Ponencia del profesor Alejandro Llano

El hombre, ante la sociedad de la información: Luces y sombras

Bajo la tranquilidad política interna que preside hoy felizmente la existencia de los Estados democráticos de derecho, late una profunda inquietud social, que casi nunca aflora, precisamente porque la causa principal de tal desazón estriba en las dificultades que la tecnoestructura política y económica pone a las libres iniciativas civiles de los ciudadanos comunes y corrientes, para los que cada vez resulta más arduo, no ya sólo llevar a la práctica sus proyectos institucionales de tipo social o cultural, sino simplemente hacerse oír.

 

La versión de un optimismo oficial, cuya aceptación es obligatoria, consiste en dar por obvio y sentado que los canales de expresión pública están ampliamente abiertos a todos los ciudadanos; y que esta porosidad social ha alcanzado su punto álgido cuando hemos cruzado felizmente las puertas de la llamada sociedad de la información. Cuando lo que en realidad acontece es más bien lo contrario: la proliferación de mensajes, con la fascinación caótica que generan; la opacidad de la propiedad y orientación de las fuentes de información; el deslizamiento de la función propiamente informativa hacia el campo de lo que hoy se llama entretenimiento; la trivialización de los aspectos culturales y teóricos; el sensacionalismo y la falta de objetividad que suele padecer el tratamiento de los temas religiosos; el entreveramiento doctrinal de los medios, convertidos en plataformas ideológicas de amplio espectro, mas no por ello libremente pluralistas; todos estos inquietantes fenómenos nos han alejado todavía más a los ciudadanos de a pie, y a las iniciativas cívicas autónomas, de los centros tecnoestructurales vinculados al Estado y al mercado, desde los que se sigue intentando orientar unilateralmente la opinión pública y la gestión de los asuntos de interés general.
Y, sin embargo, son muchos los indicios que nos permiten afirmar que este esquema aún dominante, basado en un dinamismo de descendente colonización, comienza ya a mostrarse agotado; que de hoy en adelante dará cada vez menos de sí, porque se basa en una antropología falaz, en una ética manipulada, y en una filosofía política que está siendo desbordada en todas las direcciones. El estudio de este cambio de paradigma, que recoge las aspiraciones de miles de ciudadanos insatisfechos, sería largo y trabajoso si pretendiéramos abordarlo con minucioso rigor. Voy a rogar que su amabilidad me permita simplificar su presentación hasta el punto de remitirla inicialmente a una sola variante, en la que las sombras a las que alude el título de esta conferencia responden a una concepción tecnocrática, individualista y pragmática de la llamada sociedad de la información; mientras que las luces que se comienzan a vislumbrar anuncian el tránsito a una sociedad del conocimiento de signo humanista y solidario.
La evidencia circunstancial más cercana de que hemos llegado a un punto de saturación improseguible, que clama por un giro enérgico, se puede detectar hoy, a mi juicio, en la mutua conexión de dos fenómenos de envergadura internacional que nos han mostrado hasta qué punto son frágiles los pilares de la sociedad como espectáculo que habitamos. Me refiero a las explosiones de ira –que en modo alguno pretendo justificar– manifestadas en las protestas contra los fenómenos de globalización, por una parte, y a algunas reacciones frente a los terribles atentados del terrorismo internacional, por otra.


Poder, pero no autoridad
Además de otras coincidencias entre ambos eventos, hay una que me parece muy reveladora: la amplia aceptación internacional de interpretaciones con muy escaso fundamento que, sin embargo, han llegado a calar en la opinión pública de un modo asombroso, lo cual es una manifestación de poder, pero no un signo de autoridad. En el caso de las protestas anti-globalización contra las cumbres mundiales de los países ricos, se ha repetido una y otra vez que estas reacciones quedarán en nada, como sucedió con las protestas estudiantiles de mayo del 68, a las que se parecerían en la común heterogeneidad y en la falta de proyectos; cuando lo cierto es que la revolución estudiantil en torno a 1968, con todas sus implicaciones y consecuencias, constituye uno de los fenómenos ideológicos más importantes del siglo XX. En el caso de los atentados terroristas de Nueva York y Washington, se ha convertido en algo relativamente común atribuir su origen al fundamentalismo y a la religión, como si ambos términos vinieran a designar lo mismo, cuando más bien habría que pensar que el propio fundamentalismo es antitético de la auténtica religión: es otro tipo de manifestación del secularismo que afecta a la mayor parte de las sociedades contemporáneas, ya que tanto el materialismo práctico occidental como el fanatismo que fulgura en algunos países de oriente proceden de una común crisis religiosa y ética muy profunda, que constituye la raíz nunca mencionada del terrorismo. Alguien tan poco sospechoso como Jürgen Habermas ha podido decir que, «a pesar de su lenguaje religioso, el fundamentalismo es exclusivamente un fenómeno moderno. En lo que respecta a los autores islámicos de los atentados del 11 de septiembre, destaca de inmediato la falta de contemporaneidad entre los motivos y los medios. Se refleja en ello una asimetría entre cultura y sociedad, existente en sus países de origen, que tiene como causa principal una acelerada modernización, profundamente desarraigadora». Y Habermas añade que la sociedad actual no ha encontrado un sustitutivo secular para la religión. Ni lo encontrará –añado por mi cuenta–, porque, como decía T. S. Eliot, en este mundo nada sustituye a nada. Pero lo menos sustituible de todo es Dios, el no necesitante del que nosotros tenemos necesidad. Como ha dicho el periodista alemán Christian Geyer, en los muros de la Paulskriche, donde Habermas pronunció su discurso en la recepción del Premio de la Paz concedido por los libreros de Frankfurt, figuraba con grandes letras invisibles la frase de Horkheimer: «Es vano intentar salvar un sentido incondicionado sin Dios».


Información y conocimiento
Pasar, como propongo y anuncio, de la sociedad de la información a la sociedad del saber implica, desde luego, disolver la presunta identificación entre transmitir información y generar conocimiento. Lo ue hoy entendemos por información es sólo un aspecto, y no el decisivo, del saber humano. La información es algo externo y técnicamente articulado, que se halla a nuestra disposición a través de los medios de comunicación colectiva. El conocimiento, en cambio, es una actividad vital, un crecimiento interno, un avance hacia nosotros mismos, un enriquecimiento de nuestro ser práctico, una potenciación de nuestra capacidad operativa. La información sólo tiene valor para el que sabe qué hacer con ella: dónde buscarla, cómo seleccionarla, qué valor tiene la que se ha obtenido y –por último– cómo procede utilizarla. Por el contrario, el conocimiento es un fin en sí mismo, que de suyo no está ordenado a lograr algo útil, sino a colmar el afán de saber que los seres humanos abrigamos de manera natural.
Por su propia naturaleza, la información es homogénea, transmisible, encapsulable, standard. En cambio, el conocimiento es originario, crítico, personalizado, dialógico, emergente. No se trata, como es obvio, de dos dimensiones contrapuestas, porque la información implica adquisición de conocimientos y el conocimiento no puede florecer sin una alta dosis de información. Se trata, más bien, de actitudes antropológicas y sociales diferentes, en cuyo contexto al conocimiento le corresponde el enclave humano irreductible y radical, en el que –al mismo tiempo que el sujeto humano se alimenta de información y la procesa– también la limita, la enjuicia y la genera. A diferencia de la información, que está estrechamente relacionada con los aspectos pragmáticos o retóricos del lenguaje, en el conocimiento predomina el aspecto semántico, que confronta derechamente al lenguaje con lo que constituye su finalidad y su perfección, es decir, con la verdad. Y esto último es lo que, sobre todo, me interesa subrayar.
En la medida en que el ciudadano se mueva en el mundo original del conocimiento, no será un consumidor dócil, acrítico y pasivo de información. Y tenderá a comparecer él mismo activamente en un mundo informativo en el cual y del cual tiene algo –quizá mucho– qué decir. Y, sin necesidad de revestirse de arrogancia alguna, le importará más ese aspecto activo y personal de su propio saber que los ídolos del foro público y anónimo. En otras palabras, relativizará la información y sus medios dominantes, respecto a los cuales se comportará con plena libertad, cierta distancia y una moderada indiferencia. Será un usuario culto de los canales de la opinión pública, respecto a los que transitará gradualmente de la actitud de consumidor a la de actor o agente responsable.


Anorexia cultural

Llegados a este punto, me atrevo a decir que es esta actitud culta, activa, no resignada y relativamente escéptica la que, por regla general, los católicos españoles no acabamos de acertar a adoptar respecto a los medios de información y otros aspectos no carentes de contenido intelectual en la vida pública de nuestro país. Si alguna debilidad notoria acusa el catolicismo español de las últimas décadas es precisamente su anorexia cultural, su escasa sensibilidad para las cuestiones ideológicas, la superficial formación doctrinal de no pocos de sus miembros y, en consecuencia, su menguada agilidad para participar en la vida filosófica, científica, artística y literaria de nuestro país, con la consiguiente automarginación respecto a los debates en los que se ventila públicamente la orientación ética y política de nuestra vida común.
Tal retraimiento se inscribe, aparentemente, en el marco más amplio de la separación entre moral privada y moral pública que caracteriza al panorama social español, a diferencia de lo que acontece en otros países política y culturalmente más maduros. Entre nosotros se da por firme y establecido el modelo político de la llamada república procedimental, según el cual el Estado –y, en general, las Administraciones públicas– se habrían de ocupar exclusivamente de lo funcionalmente correcto, de lo jurídicamente legal, mientras que lo bueno y lo malo serían cuestiones individualmente discutibles y problemáticas, como les sucedería a los asuntos
religiosos y de ética personal, que se tendrían que relegar al ámbito estrictamente privado.
Este paradigma de la república procedimental, según resulta notorio, es el oficial y el teóricamente reconocido, pero en modo alguno se respeta en la realidad. Desde luego, las Administraciones públicas llevan años interviniendo abusivamente en terrenos que afectan de lleno a cuestiones de moral personal y no se retraen en absoluto de imponer un permisivismo que choca con la conciencia cristiana de muchos españoles, cuya actividad religiosa –especialmente por lo que afecta a la escuela y a la familia– no se ve en modo alguno al reparo de incursiones políticas marcadas, no pocas veces, por el signo de la arbitrariedad.
¿Y qué decir de los medios de comunicación colectiva? Exceptuando unos pocos, no hay en los restantes cuestión, por íntima que sea, de moral personal o de índole religiosa –especialmente si va acompañada de algún ribete escandaloso, más o menos imaginario– que no encuentre acogida en los miles de páginas de papel cuché y en los cientos de minutos de programación televisiva y radiofónica que cada semana se dedican a airear asuntos pintorescos y escabrosos.
A mi juicio no hay que perder ni un par de segundos en lamentarse de estos subproductos de la sociedad de la información, aunque ocupen también más de la mitad de las horas de emisión y de audiencia en la Red por excelencia, en Internet, convertida mayoritariamente hasta ahora en un medio mundializado de entretenimiento. Ante este tipo de cuestiones, incluidas las injerencias de las Administraciones públicas donde no les corresponde, procede comportarse –según recomienda el periodista estadounidense Tom Wolfe– como los contrabandistas tradicionales respecto a los carabineros y a la policía de fronteras: evitarlos, sin malgastar un instante en enfrentarse con ellos.


Libertad sin permiso ni disculpas
Lo interesante es romper el modelo imaginario de la república procedimental desde la base social, desde la iniciativa cívica, asumiendo la responsabilidad política, moral y cultural que a todo ciudadano corresponde. No esperemos que graciosamente se nos concedan unas libertades que son inherentes a la ciudadanía democrática. La libertad de intervenir en la realidad pública –y en este caso de promover nuevos medios de información y participar activamente en los existentes– hay que adoptarla, de una vez por todas, sin pedir permiso ni disculpas a nadie, porque en definitiva no hay más libertades que las que uno se toma.
Y esta necesidad de traspasar la línea de censura que algunos pretenden seguir estableciendo, interesadamente, entre el ámbito público y el privado se ha hecho evidente, justo, con el advenimiento de la sociedad del conocimiento. La separación oficial entre lo público y lo privado ha saltado por los aires especialmente en el ámbito del saber. Porque lo decisivo en la nueva sociedad no es el cúmulo de información de que se dispone, sino la capacidad de llegar a saber más, que no es patrimonio ni del Estado ni del mercado, sino que está en manos de aquellos que se empeñan en pensar con denuedo, en ejercer la manía de discurrir, considerada todavía como nefasta por los guardianes –mentalmente rancios– de la burocracia y del mercantilismo.
Nada más arriesgado que buscar decididamente la verdad y, cuando proceda, declararla. Lo que todavía en la sociedad de la información se sigue estimando como eminentemente subversivo es la capacidad de pensar por cuenta propia y de atreverse a decir lo que uno piensa. Tal es el resorte que impulsa la promoción y la participación en los medios que difunden las noticias y las ideas, así como el límite eficaz a la manipulación de las mentalidades. Aquí se encuentra la divisoria entre los dos modelos –el descendente de la colonización y el ascendente de la emergencia– a los que antes me refería. Y es justo en este terreno donde la capacidad de iniciativa de los católicos españoles debería experimentar un impulso de revitalización, que nos alejara del letargo de la pasividad y del conformismo tan patente hasta ahora.
El advenimiento de la sociedad del saber facilita poner un punto final a cierta fascinación del catolicismo español ante la política como actividad preferencial, explicable tal vez por las vicisitudes históricas de los dos últimos siglos. Sea cual fuere la explicación que se dé a tal fenómeno de supravaloración de la política, y el juicio que sobre él se emita, es preciso percatarse de que el actual sentido de la responsabilidad social, centrado en lo que hace un par de años llamé nueva ciudadanía, se ha desplazado de la articulación entre política y economía, típica de la sociedad industrial, y ha adquirido otros matices en la nueva galaxia de la sociedad del saber y de la mentalidad postmoderna.
Nos guste o no, el Estado ha dejado de ser el centro y el vértice de la vida social. Lo que tenemos en la actual sociedad compleja es una realidad multicéntrica y relacional, en cuya comprensión no se puede avanzar si se adopta una perspectiva unilateral o simplista, como es la que aportan los ejes público/privado, Estado/individuo y Estado/mercado. El Estado ya no es, por supuesto, el Absoluto objetivado de los idealistas románticos. Pero es que ni siquiera constituye el interlocutor único de todos los actores sociales, como entienden aún las ideologías de cuño liberal o socialista. En términos sistémicos, tomados de la sociología de Niklas Luhmann, habría que decir que el Estado es hoy una especie de subsistema organizador y orientador. Mientras que, en los términos humanistas que yo prefiero emplear, el Estado tiene una función arquitectónica y de salvaguarda supletoria respecto a las iniciativas o subjetividades sociales. Más aún: la propia política ya no es –si es que alguna vez lo fue– la función social decisiva, ni en sí misma, ni en sus relaciones mutuas con la economía. Desde luego, las innovaciones más interesantes del llamado siglo breve (1914-1989) no han surgido precisamente del ámbito político. Lo que la ciudadanía postmoderna –en su mejor sentido– ha captado con notable agudeza es que el parámetro clave para la comprensión actual de la propia ciudadanía es la cultura. Sólo desde esta dimensión básica –la ética y cultural– se puede entender el papel decisivo que a la nueva ciudadanía le compete en la sociedad del conocimiento, y cómo la religión –según puso de relieve Pannenberg– constituye un aspecto básico de las grandes articulaciones antropológicas.


Iniciativa social
La rigidez del constructo burocrático-mercantil, la interpenetración tan tupida hoy como ayer entre Estado y mercado, impide plantear de manera realista las relaciones entre lo privado y lo público, oscilantes siempre entre el oficialismo y su precario remedio, a saber, la privatización. No se advierte que la sociedad actual –cuya índole organizativa es la reticularidad compleja– impide de hecho una polarización tan esquemática entre mercado y Estado, indeseable también desde la perspectiva del despliegue de la libertad pública y la responsabilidad social. La propia concepción democrática de la ciudadanía demanda que se introduzca, al menos, un tercer término: el de la iniciativa social. Lo cual tiene la mayor relevancia, porque hoy sabemos que la clave para la solución de los problemas derivados de la creciente complejidad actual se encuentra precisamente en el aspecto relacional y ascendente que discurre desde la base ciudadana –desde lo que pasa en la calle– hasta las estructuras universales y abstractas de tipo político y económico. Y éste es precisamente el dinamismo propio de las iniciativas sociales, que acontecen también –más o menos espontáneamente– en el terreno mediático cuando las fuentes antropológicas del saber no se encuentran cegadas o reprimidas.
Las iniciativas sociales son intervenciones de las solidaridades primarias y secundarias en el ámbito social. Superando el inicial esquematismo de la alternativa privado/público, cabe resaltar que la índole de las iniciativas sociales no es estrictamente privada ni propiamente pública. Se engarzan en las redes relacionales y multidimensionales que componen el entramado de la sociedad postmoderna. Y nos dan la clave para la comprensión de lo que significa la nueva ciudadanía.
Lo que, de entrada, distingue a la nueva ciudadanía de la ciudadanía convencional (en sentido estrictamente moderno) es precisamente su estrecha conexión con la acción humana. Ser ciudadano no significa hoy principalmente pagar impuestos, recibir prestaciones sanitarias, tener la propiedad de un inmueble o vender unos títulos en la Bolsa. Ninguna de estas situaciones evoca en nosotros el sentido fuerte y sustantivo de la expresión ciudadanía que, si no quiere ser tautológico, se ha de referir al libre protagonismo cívico en la configuración de la sociedad.
Tal es la médula de lo que hoy muchos de nosotros queremos entender por democracia. Si una sociedad democráticamente configurada no facilita y fomenta la activa intervención de los ciudadanos en proyectos de relevancia pública, y especialmente en aquellos más estrechamente relacionados con la generación y transmisión de ideas, la frustración que provoca es inmediata y continua, justo porque acualmente las responsabilidades y afanes que merecen el calificativo de ciudadanos o cívicos no son tanto de tipo político o económico como de índole preferentemente cultural, es decir, de creación de sentido y de autorrealización de la propia identidad.
Nada menos realista –en contra de lo que pudiera suponerse desde el pragmatismo dominante– que atribuir a estas dimensiones cualitativas y humanistas un carácter ornamental o adjetivo. Era el error típico de los grupos más conservadores de nuestra sociedad, músicalmente ciegos para todo lo que pudiera implicar reflexiones de cierta hondura filosófica. Error al que más recientemente se han sumado, con entusiasmo de neófitos, los sectores autoconsiderados como progresistas, que han creído ver en este chato utilitarismo un factor de modernidad, precisamente cuando el rasgo central de la situación presente es la crisis de la modernidad. Pero es que, además, lo que a duras penas se podía considerar admisible hace unas décadas, resulta hoy del todo contraproducente y extemporáneo. Porque, en la sociedad del saber, el recurso clave que define la riqueza de las naciones ya no es la capacidad para producir y transformar materias primas, sino la densidad cultural y científica como caldo de cultivo para la generación de conocimientos nuevos. Y, por otra parte, los problemas más vivos que tenemos planteados en las sociedades del capitalismo tardío son precisamente de índole cualitativa y, por así decirlo, conceptual: la caída demográfica, los flujos migratorios, la mundialización, la marginación y disidencia interna, el terrorismo, la quiebra de la familia como institución, el espectacular descenso del nivel de la enseñanza, la corrupción económica y la crisis de la ética…


Frente a lo público/privado, lo humano/no humano
Como ha indicado el sociólogo italiano Pierpaolo Donati, la discriminación básica que delimita el concepto de ciudadanía ya no es la dicotomía privado/público, sino la de la contraposición humano/no humano. Por eso considero que la gran tarea que hoy es preciso acometer estriba en el descubrimiento y realización de un humanismo cívico, entendido como una nueva configuración de la responsabilidad ciudadana, que traslada el centro de gravedad colectivo desde las dimensiones tecno-estructurales a la base cultural y social, a esa fuente originaria de sentido que los fenomenólogos llaman mundo de la vida.
El eje decisivo es ahora, insisto, el eje humano/no humano. Lo humano del humanismo cívico es el desarrollo de la persona en toda su envergadura cultural y social. Y lo no humano que se opone al humanismo cívico es la masificación alienante del individuo irresponsable que ya no sabe dónde está la fuente de una identidad en la que el factor religioso juega un papel clave.
La deshumanización que avanza en forma de consumismo desbocado, de intolerancia con emigrantes y extranjeros, de malos tratos a niños y mujeres, o de corrupción económica, parece correr en paralelo con un inesperado crecimiento de la ética. Pero, como acaba de señalar Robert Spaemann, el boom de la ética es sospechoso. Un castizo amigo mío lo había descubierto mucho antes, porque lleva años diciendo que, cuando oye hablar de ética, echa mano a la cartera (para impedir que se la roben, claro). Especialmente significativo resulta el astillamiento de la moral en escuelas contrapuestas y en disciplinas deontológicas especializadas, generalmente de orientación pragmatista o consecuencialista. Algunos cultivadores de la bioética, de la ética empresarial o de la ética informativa, por ejemplo, no parecen muy interesados en lo que, desde Aristóteles, se llama verdad práctica; se han convertido más bien en algo así como intermediarios o negociadores entre quienes pretenden conseguir a toda costa la implantación de ciertas prácticas, tales como la experimentación con células madre extraídas de embriones humanos congelados, y quienes consideran que tal proceder atenta contra la dignidad humana. La clave no declarada de la mediación consiste en que, de entrada, se sabe que tal práctica se va a introducir, y la función de tales especialistas en cuestiones éticas consiste en lograr que tal proceso no sea traumático, gracias –por ejemplo– a la ficción del concepto relativista de pre-embrión, que puede tranquilizar a los que mantienen una postura calificada de tradicionalista. Más en el fondo aún, se encuentra uno de esos conceptos de matriz marxista, precipitadamente tenidos por superados, según el cual lo que tiene que suceder, sucederá.
Como recientemente ha demostrado la interesante polémica del Presidente federal Rau con el Canciller alemán Schröder, socialistas ambos, con posturas antitéticas respecto al tema que acabo de mencionar, este tipo de cuestiones tienen una extraordinaria importancia de índole cultural y ética, pero también económica, política y, sin duda, religiosa. Nada parecido se ha registrado en España y, lo que es más grave, resultaría insólito que llegara a desarrollarse una discusión de tal nivel intelectual, que implique a personas relevantes de la vida pública, y en la que los medios de comunicación social se abran a las diversas posturas mantenidas por sociólogos, filósofos, teólogos y científicos. Y aquí reside, justamente, esa índole ambigua y endeble de la actual estructura social española, que resulta tan inquietante para cualquier observador, sobre todo para los que podemos llegar a ser sus potenciales víctimas, por ejemplo, a través de la legalización de la eutanasia.


Por un Foro independiente

Bien entendido que lo sustancial y relevante para el presente discurso no es tanto la defensa de la vida humana como la función del pensamiento moral y religioso en una sociedad que se vacía a ojos vista de su ethos y no parece conseguir que sus medios de comunicación pública se abran a una discusión caracterizada por el pluralismo y el rigor intelectual. De ahí la necesidad patente de que se vayan estableciendo las condiciones de posibilidad para que empiece a hacer acto de presencia algo así como una república de las letras, un foro independiente de fomento del saber humanista y de discusión abierta de los temas más candentes. De ese foro se podría afirmar, de entrada, lo que el pensador polaco Leszek Kolakowski dice de la filosofía, a saber: «La filosofía no siembra ni recoge, sólo remueve la tierra». Si se lograra remover los espíritus aletargados y airear los ambientes enrarecidos, aun sin propósitos apologéticos, se habría prestado un auténtico servicio a la verdad, que siempre acierta a encontrar sus caminos cuando no se la hace prisionera de la injusticia, según la expresión paulina.
La constitución de este ámbito de discusión libre y abierta implica, sin duda, la promoción de medios de información colectiva y la participación más activa en los ya existentes. Pero su ámbito decisivo –en la línea que vengo sugiriendo a lo largo de esta intervención mía– no es la comunicación misma sino justo la educación. La educación es decisiva en la sociedad del conocimiento, precisamente, porque en el ser humano no existe el saber innato o automáticamente transmisible. Como dijo Pero Grullo, «para saber, hay que llegar a saber». De ahí el fracaso de ese tipo de educación llamada activa que todo lo fiaba a la espontaneidad del alumno; y el hecho de que una de las perlas de la globalización sea la decisión de la Cumbre del Milenio, reunida hace unos meses en Nueva York, donde se decidió solemnemente instalar una terminal de Internet en cada una de las escuelas de los países subdesarrollados, sin preguntarse a qué red –estoy pensando en la eléctrica– se enchufaría el aparato, y qué comerían los niños entre web y web.
Frente a la mera instrucción o ilustración, que responde al paradigma de la eficacia, la educación se inserta en el paradigma de la fecundidad, por caracterizar ahora de este modo los dos modelos a los que me vengo refiriendo. En rigor, el tema de la educación pone en vilo los problemas decisivos de la sociedad de la información sobre el trasfondo de la sociedad del saber. Porque para educar es preciso tener una idea clara de la naturaleza del conocimiento y del valor incondicionado de la verdad, así como de la dinámica histórica del saber, es decir, del papel de la tradición y del progreso en las comunidades de enseñanza y aprendizaje, cuya decisiva función ha subrayado Alasdair MacIntyre. La propia naturaleza de la ciencia entra, por tanto, en cuestión. Y también es patente la conexión entre la educación, por una parte, y la ética y la política por otra.
Pero más relevante aún es el hecho de que la educación representa la prueba de fuego de las diversas concepciones acerca de la sociedad y de la persona humana. Si tales concepciones están equivocadas, si no responden a la articulación real entre naturaleza humana y cultura, la educación –por decirlo así– no funciona. No es que se eduque equivocadamente, según valores deficientes, es que no se educa en modo alguno; se interrumpe la dinámica del saber, por no haber acertado a pulsar los adecuados resortes de la realidad misma. La realidad se puede transformar pero no se puede falsear. Aunque nosotros no lo seamos, la realidad es siempre fiel a sí misma. Tal es la vieja enseñanza de la metafísica realista, de la que –pese a la sucesión de idealismos, escepticismos y positivismos– podría decirse, con Gilson, que entierra a sus enterradores y renace de sus cenizas como el Ave Fénix, es decir, que permanece vigente en su incesante interrogar. Llegados a este punto –queramos o no–, nos las tenemos que ver con la palabra naturaleza, cuyo núcleo semántico está estrechamente vinculado con la fecundidad. Como antes adelanté, una cosa es la eficacia y otra la fecundidad. La eficacia tiene que ver con la disposición objetiva de los medios. La fecundidad se refiere al logro real de los fines. Es cierto que, sin un mínimo de eficacia, no hay fecundidad posible, pero sólo la fecundidad asegura la eficacia a largo plazo, es decir, en términos históricos y culturales.
La eficacia viene hoy dada, preferentemente, por las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación. Pero tales instrumentos sólo son humanamente relevantes si se ponen al servicio de la fecundidad, que estriba en el conocimiento y la sabiduría en conexión con el uso de tales medios; uso dirigido hacia la paideia, hacia la formación del hombre y del ciudadano, hacia la promoción del humanismo cívico. La clave del inmediato futuro residirá en la sabia articulación o sutura de los medios tecnológicos más avanzados con planteamientos educativos y culturales rigurosos, que estén atentos a las auténticas exigencias éticas que el propio avance del saber teórico y práctico lleva consigo.
Desde esta perspectiva, la correlación entre los dos términos del eje humano/no humano, antes aludido, deja de ser simple y exclusivamente bienintencionada. Y es que no se trata de la elemental contraposiión entre lo positivo y lo negativo, pues en la actualidad la humanización no es un valor incuestionado, ya que puede equivaler a informalidad, falta de exactitud o carencia de profesionalidad. Son aspectos que encontramos, por ejemplo, en la expresión fallo humano, tan utilizada para explicar el origen de accidentes. En la terminología de Luhmann, lo no humano son lo sistemas, de lo cuales evidentemente es impensable prescindir a estas alturas, por ejemplo, en el campo de las nuevas tecnologías de la información. En cambio, lo humano es el medio social, llamado por él ambiente. De manera que, sorprendentemente, según Luhmann el hombre no formaría parte del sistema, sino del ambiente. Esto resulta razonablemente escandaloso desde una perspectiva humanista, porque parece trivializar el papel de la persona en la sociedad; pero –como ha señalado Pedro Morandé– también contribuye a disolver el mito marxista de que el hombre está esencialmente constituido por las estructuras socioeconómicas. Se trata, en cualquier caso, de reivindicar frente a Luhmann la índole central y fundamental de la persona humana, pero sin desconectarla en modo alguno de los sistemas, fuera de los cuales pierde hoy toda eficacia y, en consecuencia, queda problematizada su posible fecundidad.


La calidad humana
Lo más interesante de la nueva situación a la que nos estamos asomando, lo que nos ofrece una verdadera oportunidad vital, es que aceleradamente la calidad humana –es decir, la excelencia ética y cultural– se pondrá de manifiesto cada vez de modo más claro, gracias precisamente a la inmediatez y transparencia que pueden aportar las nuevas tecnologías de la información. Éstas son las luces. Por motivos simétricos, el riesgo es también inminente y obvio: las maniobras de enmascaramiento y ensoñación pueden producirse con una contundencia inédita en una sociedad poblada de simulacros, donde las representaciones tienden a ocupar todo el territorio de la realidad. Ahora bien, cabe esperar que la propia rapidez de los ciclos comunicativos contribuirá al desenmascaramiento de la ilusión y a la vigilia de la inteligencia. Lo que aparecerá una y otra vez –ahora sin falsos elitismos ni vanguardias concienciadas– es la capacidad interpretativa de los usuarios, vale decir, su facultad de comprender panoramas complejos y velozmente mutables. Desde el punto de vista operativo, lo que tendrá más importancia será la capacidad estratégica para la comunicación, mientras que el poder para el acaparamiento de medios de información pasará a segundo término.
Al encaminarnos hacia una situación de esta traza, aumenta notablemente la relevancia de las minorías culturalmente bien preparadas, técnicamente capaces, intelectualmente activas y espiritualmente maduras. Desde esta perspectiva, no es improcedente hablar –como se viene haciendo desde hace unos años– de la minoría cristiana. Lo que no tendría mucho sentido sería atribuirle a esta expresión un sentido cuantitativo y, además, positivo; como si resultara deseable que los cristianos fuéramos pocos y estuviéramos marginados, con la finalidad de evitar los riesgos del confesionalismo y la prepotencia. Para mal o para bien, tales riesgos han desaparecido en cualquier caso del mapa y alancear a un muerto nunca ha sido una actividad muy airosa. No, el interés de la expresión minoría cristiana se lo proporciona su connotación cualitativa y el factor sorpresa –por decirlo en terminología táctica– que puede adquirir en un país en el que sociológicamente la mayoría, gracias a Dios, sigue siendo católica.
La virtualidad de la actuación de la minoría cristiana puede multiplicarse exponencialmente en la sociedad del conocimiento, en la que la capacidad de reproducir los ejemplares, atribuida por Walter Benjamin a la cultura moderna, ha perdido importancia en el paso del modelo industrial al modelo postindustrial, al relativizarse la economía de escala y aparecer técnicas productivas del tipo just in time, según las cuales el coste medio de un ejemplar no disminuye al aumentar el número de copias.
De manera curiosa e inesperada, a lo que esto nos conduce es a una reactualización del valor de los contenidos, porque es la calidad de una trama, de una historia o de una idea –y no su reproducibilidad– la que marca las distancias. Nadie se lo esperaba, pero resulta que, en los medios audiovisuales, el escritor, el guionista, ha pasado a ser la estrella. Para llenar tantos cientos de horas de tantas decenas de canales y emisoras hacen falta multitud de excelentes y prolíficos narradores, pues resulta que –al final– lo que nos sigue interesando a la gente corriente son las buenas historias. Hay una sorprendente y positiva recuperación del sentido de lo narrativo que, como ha señalado MacIntyre, indica una superación del objetivismo ilustrado y una renovación de la concepción teleológica, finalizada, de la realidad.
Sucede así que la gran tarea presente de la minoría cristiana es contribuir a la formación de escritores, de mujeres y hombres de letras, que constituyen paradójicamente la profesión más necesaria en la era de las nuevas tecnologías, cuando simultáneamente se anuncia la irrupción de una cultura postliteraria. Resulta curioso que los grandes avances en las tecnologías multimedia se hayan producido, no tanto –como se esperaba– en el terreno del cálculo y la medición, sino en el procesamiento de textos, que ha popularizado el uso de los ordenadores personales y ha generalizado la navegación por Internet.
Otra de las paradojas de las tecnologías de la información y la comunicación está siendo la facilidad para la formación de pequeños grupos de investigadores e intelectuales, que pueden estar establemente conectados a través del correo electrónico y otros procedimientos semejantes. Quien prescinda hoy de estos medios se convierte en una especie de ermitaño científico. Pero quien no tenga algún propósito de indagación o de acción al usarlos pierde lamentablemente el tiempo, según se ha demostrado que sucede, abrumadoramente, en algunas empresas multinacionales, donde al parecer el uso de Internet para cuestiones profesionales o técnicas supone el catorce por ciento del tiempo de utilización, mientras que la mayor parte del tiempo restante se dedica a la pornografía.

Una multiforme conspiración civil
Como ha mostrado Hannah Arendt, las grandes transformaciones sociales y políticas siempre se han basado en movimientos estructurados en torno a grupos pequeños que reúnen simultáneamente propósitos de pensamiento y acción: son los Räte o consejos. Esta estructura se encuentra tanto en la revolución americana como en las revoluciones europeas. Pero en estas últimas se produce el fenómeno de que la revolución devora a sus propios hijos, o mejor, a sus propios padres, porque las células revolucionarias iniciales acaban siendo superadas en radicalidad por oleadas posteriores de vanguardistas que liquidan a sus mentores por considerarlos demasiado moderados. El caso más típico es el de los soviets, de quienes Lenin repetía que en ellos se habría de concentrar todo el poder, cuando lo que hizo fue disolverlos rápidamente por el procedimiento más expeditivo de todos. La estructura territorial y la mentalidad religiosa de las colonias norteamericanas permitieron que los consejos o estructuras similares perduraran durante todo el período bélico y revolucionario, hasta constituir la urdimbre misma de la democracia en América, según mostró luminosamente Alexis de Tocqueville. De esta capacidad básica de asociación y de concierto de las libertades procede –nos guste o no– la indudable superioridad política de la democracia americana sobre la europea.
Pero lo que ahora me interesa subrayar es que las nuevas tecnologías de la información permiten articular una multiforme conspiración civil, leal a la Constitución y al orden establecido, que empiece a convertir en realidad el paradigma de la sociedad del conocimiento, que viene a ser una especie de nueva Ilustración, tras rescatar al viejo Iluminismo de su interpretación modernizante. Lógicamente, ha sido en Estados Unidos donde se han ensayado por primera vez los aspectos externos de este procedimiento, con sorprendente eficacia incluso electoral, pero con la desgraciada circunstancia de que han sido grupos de fundamentalistas cristianos y de movimientos ultraconservadores quienes han utilizado Internet para establecer redes de acción y formación por toda la República.En cualquier caso, el advenimiento de la sociedad de la información ha vuelto a pone en primer término la importancia del cultivo de las Humanidades. Porque el olvido de los saberes humanísticos conduce a la incomunicación, la incomunicación lleva al aislamiento, y el aislamiento al autismo social y a la docilidad que, al parecer, es de lo que se trata. La mejor manera de que nadie piense algo políticamente incorrecto –por ejemplo, que hay que tratar a los emigrantes magrebíes como seres humanos y a los ecuatorianos como hermanos de estirpe– es sencillamente que no piense. Y así tendremos la paz de los cementerios y de las cárceles.
Como ha advertido Jesús de Garay, las Humanidades facilitan que se logren cuatro metas educativas de la mayor trascendencia: 1) la comprensión crítica de la sociedad actual; 2) la revitalización de los grandes tesoros culturales de la Humanidad; 3) el planteamiento de las cuestiones fundamentales que afectan a la vida de las mujeres y de los hombres; y 4) el incremento de la creatividad y la capacidad de innovación.
A mi juicio, resulta lamentable que una buena parte de las familias españolas –tan permisivas en casi todo– prohiban de hecho a sus hijos que lo desean el estudio de carreras humanísticas, porque temen que su futuro económico sea inferior al de los que siguen profesiones técnicas y administrativas. Parece que no le faltaba visión de futuro a Edmund Burke cuando anunció que el dinero se iba a convertir en el sustituto técnico de Dios.
De hecho, la España actual llama la atención a sus visitantes por su extremado materialismo y el desbordamiento de su capacidad de consumo. Continuamos ejerciendo nuestra proverbial tendencia a irnos a los extremos, y durante esta última temporada no precisamente hacia la consabida banda de los valores eternos de los que tanto se oyó hablar durante algunas décadas.
Esto nos sitúa a los católicos españoles ante una tarea en cierto sentido previa a la nueva evangelización que pide a todos los cristianos el Papa Juan Pablo II, con especial intensidad al comienzo de este nuevo milenio. Es el empeño por elaborar y difundir una cultura humanista, en la que se afirme la primacía del espíritu sobre la materia, del hombre sobre las cosas, de la ética sobre la técnica. Porque pretender articular una visión cristiana de la persona sobre una concepción economicista y pragmática de la sociedad viene a ser manifestación de un cinismo como el que denuncia actualmente el pensador esloveno Slavoj Zizek. Yo no tengo nada contra el libre mercado y la economía de empresa, pero no soy tan ingenuo como para pensar que la concepción neoliberal dominante esté inefablemente exenta –por utilizar una expresión de mi maestro Antonio Millán-Puelles– de connotaciones crudamente insolidarias y utilitaristas.


Uno de los mayores riesgos
La emergencia de las iniciativas sociales no mercantiles –del tipo fundaciones, organizaciones no gubernamentales, movimientos de voluntariado, asociacinismo non profit, etc.– debe contribuir a elaborar un nuevo ethos civil de la producción, distribución y consumo de noticias y programas de información o entretenimiento, permitiendo que los usuarios participen activamente en el ejercicio de estas funciones, o que en todo caso sean capaces de una asimilación crítica de los mensajes, a través, por ejemplo, de asociaciones de clientes y consumidores que pongan coto a los distintos tipos de manipulación y defiendan los derechos humanos de la ciudadanía.
La existencia de una opinión pública libre y madura es el presupuesto sociológico para la constitución de una sociedad civil activa y autónoma, sin la cual la democracia es poco más que un remedo. Como todos sabemos, el sistema de los mass media responde hoy a criterios bien distintos. Responde a imperativos de beneficio, de audiencia, de manipulación del consenso para fines políticos, es decir, básicamente a objetivos que se integran en el mercado y en el Estado. Con frecuencia, en lugar de informar, se desinforma, y se hace conscientemente, voluntariamente, con finalidades ocultas. Uno de los mayores riesgos para la sociedad civil se encuentra en que no consiga que los medios de información sean gestionados por sujetos civiles y con modalidades civiles. Supone un gran perjuicio que tales instituciones clave de la democracia estén sometidas a presiones procedentes de otros campos y a operaciones en las que se ventilan intereses heterogéneos. Por eso es tan relevante reconducirlas al terreno que les es propio: al campo del conocimiento y de la cultura.
Ciertamente, la difusión de nuevos medios electrónicos supondrá a la larga la ruptura de los monopolios encubiertos que hoy padecemos. Pero lo cierto es que, hoy por hoy, ni Internet ni otras vías semejantes suponen una alternativa a la prensa, la radio o la televisión. Presentan la gran ventaja de facilitar la intervención de grupos y personas individuales que pueden situar sus mensajes en la Red, pero carecen todavía de la amplitud de temática y de la universalidad de audiencia que han alcanzado hace tiempo los mass media.

La verdad, trivializada
En la sociedad de la información y el conocimiento el valor por antonomasia debería ser la verdad. Y por eso lo más notorio de una configuración social en la que el saber constituye su misma médula estriba en que la cuestión de la verdad se ha trivializado. Lo más grave no es que se mienta con demasiada frecuencia, sino que en cierto modo se vive de la mentira. Se da por supuesto que lo que se dice y se mantiene como cierto no es precisamente lo verdadero, sino lo plausible, lo conveniente, lo admitido, lo correcto… La pretensión de encaminar toda la vida hacia la verdad se considera utópica e, incluso, perjudicial. Porque mantenerla conduciría a posturas arrogantes, totalitarias e incluso fundamentalistas. La verdad resulta peligrosa: es preciso sustituirla por variantes más ligeras y menos comprometidas.
Si la entraña de la democracia es el diálogo, entonces –así piensan no pocos– es preciso ser moderadamente relativistas, porque tal parece el único modo de mantener una postura sin pretensiones absolutas, que evite ofender a quien sostiene otra contraria a la mía. Como dice Claudio Magris, toda opción categórica lleva consigo la conciencia del agravio a quien ha preferido otra distinta o enfrentada a aquélla. La relativización de todos los valores se presenta como la única posibilidad de superar ese mal radical que implican las concepciones morales absolutas, la única forma de abandonar la conciencia de culpa que acompaña a toda actuación seria, para alcanzar una nueva inocencia.
Según mantiene Gianni Vattimo, el más conocido representante del pensamiento débil, se trata de proceder a la reducción final de todo valor de uso a valor de cambio. Liberados los valores de su radicación en una instancia última, todos se hacen equivalentes e intercambiables: cada valor se convierte en cualquier otro, todo se reduce a valor de cambio y queda cancelado todo valor de uso, toda peculiaridad inconfundible o insustituible. Economicismo y relativismo se dan la mano. Cualquier realidad se puede convertir en cualquier otra, y adquiere de este modo la naturaleza del dinero que puede ser permutado indiferentemente por cualquier cosa. La apoteosis del mecanismo del cambio, extendido a la vida entera, celebra la desposesión de la persona, a la que se arrebata radicalmente su dignidad.
Todo intento de restablecimiento social del valor absoluto de la persona humana será considerado, entonces, como una agresión injustificable y resultará, por lo tanto, ignorado, o, si esto no es posible, duramente combatido por los medios de información, por el Estado, por el mercado y por la entera cultura dominante.
Hoy resulta intempestivo –arriesgado incluso– apelar a una fundamentación metafísica y antropológica para salir al paso de un relativismo moral que se presenta como esa nueva inocencia, situada más allá del bien y del mal. Estamos acostumbrados a aceptar la visión oficial del relativismo como algo ingenuo y hasta divertido, que contrasta con los ceños fruncidos del fanatismo y la intolerancia, condensados precisamente en el rótulo fundamentalismo. La levedad del permisivismo convierte a la ética en estética, o incluso en dietética, porque los únicos mandamientos incondicionales son actualmente los del disfrute dionosíaco y los de la higiene puritana. Como dice de nuevo Magris, los nuevos personajes, «emancipados con respecto a toda exigencia de valor y significado, son igualmente magnánimos en su indiferencia soberana, en su condición de objetos consumibles; son libres e imbéciles, sin exigencias ni malestar, grandiosamente exentos de resentimientos y prejuicios. La equivalencia y permutabilidad de los valores determinan una imbecilidad generalizada, el vaciamiento de todos los gestos y acontecimientos».
Sólo que, al convertir incluso a las personas en objetos consumibles, el relativismo consumista adquiere una deriva cruel. Porque habría que caer en la cuenta de que lo que el permisivismo permite es justamente el dominio de los fuertes sobre los débiles, de los sanos sobre los enfermos, de los ricos sobre los pobres, de los integrados sobre los marginales.
El relativismo ético absolutiza los parámetros culturales dominantes. Lleva, así, a un acomodo a las fuerzas en presencia, que acaba por anestesiar la capacidad de indignación moral, el coraje ético necesario para proclamar que la verdad es la perfección de la persona humana, que sólo puede mantenerse desde una renovación de la comprensión del ser del hombre. Sin el campo de juego que abre el amor a la verdad, la libertad humana se ve ahogada por el temor y el sentimentalismo, por el sofocante encapsulamiento afectivo del subjetivismo, o por la violencia que se desprende del pragmatismo.


El necesario coraje ético
Esta valentía civil de anteponer el valor de la verdad a cualquier conveniencia pragmática es la característica fundamental de la minoría cristiana. Constituye su honor y su carga. Si no fuera para decir la verdad, poco interés tendría para los católicos su presencia en los medios de información, ya que no harían más que aumentar la ceremonia de la confusión. Naturalmente, tal exigencia es perfectamente compatible con el pluralismo de opciones y de opiniones –es más, lo exige–, ya que el avance hacia la verdad ofrece muchos caminos y la mayor parte de las cuestiones en discusión presentan un carácter opinable. Ahora bien, un pluralismo que condujera al relativismo dejaría de poseer interés y, en último análisis, se autoeliminaría.
La Wertfreiheit o neutralidad valorativa –ya propugnada por Max Weber para las ciencias positivas– no es ni siquiera viable. Porque, como ha dicho Hilary Putnam, sin valores no tenemos ni mundo ni hechos. Una democracia sin valores, inmersa en la incertidumbre moral y en la contingencia política, tiende a convertirse en un totalitarismo visible o latente. Ya Tocqueville –más actual ahora que nunca– advertía que el fundamento de la sociedad democrática estriba en el estado moral e intelectual de un pueblo. Desde luego, el fundamento de la democracia no puede ser el relativismo moral, aunque sólo sea porque el relativismo –como ha mostrado Millán-Puelles– no fundamenta nada. La condición de posibilidad de la democracia es el pluralismo, que viene a reconocer los diversos caminos que la libertad sigue en su búsqueda de la que podríamos llamar verdad política. En definitiva, la democracia no puede florecer si se considera que es el régimen de la incertidumbre, la organización de la sociedad que permite vivir sin valores. Y si los medios de comunicación social se atuvieran a esta pobreza ética, si cayeran en el vulgar error de pensar que las convenciones excluyen las convicciones, serían parte del problema que plantea la penuria moral de algunas versiones de la democracia, y desde luego no serían parte de la solución.

Conclusión
Como conclusión final de estas reflexiones más abiertas que categóricas, pienso en alto que ésta no es la hora de las reivindicaciones o de las quejas formuladas ante instituciones políticas o económicas anónimas, altamente entrenadas en el ejercicio de hurtar el cuerpo a cualquier petición que puedan considerar gravosa en términos electorales o financieros. Ésta es la hora de la responsabilidad cívica, de la libre iniciativa de los ciudadanos de a pie, dispuestos a no hacer dejación de sus derechos y, sobre todo, de sus deberes a la hora de configurar libremente la sociedad en un sentido que respete la dignidad de la persona humana, la justicia social y la solidaridad imprescindible en un mundo globalizado. Las nuevas tecnologías de la información ofrecen medios de extraordinaria eficacia que han de adquirir la fecundidad de un conocimiento sapiencial cuyo núcleo presente una índole cultural, ética y religiosa. Los cristianos, en concreto, no podemos resignarnos al papel de convidados de piedra en una sociedad pluralista y compleja que está sedienta de orientaciones y criterios. Mimetizarse con un ambiente relativista para hacerse perdonar las propias convicciones no suscita precisamente el respeto, sino más bien la compasión. Y esta activa responsabilidad adquiere especial urgencia en la sociedad del conocimiento, donde el hallazgo y la difusión de la verdad ha de ser el valor primero.
Verdad que no es imposición de intereses contingentes ni defensa de prejuicios ideológicos. Verdad que es liberar el dinamismo y la luminosidad del ser de las cosas. Verdad que es encontrarse con nuestros semejantes en un diálogo rebosante de comprensión y apertura. Todo lo cual no encuentra expresión más feliz y exacta que la de este lema paulino: Hacer la verdad en el amor.


III CONGRESO CATOLICOS Y VIDA PÚBLICA
Retos de la nueva sociedad de la información