LLAMADOS A VIVIR-MORIR-VIVIR
Meditación programática


Luis Alonso Schökel


Ahí van estas páginas: para creyentes, puntos de meditación; para 
no creyentes, testimonio de una convicción.
El hombre es creado para vivir. Y para morir. Y para vivir. Tal es el 
ritmo cristiano de la existencia: vivir-morir-VIVIR. Quitad la tercera 
pieza, y la vida es una atroz decadencia (Aleixandre decía que la vida 
es la juventud y una larga decadencia). San Pablo nos dice que el 
hombre querría saltarse la segunda etapa; cosa imposible. Adelantar 
la tercera etapa en la conciencia, con convicción, es base de la 
esperanza. Nos acercamos o se nos acerca el punto de intersección 
en que una vida, salvación en proceso, va a desembocar en otra vida, 
salvación definitiva. Hay que salvar la vida y salvar la muerte, para 
ponerse finalmente, definitivamente, a salvo.
Las cosas creadas cada vez nos sirven de menos. Una especie de 
indiferencia psicológica nos va invadiendo. Quizá sea desinterés, más 
que indiferencia. Una indiferencia como libertad y superioridad puede 
dar paso a una indiferencia como apatía. Apatía (=apatheia) es falta 
de pasiones, embotamiento de emociones.
¿Se puede reformar, ordenar la muerte? Se puede ordenar por 
anticipado. Para realizarla más que padecerla. Es verdad que 
prepararse «para bien morir» puede tener una versión piadosa, 
noblemente devota; no es menos cierto que ordenar la muerte puede 
dar contenido y sentido a los últimos años.
Recuerdo a Saúl (1S 28) a quien acaban de anunciar su muerte, 
en el campo de batalla, el día siguiente. Se incorpora de su posición 
yacente, ensayo final del morir, y come para recobrar las fuerzas. 
Para representar heróicamente el último acto de su existencia.
Y no olvidemos el aviso de San Juan de la Cruz: «por la tarde os 
examinarán en el amor».
Se muere de golpe o se muere por etapas, y estamos en la recta 
final. La muerte ¿se padece como violencia extrínseca o es el último 
acto vital que da la última definición a la existencia? Yo he visto un 
anciano desahuciado que parecía que no lograba morir, como si no 
tuviera fuerzas para dar el último salto, como si ni siquiera pudiera 
dejarse caer. Se diría que la vida concentra sus últimas fuerzas para 
pronunciar: «está consumado». Esa línea que ha ido trazando 
nuestro perfil, definiéndonos, manifestándonos, busca su conclusión 
en la muerte. Como en los dibujos infantiles que siguen la línea de 
puntos, al morir se juntan los dos cabos y el perfil queda completo: 
tales fuimos, tales somos. Dice Jesús ben Sira, el Eclesiástico (1 
1,28): «Antes de que muera, no declares dichoso a nadie: en el 
desenlace se conoce al hombre». El refrán castellano reza: «Antes 
que acabes, no te alabes».
La última etapa puede ser lenta o vertiginosa, puede discurrir vacía 
o podemos llenarla. Podemos dejarnos resbalar hacia atrás, 
contemplando el paisaje que se nos escapa y se aleja por delante. 
Como cuando viajamos de espaldas al movimiento, en el descansillo 
del último vagón, en la popa del barco. Las líneas paralelas de los 
raíles corren a juntarse en la lejanía, la estela que trazamos va 
sorbiendo nuestra existencia.
MU/ORDENARLA: «Que la vida se tome la pena de matarme, ya 
que yo no me tomo la pena de vivir» dijo un día Manuel Machado. No 
sea así. Hay que ordenar la muerte; no basta deslizarse por la 
pendiente, suave o escarpada, de la tercera edad.
Al contrario, hay que emprender una marcha ascendente, como la 
de Jesús según Lucas 9,51: «Cuando iba llegando el tiempo de que 
se lo llevaran a lo alto, se encaró decidido, camino de Jerusalén». Ir a 
Jerusalén es subir; desde donde seguirá subiendo, ascendiendo. 
Para ello hace Jesús un gesto, adopta un ademán enérgico, 
«endurece el rostro». Nada de dejarse resbalar. Es verdad que Jesús 
no alcanza la tercera edad, porque quiere morir joven. Pero en la 
anticipación consciente de la muerte, en la decisión de ascender, es 
también nuestro modelo.
¿Hacia dónde ascendemos? Abro la ventana, y entra con el aire el 
paisaje; abro la puerta de casa y salgo al corral; abro el portal del 
corral y salgo al descampado. Abro la puerta del planeta y salgo al 
espacio (que es como un descampado de nuestra poblada tierra). 
Abro la última puerta del espacio y salgo a... Morir es como un viaje 
ultraplanetario, dejando atrás este espacio y este tiempo. Hay que 
hacer preparativos para el viaje: ejercicios para ordenar la muerte.
Como hay una llamada para vivir, hay una llamada para morir. 
También morir puede ser una vocación. En el vacío del no ser, en el 
cóncavo caos del no existir, donde no éramos ni existíamos, resonó 
una voz que nos llamaba a vivir, y respondimos existiendo. «El Dios 
que da vida a los muertos, y llama a la existencia a lo que no existe». 
(Romanos 4,17). Vivir es una vocación. Lo de Jeremías vale 
analógicamente para todos: «Antes de formarte en el vientre, te 
escogí» (Jr 1,5).
MU/VOCACION: Si el puro vivir es una vocación, dentro de nuestra 
vida surgen otras vocaciones: ingeniero o fontanero, inventor o 
mecánico. Vocación es ser cristiano y también «vivir con El». Pues no 
menos vocación es morir. ¿No es el morir cristiano escuchar una 
llamada? «Venid, benditos de mi Padre» (Mateo 25,34). Es el mismo 
verbo de la vocación de los apóstoles: «venid a ver». Sí, morir para 
venir, cerrar los ojos para ver. «Al despertar me saciaré de tu figura» 
(Salmo 17,15).
«El que quiera morir conmigo ... » Toda muerte es violenta, es la 
gran y última violencia contra la vida. Aunque morir fuera un acto vital, 
sería violento, uno de los más violentos. La vejez anticipa astutamente 
esa violencia. Violencia física de enfermedades y el declinar las 
fuerzas. Violencia social del retiro forzado, pasar a segundo plano, 
quedarse con papeles secundarios, convertirse en comparsa. 
Violencia espiritual de perder la memoria y el interés. Sentirse inútil, 
más aún, una carga. Esta violencia puede resultar más sutil y 
penetrante que una persecución desatada o una furia martirial. No 
permite la satisfacción de sentirse héroes; no provoca la reacción 
airosa y esforzada del inocente calumniado y condenado. De alguna 
manera, el anciano es culpable: culpable de su enfermedad, porque 
gastó la salud; culpable de la debilidad, porque apuró las fuerzas; 
culpable del desvío ajeno, porque se ha vuelto irritable; culpable del 
olvido, porque no es necesario. Si vivir es un derecho, haber vivido 
dos edades parece un delito. Si «el delito mayor del hombre es haber 
nacido», parece que «el delito mayor del viejo es haber vivido».
He ahí algunas violencias a las que se ve expuesto, sometido, el 
anciano. Pido prestada la voz de un poeta del siglo XVII: «Vivo 
muriendo en brazos de la vida... vida prestada que en morir se 
emplea» (Antonio Enríquez Gómez). Pues bien, la violencia que Jesús 
sufrió anticipada y concentrada en unas cuantas horas, el anciano la 
ha de vivir y tolerar espaciada y casi rutinariamente. ¿Podrá convertir 
la rutina en fortaleza?, ¿podrá llegar al heroísmo sostenido? «El que 
quiera vivir conmigo, el que quiera morir conmigo ... » 
Por si fuera poco al sufrir tales violencias, el hombre de la tercera 
edad tiene que enfrentarse con sus demonios interiores. En el 
desierto de los años canos, le sale al paso un Satán, también viejo y 
tentador, solapado o descarado. Le susurra el deseo, la pretensión 
de que su aridez pétrea sea tenida por jugosa y nutritiva: «Que los 
otros te escuchen y celebren tus salidas, que admiren tu saber 
acumulado». Ya que no se encuentra en forma para saltar 
deportivamente del pináculo del templo, su Satán a la medida le 
sugiere que cuente sus increíbles acciones del pasado: «Cuando yo 
era joven... recuerdo que una vez ... » O le induce a adquirir y 
conservar posesiones, aun sin usarlas, imaginando que suplirá con 
poseer lo que le falta de ser.
Otro día el Satán de turno le enseña a denigrar los tiempos 
presentes. El renombrado Eclesiastés, un maestro que en la tercera 
edad conservó la sensatez en medio del desencanto, aconseja a un 
joven: «Acuérdate de tu Hacedor durante tu juventud, antes de que 
lleguen los días aciagos y alcances los años en que dirás: No les saco 
gusto» (Ecl 12,1). No dice que los tiempos son malos, sino que no les 
saca gusto. Lo que está malo es su paladar. Algo parecido le 
responde Barzilay a David cuando éste le invita, en pago de sus 
servicios, a pasar la vejez en la corte:
«Pero ¿cuántos años tengo para subir con el rey a Jerusalén? 
¡Cumplo hoy ochenta años! Cuando tu servidor come o bebe, ya no 
distingue lo bueno de lo malo ni tampoco si oye a los cantores o 
cantoras. ¿Para qué voy a ser una carga más de su majestad? 
Pasaré un poco más allá, acompañando al rey, no hace falta que el 
rey me lo pague. Déjame volver a mi pueblo, y que al morir me 
entierren en la sepultura de mis padres. Aquí está mi hijo Quimeán: 
que vaya él, y lo tratas como te parezca bien» (2 Samuel 19,35-38).
Contra los demonios interiores tiene el anciano ángeles a su 
servicio. ¿Por qué a los ángeles los representan siempre jóvenes y al 
diablo viejo? Suena a discriminación. Tendrá que haber ángeles 
especiales para la tercera edad. Los que aconsejan: contra el afán de 
poseer, desprendimiento, anticipando el desprendimiento final; contra 
vano honor, silencio o discreción, aliento y apoyo a los jóvenes; 
contra irritación, comprensión y tolerancia.
A propósito: el gran aliado de la Muerte es el diablo, mientras que 
los ángeles son aliados de la vida. «Por envidia del diablo entró la 
muerte en el mundo» (Sabiduría 2,24); «el diablo fue asesino desde 
el principio» (Juan 8,44). Dicen que hay también un ángel de la 
muerte: es el que nos conduce a realizar nuestra muerte, más que a 
padecerla o dejarla venir. Muerte como llamada, vocación personal.
Hace más de setenta años escribió Rilke una página que vale la 
pena copiar aquí:
«Este selecto hotel es muy antiguo: ya en tiempos de Clodoveo se 
moría aquí en varias camas. Ahora se muere en quinientas cincuenta 
y nueve camas. Naturalmente, en serie. Con tan enorme producción, 
cada muerte aislada no queda tan bien elaborada, pero no se trata de 
eso. Lo que importa es el número. ¿Quién da hoy algo por una 
muerte bien elaborada? Nadie. Incluso los ricos, que, sin embargo, 
se podrían permitir morir con todo detalle, empiezan a hacerse 
descuidados e indiferentes: el deseo de tener una muerte propia se 
hace cada vez más raro. Un poco más, y se hará tan raro como la 
vida propia. Dios, todo está ahí. Se llega, se encuentra una vida 
hecha, no hay más que ponérsela. Uno quiere marcharse o está 
obligado a ello, entonces ningún trabajo: Voila votre mort, Monsieur. 
Se muere a medida que se llega; se muere la muerte que 
corresponde a la enfermedad que se tiene (porque, desde que se 
conocen todas las enfermedades, se sabe también que los diversos 
desenlaces letales corresponden a las enfermedades y no a las 
personas; y el enfermo, por decirlo así, no tiene nada que hacer).
En los sanatorios, donde se muere con tanto gusto y con tanto 
agradecimiento hacia médicos y enfermeras, se muere una de las 
muertes preparadas por el establecimiento ... » (Los apuntes de Malte 
Laurid Brigge. Traducción de J. M. Valverde).

El cristiano ha de cultivar una relación personal con Jesucristo. La 
relación se establece y mantiene con el Señor resucitado y 
glorificado, presente en la Iglesia y en nuestra vida; pero se articula 
proyectándose a la vida terrena de Cristo, a los «misterios de la vida 
de Cristo». Pues bien, la relación entre dos personas se define 
también por la edad de ambos: de niño a niño, de joven a adulto, de 
anciano a niño, etc. La relación con Jesús entra necesariamente en 
ese dinamismo. Un niño siente a Jesús infantilmente; un joven, 
juvenilmente; un adulto, maduramente. ¿Un anciano? No quiero 
pronunciar la palabra «senilmente».
El poeta argentino Luis Bernáldez repite en un villancico este 
estribillo: «Dios mío, Dios mío, hoy eres hijo mío». Es decir, hijo de la 
Humanidad. El poeta en ese momento se siente hombre y padre como 
tantos otros; siente que su paternidad es participación en la gran 
fecundidad humana, don de la infinita fecundidad divina, «de quien 
procede toda paternidad» (Efesios 3,15). En la multitudinaria 
paternidad y maternidad humanas se inserta el «hijo de la 
humanidad», y en cierto modo el poeta es su padre: «Hoy eres hijo 
mío».
Han pasado los años, me encuentro en edad y afectividad de 
abuelo. El abuelo siente reflorecer su carne en el nieto, se siente 
padre vicariamente. Afectivamente, a veces es más padre el abuelo. 
También ser abuelo es una forma de paternidad. ¿Me atrevo a 
decirlo? «Dios mío, hoy eres nieto mío»; y dejo fluir dulce y 
melancólicamente los afectos propios de la edad.
El abuelo se está retirando: o es inútil o estorba. Pero llega el 
nieto, y el abuelo comienza de nuevo a ser útil en algunos servicios 
sencillos: cuidar, asistir. Y, sobre todo, envolviendo en un afecto que 
el niño siente y aprecia y asimila. «Dios mío, hoy eres nieto mío». 
Cuando al.abuelo le toque marcharse, quedará Jesucristo: hijo y nieto 
de todas las generaciones de las que se hace contemporáneo.
Un día Moisés tiene que despedirse de la tierra y de la vida. De la 
tierra prometida, adonde no podrá entrar; de la vida, que parece 
truncada. Sube a la montaña a contemplar desde lejos, desde arriba, 
la tierra prometida. También desde la altura de los años de anciano. 
Antes de morir se le llenan los ojos de aire marino, de luz gloriosa, de 
paisaje rendido: «duermen cumbres y valles su costumbre». Y 
además se llena de futuro. Sobre la cumbre de la montaña, soberbio 
pedestal para su figura gigantesca, contempla Moisés el comienzo de 
una nueva era. Y acepta la muerte.
Siglos más tarde, un anciano se acerca a la muerte. Antes sube al 
monte del templo «más alto que todas las montañas» (Isaías 2,2). Allí 
se encuentra con una madre y un niño. Lo toma en sus brazos y 
siente un peso infinito y dulcísimo: todo el futuro está en sus brazos. E 
invoca sereno la muerte.
El Mesías tiene que crecer, Simeón, el Antiguo (viejo) Testamento, 
se retira para dar paso al Nuevo.
Cuando yo me retire definitivamente, seguirá naciendo y creciendo 
Jesucristo, niño con los niños, joven con los jóvenes y con los adultos 
y con los ancianos. «Dios mío, Dios mío, hoy eres nieto mío».


Luis Alonso Schökel
ESPERANZA
Meditaciones bíblicas para la Tercera Edad
Sal Terrae 1991

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