien de la comunidad. 8 Y así, a uno se le da, mediante el Espíritu, palabra de sabiduría; a otro, según el mismo Espíritu, palabra de conocimiento. 9 A éste se le da, en el mismo Espíritu, fe, y a aquél, en el único Espíritu, dones de curación. 10 A otro, poder de hacer milagros; a otro, el hablar en nombre de Dios; a otro, discernimiento de espíritus; a otro, diversidad de lenguas; a otro, el interpretarlas. 11 Todos estos dones los produce el mismo y único Espíritu, distribuyéndolos a cada uno en particular, según le place.

Si nos preguntamos ahora qué es lo que se quiere decir en concreto con estas determinaciones, o bajo qué nueva forma y nombre pudieran acaso tener un puesto en nuestros días, debemos comenzar por dejar que Pablo nos diga algo que para él tenía primordial importancia: todos estos fenómenos pneumáticos tienden, sin excepción, al bien espiritual de la comunidad. Este es el punto al que quiere llegar y el que verdaderamente le interesa. Lo menciona aquí por vez primera. Ya no podía retrasarlo más e insistirá sobre ello, repitiéndolo en la introducción de cada nueva perspectiva. Aquí radica precisamente la gran falta que han cometido hasta este instante los corintios con sus dones espirituales: que sólo habían visto o buscado en ellos su propio provecho, o su solaz, o su gloria.

Llama la atención la gran importancia que concede a la distribución: al uno esto, al otro aquello, es decir, a nadie todo; y a nadie esto o aquello que acaso él hubiera preferido, sino lo que el Espíritu ha juzgado oportuno en atención a la totalidad. El Espíritu quiere la diversidad, pero ordenada, y, por tanto, vivificante y enriquecedora. El Espíritu es un «espíritu de la totalidad». Esto era para los paganos todo menos evidente. Para ellos era incluso perfectamente posible que no sólo los fenómenos, sino también las fuerzas que se ocultaban tras ellos se opusieran entre sí, del mismo modo que, en sus mitos, los dioses se combatían. Pero no es así en Dios, que opera todo en todo y que da a cada uno como le place. Hay un principio de unidad en la Iglesia, que no se apoya en ningún poder humano, que no puede estructurarse en ninguna ley de los hombres, sino que descansa únicamente en este Espíritu, a través del cual quiere estar Dios junto a su Iglesia y en todas las manifestaciones realizadas por él.

Se enumeran nueve dones del Espíritu, sin que esto quiera decir que la lista sea completa. Tres veces repite Pablo, en la enumeración, que su causa idéntica es única: el Espíritu. No puede darse, pues, ninguna rivalidad entre estos dones. Acaso fuera posible agrupar los nueve dones en tres grupos. Resulta difícil trazar una frontera precisa de separación entre ellos, pero, en conjunto, se ve claro que la línea total debe entenderse en sentido descendente, ya que no es accidental que al final de la enumeración se mencione el don de lenguas. En la cima se citan la palabra de sabiduría y la palabra de conocimiento, probablemente ordenadas también en el mismo sentido descendente. La sabiduría puede participar en la visión profunda de los planes salvíficos de Dios, aunque todo cuanto puede conocer y decir se sumerge en un silencio de adoración frente al abismo insondable de las disposiciones divinas. De esta clase es el ejemplo de palabra de sabiduría que el mismo Pablo nos ofrece sobre el entrecruzamiento del camino del destino de Israel con el de los pueblos paganos (Rom 9-11).

Se cita en segundo lugar la «palabra de conocimiento», acaso un poco menos directamente deducida del Espíritu, ya que la fórmula dice «según el mismo Espíritu», mientras que de la palabra de sabiduría se afirme «mediante el Espíritu»; así, pues, en la palabra de conocimiento entran más en juego las fuerzas intelectuales del hombre, aunque, mediante el Espíritu, se adecúen mejor a su objeto sobrenatural.

Dado que la «fe» aparece aquí como un don especial de la gracia, debe admitirse que se trata de una fe especial, acaso de aquella misma que en el capítulo siguiente (13,3) Pablo describe como capaz de trasladar montañas. En todo caso, debe ser entendida en este pasaje como algo más vinculado a la edificación de la Iglesia que a la salvación de un individuo concreto. Es probable que esta fe, que es eficaz mediante la oración poderosa, se acerque ya al siguiente grupo.

Con el «poder de hacer milagros», enumerado junto a los «dones de curación», se entiende, en primer término, la potestad de liberar a los posesos. En estas dos manifestaciones fue constante y prolongada la actuación de Jesús, que ya en Mateo (12,28) era entendida como realizada por el poder del espíritu. Por lo demás, debe contarse también con que Pablo menciona de propósito no sólo los efectos del espíritu que acaecían en Corinto, sino también los que se daban en otras partes, para hacerles recordar que hay otros dones, además de los que ellos conocen.

Cuando menciona la profecía o «hablar en nombre de Dios» no se debe pensar tan sólo en profecías en cuanto anuncios de eventos futuros, sino en todo posible hablar acuciante e impulsivo procedente del poder del espíritu, que puede ser tanto estímulo y aliento como manifestación y juicio. Se puede pensar, a título de ejemplo, en las siete cartas del Apocalipsis (Ap 1-3), o también en un suceso que se mencionará más adelante (14,24), o acaso, igualmente, en lo que sucedió en aquella asamblea de la comunidad de Antioquía, en la que se reconoció, afirmó y decidió la misión apostólica de Bernabé y Saulo (Act 13,1-4).

En la expresión «discernimiento de espíritus» llama la atención la forma en plural. Sigue actuando aquí la antigua experiencia de los fenómenos del espíritu, de los que no se podía afirmar con certeza «de qué clase de espíritu» es el que habla y obra. Se añade a esto que ni siquiera entre aquellos mismos inspirados por el Espíritu Santo es todo purísima revelación del Espíritu. Junto a la inspiración se deslizan también en el hombre fuentes humanas; muchas veces ni siquiera el que está inspirado puede distinguir exactamente entre lo que ha recibido del Espíritu Santo y lo que es de su propia cosecha. Para este menester se da el carisma complementario del «discernimiento de espíritus» 30.

El Apóstol menciona finalmente un don del Espíritu que causó máxima impresión en los corintios, máximas preocupaciones al Apóstol y máximas dificultades a los comentadores. Traducido al pie de la letra significa «hablar lenguas» (glossolalia). El fenómeno no es completamente desconocido. Prescindiendo de que en la mística estática del helenismo se dieron manifestaciones parecidas -en la pitonisa de Delfos, en las Sibylas, que, puestas en trance, murmuraban sentencias misteriosas casi siempre cargadas de amenazas-, en la misma historia de la Iglesia se han vuelto a dar casos semejantes. Recuérdese el movimiento de pentecostés provocado por el «acontecimiento pentecostal» del año 1906 en Norteamérica, que arrastró y sigue arrastrando a amplios círculos 31. La expresión «diversidad de lenguas» mantiene al fenómeno dentro de anchos márgenes. Estaríamos tentados a decir que abarca desde un modo de hablar entusiasta hasta las exclamaciones extáticas cuyo sentido sería, a lo sumo, sospechado -pero no entendido- por los presentes. En ningún caso puede vincularse demasiado estrictamente el fenómeno a «exclamaciones inarticuladas». De acuerdo con el lenguaje de aquel tiempo, se entendían bajo estas palabras expresiones y modos de hablar arcaicos. Así, nos encontramos ya cerca de la otra expresión «lenguas nuevas» (Mc 16,17) o también «lenguas de los ángeles» (13,1). Es un lenguaje formulado por labios humanos, pero del que se sirve un espíritu superior32.
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30. A esto se debe que los místicos de la edad media y de comienzos de la edad moderna se hayan sometido de buen grado a la dirección de un confesor prudente y sobrio. Para el conjunto de las distinciones que deben hacerse ineludiblemente en este campo: K. RAHNER, Visionen und Prophezeiungen, «Quaestiones disputatae», Friburgo de Brisgovia 1958.
31. Se ha estudiado muchas veces la cuestión de si el acontecimiento de pentecostés debe enumerarse entre estos fenómenos, pero el problema sigue siendo muy discutible. Sí pertenecen, en cambio, a esta serie lo que relatan Act 10,46; 19,6 y Mc 16,17.
32. Sobre estos fen6menos, pueden consultarse el Diccionario de la Biblia, Herder, Barcelona, 4. 1967. col. 761s, y A. WlKENHAUSER, Los hechos de los apóstoles, Herder, Barcelona 1967, p. 60-62. Nota del traductor.
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c) Comparación con los miembros del cuerpo (1Co/12/12-26).

12 Porque como el cuerpo es uno solo y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, con ser muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo. 13 Pues todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, fuimos bautizados en un solo Espíritu, para formar un solo cuerpo, y a todos se nos dio a beber un solo Espíritu. 14 Porque el cuerpo no es un miembro solo, sino muchos: 15 Aunque el pie diga: Como ya no soy mano, no pertenezco al cuerpo, no por eso deja de pertenecer al cuerpo. 16 Aunque la oreja diga: Como no soy ojo, no pertenezco al cuerpo, no por eso deja de pertenecer al cuerpo. 17 Si el cuerpo entero fuera ojo, ¿dónde quedaría el oído? Si el cuerpo entero fuera oído, ¿dónde quedaría el olfato? 18 La verdad es que Dios colocó cada miembro en el sitio correspondiente del cuerpo, según quiso. 19 Si todos fueran un solo miembro, ¿dónde quedaría el cuerpo? 20 Pero de hecho hay muchos miembros y un solo cuerpo. 21 El ojo no puede decirle a la mano: No tengo necesidad de ti; ni tampoco la cabeza a los pies: No tengo necesidad de vosotros. 22 Muy al contrario, los miembros del cuerpo que parecen más débiles, son indispensables, 23 y los que consideramos menos respetables en el cuerpo, los rodeamos de mayor respeto y los menos honestos reciben mayor recato, 24 mientras que los honestos no lo necesitan. Pero Dios dispuso armoniosamente el cuerpo, dando mayor dignidad al miembro que carece de ella, 25 para que no haya división en el cuerpo, sino que por igual los miembros se preocupen unos de otros. 26 y así, si un miembro sufre, todos los demás padecen con él, y si un miembro es distinguido con honor, todos los demás se alegran con él.

Pablo recurre ahora a una imagen para expresar la necesidad y también la plenitud de la unidad -ya antes indicada- en la diversidad, y de la diversidad en la unidad: la imagen de la unidad del cuerpo, dentro de la diversidad de sus miembros. No es Pablo el autor de esta célebre y usual comparación. Aparece en muchos pasajes de la literatura antigua (Jenofonte, Tito Livio, Cicerón, Marco Aurelio, Epicuro). Pero, a diferencia de todos estos autores, al Apóstol no le interesa la organización natural de un Estado, para la que se requiere la unanimidad de los ciudadanos, sino el orden de la gracia. La magnitud en la que todas las funciones convergen en la unidad, de que derivan en definitiva, y en la que pueden integrarse, es la Iglesia. Pablo no utiliza aquí esta palabra (hasta 12,28). Al llegar al pasaje en el que quiere trasladar la imagen a la realidad, dice: así también (sucede en) Cristo (12,12). Propiamente, debería haber dicho: así, también la Iglesia es un cuerpo. Pero la Iglesia no es un cuerpo cualquiera, es el cuerpo de Cristo, es exactamente Cristo. Pablo introduce así, abruptamente, un tema tan fructífero para el conocimiento de la Iglesia, al que más tarde, en la posterior carta a los Efesios, dedicará una exposición más amplia y rica. Como fundamento, el Apóstol sólo ofrece, en este pasaje, una breve sentencia en el versículo 13 -muy importante por otra parte- introducida ya con anterioridad a la explanación de la imagen. Pablo fundamenta la unidad del cuerpo en la unidad del Espíritu, y basa, a su vez, esta última, en la iniciación sacramental que era, al mismo tiempo, una incorporación sacramental. Independientemente de que aquí las expresiones «bautizados», «bebido» se refieran a sólo el bautismo, o al bautismo y la eucaristía (nosotros somos partidarios de la primera opinión), lo decisivo es que los sacramentos no sólo confieren gracia al que los recibe, sino que le insertan en la unidad de la Iglesia. La Iglesia no nace en un proceso posterior, cuando los bautizados se reúnen, sino a la inversa: los creyentes en Cristo se hacen miembros de Cristo porque, al recibir al único Espíritu, se hacen un solo cuerpo. Un solo cuerpo y un solo Espíritu constituyen una unidad tan necesaria e indisoluble como la que constituyen el cuerpo y el alma, por un lado, y el Espíritu y Cristo por otro. Advirtamos aquí también que el «nosotros» de esta frase supone en Pablo la experiencia de haberse convertido al cristianismo; a diferencia de los primeros apóstoles, él también ha sido bautizado (Act 9,18).

Al desarrollar la imagen, en un proceso muy parecido a otros precedentes literarios, la realidad mística queda relegada a un segundo término, aunque las realidades humanas y terrenas sólo pueden ser bien vividas y comprendidas desde aquella suprema realidad. La exposición es tan clara que, de suyo, no es necesaria ninguna explicación. También se advierte fácilmente a qué peligros de la comunidad corintia quería referirse el Apóstol. Debieron existir algunos miembros en la comunidad que se consideraban inútiles, porque carecían de unos determinados dones del Espíritu, cuyos poseedores se tenían por importantes y condicionaban así la opinión pública. Desde su complejo de inferioridad dicen: como yo no soy esto ni lo otro, no pertenezco al cuerpo (versículos 15.16). Por el lado contrario, debieron existir también algunos miembros que -desde arriba abajo- dieron a entender a los otros que no los necesitaban (versículos 21.22). Contra este modo de pensar ofrece Pablo una doble reflexión: en primer lugar, debe quedar bien en claro que para el bienestar del cuerpo no son necesarios sólo los ojos, aunque se les tenga, con razón, por los miembros o sentidos más importantes (versículos 17-20). Desde una perspectiva tan limitada puede falsearse la verdad tanto desde arriba como desde abajo, como si algunos miembros fueran capaces de procurarse entre sí -independientemente de los restantes miembros- o ya incluso uno solo para sí mismo, la felicidad total. Comparar es una de las cosas más peligrosas que pueden darse. Por eso se complementa esta reflexión con otra más extensa (versículos 22.23), que significa justamente una inversión de la escala de valores. Si hasta ahora Pablo ha mencionado expresamente los miembros que aparecen a nuestra vista, ahora pasa a un grupo nuevo, que no puede mencionar por su nombre, sino que sólo puede insinuar, unidos bajo una doble comparación (versículos 24-26). Cuanto más débiles o necesitados de recato los consideramos, con mayores muestras de respeto los protegemos. Los hombres adoptan este comportamiento como algo evidente, y tienen razón. Es el mismo Dios quien ha dispuesto el cuerpo de manera sensata y ordenada a su fin y quiere que a los miembros menos respetables se les dé mayor respeto. Aquí la realidad se abre paso a través de la imagen, cuando Pablo escribe: «para que no haya división en el cuerpo» (versículo 25). Este supremo mal no puede evitarse con un afán de igualdad, sino sólo cuando todos los miembros «se preocupan los unos por los otros» y, sobre todo, los más fuertes por los más débiles. Y puesto que se ha hablado del vestido, decoroso y recatador, podemos traer a la memoria lo que se dijo en el capítulo precedente, en el que se expusieron algunas ideas sobre el recato de las mujeres, no, por cierto, para poner en duda la igualdad de sus derechos, sino para proteger su dignidad, más sensible y sensitiva. También los niños son miembros de la comunidad, que deben ser aceptados tales como son, y acerca de los cuales se deben extremar los cuidados y el respeto. Este sumo aprecio por los niños es algo que ha inscrito Jesús en la Iglesia, y, a través de la Iglesia, en el mundo. En la mentalidad de Jesús no sólo debemos incluir a los niños entre los «pequeños», sino también a los de sencillos sentimientos, fácil presa de las burlas de los espíritus fuertes. Pero, a través de sus burlas, descubren que su espíritu no es el del Evangelio. Siguiendo la mente de Jesús, Pablo reconoce de sí que se ha hecho débil para los débiles.

Con suprema maestría ha explicado a su comunidad el gran pastor de almas ·Agustín-san la doctrina de este capítulo: séanos permitido exponer aquí algunas de sus ideas a este respecto.

Que nadie se ufane por ningún don de la Iglesia, cuando destaque acaso en la Iglesia por algún don a él confiado; mire más bien si posee el amor. Pues también Pablo enumera muchos dones de Dios en los miembros de Cristo que son la Iglesia, afirmando que a todos y cada uno de los miembros se les pueden confiar especiales dones, y que no todos pueden tener los mismos. Pero nadie quedará sin dones: «Apóstoles, profetas, maestros; poder de hacer milagros, don de curar, de asistir, de gobernar, de hablar diversas lenguas» (1Cor 12,28). Así se ha dicho y así vemos unos dones en unos, y otros en otros. Que nadie se atormente, pues, si no se le ha concedido a él lo que se le ha concedido a otro... Pongamos un ejemplo: la mano izquierda lleva un anillo y la derecha no: ¿es que la derecha carece de adorno? Mira las manos separadamente: ves que la una tiene y la otra no. Pero mira ahora el cuerpo total, al que pertenecen las dos manos y advertirás cómo la mano que no tiene, tiene en la que lleva el anillo.

Los ojos ven a dónde se ha de ir; los pies van a donde los ojos han fijado de antemano; pero los pies no pueden ver, ni los ojos ir. El pie te dirá: Tengo luz, no en mí mismo, sino en el ojo; porque el ojo no ve sólo para sí y no para mí. Y los ojos, por su parte: también nosotros nos trasladamos, no por nosotros, sino por medio de los pies; porque los pies no marchan para sí solos y no para nosotros. Cada miembro en particular desempeña, pues, de acuerdo con sus funciones, lo que el alma les ordena; y todos están asentados en un solo cuerpo y se mantienen firmes en la unidad. No monopolizan lo que los otros miembros tienen; y aunque no alcanzan por sí mismos lo que los otros miembros tienen, no por eso juzgan ser extraño lo que poseen en común dentro del mismo cuerpo.

En fin, hermanos: si a cualquiera de los miembros del cuerpo le ocurre algún percance, ¿qué miembro hay que niegue su concurso? ¿Qué miembro parece ocupar el último puesto en el cuerpo humano, sino el pie? ¿Y dentro del pie, qué parte más alejada del mismo que la planta? Pues bien, esta parte alejada tiene una conexión tan íntima con la totalidad del cuerpo que, cuando en la planta se clava una espina, todos los miembros colaboran para extraerla: las rodillas se doblan, la espalda se curva... surge la preocupación por sacar la espina. Todo el cuerpo participa en la tarea. ¡Qué minúscula es la parte afectada! Por insignificante que sea la superficie punzada por una espina, el cuerpo total no descuida el apuro de una parte tan pequeña y de tan poca monta. Los otros miembros no sufren, pero en cada parte sufren todos.

El Apóstol nos ha dado aquí una parábola del amor, animándonos a amarnos unos a otros del mismo modo que se aman los miembros del cuerpo. «Y así, si un miembro sufre, todos los demás padecen con él, y si un miembro es distinguido con honor, todos los demás se alegran con él. Ahora bien, vosotros sois cuerpo de Cristo, y cada uno miembro de él» (/1Co/12/26-27).

d) Aplicación al cuerpo de Cristo (1Co/12/27-31).

27 Ahora bien, vosotros sois cuerpo de Cristo, y cada uno miembro de él. 28 Y Dios puso en la Iglesia: primeramente, apóstoles; en segundo lugar, profetas; en tercer lugar, maestros; después los que poseen poder de hacer milagros, los que tienen don de curar, de asistir, de gobernar, de hablar diversas lenguas. 29 ¿Acaso son todos apóstoles? ¿Acaso todos profetas? ¿Todos maestros? ¿Todos taumaturgos? 30 ¿Acaso todos poseen don de curar? ¿Hablan todos diversas lenguas? ¿Todos interpretan? 31 ¡Aspirad a los dones superiores! Y todavía os voy a mostrar un camino macho más excelente.

Al iniciar la comparación del cuerpo, Pablo dijo, pasando inmediatamente al fondo de la cuestión: así tambi6n Cristo (12,12). Ahora, de manera más comprensible, dice: «Vosotros sois cuerpo de Cristo.» En conexión con todo lo que antecede, se estaría casi tentado a entender la afirmación condicionalmente: con tal de que viváis vuestra condición de miembros. Con todo, la frase es absoluta, y con razón, por cuanto ha sido Dios quien ha convocado a la comunidad y la ha cohesionado para formar un cuerpo. La enumeración de los miembros que hace Pablo a continuación, y respectivamente, de las funciones, es realmente sorprendente: aparecen nombres enteramente nuevos y, además, los que son expresamente colocados en primera línea están, a su vez, subordinados en una terna descendente: apóstoles, profetas, maestros. Es indiscutible que ellos constituyen los oficios fundamentales y rectores de la Iglesia. Aquí se dice exprofeso «la Iglesia», porque no es tan seguro que todas las comunidades de aquel tiempo tuvieran un apóstol en su seno. Por lo demás, responde a la costumbre y a la intención de san Pablo recordar, precisamente a los corintios, que existen, al lado de la suya, otras comunidades y que hay, por consiguiente, sobre ellos, algo así como una Iglesia; que, en todo caso, ellos no son toda la Iglesia y que, solos, no son Iglesia. Esta terna de funciones, cuya formulación lingüística es aquí tan sólida como la de los otros pasajes de la tradición de aquel entonces, podría ofrecer, por tanto, la estructura fundamental de las comunidades fundadas por Pablo. Pero, a pesar de todo, es totalmente distinta de aquella otra formada más adelante en la Iglesia, que enumera a los obispos, presbíteros y diáconos.

El «apóstol» es el fundador de la comunidad. No es preciso que haya sido uno de los doce. Se da este nombre de apóstol, ocasionalmente, a otros varones, como Bernabé, Silas y Apolo. Los «profetas» hablan inspirados por el Espíritu, dicen la palabra de Dios con poder en situaciones determinadas y a unos hombres concretos. También en la posterior carta a los Efesios se les menciona junto a los apóstoles, como «fundamento» de la Iglesia (Ef 2,20). Los «maestros» tenían a su cargo la instrucción ordinaria en las cosas de la fe. Podríamos decir que la catequesis es la introducción a las Escrituras. Por consiguiente, los tres están al servicio de la palabra, de la predicación. A esto se debe que en otras enumeraciones se pueda citar también a los «evangelistas» al lado de los «pastores» (Ef 4,11).

Otra de las características que distingue a estos tres ministerios de los que siguen es que desempeñan actividades de tipo personal, mientras que los demás carismas -se mencionan otros cinco- están ordenados de acuerdo con su contenido: «poder de hacer milagros», etc... Aquí volvemos a entrar en parte en terreno conocido (en 12,5-11). Pero hay también cosas nuevas: don de asistir, don de gobernar (kyberneseis: que acaso pudiera traducirse como «don de administrar, o don de dirigir»). No podemos comprobar con seguridad que se haya pensado aquí en una lista clasificatoria. Con mayor certeza puede afirmarse que los carismas de caridad en ningún caso deben posponerse a los dones de administración. A partir de estos últimos se desarrolló más tarde la estructura eclesial de servicio a los pobres, destinada hasta cierto punto a desplazar a la estructura carismática.

Con todo, debe procederse con cautela a la hora de hacer uso de estas dos denominaciones, debido a la significación que encierran. Evidentemente, ni siquiera las Iglesias o comunidades paulinas estaban gobernadas de manera exclusivamente carismática. Sin embargo, ya en la primera de todas sus cartas escribe el mismo Pablo: «Os rogamos, hermanos, que reconozcáis el esfuerzo de quienes trabajan entre vosotros y que, en el Señor, os gobiernan» (ITes 5,12). Pero para la actual tarea de la Iglesia de liberarse de la clericalización unilateral y de la consiguiente fosilización encierra el ejemplo corintio un importante estímulo esperanzador en el sentido de que a los laicos no sólo se les deben reconocer -y ellos deben asumir- funciones derivadas de los cargos eclesiásticos, sino que tienen cargos y ministerios directamente asignados a ellos por el mismo Dios. En ningún modo existe una necesaria oposición entre carisma y ministerio oficial, ya que aquí los ministerios son también carismas y ambos, carisma y ministerio, sólo pueden ser entendidos como servicio.

¿Es casual que, al repetir la pregunta en forma de interrogación negativa: ¿Acaso son todos...?, se hayan omitido los dos dones (de asistir y de gobernar) que más en primer plano vemos en el ministerio oficial posterior? ¿Eran acaso los menos codiciados, porque de ordinario exigían un servicio silencioso y poco brillante y encerraban un prestigio espiritual mucho menor? (E. Allo). Por otra parte, que Pablo exija a continuación tender a los dones de la gracia mejores o superiores es algo que no se entiende por sí mismo y que contradice, más bien, el tenor de la orientación precedente. Esta exhortación parece anticipar más bien el capítulo que sigue, en el que Pablo se esfuerza por apartar a los corintios del don de lenguas, supervalorado en aquella comunidad, y, por tanto, también de su propia estima. Porque lo que ahora intenta presentar como el supremo de todos los dones, situado más allá de toda posible competencia, es el amor.