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La
Resurrección de Jesús es el dato de fe fundamental del
cristianismo, en el que éste cimienta su plenitud de
significado o su irrelevancia para el mundo. Si Cristo no ha
resucitado, vana es nuestra fe, dirá escuetamente san Pablo,
aquel judío ultraortodoxo, como diríamos hoy, cuya
existencia se vio trastocada por un encuentro inesperado con
el Crucificado-Resucitado, que cambió enteramente sus
esquemas religiosos. Todo lo que hasta entonces había
constituido su tesoro más preciado: ser hebreo e hijo de
hebreos, fariseo e intachable en cuanto a la Ley, se le cayó
literalmente de las manos y se le volvió paja: «Lo que era
para mí ganancia, lo he juzgado pérdida a causa de Cristo. Y
más aún, juzgo que todo es pérdida comparado con la
sublimidad del conocimiento de Cristo..., por quien perdí
todas las cosas y las tengo por basura, con tal de ganar a
Cristo y ser hallado en Él..., y conocerlo a Él, el poder de
su resurrección» (Flp 3,7-11). Como los demás apóstoles,
Pablo ha tenido la experiencia original del Resucitado:
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«También
se me apareció a mí» (1Cor, 15,18). Y con ello la
conciencia de ser, como ellos, heraldo de una verdad salvífica
de significado universal: Cristo no resucita para él solo.
Todo resucita con Él y es en Él reconciliado con Dios; lo
mismo el ser humano que el cosmos de las criaturas, sometido
con el hombre a la vanidad (Rom 8,20). «En Cristo estaba Dios
reconciliando al mundo consigo» (2Cor 5,19), inaugurando un
nuevo orden de realidad, una creación renovada donde al mal
no le queda cabida posible: «Ya no habrá más muerte, ni
habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras
cosas ya pasaron... He aquí que hago nuevas todas las cosas»
(Ap 21,1-5). En la Cruz el Mal se ha aniquilado a sí mismo,
se ha extinguido en ella como el fuego en el agua, al no
encontrar en el Crucificado respuesta violenta a su violencia
asesina. Cristo recibe el Mal del mundo, y a su hijo bastardo,
la Enemistad (Ef 2,13), y lo absorbe en sí sin rebotarlo
sobre quienes se lo arrojan. Simplemente, «inclinando la
cabeza, entregó su Espíritu» (Jn 19,30). Nada más.
Muriendo a sí mismo, exhaló sobre el mundo su Respiración,
la Vida divina de que era portador. El Mal acaba en la Cruz,
muere en su propio asesinato, se queda a este lado del
sepulcro y no se filtra al nuevo orden.
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Un
nuevo poder
En el Cristo que emerge del sepulcro se revela, pues, un nuevo
poder de Dios, distinto al de los grandes signos divinos del
Antiguo Testamento, y cuya sublimidad es la que Pablo quiere
conocer: el poder de la resurrección, la Cruz como límite
del Mal. Un poder extraño para nuestras categorías
habituales, pues no lo vemos nacer de la imposición, sino de
la debilidad, del fracaso humano y de la profunda humillación
del Viernes Santo. En la Cruz se manifiesta un poder que es la
inversión del poder humano, basado en la relación de
dominio. En ella se manifiesta la fuerza paradójica del Bien,
que vence al mal dejándose afectar por éste hasta el extremo
que el mal mismo determina, sin devolver nunca un mal igual
(ojo por ojo) o un mal mayor (venganza). Es la nueva moral del
Reino, como había sido expresada en el Sermón de la Montaña.
Quizá no sin escándalo (1Cor 1,23), el poder de la
Cruz-Resurrección se revela como un antipoder, que invierte
la tendencia propia del Gran Ego del mundo.
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Jesús
no va en poder, que queda desaprobado en la Iglesia: «Sabéis
que los jefes de las naciones las dominan..., y los grandes
las oprimen con su poder. No así entre vosotros. El que
quiera ser el primero en el Reino de los cielos, que sea el último
y servidor» (Mt 20,25-27). Él fue el primero que actuó así,
desde la Encarnación hasta el proceso legal que los poderes
institucionales, políticos y eclesiásticos tramaron contra
Él para quitarlo de en medio. Jesús no se puso a su nivel:
no se defendió, no pidió abogados ni contrapuso a Pilatos
una fuerza armada semejante a la de los romanos: «Mi Reino no
es de este mundo» (Jn 18,36); o sea, mi poder no es como el
del César, ni mi ejército como el de ninguna gran potencia
europea, asiática o americana. No está hecho de tanques ni
cañones, ni de armas nucleares. Y en el momento de su
prendimiento le dirá a Pedro que guarde la espada y no genere
una nueva violencia. Dios no quiere guerrillas, ni guerras
santas ni cruzadas: «Los que empuñen espada, a espada
perecerán» (Mt 26,52).
La ilusión del poder humano, incluso la de aquel que pretende
defender auténticos valores y ejercer la justicia frente a
otros poderes declaradamente injustos, es la de utilizar el
mal para acabar con el mal, una violencia mayor para acabar
con la violencia; porque así entra en un círculo que crea
nuevas injusticias al imponer la justicia propia. Quizá sea
ésta la razón por la que tantos pseudo-redentores han
concluido su carrera fundando una mueva opresión y una
corrupción mayor que la que habían destronado. Fascinados
por el espejismo de la imposición, trataron de implantar la
justicia y el paraíso a base de carros y caballos, de ejércitos
bien armados, mientras su paso victorioso sembraba el suelo de
nuevas víctimas, de nuevos pobres y nuevos inocentes.
Creo que no hay redención posible en este orden de realidad
para las víctimas de los poderes dominativos, por justos que
pretendan ser, o por mucho que invoquen a Dios, a Alá
Misericordioso o a Yahveh Sebaot. Eso desde Caín y Abel, y
hasta que la Historia y sus imperios dure. «Siempre habrá
pobres entre vosotros» (Mc 14,7), advertirá Jesús, porque
siempre habrá poderes e imperios; y éstos no pueden salvar a
sus propias víctimas, como los tanques no pueden dar vida a
quienes aplastan a su paso. La Dominación, como el Crimen y
la Enemistad, es hija del pecado original: nace del Gran Ego
del mundo, tras el cual la Escritura descubre al Príncipe de
este mundo (Jn 14,30), al Maligno (Mt 13,38), al Dominador de
las naciones (Is14,12), a los Dominadores de este mundo
tenebroso (Ef 6,12). Por tanto, el poder dominativo es el
propio del Mal, que resulta juzgado por el antipoder de la
Cruz (Jn 16,11), ante cuya debilidad resulta impotente (Jn
14,30). Ahora bien, en la Biblia, el Príncipe de este mundo
no es sólo el Dominador trascendente; además es el arquetipo
de todos los poderes humanos, simbolizados en las bestias de
los libros apocalípticos, que son como encarnaciones suyas.
El proceso de Jesús, sobre todo en el cuarto evangelio,
ilustra muy bien la ceguera y parcialidad de todo poder, su
esquematismo mental y la intransigencia tantas veces fanática
que le acompaña, quizá por estar convencido de que tiene la
certera visión (Jn 9,39-41). Por esa ceguera Jesús fue
contado entre los malhechores y condenado como blasfemo y
hereje. Y lo mismo les ha ocurrido luego a no pocos justos
respecto al poder civil o eclesiástico. No hemos de olvidar
esto: Jesús, el Justo, el Siervo de Dios, el Bueno y el Santo
fue honestamente percibido por la institución de su tiempo
como incoherente, malhechor, blasfemo, hereje y hasta diabólico.
Lo cual es el colmo de la ceguera: confundir a Dios con Belcebú
(Mt 10,25). En Él se cumplió a la letra el dicho: «Nadie
llega a la santidad sin que cien justos le hayan declarado
antes hereje». ¿Nos invita algo a pensar que nosotros somos
hoy más lúcidos y menos parciales que los fariseos? ¿Escaparía
hoy la Iglesia a la crítica de Jesús?
El reconocimiento del Justo, de todos los justos e inocentes
de la Historia, empieza en la Cruz que les imponen los mismos
que los condenan: «Verdaderamente éste era Hijo de Dios»,
exclamará el Centurión romano que mandaba la patrulla de los
verdugos, al ver expirar a Cristo (Mc 15,39). Ésta es la
paradoja: sólo cuando el justo muere es reconocido; sólo
entonces se abren los ojos, reconocemos nuestro error y
bajamos golpeándonos –quizá hipócritamente– el pecho.
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No
era un justo más
Porque en la Cruz del justo aparece nuestro pecado hacia él.
Los santos y los mártires no se suicidan; se dejan abatir por
nuestras justicias fanáticas. Pero el pecado que les abate
por fuera no les afecta la esencia: «No temáis a los que
matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma» (Mt 10,28). Y
ellos caen limpios, inmaculados, como corderos sin tacha, sin
abrir la boca, entre las acusaciones y sentencias de quienes
saben mejor que Dios lo que es justo. Pero el pecado que les
derriba muere también en ellos sin encontrar resonancia. Jesús
no se defiende, no contraataca, el Siervo doliente no abre la
boca a insultos y salivazos. Tampoco baja de la Cruz, por más
que le invitan a realizar un acto de poder (Mt 27,40.42). No
cae en la autojustificación, no infla su ego delante del ego
de los hombres. Por eso la Cruz lleva al límite –como
martirio– la fe en que hay un poder justificador de Dios
para las víctimas de este orden corrupto de cosas. Este poder
es el de la Resurrección.
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Si
Jesús no hubiera resucitado, hubiera dejado sólo el recuerdo
de unos salivazos, de unas bofetadas, del escarnio y del
asesinato injusto de un inocente más de la Historia. La
humillación, el quebranto, la traición, la mentira, la
tortura, todo lo que constituye el pan de los poderes humanos,
hubiera sido una vez más lo último que se podría recordar
de Jesús, como de Juan Bautista, decapitado por el capricho
de una bailarina. Así se escribe la Historia. Las flores más
hermosas siempre son segadas por manos caprichosas. Y
mientras, aquí no ha pasado nada. Continúa la fiesta y la música,
y los hombres se siguen devorando unos a otros, en un
laberinto de muerte y pasión que no halla reposo.
Pero Cristo no era un justo más de la Historia. «Aquí hay más
que Salomón» (Mt 12,42), «antes de que Abrahán existiera,
Yo Soy» (Jn 8,58). Para Juan evangelista, Cristo es la
Compasión Infinita encarnada hasta el extremo de lo posible (Jn
13,1), la Solidaridad divina con las víctimas irredentas de
todas las formas de mal, que acoge toda muerte en la suya y la
asume en su Respiración, en su Espíritu, en su Vitalidad.
Con el Cristo sufriente de la Semana Santa cae y es sepultado
el sistema de pecado sobre el que asienta este viejo mundo,
con su arquetipo de poder, y renace otro orden bajo el
arquetipo de la gracia, ante la que no cabe poder alguno: «Por
gracia habéis sido salvados..., y esto no viene de vosotros»
(Ef 2,5.8).
Digamos, para concluir, que la Resurrección no justifica al
justo reintegrándolo en el mismo orden injusto que lo había
abatido, pues lo volvería a abatir como a Lázaro (Jn 12,10);
sino haciéndolo pasar al orden nuevo, donde está Cristo
sentado a la derecha de Dios: a la nueva Jerusalén del
Apocalipsis, donde el mal no tiene cabida porque ha quedado a
este lado del sepulcro. De este modo, la debilidad de la Cruz
revela el poder de la Resurrección, y se constituye en puerta
y frontera, en paso –pascua– a la nueva creación. La Cruz
realiza la pascua del mundo en la pascua de Cristo: el paso de
la vida en la desgracia a la vida en la gracia y en la
plenitud del Primero de los resucitados: Jesucristo, el
Testigo fiel, Primogénito de los muertos y de la creación (Ap
1,5; Col 1,15.18).
Antonio
María Martín Fdez-Gallardo
Alfa y Omega, núm 301
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