CAPÍTULO 1


Introducción

LA IGLESIA EN FORMACIÓN EN EL VÉRTICE DE DOS CULTURAS

Para un ámbito no pequeño de la actual investigación neotestamentaria la primera carta del apóstol Pablo a los Corintios ha pasado a ser un punto clave. El hecho de que este documento pueda fecharse históricamente con más exactitud que ningún otro escrito del Nuevo Testamento contribuye a que el rico material de esta carta proyecte luz, a partir de este punto bien establecido, sobre la evolución teológica de los primeros y decisivos decenios de la Iglesia, anteriores o posteriores a la redacción de la carta.

Escrita en el año 55/56, en el momento álgido de la actividad misionera de Pablo, después de haber conseguido el Apóstol irrumpir en Europa y en la ecumene marcada por el espíritu griego, aquella comunidad llena de vitalidad, también agitada y turbulenta, le enfrentaba con problemas muy concretos de la vida práctica. Es aquí, también, donde tiene lugar el fundamental encuentro entre el mensaje cristiano y aquellos valores espirituales de los que más tarde -y precisamente en virtud de este mismo encuentro- habría de surgir el futuro Occidente. Sólo Pablo, dotado de la cultura griega helenística de aquel tiempo, contaba con los elementos necesarios para hacer viable este encuentro y para apreciar en su justo valor las aportaciones y los límites del espíritu griego a la luz de la revelación, introduciendo en la Iglesia sus razonables pretensiones, pero afrontando también, al mismO tiempo, un contrapeso frente a sus riesgos.

Entraba dentro de los métodos misionales del Apóstol de las gentes elegir las grandes ciudades y utilizarlas como hogar natural del fuego que venía a encender. Corinto, primer centro misional importante en suelo europeo, era un punto de enlace, gracias a su situación excepcional, entre Oriente y Occidente. La lengua de tierra que une el continente griego y el Peloponeso es allí tan angosta que ya en la antigüedad los barcos hacían la travesía desde el mar Egeo en el Este hasta el itálico mar Jónico en el Oeste -y a la inversa- sobre tierra firme, mediante un sistema de arrastre a base de cables y poleas. Y así, aquella metrópoli, que atravesaba un nuevo período de esplendor, se convirtió no sólo en gigantesco mercado donde se intercambiaban innumerables mercancías materiales, sino también en punto de confluencia de todas las corrientes del espíritu. Allí estaba la residencia del gobernador romano de la provincia de Acaya, la sede de la administración y el emplazamiento de la guarnición militar.

Los habitantes gozaban de mala fama. Pero esto no fue obstáculo para que Pablo echara allí las redes del Evangelio; la abundante pesca le animó a permanecer en la ciudad casi dos años, lapso de tiempo sólo superado por el de su estancia en Éfeso, desde donde escribió esta carta. Las dos cartas a los Corintios que han llegado hasta nosotros dan cumplido testimonio de cuán íntimamente vinculado se sentía el Apóstol con aquella comunidad por él fundada. Y añádase que probablemente estas dos cartas no representan todo el intercambio epistolar que sostuvo con aquella Iglesia.

Debemos situar esta estancia de casi un bienio en Corinto en los años 51-53. Así pues, ninguno de los pertenecientes a la joven comunidad llevaba más de cinco años en el cristianismo y la mayoría eran aún más recientes. Este hecho y el ambiente sumamente agitado de la gran urbe, fácil de imaginar, nos permiten comprender los numerosos extravíos que el Apóstol debía reprender y reprimir; pero también el celo, digno de admiración, acorde con aquellos dones tan extraordinarios de la gracia. Dado que el Apóstol aborda punto por punto las circunstancias adversas que se le han comunicado (Cor 1-6) y que responde a la lista de preguntas que se le han dirigido (Cor 7-15), esta pieza de la Escritura ha traído hasta nosotros la imagen más original, más directa y más viva de una primitiva comunidad cristiana. Pero aun teniendo sumo interés este claroscuro sobre detalles concretos de la vida de una primitiva comunidad cristiana, es más importante todavía ver cómo en tales circunstancias, a través de ellas y superándolas, el Apóstol ha estructurado las más decisivas verdades y las más hondas exigencias del cristianismo. No es nada extraño que esta carta contenga una elevada dosis crítica y polémica. Cierto que se va comprobando con creciente seguridad que no existe ni un solo escrito del NT que no sea, a su manera, crítico y polémico, pero esta carta a los Corintios nos ayuda a ver con mejor luz, y desde diversas perspectivas, las azarosas circunstancias de la nueva Iglesia, porque muestra con mayor claridad, con detalles más concretos y, por así decirlo, de manera más palpable que los demás escritos, los hechos, las tendencias y las tensiones con que el Apóstol tuvo que contar y enfrentarse y que le dieron ocasión para exponer una y otra vez, con libertad de espíritu, las líneas auténticas y decisivas de la buena nueva.

Asistimos como testigos al proceso de formación del dogma de la Iglesia apostólica, propuesto con insistencia como columna vertebral de la fe, Pero podemos también llevar a cabo una multiforme reelaboración y valoración teológica y pastoral de los datos de la fe. Contemplamos la vida de una comunidad enriquecida con carismas, pero advertimos también la fuerza ordenadora del ministerio apostólico. Se comprueba y se reconoce el valor de la ciencia y la cultura, que tan importante cometido habían de desempeñar en el proceso evolutivo de la civilización occidental y, en definitiva, también de la mundial; pero es preciso admitir que su brillo palidece ante la comunicación que Dios hace de sí mismo y que son superadas por aquellas tres realidades en las que se lleva a cabo, por parte del hombre, la aceptación de esta comunicación divina: la fe, la esperanza y la caridad. Con estas tres divinas virtudes puede comprenderse el contenido esencial de la doctrina de Jesús; desde ellas puede abrirse camino una y otra vez la fuerza salvífica del Evangelio para todas las culturas. Pero es aquí, en nuestra carta, donde se reconocen y se cohesionan desde esta perspectiva y donde se graban para siempre en la memoria de la Iglesia. En esta carta se acuña la fórmula de todas las posibles aperturas del cristianismo al mundo. Pero mencionando al mismo tiempo su contrapeso, o mejor, indicando el fundamento sobre el que se apoya todo riesgo y osadía «todo es vuestro, y vosotros sois de Cristo» (3,22s).

ENCABEZAMIENTO 1,1-9

1. SALUTACIÓN (1Co/01/01-03).

El género epistolar antiguo incluía tres elementos al comienzo de una carta: destinatario, dirección y saludo. Pablo no tenía ninguna razón para prescindir de ellos, aun cuando su carta no estaba pensada como escrito privado, sino como carta pastoral, es decir, como un escrito dirigido a una comunidad, con poder y responsabilidad emanados de Dios. Estos dos factores originan un estilo sumamente peculiar en que se percibe tanto el elemento acusadamente personal como el emanado del oficio ministerial. Habrían bastado tres palabras: «Pablo saluda a los corintios.» Pero ¡en qué se ha convertido este esquema bajo el impulso del nuevo espíritu -del Espíritu Santo-, qué gran riqueza se acumula y se revela en cada uno de estos tres miembros!

1 Pablo, apóstol por llamamiento de Cristo Jesús, por voluntad de Dios, y el hermano Sóstenes, 2 a la Iglesia de Dios que está en Corinto, a los santificados en Cristo Jesús y pueblo santo por llamamiento, junto con todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro: 3 gracia y paz a vosotros de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo.

Las palabras que el Apóstol añade a su nombre recuerdan de entrada y con vigor que él no es para los cristianos un cualquiera. En el calificativo de apóstol -que, a fuerza de repetirlo, ha perdido para nosotros su honda significación-, debemos percibir el sentido primario de un enviado dotado de autoridad. Y no se debe considerar aquí tan sólo el aspecto jurídico de poder o potestad, sino que, de acuerdo con un principio válido en tiempo de Jesús, el enviado por alguien es igual que quien le envía. Pablo reafirma aún más el carácter ministerial con dos adiciones: ha sido llamado por voluntad de Dios. Alude aquí, sin duda, a los acontecimientos de Damasco, pero de tal forma que, a través de Cristo, que se le hizo visible en aquella ocasión, se reconoce al mismo Dios, de quien procede en definitiva la llamada. Así es como entiende Pablo a Cristo: aquel que se le apareció en forma visible es el Dios invisible, tal como lo dice el mismo Cristo en el Evangelio de Juan: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,6).

Junto a su nombre, Pablo menciona al hermano Sóstenes. Mencionar a un coapóstol o a un colaborador responde no sólo a una costumbre de sus cartas, sino a la norma de la Iglesia primitiva de enviar los misioneros de dos en dos (p. ej. Bernabé y Pablo, Act 13,2). Podría invocarse en favor de este hecho el mandato misional de Jesús (Lc 10,1). Los destinatarios son los llamados brevemente corintios. Pero en labios del Apóstol la fórmula es mucho más plena y honorífica: «a la Iglesia de Dios que está en Corinto». Indudablemente en Corinto se conocía ya desde antes la palabra ekklesia (Iglesia); en todas las democracias griegas se designaba con este nombre la reunión de los ciudadanos que tenían voz y voto en la ciudad. Pero al dirigirse Pablo a esta reunión, a esta comunidad, como «ekklesia de Dios» hace saber que se reúnen y han sido convocados en nombre de Dios. Aquí, pues, se toma en su sentido propio el significado del «llamamiento» que se cita a continuación. De este Dios que llama en su intimidad proviene asimismo la santidad, sobre la que Pablo volverá a insistir más adelante. Para aquel que sabe oír, todo esto está ya contenido en la construcción en genitivo Iglesia de Dios. Aquel cuyos oídos se han sensibilizado y ejercitado en la lectura del AT percibe aquí una expresión ya acuñada para designar la comunidad del pueblo de Dios reunida para el culto sagrado. Si Pablo escribe en estos término a Corinto, afirma implícitamente que Dios se prepara ahora en todas las partes de la tierra un pueblo elegido al que se extienden los antiguos privilegios del pueblo de Dios. Se extienden, sí, porque sigue habiendo una sola comunidad santa de Dios, aun cuando nunca puedan reunirse todos sus miembros en un mismo lugar, porque habitarán muy pronto en todos los rincones del orbe, como Iglesia católica.

Esta relación entre una comunidad local y la Iglesia, que es única en razón de su misma esencia, se expresa con suma exactitud en la fórmula: la Iglesia de Dios que está en Corinto. Recientemente el concilio Vaticano II ha vuelto a poner de relieve en varios documentos esta relación entre las comunidades locales y la Iglesia universal 2. Sea cual fuere la expresión linguística que se busque, en todo caso la Iglesia local es algo más que una parte de la Iglesia total. La Iglesia local presenta y representa en su lugar a la Iglesia universal, por lo cual le compete también a ella el título de honor de la Iglesia universal: es Iglesia de Dios.

La realidad ya esencialmente contenida en esta locución es expresamente acentuada y reafirmada en la adición siguiente: «santificados en Cristo Jesús y pueblo santo por llamamiento». De acuerdo con nuestro actual modo de entender las cosas, lo primero ocurriría en el bautismo y lo segundo debería entenderse en el sentido de una llamada a la santIdad dirigida a cada cristiano y una vez más afirmada por el Concilio Vaticano II 3. Esto no sería falso. Pero en el sentido del Apóstol Pablo ambas afirmaciones coinciden objetivamente. A través de la llamada a ser en Cristo se es ambas cosas: santificado y santo. El concepto de santidad no está como vinculado -y, en su tanto, reducido- a la perfección moral. Más bien está caracterizado por el hecho objetivo de que Dios ha atraído hacia sí a unos hombres. Y dado que, entonces, éstos pasan a ser posesión divina, son introducidos dentro del ámbito de la santidad de Dios. En el AT una cosa o un hombre eran santos cuando entraban en contacto real con el templo o el altar. Ahora es santo el que entra en contacto con Jesucristo. Este contacto no acontece ya tanto corporalmente sino, en la idea paulina -y de una manera no menos real-, a través del Espíritu Santo.

La adición «junto con todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo» indica una notable ampliación de horizontes. Sabemos que había cristianos en el espacio comprendido entre Efeso y Corinto y aun más allá. El Apóstol recuerda con ello a sus destinatarios que ellos no constituyen, por sí solos, la Iglesia del «Señor de ellos y nuestro» 4. Los que «invocan el nombre de nuestro señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro» es la descripción más simple del estado de cristianos. Es la prolongación de la sentencia paleotestamentaria: invocar el nombre de Yahveh. La versión griega, utilizada constantemente por Pablo, traducía siempre: invocar el nombre del Señor. Pablo se creía autorizado a referir siempre a Cristo el calificativo «Señor» dado a la divinidad. Tanto en el AT como en el Nuevo este giro «invocar el nombre del Señor» sirve para diferenciar y rechazar cualquier género de adoración o invocación de los dioses paganos. Aquel, pues, que invoca, en cualquier lugar, el nombre del Señor Jesucristo, éste es miembro de la Iglesia, aunque se encuentre en su lugar o en su casa como perdido y aislado.

El saludo del Apóstol se hace bendición, es decir, promesa eficaz y poderosa de parte de Dios del bien que los hombres sólo alcanzan a desearse unos a otros. Esta forma de bendición se originó a partir de la fórmula de saludo usado en la antigüedad. En la conversación los griegos se saludaban entre sí con la palabra khaire = alégrate; Pablo la transforma en kharis = gracia. Lo primero sigue dentro de la esfera humana; lo segundo abre en cierto modo el cielo y hace bajar de allí la misericordia salvífica de Dios. Los semitas se saludaban (y se saludan todavía hoy) con shalom = paz. Esta palabra, en su sentido bíblico, no indica solamente un sentido general de bienestar, sino todo aquello que forma parte de la realidad salvífica. Es, indudablemente, muy significativo que ya en esta fórmula apostólica de bendición se haya llevado a término la amplitud ecuménica de la salvación y especialmente la unificación de las culturas grecoeuropea y semitaoriental, a partir de las cuales debía formarse en aquel tiempo la Iglesia. El doble bien de la bendición lleva consigo que Pablo mencione dos fuentes (esta vez sólo dos) de esta bendición: Dios nuestro Padre y el Señor Jesucristo.
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2. Por ejemplo en la Constitución dogmática sobre la Iglesia, n.° 42.
3. Especialmente en la Constitución dogmática sobre la Iglesia, capítulo v: Universal vocación a la santidad en la Iglesia.
4. La palabra «Señor» ha sido añadida para completar el sentido. El «de ellos y nuestro» podría referirse también al «lugar»; el sentido sería entonces: en ellos y en nosotros (en su lugar y en el nuestro).
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2. ACCIÓN DE GRACIAS (1Co/01/04-09).

El Apóstol se deja guiar por la acreditada y concreta costumbre epistolar, vigente tanto en la antigüedad como en nuestros días, de no comenzar con temas desagradables -de los que en esta carta hay bastantes ejemplos- sino pensando y agradeciendo asuntos agradables. Pero Pablo no se detiene en los reconocimientos humanos, sino que dirige su acción de gracias a Dios. Un atento análisis de estas palabras nos permite contemplar como testigos el modo personal de orar del apóstol Pablo, pues, indudablemente, estos versículos son un fiel reflejo de su oración. Responde perfectamente al espíritu y al estilo de toda oración -en la que se han ejercitado Pablo y el mismo Jesús- comenzar primero por alabar y glorificar a Dios, es decir, por ser eucaristía, para pasar después a petición. Este orden, ciertamente muy adecuado, es pocas veces mantenido en la oración personal de los cristianos de hoy día, pero sí se observa en nuestra oración más solemne, de la que ha pasado el nombre a la liturgia, es decir, en el canon eucarístico.

4 Doy siempre gracias a mi Dios por vosotros, por la gracia de Dios que os fue dada en Cristo Jesús. 5 Porque por él fuisteis enriquecidos en todo: en toda clase de palabra y de conocimiento, 6 en la medida en que se ha consolidado entre vosotros el testimonio de Cristo. 7 Así pues, no carecéis de ningún don de la gracia vosotros que esperáis la manifestación de nuestro Señor Jesucristo; 8 quien también os consolidará hasta el final para que lleguéis sin reproche al día de nuestro Señor Jesucristo. 9 Dios es fiel: por él habéis sido llamados a la comunión con su Hijo Jesucristo, Señor nuestro.

Cuando Pablo da gracias a Dios por la gracia, esta expresión abarca toda la salvación, encerrada en Cristo. Pero los elementos que destaca en esta riqueza pueden, en cierto modo, sorprendernos. Mientras que en el encabezamiento de sus cartas se mencionan la fe, la esperanza y la caridad como los fundamentos, actos y fuerzas iniciales de la vida cristiana (cf. lTs 1,3), Pablo habla aquí de la palabra y del conocimiento. Qué es lo que intenta decir, cuál es su valor real o conjetural, es una pregunta que nos mantendrá en suspenso durante varios capítulos. Pero es bueno que se mencionen ya claramente desde el principio.

La consolidación del testimonio de Cristo puede entenderse de dos maneras: como consolidación íntima de la fe de los corintios o como la confirmación exterior de la predicación apostólica por los milagros que, conforme a la promesa de Jesús (Mc 16,7s), acompañaban con frecuencia al mensaje apostólico (cf. también 2,4).

Una vez que ha reconocido la riqueza de los dones de la gracia -aquí con la denominación de kharisma, una palabra llamada a recibir, precisamente en nuestra carta, tan especial significado- el Apóstol, convertido en cierto modo en portavoz de la oración de la asamblea, dirige la mirada de los que oran con él a aquel día en que se revelará enteramente y por vez primera lo que ahora es gracia. Podemos observar a lo largo de toda la carta cómo se esfuerza Pablo conscientemente por presentar ante ellos esta meta -todavía no alcanzada-. Evidentemente no adopta aún la posición adecuada frente a la actitud de los corintios ante el mundo. Esta misma ignorancia tenemos que confesar respecto de nosotros mismos, pero por la razón contraria: mientras que nosotros nos sentimos todavía muy alejados de aquella meta, los corintios creían poseerla ya. Y, sin embargo, la auténtica preocupación por la gracia de la perseverancia es importante. Cierto que Cristo quiere dársela a los suyos, pero los llamados no deben olvidar que la irreprochabilidad que deberá ponerse de manifiesto en aquel día es algo que de ninguna manera puede darse por supuesto. Sólo hay, en definitiva, una razón sobre la que apoyar esta esperanza: la fidelidad de Dios, que quiere llevar a término lo que ha comenzado (Flp 1,6) y quiere glorificar a los que ha llamado (Rom 8,28ss). Lo mismo que en la bendición del saludo (1,3) son Dios Padre y el señor Jesucristo quienes otorgan la gracia, también aquí la gracia decisiva se espera tanto de Cristo (1,8) como del Padre (1,9). El comienzo, el desarrollo y la plenitud de toda gracia estriba en la unión con Cristo, a la que el Apóstol llama aquí koinonia, communio, comunión.

Examinemos una vez más estos nueve primeros versículos con las siguientes observaciones: el nombre de Jesucristo se menciona aquí nueve veces. Lo cual indica, en primer término, que en este nombre se contiene todo aquello que ha convertido al Apóstol en lo que es y a los corintios en lo que son; todo aquello que hace que el Apóstol se preocupe per ellos; lo que constituye su salvación en el presente y su esperanza en el futuro. Exactamente hablando, no se dice siempre «Jesucristo». En tres ocasiones se le llama Cristo Jesús y una vez «el Cristo» simplemente. En este pasaje se debe reconocer que, en su origen, Cristo no es un nombre personal, sino la traducción griega de la designación de la dignidad de Mesías. Pero advertimos asimismo que Pablo no mantiene aquí una norma rígida; la unión de ambos elementos para formar un nombre compuesto alude ya el intento de darle carta de naturaleza.

Encontramos también dos veces la expresión en Cristo Jesús. Es ésta una fórmula muy significativa para Pablo, con la que se expresa la unión más íntima de los creyentes con Cristo 5. Éstos han recibido de él, y de Dios a través de él, gracia sobreabundante; pero la suprema gracia es que, de manera casi inefable e incomparable, son uno con Cristo. Y esto es más que una intimidad, pues con esta expresión designamos algo que puede ser percibido. Aquí, en cambio, se trata de un hallarse en Cristo, lo cual poco importa que se perciba o no. Es algo dado y llevado a su plenitud por Dios, algo que sólo puede ser recibido en la fe y experimentado, hasta cierto grado, en la misma fe. Es indudable que todo el sentimiento vital de Pablo quedó transido y penetrado por esta realidad. Y así puede decir: «Ya no vivo yo; es Cristo quien vive en mí.» El Apóstol apoya su vinculación personal a Cristo en la fe, pues en este mismo pasaje añade: «Y respecto del vivir ahora en carne, vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gál 2,19s). La realidad objetiva de lo que Pablo entiende por el ser en Cristo es algo que permanece incluso delante de Dios: Dios nos mira desde el bautismo siempre a una con Cristo. Y se mantiene también delante de Cristo: se ha puesto de una vez por siempre a nuestro lado, nos ha tomado en sí, para darnos como cosa propia nuestra todo cuanto él es y cuanto tiene. Nos abraza con su amor personal y con todo su ser actual, en el Espíritu.
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5. La fórmula «en Cristo» se encuentra 176 veces en el conjunto de las cartas paulinas.
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Parte Primera

CONTRA LOS PARTIDISMOS Y SUS CAUSAS 1,10-4,21

1. LOS CUATRO GRUPOS DE CORINTO (1,10-17).

El primer gran tema de nuestra carta, es decir, la tensión que se produjo en aquel entonces en la comunidad de Corinto, dividida en grupos o partidos, se prolonga a lo largo de cuatro capítulos. En su vertiente positiva se examina aquí el problema de la unidad de la Iglesia. Pablo empieza por poner bien en claro la situación de hecho (1,10-12); parece que va a enfrentarse inmediatamente, en su respuesta, con la cuestión de principio (1,13), pero introduce antes una observación personal (1,14-17), cuya última frase le ofrece ocasión para descubrir la raíz más profunda del mal.

a) Situación de hecho (1Co/01/10-12).

10 Hermanos, en el nombre de nuestra Señor Jesucristo os exhorto a que tengáis todos concordia y a que no haya entre vosotros divisiones, sino que estéis unidos en el mismo pensamiento y en el mismo parecer. 11 Porque, hermanos míos, los de Cloe me han informado que entre vosotros hay discordias. 12 Me refiero a que cada uno de vosotros dice: «Yo soy de Pablo»; «Yo de Apolo», «Yo de Cefas»; «Yo de Cristo».

Pablo acostumbra abrir con la palabra ya consagrada -«exhortar»- la segunda parte, pastoral y práctica, de sus grandes cartas. Acomete así aquí inmediatamente el tema que le parece acaso en esta ocasión de más importancia. Pero antes de mencionar el espinoso asunto siguen dos precisiones relacionadas entre sí, que explican a qué nivel y en qué clima quisiera el Apóstol se le escuchase.

Les habla como hermano y en el nombre de nuestro Señor Jesucristo. Una exhortación así, tan llena de amor y tan suplicante, tan llena de autoridad y al mismo tiempo tan compasiva, sólo puede venir de Jesucristo, que es a la vez nuestro Dios y nuestro hermano. Aquellos a quienes Cristo atrajo a sí también los unió entre sí de una manera nueva: les ha dado un nuevo sentimiento de la vida que hace que se conozcan unos a otros como hermanos. El Apóstol usa aquí, por primera vez en nuestra carta, una expresión que refleja -que debía reflejar- a través de la relación de unos con otros, el valor y la dimensión exacta de cuanto dij o antes sobre el llamamiento y la santidad de una comunidad cristiana. Pero la verdad es que incluso aquel nuevo don que se les había concedido y que está contenido en el nombre de Jesucristo queda en entredicho ante la situación de hecho que Pablo debe resolver. Si están tan íntimamente unidos entre sí por Cristo y en Cristo ¿cómo pueden pensar que haya ningún otro nombre tan importante que puedan, por su causa, desunirse?

La frase que Pablo expresa con una fórmula positiva, «tener concordia» -literalmente: «decir lo mismo»- recuerda aquella otra expresión que encontramos ya en el versículo 5 y en la que Pablo mencionaba la riqueza de su palabra o su lenguaje. Hablan bien y aprecian el buen lenguaje, pero han comenzado por enfrentarse unos a otros y por destruir la unidad de la comunidad, es decir, la unidad de Cristo. No son propiamente cismáticos, pero de hecho se menciona la palabra cisma, que significa división, ruptura. Sin sospecharlo, con su conducta frente a la unidad, ponen en peligro todo cuanto tenían en Cristo. Porque «en Cristo» y «en la Iglesia» son, en último término, una misma cosa.

Después de exponer la situación, Pablo menciona el conducto por donde ha llegado a conocerla. Una mujer digna de crédito, movida por un auténtico sentimiento de responsabilidad, ha informado al Apóstol a través de los suyos, parientes o acaso dependientes de su casa. Es interesante ver que Pablo no se apoya en una carta anónima; el nombre mismo de esta mujer, Cloe, ofrece un notable ejemplo de cómo en la naciente Iglesia las mujeres podían tener perfectamente opinión, juicio, influjo y voz.

«Si se toman las palabras del Apóstol al pie de la letra, casi se llegaría a creer que era la comunidad entera la que andaba dividida en grupos, o que amenazaba el riesgo de una disolución en una especie de comunidades de tipo personal. ¿Qué hay, en realidad, detrás de estos cuatro nombres mencionados por Pablo? Tenemos que limitarnos a conjeturas. Acaso podríamos explicárnoslo de la siguiente manera. Los primeros cristianos ganados para la fe sólo conocían a Pablo. Más tarde prosiguió las tareas misionales Apolo, un hombre formado en la universidad de Alejandría y convertido más tarde en orador cristiano; se apoyaban en él aquellos a quienes agradaba especialmente el cristianismo visto bajo la brillante luz de una formación más elevada. Desde fuera habían llegado algunos judeocristianos que atribuían mucha importancia al hecho de conocer al primero de los apóstoles para poder oponerlo a los demás, incluido Pablo. En todo caso, el grupo más obscuro es mencionado en último lugar; su ignorancia llegaba al colmo al abusar del nombre de Cristo para su programa de partido. ¿Es que estos tales querían situarse por encima de toda mediación humana, es decir, también por encima del ministerio apostólico?

Es indudable que el riesgo de una ruptura en el seno de la comunidad se había insinuado ya en un estadio anterior. Pero bastó que apareciera claramente en la superficie, para poner en guardia, de una vez para siempre, y hacer ver que ni las maneras personales de los directores, ni la preferencia por uno u otro de ellos debían perjudicar la unidad y armonía de las comunidades.

Podría parecernos casi inconcebible que una comunidad tan reciente se viera sometida a semejante desgracia. Pero esto era algo inherente al espíritu griego y será un peligro siempre al acecho en cualquier ambiente intelectual. Podríamos acaso pensar que fue designio de la divina Providencia poner remedio salvífico a esta herida, para los siglos venideros, mediante el tratamiento que aquí da el Apóstol. Lo que sucedió entonces en el pequeño marco de una comunidad es ejemplo clásico de la gran tarea con que se enfrenta la cristiandad en nuestros días, a nivel ecuménico y universal.

b) Su nombre ha sido mezclado sin razón con un partido (1Co/01/13-17).

13 ¿Es que Cristo está dividido? ¿Fue Pablo crucificado por vosotros o recibisteis el bautismo en nombre de Pablo? 14 Gracias que no bauticé a ninguno de vosotros, fuera de Crispo y Gayo. 15 Así nadie puede decir que recibisteis el bautismo en mi nombre; 16 aunque sí bauticé también a la familia de Estéfanas. Por lo demás, no sé si bauticé a ningún otro. 17 Porque Cristo no me envió a bautizar, sino a evangelizar, y no con sabiduría de lenguaje, para no privar de eficacia a la cruz de Cristo.

Pablo alude al partido mencionado en último lugar, aquel que utilizaba erróneamente el nombre de Cristo, para hacer más patente ante todos la evidencia de la sinrazón y el contrasentido de tales partidismos. ¡No es posible colocar al mismo nivel a Cristo y a Pablo (o a Apolo o a Cefas)! Quien destruye la unidad, destruye a Cristo. Se percibe aquí, instantáneamente, cuán honda es para Pablo la unidad de Cristo y de la Iglesia (de la comunidad). Los dos miembros de la pregunta irónica sobre sí mismo han sido elegidos con sumo tacto, evitando mencionar directamente aquellos alrededor de cuyas personas o nombres se habían formado los otros dos grupos. Podía confiar en que no dejarían de aplicarse la lección correspondiente. Pero que nadie piense que Pablo lucha por mantener una posición personal en la comunidad.

Del paralelismo de los dos miembros se puede deducir que la crucifixión de Cristo y el bautismo del cristiano forman una íntima unidad, tal como lo explica con mayor detalle en Rom 6,3ss. Y precisamente por ello, por formar una unidad tan íntima, no puede haber un tercero (el que bautiza) que desempeñe un papel. Por otra parte, no puede excluirse la idea de que la administración del bautismo establezca una conexión especial entre bautizante y bautizado. Esta opinión no debería ser ni censurada ni rechazada incondicionalmente. Con todo, el distanciamiento expresado por Pablo es tanto más sensible cuanto que el Apóstol da incluso gracias a Dios por no haber bautizado a nadie en Corinto. Aun prescindiendo de la insistencia polémica, puede causar extrañeza el hecho de que Pablo haya bautizado a tan pocos, y esto por principio.

¿No debería considerar todo predicador del Evangelio el bautismo de aquellos a quienes ha ganado para la fe como la coronación de todas sus fatigas, dado que precisamente a través del bautismo los lleva a una indisoluble comunión con Cristo? Objetivamente hablando, Pablo puede participar de esta misma opinión. Sólo en cuanto bautizados reciben los corintios todo cuanto Pablo, en el mismo comienzo de la carta, reconoce y alaba respecto de su situación ante Dios. Pero, en sí mismo, el bautismo puede ser considerado como una cosecha relativamente poco fatigosa. De manera algo simplificada se podría expresar así: todos pueden bautizar, pero no todos pueden predicar. Acaso la costumbre de encargar a otros las tareas de bautizar se deba al deseo de Pablo de incluir en su actividad más decididamente, y ya desde el principio, a sus colaboradores, llegando en ocasiones a convertir inmediatamente en compañeros de trabajo a los mismos recién bautizados. De entre ellos tenía que elegir a los hombres que ponía al frente de las nuevas comunidades, antes de proseguir sus viajes misioneros.

Se cita el nombre de Crispo, jefe de la sinagoga (Act 18,8) como uno de los primeros ganados a la fe. Por Rom 16,23 sabemos que Gayo era un hombre tenido en muy buen concepto por toda la comunidad. Estéfanas vuelve a ser citado al final de la carta (16,15). Por lo que respecta a la «familia de Estéfanas» hallamos aquí un ejemplo de la importancia que tenían en la primitiva Iglesia no sólo los hombres o mujeres individualmente, sino las casas o familias. Algunos han querido ver aquí un argumento en favor del bautismo de los niños. Con todo, en el caso de Estéfanas se trata seguramente de muchachos ya mayores, que se entregaron con ánimo generoso al servicio de los fieles (16,15). Pero sigue teniendo importancia el hecho de que familias enteras se abrieran al mensaje de Cristo y pusieran su casa y sus bienes a disposición de las necesidades de los misioneros y de las nacientes comunidades.

En la segunda parte de su frase inicia Pablo un análisis que, yendo más allá de los motivos concretos de las banderías de Corinto, proyecta luz sobre las últimas conexiones de salvación y condenación. Tiene interés, por tanto, exponer con más amplitud, en la segunda parte, esta observación, sorprendente en principio.

2. CAUSAS DE PARTIDISMOS (1,18-2,5).

Al mencionar la sabiduría (sophia) cita Pablo una de las palabras predilectas del vocabulario de la cultura helénica de aquel tiempo. La sophia se había convertido en la vara de medir el valor de los hombres y de las ideas. Si la traducimos por «sabiduría» nos encontraremos no muy alejados de una de las nervaduras de lo que nosotros entendemos por conocimiento propio. Ni la filosofía llegada hasta nosotros -como palabra y contenido- procedente de aquel mismo mundo espiritual, posee enteramente los valores de la sophia que constituye el presupuesto previo de la crítica y explicación aquí emprendida por el Apóstol. La traducción más aproximada vendría expresada mediante el doble concepto de formación cultural y ciencia. En la formación cultural de aquella época se daba un elemento que ha desaparecido entre nosotros, pero que era tan importante para el hombre culto antiguo como para el contexto polémico del Apóstol en estos pasajes: nos referimos al arte acusadamente formal del discurso, a la capacidad de manejar hábilmente la palabra de modo que impresione y recoja aplausos. Hasta el período final de la edad antigua, en la época de los grandes padres de la Iglesia, esta retórica era la cumbre de la cultura y por tanto, también de la formación.

Recurriendo a una paradoja que va ganando en intensidad, el Apóstol contrapone esta sophia a la necedad y flaqueza de la cruz, que son la sabiduría y el poder de Dios (1,18-25); después vuelve la mirada de los corintios hacia su propia comunidad para que vean confirmada, en los elementos de que se compone, esta misma ley de la gracia (1,26-31). A esta prueba experimental añade otra nueva, recordándoles su propio comportamiento y modo de actuar la primera vez que apareció entre ellos, cuando puso los fundamentos de la comunidad (2,1-5). Todo esto demuestra que Dios no concede valor a una sabiduría que se impone humanamente, sino mas bien a aquello que, al superar todas las posibilidades humanas, deja entrever la presencia de la gracia.

a) Contraposición de la «sabiduría» mundana a la «necedad» divina (1Co/01/18-25).

18 Realmente, la palabra de la cruz es una necedad para los que están en vías de perdición; mas para los que están en vías de salvación, para nosotros, es poder de Dios. 19 Porque escrito está: «Destruiré la sabiduría de los sabios, y anularé la inteligencia de los inteligentes» (Is. 29,14). 20 ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el escriba? ¿Dónde el investigador de las cosas de este mundo? ¿No convirtió Dios en necedad la sabiduría del mundo? 21 Y porque el mundo, mediante su sabiduría, no conoció a Dios en la sabiduría de Dios, quiso Dios, por la necedad del mensaje de la predicación, salvar a los que tienen fe.

La nota, sumariamente introducida, del versículo precedente, sobre su modo de predicar -asunto sobre el que volverá más adelante con mayor detenimiento (2,1-5)- da ocasión al Apóstol para abordar inmediatamente y a modo de tesis el primer gran tema, examinándolo desde su aspecto positivo y negativo, exigiendo y hasta provocando choques, pero no mayores choques y exigencias que las que lleva consigo y llevará siempre la cruz del Hijo de Dios. Mire cada cual qué es lo que esta cruz le exige, porque de ella depende en definitiva la salvación o condenación eterna.

CZ/ESCANDALO: Si para alguien la cruz es algo despreciable e inadmisible, si estorba y se opone a la idea de lo que el hombre necesita para su más alto cultivo y expansión, si esta imagen del nombre le parece demasiado primitiva y esta imagen de Dios demasiado grosera, este aire de superioridad está ya juzgado y condenado por la misma cruz, Pablo ha reflexionado con frecuencia sobre el escandalo de un salvador crucificado. Él mismo se había pronunciado durante años en contra de él, hasta que el mismo crucificado se le apareció como resucitado por el poder de Dios y le hizo ver toda la revelación y los caminos salvíficos de Dios a partir precisamente de este punto, primero el más obscuro y luego el más brillante y luminoso. Tras esta afirmación, expuesta a modo de tesis y de una manera al parecer enteramente objetiva, se esconde la más vital y personal de las experiencias. Es preciso leerla desde esta perspectiva. Y leerla con suma atención para ver lo que dice y lo que no dice. No dice, por ejemplo, que haya algunos ya de antemano destinados a la perdición; esto es algo que se dice a posteriori, de acuerdo con una postura negativa ante la cruz. Lo que dice es que el hecho de que se acepte o no se acepte el mensaje del Crucificado, es decisivo para la salvación o la condenación. Pablo ha visto confirmada muchas veces en sus afanes misionales aquella fundamental experiencia por él mismo vivida, y de una manera particularmente expresiva y dolorosa en los lugares próximos a Corinto.

En Atenas acometió el intento de explicar a los sabios, en su propio reducto y, de algún modo, a su propia manera, el mensaje cristiano, pero fracasó en la empresa (Act 17,16-34). Para explicarse esta experiencia ha leído otra vez con nuevos ojos la Escritura y halló en ella copiosa luz. Así, entrelaza en este pasaje una pequeña cadena de citas de la Escritura (Is 29,14; 19,11; 33,18; Job 12,12) en los que se hace ya visible la excepcional ley de la gracia, según la cual Dios actúa de una manera opuesta a la de la sabiduría mundana. «El sabio, el escriba, el investigador» 6. Es difícil determinar si estas tres expresiones de Pablo se aplican a la situación judía, a la griega o a las dos a la vez. Lo que sí es seguro es que aquí quiere unir y tratar a ambas en bloque, es decir, quiere hablar de todo cuanto se apoya únicamente en la capacidad, en los valores, en las fuerzas humanas. En la creación hay tantas cosas que llevan a la inagotable admiración de la sabiduría divina que el hombre puede hallar en ellas la gloria de Dios (Rom 1,l9ss). Pero le resulta difícil percibir el lenguaje elemental de Dios en la naturaleza. El progreso de las ciencias debería llevar justamente a buscar y venerar, tras los misterios de la naturaleza, el único e infinito misterio de Dios. Pero Dios ha elegido otro camino para establecer su salvación, que no necesita el entendimiento progresivo y que no se afinca en el equívoco conocimiento de la naturaleza. Esta soberana libertad divina aparece con entera claridad en la enérgica expresión «quiso Dios». Se recurre aquí a una frase ya empleada por Jesús (Mt 11,26).
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6. Algunas versiones prefieren traducir la tercera expresión «investigador» por «orador», «hombre elocuente». En este caso la valoración negativa se acentuaría aún más que en las dos expresiones precedentes. Pero dado que es éste el único lugar en el que aparece la palabra, no puede tomarse una decisión absoluta sobre este punto.
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22 Ahí estan, por una parte, los judíos pidiendo señales, y los griegos, por otra, buscando sabiduría; 23 pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos; necedad para los gentiles; 24 mas, para los que han sido llamados, tanta judíos como griegos, Cristo es poder de Dios y sabiduría de Dios. 25 Pues lo necio de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios, más poderoso que los hombres.

La experiencia adversa vivida por Pablo en suelo europeo, primero en Atenas, y que ahora parece prolongarse también en Corinto, es sólo la versión europea (que, en aquel tiempo, equivalía prácticamente al ámbito griego o helenístico) de algo ya dolorosamente conocido en el ámbito semita y que se repetía una y otra vez. En el fondo, los griegos estaban encadenados al mismo modo de pensar que los judíos. Unos y otros buscaban afirmarse a sí mismos ante Dios y su revelación. Todos se sentían autorizados a establecer unas normas y unas condiciones para la revelación de Dios, según las cuales interpretar esta revelación, caso que debieran aceptarla.

«Los judios piden señales; los griegos buscan sabiduria.» No es posible expresar de una manera más sintética y acertada la diferencia entre las posiciones fundamentales de estas dos culturas. En esta contrapuesta característica se reconoce el valor y el riesgo del espíritu griego y del judío, aqui la religión de los profetas, allá la cultura de los filósofos. Estremece pensar que, en ambos casos, es lo mejor lo que cierra el paso a la única fe que hace dichosos. ¿Es que Dios no había acreditado siempre a sus mensajeros con señales? ¿No estaba marcada por señales la historia total de la salvación, el camino salvífico por el que Dios había llevado a su pueblo, la marcha de Egipto al Sinaí, y del Sinaí, a través del desierto, hasta la tierra prometida? ¿No cabía esperar, por tanto, que también anunciara con señales la nueva y definitiva salvación? Pero ya Jesús había salido al paso de los fariseos y de los escribas: «Esta generación perversa y adúltera reclama una señal, pero no se les dará más señal que la del profeta Jonás» (Mt 12,39). El hombre está siempre inclinado a aferrarse de tal modo a lo que tiene por seguro que se resiste a los cambios.

RACIONALISMO/FE «Los griegos buscan sabiduría.» No esperan intervenciones extraordinarias de lo alto. Se enfrentan con lo perceptible, con lo científico, y esperan poder entender aquellos conceptos en los que están encerradas las cosas divinas. Conocen las grandes posibilidades de la razón, los esfuerzos que exige, pero también la satisfacción que experimenta el pensador y conferenciante que conduce a sus oyentes por los altos caminos del pensamiento. Pero lo que Pablo tiene que decir como mensajero del crucificado equivale a una bofetada en el rostro contra estas pretensiones. Y, con todo, se da la maravilla de que algunos, de una y otra cultura, reconocen y experimentan a este Cristo así predicado como la esencia de una revelación mucho más alta del poder y de la sabiduría de Dios. Que este nuevo espacio se abra cuando toda posibilidad humana parece cerrada y sin salida es algo que se debe al «llamamiento de Dios» que por un lado es suave y como solicitadora, pero por otro es victoriosa y soberana. El Dios que llama, que envía a sus mensajeros como desvalidos, está seguro de su causa. Y así, esta teología de la cruz del Apóstol desemboca en una frase triunfal, en la que se sabe sin ningún género de duda que, en definitiva y propiamente, la sabiduría y el poder están de parte de Dios, aunque la conducta divina pueda parecer a los hombres desamparada y necia.

b) Confirmación de esta ley de la gracia en la comunidad de Corinto (1Co/01/26-31).

26 Fijaos, si no, hermanos, quiénes habéis sido llamados: no hay entre vosotros muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos de noble cuna; 27 todo lo contrario: lo que para el mundo es necio, lo escogió Dios para avergonzar a los sabios, y lo que para el mundo es débil, lo escogió Dios para avergonzar a lo fuerte, 28 y lo plebeyo del mundo y lo despreciable, lo que no cuenta, Dios lo escogió para destruir lo que cuenta. 29 De suerte que ninguna carne se gloríe en la presencia de Dios. 30 De Dios viene el que vosotros estéis en Cristo Jesús, el cual, por iniciativa de Dios, se hizo para nosotros sabiduría, como también justicia, justificación y redención. 31 Y así, según está escrito: «Quien se gloríe, gloríese en el Señor» (Jer 9,22).

Pablo ha dirigido la mirada de la comunidad a las profundidades de los caminos salvíficos de Dios y a su amplitud universal. Ahora súbitamente les deslumbra con algo situado totalmente en primer término, es decir, hace que sus oyentes reflexionen sobre sí mismos: los que aquí están reunidos por la llamada de Dios ¿no responden a este mismo cuadro? La mayoría de sus componentes no proceden de las capas superiores de la intelectualidad, del poder o del linaje. Los pequeños comerciantes, artesanos y trabajadores del puerto abundan más que profesores, directores de banca o armadores de buques. Por otro lado, merece la pena que notemos que tampoco faltaba del todo gente de esta segunda clase. La riqueza, la inteligencia o el poder no son necesariamente obstáculos para la fe y la gracia. Y a la inversa, no todo pobre es admitido, sin más, en el reino de Dios.

Observemos en el versículo siguiente no sólo la inversión de todas las normas humanas, sino también el hecho de que el conocimiento del Apóstol está enteramente guiado por motivos bíblicos, que aquí equivale a decir veterotestamentarios. ¡Con cuánta frecuencia hallamos en los Salmos o en el Magnificat la paradoja: «A los potentados derribó del trono y elevó a los humildes»! (Lc 1,52). La idea global se concentra y alcanza aquí su cumbre por dos veces, primero negativamente (1,29) y luego en forma positiva (1,31) en el «gloriarse» que fue ya orgullo de la pasión de Jeremías; sólo que en Pablo este gloriarse «en el Señor» recibe una intimidad y proximidad enteramente nuevas.

Y esto es lo totalmente positivo, lo que ocupa el centro de esta pasión divina que lucha contra toda suficiencia humana: las cuatro afirmaciones sustantivadas sobre lo que nosotros realmente somos o tenemos por Cristo, y que es capaz de mantenerse incluso ante Dios, porque de él procede total y absolutamente: sabiduría, justicia, salvación, redención. Las cuatro palabras dicen lo mismo, pero cada una expresa un aspecto diferente. Y así se revela la riqueza de lo que Cristo es para nosotros y de lo que nosotros somos en Cristo.