«Y
creó Dios al hombre a su imagen –dice el libro del Génesis–, a
imagen de Dios lo creó, hombre y mujer los creó… Y les dijo: Creced y
multiplicaos, llenad la tierra y sometedla…»
Ésta es la labor propia de los seglares, que constituyen mayoría en la
Iglesia, cuya razón de ser no está en ella misma, sino precisamente en
hacer un mundo según el designio de Dios creador, un mundo a la medida
del hombre y de la mujer.
La Iglesia no existe para encerrarse en sí misma: existe para el mundo, y
todo en ella, la Palabra de Dios y los sacramentos, el ministerio ordenado
y la vida consagrada, la jerarquía y las asociaciones laicales, todo, está
al servicio de su misión en el mundo. ¿Acaso el mandato definitivo de
Jesús a sus discípulos no es el de ir al mundo entero y predicar el
Evangelio a toda criatura, estar en el mundo sin ser del mundo?
No ha dejado de repetirse en los últimos tiempos, por parte de pequeños
sectores dentro y fuera de la Iglesia, cuya importancia es magnificada de
un modo desproporcionado por no pocos medios de comunicación, que
reservar sólo a los varones el ministerio sacerdotal constituye poco
menos que una afrenta y un ultraje a la mujer, una discriminación
intolerable, a estas alturas de los tiempos, del todo inadmisible en una
sociedad democrática...
Incluso
salió adelante en el Parlamento europeo, superando con dos votos la
posición contraria, el reciente Informe sobre Mujeres y
fundamentalismo que, entre otras cosas, se atreve a exigir, en nombre de
los derechos humanos, que se rectifiquen las verdades de la fe católica,
y proscribe a las instituciones religiosas que impidan el acceso de las
mujeres a su jerarquía. Pero cabe preguntarse: ¿esta defensa de la mujer
es realmente tal, o, por el contrario, no la estará dañando, al olvidar
la auténtica verdad de su ser y de su vocación?
No es sólo el ser y la vocación de la mujer lo que está en juego en los
tiempos que corren, lo está el ser y la vocación de la Humanidad toda, y
con ella del mundo. Si la mujer no puede recibir el sacramento del
sacerdocio ministerial, sencillamente porque una mujer no puede
representar visiblemente, que eso es el sacramento, a la persona de
Jesucristo, sí recibe, en cambio, de la misma Iglesia –que en María,
la madre de Jesús, halla su plena realización– la luz que ilumina su
ser y su vocación. ¿No es, por tanto, un daño evidente para la mujer, y
con ella para la Humanidad entera, renunciar a su condición de señora
pretendiendo asumir la condición de ministro, es decir, de sirviente?
Es muy grave la crisis que hoy sufre el mundo, esclavizado al dinero, y en
el que las relaciones humanas, y en especial la relación hombre-mujer, sólo
parecen entenderse en clave de poder y de placer, pasando por encima del
amor y del alma; con ello el mundo se aleja de la paz y de la justicia; se
aleja, en definitiva, de la felicidad que realmente anhela todo hombre y
toda mujer en lo más profundo de su ser. A esta crisis, sin duda, no es
ajena la crisis de identidad de la mujer, que no sólo se evidencia en
ciertas obsesiones que reivindican para ella el ministerio sacerdotal,
sino en tantas otras que han deteriorado gravemente, si no destruido, su
condición de esposa y de madre, y de alma de la familia verdadera, única
garantía de salud auténtica de toda sociedad.
Esta crisis –no debemos engañarnos– coincide con la pretensión de
encerrar la fe y la vida cristiana en las sacristías, queriendo negar su
esencial dimensión pública. Porque el mundo será lo que le haga ser su
alma. El reto que hoy tiene la Humanidad, los hombres y las mujeres, no es
tanto que se reconozca su igualdad de derechos, como que se descubra en qué
consisten tales derechos; y éstos sólo se iluminan desde la verdad de su
origen y de su destino. «Libertad, ¿para qué?», se preguntaba Bernanos.
Si la vida no tiene más horizonte que un mundo llamado a destruirse, y
con él el hombre y la mujer, por mucho que se alargue el plazo de ese fatídico
final, ¿para qué servirían los derechos?
Todo ha cambiado desde que una mujer, hace ya más de dos mil años, dijo
sí al designio de Dios de salvar al mundo. Seguir dando hoy ese sí es la
misión esencial de la Iglesia entera, hombres y mujeres nuevos, pobres
pecadores, pero que han sido rescatados por el Hombre nuevo, Cristianos
fieles en el mundo, decimos en nuestra portada, para formar un pueblo: en
griego se dice laos, y de ahí el nombre de laico. Un pueblo, hombres y
mujeres en medio del mundo, con la tarea no de encerrarse en sí mismo,
sino de servir a la construcción de la única familia humana, de ser
levadura, fermento, luz y sal.
Y si la sal se vuelve sosa…
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