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La permanencia del oficio apostólico

"Apóstol": ¿un carisma extinto?

Albert Lang

Tomado de
Albert Lang

Teología Fundamental – Tomo II: La Misión de la Iglesia
Ediciones Rialp, S.A. Madrid, 1977, pp. 103-107.

Véase la doctrina de la sucesión apostólica en el Nuevo Testamento, en los Padres de la Iglesia y en el magisterio.

       

1. Muchos notables investigadores protestantes se acercan al pensamiento católico en el juicio sobre la autenticidad de los textos fundamentales para la constitución de la primitiva Iglesia. En la interpretación de estos textos también coinciden muchos de ellos con la exégesis católica: Cristo les ha dado a los Apóstoles y a Pedro unos privilegios singulares. Pero precisamente estos investigadores afirman unánimemente que la misión y los poderes que recibieron los Apóstoles y Pedro sólo valía para ellos y no era transmisible. La opinión católica de que Cristo había pensado en su Iglesia al conferir estos poderes de un modo duradero es rechazada unánimemente como postulado dogmático. 

a) La idea de una sucesión en el ministerio de los Apóstoles está, según ellos, muy lejos del Nuevo Testamento. Los Apóstoles han sido los testigos privilegiados de los acontecimientos salvíficos, las primicias de la nueva comunidad. Pero este privilegio es intransferible. Los Apóstoles no han podido tener sucesores. Su influjo en la edad posterior de la Iglesia sólo consiste en que ésta ha sido fundada por ellos y ha recibido de ellos su perenne fundamento[1]

En todo el Nuevo Testamento la imagen del fundamento se refirió siempre al ministerio de los Apóstoles, que sólo se dio al comienzo de la Iglesia (Eph 2, 20; Rom 15, 20; 1 Cor 3, 10; Gal 2, 9; Apc 21, 14.19). 

b) Del mismo modo, las palabras que el Señor dirigió a Pedro se han de entender de un privilegio personal, que el Señor le concedió a él solo. «La ilegitimidad de haber empleado los católicos en favor de Roma el texto de Mt 16,18 consiste en que en dicho pasaje se trata de Pedro y solamente de él, no de sus sucesores»[2]

Pedro está «en el punto de partida de la Iglesia, y sólo en este punto de partida»; de aquí no se puede deducir que «en la época posterior tenga que haber siempre una persona sobre toda la Iglesia»[3].

Las razones para probar esta opinión son variadas y muchas veces apriorísticas. Según algunos, la distinción de Pedro fue ocasionada por su confesión, que brotó de una especial inspiración neumático­-carismática y, lo mismo que este carisma, no se puede transmitir a nadie. Otros ven la posición privilegiada de Pedro en el papel que desempeñó en el desarrollo de la Iglesia naciente, sobre todo, en la reunión de los discípulos después de la muerte de Jesús y en los días que siguieron a la resurrección. Cullmann[4] llega a admitir «que al Apóstol Pedro le pertenece de hecho una importancia fundamental para la Iglesia de todos los tiempos». Pero la obra de Pedro pertenece al «único suceso de la fundación» de la Iglesia, momento que ha creado una situación permanente para toda la Iglesia. 

2. ¿No hay más que este significado restringido en las palabras del Señor? ¿Debía terminar la misión de los Apóstoles con la muerte de ellos?

a) La respuesta depende de lo que se entienda por misión de los Apóstoles. Si se entiende como el fundamento y punto de partida cronológico de la Iglesia, nadie negará que esta posición es única y, por tanto, irrepetible como todo hecho histórico. Pero ¿queda con ello agotado el sentido de las palabras del Señor? ¿Quería él hacer sólo esta evidente afirmación? ¿No le compete esta posición única también a los demás discípulos y compañeros del Señor que estuvieron con él «desde el bautismo de Juan hasta la Ascensión» (Act 1, 21 s.), a Bernabé, a Marcos, a Mnason (Act 21, 16) y a los 500 hermanos, que fueron favorecidos de una aparición del Resucitado (1 Cor 15, 6)? Los «Doce» ocuparon una posición especial entre los discípulos porque habían sido constituidos por el Señor como testigos auténticos de su Resurrección y órganos de su revelación. A ellos se les encomendó la misión especial de predicar el Evangelio y les fue confiado el poder de enseñar, santificar y regir. Ellos fueron los primeros portadores de esta misión y de estos poderes y, por ello, son fundamento y fuente de su eficacia ‑ esto constituye su función apostólica única e irrepetible ‑, pero no debían permanecer como los únicos detentores de la misión de enseñar y regir. Fueron constituidos padres del nuevo pueblo de Dios que debía reemplazar a las doce tribus de Israel, y, como tales, eran principio y fundamento de la era salvífica de la Nueva Alianza. Pero también eran pastores y guardianes del pueblo de Dios y, como tales, siempre los necesitaba la Iglesia y el Señor los constituyó «usque ad consumationem saeculi» (hasta el fin de los tiempos).

b) La vocación y los poderes de los «Doce» no eran privilegios puramente personales, ni una medida pasajera. Las palabras con las que describe el Señor la misión de los Apóstoles no se pueden limitar a la época fundacional de la Iglesia. No están restringidas al tiempo de la fundación de la Iglesia, sino que se refieren a la esencia de la Iglesia, que está por encima de los cambios y de los tiempos.

El discurso de Mt 18 da instrucciones para la conservación del orden y la disciplina en la Iglesia y no hace ninguna referencia a la época de la fundación de la Iglesia. El poder de «atar y desatar» se ha de actuar en la Iglesia siempre que no sea suficiente la corrección fraterna, por consiguiente, debe ser algo duradero. «Todos los ortodoxos ‑ dice W. Solowjew ‑ están de acuerdo en afirmar que el poder apostólico de atar y desatar no ha sido conferido a los «Doce» como personas privadas o como privilegio limitado en el tiempo, sino que es el origen y la fuente auténtica de un derecho sacerdotal permanente, que es transmitido de los Apóstoles a sus sucesores en el orden jerárquico, los obispos y sacerdotes de la Iglesia universal»[5].

El discurso de la gran misión (Mt 28) está todavía más claramente en una perspectiva secular. La misión del Señor se extiende a todos los pueblos y a todos los tiempos, y la garantía de su asistencia vale «hasta el fin del mundo». Si él llama a los Apóstoles «luz del mundo», «sal de la tierra», sólo tiene sentido si en el mundo existen siempre titulares y portadores de la misión apostólica.

c) Se evitan muchas confusiones si se atiende a que la pa­labra Apóstol, entonces como ahora, se usa en un sentido es­tricto y en un sentido amplio, es decir, en el sentido de la posi­ción particular irrepetible de los «Doce», de su carácter de fun­damento, y en el sentido de su poder de misión, que debía con­tinuar. En el primer sentido los Apóstoles no tienen sucesores, en el segundo sentido su oficio ha pasado a los obispos. El pueblo cristiano siempre tuvo conciencia de que a los Apóstoles les competía una posición peculiar en el plano de la salvación y que la época apostólica quedó cerrada con su muerte. Pero también era consciente de que las funciones de enseñar y regir, inseparables de la vida de la Iglesia, perduraban en el ministe­rio de los obispos. Así, al principio, no se incluían los nombres de los Apóstoles en las listas de los obispos, sino que se comen­zaban éstas con el primer obispo constituido por un Apóstol. Se quería destacar la posición especial de los Apóstoles. Esta disposición se encuentra todavía en Ireneo e Hipólito. Pero más tarde, ya en Cipriano, los Apóstoles son incluidos en las listas de los obispos. Se quería acentuar ahora la permanencia del Po­der jerárquico sacerdotal y pastoral conferido a los Apóstoles. Se trata sólo de una diversa concepción histórica y de una dife­rencia en la simple exposición, no en la cosa misma[6].

3. También las palabras dirigidas por el Señor a Pedro no pueden entenderse solamente de la misión especial de Pedro li­mitada al tiempo de la fundación de la Iglesia. El sentido natu­ral de todas las imágenes que el Señor ha empleado para expre­sar la posición privilegiada de Pedro, es que ésta es esencial e imprescindible para la Iglesia y no se limita al tiempo de su fundación. Los adversarios en su mayoría sólo se fijan en la imagen de la «roca fundamento» y la interpretan en el sentido de que Pedro debe ser la primera piedra, sobre la cual el edificio de la Iglesia se apoya una vez para siempre. Pero esta concep­ción estática de la Iglesia no es exacta, pues ella no es un edificio rígido y muerto, sino un organismo viviente, una sociedad. La existencia y cohesión de esta sociedad viva sólo puede ser garantizada por una permanente y eficaz función de roca en la Iglesia. Esto se deduce también claramente de las otras imáge­nes, con las que Cristo describe la misión de Pedro y que, como nota con razón Cullmann, son poco o nada consideradas por los teólogos protestantes. El cargo de administrador de una casa, la posesión del supremo poder de «atar y desatar», la actividad del que «confirma a sus hermanos» y de pastor, no se pueden de ningún modo limitar temporalmente; el sentido de estas imágenes no se puede referir solamente al tiempo de los comienzos de la Iglesia. Ellas no tienen relación exclusiva con la fundación de la Iglesia, sino que aluden a su consistencia y permanencia. La casa necesita siempre un administrador; la fe amenazada, un apoyo dado por Dios; el rebaño, un pastor solícito.

La primitiva Iglesia era consciente de la posición única e irrepetible de los «Doce», que habían sido elegidos por el mismo Jesús y dotados de un poder ¡limitado en el espacio. Pero ella era consciente también de que la misión y los poderes de los Apóstoles, por ser esenciales para la Iglesia, debían pasar a hombres que, después de la muerte de los Apóstoles, ocuparían su puesto.


NOTAS

[1] O. Cullmann, Petrus. Jünger-Apostel-Martyrer, Zurich, Stuttgart 1960, 247s.

[2] K. L. Schmidt, Die Kirche des Urchristentums, (Tubinga 1927) 300.

[3] O. Cullmann, o.c., 259.

[4] Ibídem, 237.

[5] W. SOLOWJEW, Monarchia sancti Petri (trad. Alemana de L. Kobilinski-Ellis, Mainz 1929) 473.

[6] G. Söhngen, Die Einheit in der Theologie (Munich 1952) 307; O. Karrer, Um die Einheit der Christen (Francfort del Mainz 1953) 116.